El bebé llega a casa
[Una experiencia de Tama Janowitz en Family Wanted, True Stories of Adoption, Granta Books, London 2006, p. 157]
Días 1 y 2
Estamos en Beijing de camino a nuestra adopción. Nuestro grupo está formado por ocho parejas y dos mujeres solteras, junto con nuestra guía, Xiong Yan, que nos enseñará dos días Beijing antes de volar con nosotros a Hefei a hacernos cargo de los bebés, donde Xiong Yan nos ayudará con todo el papeleo final.
El interminable proceso de adopción ha sido como una búsqueda del tesoro: el FBI, por ejemplo, necesitaba nuestras huellas dactilares para probar que no éramos criminales en la lista de ‘Se Busca’. Teníamos que conseguir partidas de nacimiento con las firmas originales y enviarlas al departamento de la ciudad, al departamento del estado, al departamento federal, junto con el certificado de Hacienda y cartas de recomendación. Nuestro cerebro hubo de ser analizado por psicólogos. Parecía que nunca conseguiríamos un bebé. Mi marido Tim y yo teníamos mucho interés por adoptar. Yo sabía que Tim sería un padre maravilloso, y yo estaba deseando ser una buena mamá. Yo quería decididamente un bebé, eso sí, que se estuviera quietecito en la cuna haciéndose muecas a sí mismo. Todo el mundo a quien yo conocía que tuvieran un bebé me decían sin parar, ‘Tienes que tener un hijo. Es lo más maravilloso que puede sucederte.’ No llegaba yo a explicarme por qué me decían eso cuando su rostro al decírmelo parecía más el de un sobreviviente de un accidente de avión, pero me imaginaba que lo entendería más adelante.
Día 3
Estoy empezando a conocer el grupo poco a poco. Todos van de los 35 a los 45 – un fisioterapeuta, un pediatra, un fotógrafo, un editor, un agente de seguros, un profesor, un ingeniero de marina. En circunstancias normales, esta gente en el grupo no tendría mucho en común, pero el hecho de que estábamos todos juntos en esta aventura me hacía sentirme como un tímido aficionado a la ópera en una visita dirigida a La Scala de Milán. En el hotel de Hefei desaparecemos todos enseguida en nuestras habitaciones, riendo y sonriendo todavía. Cuando volvamos a encontrarnos estaremos ya todos con nuestros sonrientes, adorables, encantadores bebés.
Las dos, las dos y cuarto, las dos y media. Tim y yo nos paseamos de pared a pared como un marido esperando que su mujer dé a luz en la sala de partos. Por fin, hacia las tres y media, nos llaman: está a punto de llegar. Después de mucho discutir durante meses, hemos decidido llamarla Willow (sauce). La foto que después recibimos indicaba más bien que era baja y gorda. El nombre de Willow la ayudaría a cambiar. Suena el timbre: Xiong Yan y una enfermera del orfanato llegan con Willow.
Willow es muy mona, empapada en sudor, con orejas gigantes. ‘Acaba de comer’, dice Xiong Yan. ‘Cuando le den su alimento asegúrense de que está hirviendo de caliente, porque es a lo que están acostumbrados. Hay que darle de comer a las seis de la mañana, a las nueve, a las doce, a las tres, a las seis, y entonces se duerme y vuelve a comer a las once de la noche. Que esté siempre abrigada –nunca dejen que tenga el estómago al descubierto.’ Con eso, y con una caja de cereales de arroz y una bolsa con la fórmula que hay que combinar en medida exacta para su próxima comida, Xiong Yan y la enfermera de Willow nos dejan.
Inmediatamente, la encantadora niña en mis brazos rompe a llorar. La enfermera tenía razón, Willow no llora… mientras alguien esté jugando con ella –cada segundo. Este bebé no quiere ser abrazado, quiere ser levantado, arrojado, meneado, que le den vueltas en vilo, que lo pongan boca abajo mientras los adultos agitan los brazos y saltan todo alrededor como monos. Tiene la cabeza afeitada, y aunque nos dicen que es otra inocente costumbre china para asegurarse de que el pelo crezca más fuerte, nos hace sospechar porque en la foto no estaba afeitada. ¿Será que es calva?
A pesar de su debilidad física, tiene una cantidad de energía fuera de lo normal. Llora sin cesar, y como hemos leído en algún sitio que los bebés lloran solo por alguna razón, Tim y yo decidimos cambiarle los pañales. La ponemos en el suelo e intentamos quitarle lo que lleva puesto. Aunque está débil, es capaz de revolverse como un lobo con una pata en un cepo. Aun con nosotros dos empleándonos a fondo, la tarea es imposible. Yo tengo la cara roja, y a Tim le cae el sudor por todas partes. Nos miramos el uno al otro. ‘¿Es demasiado tarde para ponerla en el autobús de vuelta al orfanato?’ pregunto.
El cambio de pañales lleva una hora. Cuando Willow queda por fin vestida con los pañales estrangulando en oblicuo su cintura, deja de sollozar, lo que nos hace pensar es la hora de los potitos. Tratar de disolver los grumos del engrudo en el agua tibia del termo proporcionado por el hotel se lleva otra hora. Para entonces está enojada y aburrida –desde luego que esto no era lo que esperaba.
El hotel nos ha puesto en la habitación una jaula de metal plateado que es una cuna con barrotes separados entre sí a la distancia exacta para que un bebé pueda meter la cabeza entremedio y no sacarla. A Willow no le gusta la cuna. Se altera. Si antes estaba enfadada, ahora está furiosa. Los juguetes que nos trajimos de Estados Unidos no valen para nada; cualquiera lo hubiera visto. Por fin, después de varias horas de entretenimiento violento –cantos, aplausos, saltos, bailes– y otra papilla, conseguimos que se duerma. Ya es tarde, aunque no sabría decir cuánto tiempo ha pasado. Hace horas que yo estaba lista para irme a la cama. A las tres de la mañana decide investigar los juguetes. Descubre que apretando un botón en la caja dorada sale un sonido de hojalata con la canción ‘It’s a Small World’, que siempre he odiado, y que la repite sin cesar.
Día 4
Amaneció. Los potitos, el baño, los pañales, el intento de animarla mientras el otro miembro adulto de la familia trata de ducharse y vestirse, y viceversa. A ella no se la puede dejar sola un momento. La pobre criatura no tiene recursos –no puede leer, escribir cartas, o pintarse las uñas– ni ir a ninguna parte. Son las ocho –nos ha llevado tres horas el prepararnos para el desayuno.
Abajo, todas las parejas están patrullando los pasillos, y cada una de ellas tiene a un bebé chino sollozando. Una mujer se acerca a Willow en su carrito. Willow la mira y sonríe apreciativamente, como esperando ser rescatada de lo que obviamente es una situación equivocada. ‘¡Qué bebé más encantador!’ dice la mujer. ‘Yo debía haber recibido el mío ayer, pero no me lo van a dar hasta hoy. Es un tormento tener que esperar.’ – ‘Puede usted llevarse el mío’, le ofrezco.
Día 5
Horrible, espantoso.
Día 6
Para ahora las otras parejas de padres parecen haber envejecido diez años. Están tan agotados que ellos también comienzan a estar dispuestos a admitir que no todo es perfecto. Dos bebés no paran de llorar, y si les hacen callar empiezan otra vez en cuanto alguien los mira. Otro está en huelga de hambre. A dos les han calculado mal la ración de cereal de arroz y están estreñidos. En cada comida tenemos conversaciones fascinantes sobre temas desde escocidos causados por los pañales hasta caspa infantil.
Día 7
Nunca me perdonaré por haberles creído a todas esas amigas que me decían una y otra vez, ‘¡Tienes que tener un niño! ¡Es maravilloso!’ Ahora veo que era solo venganza por su parte. Me acordaré de animar a otras amigas a que hagan esta maravilla: adoptar una niña hiperactiva, llena de sudor, loca perdida, y que no puede ni cambiarse sus propios pañales.
Hemos acabado con todo el papeleo; nuestra próxima parada es una semana en Guangzhou (antes Cantón) para completar todo el proceso americano de inmigración. Después volamos de vuelta a Estados Unidos, donde, supongo, comenzará la verdadera pesadilla, y donde Willow pronto comenzará a reclamar muñecas Barbie, juegos Nintendo, caballos árabes de pura raza, tomará drogas, contraerá enfermedades de contagio sexual, exigirá entrar en los colegios privados más caros, y llorará sin consuelo cuando no consiga entrar en la universidad que quería.
Posdata: Cuatro Semanas Más Tarde
En contra de todo lo que predecía mi diario, todo ha resultado estupendamente. Nuestra niña es maravillosa, se está riendo a todas horas y es el encanto de todos. De verdad, por mucho que me digan que yo escribí esas páginas en mi diario de la China, no puedo creerles. Sería el cansancio horario. O lo que fuera. ¡Willow es tan encantadora! El otro día nuestro pediatra me dijo que no me preocupase, que es de esperar que cuando llegue a la universidad ya no necesite los potitos y las papillas y podrá comer cosas sólidas. Tener un bebé es lo más fantástico del mundo. ¡Y Willow es tan dulce! ¡Tan lista! Ya estoy pensando que probablemente en el otoño me ocuparé de adoptar un bebé de la India. Sí, ya lo estoy viendo: quizá un poco mayor que Willow, una de esas niñas que parecen huérfanas gitanas, de piel oscura, con pulseras de oro en sus delicadas muñecas y tobillos, y pelo denso y oscuro. A ver cuánto tiempo me cuesta convencer a Tim…
Más cuentos de los que me habéis contado del Mulá Naserudín a vuestra vuelta de Samarkanda.
Un día Naserudín estuvo a punto de caer en un estanque. Un transeúnte le salvó en el último momento. En lo sucesivo, cada vez que se encontraban, el hombre recordaba a Naserudín que le había salvado de mojarse. Por fin, incapaz de aguantarlo por más tiempo, el Mulá llevó a su amigo al estanque, se sumergió en él hasta el cuello y gritó: ‘¡Ahora estoy tan mojado como lo hubiera estado de no haberte visto nunca! ¿Me dejarás en paz de una vez?’
Un discípulo le pregunta a Naserudín por qué está soplando sus manos.
– Para calentarlas, naturalmente.
Poco después, Naserudín llena dos tazones de sopa y sopla sobre el suyo.
– ¿Por qué haces esto, Maestro?
– Para enfriar la sopa, naturalmente.
– ¿Cómo es que soplas para calentar una cosa y enfriar otra?
– Porque mis manos no son mi sopa.
Un día Naserudín pidió dinero a un hombre rico.
– ¿Para qué lo quieres?
– Para comprar un elefante.
– Si no tienes dinero, no podrás mantener a un elefante.
– He pedido dinero, no consejos.
Naserudín tenía dos esposas, una mucho mayor que la otra.
-¿A cuál de nosotras amas más?’ preguntó la esposa mayor un día.
-Os quiero a ambas igual’, contestó Naserudín sabiamente.
Ella, no satisfecha con esta repuesta, continuó:
-¿Si las dos fuésemos víctimas de un accidente de barco, a cuál de nosotras recatarías primero?’
-Tú sabes nadar, ¿no?’ contestó Naserudín.
Naserudín había perdido su burro. Mientras lo buscaba, repetía ‘Gracias a Dios, gracias a Dios’.
– ‘¿Por qué le dais gracias a Dios?’ le preguntaba la gente.
– ‘Porque si yo hubiera estado montado en mi burro me habría perdido yo también.’
Otro día Naserudín volvió a perder el burro, pero esta vez no hacía nada por encontrarlo. La gente le dijo:
– Ve a buscar al burro, porque siempre te representan con él, y sin él nadie te reconocerá.
– Eso quiere decir que mi burro es famoso por mi causa.
– Exactamente.
– Pues id y decidle que si no viene se perderá toda esa fama, y vendrá corriendo.
Un día un hombre le pidió al Mulá que le escribiera una carta que él le dictaría.
-¿Dónde quiere que vaya la carta? preguntó el Mulá.
-A Bagdad’, dijo el hombre.
-Pero yo no puedo ir a Bagdad’, protestó Naserudín. –
-Es que usted no tiene que ir a Bagdad, solo irá la carta, explicó el hombre.
Pero el Mulá le explicó a su vez:
-Yo tengo muy mala letra y nadie puede leer lo que yo escribo. Por eso tendré que ir a Bagdad para leérsela a ellos.
Todos los días Naserudín iba a pedir limosna a la feria, y a la gente le encantaba hacerlo pasar por tonto con el siguiente truco: le mostraban dos monedas, una que valía diez veces más que la otra. Naserudín siempre cogía la de menor valor. La historia corrió por todo el condado. Día tras día grupos de hombres y mujeres le mostraban las dos monedas, y Naserudín siempre se quedaba con la de menor valor. Hasta que apareció un señor generoso, cansado de ver a Naserudín siendo ridiculizado de aquella manera. Lo llamó a un rincón de la plaza y le dijo:
-Siempre que te ofrezcan dos monedas, escoge la de mayor valor. Así tendrás más dinero y no serás considerado un idiota por los demás.
-Usted parece tener razón, respondió Naserudín;
-Pero si yo elijo la moneda mayor, la gente va a dejar de ofrecerme dinero para probar que soy más idiota que ellos. Usted no se imagina la cantidad de dinero que ya he ganado usando este truco. No hay nada malo en hacerse pasar por tonto si en realidad se está siendo inteligente.’
Salmo 74 – La copa de la amargura
Este salmo me atemoriza, Señor. Tu imagen de juez justiciero, con la copa del castigo en tus manos, acercándola inexorablemente a los labios del pecador y haciéndole beber las heces de la sentencia eterna, sin que nadie pueda salvarlo. Palabras de temor en salmo de oración.
“El Señor tiene una copa en la mano,
un vaso lleno de vino drogado;
lo da a beber hasta las heces
a todos los malvados de la tierra.”
Imagen temible de juicio y condena. Pero no quiero ignorarla, Señor; no quiero pasarla por alto, no quiero disimularla. La justicia es parte de tu ser, y la acepto y la adoro como acepto y adoro tu misericordia y tu majestad. Eres el justo juez, y la copa del castigo está en tus manos. Que no me olvida nunca de eso, Señor.
No pretendo escapar del castigo, ni podría aunque quisiera. “Ni del oriente ni del occidente, ni del desierto ni de los montes” le puede venir auxilio al pecador. Conozco mis maldades, y sé que mis labios se han condenado ellos mismos a tocar el borde de la copa de la maldición. Pero no pienso en esconderme y huir. Temo a la copa, pero me fío de la mano que la sostiene. Espero tranquilo la llegada del juez.
Espero sin miedo, porque pienso en otra copa, en otro cáliz, lejano en tiempo, pero cercano siempre a la realidad de la culpa y del perdón. Cáliz de amargura, sufrimiento y dolor. Cáliz de pasión y muerte. Y también ese cáliz estaba en tus manos en la soledad de un huerto donde los rayos tímidos de la luna fría se filtraban estremecidos por el ramaje de olivos venerables hasta el suelo consagrado por un sudor de sangre. El cáliz estaba lleno de licor de muerte. Y no pasó de largo. Fue bebido hasta las heces. Misterio del cáliz de la noche del huerto que perdona el cáliz de castigo destinado a mis labios.
Ésa es, Señor, la grandeza de tu misericordia y la gloria de tu redención. Te he alabado por los cielos y la tierra, por el sol y la luna, y te alabo ahora muchísimo más por la grandeza de tu obra de salvación, por haber redimido al hombre con la vida, la muerte y la resurrección de tu Hijo. Bendito seas, Señor.
“Te damos gracias, oh Dios,
te damos gracias
invocando tu hombre,
contando tus maravillas.”
El conejo encerrado
“Una mañana nos regalaron
un conejo de Indias.
Llegó a casa enjaulado.
Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.
Volví al anochecer
y lo encontré tal como lo había dejado:
jaula adentro, pegado a los barrotes,
temblando del susto de la libertad.”
(Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, p. 99)
Una mañana nos regalaron la libertad, nos abrieron los ojos, nos despertaron el corazón, nos reconciliaron con la vida, nos hicieron caer en la cuenta de que el cielo y el sol eran nuestros, de que todos los hombres y mujeres éramos hermanos y hermanas, de que la tierra es firme y el cielo es azul. Complejos de años desaparecieron, prejuicios se esfumaron, miedos huyeron, cadenas y barrotes y cerrojos cayeron de un golpe seco sobre el suelo frío del calabozo. Había llegado el día con el que tanto habíamos soñado. Se había colmado el calendario arañado a rayas en las paredes de la cárcel. Se abrió la jaula y se hablaron el aire de dentro y de fuera que eran uno.
Pero el conejito de India no salió. Quedó acurrucado en el rincón más lejano a la puerta. Aún se le había hecho el calabozo más pequeño, pues no se atrevía ni a acercarse a la puerta por miedo a salir. Temía el espacio abierto. Temía el mundo incógnito. Temía la libertad. Estaba pidiendo con su postura encogida y mendicante que volvieran a cerrar la puerta para sentirse seguro, que lo protegieran con los barrotes, que le echaran el cerrojo, que le dieran la comida programada a la hora establecida, que limpiaran la jaula con cuidado y apagaran a tiempo las luces. Quería seguir viviendo como siempre había vivido.
La seguridad seduce y engaña. Quédate donde estás. No cambies. No abras la puerta. Y a ser posible, ni la ventana. Que no entren aires nuevos, que no se oigan ruidos extraños. Una idea nueva es la mayor amenaza. El riesgo de la aventura paraliza al conejito de Indias. También paraliza la mente, la imaginación, la voluntad de quien no quiere arriesgarse y por ello no quiere pensar. El deseo de seguridad puede ser tan grande que llegue a justificar la cárcel. El conejito no quiso salir.
Cárcel de pensamiento. Barrotes de costumbre. Cerrojos de rutina. Tanto más peligrosos cuanto más invisibles. Tanto más esclavizantes cuanto más tiempo llevan. El conejo de Indias había nacido en cautividad. No conocía campos y prados, no sabía la alegría de perderse entre la hierba, de saltar matas, de buscar compañía, de saberse miembro y amigo de otros como él. Solo conocía la seguridad monótona del piso cuadrado de su celda. Pequeña soledad de paredes iguales. Y allí prefería seguir antes que lanzarse a la selva de ruidos que sonaba de lejos. ¡Por piedad, dejadme en mi rincón!
Terremoto… en la tierra y en el alma
El sufrimiento en la vida me hace pensar. Un amigo cercano y joven me ha comunicado le han diagnosticado una enfermedad auto-inmune que le causará la pérdida de las articulaciones hasta la inmovilidad. Muy penoso. El año pasado el hijo mayor de otro amigo íntimo, joven padre de dos hijos de edad escolar, falleció en un accidente de coche. Estas cosas suceden y siempre las oímos, pero cuando me tocan de cerca, me llegan al alma. Y ahora la catástrofe de Haití. Tanta pobreza, y tanta destrucción. Y muchos me escriben precisamente en esta misma Web, ¿cómo puede permitir Dios eso?
No lo sé. Sí sé que la diferencia entre ‘hacer’ y ‘permitir’ se la han inventado los teólogos. No está ni en la Biblia ni en la razón. Dios lo hace todo en ‘concurso’ con nosotros (es la palabra técnica) y si un coche en la carretera llega bien a su término, lo lleva Dios, y si se estrella contra un árbol y se mueren los ocupantes, también lo lleva Dios de la misma manera. No es que lo lleve ‘otro’ y Dios ‘permita’ que se estrelle. Todo es obra de Dios. El llegar bien y el llegar mal. Algunas religiones llegan a poner un dios bueno y un dios malo para explicar la dualidad de la vida, pero tampoco resuelve el caso.
¿Por qué sufrimos tanto? No lo sé. El sufrimiento es un misterio. Es verdad que nos acerca a Jesús que murió en la cruz. Sí, pero, también, ¿por qué tenía que morir Jesús en la cruz? ¿No podía perdonarnos el Padre como hace el padre del Hijo Pródigo en la parábola que Jesús mismo nos contó? Sigue el misterio. El sufrimiento ayuda a crecer. De acuerdo. Pero no le diría yo eso al pueblo de Haití. Dios saca bienes de los males. También podía sacar bienes de los bienes. En el cielo lo veremos claro. Pero en la tierra no lo vemos. Sigue el misterio.
He leído en una revista de teología una consideración que ayuda algo aunque no resuelve nada. Tendemos a hacer un Dios demasiado familiar, cercano, manejable, manipulable, nos formamos esa imagen y nos acostumbramos a ese concepto…, y el terremoto de Haití viene a sacudirnos también a nosotros y a echar por tierra esa imagen y ese concepto. Tenemos una idea antropomórfica de Dios, y nuestra familiaridad con él en Jesús nos puede llevar a olvidar su majestad eterna en los cielos. Dios es diferente. Dios es trascendente. Dios es el ‘Totalmente Otro’. Y esto es lo que nos viene a recordar el sufrimiento que no encaja en nuestro concepto de lo que debería ser la bondad, la omnipotencia, y la providencia de Dios según lo concebimos nosotros. No es que esto justifique el sufrimiento, pero sí que nos ayuda a sacar una conclusión práctica de él. Dios está más allá de nuestro pensamiento. Respeto, adoración, silencio. El misterio es parte de la fe. Ese es el verdadero terremoto.
Cuentos de Salomón
Un estudioso de las escrituras se presentó ante Salomón diciendo:
– ¡Oh, rey piadoso! Sabes bien que he entregado mi vida al estudio de la Torah. Líbrame de nuestro vecino, que de un tiempo para acá no me deja en paz.
Salomón le preguntó de qué manera lo importunaba su vecino.
– Llora y se lamenta noche y día. En cuanto me siento a leer los rollos sagrados oigo sus llantos y me mantienen en vela hasta el alba. Te confieso que, por momentos, se apodera de mí el mal impulso y siento el deseo de estrangularlo.Salomón lo miró con severidad y dijo:
– ¿Cuántos años tiene, rabí?
– Este año cumplo cuarenta, como cuarenta estuvo Israel en el desierto.
– ¿Y en cuarenta años nadie te ha enseñado a preguntarle a tu vecino por qué llora?(Carlos Allende, Los Cuentos del Rey Salomón, Océano, Barcelona 2006, p. 57)
Entre las esposas de Salomón había una noble egipcia que vivía apartada de todas las demás. Una noche, una criada entró en sus aposentos y la encontró postrada ante una estatuilla, que representaba a uno de los dioses de su tierra. Se lo comunicó a uno de los sacerdotes del Templo, y este acudió de madrugada ante Salomón.
– ¡Oh, Salomón! ¡Has desposado una idólatra! La han descubierto adorando una estatua negra esta noche en el palacio.Salomón, que estaba al tanto de la situación, le preguntó qué pedía en sus oraciones.
– Pido que el cielo se apiade de mí y dé larga vida a mi rey – contestó la mujer.El rey le pidió disculpas por haberla despertado. Cuando la princesa se marchó, se volvió hacia el sacerdote:
– ¿Qué pides cuando rezas tú?
(p. 99)
En una ocasión, en la linde del desierto del sur, Salomón llegó a una encrucijada y se sentó en una piedra a la espera de que alguien viniera en su ayuda. Al cabo de un rato, un hombre se acercó a la encrucijada. El rey sabio le preguntó cortésmente si podía indicarle el camino.
– ¿Quién eres? – dijo el hombre –. Dices que no conoces el camino pero has llegado solo hasta aquí. Por lo que yo sé, podrías ser un bandido o un demonio.
– Soy el rey Salomón – respondió Salomón–. No tienes nada que temer.
El hombre lo miró entonces con sorna, pues Salomón iba cubierto con un tosco manto y no lo había acompañado ninguno de sus seguidores. Había salido en secreto de Israel.
– ¿Dónde están tu trono y tu palacio? ¿Tu cetro y tu diadema? – preguntó el hombre–. Empiezo a creer que estás loco. Antes que un rey, pareces un mendigo.
Sin embargo, no se marchó, pues el extraño empezaba a despertar su curiosidad. Salomón aprovechó para preguntarle cuál era su oficio. Cuando el hombre respondió que era labrador, el rey sabio inquirió a su vez:
-¿Dónde están tu casa y tus surcos? ¿Tu arado y tus bueyes?
– Solo estoy aquí de paso –dijo el hombre.
– Yo también –replicó Salomón.
Y se marchó por donde había venido.
(p. 153)
Cita de autoridad
‘Hoy la Iglesia se ha convertido para muchos en el principal obstáculo para la fe. En ella solo puede verse la lucha por el poder humano, el mezquino teatro de quienes con sus observaciones quieren absolutizar el cristianismo oficial y paralizar el verdadero espíritu del cristianismo.’
(Joseph Ratzinger, citado en Selecciones de Teología, Enero-Marzo 2010, Vol. 49, 193, p. 44)
De todas las reacciones que he recibido sobre la ordenación de mujeres al sacerdocio, y de hombres casados también, todas han sido a favor menos una. Eso parece ir formando opinión pública a favor, y esta puede ir abriéndose paso como ‘la voz del pueblo que es la voz de Dios’, pero tardará. El actual magisterio de la Iglesia lo ha puesto difícil. Esto es lo que el papa Juan Pablo II decretó en 1994:
‘Aunque la enseñanza que la ordenación sacerdotal ha de reservarse exclusivamente a los varones se ha mantenido en la tradición constante y universal de la Iglesia y ha sido propuesta con toda firmeza por el magisterio en documentos recientes, en nuestros días y en algunos lugares se considera esta doctrina como abierta al debate, afirmando que el juicio de la Iglesia que las mujeres no deben ser admitidas al orden sacerdotal es solo una disposición meramente disciplinar. Por consiguiente, para quitar cualquier duda en esta materia tan importante, materia que pertenece a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar a los hermanos (ver Lucas 22:32) declaro que la Iglesia no tiene autoridad ninguna para conceder la ordenación sacerdotal a mujeres, y que este juicio ha de ser aceptado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia.’ (Ordinatio sacerdotalis, 4)
Los que me dijeron esperaban ver este cambio en su vida espero que tengan larga vida. Un amigo sacerdote me dijo sonriendo, ‘Hay que esperar tres papas por lo menos’. Lo que es significativo es que a pesar de que Juan Pablo II promulgó su prohibición como definitiva, el tema se sigue discutiendo.
Salmo 75 – El azote de la guerra
Al comenzar la oración me viene a la memoria, Señor, que en este mismo momento hay guerras en curso, unas lejos, otras cerca, y otras en amenaza pendiente que atenaza al mundo. Guerras crueles, inhumanas, absurdas. Guerras que llevan años, y guerras que acaban de estallar sin previsión y sin causa ni razón o que amenazan con estallar ya a cada momento.
Nunca hay razón para una guerra. Nunca hay razón para derramar la sangre de hombres y mujeres que quieren vivir. Nunca hay razón para arruinar a las naciones y azuzar el odio y llenar de vergüenza a la historia humana haciendo sufrir sin causa y sin remedio a generaciones enteras. La guerra es la bancarrota social de la humanidad.
‘Tú solo, Señor, puedes parar y evitar guerras.
Tú eres deslumbrante, magnífico,
con montones de botín conquistados.
Los violentos duermen su sueño,
y a los guerreros no les responden sus brazos.
Con un bramido, oh Dios de Jacob,
inmovilizaste carros y caballos.
Tú eres terrible:
¿quién resiste frente a ti el ímpetu de tu ira?
Quebraste los relámpagos del arco,
el escudo, la espada y la guerra.
Desde los cielos pronuncias la sentencia,
la tierra se amedrenta y enmudece.’
Vuelve a hacer que la tierra enmudezca, Señor. Que la tierra reconozca tu dominio con su silencio. Que callen las bombas y los misiles, y que las balas y las minas dejen de arar el rostro de la tierra. Que calle el tumulto de la guerra en los corazones de los hombres y en los campos de batalla. Que el silencio de la paz cubra la tierra. Que se vuelvan a oír los cantos de los pájaros en vez del tableteo de las ametralladoras. Que se destruyan las armas que amenazan destruir al hombre y a su civilización con él.
Y sobre todo, que se haga silencio en mi propio corazón, Señor, porque ahí es donde están las raíces de la guerra. Las pasiones que llevan a los hombres a buscar el poder, a odiarse unos a otros, a destruir y a matar, se hallan todas ellas en mi corazón. Por eso te pido que acalles la violencia en mí, el orgullo, y el odio.
Cuando leo noticias de guerras, hazme pensar en las guerras secretas de mi corazón. Cuando protesto públicamente contra la violencia, recuérdame que llevo semillas de violencia dentro de mí. Cuando veo correr la sangre, ábreme los ojos para que vea la sangre que yo hago correr en los duelos a muerte con seres a los que llamo hermanos. Acalla las tormentas que llevo dentro, para que sus truenos no salgan afuera; y establece la paz en mi alma para que sea signo y plegaria de la paz que deseo para todos los hombres en todos los lugares y en todos los tiempos.
Oh Dios, cuando surjas para liberar a los humildes de la tierra,
Edom abandonará sus odios para alabarte,
y los supervivientes de Israel bailarán para rendirte culto.
¡Que el clamor de la batalla dé paso a la alegría de la danza, Señor, Dios de la paz!
Madera para un mueble
‘José Luis Castro, el carpintero del barrio,
tiene muy buena mano.
La madera, que sabe que él la quiere,
se deja hacer.’
(Eduardo Galeano, El libro de los abrazos)
La madera se deja hacer porque sabe que el carpintero la quiere. El arte y el cariño se juntan en las manos del artesano sabio. Y de ellas sale la obra perfecta que es honra para la madera y para el que la trabajó. Las curvas suaves en las vetas exactas, la forma debida con recuerdos del árbol que la engendró, y la adaptación a los usos a que ahora se destina en la mano del hombre, el olor a selva y el toque de taller. Trabajo digno en profesión honrada. Cooperación de las manos que obran y la madera que cede. Y ello porque hay confianza mutua y respeto y amor. Así se trabaja.
El carpintero quiere a la madera. Y la madera lo sabe. Y de ahí sale la obra maestra. Amar lo que trabajamos, amar lo que tocamos, amar lo que hacemos. Y amar de tal manera que lo que amamos y los que amamos se sientan amados y respondan con docilidad voluntaria al proceso que los forma en responsabilidad compartida. Nunca forzar, nunca imponer, nunca esclavizar. La madera se sabe querida y eso le facilita la entrega generosa al cambio difícil que le da un nuevo ser.
Cuenta Chuang Tzu de un carpintero que, cuando le encargaban un mueble, iba a la selva y se ponía a preguntar a los árboles, uno a uno, a ver cuál se consideraba idóneo y dispuesto para aquel trabajo. Sentía sus respuestas, las valoraba, las aceptaba, y por ellas elegía por fin el árbol que mejor iba a servir para la tarea encomendada. La madera sabe mejor que el carpintero qué es lo que más conviene a cada obra. Y lo dice si le sabemos consultar.
Lo importante es que la madera se sienta amada. Que no sea instrumento ciego de ganancia egoísta. Que no se vea víctima inevitable de procesos crueles. Que sepa que es útil, que es bella, que es querida, y que es precisamente la transformación penosa pero necesaria en manos expertas, la que la capacitará para ser obra noble en presencia del hombre. Que se entregue con ilusión porque confía en quien la escoge con cariño.
Otro carpintero podrá trabajar con violencia, disgusto, despecho. Quizá el observador externo no vea la diferencia, pero la madera la siente. Como siente la carne el tacto del cirujano o el golpe del agresor y los disti ngue. Todos somos carpinteros, de una manera o de otra, y podemos elegir entre amar la madera que trabajamos como aliada nuestra, o forzarla como enemigo que se resiste. La obra será distinta, y distinta será también nuestra satisfacción.
Amemos la madera, y que la madera se sienta amada por nosotros. Eso es ser carpintero.
Om, mani padme Om
Voy sentado en el metro de Madrid y hay varios asientos vacíos alrededor. En una estación entra un muchacho joven, mira a ambos lados, no escoge ningún asiento, se dirige a un rincón, se sienta en el suelo sobre su mochila con las piernas cruzadas, coloca sus manos sobre sus rodillas con las palmas hacia arriba y con el índice y pulgar tocándose como el Buda, queda firme y erguido en su asiento, cierra los ojos y permanece en actitud meditativa oriental. Yo lo observo desde mi asiento. El metro sigue su traqueteo de estación en estación. La gente entra y sale sin pararse a mirarlo. ‘Om, mani padme Om’.
Es bello ver meditar a un chico joven sin complejo alguno en el rincón de un vagón del metro. Nueva experiencia. Antes aún se veía en el metro a alguien que sacaba el rosario y se ponía a recitar sus avemarías entre estaciones mientras pasaba las cuentas entre sus dedos. Ahora vemos meditación budista en postura de loto. Cambian los tiempos. Cambian las liturgias.
Pero mi pensamiento al ver a aquel joven es otro. Está muy bien buscar un rincón, adoptar la postura correcta, alinear las manos, estirar la columna, erguir la cabeza, cerrar los ojos, pero todo eso no es necesario. El verdadero Zen lleva a que todo momento y en toda postura sea Zen. Sentir lo que siento, ver lo que veo, oír lo que oigo, hacer lo que hago, ser lo que soy, estar en contacto, vivir el presente, tomar la vida como viene y cada momento como es. En un vagón de metro y en medio de la calle. El Zen se puede y se debe practicar con los ojos abiertos y de pie o sentado o andando o corriendo. Hablando o comiendo. Riendo o llorando. No hace falta buscar un rincón y unos momentos y una postura. El Zen, o es toda la vida o no es nada.
Un maestro Zen abrió su centro en un barrio concurrido de Tokio. Sus discípulos le objetaron que no podrían meditar con tanto ruido alrededor. Él les contestó: ‘Si no podéis meditar aquí, ¿cómo podréis meditar en la calle y en la oficina y cuando alguien ronque a vuestro lado?’
También yo estoy practicando Zen ahora mismo en el metro mirando a ese chico que lo practica y dejándome pensar lo que pienso. Veo está moviendo los labios levemente. Om, mani padme Om. También yo me sé la jaculatoria y la repito para mis adentros. Om, mani padme Om. A lo mejor hasta tiene indulgencias.
Sigo mirando al muchacho y me pregunto: ¿Cómo sabrá cuándo le llega su estación? Tendrá que salir del trance budista. ¿No?
Llega mi estación y me salgo dejándole al muchacho en el Nirvana. Om, mani padme Om.
El primer principio
Discípulo: ‘Maestro, ¿cuál es el primer principio del Zen?’
Maestro: ‘Si te lo dijera, ya no sería más que el segundo principio.’
El Zen vive de la inmediatez. El contacto, el presente, la realidad. No el repetir, el predicar, el enseñar. Vivimos vidas de segunda mano creyendo lo que nos dicen y haciendo lo que nos mandan, y nos falta vitalidad, originalidad, libertad. Claro que no vamos a inventar la vida a cada momento, pero el hecho es que todo se nos prefaricado y seguimos pautas y obedecemos instrucciones. Hay que mantener la frescura de la experiencia nueva. Es decir, de hacer nueva cada experiencia. Hay que hacer todo como si fuera la primera vez que lo hacemos. El encuentro, el gesto, la sorpresa. Dejarnos sorprender por cada voz y cada rostro aunque los veamos todos los días, no dar nada por supuesto, no vivir de memorias, no repetir días. Cada experiencia es nueva si sabemos vivirla como nueva.
Claro que con todo esto yo también estoy tratando de enseñar lo que me enseñaron, ¿no es eso? Por lo menos soy consciente de ello, me divierto haciéndolo, y eso si que es inmediato y personal. Y no os escandalicéis demasiado. Om, mani padme Om.
Pregunta: ¿Usted nació alegre, o aprendió?
Respuesta: Lo del nacer no lo sé, porque no me di cuenta. Y conste que me ha alegrado tu pregunta, Ramiro. De muy pequeño sí recuerdo que mi madre decía de mi hermano y de mí: ‘Josemari [mi hermano mayor] es de llevar la contraria; y Carlos es de buen conformar.’ Las madres saben. Nos definió de por vida a los dos. Cuando me proponían algo de pequeño, como ‘Vamos de visita’, yo siempre decía que sí, y si me proponían lo contrario como ‘Nos quedamos en casa’, volvía a decir que sí, y en vez de decir solamente sí, decía siempre ‘¡encantado!’ Esa costumbre la tengo hasta ahora. Soy de buen conformar.
Tony de Mello casi me estropeó en eso (aunque en otras cosas me hizo mucho bien). Me dijo en un momento del curso de nueve meses de Sádhana que hice con él: ‘Carlos, eres demasiado acomodaticio. Dices que sí a todo. Eso no puede ser. Y no vuelvas a decir “¡encantado!” No quiero oírte esa palabra ni una vez más. Has de mostrar un carácter más fuerte. Has de ser asertivo, decidido, y agresivo.’ Lo intenté, y por algún tiempo arrugué el ceño y endurecí el lenguaje con mis compañeros de Sádhana. Nada de decir ‘¡encantado!’, sino negarme si era posible, y solo un gruñido de aceptación si es que llegaba a aceptar alguna propuesta. Y mejor rechazarlas de entrada. Aguanté algún tiempo con el esfuerzo. Pero me encontré enteramente a disgusto con el cambio, y pronto volví a ser ‘de buen conformar’. Y soy mucho más feliz.
Luego sí he aprendido a fomentar positivamente la alegría. Tener amigos cercanos con los que confiar del todo y reírme de todo (que con frecuencia es lo mejor que se puede hacer en el mundo en que vivimos), sonreír, contarles las cosas divertidas que me pasan, que me cuenten las que les pasan a ellos, y reír a carcajadas juntos. Sentir alegría para poder comunicarla es mi empresa consciente, mi oración, y mi secreto. No es que no haya tenido contrariedades y sufrimientos en la vida. Los he tenido enormes. Y cuando los tengo me digo a mí mismo que me alegro de tenerlos porque así no es que tenga alegría porque la vida me sea fácil, sino porque me lo trabajo y tengo derecho de consolar a otros en sus sufrimientos porque yo también he pasado por ellos. Es el colmo del optimismo: alegrarme de mis sufrimientos porque así mi alegría no es ligera o superficial sino real y profunda. Eso sí he aprendido. Y lo considero el tesoro de mi vida. Mi hermano, por cierto, y recordándolo con todo el cariño del mundo, sufrió de mayor por su tendencia a llevar la contraria.
Salmo 76 – El brazo derecho de Dios
‘¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad,
o la cólera cierra sus entrañas?
Y me digo: ¡Qué pena la mía!
¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!’
Perdona la vehemencia con que hablo, Señor; pero, cuando veo la distancia que hay entre tu poder y mi miseria, entre tus promesas y mis fracasos, no dejo de sentir que hay algo ahí que no funciona, y expreso la frustración de mis entrañas en la dureza de mis palabras. ¡Me has fallado, Señor! ¡Me has desilusionado del todo! ¿De qué han servido todos mis esfuerzos, mis oraciones, mis esperanzas? Soy la misma calamidad que he sido siempre, nada ha cambiado en mí, nada ha mejorado, mi mal genio sigue hiriendo a los demás, mi arrogancia me hiere a mí mismo, mis pasiones están más fuertes que nunca, y mis caídas se multiplican con la edad. ¿Dónde está tu poder, tu misericordia, tu gracia? ¿Qué ha sido de la mano que creó el mundo? ¿Se ha atrofiado tu brazo derecho? ¿Has perdido la influencia que tenías en los asuntos de los hombres? ¿O has perdido quizá el interés?
Hablo en mi nombre y en el nombre de los amigos y compañeros con quienes comparto el trabajo del Reino y con quienes comento día a día la desilusión que se apodera de nosotros cuando comparamos la sinceridad de nuestros esfuerzos con la escasez de nuestros resultados.
‘¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
¿Se ha agotado ya su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?’
Cuando me envuelve la nube del desengaño, siento en mis huesos el desánimo y la desesperación. Los sueños no se hacen realidad, los ideales no se alcanzan, el Reino no llega. Conozco mis defectos, y conozco los fallos del género humano; pero también conozco la seguridad de tus promesas y el poder de tu brazo.
‘Tú, oh Dios, haciendo maravillas
mostraste tu poder a los pueblos;
con tu brazo rescataste a tu pueblo,
a los hijos de Jacob y de José.’
No dejes que tu brazo cuelgue inerte, Señor. El brazo que dividió a las tinieblas de la luz, que abrió las aguas del mar, que derrumbó murallas y allanó caminos, puede hacer mucho más que eso: puede llevar a la realidad, en la vida de los hombres y en la historias de la raza humana, lo que esas maravillas externas anunciaban y prefiguraban para el reino del espíritu y de la gracia. Allí es donde tus proezas han de afirmarse, donde tu brazo derecho ha de mostrar su poder.
Hablar a los árboles
Turista a aborigen:
‘¿Cómo? ¿Es que ustedes hablan a los árboles?’
Aborigen a turista:
‘¡Pero cómo! ¿Es que ustedes no les hablan?’
Asombro mutuo de civilizaciones encontradas. A uno le parece que está loco el que habla con los árboles. Al otro le resulta extraño que no se les hable. No se trata de supersticiones animistas ni de delirios románticos. Se trata de estar cerca, de pertenecer, de comunicarse proporcionalmente con la vida que de tantas formas nos rodea y de la que somos parte consciente en familia global. Hablar es relacionarse. Y relacionarse es vivir.
Los poetas y los místicos hablan con los árboles, con los montes y con las estrellas. Y todos tenemos algo de poeta y algo de místico. Un diálogo imaginado puede ser proyección real que avive sentimientos y estreche relaciones. Y, si es así, bienvenida sea la imaginación. Aprendamos a hablar con los árboles.
La viejecita contaba que al entrar en un valle en sus andares por el Cuzco, saludaba al valle en que entraba y se despedía del valle del que salía. Daba gracias por el camino recorrido en el valle que quedaba atrás, y pedía permiso para entrar con respeto y salir con salud del valle que ante ella se abría. Así iba de valle en valle, como de mano en mano, en compañía permanente de la naturaleza amiga que acompañaba fielmente sus pasos. Si supiéramos hablar con los árboles, quizá no nos sentiríamos tan solos.
Los buenos jardineros hablan con sus plantas. Entienden su sentir, sus enfermedades, sus alegrías y sus penas. Saben dar ánimo a un tallo marchito y cumplimentar a una flor abierta. Y al hacerlo se abren a sí mismos a su propio sentimiento, reflejan sus situaciones, aligeran sus pesares y doblan sus alegrías. El diálogo siempre beneficia a los dos que conversan.
En Ciudad del Cabo en Sudáfrica me alojé con una familia venida de la India que me enseñó las plantas que tenían en casa. Una había enfermado y se estaba marchitando. La pusieron en medio de la habitación, se reunió toda la familia, juntaron las manos y hablaron con la planta y rezaron por ella y le mostraron su cariño. Repitieron el rito con toda naturalidad varios días. La planta recobró su verdor.
Al aborigen le resulta tan natural hablar con el árbol que le parece imposible que los demás no lo hagan. Algo hemos perdido de la inocencia original que se sabía hermana de toda la creación, y como tal obraba y hablaba en comunión con todo lo creado. Nos avergonzaríamos si alguien nos encontrara hablando en voz alta con un árbol. Se sonreiría el amigo. Esa vergüenza nos inhibe y nos priva de la espontaneidad que un día fue nuestra. Sabíamos hablar con los árboles y hemos olvidado el vocabulario.
Los fieles contestan
Un amigo sacerdote me cuenta lo que le pasó el otro día. Estaba celebrando misa, y una viejecita sentada en el primer banco iba repitiendo todo lo que él decía. ‘En el nombre del Padre…’, ‘Gloria a Dios en el cielo…’, ‘Creo en Dios Padre…’. Cuando llegó en la comunión a aquello de ‘Señor, yo no soy digno…’, la viejecita se hizo eco y dijo, ‘Señor, el padre no es digno…’. Me dijo que le sentó mal, y me comentó: ‘Una cosa es que yo diga que yo no soy digno, y otra cosa es que me lo diga esa mujer. También yo me declaro pecador, pero no aguantaría que ninguno me llamase así. Y menos en público.’
Cuando el obispo Ignacio Pinto, que me ordenó a mí sacerdote en la India, estaba inaugurando la catedral con una misa, fue al micrófono y comenzó: ‘En el nombre del Padre…’. El micrófono funcionaba perfectamente, pero él creyó que no le habían oído, se volvió al sacristán a su lado, y le dijo sin cubrir el micrófono: ‘Algo anda mal con este micrófono.’ A lo cual toda la multitud contestó en unísono solemne: ‘¡Y con tu espíritu!’
El rector de nuestra universidad en Ahmedabad estaba diciendo la santa misa un día de mañana ante profesores y alumnos católicos. Rezaba la primera plegaria eucarística que enumera las santas de referencia en la lista que dice ‘Ágata, Lucía, Cecilia, Anastasia…’, pero se equivocó por el libro que había estado leyendo la noche anterior en la cama antes de dormirse y entonó confiadamente: ‘Agatha Christie…’. Los asistentes sonrieron disimuladamente, y una profesora se volvió y dijo por lo bajo: ‘Yo le regalé la novela.’
Cultura joven
El libro ‘Anécdotas de profesores’ (Carlos G. Costoya, Styria, Barcelona 2010) recoge respuestas verdaderas de alumnos algo despistados a preguntas de exámenes rutinarios. Aquí van algunas de la clase de religión.
Dios creó a Adán y Eva de una manzana.
El pecado original se llama así porque fue una originalidad de Adán y Eva.
Dios envió a Abrahán a que conquistase la tierra de Canadá [Canaán].
¿Qué es el Génesis? – El mejor grupo de rock de la historia.
¿Quién fue Moisés? – El protagonista de la película ‘Los Diez Mandamientos.’
¿Quién es Dios? – Es un concepto muy difícil de definir porque como no existe no se puede decir.
¿Qué es la fe? – Es un don que da Dios para entender a los curas en misa.
¿Qué es un mártir? – Un mártir es un buen cristiano matado por el Tío Cleciano. [Diocleciano]
¿Qué es el Arca de la Alianza? – Es un arca escondida en Egipto que fue encontrada por Indiana Jones en la película ‘En busca del arca perdida’.
¿Cuál es el sexto mandamiento? – Este mandamiento ya no se usa porque lo puedes hacer en cualquier parte.
Menciona una parábola de Jesús. La parábola del fariseo y el republicano. [Publicano]
¿Cuáles son los santos lugares? – Santiago de Compostela, Santa Cruz de Tenerife, y San Sebastián.
¿Qué es el Apocalipsis? – El libro que sirvió de inspiración a la peli ‘Apocalipsis Now’.
¿Qué es un sacerdote? – En la iglesia hay dos tipos de curas: los que creen en Dios y los que no.
¿Qué es la Santísima Trinidad? – El padre y el hijo y la paloma que vive con ellos.
¿Quién era san Pedro? – San Pedro fue el primer boticario de Jesús en la tierra. [vicario]
¿Cómo se convirtió san Pablo? – Se cayó de un caballo por el susto que le dio Jesús.
¿Quién era san Pablo? – San Pablo era el apóstol de los genitales. [gentiles]
¿Qué fue la Torre de Babel? – Fue la primera escuela de idiomas del mundo.
¿Cómo se ha de resistir a la tentación? – La mejor forma de evitar la tentación del demonio es dejar que te tiente, tú caes, y luego sales.
¿Cuántas cosas son necesarias para recibir bien la Sagrada Comunión? – Ponerse bien en la fila, estar atento para que no se te cuelen, levantar un poco la cabeza y abrir bien la boca para que te entre fácil la hostia.
‘De la boca de los niños…’.
Oído en la calle
Mamá a niño pequeño que lleva de la mano: ‘Cuéntame cosas tuyas, hijo mío, como yo te cuento a ti cosas mías.
Niño pequeño de la mano de su mamá: ‘Es que mis cosas no son para contarlas, mamá.’
¿Qué libro o website me recomienda para aprender moral sexual?
Sobre moral sexual hay libros pero no los leo pues ya sé bien que la Iglesia lo prohíbe todo y la mayoría de los fieles católicos lo permite todo. (Mientras no se haga daño a nadie.) Y en eso estamos. Te cito lo que escribió el director de la prestigiosa revista ‘América’ de los jesuitas en Estados Unidos, padre Thomas J. Reese, SJ:
‘En la Iglesia católica la batalla del sexo ha concluido. En cuestiones como el control de la natalidad, la masturbación, las relaciones prematrimoniales, las segundas nupcias…, la jerarquía ha perdido la mayoría de los fieles. La batalla del sexo ha terminado y no hay vencedores. La Iglesia no ha vencido porque nadie le hace caso, y los fieles tampoco han vencido porque siguen con complejo de culpa en la materia aunque en teoría se lo permitan.’ (Selecciones de Teología, nº 150, p. 96)
Triste resumen. Lastimoso pero verdadero. Sin que se vea que la situación vaya a cambiar. La ‘resistencia numantina de la Iglesia en materia de sexo’ (frase de Andrés Torres Queiruga) le está haciendo daño, y nosotros lo sentimos. Lo mejor que puedes hacer tú ahora en lo que me preguntas es acercarte por una librería católica, ver libros del tema tú mismo, y pedir allí a los de la tienda que te recomienden alguno de mentalidad abierta. El gran mandamiento es no hacerle daño a nadie, y las prácticas normales de sexo que enumera el jesuita director de esa revista no le hacen daño a nadie. Y no te preocupes de lo demás.
Om, mani padme Om
Varios me habéis preguntado el sentido de la jaculatoria budista que cité en la Web anterior. Eso es precisamente lo que nunca haría un budista, preguntar sobre el sentido. A nosotros nos preocupa el ‘sentido’, lo intelectual, la lógica. Y eso es exactamente lo que hay que desbancar. Por cierto, quiere decir, ‘El rubí está en el loto’. Como veis eso no explica nada. O lo explica todo. Es la táctica del budismo que intenta sacarte de la lógica de los pensamientos que a nosotros nos esclaviza en el occidente, y liberar la mente de sus condicinamientos habituales. Todos en occidente somos descendientes de Aristóteles, Descartes, y Newton, y esos señores están muy bien pero con el dominio de su lógica férrea nos privan de la espontaneidad de los sentidos y de la libertad de decir tonterías y de reírnos a carcajadas y de perder el tiempo cuando nos dé la gana. Descartes defendía que los animales eran puras máquinas porque no podían decir ‘pienso, luego existo’. Aristóteles pensaba en silogismos. Y Newton no podía ver caer una manzana sin ponerse a hacer ecuaciones sobre la ley de la gravedad. ¡Ya está bien, caray, ya está bien! Ya es hora que nos liberemos de tanta servidumbre. El rubí está en el loto. Reíros conmigo.
Salmo 77 – Historia de la salvación
Conozco la historia, Señor, y sé la lección que nos enseña. Sé que la marcha de tu pueblo escogido de Egipto a Canaán es diseño y figura de mi propia vida de nacimiento a muerte, y ahora vuelvo a vivir esa historia en mi corazón y me voy reconociendo en mi propia travesía del desierto.
La historia es un romance, y el romance tiene un tema y un estribillo. El tema es tu bondad y tu poder en ayudar a tu pueblo; y el estribillo es la ingratitud del pueblo que, en cuanto recibe un nuevo favor, encuentra una nueva queja, duda de tu poder y se declara en rebeldía. ¿Aprenderé, por fin, yo también la lección?
‘Hizo portentos a vista de sus padres,
en el país de Egipto, en el campo de Soán:
hendió el mar para abrirles paso,
sujetando las aguas como muros;
los guiaba de día con una nube,
de noche con el resplandor del fuego.’
Esos portentos bastaban para fundar la fe de un pueblo para siempre. Sin embargo, su efecto no duró mucho. Sí, Dios nos ha sacado de Egipto; pero ¿podrá darnos agua en el desierto?
‘Hendió la roca en el desierto
y les dio a beber raudales de agua;
sacó arroyos de la peña,
hizo correr las aguas como ríos.’
Nuevas maravillas para robustecer la fe. Y, sin embargo, nuevas dudas y nuevas quejas. Sí, nos ha dado agua; pero ¿podrá darnos pan?, ¿podrá darnos a comer carne en el desierto?
‘Él hirió la roca, brotó el agua
y desbordaron los torrentes;
pero, ¿podrá también darnos pan,
proveer de carne a su pueblo?
Dios hizo llover sobre ellos maná,
les dio un trigo celeste,
y el hombre comió pan de los ángeles;
les mandó provisiones hasta la hartura.
Hizo soplar desde el cielo el Levante
y dirigió con fuerza el viento Sur:
hizo llover carne como una polvareda,
y volátiles como arena del mar;
los hizo caer en mitad del campamento,
alrededor de sus tiendas.
Ellos comieron y se hartaron:
así satisfizo él su avidez.
Sin embargo ellos siguieron quejándose,
con la comida aún en la boca.’
Esa es la historia de la veleidad de Israel. Portento tras portento: queja tras queja. Fe pasajera que cree un instante, para dudar otra vez el siguiente. Pueblo de dura cerviz, eternamente cerrado ante el poder y la protección de Dios que cada día veían y cada día olvidaban.
‘Y, con todo, volvieron a pecar
y no dieron fe a sus milagros.
Su corazón no era sincero con él,
ni eran fieles a su alianza.
¡Que rebeldes fueron en el desierto,
enojando a Dios en la estepa!
Volvían a tentar a Dios,
a irritar al Santo de Israel,
sin acordarse de aquella mano
que un día los rescató de la opresión.’
Triste historia de un pueblo rebelde. Y triste historia de mi propia alma. ¿No he visto yo en mi vida tu poder, tu protección, tu providencia? ¿No te he visto actuar yo en mi historia personal, Señor, desde el milagro del nacimiento, a través de la maravilla de la juventud, hasta la plenitud de mi edad madura? ¿No me has rescatado tú de mil peligros? ¿No me has alimentado con tu gracia en mi alma y energía en mi cuerpo? ¿No me has hecho sentir tantas veces la belleza de la creación y la alegría de vivir? ¿No has demostrado tú hasta la saciedad que eres mi amigo, mi protector, mi padre y mi Dios?
Y, sin embargo, yo dudo. Me olvido, me enfado, me quejo, me desespero. Sí, me has dado libertad, pero ¿puedes darme agua? ¿Puedes darme pan? ¿Puedes darme carne? Me has llamado a la vida del espíritu, pero ¿puedes enseñarme a orar? ¿Puedes llevarme a la contemplación? ¿Puedes corregir mis vicios? ¿Puedes controlar mis pasiones? ¿Puedes evitar mis depresiones? ¿Puedes darme fe? ¿Puedes darme felicidad?
A cada favor tuyo le sigue una queja mía. Cada nuevo despliegue de tu poder me lleva a una nueva duda. Hasta ahora me has sacado adelante, pero ¿podrás sacarme en el futuro? Has hecho mucho, pero ¿podrás hacerlo todo? ¿Podrás hacerme de veras ferviente, libre, comprometido, entregado, espiritual, alegre, feliz? ¿Podrás? Y si es verdad que puedes, ¿por qué no lo muestras ahora y me transformas de una vez en esa persona ejemplar y radiante con que sueño ser?
‘Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna.
Los hizo entrar por las santas fronteras
hasta el monte que su diestra había adquirido;
ante ellos rechazó a las naciones,
les asignó por suerte su heredad;
instaló en sus tiendas a las tribus de Israel.’
La historia de la salvación tiene un final feliz. Permíteme anticipar esa felicidad en mi vida, Señor.
Trepar a los árboles
Leo F. Buscaglia cuenta su experiencia:
‘Hace poco di una charla a un grupo de muchachos en un colegio en un distrito de California y disfruté con ellos a tope. Me invitaron a almorzar los profesores y, cuando por la tarde volví con los chicos, me dijeron que habían tenido un disgusto. Yo, por lo visto, había dicho en mi charla que si quieres conocer a un árbol tienes que trepar y subirte a él. “Encarámate, siéntate en sus ramas, escucha el viento que murmulla en sus hojas, y entonces podrás decir que conoces al árbol.” Un muchacho, al salir de la charla, se fue derecho a uno de los árboles en el jardín del colegio y trepó ilusionado. Pasó por allí el director del colegio y lo vio, y le hizo bajar al instante, y lo expulsó del colegio por quince días.’
Prohibido subir a los árboles. Es verdad que si los muchachos empiezan a trepar por todos los árboles del jardín, pronto no va a quedar ni una hoja viva ni una rama sana. El director quiere proteger la propiedad de la institución y prohíbe la aventura. Entendemos sus motivos. Pero también nos apena el ver la frontera burocrática que priva a los árboles del abrazo de los muchachos, y a los muchachos de la experiencia vital y energizante de trepar a un árbol y sentir su amistad en los altos escondrijos de su verde ramaje.
Trepar a un árbol, escalar una cumbre, zambullirse en la corriente rápida de un río en la montaña. Tumbarse en un prado salvaje, oler una flor sin arrancarla, comer la fruta madura del árbol que la ofrece. Respirar naturaleza, sentir espacios, tocar vida. Ésa es la invitación a la realidad, a la plenitud, al gozo de la tierra y al banquete de la creación. Pero nos prohíben subir a los árboles. Y nos quedamos sin la experiencia.
Imagen de vida en la naturaleza que es, una vez más, reflejo de la vida en la gracia. También aquí nos cargan de preceptos, nos imponen disciplina, nos trazan barreras; y en la práctica nos privan de la experiencia directa de las realidades del espíritu. No subas al árbol. Conténtate con verlo de lejos. La experiencia directa de Dios está reservada a los místicos y a los santos. No te acerques. No pretendas pisar donde los ángeles no se atreven. Te basta con la oscuridad de la fe y la lejanía de la esperanza. Manténte a distancia. Sé prudente. Adora de lejos. Y así lo hacemos. Y nos quedamos sin subir al árbol.
Leo Buscaglia fue a casa del niño expulsado del colegio y lo alegró diciéndole: ‘Ahora tienes quince días libres para trepar a los árboles.’
Hablo desde el corazón.
Conocí y aprecié en vida a Swami Abhishiktánanda, nombre que tomó en la India el monje benedictino francés Henry le Saux, y ahora me encuentro con algunas anécdotas suyas en el libro Abhishiktananda in The Cave of the Heart by Shirley du Boulay, Orbis Books, New York 2005.
Una monja católica india, la Hermana Vándana a quien también conocí y que se formó con él, dice de él: ‘Era un gran contemplativo que podía hablar sobre el silencio veinticuatro horas al día.’
Dio muchas clases a muchos alumnos, pero aparte de sus estudiantes solo tuvo un discípulo que le siguió en su meditación y en su vida, el joven seminarista francés Marc Chaduc que tomó el nombre de Ayatánanda. Abhishiktánanda lo condujo a los Himalayas que en la India se consideran como la cuna de monjes y santos. Allí pasó varios años en pleno ascetismo monástico, hasta que un buen día desapareció y no se volvió a saber más de él. Abhishktánanda decía de él: ‘Le enseñé el camino de la iluminación, pero nunca pensé que se lo iba a tomar tan en serio.’
Decía: ‘Las sátiras de Isaías en contra de los fabricantes de ídolos de madera y oro se aplican igualmente a los que se fabrican ídolos conceptuales. El hombre sencillo esculpe una madera y se postra ante ella diciendo, ‘Tú eres mi Dios.’ El intelectual esculpe un concepto y hace exactamente lo mismo. Con mucho mayor peligro.’
Su lema era: ‘Despiértate. Despierta a Dios.’ Se pasó años en las cuevas del Monte Arunachala bajo las enseñanzas de un guru hindú de gran santidad, Shri Ramana Maharshi de Tiruvanamalay en el sur de la India. Yo visite también ese sitio sagrado, que es maravilloso, pero no me quedé en las cuevas. Sí tuve una entrevista personal con Swami Abhishiktánanda y me quedó en la memoria un gesto suyo. Hablábamos en inglés pero en un momento se pasó al hindi al citar lo que la gente decía de él. Me dijo: ‘La gente sencilla en la India me escucha, porque dicen que les hablo “desde el corazón”.’ Y se llevó la mano derecha al pecho sobre el corazón. Se me quedó grabado. Las palabras en hindi también.
Por si os ha chocado la terminación de los nombres de los monjes en ‘ánanda’, os la explico. ‘Anand’ es ‘alegría’, y se usa como sufijo al final del nombre de todo monje, sea el nombre que sea. Bella manera de recordarnos, al monje mismo y a todos nosotros, que la verdadera vocación del monje es la alegría. ‘Abhishikta’ quiere decir ‘ungido’, ‘ungido’ en griego es ‘christós’, de donde viene Cristo, El Ungido. Abhishiktananda es, en consecuencia, la Alegría de Cristo. ‘Ayat’ quiere decir ‘no nacido’. El no nacido es el que no tiene principio. Dios. ‘La Alegría de Dios.’ Yogánanda es La Alegría del Yoga, y Parmánanda’ es La Alegría Suprema. Todo es Alegría.
Niños en clase
[Como os gustaron las repuestas de niños inocentes en clase de religión, éstas son de otras materias, y algunas no tan inocentes.]
Filósofo: Hombre que sabe de muchas cosas pero no sabe nada.
Gongorismo: Hacer gárgaras con algún líquido en la boca para limpiarse de los malos sabores.
Impaciencia: Saber esperar con cierta prisa.
Mozárabe: Mujer de origen árabe. [Moza árabe, claro]
Nasal: Persona que trabaja en la Nasa. Casi siempre son astronautas.
Nitrato: Hace referencia a cuando es imposible que dos personas se pongan de acuerdo en algo.
Pasatiempo: Algo que es muy aburrido porque el tiempo le pasa muy lento.
Picaresca: Hojas que caen del árbol en otoño. [Hojarasca]
Primogénito: El primo que tiene los mismos genes familiares, es decir, que es familia directa.
Radiactividad: Trabajo que se hace en la radio durante unas horas determinadas.
Redundancia: Repetir algo que no se ha dicho nunca.
Reforma: Cambiar algo para dejarlo como está.
Retórica: Hablar sin que nadie te entienda.
Revisión: Mejorar la vista.
Sófocles: Cuando hace mucho calor y las personas se encuentran sofocladas se produce un sofloco.
Tilde: A mí esto de las tildes me parece muy complicado porque hay muchas normas. Si no le importa, yo pongo los acentos a voleo.
Libérrimo: El masculino de Libérrula.
Ejemplo de sufijo con ‘azgo’: Yo hazgo algo.
Ejemplo de sufijo con ‘ano’: Culo.
Señala los pronombres reflexivos o recíprocos en la oración, ‘El marido y la mujer se pelean cada mañana’. – Reflexivo: Mejor que se separen.
Raimundo Lulio ingresó en la orden de los frailes menores a la tercera. [La tercera orden]
San Juan de la Cruz es el discípulo que acompaña a Jesús al pie de la cruz.
Latín: Caesar inimicos a porto Ostiae mandavit. Traducción correcta: César arrojó a los enemigos del puerto de Ostia. Traducción del alumno: El César envió de una hostia a los enemigos del puerto.
Ave Caesar, morituri te salutant. Traducción correcta: Salve, César, los que van a morir te saludan. Traducción del alumno: Las aves del César morían por falta de salud.
Quae peccamos iuvenes ea luimos senes. Traducción correcta: Los pecados de juventud se pagan en la vejez. Traducción de la juventud: Antes pecábamos de jóvenes y ahora pecamos de viejos.
El hombre primitivo estaba hecho de huesos fósiles.
El Neolítico es cuando el hombre inventó el fuego para que la mujer aprendiera a cocinar.
Los romanos lucharon durante ocho años contra un Caníbal. [Aníbal]
¿Qué es la Edad Media? – Es la edad de una persona desde que nace hasta que muere dividida por dos.
Carlomagno no se supo si nació o no porque o nació en 742 o nació en 747 pero no está claro del todo hasta que se casaron sus padres y lo tuvieron.
Giordano Bruno era un astronómico que descubrió el sistema solar pero como dijo que el sol no era la luna le condenaron a cadena perpetua hasta hace poco tiempo que ya ha salido perdonado.
A Enrique VIII no le gustaba estar casado con Ana Belén y entonces convocó el divorcio pero el papa no fue y eso enfadó a Enrique VIII que decidió casarse a lo bestia y fundar el anglicismo.
Calvino inventó el calvinismo que era como el luteranismo pero sin Lutero.
La Compañía de San Jesús es una Fundación de Ignacio de Loyola para ayudar a Lutero.
El lema de los reyes católicos era ‘Tanto monto a Fernando como monto a Isabel’. [Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando]
Los Reyes Católicos expulsaron a los moluscos que no quisieron convertirse en cristianos.
Los filósofos más importantes de la Ilustración son Beicon y Espinaca. [Bacon y Spinoza]
(Carlos G. Costoya, Anécdotas de profesores, Styria, Barcelona 2010)
De acuerdo con lo que decía usted en la última Web que la situación actual de la jerarquía no presenta perspectivas de cambio hacia una mayor apertura en la moral sexual de la Iglesia, pero ¿no podemos esperar un cambio en el futuro?
No es probable. Y te explico por qué. El mismo artículo que cité del director de la revista ‘América’ de los jesuitas de los Estados Unidos, padre Thomas J. Reese SJ, decía más adelante con la misma autoridad y claridad:
‘El Vaticano usa la prueba de fuego del control de natalidad, el celibato sacerdotal y la ordenación de la mujer para seleccionar a los candidatos al episcopado. Los defensores de las posturas vaticanas son promovidos. Esto disminuye las probabilidades de cambio.’ (p. 99)
Según eso no se prevé un cambio de postura en los tres puntos de moral sexual, celibato sacerdotal, y ordenación de mujeres.
El padre Thomas J. Reese SJ fue destituido como editor de la revista ‘América’ el año 2005.
Salmo 78 – El enemigo en casa
‘¡Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad!’
Leo un peligro moderno en la alarma antigua. Los gentiles han entrado en tu heredad. Una mentalidad pagana ha aparecido en círculos religiosos. El racionalismo se ha infiltrado en tu Iglesia. Se rebaja la autoridad, se minimiza el dogma, se ignora la tradición, se desoye a la obediencia. Todo queda racionalizado, secularizado, desmitificado. Visión secular de credo religioso. La razón por encima de la fe. El hombre por delante de Dios. Ese es el peligro del mundo religioso hoy. Penetración pagana en el santuario de Jerusalén.
Y ése es el peligro de mi propia vida. Yo vivo en medio de ese santuario, pero también a mí me afectan ahora esos vientos paganos que soplan en él. Todo el mundo piensa así, ésa es la tendencia moderna; los teólogos de moda defienden ese punto de vista, todos los entendidos se acogen a la interpretación liberal. Ese es el peligro. Los asaltos desde fuera del santuario son más fáciles de rechazar, porque se les reconoce como tales. En cambio, es mucho más difícil resistir la tentación sigilosa desde dentro, que en un principio parece inocente y amiga. Esta causa mayores estragos, porque llega disfrazada y ataca en la oscuridad.
Quiero para mí la totalidad de la fe, Señor. No quiero medias tintas, no quiero ambigüedades ni verdades a medias. Quiero que el santuario de mi alma quede libre de toda influencia pagana. Quiero par mí la integridad de tu palabra y la totalidad de tu revelación. No quiero enturbiar verdades eternas con modas pasajeras. Quiero la pureza de tu santuario y la dignidad de tu templo. Quiero que la Ciudad Santa sea y permanezca santa para siempre. Quiero que mi fe resplandezca sin sombras y sin intermitencias. Quiero ser moderno por ser eterno, y actual por ser tradicional. Quiero estar al tanto de las últimas investigaciones desde la firmeza de mis antiguas convicciones. Quiero que sea la fidelidad a ti, Señor, la que rija mi vida por siempre.
Restaura en tu Iglesia, Señor, la firmeza de tu revelación. Purifica nuestros pensamientos y robustece nuestras creencias. Limpia tu santuario y santifica tu ciudad. Haz que resplandezca la fe de los creyentes con el fulgor de tu verdad.
‘Entonces nosotros, pueblo tuyo,
ovejas de tu rebaño,
te daremos gracias siempre,
contaremos tus alabanzas de generación en generación.’
La voz y la verdad
‘Un ciego habló del Maestro Bankei (1622-1693) y dijo lo mejor que de él sabía decir: “Soy ciego y no puedo ver el rostro de aquel con quien hablo. Debo, pues, juzgar su sinceridad por su voz. Mi experiencia es que cuando oigo a alguien felicitar a un amigo por su éxito, noto un dejo de envidia en su voz; y cuando escucho pésames en sociedad, percibo también una nota secreta de placer. Pero eso no me sucede con Bankei: cuando expresa alegría, solo hay alegría en su voz; y cuando expresa tristeza solo es tristeza lo que escucho”.’
Mi voz es la mensajera de mi alma. Que sea entera, valiente, sincera. Que exprese con la totalidad de su vibración la totalidad de mi ser; que revele con la inocencia de su cantar la profundidad de mi sentir; que manifieste con su tonalidad afinada la transparencia de mi existencia. Que no haya sombras desafinadas en la melodía de mi vida.
Permitidme recordar
Un gran amigo mío durante muchos años en la India acaba de fallecer, y quiero rendirle tributo. Era el profesor P. C. Vaidya, jefe del departamento de matemáticas en la Universidad Estatal del Guyarat. Brahmán, intelectual, maestro, comunicador, escritor, fundador de la primera revista de matemáticas en una lengua vernácula de la India, alma y vida de la introducción de la ‘nueva matemática’ de mediados del siglo pasado en la India. En una ocasión yo le invité a dar una charla en nuestra Universidad de San Javier, y al presentarle ante nuestros profesores y alumnos dije: ‘Si yo hubiera hecho por el Evangelio lo que este señor ha hecho por las matemáticas, yo sería un santo.’ ¿Qué fue lo que me hizo decir eso?
Yo tuve la suerte de estudiar en la Universidad Loyola de Madrás en el último curso de la carrera de ciencias exactas la asignatura del Álgebra Moderna que comenzaba a extenderse entonces por Europa y acababa de llegar a la India de manos de un jesuita francés, el padre Charles Racine que fue mi profesor. Siempre se presentaba con el intento de chiste de que no era ni álgebra ni moderna, pero hacía furor por entonces. Teoría de conjuntos, grupos, anillos, cuerpos, matrices, espacios vectoriales eran temas que andaban ya por revistas especializadas del ramo pero que todavía no habían llegado a las aulas. Racine puso en mis manos la célebre Théorie des Ensembles de Nicolás Bourbaki que yo disfruté con avidez, y los matemáticos saben de qué hablo porque Bourbaki nunca existió pero revolucionó el gremio.
Cuando llegué a Ahmedabad a enseñar matemáticas en nuestra Universidad de San Javier, la asignatura no existía allí ya que, como nos había dicho el mismo Racine textualmente, ‘la palabra “conjunto” (ensemble) no se ha pronunciado todavía en clase en la India’, aunque eso ahora parezca imposible. Para introducir la nueva asignatura, Vaidya, que sabía que yo venía de graduarme en ella en Madrás, me pidió a mí que en las vacaciones de aquel verano (el mes de mayo allí que corresponde al calor de agosto aquí) dirigiera yo un curso de Álgebra Moderna para profesores de postgrado, para que así, yendo de arriba abajo, la nueva asignatura fuera pasando de profesores de postgrado a profesores de universidad y así sucesivamente a colegios y a escuelas hasta filtrarse año a año a todos los niveles por todo el estado. Así fue como me encontré yo dando clase a los profesores de postgrado antes de haber dado ni una sola clase a los alumnos. Eso me introdujo a mí de pie en la Universidad Estatal. En la primera clase les cité con toda malicia el libro de Nicolás Bourbaki como el primero en la bibliografía para el curso, sabiendo perfectamente que ninguno de ellos sabía francés. Me sonreí malvadamente cuando vi a los buenos profesores escribir cuidadosos en sus cuadernos Théorie des Ensembles pensando en que ninguno de ellos iba a poder leer el tal libro. Alguna ventaja tenía que tener uno, y un pequeño truco siempre viene bien para ganar autoridad. A Vaidya le debí siempre esa generosa introducción en la Universidad.
Mayo es el mes de los termómetros en Ahmedabad y yo sudaba copiosamente al ir en bicicleta todos los días en temperaturas de 42º con mi sotana blanca arremangada torpemente sobre la bici al Guyarat College donde se tenía el curso, pero mereció la pena. Si yo sudaba corporalmente, a ellos les hice sudar mentalmente. Todos aprendían con entusiasmo los nuevos conceptos y teoremas y problemas para poder pasar pronto a explicarlos ellos mismos en sus clases. Un día les pedí en clase a mis aventajados alumnos que me propusieran un ejemplo matemático de una relación binaria que fuera simétrica y transitiva, pero no reflexiva, y prometí de premio un caramelo que llevaba en el bolsillo y que puse sobre la mesa. El profesor A. R. Rao, ilustre decano de geometría, levantó la mano, yo le invité a venir al tablero, él expuso su ejemplo y yo les pregunté a los demás profesores si estaban de acuerdo con él. Todos dijeron que sí. Pero entonces pasó algo intrigante. Yo me había retirado al fondo de la clase detrás de todos ellos, y aunque la demostración del profesor y el consenso de todos eran arrolladores, yo sentí dentro de mí mismo que el ejemplo no era correcto. Algo fallaba en él. Yo estaba seguro. ¡Pero yo no sabía qué era lo que fallaba! Es decir, todo mi cuerpo y mi cabeza y mi alma y mi ser entero protestaban que aquello estaba mal, yo lo sentía en mis venas y en mis neuronas y en todos mis huesos, pero no tenía ni idea de cuál era exactamente el fallo concreto en el argumento que parecía perfecto. Y algo tenía que decir yo. Fue un ataque de angustia científica existencial que se apoderó de mí y me inmovilizó por un momento. Ejemplo vivido en toda su intensidad por mí de que no es solo el cerebro aislado el que entiende y asimila y razona y ‘sabe’ sino el cuerpo entero. Aquí mi cuerpo vibraba con la negativa, mientras que mi razón no encontraba la causa. Perplejidad total.
Menos mal que el aula era larga y yo avancé desde el fondo hacia al frente despacio, muy despacio, midiendo cada paso para retrasar en lo posible el momento de la verdad. ¿Qué iba a decir yo? ¿Cómo podía yo darle el caramelo al profesor Rao si yo sabía íntimamente y visceralmente que el ejemplo era falso? ¿Pero cómo podía yo decir que era falso si no podía demostrar su falsedad? Llegué a la tarima. Subí. Me volví hacia la clase, y en aquel mismo instante me saltó la chispa en el cerebro. Ya sabía yo por qué el ejemplo era falso. Me sonreí a mí mismo y a mis oyentes que no sabían lo que les esperaba. Pregunté a la clase: ‘¿Le damos el caramelo al profesor Rao?’ Todos dijeron, ‘¡Sí!’ Yo tomé el caramelo, jugué con él un momento deleitablemente cruel en mis manos, y luego dije despacio: ‘Lo siento muchísimo por dos razones. Por tener que estar en desacuerdo con todos ustedes, y porque aprecio al profesor Rao como matemático y como amigo. Pero el ejemplo es falso.’ Se hizo un silencio incrédulo y expectante. Yo me volví al tablero. Escribí las ecuaciones que demostraban el defecto en la prueba presentada por el profesor. La relación era simétrica y no reflexiva, lo cual era correcto, y también parecía ser transitiva y lo era en algunos casos, pero no en todos los casos como debería haber sido, y a mí se me acababa de ocurrir un caso concreto en que no lo era. Ese era el fallo. El profesor Rao se levantó y quiso defender su ejemplo, pero Vaidya le dijo cariñosamente, ‘Siéntate, siéntate, el padre tiene razón.’ Todos lo vieron, y al final él mismo también. Yo me comí el caramelo. Me supo a gloria.
Vaidya y yo nos dedicamos a llevar el mensaje de la matemática moderna de pueblo en pueblo, de colegio en colegio, de clase en clase, con verdadero celo apostólico y con total desinterés económico. Yo recordaba la fama del gran matemático inglés G. H. Hardy (cuya obra yo traduje al guyaratí por encargo de la universidad) que introdujo el rigor en la demostración matemática a lo largo y a lo ancho de toda la Commonwealth a mediados del siglo pasado, y de quien él mismo decía que enseñaba la matemática moderna a los alumnos con el fervor de un misionero predicando la Biblia a caníbales. Algo así hacíamos nosotros dos. Una verdadera misión. Fundamos la primera revista matemática en una lengua india de la que él quiso hacerme a mí el editor, cosa que rehusé diciéndole que yo valía para escribir pero no para hacerles escribir a otros, y en ella publicábamos cada mes él y yo artículos sobre las últimas tendencias, descubrimientos y retos de la matemática moderna.
Yo leía con fruición tres revistas matemáticas sin fallar ni un número. The American Mathematical Monthly, The Mathematical Gazette, The Mathematics Teacher. Las esperaba con deleite concupiscente y las leía con avidez en la biblioteca de la Universidad de donde no debían sacarse. Un día me interesó llevarme una de las revistas a casa para copiar una serie de resultados, y fui a pedirle permiso al bibliotecario para ello. Me contestó: ‘Puede usted llevársela siempre que quiera. Usted es el único que lee esas revistas.’ He disfrutado con esas lecturas tanto como con cualquier otra lectura de todas las que me han ido interesando y fascinando a lo largo de la vida. Temas de literatura, de música clásica, de lenguas y culturas, de historia, de Latinoamérica, de cristología, de Biblia, de san Pablo, de san Ignacio, del Oriente, de Zen, de informática, de autobiografías. Y derivaba entonces tanta satisfacción de animar a mis estudiantes de matemáticas en sus teoremas y en sus exámenes como derivo ahora de animaros a la vida en medio de vuestros problemas y vuestras crisis a quienes me seguís en mis libros y en la Web. Todo de corazón y con alegría e ilusión. Fue una etapa maravillosa en mi vida, y recuerdo mis clases y lecturas y congresos y reuniones de matemáticas con el mismo fervor y gozo con que recuerdo mis ejercicios espirituales y sermones y confesiones y eucaristías y todo mi ministerio sacerdotal. No admito que una actividad sea inferior a la otra. Soy tan persona cuando doy una clase de matemáticas como cuando digo misa. Lo importante es hacer con toda el alma lo que hacemos, y hacerlo por el bien de los demás. Todo es servicio. Todo es alegría. Vaidya, a pesar de ser brahmán que es la casta sacerdotal en la India, y de saberse en consecuencia de memoria las escrituras hindúes en sánscrito, era ateo, y su vida fue mucho más llena y profunda que las de muchos creyentes. Menos mal que para entonces había yo leído ya la célebre frase del teólogo americano Paul Tillich, ‘Quien toma algo decididamente en serio en la vida –sea su fe, su profesión, o su mujer– no es ateo.’ Lo que nos define es la entrega.
Vaidya había escrito un libro de texto sobre Dinámica Matemática que fue un gran éxito entre estudiantes y profesores y vendió varias ediciones. Cuando los programas de la asignatura iban a cambiar con la matemática moderna, el editor del libro se enteró, y como sabía que Vaidya tenía influencia en la universidad, le dijo que consiguiese que el cambio no se llevara a cabo, ya que si se cambiaba el programa, el libro dejaría de publicarse. Vaidya le contestó que era él quien había cambiado los programas. No le interesaba el dinero sino el bien de la educación.
Los exámenes escritos en la universidad los corrigen profesores que cambian cada año, y ni ellos saben de qué alumnos son los exámenes que corrigen, ni los alumnos saben qué profesor corrige su examen. Pero a veces alguien se las arregla para enterarse. Un tal alumno se presentó un día en la casa de un profesor de matemáticas, le dijo que sabía que su examen estaba en sus manos, que le daría el número de su folio, que era verdad que él no lo había hecho bien en el examen, pero le ofrecía una cantidad de dinero si lo aprobaba. El profesor le contestó indignado, ‘¿No sabes que yo soy antiguo alumno del profesor Vaidya?’ Tal era la reputación de mi amigo.
Cuando le vi por última vez le pregunté cuantos años tenía ya. Me contestó con voz firme, ‘Menos doce.’ Es decir, 100 menos 12. Contando de 100 para abajo. 88. Ha muerto a los 93. Estaba bien de salud y de ánimo hasta que su mujer falleció veinte meses antes. La soledad tras tantos años de convivencia lo llevó a su fin en veinte meses. Eran un matrimonio ejemplar. Su hija Smita, discípula mía, me ha comunicado su muerte. He visionado un vídeo en el que hace poco explicaba todavía sus temas favoritos. Me ha emocionado ver su rostro y oír su voz. Vivir con grandes hombres ha enriquecido mi vida. Vaidya fue uno de ellos.
Me dices: Me siento deprimido. Y llevo una temporada larga con eso. No encuentro satisfacción ni en mi trabajo ni en casa, y no es que pase nada sino que no me encuentro bien y me parece que estoy malgastando mi vida. Y a ratos me siento muy mal. Rezo y voy a misa y cumplo con la Iglesia, pero todo eso no me ayuda. ¿Qué puedo hacer para salir de la depresión?
Te digo: La depresión se ha hecho común. La depre como la llaman los jóvenes, con lo que la abreviatura al uso es testigo de la extensión de la dolencia. La depre. Como el profe, el cole, el finde. No es eso hablar con ligereza, pero sí quitarle algo de lo serio y trágico que tiene la palabra. La palabra es nueva, pero el mal es antiguo. Mi padre san Ignacio habla de ‘consolación’ y ‘desolación’. Y da unas reglas tan sencillas como eternas:
‘El que está en desolación trabaje por estar en paciencia, y piense que presto será consolado. El que está en consolación piense cómo se habrá en la desolación que después vendrá, tomando nuevas fuerzas para entonces.’ Parece sencillo, y así es la vida. El tiovivo. El columpio. Arriba y abajo, arriba y abajo. Y se trata de que cuando estemos arriba pensemos que luego estaremos abajo, y cuando estamos abajo pensemos que pronto estaremos arriba. Cuestión de equilibrio. Y un poco de memoria. Y paciencia. ‘Trabaje por estar en paciencia.’
Salmo 79 – Por la Iglesia
Siento confianza, Señor, al ver que puedo dirigirme a ti hoy con las mismas palabras que tú inspiraste en otras edades; que puedo rezar por tu Iglesia la oración que el salmista rezó por tu pueblo cuando tu palabra se hacía Escritura y cada poeta era un profeta.
Conozco la imagen de la vid y los sarmientos y el muro alrededor y la destrucción del muro y su restauración a cuenta tuya para protegerla. Me veo a mí mismo en cada palabra, en cada sentimiento y rezo hoy por tu vid con palabras que han sonado en tus oídos desde el día en que tu pueblo comenzó a llamarse tu pueblo.
‘Sacaste una vid de Egipto,
expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste;
le preparaste el terreno,
y echó raíces hasta llenar el país,
su sombra cubría las montañas,
y sus pámpanos los cedros altísimos;
extendió sus sarmientos hasta el mar
y sus brotes hasta el Gran Río.’
Así fue tu Iglesia en su origen y en su fuerza, en su expansión y su misión, en su grandeza y fortaleza. Cubrió el mundo, santificó los continentes, sirvió a la humanidad, escribió la historia. Pero ahora, Señor, se debilita su santidad, se repiten sus flaquezas, se critica su autoridad, se ignora su doctrina. Se mancilla su imagen y se desmoronan sus defensas.
‘¿Por qué has derribado su cerca
para que la saqueen los viandantes,
la pisoteen los jabalíes
y se la coman las alimañas?
Dios de los Ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo,
fíjate, ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa.
La han talado y le han prendido fuego:
con un bramido hazlos perecer.
Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu nombre.’
La vid, los pámpanos, las montañas, la cerca. Destrucción y ruina; y el hombre a quien escogiste y fortaleciste. Términos de ayer para realidades de hoy. Tú inspiraste esa oración, Señor, y tú la preservaste en escritura santa para que yo pudiera presentártela hoy con nuevo fervor en palabras añejas. Te complaces en oír esas palabras, tuyas por su edad y mías en su urgencia; y si te complaces en oírlas, es porque quieres hacer lo que en ellas dices y quieres que yo te vuelva a decir.
Con esa confianza rezo, y disfruto al rezar en unión de siglos con palabras de otro tiempo y vivencias del mío. Bendita continuidad del pueblo de Dios que sigue en peregrinación por el desierto del mundo.
‘Señor Dios de los Ejércitos, restáuranos,
que brille tu rostro y nos salve.’
‘Todo lo hago nuevo’
‘Vivir es ser otro.
Ni sentir es posible si hoy se siente como ayer se sintió:
sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir:
es recordar lo que se sintió ayer,
ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.
Esta madrugada es la primera del mundo.
Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío.
Mañana, lo que sea será otra cosa,
y lo que yo vea será visto por unos ojos recompuestos,
llenos de una nueva visión.’
(Fernando Pessoa)
Ojos para ver. Ojos nuevos para ver madrugadas nuevas. ‘Nunca hubo esta hora, ni esta luz, ni este ser mío.’ Profundidad de poeta en plenitud de existencia. Cada luz es nueva, cada hora es distinta, porque mi propio ser es también siempre distinto, ‘inesperadamente matutino’, en otra expresión del mismo poeta. Yo me dejo sorprender por mí mismo, y así el mundo entero me sorprende en cada instante con la novedad de un paisaje antiguo, el descubrimiento del camino diario, el sobresalto de un rostro conocido. Todo es nuevo porque yo soy nuevo.
‘Vivir es ser otro.’ Gracias, poeta. Ser otro siendo yo mismo. La continuidad permanente de mi conciencia fiel y la novedad renovada de mi espontaneidad libre. Tener confianza en mí mismo para dejarme cambiar, para atreverme a salir de la rutina y las expectativas que me atenazan en fórmulas demasiado aprendidas, para aventurarme a ser otro. Ser otro es vivir. Salir cada día del cascarón de la víspera. Nacer cada mañana con el nuevo sol. Saludar al mudo en cada encuentro con la alegría de una nueva creación. La vida nunca se repite. Y lo que se repite, no es vida.
‘Sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir.’ El sentir es instantáneo, espontáneo, vivo. Todo lo demás son funerales solemnes de nostalgias perdidas. Y luego, funerales de funerales. Crespones y mortajas. Arrastramos el pasado en cortejo fúnebre que llamamos vida. Nuestros sentimientos hoy son solo el eco de nuestros sentimientos de ayer, es decir, que no son sentimientos, pues ya no los sentimos, y una vida sin sentimiento no es vida. ‘El cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida.’ Amores que son solo recuerdo, fervores que quedaron anotados en un diario, ilusiones disecadas como mariposas de museo. No es extraño que nos falte vida a la hora de vivir.
La nueva visión es el secreto de la nueva vida. Ojos limpios. Ojos grandes. Ojos nuevos. Ojos abiertos para ver con claridad virgen el estreno de la naturaleza alrededor nuestro en cada momento. Bendición bíblica: ‘He aquí que todo lo hago nuevo.’ (Apocalipsis 21:5). Sepamos abrirnos a la novedad. Sepamos ser ‘otros’. Sepamos vivir.
Pruebas de oído
Yo había ido al otorrino, y de entrada su asistenta me llevó a un cuarto para hacerme las pruebas de audición. Yo sentado tras un cristal con auriculares en los oídos debía señalarle con mano alzada en cuanto oyese los sonidos ella iba produciendo desde el teclado de su aparato. De repente me dijo, ‘Perdone, tengo que salir un momento. Quítese los auriculares y siéntese aquí fuera.’ No había otra silla y yo me senté en su silla. Ella se marchó y al poco rato alguien llamó a la puerta. Yo dije, ‘Entre’, y entró una mamá con su niña pequeña. Yo seguía sentado ante el teclado del aparato, y al ver a la niña caí en la cuenta que la niña me tomaba por el doctor que la iba a atender a ella. Le dije, ‘Ya sabes lo que vamos a hacer, ¿verdad? Tú te sientas allí dentro, yo te ajusto esos auriculares a tus oídos, y luego en cuanto oigas algo levantas la mano derecha. ¿Vale?’. Ella dijo que sí con la cabeza, se ajustó los auriculares, yo me puse al teclado, aunque desde luego no sabía qué hacer con él, pero pronuncié en voz baja un sonido grave. Luego fui subiendo de tono y la niña de repente levantó la mano. Me había oído a través del cristal. Yo hice como si apuntara algo en un papel y seguí con el experimento aunque ya no podía contener la risa que me atacaba. Entonces fue la niña la que se quitó los auriculares, salió del cubículo de un salto y le gritó a su madre señalándome a mí con el dedo, ‘¡Es un mentiroso! ¡Se está riendo! ¡No es de verdad!’ Y entonces fui yo quien solté la carcajada ante su madre perpleja que tardó un momento en comprender la broma y reírse conmigo y calmar a su hija hasta que nos reímos los tres y volvió la asistenta y se llevó a la mamá y a la niña y volvió y siguió graduándome a mí.
Al final me dijo necesitaba nuevos audífonos y me dijo su precio. Al ver la cara que yo ponía añadió enseguida que no me preocupase porque se podían pagar a plazo en 14 meses. Pero se corrigió al instante y me preguntó la edad. Le dije que había cumplido 84 años, a lo que ella añadió, ‘Entonces no, a esa edad ya no se conceden créditos.’ Es decir, que no esperaba que yo viviese 14 meses. Me eché a reír más aún que con la niña. Le dije que para 14 meses me arreglaría con los que tenía. Ella quedó confusa. Fue a buscar a la niña que estaba en la sala de espera. Al salir crucé la mirada con la niña y le guiñé el ojo. A ella sí que le concederían crédito.
Reunión de familia
Margaret A. Salinger, hija del célebre escritor norteamericano J. D. Salinger recientemente fallecido, describe así una situación que a muchos afecta y a todos nos hace pensar. Sucedió cuando ella tenía 11 años y su hermano 6.
‘Fue después de que yo me quedara sin ir al campamento el verano del 66. Mis padres nos anunciaron que se divorciaban. Más bien debería decir que intentaron anunciárnoslo. Estaba en el aire hacía ya bastante tiempo y no fue ninguna sorpresa para mí. De hecho, cuando nos llamaron a casa diciéndonos que tenían algo que decirnos –algo que nunca hacían, quiero decir hablarnos en familia todos juntos– yo me dejé caer en el sillón de cuero rojo y les gané la delantera. Entorné los ojos y declaré con mi mejor acento de niña de 11 años sabelotodo, “Os divorciáis, ¿no es eso?” – “Bueno, sí, es eso, vamos a divorciarnos”, dijo mi madre y comenzó con su discurso sobre cómo a veces cuando los mayores no se arreglan bien…
La interrumpió mi hermano pequeño, justo seis años entonces, que se echó a llorar y salió corriendo de casa calle abajo. Al salir yo les dije a mis padres, “Esperadme aquí, yo hablaré con él.” Lo encontré a un lado del camino, tumbado y encogido sobre unas hojas, sollozando. “Matthew, deja de llorar y vente conmigo.” Había que hablarle con cierta dureza porque si no se ponía histérico, perdido como estaba en la tormenta de riñas y enfados que vivía en casa. Pocos meses antes se había enfadado por algo y se sentó en las escaleras, dando salida a la tensión que se vivía en casa, y le gritó a mi padre con ojos saliéndose de sus órbitas y las venas hinchadas en su cuello de solo un niño de seis años. “¡Divórciate de ella, papá! ¡Divórciate de mamá!” Yo no sabía que ya conocía la palabra.
Matthew se agarró la cabeza entre las manos, y sorbiéndose las narices me miró. “Mira”, le dije, “nada va a cambiar cuando se divorcien, solo que ya no reñirán. Los dos te quieren. A quienes se odian es el uno al otro. Papá se irá a vivir a otra casa, mamá y tú y yo seguiremos viviendo aquí, y papá vendrá a jugar al balón contigo y a sacar de paseo a los perros, y todo como siempre. ¿Vale? No es para tanto.” Él sonrió triste y dijo, “Vale.” La hermana mayor había hablado. Le puse la mano al hombro mientras volvíamos a casa. Les dije a mis padres que todo iba bien y que le había explicado que nada iba a cambiar, solo que vosotros no reñiréis tanto, y los miré con ceño. Luego cada uno volvió por su cuenta a lo que estaba haciendo antes de la “reunión de familia”.’
(Margaret A. Salinger, Dream Catcher, Scribner, London 2001, p. 204)
Muchos habéis apreciado en la Web pasada mis recuerdos de un buen amigo y una gran persona como fue el profesor Vaidya, y os lo agradezco. Pero alguno ha notado con alarma mi frase, ‘No admito que una ocupación sea inferior a la otra’, en la que yo me refería a mi ocupación como profesor de matemáticas y como sacerdote. ¿No es ser sacerdote ‘mejor’ que ser profesor de matemáticas? ¿No es decir misa ‘mejor’ que enseñar a Pitágoras? ¿No es el sacerdocio una vocación mientras que el ser profesor es solo una profesión?
Para mí una ocupación es tan sagrada como la otra. También el profesorado es vocación. El mismo Dios que me llamó a mí al sacerdocio me llamó a las matemáticas. ¿O es que para el sacerdocio me señaló con el dedo mientras que para las matemáticas me dejó a la suerte? Y con el mismo fervor me entregué a uno como a las otras. Precisamente cité en la Web pasada la frase del matemático inglés G. H. Hardy, ‘apóstol’ del rigor en la demostración matemática en el siglo pasado, que decía de sí mismo que ‘enseñaba matemáticas con el fervor de un misionero predicando la Biblia a caníbales’. Siempre me ha encantado esa cita. Leer su obra clásica ‘Pure Mathematics’ me producía a mí el mismo placer que estudiar a san Pablo, que ha sido siempre mi ocupación favorita en mis ratos de ocio. Se acaba de publicar ahora una ‘edición centenario’ de lujo del célebre libro de Hardy al cumplirse sus cien años. Con pocos libros de matemáticas se ha hecho eso después de los ‘Elementos’ de Euclides. Su actualidad ha sido rebasada, pero su espíritu permanece. Lo de ‘matemáticas puras’ le encantaba a él, que proclamaba las matemáticas por sí mismas, no por las aplicaciones, indudables pero según él despreciables, que tiene. Se gloriaba de que todos los teoremas que él había descubierto y probado no tenían aplicación alguna, y se llevó un disgusto el día que otro matemático-físico le encontró una aplicación práctica a uno de ellos. A Hardy le pareció que habían mancillado su pureza y traicionado su consagración a la ciencia abstracta como tal.
Me encanta un rasgo suyo. No tenía teléfono en su casa. Despreciaba el aparato. Si algún visitante le pedía permiso para usar el teléfono que suponía tendría en su casa le contestaba altivamente: ‘Si se siente usted realizado al usar el aparato en cuestión, mi vecino de al lado creo tiene uno.’ Genial. Menos mal que no llegó a ver el móvil.
Salmo 80 – Recuerda tu liberación
‘Yo soy el Señor Dios tuyo,
que te saqué del país de Egipto.’
Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad. Por eso el gran mandamiento que Dios da a Israel es: ¡Acuérdate de Egipto! Si os acordáis de Egipto, os acordaréis del Señor que os sacó de Egipto, y seréis su pueblo, y él será vuestro Dios.
Lo que nos hace ser un pueblo es nuestro origen común en Cristo, nuestra liberación, nuestra redención, nuestra salida de Egipto. También nosotros éramos esclavos, aunque no nos gusta recordarlo. Damos por supuesta nuestra independencia y nuestra libertad, el progreso de la raza humana y los avances de la sociedad; todo eso nos parece normal y como que se nos debe; nos olvidamos de nuestros orígenes, y así perdemos los vínculos que nos unen entre nosotros y con Dios. Nos hemos olvidado de Egipto y hemos dejado de ser un pueblo.
‘Es una ley de Israel,
un precepto del Dios de Jacob,
una norma establecida para José,
al salir de la tierra de Egipto.’
Acuérdate del pasado, acuérdate de tus orígenes, acuérdate de tu liberación. Acuérdate de Belén y de Jerusalén y del Calvario. Acuérdate, en los fondos de tu propia historia personal, de tu esclavitud a las pasiones, vicios y pecado. Esclavitud personal y cautividad universal de la que nos redimió la acción salvífica que nos hace uno en Cristo. Era es nuestra raíz, nuestra historia, nuestra unidad. La memoria nos une, mientras que el olvido nos dispersa y nos condena a ser grupos separados y facciones opuestas. Una persona sin memoria ya no es persona. Un pueblo sin historia no es pueblo.
Dame, Señor, la gracia de la memoria. Hazme recordar lo que he sido y lo que he llegado a ser por tu gracia. Haz que tenga siempre ante los ojos la pobreza de mi condición y el esplendor de tu redención. Tú rompiste mis cadenas, tú subyugaste mis pasiones, tú curaste mis heridas, tú restauraste mi confianza. Tú me diste una nueva vida, Señor, y esa nueva vida se expresa en la nueva identidad que tengo como miembro de tu pueblo escogido. También yo he salido de Egipto, y no he salido solo, sino en compañía de una alegre multitud que festejaba la misma liberación, porque todos habían estado bajo el mismo yugo.
Para llegar a ser yo mismo he de sentirme miembro de tu pueblo. Acepto el mandamiento que me obliga a recordar mi pasado, y pido gracia para cumplirlo y establecer así las esperanzas del futuro sobre la firmeza del pasado. Soy uno con tu pueblo, uno en la liberación, uno en la esperanza, y uno en el final de la gloria por siempre.
Tú eres mi Señor, mi Dios, que me has sacado de Egipto.
Somos los que se van
Lo que más me llega de Borges son sus eternamente sorprendentes sonetos. Este es uno de ellos.
‘No habrá una sola cosa que no sea
una nube. Lo son las catedrales
de vasta piedra y bíblicos cristales
que el tiempo allanará. Lo es la Odisea
que cambia como el mar. Algo hay distinto
cada vez que la abrimos. El reflejo
de tu rostro ya es otro en el espejo
y el día es un dudoso laberinto.
Somos los que se van. La numerosa
nube que se deshace en el poniente
somos nosotros. Incesantemente
la rosa se convierte en otra rosa.
Eres nube, eres mar, eres olvido.
Eres también todo lo que no has sido.’
Todo es nube. Porque todo cambia. Y en cambiar está su encanto, su proceso, su vida. Hasta las catedrales ‘de bíblicos cristales’ cambian en su inmovilidad de siglos según el reflejo filtrado de sus vidrieras multicolores. Cambia la Odisea cada vez que la leemos, porque en el entremedio han cambiado nuestro ojos y nuestra mente; cambia el mar, cambia el espejo, cambia el día. Y en el cambiar está la vida que es novedad y crecimiento y sorpresa. Cambiar es vivir.
Coinciden los poetas. Pessoa nos ha dicho: ‘Vivir es ser otro.’ Borges nos confirma: ‘La rosa se convierte en otra rosa.’ Y añade: ‘Incesantemente.’ En ese convertirse perdurable está la fuente de nuestra energía. Abrir pétalos, emitir fragancias, estrenar colores. Con valor y con decisión, porque cada día ‘es un dudoso laberinto’. En ese nuevo florecer cada día está la fuerza, el encanto, el palpitar eterno de la vida. Sentirlo es vivir.
‘Somos los que se van.’ No en el sentido lúgubre del cortejo fúnebre, sino en el coraje repetido de la despedida permanente, ya que hemos de despedirnos de cada instante si hemos de capturar el siguiente. En ese saber ‘irse’ está en saber caminar por los senderos de la vida de plenitud en plenitud. Saber despedirse es la condición dolorosa de poder volverse a encontrar. Y cada encuentro es un nuevo nacer, porque el rostro también ha cambiado como lo testifica el espejo en su fiel testimonio. Todo está en el soneto. Todo está en la nube. La vemos a diario sin llegar a captar la profundidad del mensaje que nos hace llegar con sus formas flotantes. La belleza de la nube está en que siempre está cambiando. La belleza es difícil. No es fácil ser nube.
Antes de despedirse, el soneto nos advierte que con cambiar no perdemos nada. ‘Eres también todo lo que no has sido.’ Nada queda olvidado en la biografía ingrávida de la nube. Basta con vivir la sencillez del día. ‘Eres nube, eres mar, eres olvido.’ Soy todo lo que he sido y seré. A condición de dejarme ser siempre lo que soy. Como la nube. Que así se llama el soneto: ‘Nubes.’ Celeste inspiración.
Concierto
Me invitaron a un concierto. Una orquesta y coros rusos interpretaban Cármina Burana de Orff y la 5ª sinfonía de Tchaikowsky. Siempre me ha gustado la música clásica y acepté agradecido. Cármina Burana me divierte siempre, no solo por el atractivo de su música sino por el latín de su texto. Son auténticas coplas de monjes del siglo XII en las que celebran la vida con una soltura y alegría que choca un poco con la severa tradición monástica que nos imaginamos. Se encontraron en la biblioteca de la abadía del monasterio benedictino de Beuern (de ahí su nombre latino de Burana) en el siglo XIX, y la música se la puso Carl Off en el siglo XX. Habla el abad del monasterio y dice que a él le busquen en la taberna, porque le gusta beber con los que beben. Y con el vino se desentiende de preocupaciones más monásticas.
‘Abbas sum Cucaniensis;
consilium meum cum bibulis.
In taberna cuando sumus
non curamus quid sit humus.’
Soy el abad de Cockaigne,
mi consejo es de borrachos.
Con ellos en la taberna
no me preocupa a mí el barro.
Lo del barro o el humus es alusión a lo de ‘polvo eres y en polvo te convertirás’ de la Biblia y la cuaresma. Cada cosa a su tiempo. La cuaresma a su tiempo y la taberna al suyo. Además allí rezan por el papa:
‘Tam pro papa quam pro rege
bibunt omnes sine lege.’
Brindan por el papa y por el rey, con lo cual equilibran la bebida, aunque confiesa que beben sin medida. Sine lege. Sin ley. Para que rime con ‘rey’. Rege con lege.
Por el papa y por el rey
Beben todos aun sin ley.
‘Bibit hera, bibit herus,
bibit miles, bibit clerus.’
Bebe tanto la señora (hera) como el señor (herus), tanto el soldado (miles) como el clero (clerus). El abad rima siempre muy bien sus versos en pareados, herus con clerus, y se ve que se divierte al hacerlo. Juegan también a los dados en la taberna, y algunos monjes tienen que dejar sus hábitos allí mismo en pago de sus deudas de juego y salir medio desnudos del sitio.
‘Sed in ludo qui morantur,
ex his quidam denudantur.
Quidam ibi vestiuntur,
quidam saccis induuntur.’
De los que al juego se entregan
algunos salen desnudos.
Unos con vestidos nuevos,
y otros con sacos inmundos.
Les darían otros hábitos en el monasterio, ya que todo estaba previsto para los que ‘salen desnudos a la hora de las Vísperas.’
Luego había que obedecer a ‘los mandatos de Venus que siempre son suaves’:
‘Quidquid Venus imperat
labor est suavis.’
Y no cito otros versos más explícitos. Bueno, que se lo pasaban bien los monjes, y tienen el humor de decirlo en verso. Por lo visto la Edad Media no era tan lúgubre como nos la presentan, y los monjes hacían algo más que copiar manuscritos de obras clásicas para la posteridad. Y la gente lo sabía. La música de Carl Off es también alegre y pegadiza. La primera vez que oí Cármina Burana en un concierto salí de allí tarareando los coros, cosa que no me ha pasado con frecuencia.
‘O Fortuna
velut luna!’
La fortuna es como la luna, siempre de creciente a menguante y de menguante a creciente. Así era la vida de los monjes. Y los coros rusos con sus solistas y toda la orquesta prometían una ejecución exacta y alegre. El director también era de renombre por su energía y dominio.
En cuanto a Tchaikowsky, su 5ª sinfonía no es mi favorita, pero los rusos siempre se lucen con su compositor favorito, así es que el programa era muy atractivo. Pero nos esperaba una sorpresa al llegar al Auditorio Nacional de Música. Llegamos a tiempo y fuimos a entrar pero nos encontramos con que las puertas estaban cerradas y nos dijeron que teníamos que esperar un rato. ¿Por qué, si es ya hora? Porque la orquesta y los coros están ensayando. Un poco tarde para un ensayo, nos dijimos, pero al fin se abrieron las puertas, entramos y nos sentamos, se hizo el silencio de rigor y entonces se aclaró el misterio. Los altavoces nos anunciaron que había un cambio en el programa. Las partituras de la 5ª sinfonía de Tchaikowsky se habían extraviado…, y en su lugar se tocaría… ¡la 9ª sinfonía de Beethoven!
Todos prorrumpimos en aplausos. Está bien Tchaikowsky y está bien su 5ª sinfonía, pero ni comparación con Beethoven y con su novena. Y por el mismo precio. Aquello fue un regalo. Por eso la estaban ensayando a última hora. Por lo visto cualquier sala de conciertos tiene a mano la novena de Beethoven y cualquier orquesta y cualquier coro se la saben de memoria, y bastaba un ensayo a última hora para presentarla. Con solistas y todo. Concierto ideal. Carmina Burana para empezar, y la novena de Beethoven después del intermedio. Toda una fiesta. A veces viene bien que se extravíen las cosas.
‘O Fortuna
velut luna!
Statu variabilis.’
¡Oh Fortuna,
cual la luna!
La siempre variable.
La novena de Beethoven siempre me emociona. Hacía años no la había oído en concierto, aunque en CD me la pongo con frecuencia. Y de estudiante de piano tuve el atrevimiento de estudiarla a piano a cuatro manos, con lo cual la llevo en los dedos y en el alma. El primer movimiento con su introducción nebulosa, sus octavas descendentes y sus acordes definitivos; el adagio con su segundo tema en re mayor incluso superior a su primero en si bemol; el scherzo trascendentalmente juguetón; y el último movimiento con Schiller y el tema más simple y más fascinante de la historia de la música en cinco notas. Cuando las primeras notas del Himno a la Alegría comenzaron a sonar en pianísimo en los contrabajos se me humedecieron los ojos y lloré como un niño. Y va subiendo el tema de contrabajos a violoncelos, de violoncelos a violines, de cuerda a metal, de la orquesta al bajo, del bajo al coro, de pianísimo a fortísimo hasta llenar el alma y la mente y el espacio y el corazón. Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! Aquello era la gloria.
Escuché y me emocioné y lloré y aplaudí y grité ¡¡¡Bravo!!! cuando acabó el último acorde, y cuando al fin me levanté y salí tranquilo de la sala de conciertos, les dije a mis amigos que me habían invitado algo que yo recordaba muy bien pero que no se lo había dicho todavía: ‘Habéis contribuido sin saberlo a un gozo mío muy especial. Me habéis visto disfrutar con Beethoven. Hasta las lágrimas. Pero no sabéis que hoy se junta a esta celebración musical otra celebración mía muy personal que ha hecho muy especial este momento para mí. Hoy es el día del aniversario de mi ordenación sacerdotal. Hace 52 años en este día de 25 de marzo, la Anunciación del Señor, en la ciudad de Anand en la India fui ordenado yo sacerdote. Comprenderéis que me haya emocionado por el regalo inesperado. Vuestro regalo y el de la orquesta y los coros.’
O Fortuna
velut luna!
Statu variabilis.
Semper crescis
aut decrescis;
vita detestabilis.
La única nota discordante en todo este bellísimo concierto es que el abad benedictino de Cockaigne llame a su vida ‘detestable’ en el último verso. ‘Detestabilis.’ Claro que lo hace para que rime con lo de ‘variable’, ‘variabilis’, de la luna que siempre crece y decrece, y la rima era siempre importante para el buen abad. Pero podía haber encontrado una rima mejor. O una taberna mejor, quizá.
O Fortuna
velut luna!
Pregunta: Hola Carlos, como sabes, voy a hacer el camino de Santiago a finales de esta semana. La duda es, porque sé que a mi abuela le haría ilusión, ¿puedo pedir la compostela en su nombre? Quiero decir si se puede peregrinar ‘en nombre’ de otra persona que evidentemente no puede hacer 100 km a pie, y eso valdría como indulgencia plenaria para esa persona.
Bueno, es solo eso, ¡un beso!
Elena.
Respuesta: El peregrinar ‘en nombre de otro’ es una bellísima idea, Elena, y desde luego que vale todo lo que vale el Camino a pie. Lo que no sé es si en la oficina de peregrinos te darán el certificado a nombre de tu abuela, la ‘compostela’ oficial en latín. Yo creo que si se lo explicas allí con toda sencillez y cariño, te la debían dar. Puedes decirles que en las misas el que dice la misa es el cura, pero puede ‘ofrecer’ la misa por otro, y de hecho lo hace y nada menos que le cobra un ‘estipendio’ por eso. Nosotros en la India decíamos misa y la ofrecíamos por las intenciones de católicos en América, intenciones que otro cura allí recogía y nos las comunicaba de antemano, y él cobraba allí el ‘estipendio’ (que era un dólar) y nos lo enviaba a nosotros. Las llamábamos irrespetuosamente ‘misas de dólar’, y de eso vivían muchas parroquias en la India. Esto era un poco feo como ves, pero demuestra que se puede ‘ofrecer’ una obra y su mérito religioso por otra persona. Como las misas por los difuntos para que salgan almas del purgatorio. Se dicen aquí, y tienen efecto allá. Con todo esto puedes convencerles. Y diles que tu abuela con sus 88 años no va a ir a Saint-Jean-Pied-de-Port para empezar a caminar desde allí hasta Santiago con vieira y bastón y mochila y sombrero. Luego se lo explicas a tu abuela que habrá pagado por muchas misas por sus intenciones y sus difuntos, y ahora tiene el mérito de la peregrinación gratis. Cuando digo ‘mérito’ digo la indulgencia plenaria y todo lo que incluye. Y además eso no te quita a ti tu mérito de a pie.
Acabo de leer ‘I’m Off Then’ que es un libro sobre el Camino de Santiago recorrido por Hape Kerkeling, la estrella más popular de la televisión alemana, que ha vendido en poco tiempo más de tres millones de ejemplares y es muy divertido. Si quieres te lo dejo. Y fíjate: ¡el libro lo dedica el autor en la primera página a su abuela! Se ve que los genios pensáis lo mismo. Yo lo he leído en inglés, pero está también traducido al castellano, así es que lo puede leer tu abuela. O, mejor todavía, escribes tú un libro sobre tu camino y se lo dedicas a ella. Yo te puedo escribir el prólogo. Yo también fui a Santiago y pedí la compostela. Me preguntaron si había ido a pie. Contesté que en avión que es mucho más caro. Y me dieron el certificado. Ya tengo todos mis pecados perdonados. Pero este año, que es jubileo, pienso volver otra vez para otra indulgencia. Por si acaso. El subtítulo del libro del muchacho es también significativo: Losing and finding myself on the Camino de Santiago. Que te pierdas y te vuelvas a encontrar. Ya me contarás. Besos, Carlos.
From: Elena
Muchas gracias, muy bonito Carlos.
[La compostela fue extendida a nombre de Elena con el añadido ‘vicarie pro’ (en latín: ‘cedida a’) y el nombre de su abuela. Todo estaba previsto en Santiago. Y todos contentos.]
Salmo 81 – Juez de jueces
La justicia en el mundo ya no es justicia, Señor. Los caminos de los hombres se han torcido, y aquellos que habían de tomar tu puesto para resolver disputas y traer la paz se han corrompido y han cedido a la corriente de egoísmo que les hace buscar ganancias sórdidas traicionando a la justicia a la que juran servir. Los tribunales de justicia se han hecho a veces guaridas de opresión. Los pobres buscan alivio en la justicia, y sus penas aumentan en vez de resolverse. Falta la honradez en aquellos que más deberían tenerla.
‘¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta
poniéndoos de parte del culpable?
Proteged al desvalido y al huérfano,
haced justicia el humilde y al necesitado,
defended al pobre y al indigente,
sacándolos de las manos del culpable.
Pero sois ignorantes e insensatos,
camináis a oscuras,
Mientras vacilan los cimientos del orbe.’
En nombre de los oprimidos, Señor, pido justicia. Da sabiduría y valor a tus jueces para que reconozcan la inocencia, denuncien la culpa y pronuncien sentencia sin temor ni favor. Haz que vuelvan a inspirarle confianza a tu pueblo y enciendan un rayo de esperanza en una sociedad que ha perdido el sentido de la equidad. Que vuelva a reinar la justicia sobre la tierra Señor, como señal y prenda de tu divina justicia en los cielos.
Y para ello, Señor, que mi vida sea justa en mis pensamientos y en mis actos. Que se avive mi conciencia cada vez que leo en los periódicos o veo en la televisión que los poderosos abusan de sus poderes, los políticos pervierten su política, los ricos explotan a los pobres, la justicia deja de serlo, y los gobernantes no gobiernan. Que todos cumplan con su responsabilidad en sus cargos, y yo con la mía para sentir en mi alma la injusticia que daña al mundo y contribuir en mi humildad a crear conciencia en la sociedad para salvar al mundo.
“Levántate, oh Dios, y juzga la tierra,
porque tú eres el dueño de todos los pueblos.”
Pensar con el cuerpo
‘Piensa con todo tu cuerpo.’
(Taisen Deshimaru)
Solo el escuchar el desafío de esa frase me hace bien, aunque no sepa bien lo que significa. No sé qué es pensar con el cuerpo, pues no lo he hecho nunca; pero la expresión atrevida desata en mi mente una serie de pensamientos, instintos, deseos, intuiciones que me hacen soñar una realidad más viva de la que he vivido hasta ahora, una plenitud mayor en mi actividad humana, una totalidad esperada en mi responsabilidad como persona. Algo me atrae en la proposición insólita. Piensa con el cuerpo. Haz que todo tu ser participe en el pensar. Yo, intelectual empedernido, adorador de la mente y siervo del cerebro, vislumbro una ventana de liberación en el reto oriental de pensar con el cuerpo. ¿Qué querrán decir?
Veo que me escudo en la defensa de la pregunta para evitar las incomodidades de la novedad. Sí que sé, al menos de alguna manera, qué es pensar con el cuerpo; pero me da pereza abrir el camino que llevará a cambios, ya que los cambios siempre sacuden. Pero adivino el sentido de la invitación a pensar con el cuerpo. La plenitud del pensar está en el sentir, y el sentir se manifiesta en los sentidos, y los sentidos son el cuerpo. En circunstancias fuertes de intenso pensar se me acelera el pulso, se me hace consciente la respiración, me asoma el sudor, siento como si se tensase mi piel. Allí está todo mi cuerpo participando con responsabilidad plena en el proceso vital del pensamiento. Y si eso lo siento en momentos extremos, lo mismo, adivino, sucede calladamente en el diario pensar. Todo el organismo participa en lo que a todo el organismo interesa. La mente también siente y el cuerpo entero piensa. Somos de una pieza.
Que no nos dividan en compartimentos estancos. Que no aíslen a nuestras facultades. Que no violen la unidad del ser. Están bien divisiones y etiquetas para trabajos de laboratorio. Pero la vida es una y en su unidad se revela su fuerza.
Mi cuerpo sabe cuándo quiere andar y cuándo pararse, cuándo quiere comer y cuándo esperar, sabe cuándo puede fiarse de una persona y cuándo ha de mantenerse a distancia; sabe cuándo se alegra de verme emprender una aventura ideológica y cuando se entristece al verme perder el tiempo; sabe cuándo me encuentro a gusto en la comunicación de mi vida con amigos que la comparten y cuándo me marchito en la lenta soledad que él vive en abrazo conmigo. Hay un instinto que reside en todos mis miembros, como el instinto de migración en las alas de las aves, que me guía, me anima, me levanta, me hace volar. Si aprendo a sentir, descifrar y seguir ese instinto, mi vida atravesará espacios con facilidad de gaviota.
Esta es mi tarea. Aprender a fiarme del cuerpo, a escucharlo, a entenderlo. Afinar el instinto que presiento hasta convertirlo en naturalidad certera. Conseguir la unidad de mi ser al pensar y al andar, al soñar y al comer. Hacer todo lo que hago con todo lo que soy. Pensar con todo mi cuerpo. Vivir con todo mi ser. Solo con decirlo se me alegra la piel. Empezó en buen momento la tarea feliz.
Canonizaciones vistas desde arriba
Hace falta todo el humor británico para contar lo que he leído en el semanario católico de Londres, The Tablet, con ocasión de la beatificación del cardenal Newman que oficiará el papa el próximo septiembre en Birmingham durante su visita oficial a Inglaterra. El género literario del reportaje parece algo así como ‘cielo ficción’ ya que no es precisamente ‘ciencia ficción’.
El buen cardenal converso era muy tímido, reservado, humilde, y sencillo, no le caían bien honores y ceremonias ni siquiera el cardenalato, pero resulta que ahora en el cielo se entera de que quieren canonizarle. Le entra curiosidad, y les pregunta sobre ello a santos canonizados que abundan por el cielo. Ellos le explican que hace falta un milagro certificado para que le beatifiquen, y otro para que le canonicen. Que antes hacían falta tres milagros cada vez pero que el papa Juan Pablo II rebajó el número a uno en cada caso, lo cual facilitó el proceso y así él pudo canonizar a muchos por muchos sitios. Por eso, le explicaron, ahora mismo por ahí abajo en la tierra, y más en Inglaterra donde se le conocía más, habría gente que estuviera pidiendo tales milagros para su beatificación, y cuando uno resultara, le beatificarían. Y a su tiempo le canonizarían. Lo importante era que el milagro tuviera lugar por intercesión suya. Si no, no valía. A Newman le entra curiosidad. Se pone a mirar, ve una monja que está rezando una oración en su nombre para curarse de algo, siente compasión por la monja, comienza a halagarle también la idea de subir a los altares, y corre a ver a san Pedro y le dice: ‘Mira, Pedro, por aquí hay muchos santos canonizados y ahora resulta que yo puedo ser también uno de ellos, y no es que yo ambicione nada, que aquí estamos por encima de todo eso, pero siempre quedaría bien ¿no te parece? Y le vendría muy bien a la Iglesia católica en Inglaterra. Un santo inglés, y para colmo convertido del protestantismo. No se puede pedir más. Pues mira, allá abajo he visto una monja que está haciendo una novena en mi honor y pide todos los días curarse de no sé qué. Bueno, sea lo que sea pero parece ser algo grave, lo suficiente para el milagro. Y lo pide en mi nombre. La cuestión es que a ti no te cuesta nada ir al Espíritu Santo y pedirle que cure a esa monja, ¡y me beatifican! ¿Qué te parece?’ Pedro va a ver al Espíritu Santo, propone el asunto, y el Espíritu Santo le contesta: ‘No me había fijado en la monja, pero si quieres…’. Se levanta y murmura: ‘Vamos a alargar la letanía.’
Esa cita va con perdón del nuevo beato. Y le recuerdo que en los ejercicios de oratoria sacra (que es como antes se llamaba al predicar sermones cuando nos lo tomábamos en serio) y que algunos consistían en aprenderse de memoria textos de algún buen predicador y declamarlos con gesto y voz apropiados, yo me aprendía textos suyos en su exquisito inglés y los declamaba lo mejor que sabía. Eso sí que me ayudó. Y desde luego que eso le gustaría a él.
En el mismo artículo de The Tablet se menciona que hay nada menos que cinco papas recientes en proceso de canonización: Pío IX, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, y Juan Pablo II, y dice en frase muy inglesa: The papacy begins to take on the appearance of a mutual admiration society. (El papado se está pareciendo a una sociedad de elogios mutuos.) Casi casi yo canonizo a mi antecesor para que mi sucesor me canonice a mí. Y añade con otro toque de ironía británica: ¿Qué ha hecho el pobre León XIII, y Benedicto XV y Pío XI para que no los canonicen? Son los únicos papas recientes omitidos. ¿No están también ellos en el cielo? – Todo eso pueden decir en The Tablet. El mismo corresponsal añade: ‘Si la Iglesia no se corrige no es porque no se lo digan’.
Sigue textualmente el artículo: ‘La idea de que Dios demostrara que un santo está realmente en el cielo curando repentinamente una enfermedad fatal de alguien porque se lo ha pedido el mencionado santo –a quien la víctima o sus allegados se lo han pedido a su vez– me parece a mí tan simplista, tan ingenua, tan presuntuosa, tan mecánica y tan manipuladora, que no le hace ningún honor a la religión católica y sí que confirma los peores prejuicios de sus enemigos. ¿Es ese de veras el Dios en que creemos? ¿No hay millones de gente que rezan cada día por la salud de un ser querido, y unos se curan y otros no? ¿No resulta que la misma idea de milagros de canonización, curas milagrosas como parte de un ejercicio de relaciones públicas, es una burla para todos esos millones de creyentes que no piden por una canonización en sus oraciones? En el caso de John Henry Newman, por ejemplo, ¿no podría convertir esto su inminente beatificación en algo realmente embarazoso? Por lo que de él sabemos, podemos deducir con seguridad que Newman no tenía (¿o deberíamos decir ‘tiene’?) ningún deseo de ser presentado como un santo. Bastante dudó ya con aceptar el cardenalato. ¿Cómo es que ahora se dispone a colaborar con este proceso desde su lugar en el cielo? En Roma decían hace unos años que la razón por la que su proceso de canonización no iba más rápido era que la gran mayoría de los católicos ingleses no pedían con suficiente insistencia el milagro necesario. Si hay algo de verdad en eso, yo sospecho que es porque la gran mayoría de los católicos ingleses comparten mi escepticismo. Probablemente piensan que unir su nombre a esa actitud es degradarlo. Resulta contraproducente. Newman se merecía algo mejor.
(Clifford Longley, The Tablet 9.1.2010)
– ‘Me llamo Santiago aunque no soy de allí, y me gustó la peregrinación de Elena. ¿Puede usted poner algo del libro ese que cita del alemán?
– Sí. El libro es de Hape Kerkeling, estrella cómica de la televisión alemana, y voy a citarte algunos pasajes de él. Uno de ellos a mí me hizo llorar. Y otro, reír. Espero los identifiques. Y te pongas serio al final.
Desde la cumbre de la colina hay una vista majestuosa de Nájera, antigua residencia de los reyes de Navarra. Al mirar hacia abajo por todo el valle no puedo menos de pensar: ¡Qué no daría yo por poder ahora hablar de esta experiencia con un buen amigo en mi propia lengua! Sigo adelante, y al poco rato, antes de llegar a Nájera veo un tablero gigante de cinco metros por cinco enfrente en el camino. Me quedo de una pieza al leerlo. Es un poema – ¡en alemán! Solo en alemán. El poeta anónimo describe sus sentimientos durante la peregrinación. Esto es más o menos, lo que dice:
‘¿Por qué ando yo con polvo en la boca,
con barro en mis pies,
con el azote de la lluvia y el reflejo del sol sobre mi piel?
¿Por las bellas ciudades?
¿Por las iglesias?
¿Por la gastronomía?
¿Por el vino?
No. ¡Porque he sido llamado!’
Al leer el poema, agotado y cubierto de polvo de arriba abajo, no tengo más remedio que asentir a cada palabra. Todas son verdad en su misterio.
(p. 59)
Larissa me convida a una cerveza, y empezamos a hablar. Su rostro se nubla al decirme que esta es su segunda vez en el Camino de Santiago. En 1999 anduvo por el Camino con su hija Michelle. Michelle tenía entonces 31 años, y sufría de cáncer de mama. Madre e hija eran muy devotas, y estaban decididas a hacer todo el Camino. Como Michelle no podía llevar mochila, compraron en el sur de Francia un borrico que se llamaba Pierrot, y siguieron adelante dos semanas hacia Santiago lo mejor que pudieron, hasta que Michelle no pudo soportar el dolor de su tumor y dejaron el viaje. Larissa y su hija volvieron a su casa en Holanda, donde Michelle murió catorce días después. Este año, Larissa comenzó el Camino en el mismo punto al sur de Francia en el que Michelle se paró en 1999. Larissa está decidida a llegar hasta el final para honrar la memoria de su hija. [Y yo vuelvo a llorar al copiar este párrafo.]
(p. 82)
Tina tiene un maravillosa historia de peregrinos que contar. Pronto en el Camino se encontró con que no podía encontrar detergente para lavar la ropa en un pueblo pequeño. Como no sabe español, se puso a explicarle a la dependienta con toda clase de gestos y señas lo que quería. La dependienta asintió y le dio al fin un paquete de algo, que Tina compró y se llevó al hostal de peregrinos. Cuando luego abrió el paquete en el lavabo, se encontró con que era una mezcla líquida para preparar un dulce de vainilla. Con lo cual ¡lavó toda su ropa en el dulce de vainilla! ‘La ropa no quedó muy limpia’, explicó Tina, ‘¡pero olía estupendamente!’ [Y aquí he vuelto a reír.]
(p. 117)
Cada año se dan miles de pasaportes de peregrinos, pero solo el quince por ciento llegan a sellarse en Santiago.
(p. 157)
No puedo contar ni grabar mi experiencia de ayer. Es inexpresable. Recomiendo encarecidamente caminar diez kilómetros sin hablar y sin pensar en nada. Larissa me había dicho antes en Grañón algo que yo consideré más bien sin sentido entonces: ‘A todos les llega un momento en que rompen a llorar en algún sitio en el camino. Sencillamente te quedas de pie y lloras. ¡Ya lo verás!’
Ayer fue cuando eso me pasó a mí. Yo estaba parado en mitad de un viñedo, y sencillamente empecé a llorar sin más. No sé por qué.
¿Cansancio? ¿Alegría? ¿El viñedo? ¿Todo junto? Y luego, para más lío, rompí a reír.
¡Y entonces sucedió! Allí tuve mi encuentro personal con Dios. Lo que sucedió ha de quedar entre Él y yo. El vínculo creado entre Él y yo es misterio en sí mismo.
Para encontrar a Dios tienes que invitarle primero; Él no viene si no se le invita –que es un elemento de los buenos modales de la divinidad. Nos toca a nosotros. Él establece una relación individual con cada uno. Solo una persona que ama de verdad es capaz de mantener esta relación.
Ayer fue como si un gran gong hubiera sonado en mi cabeza. Y el sonido sigue vibrando. Más tarde o más temprano el Camino nos sacude hasta lo más profundo. Ya sé que el sonido desaparecerá gradualmente, pero si afino el oído oiré las vibraciones por mucho tiempo todavía.
A todo propósito mi búsqueda ha llegado a su fin aquí, porque he encontrado la respuesta a mi pregunta. A partir de aquí, este viaje será solamente un viaje de placer.
(p. 225)
Mi peregrinación puede ser interpretada como una parábola de mi paso por la vida.
Salmo 82 – ¡No estés callado, Señor!
‘¡Señor, no estés callado,
en silencio e inmóvil, Dios mío.’
Tú eres un Dios activo, Señor. Te he visto actuar desde la energía omnipotente de la creación, cuidando a diario a tu pueblo y haciéndote presente en la tierra con el soplo del Espíritu, en la iniciativa de tu gracia y el poder de tu brazo. Tú fuiste nube y comuna de fuego, tú fuiste viento y tempestad, tú abriste mares y derrumbaste muros, tú mandase ejércitos y ganaste batallas, tú ungiste a reyes y gobernaste naciones, tú inspiraste la virtud e hiciste posible el martirio. Tú eras el mayor poder del mundo, Señor, y los hombres y mujeres lo sabían y lo reconocían con reverente temor.
En cambio ahora, por el contrario, estás callado. El mundo va por su lado, y tu presencia no se hace sentir. La gente hace lo que quiere, y las naciones se gobiernan como si tú no existieras. No se cuenta contigo. Y tú estás callado. No se ven por ningún lado nubes de luz ni columnas de fuego. No se oyen las trompetas de Jericó ni se sienten los vientos de Pentecostés. No se te hace caso, no cuentas para nada; la gente, sencillamente, te ignora. ¿Es que nos has abandonado, Señor?
Y cuando pienso en mi propia vida, me encuentro con la misma situación. Hubo un tiempo en que yo sentía tu presencia y notaba tu poder. Tú me hablabas, me inspirabas, me guiabas. Era el entusiasmo de mi juventud y el fervor de mis años mozos, y en aquellos días tú eras tan real para mí como mi amigo más íntimo, y tomabas parte en mis planes y decisiones, en mis alegrías y penas, con un realismo que era al mismo tiempo fe y experiencia. Eran días de felicidad y de gloria. En cambio, ahora hace mucho ya que estás callado. No oigo tu voz. No siento tu presencia. Estás ausente de mi vida, y yo sigo, sí, haciendo lo que siempre hacía y creyendo lo que siempre he creído; pero como por costumbre, por rutina, sin convicción y sin entusiasmo. Cuando hablo de tu poder, hablo del pasado; y cuando exalto tu gracia, hablo de memoria. Te has borrado de mi experiencia, te has callado en mi vida.
Vuelve a hablar, Señor. Vuelve a ser alguien real y tangible para mí y para todos los que aman tus caminos. Ocupa el lugar que te pertenece en el mundo que has creado y en mi corazón, que sigue consagrado a ti. Haz callar a los que hablan de tu ausencia y de tu muerte. Rompe el silencio, y que se entere el mundo de que estás aquí y estás al frente de todo lo que existe.
‘Que reconozcan que tú solo, Señor,
eres excelso sobre toda la tierra.’
Orar con el cuerpo
‘Meditar no es pensar
que no hay que pensar.
Meditar es sentir el silencio
del cuerpo entero.’
(Chamalú)
Antes nos dijeron que pensáramos con el cuerpo. Ahora nos dicen que sintamos el silencio del cuerpo. Y que eso es precisamente meditar. Quizá tengan razón. Quizá meditar sea el silencio del alma y para ello ayude el silencio del cuerpo. Quizá el alma y el cuerpo sean una unidad íntima y compenetrada, y la paz orgánica de células y neuronas engendre la serenidad de la mente que se encuentra a sí misma en el abrazo místico de la unidad del ser. Y quizá eso sea meditar.
El silencio del cuerpo. Lo he probado en medio de un autobús público, entre los apretujones de la gente, las sacudidas de los baches, las conversaciones baladíes, el estruendo del tráfico. Le pedí a mi cuerpo que se irguiera en silencio en medio del barullo circundante. Y se hizo un oasis temporal en el ruido externo. El ruido seguía, pero sus vibraciones pasaban por mi cuerpo sin afectarlo. No había tensión en mis músculos, crispación en mis nervios, rechazo en mi piel. No había violencia en mis manos ni impaciencia en mis pies. Me respiraba todo el cuerpo a una, y la respiración creaba una zona de tranquilidad alrededor mío, como defendiendo su independencia ante los tirones del entorno. Era verdad. El cuerpo puede estar en paz, aunque todo lo que gira a su alrededor está agitado. Y la paz del cuerpo se convierte entonces en imagen y soporte de la paz del alma que habita en él.
El silencio de la naturaleza nos embarga con emoción intensamente religiosa. La cumbre de una montaña, la majestad de una nube inmóvil, el misterio de una noche estrellada. Todo habla porque todo calla. Y si la naturaleza sabe callar, también nosotros podemos ensayar ese silencio en nuestro cuerpo que aprende de la naturaleza a callar en sí mismo para transmitir el mensaje que habla sin sonidos. Eso es meditar.
Llevamos con nosotros el mejor instrumento de meditación. La orquesta del silencio, el cuerpo inocente de pensamientos y palabras, la sencillez del ser. Sentirlo todo ello íntimamente, calladamente, religiosamente, es la meditación práctica que calma la impaciencia y unifica la existencia. Es el ‘recogimiento’ más interior y más fecundo, el contacto sentido con nosotros mismos, el reconocimiento vivo de la presencia de Dios en el cuerpo que lleva la huella de sus manos.
Sentir el silencio del cuerpo es hacerlo templo y adorar en él la majestad de Dios. Por eso es oración.
El perro misionero
Hace falta todo el humor británico para contar lo que he leído en el semanario católico de Londres, The Tablet, con ocasión de la beatificación del cardenal Newman que oficiará el papa el próximo septiembre en Birmingham durante su visita oficial a Inglaterra. El género literario del reportaje parece algo así como ‘cielo ficción’ ya que no es precisamente ‘ciencia ficción’.
El buen cardenal converso era muy tímido, reservado, humilde, y sencillo, no le caían bien honores y ceremonias ni siquiera el cardenalato, pero resulta que ahora en el cielo se entera de que quieren canonizarle. Le entra curiosidad, y les pregunta sobre ello a santos canonizados que abundan por el cielo. Ellos le explican que hace falta un milagro certificado para que le beatifiquen, y otro para que le canonicen. Que antes hacían falta tres milagros cada vez pero que el papa Juan Pablo II rebajó el número a uno en cada caso, lo cual facilitó el proceso y así él pudo canonizar a muchos por muchos sitios. Por eso, le explicaron, ahora mismo por ahí abajo en la tierra, y más en Inglaterra donde se le conocía más, habría gente que estuviera pidiendo tales milagros para su beatificación, y cuando uno resultara, le beatificarían. Y a su tiempo le canonizarían. Lo importante era que el milagro tuviera lugar por intercesión suya. Si no, no valía. A Newman le entra curiosidad. Se pone a mirar, ve una monja que está rezando una oración en su nombre para curarse de algo, siente compasión por la monja, comienza a halagarle también la idea de subir a los altares, y corre a ver a san Pedro y le dice: ‘Mira, Pedro, por aquí hay muchos santos canonizados y ahora resulta que yo puedo ser también uno de ellos, y no es que yo ambicione nada, que aquí estamos por encima de todo eso, pero siempre quedaría bien ¿no te parece? Y le vendría muy bien a la Iglesia católica en Inglaterra. Un santo inglés, y para colmo convertido del protestantismo. No se puede pedir más. Pues mira, allá abajo he visto una monja que está haciendo una novena en mi honor y pide todos los días curarse de no sé qué. Bueno, sea lo que sea pero parece ser algo grave, lo suficiente para el milagro. Y lo pide en mi nombre. La cuestión es que a ti no te cuesta nada ir al Espíritu Santo y pedirle que cure a esa monja, ¡y me beatifican! ¿Qué te parece?’ Pedro va a ver al Espíritu Santo, propone el asunto, y el Espíritu Santo le contesta: ‘No me había fijado en la monja, pero si quieres…’. Se levanta y murmura: ‘Vamos a alargar la letanía.’
Esa cita va con perdón del nuevo beato. Y le recuerdo que en los ejercicios de oratoria sacra (que es como antes se llamaba al predicar sermones cuando nos lo tomábamos en serio) y que algunos consistían en aprenderse de memoria textos de algún buen predicador y declamarlos con gesto y voz apropiados, yo me aprendía textos suyos en su exquisito inglés y los declamaba lo mejor que sabía. Eso sí que me ayudó. Y desde luego que eso le gustaría a él.
En el mismo artículo de The Tablet se menciona que hay nada menos que cinco papas recientes en proceso de canonización: Pío IX, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, y Juan Pablo II, y dice en frase muy inglesa: The papacy begins to take on the appearance of a mutual admiration society. (El papado se está pareciendo a una sociedad de elogios mutuos.) Casi casi yo canonizo a mi antecesor para que mi sucesor me canonice a mí. Y añade con otro toque de ironía británica: ¿Qué ha hecho el pobre León XIII, y Benedicto XV y Pío XI para que no los canonicen? Son los únicos papas recientes omitidos. ¿No están también ellos en el cielo? – Todo eso pueden decir en The Tablet. El mismo corresponsal añade: ‘Si la Iglesia no se corrige no es porque no se lo digan’.
Sigue textualmente el artículo: ‘La idea de que Dios demostrara que un santo está realmente en el cielo curando repentinamente una enfermedad fatal de alguien porque se lo ha pedido el mencionado santo –a quien la víctima o sus allegados se lo han pedido a su vez– me parece a mí tan simplista, tan ingenua, tan presuntuosa, tan mecánica y tan manipuladora, que no le hace ningún honor a la religión católica y sí que confirma los peores prejuicios de sus enemigos. ¿Es ese de veras el Dios en que creemos? ¿No hay millones de gente que rezan cada día por la salud de un ser querido, y unos se curan y otros no? ¿No resulta que la misma idea de milagros de canonización, curas milagrosas como parte de un ejercicio de relaciones públicas, es una burla para todos esos millones de creyentes que no piden por una canonización en sus oraciones? En el caso de John Henry Newman, por ejemplo, ¿no podría convertir esto su inminente beatificación en algo realmente embarazoso? Por lo que de él sabemos, podemos deducir con seguridad que Newman no tenía (¿o deberíamos decir ‘tiene’?) ningún deseo de ser presentado como un santo. Bastante dudó ya con aceptar el cardenalato. ¿Cómo es que ahora se dispone a colaborar con este proceso desde su lugar en el cielo? En Roma decían hace unos años que la razón por la que su proceso de canonización no iba más rápido era que la gran mayoría de los católicos ingleses no pedían con suficiente insistencia el milagro necesario. Si hay algo de verdad en eso, yo sospecho que es porque la gran mayoría de los católicos ingleses comparten mi escepticismo. Probablemente piensan que unir su nombre a esa actitud es degradarlo. Resulta contraproducente. Newman se merecía algo mejor.
(Clifford Longley, The Tablet 9.1.2010)
Gracias por el dibujo que me has enviado, Emilio. He disfrutado con él. Todo el rebaño enorme de ovejas apretadas que caminan todas juntas, pegadas una a otra, sin ver lo que tienen delante, y todas ellas van cayendo por el precipicio hacia el que se dirigen y al que va llegando todo el rebaño sin saberlo. Y en medio de todas, la ovejita distinta que se ha vuelto hacia atrás, empieza a andar alejándose del precipicio y diciendo muy educada, ‘Excuse me, please.’ Me veo a mí mismo en la ovejita, pues en muchas cosas voy en dirección contraria diciendo educadamente ‘Excuse me, please.’
Salmo 83 – Amor al Templo de Dios
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!’
Al pronunciar esas palabras mágicas, Señor, pienso en cantidad de cosas a la vez, y varias imágenes surgen de repente en feliz confusión del fondo de mi memoria. Me imagino el templo de Jerusalén, me imagino las grandes catedrales que he visitado y las pequeñas capillas en que he rezado. Pienso en el templo que es mi corazón, en las visiones del Apocalipsis y en cuadros clásicos de la gloria del cielo. Todo aquello que puede llamarse tu casa, tu morada, tu templo. Todo eso lo amo y lo deseo como el paraíso de mis sueños y el foco de mis anhelos.
‘¡Dichosos los que viven en tu casa!’
Ya sé que tu casa es el mundo entero, que llenas los espacios y estás presente en todos los corazones. Pero también aprecio el símbolo, la imagen, el sacramento de tu santo templo, donde siento casi físicamente tu presencia, donde puedo visitarte, adorarte, arrodillarme ante ti en la intimidad sagrada de tu propia casa.
‘¡Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa!’
Me veo a mí mismo en el silencio de mi mente, en la libertad de mi fantasía, en la realidad de mis peregrinaciones, en la devoción de mis visitas, arrodillado ante tu altar que es tu presencia, tu trono, tu casa. Disfruto estando allí en presencia física cuando puedo, y en imaginación siempre que lo deseo. Un puesto para mí en tu casa, un rincón en tu templo.
‘Hasta el gorrión ha encontrado una casa,
y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor de los Ejércitos,
rey mío y Dios mío.’
Estar allí, sentirme a gusto junto a ti, verme rodeado de memorias que hablan de ti, dejarme entrar por el olor de incienso, cantar himnos religiosos que conozco desde pequeño, contemplar la majestad de tu liturgia, inclinarme al unísono con tu pueblo ante la secreta certeza de tu presencia…; todo eso es alegría en mi alma y fuerza en mis miembros para vivir con plenitud de fe, esté donde esté, con la imagen de tu templo siempre ante mis ojos.
Me encuentro a gusto en tu casa, Señor. ¿Te encontrarás tú a gusto en la mía? Ven a visitarme. Hazme sentir tu presencia con tu calor, tu palabra, tu sacramento. Que nuestras visitas sean recíprocas, que nuestro contacto sea renovado y nuestra intimidad crezca alimentada por encuentros mutuos en tu casa y en la mía. Que mi corazón también se haga templo tuyo con el brillo de tu presencia y la permanencia de tu recuerdo. Y que tu templo se haga mi casa con la frecuencia de mis visitas y la intensidad de mis deseos en las ausencias.
‘Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.’
‘¡Señor de los Ejércitos, dichoso el hombre que confía en ti!’
El viaje a Entepfuhl
‘Las tortugas pueden decirnos más
acerca de los caminos
que las liebres.’
(Khalil Gibrán)
Porque van más despacio. Porque caminan cercanas al suelo. Porque sus ojillos curiosos oscilan al avanzar escudriñando el paisaje en detalle a ambos lados, y su memoria proverbial archiva bajo el caparazón fiel en cámara de seguridad los recuerdos ordenados de todo lo que vio. La liebre ni se enteró del camino. Aún está jadeando del esfuerzo. Solo sabe que llegó. Quizá ni siquiera sabe a dónde llegó. De poco nos va a servir preguntarle sobre los caminos de la vida. No los ha visto.
Lo importante no es llegar, es caminar. Disfrutar del camino. Saber en cada momento dónde estoy y estar allí en plenitud. En eso está el gozo, la espontaneidad, la vida. Llegar a una meta sólo sirve para tener que volver a ocuparse en decidir cuál va a ser la próxima meta. Preocupación entre dos esfuerzos. Y esfuerzo entre dos preocupaciones. Eso no es vivir.
La alegría está en el caminar diario, paso a paso, paisaje a paisaje, sendero a sendero. Cada árbol es un encuentro y cada recodo una sorpresa. Cada paso es una experiencia irrepetible en su huella única, su avance firme, su contacto de un instante con el polvo de la tierra. Es el caminar lo que cuenta. Llegar es sólo el resultado del caminar.
Pessoa lleva a su última consecuencia un dicho de Carlyle y desacredita en consecuencia el empeño de conquistar metas: ‘Cualquier carretera’, ha dicho Carlyle, ‘hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin de mundo.’ Y sigue Pessoa: ‘Pero la carretera de Entepfuhl, si se la sigue toda, hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que el Entepfuhl, donde ya estábamos, es ese mismo fin del mundo que íbamos a buscar.’
Yo no saco la consecuencia de que hay que quedarse en Entepfuhl (aunque solo ese nombre tan exótico me hace sentir ganas de ir a conocerlo); sino que hay que librarse del anhelo de llegar al fin del mundo; y hay que recorrer los caminos que nos toque recorrer con pies alegres y mirada abierta, sabiendo que cada piedra del camino es el fin del mundo, como es también el principio. Cada ciudad es Entepfuhl.
La primera lectura
Voy sentado en el metro. A mi lado un niño de unos diez años con su papá. El papá le pregunta: ‘¿Qué es lo que más quieres hacer en tu vida?’ El niño contesta: ‘Meter el gol que le dé la victoria al equipo de España en el mundial de fútbol.’
Noble empeño. Cuando a mí me preguntaban a los diez años qué es lo mejor que quería para mi vida, yo había aprendido a contestar: ‘Ser mártir de Cristo.’ Y cantaba con ardor el himno de los jóvenes:
‘Llevar almas de joven a Cristo,
inyectar en los pechos la fe,
ser apóstol y mártir de sangre
con el alma anhelante juré.’
Noble empeño también. Y tan distante de la realidad como el mundial de fútbol. Pero algo más útil. Cristo entraba en el programa, y eso era lo importante. Martirio o no, su amor importaba. Hablábamos mucho en aquellos tiempos de la necesidad de tener un ideal en la vida, una meta, una estrella que marcara nuestro camino, guiara nuestros pasos, mantuviera la ilusión y nos diera fuerza para lograrla. Y el ideal era Cristo, su amistad y su amor. No era corriente entonces la lectura personal de la Biblia ni poseer cada uno un ejemplar de los evangelios, pero ese fue el consejo que se nos dio de jóvenes como un paso innovador, avanzado, y atrevido en los nuevos tiempos.
Entonces la misa era en latín y en voz baja, con lo que uno no se enteraba mucho de la Biblia en directo aunque sí conocíamos los pasajes más citados en sermones y lecturas, las parábolas y el sermón de la montaña y la pasión y las apariciones. Pero no una lectura personal y directa. Eso era una novedad. Así fue como me compré mi primera copia de los evangelios y los leí de corrido con avidez. Los diálogos de Jesús con sus apóstoles en la última cena seguidos de lo que llamamos su oración sacerdotal al Padre los leí por primera vez de corrido en la capilla ante el sagrario, y nunca olvidaré la impresión que me produjeron. Sentía calor hasta físicamente en el cuerpo, el latir del corazón, el tacto del libro sagrado en mis manos, la emoción de estar en contacto con algo único, divino, definitivo, sobrenatural. Aquello era el cielo. Me quedó una nostalgia de aquel momento que supe identificar más tarde cuando leí ‘El Libro del Desasosiego’ de Fernando Pessoa. Allí cuenta la impresión que le causó la lectura por primera vez del célebre sermón del jesuita portugués Antonio Vieira que comienza, ‘La Sabiduría se edificó un templo, erigió siete columnas…’. Yo conocía ese famoso sermón y pude seguir en paralelo las emociones del poeta portugués. Pessoa dice al final: ‘Me quedó para siempre la nostalgia que ya no podría volver a leer por primera vez aquella gran seguridad sinfónica.’ Claro que nada se puede volver a leer ‘por primera vez’. La primera vez solo es una por definición. Y queda esa pena. Volveré a leer mil veces las palabras de Jesús en la última cena, las meditaré, las estudiaré, las citaré, hablaré sobre ellas, me las aprenderé de memoria…, pero nunca podré volver a leerlas por primera vez. La virginidad del momento. La sorpresa de la iniciativa. La exclusividad de la experiencia. La inocencia de la primera edad. La bendición del primer amor. Esa es la primera lectura de los evangelios. Marca para siempre. El ideal del amor de Cristo en la juventud merecía la pena.
En África
Isidre Esteve participó en el Dakar de motos en 2007, sufrió un accidente y quedó tetrapléjico. Aquí cuenta una anécdota en África y cómo después de su accidente le dieron de alta en el hospital.
‘Conocí a Fátima en Zouérat. Tenía cinco años, los ojos negros como su suerte, la piel morena moteada por pequeñas gotas de alquitrán, y el pelo rizado. Llegó hasta mí con los pies descalzos y un vestido deshilachado que un día fue azul. Casi no se le oía pedir un regalo al extranjero. Cadeau, cadeau!, gritaba en francés, y las palabras se le escapaban de la boca en un murmullo. Busqué y rebusqué en los bolsillos, pero sólo tenía arena. A mi lado, tirándome del pantalón, Fátima seguía implorando algo, una pequeña ayuda.
De repente, como en una aparición, me di cuenta de que tenía un sobre de azúcar en el bolsillo derecho; lo cogí y se lo ofrecí. La niña comenzó a reír y salió corriendo hacia una casa en la que una sábana servía de puerta, esquivando las cabras que comían la basura del lugar, entre arena y más arena salpicada de piedrecitas de hierro. Me sentí el hombre más desdichadamente afortunado de la Tierra.
La llamé y ella no quiso volverse. Pensé que la había ofendido ese miserable regalo, un triste sobre de azúcar de los que nos daba la organización del Dakar en el desayuno. Al cabo de unos cinco minutos alguien me tocó la pierna agarrándome el pantalón. Me di la vuelta y ahí estaba Fátima, junto a su madre, su abuela, dos de sus hermanos y una tía suya. Venían a darme las gracias.
El 30 de marzo me operaron por primera vez y el 11 de abril me habían colocado el electro-estimulador. Tenía que permanecer en el hospital, donde seguía una dieta específica, un control diario, y todos los cuidados necesarios, hasta el 16 de agosto. Pero no aguantaba más. Aún faltaba más de un mes para salir del hospital, pero yo ya no podía seguir allí. Se lo comenté a las enfermeras y me dijeron que fuera a ver a la responsable de rehabilitación de lesiones medulares. “Tengo la sensación de que no puedo seguir en el hospital, de que debo irme a casa”, le expliqué. Y ella respondió con una sonrisa: “Felicidades. Te puedes ir. Lo que hacía falta era que tú notaras eso, que tuvieras esa sensación, porque es el primer paso para superar todo lo que te ha ocurrido. Debías tener la seguridad de que no es estrictamente necesario que permanezcas en el hospital.” Ese mismo día fui a ver a la jefa de planta. “Me voy”, le dije con seguridad. “¿Cuándo, mañana? ¿Dentro de una semana?”, me preguntó. “No, no, ahora mismo.” Una hora después estaba fuera con Lidia, comiendo un helado de camino a casa. No podía creerlo, pero era verdad.
Esa niña preciosa que es mi hija, que a veces me mira y con sus ojos pregunta algo que nunca formula: “¿Por qué no puedes andar, papá?” Ella logra que yo viva.
(Isidre Esteve, La Suerte de mi Destino, Ediciones Now, Badalona 2008, p. 85, 99, 109)
Me has hecho una pregunta muy clara y directa, José Ignacio, y un poco atrevida: ¿Cómo sabemos que Dios ha escuchado nuestras oraciones? Y mi respuesta es lo mismo de clara y directa y atrevida: No lo sabemos nunca. Ya sé que eso te sorprenderá y probablemente te escandalizará. Pero es la sencilla verdad. Si le pedimos algo a Dios y sucede, nunca sabremos si es que de todos modos habría sucedido aunque no se lo hubiéramos pedido. En cambio si no sucede, sí que sabemos que Dios no nos ha escuchado. De modo que la paradoja es que solo sabemos el resultado de nuestras oraciones cuando no se cumplen, y nunca cuando se cumplen. A no ser que me hables de un milagro patente que demuestre que Dios ha intervenido cuando se lo pedimos. Pero milagros patentes no los hay en nuestra experiencia. Ya sé que me dirás que cuando Dios no nos concede lo que le pedimos es porque no nos convenía, y en su lugar nos concederá algo mejor. Está bien, pero eso no es la respuesta a tu pregunta. ¿Cómo sabemos que Dios ha escuchado nuestras oraciones? No lo sabemos. Nunca sabemos si lo que nos sucede es como respuesta a una oración. Para mí esto es evidente. Pero nunca se dice tan claro. Yo, por suerte o por desgracia, soy muy claro.
Un santo musulmán le pedía a Dios que le concediera una gracia particular, y repetía la oración día tras día. Todos en el pueblo le conocían y lo sabían y le decían que dejase de pedir. Un día tras muchos, mientras estaba en medio de su oración de petición de la gracia de siempre, un Ángel del Señor se le apareció y le dijo: “Vengo de parte de Dios a decirte que ha decidido no darte lo que le pides.” El hombre fue corriendo al pueblo, convocó a todos en la plaza y les dijo tenía una buena noticia que darles. Cuando todos callaron para escuchar la revelación les dijo: “Dios me ha enviado un ángel a decirme ha decidido no concederme la gracia que yo le pedía.” – ¿Y cómo pareces estar tan alegre?” – “¡Acuse de recibo, caray! ¡Acuse de recibo!”
Salmo 84 – Justicia y paz
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
Dios anuncia la paz a su pueblo
y a sus amigos y a los que se convierten de corazón.’
La paz, Señor, es tu bendición sobre la faz de la tierra y sobre el corazón del hombre. El hombre en paz consigo mismo, con sus semejantes, con la creación entera y contigo, su Dueño y Señor. Paz que es serenidad en la mente y salud en el cuerpo, unión en la familia y prosperidad en la sociedad. Paz que une, que reconcilia, que sana y da vigor. Paz que es el saludo de hombre a hombre en todas las lenguas del mundo, el lema de sus organizaciones y el grito de sus manifestaciones. Paz que es fácil invocar y difícil lograr. Paz que, a pesar del anuncio de los ángeles en la primera Navidad, nunca acaba de llegar a la tierra, nunca acaba de asentarse en mi corazón.
‘La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan.’
La justicia es la condición de la paz. Justicia que da a cada uno lo suyo en disputas humanas, y justicia que justifica los fallos del hombre ante el perdón amoroso de Dios. Si quiero tener paz en mi alma, he de aprender a ser justo con todos aquellos con quienes vivo y con todos aquellos de quienes hablo; y si quiero trabajar por la paz en el mundo, he de esforzarme por que reine la justicia social en las estructuras de la sociedad y en las relaciones entre clase y clase, entre individuo e individuo. Sólo la verdadera justicia puede establecer una paz permanente en este afligido mundo.
La palabra bíblica para describir a un hombre bueno es ‘justo’. La justicia es el cumplimiento de mi deber para con Dios, con los hombres, y conmigo mismo. La delicadeza de reconocer a todos los hombres como hermanos para concederles sus derechos con generosidad alegre. He de imponer la justicia aun a mis palabras, que tienden a ser injustas y despectivas cuando hablo de los demás, y a mis pensamientos, que condenan con demasiada facilidad la conducta de los demás en los tribunales secretos de mi mente. Sólo entonces brotará la justicia en mis obras y en mi trato con todos, y yo seré ‘justo’ como deseo serlo.
Si afirmo la justicia en mi propia vida, tendré derecho a proclamarla para los demás en el terreno público, donde se fraguan injusticias y se trama la opresión. Igualdad y justicia en todo y para todos. Tomar conciencia del duro abismo que separa a las clases y a los pueblos, con la determinación, tanto emotiva como práctica, de promover la causa de la justicia para que sobreviva la humanidad.
La justicia traerá la paz. Paz en mi alma para calmar mis emociones, mis sentimientos, mis penas y mis alegrías en la ecuanimidad de la perspectiva espiritual de todas las cosas; y paz en el mundo para hacer realidad el divino don que Dios mismo trajo cuando vino a vivir entre nosotros. La justicia y la paz son la bendición que acompaña al Señor dondequiera que vaya.
‘El Señor nos dará lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará delante de él,
y la paz sobre la huella de sus pasos.’
Lagos, estrellas, y electrones
‘El pez asomó la cabeza en medio del lago,
y se enteraron al instante las orillas.’
El antiguo refrán esconde una enseñanza moral. La responsabilidad de mis acciones. Todo lo que hago, aun en el secreto íntimo de mis pensamientos, tiene repercusiones lejanas. Se asoma una idea a mi mente…, y se estremecen los horizontes de mis amistades. Todo lo que pienso, lo que digo, lo que hago tiene alcance público, social, cósmico en la unidad de la naturaleza y en las vibraciones que nos hermanan con todos los seres humanos y con el mundo en que vivimos. A todos les afecta mi vida; como a mí me afecta la vida de todos. Nadie es una isla.
Quizá las orillas del lago no han visto al pez. Quizá se trata del lago Titicaca en las alturas de los Andes, o del lago Victoria en las espesuras de África, donde la extensión azul de las aguas aleja las orillas del horizonte visual de las olas. Pero sin ver, se siente. El agua es obediente al movimiento, y el menor contacto en la superficie lleva crestas cargadas de noticias hasta el borde lejano. Sensibilidad instantánea de la naturaleza virgen. Imagen y estímulo a nuestra conciencia individual para que aprenda a sentirse solidaria con todas las conciencias, y a medir el alcance insospechado de una acción mínima ante la expectativa callada pero alerta de la sociedad entera.
Todos me han visto asomar la cabeza. Todos lo saben. Todos se enteran. No digo que el miedo a que lo sepan me obligue a mantener la cabeza bajo el agua; pero sí digo que si decido sacarla, lo haga sabiendo que todos han de saberlo y que mi postura puede influenciar la suya hacia un lado o hacia otro. Nada queda oculto, y el saberlo ha de ayudarme a mí a ser más limpio en mis intenciones, más claro en mis pensamientos, más transparente en mis acciones. Todo lo que yo hago puede ayudar o estorbar a alguien. Esa consideración es para que me anime a hacer mejor lo que hago. ‘Nadie se salva solo’, se ha dicho siempre y ha sido verdad siempre. Vamos todos de la mano y es bueno que caigamos en la cuenta. Las orillas del lago lo saben todo sobre los peces.
Fernando Pessoa expresó la misma verdad con la profundidad gráfica de su lenguaje inigualable:
‘Al moverme me asaltan las querellas
de no dejar intactas las estrellas.’
Las remotas estrellas vibran en su lejanía cósmica cuando yo me muevo sobre la tierra. Ellas también lo saben todo y reaccionan a todo lo que sucede en el universo del que son parte. Quizá eso explique por qué las estrellas centellean en las alturas al vigilar nuestros andares. Responsabilidad cósmica, metáfora otra vez y recuerdo poético de nuestra responsabilidad social. Ni las estrellas quedan intactas cuando yo me muevo. Y yo agradezco con alegría el aviso espacial. Quiero portarme mejor desde ahora, quiero ser más auténticamente lo que estoy llamado a ser, en beneficio de los lagos y las estrellas. Cada vez que mire al cielo me acordaré de ello.
Y la ciencia se une a la poesía. Eddington dijo:
‘Cuando un electrón vibra,
el universo tiembla.’
Todo está conectado. Todo afecta a todo. El electrón al estremecerse contagia a su vecino, y este al suyo hasta los confines del universo. Hasta mis pensamientos secretos, que son vibración privada en neuronas ocultas, se comunican de alguna manera al entorno y lo afectan a fondo con su gozo o con su tristeza. Soy responsable de lo que pienso porque mi pensar crea también sus círculos de ondas que agitan la superficie del lago, y llegan hasta la orilla. El universo tiembla. Que los temblores que en mí se originan no sean temblores de destrucción y angustia, sino vibraciones de amistad y unidad hacia todos los seres que conmigo existen.
Mi vida es más profunda desde hoy, porque sé que es de todos.
‘Tengo quince años y no quiero morir.’
[Christine Arnothy cuenta incidentes de los días que pasó escondida en un sótano en Budapest ocupado por los alemanes antes de que lo liberaran los rusos. Escribe en su diario:]
No tenemos comida ni agua, y alguien tiene que arriesgarse a salir a las calles donde los alemanes disparan a todo a quien ven, para poder conseguir algo e ir sobreviviendo día a día. Nuestro héroe es Pista, un joven alegre y atrevido que se arriesga todos los días y siempre se las arregla para traer algo que repartir entre todos.
Eva y Gabriel son una joven pareja que ha venido a refugiarse con nosotros porque sus casas se han derrumbado y han perdido a sus familias. Les hacemos sitio en un rincón, pero un vecino mayor objeta que no pueden dormir juntos porque todavía no se han casado. ¿Qué otra cosa pueden hacer en estas circunstancias? Una mañana le pedimos a Pista que vaya a un convento, que está más o menos a media hora de distancia de aquí, en busca de un sacerdote para que celebre la santa misa. Pista ha adquirido el halo de un ser invulnerable que, como si fuera el portador de un talismán, puede desviar con un movimiento de la mano las minas y los obuses que llueven a su alrededor.
Nuestro deseo se cumplió mucho antes de lo que esperábamos. Apenas habían pasado dos días cuando el muchacho nos anunció que a la mañana siguiente se celebraría misa en nuestro sótano. (Se hacía verdaderamente extraño oír esas palabras: ‘mañana’, ‘tarde’, noche’, pues en la oscuridad perpetua del sótano, nuestros ojos, enrojecidos y lacrimosos a causa de la débil luz amarillenta de las velas de sebo, no podían medir las horas ni los días. El único punto fijo del horario era el bombardeo nocturno que terminaba su tarea de destrucción alrededor de las cuatro de la mañana, y desde entonces reinaba un relativo silencio hasta más o menos las seis.)
Ha llegado el gran día. Todo el mundo está de pie desde las tres y media. Ha nevado durante la noche y podemos asearnos un poco con la nieve del patio. En la bodega central se ha cubierto una mesa con la última sábana limpia que hemos podido encontrar. Reparamos en un acontecimiento notable: el señor Radnai, el ateo, se ha afeitado y se ha puesto corbata, de un color difícil de determinar, al cuello de su camisa. La viuda del banquero se arregla minuciosamente los rizos del pelo, e Ilus le pone una camisa limpia a su bebé. El día anterior Pista había encontrado velas en un almacén. Trajo seis, tan gruesas como un brazo, y resultan un tesoro inestimable.
Pocos minutos después de las cuatro, llega un sacerdote anciano. Trae consigo los vasos sagrados y el vino de la misa en un frasco. Un rincón del sótano ha sido trasformado en confesionario. Hemos puesto una silla para el confesor y una manta en el suelo para los penitentes. Luego nos alineamos uno tras otro, y las confesiones comienzan. Con la cabeza baja, evitando las miradas, el señor Radnai, el ateo, también hace cola. El portero y su mujer están ahí, vestidos como si fueran a asistir a la misa mayor de su aldea. Eva no suelta la mano de Gabriel; se han apartado un poco. El procurador general tiene cuarenta grados de fiebre, delira y va a recibir la extremaunción. Esteban enciende las velas sobre el altar improvisado y el sótano se ilumina con una luz dorada. Sombras con la cabeza inclinada cruzan delante de mí para ir a arrodillarse ante el confesor. Pista alisa los últimos pliegues del mantel y luego se pone en la fila.
Cuando llega mi turno, siento que el corazón me late fuertemente.’No quiero morir, padre’, le digo casi llorando. ‘Solo tengo quince años y un miedo horrible a la muerte. Quiero vivir todavía.’ No sé lo que me dice. Me levanto y no veo nada. A través del velo tibio de mis lágrimas, el resplandor de los cirios va reflejando los colores del arco iris. Voces temblorosas entonaban suavemente cánticos y un sentimiento de alegría pura me trasportaba al éxtasis. Solo más tarde volví a la realidad y vi que Eva y Gabriel estaban arrodillados ante el altar. El sacerdote celebraba su boda. Fue una escena inolvidable la de ese voto de fidelidad hasta la tumba, pronunciado allí, en el umbral de la eternidad y con la sombra permanente de la muerte.
El sacerdote se marchó a las siete de la mañana, en medio de un encarnizado bombardeo. Todo hacía pensar que ese día sería aún más terrible que los precedentes. La casa estaba ya muy deteriorada, y una parte del pasillo del tercer piso se precipitó sobre el patio. Todos querían obsequiar a los recién casados. El señor Radnai les ofreció una naranja. Había guardado esa fruta, ya seca, durante casi cinco semanas, y se había privado de ella para conservarla para tiempos más duros aún. El portero trajo un vaso de vino. Todos formábamos parte de aquella alegría.
Pista decide ir a robar un velo de novia para Eva. Cree recordar una tienda de ropa situada en los alrededores donde los vendían antes de la ocupación de la ciudad. En el escaparate, en vez de los sombreritos con plumas, ahora hay una bomba que no ha estallado, pero Pista está seguro de que podrá encontrar un velo de novia en su interior. Intentamos disuadirlo, pero él se ríe, y sus hermosos dientes blancos brillan a la luz de las velas. ‘Quiero que este sea un día inolvidable para Eva’, repite obstinadamente. Además traerá leche para el bebé y una medicina que necesita el procurador general. No se va solo, pues el doctor desea acompañarlo. El hambre ha llegado a tales proporciones en el sótano que la decisión de este último se acoge casi con alegría. Sabemos que es muy hábil despedazando pues es cirujano: afuera, seguramente encontrará algún cadáver de caballo y nos traerá los mejores trozos. La mujer del dueño del restaurante preparará una buena sopa y un plato de carne. Pista y el doctor salen.
‘Son las siete’, dice el señor Radnai, ‘y Pista todavía no ha vuelto.’ Nuestra inquietud aumenta. Ilus, sobre todo, está muy angustiada, pues si el joven no regresa, el bebé no tendrá nada que comer al día siguiente: la última lata de leche en polvo está vacía. Mi padre me aprieta el brazo ya que acabo de lanzar un grito de terror: una explosión muy próxima nos ha sobresaltado a todos. La puerta de nuestra bodega se abre como empujada por la fuerza de una bomba, pero es el portero quien entra. Está lívido y sus labios temblorosos apenas tienen fuerza para pronunciar estas palabras: ‘Vengan, acaban de traerlo…’. – ‘¿Pista?’ pregunto. Un presentimiento terrible se me atraviesa en la garganta. Corremos por el pasillo empujándonos. El doctor descarga de su hombro el cuerpo de Pista. Los dos están cubiertos de sangre, como si los hubieran empapado con pintura roja. ‘¿Ha perdido el conocimiento?’, le pregunta una voz ronca desde el fondo. ‘Completamente muerto’, replica el doctor tímidamente, casi como si se disculpara. ‘Habíamos ido lejos, y una mina le dio de lleno. El estallido me tiró contra la pared. Cuando el polvo y el humo se disiparon, vi que estaba muerto.’
Ilus se echa a llorar. ‘He aquí su bolso’, prosigue el doctor, ‘contiene lo que era para usted.’ Le tiende el bolso e Ilus lo toma con un ademán débil. Emplea minutos interminables en desatar el cordón pero nadie la ayuda, ya que estamos petrificados por el horror. Se inclina sobre su tarea, y está salpicada de sangre hasta los codos cuando por fin consigue abrir el paquete. Sus manos temblorosas sacan de él tres latas de leche condensada. Lanza una carcajada histérica: ‘¡Leche para el niño! ¡No va a morirse de hambre! ¡Dios mío, es leche para mi hijo! ¡Mi pobre hijito! Leche para mi bebé…’. Pasa un rato antes de que consiga calmarse. Luego saca del bolso la medicina del procurador general. Revuelve en el fondo del bolso y saca un hermoso velo blanco. ‘El velo de novia’, dice el señor Radnai con voz apagada, mientras en la esquina de la calle el cañón vuelve a tronar de nuevo. Eva se tapa la cara con las manos y sacude obstinadamente la cabeza: ‘No lo quiero, no me lo den.’
Entonces Ilus toma el velo, se acerca a lo que fue Pista, y lo cubre con el fino velo blanco. Su gesto es maternal y suave, como si cubriera a un niño dormido. ‘Gracias…’, murmura sin cesar, ‘gracias…’. El estrecho pasillo se ha trasformado en una capilla ardiente. Nos arrodillamos, y Eva recita una oración en voz alta. Lentamente el velo se va empapando en sangre, y afuera la metralla explota sin cesar.
Aquella noche los bombardeos se sucedieron sin parar. A mediodía habíamos bebido toda el agua que nos quedaba. Ahora ya no hay agua. Ni una gota. Solo había sangre, sangre por todas partes.
[Llega por fin el día en que pueden abandonar el sótano. Salen de Budapest e intentan pasar a Austria. Pero aún les esperan meses de angustia de los que ella dice:]
Me sentía engañada y traicionada todo el tiempo. Había abandonado el sótano llena de una ardiente expectación incumplida. Allí había muerto la niña en mí. Ahora debía de continuar viviendo como una persona mayor. Hubiera deseado que alguien se alegrara de mi existencia. Pero los hombres solo se ocupaban de ellos mismos, y el sol acariciaba mis brazos delgados y mi rostro pálido con tanta indiferencia como si yo hubiera sido un brote de hierba. Pasé el tiempo contemplando el lago y a la espera de un desconocido que me amara. Pero nada de eso había ocurrido. Solo las estaciones se sucedían. Cuando mis padres me anunciaron que íbamos por fin a cruzar la frontera, nació en mí un nuevo resplandor de esperanza. Quizá por fin iba a comenzar la vida.
(Christine Arnothy, Tengo quince años y no quiero morir, Barril & Barral, Barcelona, 2009, p. 45, 95)
La vez pasada, contestando a una pregunta sobre cómo sabemos si Dios oye nuestras oraciones de petición, respondí que no lo sabemos. Sólo lo sabemos cuando no las oye, es decir, cuando no las concede. Eso no disminuye la importancia de la oración de petición, y Jesús insistió en ella toda su vida en varias ocasiones hasta el final, como me habéis recordado algunos de vosotros y por eso contesto aquí. Yo veo esa importancia en el hecho de que la oración de petición nos lleva a reconocer nuestras limitaciones, a acordarnos de Dios, a renovar nuestra dependencia de él, a avivar la fe y a propiciar la acción de gracias. Y todo eso es muy valioso, aparte de si lo pedido se nos concede o no. Pero como contabilidad de qué pedimos y qué recibimos no creo yo que le agrade a Dios. No llevéis cuentas.
También sigo viendo por vuestras reacciones que algunos os tomasteis muy en serio lo de mi peregrinación a Santiago de Compostela el mes pasado para ganar la indulgencia plenaria del jubileo. Yo siempre doy por supuesto cierto sentido de humor en mis lectores. Por lo visto soy demasiado optimista. Seguiré siéndolo.
Salmo 85 – Enséñame tu camino
‘Enséñame, Señor, tu camino,
para que siga tu verdad.’
Hoy pido que me guíes, Señor. Me encuentro a veces tan confuso, tan perplejo, cuando tengo que decidirme y dejar al lado una opción para tomar otra, que he comprendido al fin que es mi falta de contacto contigo lo que me hace perder claridad y perderme cuando tengo que tomar decisiones en la vida. Pido la gracia de sentirme cerca de ti para ver con tu luz y fortalecerme con tu energía cuando llega el momento de tomar las decisiones que marcan mi paso por el mundo.
A veces son factores externos los que me confunden. Qué dirá la gente, qué pensarán, qué resultará…, y luego, todo ese conjunto de ambiente, atmósfera, prejuicios, modas, crítica y costumbres. No sé definirme, y me resulta imposible ver lo que realmente quiero, decirlo y hacerlo. Te ruego, Señor, que limpies el aire que me rodea para que yo pueda ver claro y andar derecho.
Y, más adentro, es la confusión interna que siento, los miedos, los apegos, la falta de libertad, la nube de egoísmo. Allí es donde necesito especialmente tu presencia y tu auxilio, Señor. Libérame de todos los complejos que me impiden ver claro y elegir lo que debería elegir. Dame equilibrio, dame sabiduría, dame paz. Calma mis pasiones y doma mis instintos, para que llegue a ser juez imparcial en mi propia causa y escoja el camino verdadero sin desviaciones.
Guíame en las decisiones importantes de mi vida y en las opciones pasajeras que componen el día y que, paso a paso, van marcando la dirección en la que se mueve mi vida. Entréname en las decisiones sencillas para que cobre confianza cuando lleguen las difíciles. Guía cada uno de mis pasos para que el caminar sea recto y me lleve en definitiva a donde tú quieres llevarme.
‘Enséñame, Señor, tu camino,
para que siga tu verdad.’
En la montaña sagrada
Oí a un turista preguntar en las alturas sagradas del Machu Picchu: ‘¿Puede uno encontrar aquí una Coca-Cola?’ Sí que puede. El mercado consumista ha llegado hasta donde ha llegado la arqueología religiosa y científica. También puede el turista arrojar la lata vacía entre las piedras adoquinadas en artesanía milenaria; y allí encontré una y la recogí con rubor para que no alterase con su descaro comercial la paz impregnada en las rocas exactas a través de siglos de la contemplación serena, la riqueza austera, la cercanía a la tierra y la consagración al sol de los hombres antiguos. Que la presencia inca se mantenga incorrupta en las cumbres eternas.
He bañado mi cabeza en la Fuente de la Princesa, marcada por las tres muescas que representan los tres mundos –inferior, medio, superior– por los que pasa la vida; he subido con el aliento enrarecido de los tres mil metros de altura los peldaños inacabables de la pirámide inciática en Ollantaytambo; he sentido la corriente viva del Urubamba y la transparencia inmóvil del Titicaca; he presenciado la llegada procesional del Inca en la fiesta del solsticio de invierno en el escenario majestuoso de Saksayhuamán ‘ombligo del mundo’, con el encender del fuego nuevo como rito de unión entre gente hermana: casi Sábado Santo anticipado en acentos quechuas con fe universal.
Me he sentido heredero de siglos y hermano de civilizaciones, he escuchado a testigos vivos de culturas ancestrales. He abrazado rocas talladas en paralelo astronómico al curso del sol y rezado en las cinco ‘ventanas de oración’ que amplifican cada vocal en vibraciones crecientes a través del cuerpo y el muro y la montaña y el valle entero hasta que todo es oración vivida, escuchada, sacudida y sentida en todos los rincones del alma y todas las células del cuerpo en comunión íntima con toda la naturaleza que reza porque existe.
Y fue allí, en la cumbre bendita del Machu Picchu que guarda celosamente sus secretos, cuando, al pasear en reverente silencio por la plaza central, escenario callado de fiestas y ritos, gozos y vida vibrantes en su inmovilidad intacta, vi ago que brillaba entre las losas simétricas del pavimento antiguo. Me incliné, lo observe, lo tomé con cuidado y lo acuné en la palma de mi mano. Era una silueta mínima de metal, reliquia perdida por algún turista distraído, y para mí regalo oportuno del Machu Picchu sonriente que respondía a mi visita con delicadeza inesperada. Tenía forma de paloma con las alas extendidas, a un tiempo Espíritu y Cruz, símbolo de lo mejor de mi vida en uno de sus momentos más bellos, con su gargantilla de plata. La besé y me la puse al cuello. Gracias, Monte Sagrado.
La bebida más popular del Perú tiene gusto exótico por sus componentes nativos, y sentido del humor en su nombre híbrido: ‘Inka Cola’. Se bebe con una sonrisa. El Inca sigue presente en los Andes.
Habla un obispo
John Pritchard, obispo anglicano de Oxford, ha escrito un libro sobre ‘La vida y la obra del sacerdote’, del que cito algunos párrafos. Se nos aplican a todos.
‘Lo único que ha de importarle al sacerdote son estas tres cosas: la gloria de Dios, el sufrimiento en el mundo, y la renovación de la Iglesia.’
‘Un hombre estaba gravemente enfermo en el hospital. Se decía no creyente. El párroco se le acercó, se sentó a su lado, le tomó la mano en las suyas, todo sin decir palabra. Después de un buen rato, el hombre dijo, “¿Sabe usted? Ustedes los curas pueden ser un buen consuelo a veces.” El sacerdote sonrió y no dijo nada. Por fin llegó el momento de marcharse. Retiró sus manos, y al hacerlo le dijo al enfermo, “Ahora acuérdese de que, aunque yo retire mi mano, Dios nunca le retira la suya.” Los ojos del paciente relampaguearon. ‘¡Lo ha estropeado usted todo!’ protestó. ‘¡Tenía usted que meter a Dios de por medio al final! Supongo que no lo podía resistir, ¿no es eso?”’
‘Una caricatura que tengo delante muestra a un hombre y a su gato que se ha ensuciado fuera del cajón que a ello tiene destinado, y su dueño le dice enfadado, “Que no se te ocurra nunca, nunca, pensar fuera de tu cajón.” Es una revista eclesiástica. Dice ‘pensar’ fuera de tu cajón. Y se entiende lo que quiere decir. No pensar fuera del cajón. Está bien para el gato, pero no para nosotros en nuestro tiempo. El pensamiento radical ha dejado de ser un lujo, y ningún sacerdote queda exento del reto de repensar el ministerio de la Iglesia.’
‘El ministerio parroquial está al límite. No hay dinero; no vienen los jóvenes; la edad de los asistentes aumenta, como aumenta la de los sacerdotes. Proyecta esta situación 20 años adelante, y poca gente quedará en los bancos –y en el altar. No necesitamos la lista de cambios sociales y espirituales que están haciendo que las placas tectónicas se desplacen con más ruido cada vez. Son conocidas, y probablemente irreversibles.’
‘Una cuestión crucial y preocupante es preguntarnos si nuestro culto lleva a los creyentes a un encuentro con la profunda y transformadora realidad de Dios. Un estudio reciente ha revelado que, aunque había muchas y diversas razones por las que los encuestados habían ido a la iglesia, solo un 5 por ciento decían haber experimentado de alguna manera la “divina presencia” en el domingo en que se les preguntó. Cuando la rutina se impone a la realidad, y la repetición reemplaza a la imaginación, el culto muere.’
‘La consecuencia de todos esos grandes cambios en la cultura y en la Iglesia es que los sacerdotes de hoy pueden considerarse como los ministros que le están administrando los últimos sacramentos a la Iglesia tal como ahora la conocemos. Eso causa pena, desde luego, pero Dios es mayor que nuestras estructuras, y cada expresión de la Iglesia tiene su estación. Le damos gracias a Dios por el don del pasado, y nos fiamos de él para el futuro. Claro que habrá cierta continuidad de formas en la Iglesia misma, y nuestros actuales principios del ministerio sacerdotal encontrarán su expresión en la nueva Iglesia emergente, cualquiera que sea su forma. Será el contexto de este ministerio el que será muy distinto, y por eso el sacerdote de hoy y de mañana tiene que pensar fuera del cajón de la Iglesia convencional.
‘La situación es aún más compleja, porque los sacerdotes de hoy tienen que vivir en dos mundos eclesiales al mismo tiempo. Es como si el barco hubiera de ser reparado en alta mar sin poder retirarse a dique seco y tomarse un descanso. Tenemos que ir pensando en el futuro de la Iglesia mientras el modelo anterior sobrevive todavía, y no podemos esperar más porque si alargamos nuestro pensar, la distancia con la realidad se hará demasiado grande.’
‘No hay nada que cause mayor tensión al clero que tener que vivir en dos realidades al mismo tiempo, imaginando de nuevo la Iglesia del mañana mientras sigue ejerciendo su ministerio en la Iglesia de hoy. Esto no es un mero entretenimiento teológico; es la realidad en que hemos de vivir, y es lo que nos anima a alegrarnos y a celebrar el amor de Dios, aun en medio de una gran incertidumbre.’
(John Pritchard, The Life and Work of a Priest, SPCK, London 2007, pp. x, 67, 130, 132)
No está mal para un obispo.
En la plaza de san Pedro
Me impresionó la foto de la plaza de san Pedro en la concelebración de la clausura del Año del Sacerdocio el día de Pentecostés. 15.000 sacerdotes vestidos de blanco en filas paralelas todas iguales. Estamos acostumbrados a vistas de multitudes llenando la plaza, pero esta era distinta. Toda blanca, simétrica, cuadriculada, igual. Se adivinaba el fervor y el carisma. Era una imagen magnífica. Me quedé un rato mirándola. Entonces, no sé cómo, se me ocurrieron dos ideas. Una fue lo que dijo Jesús en el Sermón del Monte:
‘Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.’
Nos encontramos ante la Eucaristía Espectáculo, y parece ser algo diferente.
La otra idea fue que me gustaría preguntar a cada uno de esos 15.000 sacerdotes si estaban de acuerdo con la doctrina de moral sexual de la Iglesia. El mismo papa que estaba allí presidiendo la Eucaristía, ratificó hace dos años, al cumplirse 40 años de su publicación, la encíclica de Pablo VI Humanae Vitae en la que se condena como pecado grave todo uso del sexo fuera del matrimonio y no abierto a la procreación. Pregunto: ‘Cuando la gente se confiesa contigo o te consulta en conciencia, ¿les dices que la masturbación, la píldora anticonceptiva, el preservativo, el sexo antes del matrimonio, el casarse después de divorciarse, la práctica homosexual son pecado grave?’
Es posible que las voces en los cánticos y en las respuestas de la Misa en la gran plaza sonaran al unísono, mientras que las respuestas en privado a consultas personales de moral sean variadas.
Me quedé mirando la foto.
Con frecuencia me consultáis temas de sexo, ya que la práctica no coincide con la doctrina, y os contesto en privado por lo delicado de la materia y el respeto a cada uno. Ahora un amigo jesuita me ha pasado un número de la revista semanal católica de Londres The Tablet, en la que Clifford Longley, (15 Marzo 2008, p. 7) escribe claramente lo que muchos pensamos, y yo aquí me limito a traducir fielmente lo que él dice. Él habla de Inglaterra, pero el problema es universal.
‘Recientes declaraciones del Vaticano acerca de una “crisis” en la práctica de la confesión son realistas y edificantes. Pero si es hora de renovar el Sacramento de la Reconciliación, la Iglesia ha de dejar de pensar que todo va bien con su doctrina de la moral sexual. Muchos sacerdotes con quienes he discutido el declive de la confesión en nuestros días resumen la causa de la crisis en dos palabras: ‘anticonceptivos’ y ‘divorcio’. Eso lo dicen aunque ellos personalmente acepten la doctrina de la Iglesia en esas áreas.
Tomemos tres datos observables.
1. El tamaño de la familia, tal y como se puede observar cada domingo en misa. Hace medio siglo era corriente ver a una familia católica típica en un banco, padre, madre, y cuatro hijos o más. Eso definía a los católicos frente a los protestantes. Ahora no hay tal diferencia. La familia católica ha bajado a los mismos niveles de la familia protestante, y sería ingenuo decir que eso es resultado del uso de los métodos “naturales” de abstinencia o ritmo por parte de los católicos. Se debe a los anticonceptivos.
2. La venta de anticonceptivos es popular y universal, y no se limita a los no católicos.
3. Observa el número de los que van a comulgar en la misa. Compara las filas para la comunión con las filas para la confesión. Son muchos menos los que se confiesan que los que comulgan.
Tomando estos tres datos en conjunto, no hace falta tener un título en sociología para saber qué está sucediendo. La gente se dice a sí misma que la anticoncepción no es un pecado sino una necesidad, y como tal no es obstáculo para comulgar. Pero no quieren someter esta conclusión a la prueba del confesionario para no arriesgarse a una negativa.
El tema de los anticonceptivos ha minado la confianza de los fieles en la disciplina de la Iglesia de manera sutil. Es probable que algunos de los que comulgan todas las semanas están en un matrimonio irregular. Se han divorciado y vuelto a casar sin pedir la anulación del primer matrimonio, pero no se resignan a aceptar el estado de semi-excomunión que eso implica. Si han consultado a un sacerdote, muchos les habrán dicho que ‘en el foro privado’ están subjetivamente sin pecado y por consiguiente no deben considerarse como excluidos de la comunión. Otros han llegado a la misma conclusión por sí mismos. En anticonceptivos y divorcio la norma parece ser, “no digas, no preguntes”. Los fieles no lo mencionan, y los sacerdotes no preguntan. Los sacerdotes están comenzando también a aplicar la misma norma a católicos homosexuales, por las mismas razones.
Esto es lo que está en el corazón de la vida sacramental de los fieles en Inglaterra y en la mayoría de los países occidentales. Mucho de lo que oímos de Roma sobre la necesidad de renovar el Sacramento de la Reconciliación tiene mucho sentido, pues se está perdiendo su práctica. Hay que reeducar a los sacerdotes y al pueblo en esta materia. Pero si no se ataca este contexto más amplio e importante del tema sexual, va a quedar muy dudoso el que concentrarse exclusivamente en el rito de la confesión como tal baste para revivirla.’
Hasta aquí la cita de The Tablet.
Salmo 86 – Sión, Madre de pueblos
“Se dirá de Sión:
uno por uno, todos han nacido en ella;
el Altísimo en persona la ha fundado.”
Se me ensanchan las fronteras del corazón, Señor, cuando rezo esa oración y sueño en ese momento. Seres de todas las razas que se juntan, porque todos vienen de ti y son uno en ti y van a ti. Ese es tu plan, y yo lo abrazo con fe abierta y deseo ferviente. Todas las razas son una. Todos los hombres se encuentran. Todos son hijos de la misma madre. Esa es la meta de unidad hacia la que caminamos. El sello de hermandad. El árbol de familia. El destino supremo de la raza humana.
“El Señor escribirá en el registro de los pueblos:
éste ha nacido allí.”
Todas las razas nacen en la Ciudad Santa. Todos los hombres y mujeres son compatriotas míos. Los miro a la cara y reconozco los rasgos de familia bajo la alegre variedad de perfiles y colores. Leo en cada rostro la respuesta de hermandad en el sentimiento que surge a un tiempo en mí y en la otra persona, impulsado por una misma sangre. Me siento hermano de cada hombre y cada mujer, y confío en que mi convicción me salga a los ojos y vibre en mis palabras para que proclame el mensaje de la unidad en alas de la fe.
No hay fronteras, no hay aduanas, no hay límites. Nadie es extranjero ante nadie. La naturaleza aborrece la burocracia. Lazos de familia trascienden códigos legales. La unidad es nuestro patrimonio. Nuestra sonrisa es nuestro pasaporte. Libertad para viajar, para reunirse, para encontrarse frente a frente con cualquier ser humano y sentirse uno con él. Y valor y fe para olvidar nuestras diferencias y reconocer nuestro destino común. Todos somos hijos de Sión.
Dame un corazón ecuménico, Señor. Enséñame a amar a todos los hombres y respetar a todos los pueblos.
“Contaré a Egipto y Babilonia entre mis fieles;
filisteos tirios y etíopes han nacido allí.”
Hazme sentirme a gusto en todas las culturas, seguir siempre aprendiendo y abrazar con comprensión y afecto todo cuanto has creado en cualquier parte del mundo. Llévame a descubrir tu presencia en el corazón de cada persona, y hazme aprender tu nombre en todas las lenguas del mundo. Robustece mis raíces y ahonda mis fuentes, con la seguridad de que al hacerlo así me estoy acercando a todos mis compañeros de existencia, porque nuestra fuente común está en ti.
“Y cantarán mientras danzan:
¡Todas mis fuentes están en ti!”
El reloj ecológico
‘Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. Súbitamente se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón. Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca. “Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima”, dijo. “¿Y anda bien?” le pregunté. “Atrasa un poco”, reconoció’.
(Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, p. 27)
Reloj valioso en la muñeca del niño andino. Riqueza de imaginación en pobreza de mercado. En aquel momento él fue el bienhechor que hacía un regalo generoso al turista acomodado. Él dio limosna de imaginación creativa al estudioso escritor con su cuaderno de notas y, a través de él, a todos nosotros que necesitamos el reloj caro para saber con seguridad en qué momento vivimos, y no sabemos apreciar el dibujo ingenuo en la muñeca infantil. Estaba orgulloso de su reloj. Se lo habían mandado desde Lima. Solo que se retrasaba un poquito. Si se agravara el defecto, siempre podía mandarlo a arreglar. Había más alegría en aquel reloj a tinta, que en el último modelo digital. Saber el valor de las cosas.
También había alegría en los dibujos improvisados sobre los lienzos vivos de manos extendidas. Aquellos niños en tierra de turistas de compasión barata, habían comenzado por pedir la limosna fácil de objetos y dinero. Pero la sensibilidad artística de aquel turista distinto les abrió la puerta de un tesoro mayor, y a él se lanzaron en grupo bullanguero y feliz. Aquí había un turista que no repartía dólares, pero regalaba cóndores y serpientes, fantasmas y dragones. Ocasión única de riqueza inesperada. Nunca se había presentado otra igual. Y olvidando la presa fácil de la mendicidad repetida, aquel día se abalanzaron todos los muchachos a recibir cada uno su animalito escogido en la palma de su mano. Munificencia real de gesto creativo. Adán recibiendo de Dios los animales. Amanecer de Génesis. Gloria sobre los Andes. Encuentro feliz del visitante cariñoso y los muchachos retozones. Imposible decir quién era el pobre y quién era el rico. Todos eran ricos en el intercambio abierto de lo mejor que tenía cada uno. La riqueza de las ruinas antiguas se hizo realidad por un momento en los descendientes auténticos de razas nobles amigas de todo y cercanas al sol. Y el fugaz episodio nos deja con una importante lección: el verdadero servicio tiene lugar cuando todos aprendemos de todos.
Naserudín
Riámonos un poco, que estamos de vacaciones.
El Mulá Naserudín comenzó a gritar por todas las calles del pueblo en que se encontraba: ‘¡No encuentro mi alfombra que llevaba siempre colgada al hombro! O la he perdido, o alguien se la ha llevado. Si no la encontráis y me la devolvéis enseguida, haré con vosotros lo que hice en el otro pueblo.’ La gente se asustó, todos buscaron por todas partes hasta que alguien la encontró en un rincón, perdida o abandonada por el ladrón, y se la devolvieron. Uno le preguntó, ‘¿Y qué es lo que hubieras hecho si no la hubiéramos encontrado?’. Contestó, ‘Lo mismo que hice en el otro pueblo. Dejaría este pueblo y me iría a buscarla en otro.’
—
Naserudín presumía de saber todas las palabras en todas las lenguas. Unos viajeros le preguntaron cómo se decía ‘sopa fría’ en árabe, y él, que no lo sabía, contestó, ‘Los árabes nunca toman la sopa fría.’
—
Naserudín perdía su burro con frecuencia, y mientras lo buscaba, siempre iba dando gracias a Dios. Le preguntaron que por qué hacía eso, y contestó: ‘Doy gracias a Dios, porque si yo hubiera estado montado en el burro cuando se perdió, me hubiera perdido yo mismo.’
—
Naserudín fue a una tienda de ropa hecha y se puso unos pantalones para probárselos. Luego se los quitó, los dejó sobre la mesa y se probó una chaqueta. Dijo,
‘Esta me está bien. Me la llevo. La cambio por los pantalones.’
‘¡Pero si no ha pagado usted por los pantalones!’
‘¿Y cómo quiere usted que pague por los pantalones si no me los he llevado?’
—
Naserudín iba corriendo a todo correr y cantando a toda voz por los campos, y le preguntaron por qué hacía eso. Contestó: ‘Me dicen que tengo buena voz y llega muy lejos, y como a mí me gusta verificar si es verdad todo lo que me dicen, voy corriendo para ver hasta dónde llega.’
—
Un día le robaron el burro a Naserudín, y cuando se lo dijo a sus amigos, estos empezaron a decirle: ‘Eres muy descuidado’, ‘Tú duermes tan profundamente que no oyes nada’, ‘Tú no echaste bien el cerrojo en la puerta del establo’, ‘Deberías tener el establo detrás de la casa, y no delante’, ‘Ya es la segunda vez que te pasa, y no aprendes’… Hasta que él se hartó y les dijo, ‘Ya veo, ya veo. Quien tiene la culpa del robo soy yo, no el ladrón.’
—
Naserudín sintió hambre y le pidió a su mujer un poco de queso.
‘El queso es muy sano’, le dijo, ‘me gusta mucho, y es muy barato’. ‘Pero no tenemos queso en casa’, contestó su mujer.
‘Me alegro’, dijo él. ‘El queso es muy nocivo, engorda, y causa indigestión.’
‘Pero ¿cómo cambias de opinión tan pronto?’
‘Porque han cambiando las circunstancias.’
—
Naserudín se despertó por un ruido de noche y vio que un ladrón entraba en su casa. Se levantó y se escondió en un armario. El ladrón subió y empezó a buscar algo que llevarse, pero no había nada de valor. Por fin vio el armario y pensó que allí estarían los objetos que valían algo. Abrió la puerta, y se encontró dentro a Naserudín. Pasado el susto le preguntó, ‘¿Pero estaba usted todo el rato escondido aquí?’ ‘Sí’, contestó el Mulá, ‘me daba tanta vergüenza pensar que no tenía nada de valor en mi casa que me escondí para que no me vieras.’
—
La mujer de Naserudín le despertó por la noche y le dijo, ‘Tengo que levantarme. Dame la vela que tienes allí a tu derecha.’ Naserudín se despertó molesto y le contestó, ‘¿Cómo quieres que te la dé si en la oscuridad no puedo ver cuál es mi derecha y cuál mi izquierda?’
—
La mujer de Naserudín le amenazó un día con dejarlo porque roncaba toda la noche. La mañana siguiente él le contestó: ‘No es verdad. La noche pasada me pasé toda la noche despierto para ver si roncaba, y te aseguro que no hubo ni un solo ronquido.’
—
Naserudín estaba en el cementerio llorando ante una tumba y decía, ‘¿Por qué te fuiste tan pronto? ¿Por qué me has causado tanto pesar? ¿Por qué has entristecido mi vida?’ Un amigo que pasaba por allí le oyó y le preguntó, ‘¿Por quién lloras? Es la tumba de tu hijo, ¿no?’. Naserudín dijo, ‘No, no. Es la tumba del primer marido de mi mujer que se murió y dejó a su mujer viuda que se casó conmigo.’
—
La mujer de Naserudín murió, y todo el pueblo fue a darle el pésame, y él no se mostraba muy entristecido. Poco después se le murió el burro, y el Mulá se mostró muy triste. A la gente le chocó eso y se lo dijeron. Él dio una explicación y dijo, ‘Cuando se murió mi mujer, muchos vinieron a darme el pésame, y me decían que no me preocupase, que ya encontraría otra mujer mejor; pero ahora nadie ha venido a darme el pésame por el burro ni a decirme que ya encontraré otro mejor. Por eso estoy triste.’
—
Naserudín perdió el burro una vez más, fue a la plaza del pueblo y gritó en presencia de todos, ‘He perdido mi burro, y a quien lo encuentre le recompensaré regalándoselo.’ Le dijeron ‘¿Pero qué sentido tiene pedir que busquen el burro si luego lo vas a regalar?’ Y el contestó, ¿Es que eso no merece la pena por la alegría que me dará encontrar a mi burro?’
—
Otra vez el burro, que es tan famoso como su dueño. Naserudín no tenía ningún dinero y decidió vender el burro. Su mujer protestó: ‘¿Estás loco? ¿No ves que lo necesitas? Ya no puedes andar ni llevar cargas, y no podrás hacer nada sin el burro.’ ‘No te preocupes’, explicó Naserudín, ‘voy a poner un precio tan alto que no me lo comprará nadie.’
—
Naserudín fue al lechero y pidió un litro de leche de vaca. El lechero notó la vasija que traía y le dijo que era demasiado pequeña y allí no cabía un litro de leche de vaca. Naserudín no se inmutó y le dijo, ‘No importa, ponme un litro de leche de cabra.’
No olvidarse de que todas las ocurrencias de Naserudín tienen moraleja. Feliz vacaciones. Nos vemos en septiembre.
Me preguntas, E.G., que si tengo algo que decir sobre la crisis que padecemos si es que sé algo de economía.
No sé nada de economía, y por eso precisamente puedo decir algo sobre la crisis. Desde pequeño me inculcaron el principio que decía: No gastar más de lo que se gana. Vivir siempre algo por debajo de los propios medios. Había que ahorrar. Y endeudarse, nunca. Las deudas eran una vergüenza social, y la institución de préstamos y empeños era ‘El Monte de Piedad’. Eso lo sabíamos todos porque todos cantábamos aquello de,
Triste y sola,
sola se queda Fonseca,
triste y llorosa
queda la Universidad.
Y los libros,
y los libros empeñados
en el monte,
en el Monte de Piedad.
Monte de Piedad. Había que apiadarse de los que recurrían a él. Más tarde, ya mayorcito, me enteré que las cosas no eran así. Al contrario, lo bueno era endeudarse. Por tres razones. Primero, que la moneda se iba devaluando rápidamente, de modo que para cuando tocaba devolver la suma adelantada, esta valía mucho menos que cuando se recibió, así es que se devolvía menos de lo que se había tomado prestado (aun contando los intereses). Y eso era negocio. Segundo, que la nación más poderosa del mundo, Estados Unidos, era también la más endeudada, que era verdad, y eso probaba el principio de que el endeudarse era lo que había que hacer para subir en la vida. Tercero, si esperabas a ahorrar lo suficiente para comprarte una casa pagando al contado, te harías viejo antes de habitarla, y además pagarías todos los años de alquiler hasta que la compraras. Era mejor y más barata una hipoteca. Para colmo le pusieron a esta práctica un nombre que sonaba muy bien: ‘Deficit financing’. Ya no era endeudarse, era practicar la última moda que era la financiación deficitaria.
Y todo el mundo se lanzó al déficit. Préstamos, hipotecas, pago a plazos, pagarés. El coche, el piso, la boda, la vuelta al mundo. Recuerdo el anuncio de una agencia de viajes: ‘Viaja hoy. Paga mañana.’ ¡A viajar, pues! Y así todo. Individuos, familias, empresas, estados aprendieron el método. Todo el mundo debía dinero a todo el mundo. (Yo me solía preguntar que quién era el que lo prestaba, pero nunca lo supe.)
Esto era hinchar la burbuja. Y se hinchó. Y se hinchó. Y reventó. Lo que menos importa es cuándo, dónde, y por quién reventó. Reventó por todos, porque la burbuja la inflamos entre todos.
Hubo que apretarse el cinturón. Y aquí vino lo bueno. Países serios se lo tomaron en serio y rebajaron ingresos a cada nivel. Y cada uno se apretó los agujeros necesarios del cinturón. Países menos serios se molestaron por la medida, y cada gremio se declaró en huelga quejándose de que les hacían apretarse el cinturón. Con lo cual la crisis se agudizó. Y en eso estamos.
Ahora, para colmo, se ha inventado la ‘ingeniería financiera’ para cubrir los riesgos de la deuda. No se puede pedir más. Pero me duele hayan destronado a una palabra. ‘Ingeniería’ era una palabra noble. Yo la amaba y la amo porque mi padre era ingeniero, y la ingeniería era para mí lo mejor del mundo. Ahora significa endeudarse.
Todo es bien sencillo. Como ves, el no saber economía sirve de algo.
Salmo 88 – El poder de la promesa
El salmo es largo, pero el mensaje, breve. El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me llegan tanto al alma como éste, Señor. Y puedo decir el salmo porque tú lo dijiste en tu Libro. Pero es duro rezarlo.
El llamamiento es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel, cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David, figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e Israel derrotado. Tu Iglesia hoy es atacada por algunos, abandonada por muchos, ignorada por casi todos. ¿Cómo es esto, Señor?
‘Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: tu misericordia es un edificio eterno,
más que el cielo has afianzado tu fidelidad.’
Bello comienzo para un ataque frontal, ¿no te parece? ¿Adivinaste, Señor, lo que venía en este salmo después de esa obertura tan musical? Tu amor es firme, y tu fidelidad eterna. Son cosas que siempre te gusta oír. Alabanza sincera del pueblo que mejor te conocía, porque era tu Pueblo. Y además sobre un tema al que eres muy sensible: tu fidelidad. Siempre te has preciado de tu verdad que nunca falla y de tus promesas que nunca decepcionan. Pero desde este momento, Señor, estás atrapado por las mismas palabras que tanto te gusta oír. Eres fiel y cumples tus promesas. ¿Por qué, entonces, no has cumplido la promesa más solemne que diste a tu pueblo y a tu rey?
‘El cielo proclama tus maravillas, Señor,
y tu fidelidad en la asamblea de los ángeles.
¿Quién sobre las nubes se compara a Dios?
¿Quién como el Señor entre los seres divinos?
El poder y la fidelidad te rodean.
Tú domeñas la soberbia del mar
y amansas la hinchazón del oleaje.
Tuyo es el cielo, tuya es la tierra,
tú cimentaste el orbe y cuanto contiene.
Tienes un brazo poderoso:
fuerte es tu izquierda y alta tu derecha.
Justicia y Derecho sostienen tu trono.
Misericordia y Fidelidad te preceden.’
Continúa el ritmo de alabanza. Tu poder y tu fortaleza. Tu dominio sobre tierra y mar. Todos lo reconocen, desde los ángeles en el cielo hasta los hombres y mujeres en la tierra. Nada se te resiste. Tú eres el señor de la historia, el dueño del corazón humano. Tú dispones los sucesos y ordenas las circunstancias como asientas montañas y diriges las órbitas de los astros. Todo es obra de tus manos. Hemos visto tu poder y reconocemos tu soberanía absoluta sobre todo lo que existe. Nos sentimos orgullosos de ser tu pueblo, porque no hay dios como tú, Señor.
‘Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro.
Tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor realzas nuestro poder.
Porque el Señor es nuestro escudo,
y el Santo de Israel nuestro Rey.’
Tu poder es nuestra garantía. Tu fortaleza es nuestra seguridad. Nos gloriamos de que seas nuestro Dios. Nos alegramos de tu poder, y nos encanta repetir las historias de tus maravillas. Tu historia es nuestra historia, y tu Espíritu nuestra vida. Nuestro destino como pueblo tuyo en la tierra es llevar a cabo tu divina voluntad, y por eso adoramos tus designios y acatamos tu majestad. Tú eres nuestro Dios, y nosotros somos tu pueblo.
Y aquí llega la promesa. Abierta y generosa, firme e inamovible. Gustamos de recordar cada palabra, saborear cada frase, ser testigos de tu juramento solemne y atesorar en la memoria la carta magna de nuestro futuro. Palabras que son fuerza en nuestro corazón y música en nuestros oídos.
‘Sellé una alianza con mi elegido,
jurando a David mi siervo:
“Te fundaré un linaje perpetuo,
edificaré tu trono para todas las edades.”
Encontré a David mi siervo
y lo he ungido con óleo sagrado;
para que mi mano esté siempre con él
y mi brazo le haga valeroso.
Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán,
por mi nombre crecerá su poder.
Le mantendré eternamente mi favor,
y mi alianza con él será estable;
le daré una posteridad perpetua
y un trono duradero como el cielo.’
Palabras consoladoras, sobre todo viniendo como vienen de labios de quien es la verdad misma. Sólo queda una duda mortificante: si te fallamos, si tu pueblo se extravía, si el rey se hace indigno del trono, ¿no hará eso que se anule la promesa y se deshaga la alianza? Y aquí vienen las palabras tranquilizadoras de tu propia boca.
‘Si tus hijos abandonan mi ley
y no siguen mis mandamientos,
si profanan mis preceptos
y no guardan mis mandatos,
castigaré con la vara sus pecados
y a latigazos sus culpas;
pero no les retiraré mi favor
ni desmentiré mi fidelidad,
no violaré mi alianza
ni cambiaré mis promesas.
Una vez juré por mi santidad
no faltar a mi palabra con David;
su linaje será perpetuo,
y su trono como el sol en mi presencia,
como la luna que siempre permanece;
su solio será más firme que el cielo.’
Divinas palabras de infinito aliento. Nosotros podremos fallarte, pero tú no nos fallarás nunca. Si desobedecemos, sufriremos el castigo correspondiente, pero la promesa de Dios permanecerá intacta, y el trono seguirá asegurado para los descendientes de David para siempre. El juramento es sagrado y no será violado jamás. La palabra de Aquel que hizo el cielo y la tierra ha quedado empañada a favor nuestro. El futuro está asegurado.
Y sin embargo…
‘Sin embargo, tú te has encolerizado con tu Ungido,
lo has rechazado y desechado;
has roto la alianza con tu siervo
y has profanado hasta el suelo su corona.
Has quebrado su cetro glorioso
y has derribado tu trono;
has cortado los días de su juventud
y lo has cubierto de ignominia.’
Ignominia es lo único que nos queda. Somos tu pueblo, tu Ungido es Hijo tuyo y Señor nuestro, su trono es el lugar que ocupa en los corazones de los hombres y en el gobierno de la sociedad. Y la sociedad no se acuerda hoy mucho de tu Hijo, Señor, no sigue a tu Ungido. Sólo cierto respeto a distancia, cierto cumplido de circunstancias, cierta cortesía de etiqueta. Pero poca obediencia y escaso seguimiento. La humanidad no acepta a tu Rey, Señor, y su trono dista mucho de ser universal. Los que lo amamos sufrimos al ver su ley invalidada y su persona olvidada. Nos duele ver que la situación no mejora, al contrario, parece alejarse más y más de tu Reino, y no sabemos cuánto va a durar esto.
‘¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido
y arderá como fuego tu cólera?
¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia
que por tu fidelidad juraste a David?
Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos:
lo que tengo que aguantar de las naciones,
de cómo afrentan, Señor, tus enemigos,
de cómo afrentan las huellas de tu Ungido.’
Y así acaba el salmo en abrupta elocuencia. La bendición y el amén del último verso son sólo una rúbrica añadida para marcar el fin del Tercer Libro de los Salmos. El salmo como tal acaba con el dolor amargo de la afrenta que sufrimos en la profanación de las huellas del Ungido. A ti te toca ahora hablar, Señor.
¿Cómo lo saben?
Escribe Karen Blixen en Memorias de África:
‘Por algún tiempo tuve una pequeña finca en las alturas de Gil-Gil, en Kenya, donde yo vivía en una tienda de campaña y viajaba ida y vuelta por tren entre Gil-Gil y mi hacienda en Ngong. A veces, estando en Gil-Gil, me entraba un pronto de repente, y, sin previo aviso, tomaba el tren para casa. Pero al llegar a Kikuyu, que es nuestra estación de ferrocarril, y desde donde son aún diez millas hasta la hacienda, siempre estaba allí alguno de mis sirvientes nativos, con una mula para que yo cabalgase en ella hasta casa.
Cuando les preguntaba cómo habían sabido que yo llegaba, ellos apartaban la vista y parecían sentirse molestos, o quizá asustados o aburridos, como nos sentiríamos nosotros si un sordo se empeñara en que le explicáramos qué es para nosotros una sinfonía.’
Cuando yo les conté esta anécdota al grupo aventurero con quien recorría en días profundos las maravillas arqueológicas del Cuzco y Machu Picchu, nuestro genial guía, Pepe Altamirano, conocedor enamorado de la historia de cada ruina y del misterio de cada piedra en las mágicas alturas andinas, sonrió con benevolencia y aportó, como siempre hacía con humildad y autoridad, su superior experiencia en confirmación de nuestra tímidas tentativas. Nos dijo mientras cenábamos truchas frescas del Urubamba:
‘Una vez me disponía yo a ir a recibir al aeropuerto a un amigo que me había anunciado su llegada. Uno de los nativos quechuas que trabajan conmigo me dijo sencillamente al verme partir: “No vaya. Su amigo no viene hoy.” En mi mano estaba el telegrama con fecha y hora, y ante mí el rostro sabio y sereno del hijo de la tierra. Tengo sobrada experiencia en estas cosas, y sabía lo que había de hacer. No fui al aeropuerto. El amigo no llegó. Al día siguiente interrogué con la mirada al indígena telepático. Él se limitó a negar con la cabeza. Tampoco llegó mi amigo. Pensé que ya avisaría y olvidé la espera. A los pocos días, el indígena clarividente me dijo con sencillez: “Hoy llega su amigo. Llega a tal hora. Y no viene solo. Son dos los que vienen.” Y así fue. Mi amigo explicó la tardanza y la compañía, y se sorprendió de que yo no me sorprendiera. Yo ya lo sabía.’
Relatos de exploradores e investigadores por el África aborigen y la América india están llenos de incidentes sorpresivos para ellos, en que una persona de repente sale del pueblo y se pone en marcha urgentemente hacia una aldea lejana porque ‘sabe’ que un pariente suyo ha muerto o ha caído gravemente enfermo o que sencillamente tiene necesidad de su presencia. No ha habido correo, no ha habido radio, no ha habido mensaje, o, dicho de otra manera, sí ha habido mensaje, pero de una naturaleza distinta a la que nosotros científicamente manejamos. Ha habido ‘ondas’ que están más allá de toda informática moderna, y que han llevado la noticia con sentir infalible y costo gratuito de persona a persona en su vibrar paralelo. ¿Cómo lo saben?
Viven cercanos a la naturaleza, la Madre Tierra, el sustrato común de nuestra existencia corporal. Sienten sus vibraciones en sus pies descalzos, reciben la brisa en su piel abierta, educan sus sentidos en la inocencia receptiva de la creación virgen. No han cegado los poros de su cuerpo con los ruidos, destellos, humos de la ciudad moderna. Mantienen intacto el sistema de comunicación más antiguo y más certero del mundo con antenas invisibles que captan los sucesos que los afectan en telegrafía neuronal. Su corazón lo sabe y sus pies parten. Y nadie se asombra en la aldea. Todos, en efecto, colaboran con su atmósfera y su presencia a la recepción segura del mensaje lejano. Comunicación instantánea de noticias vitales. ¿Y qué importan las demás noticias?
Visitantes extranjeros en vecindades aborígenes tienen con frecuencia la impresión de que se esperaba su visita, aunque lleguen de improviso. Y no porque su llegada haya sido observada en secreto, sino sencillamente porque alguien se ha enterado sin que nadie lo avisara. Cuando John Neihardt y su hijo lograron acercarse a Alce Negro con la intención de escuchar de boca del anciano Sioux Oglala las tradiciones y memorias de un pueblo sabio y hacerlas conocer, no tenían mucha esperanza de que los recibiera o les hablara, pues apenas hablaba ya con nadie. Por fin llegaron y se aproximaron a donde él estaba:
‘Alce Negro se hallaba en las inmediaciones de una enramada de pino cuando llegamos. Era mediodía. Partimos al anochecer. “Es singular”, exclamó Halcón Volador, “el viejo parece saber que ustedes vendrían.” Mi hijo comentó que tenía la misma impresión. y yo, después de frecuentar al anciano durante varios años, llegué a creer que lo sabía. Ciertamente, tenía poderes supranormales.’
Quizá no fueran ‘supranormales’. Quizá la verdad sea todo lo contrario, es decir, que lo ‘normal’ era darse cuenta de estos acontecimientos familiares, del dolor lejano o del acercamiento presente del conocido. Como lo era también el sentir el talante de la naturaleza, las lluvias y las sequías, los temblores y las cosechas. Quizá eso era lo normal en el hombre y la mujer sanos y enteros y a tono con las corrientes de la vida en la tierra; y nosotros somos los ‘anormales’ al haber perdido aquellas facultades gloriosamente primitivas de sentir los cambios de nuestros semejantes, sincronizar con su dolor y anticipar su presencia. Tampoco entendemos a los árboles ni escuchamos a los vientos. El progreso nos ha dado máquinas, pero nos ha robado sensibilidad. Hemos perdido ecología aunque hablamos más de ella. Y nos admiramos cuando alguien aún tiene sus sentidos vivos.
La baronesa Karen Blixen acierta al comparar la impotencia de los aborígenes cuando les preguntamos cómo hacen esto, con la nuestra si un sordo nos exige que le expliquemos qué es para nosotros una sinfonía. Los aborígenes no pueden explicárnoslo, no porque no sea claro para ellos, sino porque nosotros estamos incapacitados para entenderlo. Somos sordos. Hemos perdido el primer oído afinado que captaba los murmullos de la naturaleza, el lenguaje de los árboles, los ritmos secretos del corazón humano. Hemos obturado los canales de los sentidos con la marea constante de la información saturada. Hemos renunciado a nuestros instintos y nos hemos sometido a las máquinas. Y nos perdemos la sinfonía.
Llega al huésped y no hay nadie esperándolo en el aeropuerto.
– No te esperaba.
– Perdona. Se me estropeó el móvil.
Dios da pañuelo…
Ya que me gusta Beethoven, voy a contaros algunas cosas que me he enterado de él. Yo me pasé un verano entero en mi juventud tocando todos los días como primer ejercicio del día la sonata ‘Claro de Luna’ completa. Y nunca me cansó. Es difícil, es profunda, es inagotable. ‘Una flor entre dos abismos’, como la llamó Liszt refiriéndose a la joya de su inocente segundo movimiento entre las tormentas del primero y el tercero. Pero una cosa es saberse sus sonatas de piano y sus sinfonías de memoria, y otra el saber alguna de sus facetas como persona. De esas, unas dan alegría y otras dan pena. Todas juntas hacen la realidad de la vida.
Su padre bebía mucho. Cuando murió, algunos dijeron, exagerando, que era una pérdida para la economía de la nación, pues él había contribuido abundantemente pagando los impuestos del alcohol. Su madre resentía mucho el vicio de su marido, y eso no hizo feliz la vida del hogar. De él salió un niño tímido, escéptico del matrimonio, incapaz de relacionarse con las mujeres. De joven era descuidado en su ajuar y apariencia, pero ya sabía que algo le bullía por dentro. Si le reprendían por andar sucio, contestaba: ‘Cuando sea un genio nadie se fijará en eso.’
Haydn fue su maestro, y se desesperaba porque Ludwig no aprendía las reglas de la armonía, el contrapunto, y la fuga. Cuando se le quejó que no ponía interés, el aprendiz de genio contestó: ‘Las reglas no me interesan más que para incumplirlas.’ Genial. El hecho es que Beethoven no compuso una fuga decente en su vida. Sí está el último movimiento de la sonata ‘Hammerklavier’, pero es más un tornado que una fuga.
Cuando tenía 17 años se encontró con Mozart que entonces tenía 31. Mozart, mayor de edad, le pidió al joven que tocara algo al piano, pero no prestó atención porque se imaginó que Beethoven, como suelen hacer los niños prodigios, se llevaba una ‘improvisación’ bien aprendida y la tocaba de memoria. Beethoven lo notó, y le pidió que le diera un tema. Comenzó a improvisar innegablemente, y Mozart se quedó de una pieza. Le animó al muchacho pero no volvieron a encontrarse.
Al principio no le fue muy bien con su música. Tenía que poner anuncios en los periódicos para que comprasen sus obras. Y no le sobraba el dinero. Para pagar el alquiler, un día que no tenía nada y urgía el pago, se encerró y escribió a toda prisa un tema con variaciones y se lo dio a un amigo para que lo vendiese por algún dinero. En vez de venderlo, el amigo se lo dio directamente al casero, que lo rechazó primero pero luego lo aceptó. Y al día siguiente volvió para decirle a Beethoven que podía pagarle con esos papelitos. Para evitar pagos y para huir de las quejas de los vecinos, y sencillamente porque su carácter no se acomodaba a la regularidad, cambiaba de casa en Viena constantemente –llevándose consigo todos sus muebles y sus tres pianos. Por una temporada se mudó de Viena a Heiligenstat y estuvo un tiempo seguido en una misma casa. La casa estaba cerca de una iglesia, y fue entonces cuando Beethoven comenzó a darse cuenta de que cada vez oía menos las campanas de la torre. Se estaba quedando sordo.
Mantenía un diario de sus servicios domésticos con todo detalle. Extractos:
31 de enero: despido al ama de llaves.
15 de febrero: se incorpora la cocinera
8 de marzo: se va la cocinera.
22 de marzo: ingresa la nueva ama de llaves.
17 de abril: ingresa la cocinera.
16 de mayo: despido a la cocinera.
1 de julio: ingresa la cocinera.
28 de julio: por la noche, se escapa la cocinera.
6 de septiembre: ingresa la chica de servicio.
22 de octubre: se va la chica de servicio.
12 de diciembre: ingresa la cocinera.
18 de diciembre: despido a la cocinera.
A veces los problemas con la cocinera no eran solo culinarios. Estaba componiendo su gran Misa Solemne, había acabado ya el Kyrie, pero, como siempre, lo iba corrigiendo mientras seguía con la misa. Pero no encontraba los papeles por ninguna parte. Se desesperó pensando los había perdido, y los encontró en la cocina envolviendo el queso. Bronca a la cocinera. Pero allí no estaban todos. Otros estaban envolviendo la mantequilla. Y fueron saliendo por los armarios. Y también salió la cocinera.
No había que interrumpirle en la comida. Fuera que estuviera solo o con invitados, se concentraba en sus pensamientos o en la conversación y no toleraba que la sirvienta lo interrumpiera. Por eso había que servir a la mesa todos los platos del menú desde el principio. Pero ese era el problema. Beethoven se ensimismaba en sus pensamientos si estaba solo o se sumergía en la conversación si comía con otro, y los platos se enfriaban. Entonces se enfadaba con la sirvienta por servirle los platos fríos. Pero no podía traérselos calientes sin interrumpirle. Problema.El sábado era el día en que la sirvienta iba a hacer la compra para toda la semana. Pero tampoco se le podía interrumpir a Beethoven. La muchacha se vestía para salir, se colocaba con gorro y cesta de compra enfrente de Beethoven mientras componía, y esperaba allí de pie sin decir nada. Por fin Beethoven se percataba de su presencia, la miraba, caía en la cuenta de lo que tenía que hacer, pero protestaba y le decía:
– ¿De veras que hay que hacerlo?
– De veras, señor.
– ¿Es que es sábado hoy?
– Hoy es sábado.
– ¿Cómo lo sabe?
La muchacha tenía preparado el calendario y le indicaba la fecha. Beethoven entonces le daba el dinero, y la muchacha se iba a la compra. A Beethoven lo que más le gustaba era el pescado, los macarrones y la sopa de pan. Y los huevos. Los examinaba cuidadosamente, y si alguno le resultaba sospechoso lo estrellaba sin más contra la pared. El pescado que comía era de río y venía contaminado con plomo de factorías en sus orillas. Un análisis moderno realizado a un mechón de su cabello reveló que fue ese envenenamiento de plomo lo que mató a Beethoven. Le salió caro su gusto por el pescado.
Dios hizo a Beethoven sordo, a Demóstenes, tartamudo, y a Homero, ciego. Un poco difícil de entender. Pero debe ser cosa corriente porque se ha hecho refrán: ‘Dios da pañuelo al que no tiene narices.’
(cf. Fernando Argenta, ‘Los clásicos también pecan’, Plaza y Janés, Barcelona 2010.)
Me habéis preguntado varias veces si creo en el infierno. Sí creo, ya que si dejara de creer en él dejaría de ser católico pues la existencia del infierno es dogma de fe en la iglesia católica. Entonces me decís que el infierno existe, pero está vacío, con lo cual se salva el dogma y se salva la bondad de Dios que no va a mandar a nadie al infierno a que lo atormenten por toda la eternidad. Os sigo contestando que no está vacío, porque los ángeles caídos están allí, que son los demonios. Y ahora os cuento el último capítulo de la serie. Dios y el Demonio son una misma persona. Lo dice la Biblia. Os lo explico. David hizo un censo de Israel y Judá, cosa que él sabía desagradaba a Dios pues mostraba confianza en el hombre mismo y en sus fuerzas sin depender de Dios, y orgullo de su poder, y a Dios eso le molestaba. Y sin embargo David lo hizo, y Dios le castigó con una peste que mató a setenta mil personas. (Lo cual le estropeó el censo a David, claro.) Lo curioso del texto es que aparece dos veces en la Biblia, primero en el Libro Segundo de Samuel, y más tarde en el Libro Primero de las Crónicas, es decir que el mismo suceso histórico se narra dos veces en la Biblia, pero con una pequeña diferencia. El primer texto dice, ‘Dios incitó a David a hacer el censo’, mientras que el segundo texto, escrito más tarde, dice, ‘Satanás incitó a David a hacer el censo’. Es decir, en el primero es Dios el que incita al censo, y en el segundo es Satanás. Todo lo demás es lo mismo en los dos textos. ¿Qué quiere decir eso? La Biblia de Jerusalén lo explica en una nota: ‘El Cronista atribuye a Satanás, según una teología más desarrollada, lo que el Libro de Samuel había atribuido a Dios.’ En la primera concepción humana de Dios, era él solo quien hacía todo, lo bueno y lo malo; pero, según el concepto de Dios fue siendo perfeccionado y refinado por los sabios (la ‘teología más desarrollada’ que dice la Biblia de Jerusalén), no pareció bien referir a Dios los asuntos desagradables, y se siguieron refiriendo las cosas buenas a Dios mientras que las malas pasaban a atribuirse a un nuevo personaje, el Diablo. Así es como la tentación de hacer algo malo pasó, de venir de Dios, a venir del Diablo. El Diablo es sencillamente la imagen de Dios cuando hace cosas desagradables. División de trabajo.
Alan Watts cuenta una historia en la cual Dios se siente solo, ve su propia sombra, la levanta y cobra forma, y es el Demonio. Dios le dice: ‘Mira, ahí abajo en la tierra todo anda bastante aburrido. Ahora vamos a ser dos para animar eso. Yo seré el chico bueno y tú el chico malo, y lucharemos todo lo que queramos como en el cine. Al final les diremos que los dos somos uno, y nos reiremos todos juntos.’ ¿No es eso un buen exorcismo?
‘Yo soy el Señor, y no hay otro.
Yo formo la luz y creo las tinieblas,
hago la paz y creo el mal:
yo soy el Señor que hago todo esto.’
(Isaías 45:7)
Salmo 89 – La vida es breve
‘Haznos caer en la cuenta de la brevedad de la vida,
para que nuestro corazón aprenda la sabiduría.’
Hoy viene ante mis ojos un hecho ineludible: la vida es breve. El tiempo pasa velozmente. Mis días están contados, y la cuenta no sube muy alto. Antes de que me dé cuenta, antes de lo que yo deseo, antes de que me resigne a aceptarlo, me llegará el día y tendré que partir. ¿Tan pronto? ¿Tan temprano? ¿En la flor de la vida? ¿Cuando aún me quedaba tanto por hacer? La muerte siempre es súbita, porque nunca se espera. Siempre llega demasiado pronto, porque nunca es bien recibida.
Y, sin embargo, el recuerdo de la muerte está lleno de sabiduría. Cuando acepto el hecho de que mis días están contados, siento al instante la urgencia de hacer de ellos el mejor uso posible. Cuando veo que mi tiempo es limitado, comprendo su valor y me dispongo a aprovechar cada momento. La vida se revalúa con el recuerdo de la muerte.
‘Nuestros años se acaban como un suspiro.
Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta los ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.’
Acepto la brevedad de mi vida, Señor, y en la resignada sabiduría del aceptar encuentro la fuerza y la motivación para sacar el mejor partido posible de los días que me queden, muchos o pocos. Cuando llegue el sufrimiento, pensaré que pronto pasará; y cuando me atraigan los placeres, reflexionaré que también ellos han de estar poco tiempo conmigo. Eso me hará soportar el sufrimiento y disfrutar el placer con la libertad de ánimo de quien sabe que nada ha de durar largo tiempo. Esa actitud traerá el equilibrio, el desprendimiento y la sabiduría a mi vida.
‘Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó,
una vela nocturna.
Los siembras año tras año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.’
Que la hierba sepa que es hierba y se comporte como tal. En eso está su plenitud. Si es un día, es un día; pero que ese día sea verde y alegre con la gloria derramada de los campos en flor. Si mi vida ha de ser como la hierba, que sea verde, que sea fresca, que sea brillante, y que viva en la intensidad de su única mañana la totalidad cósmica de la naturaleza y de la gracia. Cada momento se reviste de eternidad, cada brizna de hierba resplandece con el rocío del sol del amanecer. Cada instante se enriquece, cada suceso se realza, cada encuentro es una sorpresa, cada comida un banquete. La brevedad de la experiencia la llena de la esencia del puro sentir y el libre disfrutar. La vida resulta valiosa precisamente porque es breve.
Dame, Señor, la sabiduría de vivir la plenitud de mi vida en cada instante de ella.
Vida en paradoja
‘El ave del paraíso se posa únicamente sobre la mano que no trata de atraparla.’ (John Berry)
Me contaba Américo Yábar, pontífice andino de misterios quechuas, que cuando fue a visitar en las alturas del Cuzco a un anciano de ascesis solitaria, lo encontró departiendo en amistad con un Cóndor de majestad real posado en su mano. Al cercarse Américo, el cóndor espió su presencia con un rápido giro de cabeza, midió sus pasos con la mirada, y, al no haber sido presentado al huésped, extendió con gesto altivo sus larguísimas alas y se remontó en las alturas. Los dos hombres se miraron y se dolieron de la compañía perdida. La desconfianza había disuelto la intimidad.
Américo quiso deshacer el malentendido con el rey de las aves, y se quedó varios días en el lugar agreste. Volvió a aparecer el cóndor. Se posó lejos y observó a los dos hombres. Al sentir su proximidad mutua, adivinó la amistad y se sintió incluido en ella. Se fue acercando en vuelos cada vez más cortos. Al final, con suave aterrizaje, se posó en el hombro de Américo. Y se sintieron felices los tres.
Paradoja de la felicidad (que eso es el ave del paraíso): solo se posa sobre la mano que no intenta atraparla. Si sospecha traiciones, se retira y se aleja. Y no hay quien pueda alcanzarla en su reino del espacio sin límites. La felicidad se resiste a ser cautivada por la fuerza. No obedece a mandatos ni presiones. Casi es verdad que cuanto más se busca, más lejos está. Hay quien lo dijo claramente: ‘La búsqueda de la felicidad es una de las fuentes más seguras de la infelicidad.’ (Eric Hoffer)
Paradoja del amor. En su deseo de unidad eterna quiere poseer con certeza infalible…, y el ave del paraíso se escapa tímida y recelosa del abrazo que la ahoga. La posesión daña a la libertad y entorpece el amor. La libertad del cóndor es condición esencial para que se acerque. Solo si sabe que será libre para volar en cualquier instante, se avendrá a posarse en nuestra mano. La intimidad se merece, nunca se impone.
La ansiedad por el resultado daña el resultado. Y cuanto más noble y más deseado es el resultado en su dignidad, espiritualidad, eternidad, más queda dañado por la necesidad de conseguirlo. Quien quiera salvar su alma, la perderá. Quien quiera atrapar el ave del paraíso, no verá nunca sus celestes colores.
Me encantaría ver el ave del paraíso, admirarla de cerca, sentirla posarse en mi mano. Por eso quiero que sepa que me interesa grandemente y que la dejo en plena libertad. Ella sabrá lo que hacer.
Esto son escenas de la autobiografía de Mike Oldfield. El icono musical de Tubular Bells nos lleva, a través de memorias católicas de juventud, pecado y complejo de culpa, drogas y depresión, inspiración y éxito, a la realidad diaria del trabajo ingrato. La fama se paga cara.
20. Cuando yo tenía unos seis años se me juzgó digno de hacer la primera comunión. Yo ya me confesaba por entonces, así que fui al confesionario del padre Scantleberry y me arrodillé. Él me dijo que confesara mis pecados. Pero resultó que aquella semana yo no me acordaba de haber hecho nada malo, así es que le dije, ‘No he pecado’. El padre Scantleberry pareció molestarse mucho con eso, y me dijo que no podía recibir la primera comunión si no me confesaba antes, y para confesarme tenía que manifestar algún pecado. Insistió en que me acordase de alguno. Así que para satisfacerle yo le dije que le había mentido a mi madre, le había pegado a mi hermano, había robado no sé qué, y demás pecados que me habían enseñado. Él me envió a decir diez avemarías, y yo me quedé pensando, ‘¿Qué diablos es todo esto?’ Yo, honradamente, no me podía acordar de haber hecho nada malo, y me castigaban de todos modos. Después que recé las avemarías y recibí la primera comunión, mi madre debió pensar que ya había hecho bastante por mí en materia de religión. Me dejaron en paz, y desde entonces no volví a la iglesia.
42. Fue por entonces cuando mi padre, que era protestante, comenzó a ir a clase de catecismo. Al cabo de unos seis meses se convirtió al catolicismo. A mí me pusieron en un colegio católico que se llamaba Presentation Convent. Era un mal colegio, tanto en disciplina como en enseñanza. Los frailes eran crueles y vengativos. El director te perseguía a palo limpio por toda la clase. Yo vivía en un miedo constante de los ‘hermanos’ como los llamábamos. En cambio el profesor de física era mahometano. Un día, en vez de preguntarle sobre física, uno le preguntó sobre su religión. De repente se hizo un silencio total en la clase. Todos habíamos sido educados como buenos católicos, y a todos nos fascinó la ocasión de saber algo sobre la religión de otro. Desde entonces, las clases de física se hicieron clases de islamismo. Queríamos saber todo sobre Alá, sobre la oración y los ritos de nuestro profesor. Me he olvidado ya de todo aquello, pero sí recuerdo que me resultó interesantísimo. Aquí había una manera enteramente distinta de ver el mundo.
47. Recuerdo que un día, al volver del colegio, oí en casa una música muy distinta de la ordinaria, que bajaba flotando por las escaleras. Mi hermana Sally había puesto un disco de la quinta sinfonía de Beethoven, que era algo distinto de lo que solía poner, Elvis Presley y compañía. No me pude creer lo que estaba oyendo. Quedé completamente hechizado. Me encantaba que una pieza comenzara con una idea musical para desarrollarla y convertirla en algo diferente; se repetía de manera distinta, y los varios instrumentos se hacían eco de los temas. En vez del repetido ding-dong de las canciones a que yo estaba acostumbrado, esto era un mundo musical enormemente rico y complejo. Era como entrar en la basílica de san Pedro de Roma cuando solo se conocía la iglesia del pueblo. Me llené de santo temor.
92. Tomé LSD y otras drogas con frecuencia, pero una tarde me llegó el último ‘viaje’ de LSD de mi vida. No recuerdo exactamente lo que pasó, pero sí que yo estaba paseando por la calle del Puente de Vauxall bajo la influencia de la droga. De repente algo se encendió en mi cuerpo, algo así como si se enchufara a una corriente de alto voltaje. Sentí como si me electrocutaran. Tuvo un efecto instantáneo en mí. Como si se levantara un velo de mis ojos para dejarme ver lo que yo mismo era en realidad y lo que eran todos los demás a mi alrededor. La gente a mi lado no eran personas que yo conociera, y todos habían perdido los rasgos por lo que yo los conocía. Me parecían exactamente máquinas biológicas, casi robots, solo que hechos de carne y hueso. Veía su sistema sanguíneo y hasta sus mismas moléculas. Podía ver cómo todos sus movimientos eran causados por impulsos eléctricos y reacciones químicas. Todos respiraban este gas que llamamos aire, y lo convertían en energía para moverse. Sus labios, su manera de hablar era extraña según hacían esos ruidos raros que llamamos lenguaje. I no es que fuera una alucinación, que yo me imaginara que esos humanos eran máquinas, sino que lo eran, y yo lo veía y lo sabía. Ver así a la dura realidad es algo espantoso. Yo me convertí en algo perdido, extraño, flotando en medio de un vacío eterno. Estaba completamente aterrorizado. Claro, ahora ya sé que aquello era lo que en nuestra jerga llamamos ‘el horror’. El LSD debe tener algo que cambia y amplía la manera que el cerebro tiene de funcionar y de percibir los objetos. No he vuelto a tocar una píldora de LSD en toda mi vida, y lo único que me ha quedado es alguna calada de marihuana. Ahora me aterra el ver que alguien está liando un cigarrillo de marihuana para irlo pasando. Jamás volveré a tocar LSD.
107. La espiritualidad ha influenciado definitivamente mi música. Tenemos hasta un nombre para ello, lo llamamos ‘estar en la zona’. Es una emoción mágica. Le puede pasar a un deportista, un artista, a cualquiera. Cuando te llega, quedas conectado al inmenso poder de la naturaleza, a Dios, al universo, a todo. Actúas a tono con todo eso, y te haces, no ya solo un músico grabando discos, sino que estás conectado a la energía misma en su fuente. No sabemos qué es exactamente. Algún día lo averiguaremos. No será lógico del todo y tendrá alguna conexión con la creatividad.
109. La tensión es una especie de enfermedad mental. Cuando me iban mal las cosas, solo me quedaban dos cosas para calmarme: una, el alcohol, y otra, la música. Cuando no estaba con la música me encontraba como el pez fuera del agua, como viviendo en un mundo extraño –sencillamente no encajaba. El mundo normal me espantaba: tenía que anestesiarme con alcohol para al menos poder pasar un día más. Lo que me salvó fue Tubular Bells. Me metí de tal manera en ello que la música me quedó como el único y sólido sentido de mi existencia, el foco de mi vida entera.
151. Vino el éxito, y con él llegó la depresión. Era ya mi salud la que amenazaba con derrumbarse. Richard Branson, mi agente, quería que yo iniciara una gira con Tubular Bells, pero yo no podía ni imaginármelo, estaba acosado por el pánico que no me dejaba ni un segundo. Luego insistió en que fuera a América. De todas partes me llamaban para dar conciertos, pero yo no era psicológicamente capaz de hacerlo. Me resultaba difícil hasta meterme en un coche para que ahora me hablaran de aviones.
155. Desde luego que yo no estaba preparado para el éxito de Tubular Bells, pero fue más tarde cuando comencé a entender el real y terrible gravamen de ser famoso. Cuanto más éxito tenía, me encontré con que la fama no es lo que se proclama de ella. Lo peor es la amistad: hube de despedirme de ella. A los pocos años caí en la cuenta que muchos de quienes yo creía que eran amigos, eran sencillamente gente que trabajaba para mí. Yo les pagaba para que fueran mis amigos. Cuando les decía esto a otros cantantes de éxito, me decían que a ellos les pasaba lo mismo. La gente pensaba que si se asociaban conmigo, sobre todo si llegaban a compartir mis pensamientos personales, conseguirían mucho dinero. Se mostraban amistosos porque querían algo: si no era dinero era alguna otra cosa. En consecuencia deduje que ya no podía tener verdaderos amigos porque no podía fiarme de la motivación de su amistad. Quizá creían que algo de mi éxito les tocaría a ellos y se harían también célebres por magia o lo que sea. Esto no era efecto de mi debilidad psicológica; hay casos en toda la industria de la música y de otras artes en los que antiguos ‘amigos’ recurren a abogados o se van gritando a los periódicos. Al final necesitas todo un ejército de abogados para librarte de ellos. Se me hacía muy duro andar sospechando de todos todo el tiempo, y eso se sumó a mi sentimiento de aislamiento y ansiedad. La mayor parte de gente en situación como la mía estará de acuerdo que esto es así.
Aunque siempre hay algo bueno también. Como cuando hace poco yo andaba de vacaciones por el sur de Francia, pasaba por Monte Carlo en mi motocicleta Harley Davidson vestido en vaqueros descoloridos y chaqueta vieja de cuero cuando un policía monegasco de bien planchado uniforme me paró y me iba a meter en la cárcel por no llevar documentos en regla. Cuando vio mi nombre en el permiso de conducir se echó a reír y a gritar en una pronunciación exótica algo que parecía mi nombre, ‘¡Maik Ollfiiil, Maik Ollfiiil! ¡Me encanta Tubular Bells!’
159. Me odiaba a mí mismo por causarles molestias a otros. Eso me venía de mis experiencias de niño y de mi educación católica con su peso del pecado y la culpa. Resulta un círculo vicioso que nunca acaba. Aún llevo a la espalda el complejo de culpa.
254. Ahora todo es muy distinto de cuando empecé. Estábamos seguros de que la utopía que soñábamos se iba a hacer realidad en los años sesenta, y ya iría en aumento para siempre. Según aquello, para estas fechas deberíamos tener ya colonias en la luna, no habría pobreza en el mundo, el cambio climático estaría neutralizado, todo sería arte y cultura de lo más noble y refinado; y en cambio nos encontramos con una televisión vergonzosa, una publicidad degradante, un pensar y hablar que son un insulto a la inteligencia humana. La tecnología ha avanzado que es una maravilla, pero la cultura lo ha pagado y se ha rebajado hasta la barbarie de una sociedad vulgar y chabacana. No sé cómo sucedió esto. Aunque no hay que ser pesimistas; quizá tenemos que bajar aún algo más bajo para tocar fondo y volver a subir. Nos llevará unos veinte o treinta años volver a ponernos en pie.
(Mike Oldfield, The Autobiography, Virgin Books, London 2008)
Me gusta enterarme de mundos de los que conozco muy poco. Sin juzgar a nadie y procurando entender a la gente que nos rodea. Y apreciando más lo que ya tengo.
Pregunta: ¿Es lícito pagar rescate a terroristas para liberar a rehenes?
Respuesta: No. Es ilícito e inmoral. Pagar rescate a terroristas es financiar el crimen, y eso está prohibido por ley y por conciencia. Aunque sea para liberar a un inocente. Hay que decirlo con toda delicadeza y respeto pues todos deseamos que no muera un inocente, y más que nadie su familia que con todo derecho quiere su liberación y su vida. Pero el fin no justifica los medios. Tampoco vale decir que tú pagas sencillamente un dinero por una transacción y no eres responsable de lo que luego el otro haga con él. Tú sabes perfectamente que las organizaciones terroristas necesitan dinero para existir, fortalecerse y cometer nuevos crímenes, y ahí es a donde va el dinero de los rescates. No vale engañarse. El terrorismo se financia con la extorsión, el impuesto revolucionario, los rescates de rehenes. La sociedad no puede condenar el terrorismo por un lado, y tolerar su financiación por el otro. Pagar rescate está prohibido por ley.
El secuestro del hijo pequeño de Lindbergh fue uno de los acontecimientos más seguidos en todo el mundo a principios del siglo pasado e hizo tristemente popular el método del secuestro de personas célebres para obtener dinero. La policía le rogó a Lindbergh que no pagase el rescate. El secuestro duró año y medio y se siguió emocionadamente en todo el mundo dada la popularidad de Lindbergh. Él pagó. Al final encontró a su hijo muerto, pero la práctica del secuestro quedó establecida en nuestro tiempo como método de malhechores para sacar dinero. Se sucedieron secuestros, siempre a gente adinerada que pudiera pagar cantidades altas. El método -tristemente- funcionaba.
En nuestros días el secuestro ha adquirido una nueva dimensión. La reciente escalada es que ahora el rescate no lo paga la familia sino el gobierno de la nación a la que pertenece el secuestrado. Eso ha tenido dos consecuencias: una, que ahora los malhechores pueden secuestrar a cualquiera; y otra, que pueden pedir un rescate tan alto como quieran porque ahora el que paga es el estado. Hay países que se niegan a pagar y algunos han declarado públicamente que nunca pagarán. Otros pagan. El resultado es obvio. Todos deberían negarse a pagar, y eso acabaría con los secuestros.
La Iglesia ha sido débil en este punto. Si hubiera hablado claramente y a su tiempo con toda su autoridad moral en contra del pago del rescate, quizá se podría haber evitado esta plaga moral, y al menos hubiera quedado clara la norma. Ahora ya es tarde. Ya ves, tú has tenido que preguntar porque el tema apenas se trata. Pero el principio sigue siendo el mismo. Gracias por la pregunta.
Salmo 90 – Dios se cuida de mí
‘Él te librará de la red del cazador,
de la peste funesta.
Te cubrirá con sus plumas,
bajo sus alas te refugiarás,
su brazo es escudo y armadura.’
Mi vida entera está bajo tu protección, Señor, y quiero acordarme de ello cada hora y cada minuto, según vivo mi vida en la plenitud de mi actividad y en el descanso de tu cuidado.
‘No temerás el espanto nocturno,
ni la flecha que vuela de día,
ni la peste que se desliza en las tinieblas,
ni la epidemia que devasta a mediodía.’
De día y de noche, en la luz y en la oscuridad, tú estás a mi lado, Señor. Necesito esa confianza para enfrentarme a los peligros que me acechan por todas partes. Este mundo no es sitio seguro ni para el alma ni para el cuerpo, y no puedo aventurarme solo en terreno enemigo. Quiero escuchar una y otra vez las palabras que me aseguran tu protección cuando empiezo un nuevo día al levantarme y cuando entrego mi cuerpo al sueño por la noche, para sentirme así seguro en el trabajo y en el descanso bajo el cariño de tu providencia.
‘No se te acercará la desgracia,
ni la plaga llegará hasta tu tienda,
porque a sus ángeles ha dado órdenes
para que te guarden en tus caminos;
te llevarán en sus palmas,
para que tu pie no tropiece en la piedra.’
Hermosas palabras llenas de consuelo. Hermoso pensamiento de ángeles que vigilan mis pasos para que no tropiece en ninguna piedra. Hermosa imagen de tu providencia que se hace alas y revolotea sobre mi cabeza con mensaje de protección y amor. Gracias por tus ángeles, Señor. Gracias por el cuidado que tienes de mí. Gracias por tu amor.
Y ahora quiero escuchar de tus propios labios las palabras más bellas que he oído en mi vida, que me traen el mensaje de tu providencia diaria como signo eficaz de la plenitud de la salvación que en ellas se encierra. Dilas despacio, Señor, que las escucho con el corazón abierto.
‘Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré, porque conoce mi nombre;
me invocará y lo escucharé.
Con él estaré en la tribulación,
lo defenderé, lo glorificaré;
lo saciaré de largos días,
y le haré ver mi salvación.’
Gracias, Señor.
Acariciar al tigre
Pegatina en un coche:
‘¿Ya has abrazado a tu hijo hoy?’
La caricia del tacto. El calor de la cercanía. El lenguaje del cuerpo. Aprender a tocar es repartir vida. Abrazar es compartir. Cariño hecho realidad en la expresión palpable. Tan fácil de hacer y tan grato de recibir. Y, sin embargo, tan poco corriente en la práctica, que necesitamos que nos lo recuerden. Nos cuesta tocarnos.
Quizá sea la timidez inicial del rubor del niño que llevamos dentro. Quizá sea el temor de peligros escabrosos que nos han predicado. Quizá sea el miedo encubierto de precipitar sentimientos que aceleren intimidades. Quizá sea también porque sospechamos que vale tanto el tesoro que tememos desperdiciarlo. El hecho es que no nos fiamos de nuestra piel y la resguardamos con exceso del contacto saludable en intercambio vital. Aislamiento cutáneo. Y, por muchas cremas con que la untemos, se marchita la piel sin el contacto human. Arrugas prematuras.
Podemos empezar con la naturaleza. También a ella le gusta. Tocar una planta, acariciar una flor, abrazar un árbol. También la vegetación tiene piel y siente el contacto y aprecia el cariño. Sentir en los dedos, hechos para el tacto, la textura delicadamente variada del árbol vivo. Rozar levemente los pétalos tenues de la flor abierta. Apoyar la palma entera en el verdor refrescante de la hierba reciente. Es vida tocando vida. Y cuando la vida toca a la vida en respeto mutuo, surge la vida.
Los animales aún están más cerca. La espalda de un gato, el perfil de un perro, el lomo de un caballo. Dijo Víctor Hugo: ‘Dios hizo el gato para que el hombre pudiera acariciar al tigre.’ Bella fantasía. A ella podemos añadir el consejo práctico: acariciemos a los animales para aprender a acariciar a las personas. Más peligrosa es una persona que un tigre. Más peligrosa es su cercanía, su intimidad, su abrazo. Entrenémonos en nuestros hermanos cercanos. Liberemos el tacto. Ensayemos los dedos. Intentemos la caricia. Vivamos de cerca la experiencia de ver cómo el tacto despierta a la vida, y que esa experiencia nos prepare y anime a despertar vida en las relaciones humanas.
Que no vuelva a hacer falta recordarle a un padre, desde una pegatina en la ventanilla trasera de un coche, que no deje pasar el día sin darle un abrazo a su hijo. Y un beso.
El pie descalzo del bebé
Voy en el autobús cuando entra una mamá con un bebé en su cochecito. Lo aparca a mi lado entre los asientos. El niño lleva un zapato en un pie, bien reluciente y atado, y nada en el otro. Da ternura ver el pie descalzo de un niño pequeño. Tan bien formado, tan diminuto, tan promesa presente de firmeza futura. Me fijo, y lleva el zapato correspondiente agarradito en su mano. La mamá le reconviene: ‘No, hijo mío, así no. El zapato es para llevarlo en el pie, no en la mano. Si no quieres llevar zapatos, te quito los dos y los guardamos en la bolsa y ya te los pondré luego. Y si quieres llevarlos te pongo los dos, pero un pie con zapato y otro sin él no puede ser. Hace feo. Hala, suelta el zapato y te lo pongo.’
Niño: ‘Ggggg’
Mamá: ‘Mira, además no está bien llevar el zapato en la mano. Con el zapato pisas el suelo y coge gérmenes y se ensucia, y si luego lo coges con la mano te ensucias tú y te pones enfermo con los gérmenes. Anda, déjalo que te lo pongo bien puesto.’
Niño: ‘Rrrrr’
Mamá: ‘Mira toda esta gente en el autobús. ¿Qué dirán de ti? Que eres un niño maleducado. Y yo no quiero que mi hijo sea maleducado. El zapato te hace muy bonito en el pie y te gustó cuando te los compré en El Corte Inglés y es bien caro y lo has llevado siempre muy bien y no tienes razón para hacer lo que estás haciendo ahora.
Niño: ‘Jjjjj’
Les ha llegado su parada y se bajan del autobús. Yo me quedo pensando. ¿Por qué serán los niños así? ¿Y por qué seremos todos así? ¿No hacemos todos lo mismo? Ggggg. Rrrrr. Jjjjj.
Al fin y al cabo lo que el niño quería era establecer su independencia. Como hacemos nosotros. Rabietas contra las autoridades. Zzzz. Lo que pasa es que nuestros pies no son tan bonitos como los del bebé.
Y también, ¿por qué no nos dejan ir con un pie calzado y otro descalzo si así lo queremos? No hacemos daño a nadie.
La luna
“Tenemos que ser como la luna”, decía y repetía uno de los ancianos de nuestro pueblo, Kabati, en África. Cuando íbamos al río a por agua, o a los campos a trabajar, o a cazar, o a extraer la savia de las palmeras, nos lo decía una y otra vez sin explicarlo nunca, sin decir otra cosa, sonriente y sabio, sentado a la puerta de su casa. Yo le oía siempre sin entender, y tampoco me preocupaba por saber qué quería decir. Por fin un día me entró curiosidad y le pregunté a mi abuela, “¿Qué quiere decir ese anciano cuando nos dice que tenemos que ser como la luna?”. Ella me explicó. Me dijo que era un dicho para recordarnos que teníamos siempre que ser considerados y delicados con los demás. “La gente se queja cuando hace mucho sol y el calor se hace inaguantable, y también se queja cuando no hace sol y está nublado y llueve y nos mojamos y tenemos frío. Se quejan cuando el sol luce, y se quejan cuando no luce. Pero nadie se queja de la luna. La luna aparece en el cielo, más grande o más pequeña, más pronto o más tarde, pero siempre suave y delicada, y nadie se queja de ella. Al contrario, todos se alegran al verla. Y además varía de aspecto y de hora, mientras que el sol es siempre igual y aburrido. Cuando la luna se esconde y no aparece en toda la noche, nos hace desearla y esperarla con ilusión. Y cuando se muestra redonda y completa en toda su belleza, bailamos toda la noche y nos contamos cuentos unos a otros y nos sentimos felices. Por eso nos dicen que tenemos que ser como la luna. Suaves y delicados con todos. Y alegres y entretenidos. Acuérdate siempre.”
(Ishmael Beah, A Long Way Gone, (boy soldier), Fourth Estate, London 2007.)
[He trascrito este párrafo en una noche de luna llena. Está luciendo en el cielo y está maravillosa. No me canso de mirarla.]
Gracias, Pilar, por este poema de Bertold Brecht que me enviaste hace tiempo y he recordado hoy.
“De todos los objetos, los que más amo son los objetos usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera han sido cogidos por muchas manos.
Estas son las formas que me parecen más nobles.
Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba,
me parecen objetos felices
impregnados por el uso de muchos,
a menudo transformados,
han ido perfeccionando sus formas
y se han hecho preciosos
porque han sido apreciados muchas veces.
Me gustan incluso los fragmentos de escultura con los brazos cortados.
Vivieron también para mí.
Cayeron porque fueron trasladadas,
se las derribaron fue porque no estaban muy altas;
las construcciones casi en ruinas parecen todavía proyectos sin acabar, grandiosos;
sus bellas medidas pueden ya imaginarse, pero aún necesitan de nuestra comprensión.
Y, además, ya sirvieron, ya fueron superadas incluso.
Todas estas cosas me hacen feliz.”
Salmo 91 – Canto de optimismo
Ojalá fueran todos los días como hoy, Señor! Me encuentro ligero y feliz, lleno de fe y de energía. Siento de veras todas esas quejas, protestas e incluso acusaciones que te hago cuando me encuentro mal. No me explico ahora cómo he podido ser tan ciego a su presencia y tan olvidadizo de tus gracias, por mal que me haya sentido a ratos. Es verdad que hay momentos oscuros en la vida, pero también lo es que hay días maravillosos como el de hoy, en los que luce el sol y cantan los pájaros y me dan ganas de contarle a todo el mundo la felicidad que he encontrado en ti, que es la mayor felicidad que puede darse en este mundo y en el otro.
“Es bueno dar gracias al Señor y
tañer para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad,
con arpas de diez cuerdas y laúdes
sobre arpegios de cítaras:
porque tus acciones, Señor, son mi alegría,
y mi júbilo las obras de tus manos.
¡Qué magníficas son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!”
Sólo el canto y la música pueden expresar la alegría que hoy siento, Señor. Vengan arpas, cítaras y laúdes a cantar las glorias de tu majestad, a proclamar a voz en cuello qué grande eres y qué maravilloso es estar a tu servicio y formar parte de tu pueblo. ¿Cuándo verán todos los hombres lo que yo veo?, ¿cuándo vendrán a ti para beber en las fuentes de tu gracia la felicidad que sólo tú puedes dar? ¡Si sólo conocieran tu cariño y tu poder! ¿Cómo decírselo, Señor? ¿Cómo hacerles llegar a otros la felicidad que yo siento? ¿Cómo hacerles saber que tú eres el Señor, y que en ti se encuentra la felicidad final que todos deseamos?
No quiero predicar, no quiero discutir con nadie. Sólo quiero vivir la integridad de la felicidad que hoy me das y dejar que los demás vean lo auténtico de mi alegría. Mi único testigo es mi buen humor; mi mensajero es mi satisfacción personal.
“A mí me das la fuerza de un búfalo
y me unges con aceite nuevo.
El justo florecerá como palmera
se alzará como cedro del Líbano:
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios:
en la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso;
para proclamar que el Señor es justo,
que en él que es mi roca, no existe la maldad.”
Ese es mi alegre temple de hoy. Gracias por él, Señor, haya de durar mucho o poco; y quede también firme desde ahora mi aceptación de cualquier otro temple que quieras enviarme, alegre o sombrío, según te plazca en el orden secreto de tu divino querer.
“Señor, tú eres excelso por los siglos.”
“Los gatos los inventaron los chinos.”
(Ramón Gómez de la Serna)
El gato es la criatura Zen por excelencia. Dueño de los mejores rincones de la casa, relajado al límite, rey del ocio perpetuo, objeto de caricias. No tiene que guardar la casa como el perro, ni estar encerrado en una jaula y piar como el canario. Antes decían que tenía que cazar ratones, pero aun eso era deporte gastronómico y no obligación laboral. El gato se mueve con elegancia felina, pisa con suavidad algodonada, salta sin esfuerzo, y vive sin ruido. Su cuerpo se ajusta por sí mismo a las curvas del mullido sillón, y su anatomía se mezcla con el regazo humano en reposo orgánico. Siempre alerta y siempre descansado. Sueño instantáneo, e inmediato despertar. Se posee a sí mismo con fácil totalidad, señor de su mirada y conquistador de su espacio. Conciencia ambulante del entorno absoluto. Vivencia exacta del paisaje circundante que encuentra su centro en la unidad despierta de su intenso vivir. El gato, reposado y callado, anónimo y silencioso en olvido publicitario, se convierte súbitamente en la convergencia de todos los vectores de atención al pasar a la acción instantánea con efectividad inmediata. Monje budista en la contemplación inmutable del misterio de la vida en el milagro de creación.
Tengo ante mí la reproducción de una pintura china de un gato. Se está riendo de mí. Me dice; “A ver cuando aprendes a ser como yo. A andar reposado, sin prisas ni sustos, y a saltar al instante en cuanto se presente la ocasión. A caer en la cuenta de todo, observar todo, parecer indiferente a todo, solo para escoger en el momento preciso la postura favorita o el manjar selecto, y disfrutar los placeres diarios con la intensidad inocente y discreta de sibarita profesional. A dormir profundamente con todo el cuerpo en el ritmo visible de la respiración plena y tranquilizante. A dejarte querer de los humanos como si tuvieras derecho a sus caricias y a que todos te quieran como la cosa más natural del mundo. A vivir despreocupado y alegre, y a desaparecer un día con el mismo silencio con que llegaste, sin pensar que el mundo vaya a angustiare porque haya un gato menos. A ver si aprendes, que esa será la manera de pagar yo la deuda que tengo contigo y con todos los humanos por lo bien que me habéis tratado en toda mi vida sin merecerlo.”
El gato del retrato me sigue mirando. Aunque todos los gatos del mundo son iguales, caigo en la cuenta de que es un gato chino. Tenía razón el genial autor de las “Greguerías”. A los gatos los debieron inventar los chinos.
Estar en la zona
El pasado día 2 di unas charlas sobre espiritualidad en Sevilla, y esto es algo de lo que dije.
Hoy, 2 de octubre, es la fiesta de nuestros Ángeles Custodios, así es que lo primero es un saludo de mi Ángel para todos los vuestros, con el deseo de que pasen un buen día y nos lo hagan pasar a nosotros.
La espiritualidad es lo que nos une a todos los que buscamos a Dios. Las religiones en plural nos dividen. Los cristianos observamos el domingo, los judíos el sábado, los musulmanes el viernes, los hindúes ningún día en particular en la semana. Nuestra ciudad santa es Roma, Jerusalén, La Meca, Benarés; nuestras escrituras el Antiguo Testamento, el Nuevo, el Corán, los Vedas. Los cultos distintos en plural nos dividen. La religión en singular, la religiosidad, la espiritualidad nos une.
Una vez en Delhi, al salir el sol en el terreno sagrado de la tumba de Mahatma Gandhi donde muchos nos habíamos congregado de mañana, vi a un caballero musulmán y a uno parsi (de la religión de Zoroastro) preparados para hacer una inclinación reverente al sol en cuanto apareciera el primer rayo. Con una diferencia. El parsi miraba hacia el sol, pues en él reverencian y adoran ellos a la naturaleza, mientras que el musulmán miraba hacia La Meca para su primera oración del día. Desde Delhi, La Meca está al oeste, mientras que el sol sale siempre al este, con lo cual el musulmán y el parsi se daban mutuamente la espalda. Los dos se inclinaron profundamente al mismo tiempo…, y se dieron culo con culo embarazosamente. Se les estropeó la oración y nos hicieron reír (disimuladamente) a todos. Dos personas religiosas profundamente unidas en la fe y profundamente divididas en la práctica.
John Pritchard, obispo anglicano de Oxford, da una cita inusual en su excelente libro sobre el sacerdocio. Es del cantante Bono que no esconde su religiosidad, y dice: “Con frecuencia pienso si la religión es el enemigo de Dios. Casi se puede decir que la religión es lo que sucede cuando el Espíritu se ha marchado. El Espíritu de Dios se mueve en nosotros y en el mundo a un paso que ningún sistema religioso permite. El Espíritu descrito en las Sagradas Escrituras es mucho más anárquico que lo que permite cualquier religión establecida.” (Y el obispo continúa:) “La gente más y más va separando la religión de la espiritualidad. A la Iglesia se la ve como algo que estorba o que no cuenta. Representa una edad pretérita, y cuando intenta anunciar la Buena Nueva suena como un locutor de radio anunciando una depresión en Islandia.” Palabras del obispo.
Otra cita inusual. Otro cantante, Mike Oldfield de Tubular Bells, escribe: “La espiritualidad ha influenciado definitivamente mi música. Tenemos hasta un nombre para ello, lo llamamos ‘estar en la zona’. Es una emoción mágica. Le puede pasar a un deportista, un artista, a cualquiera. Cuando te llega, quedas conectado al inmenso poder de la naturaleza, a Dios al universo, a todo. Actúan a tono con todo eso, y te haces, no ya solo un músico grabando discos, sino que estás conectado a la energía misma en su fuente.”
Me gusta lo de “estar conectado” y “estar en la zona”. Expresiones jóvenes de contacto trascendente. Hay que recobrar esa espiritualidad. Se ha dicho que la Iglesia perdió a los intelectuales en el siglo XIX, a los trabajadores el siglo XX, y a los jóvenes en el siglo XXI. Ahora está perdiendo a las mujeres –y a los curas ya los perdió hace tiempo–. Hay que recobrar posiciones. Hay que volver a conectarse: con la realidad, con la vida, con Dios.
Otra cita del obispo de Oxford: “Lo único que ha de importarle al sacerdote (y similarmente a todos los cristianos) son estas tres cosas: la gloria de Dios, el sufrimiento en el mundo, y la renovación de la Iglesia.” Les dije en Sevilla que esas tres preocupaciones del obispo me habían impresionado tanto que consideraría bien empleado mi viaje a Sevilla aunque solo les hubiera dado esa cita y me hubiera vuelto a Madrid sin más. La gloria de Dios es expresión querida para todo jesuita por ser el lema de san Ignacio; el sufrimiento del mundo es el contacto más directo y profundo con la humanidad entera, pues todos sufren en el mundo, pobres y ricos, liberados y por liberar, cristianos y paganos; y la renovación de la Iglesia es la condición para que la Iglesia, que tanto bien ha hecho y hace en el mundo, lo pueda hacer en plenitud. Ahí está resumido todo. Y hay que trabajar por ello.
Otra cita de Albert Nolan en su libro, “Jesús, hoy”: “Uno de los desarrollos más significativos de nuestro tiempo es la separación entre espiritualidad y religión. Las instituciones religiosas tienden a fosilizarse, a hacerse legalistas, dogmáticas y autoritarias. Mi experiencia con los jóvenes, negros y blancos, en la escuela y en la universidad, durante más de treinta años, es que ninguno de ellos, excepto los fundamentalistas y los neoconservadores religiosos, están interesados ya en doctrina y dogmas. Son cada vez más las personas, especialmente jóvenes, que han renunciado a todas las certezas del pasado: certezas religiosas, certezas científicas, certezas culturales, certezas políticas y certezas históricas. Esto es el postmodernismo.”
Sigo yo. El modernismo fue el optimismo generado por la ciencia desde Newton y Descartes, que hizo creer en un progreso imparable de la humanidad de manos de la ciencia, una vez superadas las barreras de la religión. Pero dos guerras mundiales sobrevinieron, fascismo, comunismo y capitalismo destruyeron ese optimismo, y nos han dejado con un escepticismo universal sobre ideologías e instituciones, tanto de la ciencia como de la religión, en el que ahora navegamos. Postmodernismo.
La reacción ha sido (aparte del nacimiento de organizaciones religiosas de extrema derecha), la vuelta a la espiritualidad que está por encima de organizaciones y legislaciones. Es la base de la verdadera renovación.
La espiritualidad se basa en el desprendimiento. Es la primera bienaventuranza. Bienaventurados los pobres de espíritu. Sencillez en la vida y no agarrarse a nada. Lema de un amigo mío indio: “Si puedo pasarme sin ello, me paso.” Sin exagerar tampoco, claro. Luego la espiritualidad busca la presencia de Dios. Estar conectados como diríamos ahora. Con cobertura para el móvil. No es que haya que estar hablando todo el tiempo, pero estamos siempre disponibles y abiertos. Y el móvil suena. Nos llaman de arriba. O llamamos. Estaríamos perdidos sin el móvil. Que no se acabe la batería. Y al fin la verdadera espiritualidad lleva al servicio. Orar para servir. “Lo que hicisteis a cualquiera de estos, a Mí me lo hicisteis.” Estaba yo cansado el otro día ante el ordenador contestando a correos electrónicos que me alegran el alma pero me cansan el cuerpo, cuando me ocurrió adaptar el dicho de Jesús: “Lo que le contestaste a cualquiera de estos, a Mí me lo contestaste.” Me cambió el día. Luz y alegría. Sonreír ante el ordenador. Espiritualidad digital. Vivir para compartir. Ángeles Custodios. El Vaticano tiene tres super-ordenadores a los que ha dado los nombres de Gabriel, Rafael, y Miguel. Alas electrónicas.
Me has hecho una pregunta directa y sencilla, Jorge, que también tiene una respuesta sencilla, pero que luego trae consecuencias. Me has preguntado si todas las palabras de Jesús en el evangelio hay que tomarlas al pie de la letra. La respuesta es que no, y la consecuencia más delicada es que entonces cómo sabemos cuáles hay que tomar al pie de la letra, y cuáles no. Eso no lo has preguntado, pero es lo más difícil.
Que no todas hay que tomarlas al pie de la letra es evidente. Algunos ejemplos: “Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo”, “el que no odia a su padre y a su madre no es digno de mí”, “todos los que vinieron antes de mí son bandidos y ladrones”, “hay eunucos que se castraron por el reino de los Cielos”, “estrecha es la entrada y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que lo encuentran”, “muchos son los llamados y pocos los escogidos.” Yo no creo que sean pocos los que van al cielo mientras que la mayoría del género humano se vaya al infierno por toda la eternidad. No quedaría muy bien Dios Padre si hubiera creado el género humano sabiendo que la mayor parte iba a pasarse la eternidad en el infierno. Jesús exagera. Los exegetas nos dicen con un dejo de autoridad que la lengua hebrea (aramea) que usaba Jesús llevaba esos giros de exageración, de modo que Jesús no hacía más que hablar como su pueblo. También nosotros decimos que los andaluces exageran, y nos encanta su manera de hablar. Algo de andaluz tendría Jesús, lo que le hace más atractivo todavía en vez de ser la figura rígida y solemne que nos presentan. Orígenes tomó lo de castrarse al pie de la letra, y luego precisamente no le dejaron ordenarse de sacerdote por haberlo hecho. Son ejemplos claros. Lo delicado es luego cuándo tomar las palabras de Jesús al pie de la letra y cuándo no. En eso seguimos a la tradición y al magisterio de la Iglesia. Y, sencillamente, al sentido común. Orígenes se pasó. Y no todos los que vinieron antes de Jesús fueron bandidos y ladrones. Yo le digo a Jesús que lo siento, y ya sé que nadie dice de él estas cosas, pero si él las dijo yo las puedo citar y explicarlas a mi manera. Espero que Jesús esté de acuerdo conmigo.
Salmo 92 – El Señor de las aguas
Contemplo con temor reverente el espectáculo eterno de las aguas enfurecidas de un mar en rebeldía que se abaten sin tregua sobre las rocas altaneras del acantilado inmóvil. El fragor creciente, la marea en pulso, el choque frontal, la furia blanca, la firmeza estatuaria, la espuma rabiosa, el arco iris súbito, la omnipotencia frustrada, y las aguas que retroceden para volver a la carga una y otra vez. Nunca me canso de contemplar el poder del mar, el abismo original donde se formó la vida, la profundidad secreta, el palpitar incansable, la oscura transparencia, la extensión sin fin. Imagen y espejo del Señor que lo hizo.
“Más que la voz de aguas caudalosas,
más potente que el oleaje del mar,
más potente que el cielo
es el Señor.”
Adoro tu poder, Señor, y me inclino en humildad ante tu majestad. Me regocijo al ver destellos de tu omnipotencia, al verte como Dueño absoluto de la tierra y del mar, porque yo lucho en tu bando, y tus victorias son mías. Aumenta mi confianza, mi valor y mi alegría. Mi Rey es Rey de reyes y Señor de señores. Mi vida es más fácil, porque tú eres Rey. Mi futuro está asegurado, porque tú reinas sobre todos los tiempos. Mi salvación está conseguida, porque tú, Dios omnipotente, eres mi Redentor. Tu poder es la garantía de mi fe.
“Me gusta contemplar el mar,
porque me habla de tu majestad, Señor.
El Señor reina, vestido de majestad.”
Escuela de esquí
Leo la dedicatoria del libro “El esquiador centrado” de Denise MacCluggage:
“Dedicado a Velma F. McCluggage, mi madre;
A Al Cheng-liang Huang, mi maestro de T’ai Chi;
Y a Hathaway, mi gato; maestro T’ai Chi de todos.”
El doctorado del gato. Maestro de maestros. Entrenador silencioso, demostración práctica, lección viviente. Míralo y aprende. Obsérvalo y empápate de sus movimientos. Envídialo y síguelo en su andar relajado y su descanso ejemplar. Maestro permanente en cualquier hora del día y en cualquier rincón de la casa. Aprendizaje por compañía.
La autora del libro fue jefa de redacción de deportes en el New York Herald Tribune, campeona de automovilismo en Montecarlo y Sebrig, paracaidista y esquiadora. El libro es sobre el esquí y lo abre con esta sorprendente frase:
“Mucho antes de que comenzara a estudiar chino y T’ai Chi, y a coleccionar postres de Bruce Lee, ya intuía que el saber chino me ayudaría a esquiar mejor.”
Relaciona a los gatos con los chinos. A través del T’ai Chi, y con consecuencias deportivas. No es que en chino haya tratados de esquí cuyo estudio facilite la práctica del blanco deporte. Es algo más profundo y más verdadero. El lenguaje y a la mentalidad que él expresa y condiciona, determinan nuestra percepción de la realidad, en la lógica rectilínea y sucesiva de las lenguas occidentales, o en la intuición integrada del chino, y esa actitud es la que enseña a esquiar mejor y a vivir mejor.
“A lo largo del tiempo había permitido que la linealidad avasalladora del inglés, mi único idioma, me atrapara. A medida que avanzaba una palabra retumbante tras la otra, formando frases y luego retumbando hasta formar otra frase, seducía mi pensar a marchar también en esa forma. Al ocurrir una palabra tras la otra, una línea tras la otra, la secuencialidad del lenguaje me cautivaba. Siempre había algo que ‘seguía’ a otro algo, debido a la naturaleza misma de la disposición. Así me quedé estancada en una noción ordenada de cause y efecto y trance, en una visión simplista del tiempo como si se moviera en una avenida con tránsito en un solo sentido.
Fue entonces cuando decidí que el chino sería un idioma mejor que el inglés para aprender algo que involucraba la simultaneidad. Todo lo que yo sabía en ese momento acerca del chino provenía de los menús chinos; pero sospechaba que un carácter valía por lo menos mil palabras. Me imaginaba que los caracteres chinos contenían totalidades dentro de totalidades y significados entreverados con significados, disminuyendo así el riesgo de que lo simultáneo fuera tomado por lo secuencial.
Tenía la seguridad de que en los caracteres chinos la energía se enrosca hacia atrás, sobre sí misma. De tal modo, siempre se reabastece, en lugar de desparramarse hacia los vastos márgenes blancos, disipando su fuerza. El chino – pensaba – es más total, es más entero, es más…, bueno, ‘gestalt’ (un remanente favorito de mis flirteos universitarios en el alemán). Y el esquí era también todas las cosas, totalidad y entero, ‘gestalt’, fluir. No era lineal absoluto, no era como el inglés en el cual yo me había encerrado. Por lo tanto el chino me ayudaría a esquiar.
El libro entero da testimonio de que así fue. La naturalidad en las curvas, el equilibrio del cuerpo, la unidad con el paisaje, el centro de energía en el centro de movimiento. Menos lógica y más contacto, menos discurrir y más sentir, menos programar y más dejar suceder. Atención relajada y distracción alerta. Despertar de sentidos e imaginación por encima de argumentos y deducciones. El libre pincel del calígrafo chino frente a la máquina de escribir electrónica cómoda, sí, pero tiránicamente monótona, rectilínea, secuencial.
Me resulta ya un poco tarde en la vida para entrenarme a esquiar o aprender chino. Siempre me queda el gato.
¿A usted qué le importa?
Voy andando de mañana temprano por la calle un sábado y paso junto a un grupo de jóvenes que han descolgado y arrastrado un contenedor de basura y lo están poniendo entre todos encima de un coche allí aparcado entre risas y gritos. No hay nadie más en la calle. Lo veo todo pero no digo nada. Uno de los jóvenes, al pasar yo a su lado me dice desafiante, “¿Y a usted qué le importa?”
Yo no he dicho nada, pero él siente que yo no estoy de acuerdo con lo que están haciendo y tiene la necesidad de decirme algo. Es decir, él está proyectando sobre mí lo que su propia conciencia le dice. Él sabe perfectamente que lo que está haciendo está mal, proyecta esa conciencia sobre mí, imagina (con razón) que yo no apruebo lo que están haciendo, y se defiende cuando yo no le he acusado. “¿A usted qué le importa?”
Esto quiere decir que los que dicen que cuando los jóvenes hacen gamberradas en público no saben que está mal hecho lo que hacen, se equivocan. Los jóvenes saben perfectamente que está mal, pero tienen que hacer algo que esté mal, algo que no aprueben los mayores, algo revolucionario, algo contra el orden público, algo “progre”, algo “anti-sistema” para demostrarse a sí mismos y al grupo que ellos son distintos, independientes, libres, originales y espontáneos… cuando precisamente lo que le están demostrando al grupo y a sí mismos y al mundo entero es que son todo lo contrario. Son rutinarios, dependientes, y sometidos al grupo. Y saben que hacen mal cuando ponen un contenedor de basura encima de un coche. Aunque pongan cara de héroes.
No hace falta mucha valentía para desmontar un contenedor de basura. Ni lleva mucha imaginación tratar de ponerlo encima de un coche. Ni creo que las chicas del grupo aprecien más a los chicos porque se atreven a tal proeza. Quizá hay alguna en el grupo que en el fondo desaprueba de todo y se siente molesta. Pero es el grupo, y hay que reír y aplaudir. No es su mejor momento. No todos los jóvenes son así. Y esos mismos jóvenes tampoco serán así el resto de la semana. Ahora es temprano por la mañana un sábado. Ellos han pasado la noche del viernes en grupo de bar en bar. El “finde”. El botellón. El mogollón. El contenedor de basura resbala de encima del coche donde lo han puesto y cae al suelo. Un chico le da una patada y la basura se extiende por la acera. Han consumado la hazaña del día. El grupo sigue adelante. ¿Y a usted qué le importa?
El sábado
Estaba yo escribiendo un nuevo libro, y me ha ocurrido que un párrafo de él podía venir bien aquí, y lo adelanto. Comenta la expresión de Jesús, “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”, y trata con libertad de la obediencia a leyes de la autoridad religiosa. Dice así:
La expresión “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”, en el contexto hebreo en que la pronunció Jesús, es la declaración más clara y profunda de la libertad y dignidad humana frente a toda ley, aunque sea tan sagrada como el sábado lo era para los israelitas, y haremos bien en conservar y atesorar y recordar esa libertad ante leyes de todas clases y en todos los tiempos. Todas las leyes se hacen para el bien del hombre, sin duda, pero muchas lo atan en vez de liberarlo, y lo condenan en vez de absolverlo. Entonces llega el momento de acordarse que el sábado existe para el hombre, no el hombre para el sábado.
Con todo respeto, legisladores eclesiásticos y autoridades religiosas, vuestras leyes se hicieron para los hombres, y no los hombres para vuestras leyes. No os olvidéis. Y no os enfadéis, legisladores y autoridades, si os lo recordamos de vez en cuando y actuamos en consecuencia, y si os repetimos, con respeto y humildad, que hay leyes concretas vuestras sobre conducta moral que muchos de vuestros leales súbditos no aceptan y no siguen, y su conducta personal se aleja en la práctica de vuestro mandamiento oficial. Y vosotros lo sabéis. Acordaos, en vuestra actividad legislativa con vuestros preceptos y sanciones y mandamientos y prohibiciones, de los que sabemos que todo eso se hizo para nosotros, y no nosotros para ello. Y eso nos lo recordará siempre la actitud de Jesús frente al sábado.
El sábado es el signo, la parábola, el certificado de la liberación del cristiano. Jesús es, en frase definitiva, el Señor del sábado, y esa frase le define tan bien como cualquier otra como Dios absoluto que hasta en el sábado puede mandar. Y en él, como Señor del sábado, disfrutamos nosotros de la bendición del sábado sin quedar ya nunca atados por su servidumbre legal y literal separada de su espíritu, y lo mismo en todas las leyes. Jesús mantuvo la Ley (el sábado), pero interpretó su práctica para sus seguidores en su tiempo. Lo mismo sigue haciendo para nosotros hoy en nuestras conciencias. Aunque Jesús precisamente tuvo que sufrir por eso.
Menos mal que no me consultas el asunto por ti misma sino porque es el de alguien que te lo ha dicho. Con todo respeto, pero es una concepción intolerable, por más que algunos crean en ella. Me dices que una amiga tuya tiene un hijo pequeño al que le han declarado una enfermedad terminal, y ella le está pidiendo a Dios que le pase la enfermedad a ella misma para que se salve su hijo aunque muera ella. Sé que hay madres devotas y buenas que piensan y hacen eso, pero con todo respeto y cariño hay que decirles que están equivocadas. Dios, en su concepto, sería como esos ogros de los cuentos que reclamaban del pueblo que les entregasen una víctima cada día, fuera la que fuera, y podían cambiar una víctima por otra con tal de darle a él su víctima diaria. O como lo que hacían en los campos de concentración cuando tomaban a diez prisioneros cualquiera y los ejecutaban como represalia por alguien que se había fugado. Y no les importaba que un prisionero, que no era de los diez señalados, se ofreciera a tomar el lugar de otro, con tal de que fueran diez. Es lo que hizo Maximiliano Kolbe en Auschwitz y por eso lo canonizó Juan Pablo II. Pero Dios no es como los verdugos de Auschwitz. ¡Qué disparate! Cuando Dios concede una gracia, la concede del todo, con generosidad absoluta y sin regateos indignos. Que rece tu amiga por la salud de su hijo, pero que no se ofrezca como víctima de cambio en su lugar. Sí, ya sé que es una muestra excelsa de amor materno, pero también es un excelso disparate. Explícaselo con cariño.
Salmo 93 – Enséñame, Señor
“Dichoso el hombre a quien tú educas,
al que enseñas tu ley.”
Necesito que me eduques, Señor. Quiero ser alumno dócil en tu escuela sin muros. Quiero observar, quiero asimilar, quiero aprender. Sé que la enseñanza dura todo el día, pero yo no aprendo, porque no me fijo, no sé leer las situaciones, no reconozco tu voz.
Enséñame a través de los acontecimientos de cada día. Tú eres quien me los pones delante, así es que tú sabes el sentido y la importancia que tienen para mí. Enséñame a entenderlos, a descifrar tus mensajes en un encuentro fortuito, en una noticia fresca, en una alegría súbita, en una preocupación persistente. Tú estás allí, Señor. Tu mano ha trazado esos rasgos. Tu rostro se esconde en todos esos rostros. Enséñame a reconocerlo. Enséñame a entender todo lo que tú quieres decirme en cada uno de esos sucesos y encuentros a lo largo del día.
Enséñame a través de los silencios del corazón. Tú no necesitas palabras ni escritos. Tú estás presente en mis cambios de ánimo y tú lees mis pensamientos. Enséñame a conocerme a mí mismo. Enséñame a entender este lío de sentimientos y este embrollo de ideas que llevo dentro y con los que no sé qué hacer. ¿Por qué reacciono como reacciono? ¿Por qué me siento triste de repente sin motivo? ¿Por qué me enfado con los que más quiero? ¿Por qué no puedo rezar cuando quiero hacerlo? ¿Por qué dudo de ti mientras proclamo mi fe en ti? ¿Por qué me odio a mí mismo cuando sé que tú me amas? ¿Por qué soy tal enigma para mí mismo que, cuanto más me examino, menos me entiendo?…
Enséñame a través de los demás, enséñame a través de la experiencia, enséñame a través de la vida. Libera mis instintos de la rutina y los prejuicios que los atenazan, para que me guíen con la sabiduría de la naturaleza a través de la selva de decisiones diarias. Reanima mis sentidos para que me devuelvan el aroma de la creación a través de la amistad de mi propio cuerpo. Acalla mi mente para que pueda recibir con inocencia virginal las imágenes prístinas del mundo del pensamiento. Purifica mi corazón para que adquiera la confianza de latir al compás de los ritmos eternos de la creación, en cercanía de amor.
Enséñame a través de tu presencia, de tu palabra, de tu gracia. Hazme ver las cosas como tú las ves; hazme valorar lo que tú valoras y rechazar lo que tú rechazas. Hazme confiar en tu providencia y creer en la bondad de los hombres aun cuando me hagan daño o me desprecien. Hazme tener fe en tu acción entre los hombres para que encuentre alegría en la esperanza de la venida del Reino.
Enséñame, Señor, enséñame día a día; haz que me entienda mejor a mí mismo, a la vida y a ti. Enciende en mi mente la luz de tu entender para que guíe mis pasos a lo largo del camino que lleva a ti. Enséñame, Señor.
Ética cibernética
“Los ordenadores son inútiles.
Solo sirven para dar respuestas.”
(Picasso)
El arte se ríe de la máquina. Buen humor y buena crítica. Las respuestas no sirven para nada. Diálogos de manual en que todos saben lo que viene a continuación, y el que de antemano no lo sabe, no lo entiende por mucho que lo lea. Si la pegunta está bien hecha, contiene ya en sí misma la respuesta, y si no está bien hecha, no se hallará su respuesta por mucho que se busque. Las respuestas mecánicas no sirven para nada. Y eso es lo único que sabe hacer el ordenador. Por eso el ordenador –dice Picasso– no sirve para nada.
El ordenador sirve para ordenar cosas. Para catalogar listas, trasmitir pedidos, obtener información, anotar datos. Viene bien para hacer una reserva de avión, tener a la vista una cuenta corriente, verificar cuántas mercancías entran y salen cada día en un supermercado. Mil gracias a la máquina. Vale también –y esto es ya más íntimo y agradecido– para liberar a la persona de la servidumbre de cifras y cálculos, memorias y algoritmos, ahorrándole así su tiempo y sus energías para el trabajo creativo de imaginación que solo ella puede hacer. Gracias, aún más profundas, por esa liberación bienvenida y apreciada. Y por la comunicación fácil e instantánea que da en su correo electrónico –que no era todavía popular en tiempo de Picasso.
Y una vez dichas de corazón las gracias, sigamos también de corazón la crítica. Las respuestas son baratas. Son cuestión de tiempo. Lo que a mí me llevaría una hora lo hace el ordenador en un segundo. Pero eso es porque otra persona se ha pasado varias horas enseñándole al ordenador lo que tenía que hacer. Mis gracias a esa otra persona. Es cuestión de repetición y acumulación y rutina. Cuestión de decirme ahora lo que yo habría sabido de todos modos a su tiempo. O quizá lo que de todos modos ya me sabía. La respuesta que da una máquina no vale mucho, porque ya antes la había dado otro. Si no, no estaría en la máquina. Y decir lo que otro dijo no lleva a nada. Libro de texto; manual de reparaciones; recetario de cocina. Está bien para salir de un apuro, pero no para vivir la vida. Me entran ganas de parafrasear a Picasso: Los libros de texto son inútiles; solo sirven para pasar exámenes. Lo sé, porque he escrito varios libros de texto.
La verdadera respuesta es la que brota de mí mismo, la que encuentro yo por mi cuenta, la que invento, la que me imagino al menos que es respuesta, y lo es para mí porque yo la he hallado. No quiero preguntas fáciles ni atajos prestados. No quiero fórmulas de máquina ni andares de robot. No quiero máquinas. No quito momias. Quiero la libertad creativa de arriesgar mis respuestas y modelar mi vida. No quiero depender de la pantalla fría de dígitos iguales. No quiero preguntarle. Quiero inventar.
En un chiste, alguien teclea en un ordenador el cortés ruego: “Díganos algo sobre usted mismo.” Y en la pantalla aparece la respuesta: “Pienso, luego existo.” ¡Qué más quisiera!
Nos cuenta una modelo
Anécdotas de la vida de Pattie Boyd, sucesivamente casada con el Beatle George Harrison y con Eric Clapton:
p.81 Recibíamos cantidad de cartas de admiradores, y cuando la madre de George venía de Liverpool se las llevaba todas y las contestaba ella. Mientras tanto se acumulaban en montones en cajas de cartón por todos lados. No me olvidaré nunca cómo un día al volver a casa me encontré con las cajas desparramadas por todo el suelo y las cartas sacadas y revueltas. Parecía como si hubiera habido ladrones en la casa. Fui metiendo las cartas en las cajas y noté que un sobre había sido abierto. Estaba dirigido a Korky, que era nuestro adorable gato persa, y contenía unos brotes de nébeda, una hierba que les encanta a los gatos. Listo que él era, la olió, la encontró, la sacó y se la comió. También él recibía cartas de sus admiradores.
89. Los cuatro Beatles no sabían nada de dinero. Ni lo entendían ni lo aprendieron. Tenían a su manager Brian Epstein que les procuraba todo lo que necesitaban. Disfrutaban con los juguetes, bien caros a veces, que eso eran para ellos los objetos que les regalaban, pero nunca sabían cuánto dinero tenían. Si querían algo se lo pedían a Brian sin más. Eran como niños. Una vez fuimos a un restaurante sin Brian. Al cabo de dos horas con un buen menú y varias botellas de vino bueno, caímos en la cuenta de que entre todos juntos no teníamos dinero para pagar la cuenta. Sencillamente no estábamos acostumbrados a pagar en los restaurantes. O en ningún sitio. Total ignorancia financiera.
175. Una tarde en que John Hurt, el actor, estaba con nosotros, esperábamos a Eric Clapton, y George pensó organizar un duelo a guitarra con él. John quiso marcharse pero George le pidió que se quedase, y él me ha recordado este bello incidente. George bajó con dos guitarras y dos amplificadores pequeños, los colocó en el salón y se puso a pasear arriba y abajo en el salón impaciente hasta que llegó Eric –lleno de brandy como siempre. Apenas entró Eric por la puerta, George sin decir nada le entregó una guitarra –con un gesto de caballero andante del siglo dieciocho entregando una lanza a su adversario– y se pasaron dos horas sin decir una sola palabra en duelo a muerte. El aire era pura electricidad, y la música, abrumadora. Nadie dijo una palabra ni después de acabar, pero todos supimos que Eric había ganado. No se había dejado excitar ni meterse en las acrobacias musicales en que George se había metido. Fue él mismo y su música como siempre. Eric Clapton era imbatible en la guitarra –aunque estuviera borracho.
208. Eric me pidió por teléfono que me casase con él, y me rogó le contestase inmediatamente con el teléfono en la mano. Dudé un poco, pero él insistió que le respondiera allí mismo, y al fin le dije que sí. Lo que no supe hasta pocos días después de la boda fue lo que había pasado al otro lado del teléfono como me lo contó entonces Roger Forrester. Roger y Eric habían estado jugando a las cartas borrachos horas y horas, y al final hicieron una apuesta. Era ya tarde por la noche, y Roger le apostó a Eric que podía hacer que la foto de Eric apareciese en los periódicos el día siguiente. Eric le apostó mil libras a que no. Lo que hizo Roger fue telefonear al instante a Nigel Dempster, que era el columnista de sociedad del diario Daily Mail y amigo suyo, y decirle que Eric Clapton se iba a casar con Pattie Boyd el 27 de marzo en Tucson, Arizona. Cuando se despertaron por la mañana se encontraron con la noticia por toda la primera página del periódico con foto y todo, y les entró pánico. ¿Qué hacer? Varios millones de gente se habrían enterado ya de la boda, y la única que no lo sabía era la novia. De allí la llamada telefónica –y la insistencia desesperada por una respuesta inmediata. Nos casamos el 27 de marzo en Tucson, Arizona.
299. Hacer de musa de dos músicos tan creativos como George y Eric, y tener bellísimos y sentidísimos cantos de amor escritos para mí por ellos fue muy halagador, pero también me hizo sentir una presión enorme para ser la persona ideal a quien ellos cantaban –y que yo desde luego secretamente sabía que yo no lo era. Me pusieron en la obligación de ser perfecta, serena, alguien que entendía cualquier situación, que no pedía nada pero estaba dispuesta a satisfacer cualquier fantasía de los demás, que no tenía voz propia pero seguía complacida la de los otros. Eso no era realista, y nadie puede vivir a esas alturas –si es que son alturas. Ahora yo soy yo misma, pero me llevó mucho tiempo caer en la cuenta de que tenía que serlo, y más aún el descubrirme a mí misma porque mi propio ser había estado escondido demasiado tiempo. Toda mi vida joven yo había sido lo que otros esperaban que yo fuera: la pequeña de ocho años que se resignaba a vivir en un internado, la hermana mayor que protegía a sus hermanas pequeñas y tenía que ser su modelo en la vida, el icono de los sesenta, y la modelo fabulosa después. ¿Tienes idea de lo que te hace el ver tu foto en la portada de Vogue? No infla, sino que al contrario desinfla tu ego. Yo sabía perfectamente –como saben todas las modelos– que yo no me parecía en realidad a la imagen en la portada de la revista, porque, como todas las modelos, yo sabía cómo manipular mi cuerpo y hacerlo lucir. Es una ilusión. El público nunca ve a la persona real. Ven la fantasía y admiran la fantasía y se enamoran de la fantasía. Esa es la fotografía, la imagen que alguien se ha pasado horas retocando y mejorando. Tú sabes que en carne y hueso nunca eres ni serás así. Juegas el juego y haces lo que te dicen, pero cuando sales del estudio te dejas allí dentro la imagen. Luego tienes que arreglarte el pelo y maquillarte a fondo todos los días para que la gente no descubra la realidad tras la ilusión. Cuanto más éxito tienes como modelo, más insegura te haces, más preocupada por tus imperfecciones. Cuando ves otras modelos, todo lo que ves es que son perfectas, y así resulta que estás viviendo constantemente entre gente que tú te crees que son más atractivas que tú. Por fin ahora he dejado ya de pensar así y de preocuparme por eso. Ahora me encuentro totalmente feliz si voy al supermercado en vaqueros y sin maquillaje alguno, y si, como aún pasa algunas veces, alguien me para y me dice, “¿No eres tú Pattie Boyd?” le doy una gran sonrisa y contesto, “¡Sí!, ¡soy Pattie Boyd!”
Así acaba el libro. Apreciamos el talento en todas sus manifestaciones, geniales o caprichosas, y comprendemos sus limitaciones y sus éxitos. Y nos gusta –por lo menos a mí me gusta– conocer la cultura en que vivimos. Me gusta especialmente el título del libro: Wonderful Today. No puede ser mejor.
(Pattie Boyd, Wonderful Today, Headline, London 2007)
Hace unos días tuve una llamada telefónica diferente. Alguien llamaba, cogí el teléfono, mencionó mi nombre, dije que era yo, hubo una pausa, y luego esa misma voz femenina siguió hablando pero como si estuviera leyendo o recitando algo. Me costó un poco caer en la cuenta. Estaba leyendo al teléfono uno de los salmos comentados por mí en mi libro “Busco tu rostro”. Siguió leyendo. Yo seguí escuchando. Al poco rato se paró. Dijo: “No puedo seguir. Estoy llorando.” A mí se me humedecieron también los ojos. Lo dos llorando por teléfono. No acabó el salmo. Me dijo su nombre y me dijo algo sobre ella misma. Me dio las gracias por el libro. Yo le di las gracias por sus lágrimas. Merece la pena escribir un libro.
Salmo 94 – El descanso de Dios
“¡No entraréis en mi descanso!”
Esas son de las palabras más temibles que jamás te he escuchado, Señor. La maldición de las maldiciones. El rechazo definitivo. La prohibición de entrar en tu descanso. Pienso en la belleza y la profundidad de la palabra “descanso” cuando se aplica a ti, y comienzo a comprender la desgracia que será quedar excluido de él.
Tu descanso es tu divina satisfacción al acabar la creación de cielos y tierra con el hombre y la mujer en ellos, tu mandamiento del sábado de alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, tu eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre. Tu descanso es lo mejor que tienes, lo mejor que eres, el ocio de la existencia, la benevolencia de tu gracia, la celebración de tu esencia en medio de tu creación. Tu descanso es tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Tu descanso es esa cualidad divina en ti que te permite hacerlo todo pareciendo que no haces nada. Tu descanso es tu esencia sin cambio en medio de un mundo que vive en torno al cambio. Tu descanso eres tú.
Y ahora las puertas de tu descanso se me abren a mí. Me llaman a tomar parte en las vacaciones eternas. Me invitan al cielo. Me llevan a descansar para siempre. Esa palabra mágica, “descanso”, se ha hecho mi favorita, con su tono bíblico y su riqueza teológica. Un descanso tan enorme que uno tiene que “entrar” en él. Me rodea, me posee, me llena con su dicha. Veo enseguida que ese descanso es lo que ha de ser mi destino final, palabra casera y divina al mismo tiempo para expresar el fin último de mi vida: descansar contigo.
Ahora he de entrenarme en esta vida para el descanso que me espera en la siguiente. Quiero entrar ya, en promesa y en espíritu, en el divino descanso que un día ha de ser mío a tu lado. Quiero aprender a descansar aquí, a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de su descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua.
¿Qué es lo que no me deja entrar ya en ese descanso? ¿Qué es lo que te hizo jurar en tu cólera, “¡No entrarán en mi descanso!”?
“No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto:
cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron,
aunque habían visto mis obras.”
Estos incidentes quedaron tan grabados en tu memoria, Señor, que los citas incluso con los nombres de los lugares en que sucedieron, etapas desgraciadas en la geografía espiritual por la que pasó tu pueblo y por la que nosotros volvemos a pasar en nuestras vidas. Tu pueblo te tentó, desconfió de ti aun después de haber visto tus maravillas, fueron tozudos en sus quejas y en su falta de fe. Eso hizo arder tu ira, y cerraste la puerta a aquellos que durante tanto tiempo se habían negado a entrar.
“Durante cuarenta años, aquella generación me asqueó, y dije:
Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso.”
¿Cuántos años me quedan a mí, Señor? ¿Cuántas oportunidades aún, cuántas dudas, cuántas Masás y Meribás en mi vida? Tú conoces bien los nombres de mi geografía privada; tú recuerdas mis infidelidades y te resientes por mi tozudez. Hazme dócil, Señor. Hazme entender, hazme aceptar, hazme creer. Hazme ver que la manera de llegar a tu descanso es confiar en ti, fiarme en todo de ti, poner mi vida entera en tus manos con despreocupación y alegría. Entonces podré vivir sin ansiedad y morir tranquilo en tus brazos para entrar en tu paz para siempre. Que así sea, Señor.
“¡Ojalá escuchéis hoy su voz!”
El congreso de los gatos
Me gustaría saber japonés para sentir dentro de mí y comprender en profundidad el sentido de la palabra mushotoku. Me dicen que representa un estado de ánimo en el que se actúa sin ninguna finalidad concreta, sin deseo de ganancia o provecho, sin referencia a mérito o recompensa. Las cosas se hacen y la vida se vide “porque sí” en el sentido más real y soberano de la expresión, y en esa liberación de toda meta condicionante está precisamente el secreto de la mayor fuerza para obrar, y la mayor alegría con que hacerlo. Para explicar la situación cuentan en el Japón la historia de “El congreso de artes marciales de los gatos.”
Los gatos se precian de matar ratas para servicio de los humanos y alimento propio, pero una vez se presentó en una casa una rata enorme, y gato tras gato fracasaron en el intento de deshacerse de ella. Al fin llegó un gato viejo, negro, reposado, que se sentó tranquilamente en un rincón y esperó. La rata no se confió al principio, pero al rato se movió, y en aquel instante el gato saltó sobre ella, la cogió por el cuello y la despachó.
Los gatos decidieron convocar una reunión para sacar lecciones de aquella experiencia y averiguar porqué unos gatos no habían podido con la rata, y otro sí. Este gato dijo: ‘Vosotros sois más jóvenes y más fuertes que yo, pero teníais todos un gran interés en vencer a la rata, ya que se había hecho una causa famosa y toda la comunidad de gatos la seguía de cerca. Por eso no pudisteis vencer. La rata sintió vuestro interés, vuestra urgencia, vuestra necesidad de ganar, y os hizo caer fácilmente, usando vuestra propia ansiedad por triunfar con vuestros movimientos excesivos y reacciones violentas que ella pudo evitar con habilidad. En cambio yo me senté y esperé, sin preocupación alguna por lo que iba a pasar, y ante mi tranquilidad fue ella la que perdió los nervios, se delató y cayó bajo mis garras. Y aún conozco otro gato, más viejo y sabio que yo, que solo con su presencia hace huir a las ratas y no queda ni una en la casa o vecindad donde él está. Es tal su compostura, su concentración, su quietud absoluta, que irradia fuerza y respeto, y sin hacer nada lo hace todo, que es el rasgo supremo de la verdadera sabiduría.’
Es experiencia común que al querer hacer las cosas demasiado bien, las estropeamos. La tensión de ganar impide la victoria. El deseo de triunfar retrasa el triunfo. Trabajar sí, con toda el alma, que durmiendo no se cazan ratones; pero trabajar con el corazón libre y la mente alegre. Sin metas y premios y plusmarcas. Es paradoja de acción diaria. Sin un fin no podemos actuar, y luego el fin vicia la pureza de la mente y enturbia el curso de la acción. Hemos condicionado demasiado nuestra conducta moral a castigos y recompensas, y una acción que mira solo al resultado pierde la concentración y la facilidad y la elegancia que tiene cuando se hace por sí misma. Eso debe querer decir la palabra japonesa, y cuando el diccionario posee una palabra, el espíritu adquiere una actitud. Por la misma razón cuando nos falta la palabra, es probable que nos falte la actitud. No nos vendría mal aprender un poquito de japonés. Cuando hasta los gatos lo aprenden, no debería ser tan difícil.
Precedente
He leído, como me imagino habéis leído muchos de vosotros y ya lo he comentado con alguno, la declaración del papa en que permite el uso del preservativo “por ejemplo cuando una prostituta utiliza un preservativo”, según citan los periódicos; y luego la declaración del portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, que con esto “el papa no reforma o cambia la doctrina de la Iglesia sino que la reafirma”, según vuelven a citar los periódicos.
Hombre, algo sí que cambia. Antes nadie podía usar el preservativo, y ahora alguien puede. Eso es un cambio. La doctrina sobre moral sexual de la Iglesia venía definida desde siempre y confirmada en su totalidad por la encíclica Humanae Vitae de 1968, cuyo cuadragésimo aniversario se celebró hace poco en 2008, y en cuya ocasión el papa Benedicto XVI reafirmó su enseñanza y su importancia. Dijo literalmente que aquella encíclica había sido “providencial y profética”. Profética porque predijo el libertinaje sexual que se iba a producir, y providencial porque sin ella la situación hubiera sido aún peor. En la encíclica se prohibía toda clase de métodos artificiales para impedir la concepción. El principio fundamental era que el sexo puede ejercerse solamente en el matrimonio y quedando abierto a la procreación, y con el preservativo no hay procreación. A ese principio general y universal se le ha hecho ahora oficialmente una excepción, y eso crea precedente.
Lo que sí me ha dolido un poco es la mención de las prostitutas como único ejemplo. Si una mujer casada se juzga a sí misma justificada en conciencia en pedir a su marido que use el preservativo, o si el marido está infectado de una grave enfermedad contagiosa y desea mantener relaciones con su mujer (que bien podrían ser otros ejemplos), la mujer aceptaría el preservativo, pero casi se vería puesta en paralelo con las profesionales del sexo que es el único caso mencionado, y, con respeto profundo a todas las personas, eso no sería un trato digno para ella. Yo esperaría una mayor delicadeza en la presentación.
También creo que la declaración del papa en materia tan importante no debería haberse hecho de una manera tan indirecta y ligera como la respuesta a un entrevistador para que la publique en su libro y a su manera, sino en una declaración oficial y cuidada de la boca o la pluma del mismo papa como en el Vaticano saben hacer y debería haberse hecho en este caso. Da la impresión que se ha hecho así deliberadamente a la ligera para quitarle solemnidad a la declaración como si no fuera importante y como si se la quisiera pasar rápidamente por alto, y eso a mí me parece equivocado. La Iglesia se enfrenta a una crisis de credibilidad, y actitudes evasivas no ayudan. Claridad y transparencia ante todo.
Por lo demás es un gesto esperado, oportuno, necesario, bienvenido. Y alguien va a vender muchos ejemplares de su libro.
Estimado padre: desearía que me aclare desde cuando se estableció la confesión oral en la iglesia, ya que en los primeros tiempos no se la menciona.
Los primeros cristianos durante muchos siglos se confesaban solo una vez en la vida, Elva, declarándose pecadores en público sin confesión oral de pecados concretos, y ofreciendo una penitencia pública. El papa san León Magno en 459 cambió la confesión de pública a privada. El Concilio de Orleans en 538 llegó a prohibir la confesión antes de los 35 años pues solo se practicaba después de las travesuras de la juventud y como preparación para la muerte en la madurez. Más tarde, monjes irlandeses que se dirigían espiritualmente con otros monjes, añadieron la confesión oral a sus directores espirituales en el convento cada semana, y cuando esos monjes irlandeses se extendieron por Europa propagaron la práctica de la confesión oral frecuente y detallada para seglares también. El Concilio de Toledo de 589 prohibió esta confesión privada, pero es la que acabó estableciéndose y elevando la figura del confesor a una gran altura social. Desde el «confesor del rey» hasta «el padre fulano es mi confesor” de que presumían las beatas. A nosotros en el colegio de jesuitas se nos recomendaba confesarnos todos los días, y algunos lo hacían (yo era tan buenecito que lo hice una temporada hasta que vi que me aburría y que aún se aburría más el cura pues yo no tenía pecados interesantes), aunque lo normal era la confesión semanal con las colas largas y rápidas de todo el internado confesándose atropelladamente de «haber mentido, haber dicho tacos, haber copiado en el examen, haber robado manzanas del huerto, haber tenido pensamientos impuros, que creo no consentí pero que sea como lo ve Dios…”, añadiendo siempre por si acaso «y todos los pecados de la vida pasada» con lo cual quedaba asegurada una buena confesión. Desde luego que eso no es lo que instituyó Jesús. Me imagino que se sonreiría al vernos. La confesión se descaminó, se exageró, se convirtió en un instrumento de poder en manos del sacerdote y se abusó de diversas y tristes maneras. Esos extremos han llevado el péndulo al otro extremo, y ya son muy pocos los que se confiesan. Puedes leer todo eso en mi libro «Yo te perdono» publicado en San Pablo, Bogotá, en 2005, donde trato de recobrar la penitencia como sacramento de sanación del alma y de la mente que es lo que realmente es y debió ser siempre. Te voy a copiar aquí solo una página de ese libro para que te entren ganas de leerlo entero.
‘El pasaje fundamental del Evangelio para entender el perdón de Jesús en el sacramento de la confesión es el de la mujer adúltera a quien quieren apedrear y a la que Jesús defiende diciendo a sus acusadores, «quien esté sin pecado arroje la primera piedra». Lo importante en este emocionante pasaje es el principio y el final. Comienza con el «flagrante adulterio», y acaba con «no peques más». Si no fuese Jesús el que habla, parecería una ligereza irresponsable decirla a una mujer con carga de sexo, «no lo hagas más». El sexo deja marca, invade el cuerpo, exige repetirse. No se improvisan castidades ni se remedian malos hábitos con buenos consejos. No se trata de decirle alegremente a la muchacha para acabar de alguna manera el incidente embarazoso: «Tú tranquila, sé una buena chica y no vuelvas a hacerlo, ¿vale?», sabiendo que la situación volverá a repetirse a la primera oportunidad. Eso no arreglaría nada, y, al contrario, dejaría triste a la mujer que ha intuido ya una nueva vida, se ha acercado a la luz, ha palpado la nueva libertad pero no sabe como lograrla. No quiere ya volver a lo que fue, pero no sabe como podría conseguirlo. Se siente impotente bajo el peso de su pasado y la opresión de su entorno. El decirle que no haga lo que ya no quiere hacer sería solo clavarle la espina de tener que oír de otros lo que ella misma quiere, pero sabe que no podrá hacer. Pero es Jesús el que habla, y su palabra «hace» lo que «dice». Cuando le dice a un leproso: «¡Queda limpio!», su lepra desaparece, y cuando le dice a Lázaro: «¡Sal fuera!», el muerto de cuatro días sale fuera sin más. Y cuando ordena al mar que se calme, sus olas se calman, y al viento que cese, y el viento se para. La palabra de Jesús es eficaz, y actúa sobre el cuerpo y el alma, sobre los elementos y sobre el hombre y la mujer. Cuando Jesús le dice a la mujer «no peques», le está dando la fuerza para no pecar, le está enderezando la imaginación, le está limpiando la memoria, le está sanando la existencia. El «no peques más» en boca de Jesús no es una utopía, sino una realidad; no es un consejo, sino una declaración; no es un bello propósito, sino una nueva vida. Es decirle: «Estás ya en una situación de no pecar; obra en consecuencia». El perdón de Jesús siempre conlleva la sanación. Esa es la gran lección de ese gran pasaje del evangelio. Y eso es lo que debería ser la confesión.’
Salmo 95 – Un cántico nuevo
“Cantad al Señor un cántico nuevo.”
A primera vista, éste es el mandamiento imposible. ¿Cómo cantar un cántico nuevo cuando todos los cantos, en todas las lenguas, te han cantado una y otra vez, Señor? Se han agotado los temas, se han probado todas las rimas, se han ensayado todos los tonos. La oración es esencialmente repetición, y tengo que esforzarme para que parezca que no estoy diciendo las mismas cosas todos los días, aunque sé muy bien que las estoy diciendo. Estoy condenado a intentar la variedad cuando sé que toda oración se reduce a la repetición de tu nombre y a la presentación de mis ruegos. Variaciones sobre un mismo tema. ¿Cómo puedes pedirme, en tales circunstancias, que te cante un cántico nuevo?
Sé la respuesta antes de acabar con la pregunta. El cántico puede ser el mismo, pero el espíritu con que lo canto ha de ser nuevo cada día. El fervor, el gozo, el sonido de cada palabra y el vuelo de cada nota han de ser diferentes cada vez que esa nota sale de mis labios, cada vez que esa oración sale de mi corazón.
Ese es el secreto para mantener la vida siempre nueva, y así, al pedirme que cante un canto nuevo me estás enseñando el arte de vivir una vida nueva cada día con la lozanía temprana del amanecer en cada momento de mi existencia. Un cántico nuevo, una vida nueva, un amanecer nuevo, un aire nuevo, una energía nueva en cada paso, una esperanza nueva en cada encuentro. Todo es lo mismo y todo es distinto, porque los ojos, que miran los mismos objetos que ayer, son nuevos hoy.
El arte de saber mirar con ojos nuevos me capacita para disfrutar los bienes de la naturaleza en toda la plenitud de su pujante realidad. Los cielos y la tierra y los campos y los árboles son ahora nuevos, porque mi mirada es nueva. Se me unen para cantar todos juntos el nuevo cántico de alabanza.
“Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuanto lo llena;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,
aclamen los árboles del bosque delante del Señor,
que ya llega, ya llega a regir la tierra.”
Éste es el cántico nuevo que llena mi vida y llena el mundo que me rodea, el único canto que es digno de Aquel cuya esencia es ser nuevo en cada instante con la riqueza irrepetible de su ser eterno.
“Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor,
bendecid su nombre,
proclamad día tras día su victoria.”
El camino del oasis
El caminante del desierto se dirigió al beduino en la soledad de su contemplación y le preguntó: “¿Podías enseñarme el camino del oasis?”
El beduino, sin salir de la soledad de sus pensamientos, contestó brevemente: “No.”
El caminante insistió con la urgencia de la necesidad y la lógica del explorador profesional: “Tú eres hijo del desierto. Tú sabes dónde está el oasis, y puedes decírmelo. ¿Por qué no hablas?”
El beduino habló: “No puedo decirte dónde está el oasis. No puedo darte una calle y un número como en una ciudad. Me has llamado hijo del desierto y tienes razón. Tú eres hijo de la ciudad y tus caminos no son mis caminos. No puedo dirigirte.”
“Al menos puedes trazarme un mapa para que yo lo siga”, rogó el caminante en su ansiedad.
“No hay mapas en el desierto”, continuó el beduino, “las arenas son iguales en todas las direcciones, las dunas cambian de sitio y no pueden fijarse sobre el papel del hijo de la ciudad.”
“Entonces extiende tu brazo y señálame la dirección en que he de caminar y yo la seguiré fielmente”, presionó el caminante.
Pero el beduino respondió: “En el desierto hay espejismos y resplandores extraños y tempestades de arena, y la dirección de un instante se pierde en el siguiente. No, no puedo indicártela.”
“Entonces”, urgió a la desesperada el caminante, “podrías tú caminar delante y yo te seguiré y llegaré al oasis.”
“Sí”, contestó el beduino, “yo podría caminar delante, y tú llegarías al oasis siguiendo mis pisadas, pero entonces no serías tú quien encontrara el oasis, y sus palmeras no te darían refrigerio ni sus aguas apagarían tu sed. Recuerda, caminante, solo lo que uno encuentra por sí mismo es lo que llena el alma y lo que justifica la vida. Entiende lo que digo, ten fe en la vida y en las arenas del desierto, y tú mismo encontrarás el oasis.”
Es el ruego más repetido en la vida. Dime qué he de hacer. Dime por dónde ir. Enséñame el camino al oasis. Queremos que se nos diga, que se nos explique, que se nos dé todo hecho. El mapa, la brújula, el guía y sus pisadas. Todo fijo y seguro para llegar al oasis. Pero eso no es aventura, no es descubrimiento, no es vida. Esas palmeras no dan sombra y esas aguas no apagan la sed. Seguir huellas, repetir fórmulas, repasar caminos. Así no se llega a las estrellas.
La gran tentación de los profesionales del espíritu es ceder al ruego y erigirse en guías. Sígueme, imítame, obedéceme. Yo te diré lo que hay que hacer, yo te descubriré el camino, yo te acompañaré paso a paso. El maestro quiere tener discípulos, el guía quiere tener seguidores. Hace falta todo el desprendimiento vital del beduino en la soledad de su contemplación para rechazar la tentación, despedir al discípulo, respetar la santidad del desierto. Y respetar la santidad de la persona. Nunca decir a nadie lo que ha de hacer. Ánimo sí, ayuda sí, apoyo sí. Pero nunca imponer una dirección a nadie, nunca ceder al ruego seductor del viajero indigente.
El beduino permaneció en su silencio,
y el caminante prosiguió su camino.
Cuento de Navidad
[Me gusta ser siempre optimista y alegre en mi vida y en mis escritos, pero también sé que hay miseria en el mundo y que hemos de recordarla siempre para hacer lo que podamos por aliviarla cada uno a su manera. Y al menos hay que mantener viva la conciencia del sufrimiento del mundo con la urgencia de su remedio. El abismo entre ricos y pobres es el mayor problema de la humanidad en toda su historia, y ese abismo se ensancha. De ahí la narración que se sigue, que he resumido y abreviado de los capítulos centrales (5-8) de un libro que acabo de leer. Viene de África. Me ha hecho llorar. Y es un cuento de Navidad, como veréis. Como es largo (aunque no es ni con mucho todo el libro) y ocupa más espacio que de ordinario en la Web, omito por esta vez las otras secciones variables de la Web: “Me contáis”, “Salmo”, “Meditación”. Os recuerdo que me tomo un descanso de la Web el 1 de enero y nos volveremos a encontrar el 15 de enero. Ya me diréis para entonces si os ha gustado esta narración. ¡Muy felices Navidades a todos!]
Mi familia nunca había tenido mucho dinero, y atrapar pájaros de vez en cuando era nuestra única manera de obtener carne, que era un lujo para nosotros. La lengua Chichewa tiene hasta una palabra, nkhuli, que significa “hambre de carne”. Y Navidad, desde luego, no sería Navidad para nosotros si no comiésemos carne en ese día – aunque no la hubiéramos comido en todo el año.
Mi padre dijo, “Este año va a ser un desastre para todos nosotros”. Mi madre dijo, “Solo podemos confiar en Dios”. Lo que había pasado era lo siguiente: las inundaciones seguidas por la sequía el año anterior nos habían dejado con un déficit de alimentos mayor de lo que nos había parecido en un primer momento. Además, la comunidad internacional – es decir, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial – le habían presionado al gobierno a que pagase algo de la deuda vendiendo parte de nuestra reserva de grano, ya que mantenerla se estaba haciendo caro. Pero algunos individuos en el gobierno vendieron todo el grano en vez de solo una parte, y no guardaron nada para una emergencia. Adónde fue a parar todo ese grano, nadie lo sabe. Oficiales corruptos lo habían tenido guardado tanto tiempo que se había estropeado. De lo que se había salvado, una gran parte fue vendida a comerciantes importantes con contactos en el gobierno –personas que habían previsto la carencia de alimentos y querían aprovecharse de la triste situación. Esperarían hasta que a nadie entre nosotros le quedara nada que comer, y entonces aumentarían el precio al cien por cien. Mi padre tenía razón. Estábamos condenados a un desastre, pero ni él mismo se imaginaba entonces qué terrible iba a ser la situación. El maíz es nuestro alimento fundamental y no podemos pasar sin él. Y nos íbamos a quedar sin él.
Según esperábamos, el precio del maíz comenzó a subir la primera semana de octubre, de su precio normal de estación a ciento cincuenta kwacha (la moneda local) el cubo a trescientos. Al ver esto, todo el mundo comenzó a buscar otros alimentos. Paseando por el mercado pocos días después, vi algo que nunca había visto. Varias mujeres vendedoras habían extendido plásticos en el suelo y estaban vendiendo la cáscara de los granos de maíz que de ordinario se tiraba o se la comían los animales. Yo la utilizaba para mis trampas de coger pájaros. Se las dábamos a los pollos, y oíamos que había pobre gente que las comía, pero tenían poco valor alimenticio. Pero ahora, con el maíz vendiéndose por trescientos kwacha el cubo, yo veía sacos gigantes de cáscaras que se vendían por cien, es decir, diez veces lo que habían costado hacía un mes. La gente se apiñaba en torno a las vendedoras, levantando sus cubos de metal, empujándose unos a otros en su desesperación.
“¡Apártate, que yo estoy antes!”
“Todos tenemos hambre, hermana, y en eso no hay primero.”
Más abajo, la misma historia. Cuando volví al cabo de una hora, todas las cáscaras se habían vendido. Fue entonces cuando una sacudida eléctrica me atravesó, como si alguien me hubiera despertado en mitad de la noche, y corrí a casa. Ver a la gente reñir por las cáscaras me había abierto los ojos, y un miedo espantoso se apoderó de mí. Al correr hacia mi casa, lo sentí crecer dentro de mí como un puño gigante que atenazaba mi corazón. Me paré a la puerta de nuestro pequeño almacén, y la tenaza del miedo se cerró sobre mí: de los cinco sacos que habíamos llenado de grano para toda la estación, solo quedaban dos. Y en mi mente los vi como si ya no estuvieran allí.
Sin dejar de mirar a los sacos, traté de imaginarme cuánta harina nos quedaría aún en esos dos sacos. Dos medidas eran seis cubos. Un cubo eran seis comidas para mi familia, es decir que seis cubos valían para setenta y dos comidas de mi familia, que a tres comidas por día eran veinticuatro días. Entonces conté los días que quedaban hasta la próxima cosecha: más de doscientos diez, y algunos más antes de que las mazorcas de maíz verde madurasen lo suficiente para poderlas comer sin enfermar.
Doscientos días hasta la próxima comida –y aún no habíamos plantado ni una semilla. Aun después de plantarlas, no habría garantía de que lloviera y de que consiguiéramos abonos. Según estábamos, nos íbamos a quedar sin comida antes de un mes, y yo no tenía ni idea de cómo íbamos a sobrevivir. La próxima vez que mi madre volvió del molino, la harina era basta y llena de cáscaras. Todos habían empezado a hacer lo mismo para hacer que el poco grano que tenían les durase un poco más.
Unos días más tarde vi a mi padre que estaba reuniendo a nuestras cabras para venderlas en el mercado. Como todos en Malawi, nuestro ganado era nuestra riqueza y nuestro estatus, y ahora lo estábamos vendiendo por unos pocos cubos de maíz. Los carniceros del mercado se aprovecharon de que muchos tenían que vender sus cabras, y rebajaron el precio al que las compraban todo lo que les dio la gana. Una de nuestras cabras era Mankhalala, que tenía unos cuernos muy largos y era mi favorita. Incluso me dejaba agarrarle los cuernos y luchar con ella, y a veces perseguía a Khamba (el perro) para divertirse con él. Ataron a Mankhalala y a las demás cabras por las piernas delanteras con una cuerda larga. Cuando mi padre las condujo al camino, tropezaron y comenzaron a balar. Sabían lo que les esperaba. Mankhalala volvió la cabeza y me miró como pidiendo auxilio. Hasta Khamba se puso a ladrar y a gemir protestando a su manera. Pero yo tuve que abandonarlas a su suerte. ¿Qué podía hacer yo? Mi familia tenía que comer.
“Papá, ¿Por qué vendes las cabras? Yo las quiero a todas.”
“Hace una semana el precio de una cabra en el mercado era quinientos, y ahora está a cuatrocientos. Lo siento, pero no podemos retrasarnos y que baje más el precio, hijo mío.”
Al comenzar noviembre comencé a levantarme a las 4 de la mañana pues había que ir preparando los surcos para la sementera en los campos. Una mañana, mientras esperaba en el patio a que mi madre preparara el desayuno, mi padre salió cuando aún estaba oscuro.
“Hoy no hay desayuno”, dijo.
“¿Cómo?”
“Tenemos que empezar a ahorrar comida. Necesitamos ir alargando lo poco que tenemos.”
Teníamos ya menos de dos sacos de grano en el almacén, así es que comprendí que no habría desayuno ni hoy ni mañana ni el día después. Se acabó el desayuno, y me puse a pensar qué caería luego. En vez de quejarme o hacer preguntas inútiles, cogí mi azada y me fui al campo a encontrarme con mi primo Geoffrey. Cuando le vi, le conté lo del desayuno.
“No vas a creértelo. Hoy no ha habido desayuno.”
“¿Hoy habéis empezado?”, preguntó. “Nosotros llevamos ya dos semanas sin desayunar. Yo ya me estoy acostumbrando.”
A las 4 de la mañana hacía fresco, y yo podía ir haciendo los surcos con toda energía. Mi estómago se había engañado con la cena de anoche, y todavía no se había despertado y empezado a quejarse. Pero ya hacia las 7 estaba protestando y clamando que quería llenarse, y el fuerte sol me chupaba toda mi energía. Me quité la camisa y me la puse alrededor de la cabeza, pero se me hizo pesada y me dio más calor. Lo único que me mantenía en pie era la presencia de mi padre.
“¡Haz mejor esos surcos!”
“No tengo fuerzas. Tengo hambre.”
“Piensa en el año que viene, hijo. Haz lo que puedas.”
Miré hacia atrás y vi que en realidad los surcos habían quedado poco profundos y torcidos como el andar de una serpiente. Al otro lado del campo mi primo blandía su azada sudando y resoplando.
“Geoffrey”, le dije. “Tú cavas mis surcos hoy, y yo cavaré los tuyos mañana. ¿Hacemos un trato?”.
Él no levantó la vista. “Tendré que pensármelo”, dijo entre resuellos. “Pero me suena al mismo trato que ayer.”
Yo se lo había dicho en broma para hacerle reír y animarle un poco porque había notado desde algún tiempo que no le iba bien. Desde que murió su padre, Geoffrey no había sido el mismo. Se olvidaba de cosas, y a veces, cuando yo le estaba diciendo algo, por importante que fuera, él se perdía en el espacio y no se enteraba. No estaba bien, y hacía poco en el hospital le habían diagnosticado anemia. Todos andaban mal de comida.
“¡Te lo decía en broma!”, le grité. “Pero hablando en serio, no tienes buen aspecto, muchacho.”
“No tengo otro remedio”, contestó blandiendo su azada.
Lo peor era que, con las dificultades de ahora, yo estaba seguro de que Geoffrey no volvería a la escuela el siguiente trimestre para el que faltaba un mes. Su madre ya tenía problemas para pagar su matrícula, y además ahora lo necesitaba a él y a su hermano Jeremías para trabajar en el campo y sacar algo que comer. Yo no quería que Geoffrey supiera que yo sabía todo eso, y así seguí diciendo tonterías.
Geoffrey no era el único que estaba cambiando. Desde que falló la cosecha, Khamba, mi perro, también estaba cada vez más lento. Yo no había caído en la cuenta, pero cuando llegó a nuestra casa tenía ya sus años. Había vivido su mejor vida en una hacienda de tabaco donde tenía de todo. La vida aquí en el pueblo era mucho más dura, y sobre todo ahora, aparte de lo que yo le daba todas las noches después de la cena, no encontraba mucho más que comer. Según se hacía más lento en sus movimientos, los ratones le ganaban en encontrar comida en el campo, y perros más jóvenes no le dejaban sacar nada de las pilas de basura. Delgado como era, adelgazó más todavía, y noté que ahora dormía más. Ya no perseguía a los pollos, y se quedaba adormecido a la sombra junto a mi cuarto.
Por entonces el Presidente Muluzi andaba viajando por el país a su manera acostumbrada, dando algo de dinero a la gente y aparentando ser un gran personaje. Oficiales del gobierno organizaron grandes asambleas con danzantes, desfiles, gritos, y comida. Todo porque se estaban aproximando las elecciones. Vino a nuestro pueblo. Hubo discursos y bailes y cánticos y mucha gente se reunió. Al final, el jefe de la tribu habló en nombre de todos. “Tenemos hambre”, dijo. “No tenemos qué comer. No podemos bailar porque no tenemos fuerzas. No podemos cantar porque no tenemos alegría. Le agradecemos su promesa de edificar retretes para el pueblo, pero ¿cómo vamos a usarlos si no comemos?” La muchedumbre aplaudió, y varios oficiales bien vestidos que habían venido con el presidente se acercaron al jefe y lo llevaron aparte. Él iba contento pensando que le iban a dar dinero y alimentos para el pueblo, pero lo metieron en una calle desierta, lo tumbaron a patadas y le dieron una paliza con los bastones y palos que llevaban. Lo encontramos allí más tarde, tumbado y ensangrentado, pero se negó a ir al hospital por miedo a que lo asesinaran allí.
A mí este cambio de circunstancias me llenó de miedo. Nuestro jefe era como nuestro padre, la persona que nos protegía y nos representaba ante el resto del país. Cuando oímos que le habían apaleado era como si nos hubieran pegando a nosotros, y desde entonces supimos que nuestra seguridad ya no tenía garantía alguna. Si el gobierno trataba así a nuestro querido jefe, y en medio de una tal hambruna, nadie lo iba a pasar bien.
Aquella noche, nuestro padre nos reunió a todos en casa. “Dada la situación”, dijo, “he decidido que tenemos ya que rebajar lo que comemos y hacer solo una comida al día. Es la única manera como podremos subsistir.”
Mis hermanas y yo lo entendimos, pero aun así nos pusimos a discutir los detalles.
“Si es solo una comida al día, ¿cuál será?”, preguntó Annie.
“El desayuno”, dijo Aisha.
“¡Yo prefiero el almuerzo!”, gritó Doris.
“No”, dijo mi padre. “Será la cena. Es más fácil olvidarse del hambre durante el día. Pero nadie puede tratar de dormir con el estómago vacío. Comeremos a la noche.”
Así fue como, desde el día siguiente, comenzamos a tomar la única comida del día por la noche.
Así las cosas, mis padres llegaron un día a casa con una nueva hermanita para nosotros. Parecían preocupados. Pasaron muchos días sin que ni siquiera le pusieran nombre a la niña, y eso tiene su explicación. En los pueblos donde no hay mucha higiene, muchos bebés mueren pronto de desnutrición, malaria, o diarrea. En tiempos de hambre, la situación empeora. Por esta razón, los nombres que se dan al nacer reflejan las circunstancias y los miedos de sus padres. Es muy triste, pero la costumbre en todo Malawi es poner nombres de calamidades, y así se encuentra uno con hombres y mujeres que se llaman Sinkhalitsa (Me Muero), Malazani (Acabad Conmigo), Maliro (Funeral), Manda (Lápida) –gente con suerte que han escapado sus nombre de mal agüero y han logrado sobrevivir. Algunos cambian el nombre al llegar a mayores. A pesar de esa costumbre y de las malas circunstancias y de tanta presión, mi hermana nació sana, y mis padres la llamaron por fin Tiyamike, que quiere decir “Gracias a Dios”.
La gente comenzó a vender todo lo que poseían. De pie en el pórtico de mi casa una mañana que llovía mucho, vi una gran multitud de gente que caminaba lentamente por delante como un ejército de hormigas. Eran nuestros vecinos y campesinos de otros pueblos. Las mujeres llevaban grandes cargas en la cabeza con todo el instrumental de su cocina, ollas y sartenes, cubos, rollos de ropa. Un hombre llevaba un pollo debajo de cada brazo. Otros equilibraban sofás, sillas, radios, mesas en sus espaldas. Iban con las cabezas bajas y las caras contorsionadas por el peso. En la calle extendían lonas sobre las que exhibían todo lo que tenían y lo ofrecían a precios miserables. “Dadme lo que sea. Mis hijos tienen que comer.” Pronto comenzaron a vender las hojas de metal de sus paredes y de sus techos por cualquier cosa. “¿De qué me sirve un techo si estoy muerto?”, preguntaba uno.
A una mujer que volvía a su casa con el poco dinero que había reunido vendiendo todas sus pertenencias la atacaron y robaron los ladrones antes de que llegara de vuelta a su casa. Lloraba y lloraba. “Mis hijos me están esperando, y ¿qué les voy a dar ahora?” Las mujeres la rodearon y trataban de consolarla diciéndole, “Ya sabemos que tus hijos están llorando en casa. La próxima vez envía a tu marido.” – “¿La próxima vez?”, replicó la joven madre. “No va a haber una próxima vez.”
Dentro del molino de maíz, los dueños ya no necesitaban escobas para barrer el suelo. La gente hambrienta mantenía el suelo más limpio que con una bayeta húmeda. Al principio del mes, la entrada del molino estaba llena de gente que esperaba recoger los restos que caían al suelo. Se separaban para dejar entrar a las mujeres ricas que pasaban con sus cubos de grano para moler en el molino. El motor resonaba y una nube de harina blanca llenaba los cubos mientras la multitud de gente, mujeres y niños, miraban como locos con ojos que bailaban como mariposas. En cuanto apartaban el cubo lleno, se precipitaban todos a cuatro patas y recogían los restos dejando el suelo limpio. Después, las viejas metían sus bastones en el cilindro de la máquina y lo golpeaban por dentro como si estuvieran tocando una campana para que la harina que se había quedado pegada a la pared de metal se soltase y pudieran recogerla. Toda esta actividad paró hacia mitad de diciembre porque ya apenas quedaba nadie que tuviera harina para moler. El molino se quedó vacío, y solo quedaron por ahí el molinero y algunos niños cuyos padres habían muerto o los habían abandonado.
En diciembre llegaron las Navidades. Aunque hayas estado todo el año sin comer carne, el día de Navidad siempre había algo de carne para comer. Y si no, mi padre mataba un pollo el día de Navidad para comerlo en la cena. Pero la Navidad del 2001 llegó como un castigo. Todos los pollos que teníamos murieron de lo que llaman enfermedad de Newcastle. La Iglesia católica canceló la Misa de Navidad, y la Iglesia presbiteriana ni siquiera se molestó en avisar. Nadie fue, y no hubo nada. Nosotros ni siquiera tuvimos desayuno el día de Navidad. Yo me levanté, me lavé, y me puse a oír la radio que estaba tocando “Noche de Dios”. Cuando el villancico acabó, el joven DJ habló con tono de gran energía. “¡Ehhh, saludos, y muchísima felicidad a todos en el día de Navidad!” – “Fácil decir eso cuando estás en Blantyre y tienes un empleo del gobierno”, dije yo, cogí mi azada y me marché al campo para evitar volver a oír mencionar la Navidad.
“Es Navidad”, dijo mi primo Charity, “y yo no he comido nada.”
“Bueno”, dije yo. “Yo también estoy hambriento.”
“Tenemos que comer carne”, dijo Charity. “No puedo ir a dormir esta noche sin haber probado carne en Navidad. Es nuestra tradición y nuestra costumbre.”
Había un tío que se llamaba James y tenía un puesto en el mercado en el que freía y vendía carne. Charity y yo nos pusimos a soñar en voz alta.
“Quizá James se sienta generoso el día de Navidad y nos dé algo.”
“No seas tonto”, dijo Charity. “Nunca lo hará.” Estuvo callado un momento y luego siguió, “Pero tira las pieles de las cabras.”
“¿Se come eso?”, pregunté torciendo el gesto.
“¿Y por qué no? ¿Qué diferencia hay? Todo es carne, ¿no es eso? Todo es parte del mismo animal.”
“Sí, claro. Quizá tengas razón”, dije yo.
El hambre nos había afectado la cabeza.
Al acercarnos al puesto de James vimos que todos los carniceros estaban haciendo buen negocio. A pesar de la hambruna, los comerciantes ricos estaban apiñados en cada puesto comiendo la carne a la parrilla y metiéndose puñados de patatas fritas en la boca con obvio deleite. A su alrededor había grupos de gente del pueblo que seguían ansiosos los movimientos de las manos de los comerciantes según untaban los pedazos de carne de la parrilla en sal antes de metérselos en la boca. Al verlos masticar, yo sentía el gusto salado de la carne en mi lengua. El puesto de James estaba un poco más abajo. James estaba allí, como siempre, revolviendo una gran olla que hervía sobre el fuego. Nos acercamos, y pude ver las patas y costillas de una cabra que nadaban deliciosamente dentro. Quise marcharme al instante.
“¡Hola, James!”, dijo Charity. “William y yo estamos preparando una fiesta para los niños en el pueblo. ¿Puedes darnos alguna de tus pieles?”
James levantó la cabeza sin dejar de revolver la olla. “Buena idea”, dijo, se volvió y señaló con la cabeza hacia el suelo. Allí, arrugada sobre un cubo de plástico y llena de moscas había una piel. “Tengo esa piel de cabra y la iba a tirar”, dijo. “Podéis llevárosla.”
Charity metió enseguida la piel en su bolsa y me la pasó. Todavía estaba caliente. “Los críos te la agradecerán”, dijo Charity.
“Ah, bueno, bueno.”
Nos marchamos a toda prisa con nuestra piel caliente y nos fuimos a casa.
“¿Cómo se prepara esto?”, pregunté yo.
“Fácil”, dijo mi primo. “La coceremos como si fuera un cerdo.”
Una vez en la cocina yo encendí un montón de leña pues hacía ya tiempo no teníamos los restos de las mazorcas de maíz que usábamos como combustible. Cuando el fuego estuvo firme y caliente, Charity y yo agarramos las esquinas de la piel y la pusimos de plano sobre las llamas. El calor prendió pronto los largos pelos de la cabra y los iba retorciendo y quemando. Esto despide un hedor inaguantable, pero con el hambre que yo tenía me parecía que olía a carne. Una vez que todo el pelo había quedado carbonizado, cogimos cuchillos y fuimos rascando la piel. Lo hicimos una y otra vez hasta estar seguros de que no quedaba ni un pelo. Luego cortamos la piel en cuadrados pequeños y los echamos en una olla con agua. Para más efecto, Charity me hizo colarme en la despensa y traer un puñado de soda. “Las mujeres la usan para que se cuezan las habas más deprisa”, dijo. “Espero que funcione también con la piel.”
Dejamos a la piel cocerse más de dos horas, añadiendo agua, sal, y soda. Después de tres horas, una espuma espesa se había formado por encima. Charity cogió un cuchillo, lo metió a través de la espuma, y sacó un trozo de piel echando humo. Era gris y resbaladiza. Charity sopló varias veces para enfriarla, y se la metió en la boca. Se le veía hacer fuerza al masticar un buen rato hasta que al fin tragó.
“¿Qué tal?”, pregunté con la boca haciéndoseme agua.
“Un poco dura”, dijo. “Pero se nos ha acabado la leña. Hay que comerla.”
Fuimos sacando los trozos uno a uno. La piel había quedado pegajosa y viscosa, como si estuviera cubierta de goma escaldada.
Yo me puse el primer trozo en la boca y tomé aire sintiendo el calor del bocado invadir mi estómago y mis pulmones. Mastiqué y mastiqué. El jugo de la piel se me escurrió de la boca y me pegó los labios como goma. A cada mordisco tenía que despegar los labios con fuerza. “Feliz Navidad”, dije por fin con dificultad.
Justo entonces oí un ruido de arañazos en la puerta, y luego un gemido bajo. Abrí la puerta y era Khamba. Había olido el festín de Navidad desde mi cuarto y venía cojeando. Su cuerpo, antes fuerte, venía encogido y cansado, pero meneaba la cola con tanto gusto como siempre. Me alegré de verle.
“Dale algo al perro”, gritó Charity. “Al fin y al cabo lo que estamos comiendo es comida de perro”.
“Seguro”, le contesté; luego me volví a Khamba y le dije, “Te voy a dar algo de comer, cariño. Seguro que estás con hambre.” Le eché un pedazo de piel pegajosa, y, con gran sorpresa mía, saltó sobre sus patas traseras y lo atrapó al aire. Como en los buenos tiempos. “¡Buen chico!”, le grité. Le costó un segundo tragárselo entero, luego se chupó los labios y se quedó esperando más. Yo le puse delante dos montones de pedazos de piel. Se comió hasta el último y pareció que la vida volvía a su cuerpo. Parpadeó excitado y agitó la cola. Charity, haciendo una excepción por Navidad, le permitió que entrara en su habitación.
Yo perdí cuenta de cuántos trozos había comido yo mismo, pero como después de media hora de masticar, Charity y yo lo dejamos. Nuestras mandíbulas estaban cansadas y nos dolían, y no podíamos continuar. Aún quedaban en la olla trozos grandes de piel, y yo pensé en mis hermanas y mis padres que estaban en mi casa, todos con hambre y soñando con la carne en Navidad. Pero no le pedí nada a Charity porque la necesidad de su familia era mayor.
Al bajar el sol estábamos sentados alrededor de las cenizas del fuego, satisfechos por el calorcillo de carne en el estómago, porque al fin y al cabo eso es lo que es la Navidad.
La semana siguiente recibí una información que era aún mejor que el regalo de Navidad. Estaba yo sentado en casa y oyendo la radio, cuando escuché un anuncio que me llenó de alegría. “El Tribunal Nacional de Exámenes ha publicado los resultados de los exámenes de octavo”, dijo. “Si quieres saber tu nota debes ir a verla en la institución en la que diste el examen.” Fui corriendo, y mi nombre estaba entre los que habían aprobado. ¡Aprobado! ¡Ahora podía ir al colegio!
Pero hubo problemas en el colegio. Cuando al fin me presenté, el director del colegio me miró de arriba abajo y decretó, “No llevas el uniforme del colegio. Y no están permitidas las sandalias. Los alumnos deben llevar zapatos en el colegio. Vuelve a tu casa y cámbiate.”
Yo miré a mis sandalias de goma, que además habían visto mejores días. Se me habían roto varias veces, y yo llevaba siempre en el bolsillo aguja y bramante para reparaciones de emergencia. No tenía zapatos. Había que pensar rápido.
“Señor director”, dije, “me pondría calzado bueno, pero como yo vivo en Wimbe tengo que andar una hora y cruzar dos arroyos para llegar aquí cada día. Y como ahora es la estación de las lluvias, puede usted imaginarse cómo el agua y el barro destrozarían mis buenos zapatos de cuero. Mi madre no me lo permitiría.” El director frunció el cejo y se quedó pensando. Yo rezaba que resultase. “Está bien”, dijo. “Vale por ahora, pero en cuanto pasen las lluvias quiero verte aquí con zapatos decentes.”
En contra de lo que me había imaginado, el hambre era tan penosa en clase como en el campo. De hecho era peor. Sentado en la clase, mi estómago se revolvía y protestaba, se ataba en nudos, y no le daba paz ninguna a mi cabeza. Pronto se me hizo difícil prestar atención. La primera semana de colegio mis compañeros y yo estábamos entusiasmados, pero solo dos semanas más tarde el hambre nos había afectado a todos. Como si un gran silencio hubiera descendido sobre todo el colegio. Al comienzo del curso, una docena de manos se levantaban al instante cuando el profesor preguntaba, “¿Hay alguna pregunta?” Ahora nadie levantaba la mano. La mayor parte quería solo irse a casa y mirar a ver si había algo de comer. Yo noté que a todos se les iba adelgazando la cara, y poco a poco iban dejando de venir al colegio. Como tampoco había jabón en casa, todos teníamos la piel gris y seca, como recubierta con cenizas. En los descansos, en vez de jugar al fútbol, nos sentábamos a hablar del hambre.
“Vi gente ayer comiendo mazorcas de maíz”, dijo uno un día.
“Todavía no están maduras. Les darán dolor de estómago.”
“Bueno, me voy”, decía uno.
“Yo no vuelvo ya. No tengo fuerzas para venir desde mi casa”, añadía otro.
De hecho nada de esto importaba porque el primer día de febrero el director nos reunió a todos y nos dijo en público: “Sabemos que hay problemas en todo el país, y que vosotros mismos los estáis sufriendo; pero también nosotros los tenemos”, dijo. “Muchos de vosotros no habéis pagado todavía la matrícula. Desde mañana se acabó la espera. Traed el dinero.”
Mi estómago volvió a revolverse porque yo sabía que mi padre no había pagado la matrícula. Yo había dejado de preguntarle porque sabía lo que me iba a decir. La matrícula eran trescientos kwacha a pagar en tres veces. En el camino de vuelta a casa me maldije a mí mismo por ser tan optimista y por permitirme haberme entusiasmado con el colegio. Al llegar, me encontré a mi padre en el campo. “En el colegio nos han dicho que hay que pagar la matrícula mañana”, dije. “Habrá que pagarles. El director no hablaba en broma.” Mi padre se quedó un rato mirando a la tierra como si esperara una respuesta de ella. Luego me miró como yo me temía que me iba a mirar. “Ya sabes los problemas que tenemos, hijo”, dijo. “No tenemos nada.”
Yo podía ver que mi padre se sentía fatal, mi tristeza no era nada comparada con la suya. La mañana siguiente, quizá para atormentarme a mí mismo, me levanté a la misma hora, me planté en el camino y esperé a mi amigo Gilbert como hacía todos los días. Para colmo, yo llevaba el uniforme del colegio, pantalón negro y camisa blanca, aunque no sé por qué me lo puse pues no iba al colegio. Quise llorar pero no me salieron las lágrimas. “He dejado el colegio, Gilbert”, le dije. “En casa no tienen dinero.” Volví a reunirme con él cuando salió del colegio. “Hoy estábamos muy pocos”, dijo. “Casi todos han dejado de venir. De setenta hemos quedado solo veinte.”
Mis problemas no eran tan importantes a fin de cuentas. Era el país entero el que tenía hambre. Decidí fiarme de mi padre cuando decía que una vez que pasara la hambruna, todo andaría bien. Pero primero había que pasar la hambruna.
El hambre se apoderó de Malawi. Cayó sobre nosotros como las grandes plagas de Egipto sobre las que yo había leído, rápida y sin descanso. De la noche a la mañana los cuerpos de la gente se iban deformando de una manera horrible. Se los veía por todos lados, miles de ellos, escarbando el suelo como animales. Lejos de sus casas y de sus familias, iban muriendo. La misma gente que yo había visto semanas antes trayendo sus posesiones a vender en el mercado pasaban ahora de vuelta emaciados y tropezando, como ensimismados, con los ojos apagados en sus órbitas. El hambre devasta el cuerpo de dos maneras distintas. Algunos adelgazan hasta parecer esqueletos ambulantes. Se les alarga y adelgaza el cuello hasta que parece no puede sostener la cabeza. A otros les afecta el kwashiokor, una enfermedad temible del cuerpo cuando la sangre ya no lleva proteínas. El enfermo está hambriento, pero su vientre, sus pies, y su rostro se hinchan de líquido como chinches que se hinchan de sangre. Las víctimas del hambre no hablaban al pasar. Era como si ya estuvieran muertos aunque seguían mirando por algo que llevarse al estómago. Andaban despacio por las veredas y por los campos, recogiendo una piel de plátano o mazorcas vacías y llevándoselas a la boca. Cerca de mi casa, un grupo de hombres estaba cavando para encontrar raíces de árboles de plátano y comérselas. Otros desenterraban tubérculos o se comían la hierba del camino. Lo peor era algunos que se comían las pocas semillas que el gobierno les había dado para sembrar en la estación, arrancándoles el insecticida rojo y verde que las defendía de los insectos. Pero era imposible desprender el veneno, y muchos tenían vómitos y diarrea, que aún los debilitaba más. Y, claro, como se habían comido las semillas, ya no tenían nada para sembrar.
Las multitudes seguían llegando de los alrededores. Más que nunca, convergían todos en el mercado como si fueran rebaños de animales salvajes huyendo del fuego. Mujeres con rostros emaciados y cenicientos estaban sentadas en la calle rezándole a Dios. Pero lo hacían en voz baja y sin lágrimas. La angustia se palpaba por todas partes, pero era silenciosa porque nadie tenía ya energía ni para llorar. Niños con vientres hinchados y pelo de un color raro cobrizo estaban echados por todas partes. Algunos comerciantes aún extendían plásticos sobre el barro y vendían grano, pero los paquetes en los que lo vendían eran cada vez más pequeños. Tenían precio de oro como si uno tuviera que pagar por el sol y las estrellas para llevarse medio kilo. Las multitudes se agolpaban, pero solo para mirar y mirar en silencio asombrado como si estuvieran viendo un sueño en el cielo. Los que aún tenían alguna fuerza gritaban y suplicaban, lanzándose como locos en cuanto un grano caía al suelo, recogiendo el grano con barro y todo y metiéndose todo en la boca.
En medio de todo este sufrimiento y confusión, la radio del gobierno dijo que el presidente había ido a Londres por asuntos de estado. Cuando volvió, un corresponsal de radio Malawi le preguntó sobre la hambruna. Todos estábamos reunidos en casa para oírle. El corresponsal dijo algo así como, “Excelencia, mucha gente está muriendo por todo el país por falta de alimentos. ¿Qué se propone hacer usted?” El presidente se rió de una idea tan absurda y dijo que él mismo se había criado en un pueblo donde la gente moría del cólera o malaria o diarrea, pero nunca por falta de alimento. “Nadie ha muerto de hambre”, dijo. Cuando la entrevista acabó, mi padre sacudió la cabeza y se fue sin decir nada.
Dos semanas después de enterrar a mi perro Khamba, el cólera se extendió por todo el distrito. Un agricultor de allí había ido a un funeral en Kasiya, a veinte kilómetros de Wimbe, y trajo la enfermedad. En pocos días había muerto una docena, y cientos estaban contagiados por todas partes. El cólera es una terrible manera de morir. Comienza con un dolor de estómago horrible, náusea, súbita debilidad. Luego se sigue una diarrea violenta. Eso le quita toda la vida y energía al cuerpo, y deja a la persona tan débil que no puede ni hablar. Si no hay tratamiento, se muere en seis horas. Cada día pasaban por delante de nuestra casa enfermos de cólera con ojos lechosos y con la piel arrugada por la deshidratación. Yo los observaba escondido tras los árboles hasta que se acercaban, y entonces corría a encerrarme en casa. Cuando acababa la fila de los enfermos del cólera, venía la de los hambrientos. A los que morían del cólera se los rociaba con cloro y se los enterraba de noche en el cementerio de la Iglesia católica, y de ordinario eran los mismos médicos y enfermeras que los habían tratado quienes los enterraban. Para aligerar la tarea, dos cuerpos se metían en un solo hoyo superficial y se cubrían rápidamente con tierra. Nadie sabe cuántos murieron en Wimbe. Entre la hambruna y el cólera había entierros todos los días.
Todos íbamos perdiendo peso. Los huesos se me sobresalían en el pecho, y la cuerda que usaba como cinturón no me sujetaba. Tenía que meter un palo por dos lazos del pantalón y retorcerlo más y más como un torniquete según iba adelgazando. Tenía la boca seca todo el día. Los brazos se me habían quedado delgados como palos secos y me dolían todo el rato. Pronto me resultó ya difícil cerrar la mano en un puño. Una tarde estaba yo arrancando malas hierbas en los campos cuando el corazón comenzó a latirme tan fuerte que me quedé sin respiración y casi me desmayé. ¿Qué me pasa?, pensé. Estaba muy asustado. Me agaché despacio hasta que mis rodillas llegaron al suelo y allí me quedé un rato largo hasta que el corazón volvió a su ritmo y pude respirar. Por la noche me senté en mi cuarto con una vela encendida mirando a las paredes, dormitando, como pasando de un mundo a otro. Observé a un ciempiés trepando por la pared por lo que me pareció ser horas. Cogí por las alas a una polilla que revoloteaba alrededor de la llama y le pregunté, “¿Y cómo vives tú? Dime qué comes.” La solté y la vi ir cayendo en espiral hasta el suelo como un avión de papel. Nada podía salvarnos. Morir de hambre es una triste muerte.
A mediados de febrero las plantas de tabaco estaban listas para la poda, y mi padre nos necesitaba a Geoffrey y a mí para ayudarle. Comenzamos a recoger las hojas amarillentas y viscosas. Luego, sentados a la sombra, íbamos pasando la aguja con hilo por cada tallo. Los manojos se colgaban sobre palos de bambú a cubierto para que se secasen, lo que podía llevar hasta ocho semanas dependiendo de la humedad. Pasar el hilo por los tallos y colgarlos nos llevaba horas y nos machacaba la espalda, sobre todo porque ya no teníamos energía para levantarnos y permanecer de pie.
“Pronto se secarán, y los comerciantes harán cola para comprarlos. Por fin acabaremos con tanta tristeza.”
“Seguro que sí.”
Pero no fue así. Una semana después de colgar el tabaco a secar, mi padre fue al centro comercial para hacer ya por adelanto los contratos del tabaco para venderlo en cuanto estuviera seco y lo recogiéramos, cobrando ya un adelanto ahora. No podía esperar a la subasta. Tenía que encontrarnos comida. “Hermanos, mi familia tiene toda su esperanza puesta en vosotros”, les dijo mi padre. “Os ruego me deis un buen precio, como veinte kwacha el kilo.” Una bolsa pequeña de maíz costaba treinta. Los comerciantes sacudieron la cabeza. “Ya sabes que son tiempos difíciles”, le dijeron. “No podemos darte más de diez kwacha el kilo, al menos mientras dure esta difícil situación.” Tras regatear, quedaron en quince. Según se iba endureciendo la hambruna, el regateo era más duro y el precio más injusto. Mi padre no tenía más remedio que aceptar. Cada semana iba haciendo tratos mientras maduraba la cosecha, tratando de llevar todos los números en la cabeza.
Mientras tanto, allá en los campos las plantas de maíz le llegaban ya a mi padre al pecho. Las primeras mazorcas se habían empezado a formar dejando ver ya las típicas líneas de seda roja en la punta. Las hojas de un verde oscuro estaban ya volviéndose amarillas. Mientras los hombres se debilitaban y morían por todas partes, las plantas crecían fuertes y llenas.
“Veinte días”, dije mirando a mi padre.
“Veinte días”, confirmó mi padre.
Sonreímos y acariciamos las hojas como si fueran bebés en pañales, disfrutando de la suave música que creaban en la brisa.
Si acertábamos, quedaban solo veinte días para que el maíz, todavía verde, madurase y se pudiera comer. Nuestra comida favorita. Es lo que los americanos llaman “grano en mazorca” (corn on the cob), cuando el grano por dentro queda suave y dulce y sabe a cielo en la boca. De pie en aquellos campos en febrero yo me sentía como aquellos exploradores de los que yo había leído –perdidos en medio del océano y muriendo de sed. Agua por todos lados, y ni una gota para beber. Día y noche yo soñaba con el maíz.
Hacia el fin de mes Radio Uno dijo que el maíz estaba ya maduro en Mchinji, como 120 kilómetros al suroeste. La gente comenzó a salir para allá a centenares, entre ellos mi tío Ari, el hermano de mi madre. Por el camino vio a hombres ancianos que se paraban a un lado y les hacían señal a su familia que siguiesen, diciéndoles, “Seguid adelante; seguid hasta Mchinji.” Luego oyó que todos esos habían muerto. Grupos con lanzas y cuchillos guardaban los campos y no dejaban entrar a los que venían de otros distritos. Pero se robaba mucho. Mataron a muchos.
Después de casi cinco meses de sufrimiento, el 27 de febrero, la radio difundió un mensaje del presidente. Nos hacía saber que en el país había una crisis de hambre. Después de consultar con sus oficiales había decidido por fin declarar que era una “emergencia”. Como he dicho antes, nuestro presidente es un tío divertido.
Al comienzo de marzo, las plantas de maíz le llegaban a mi padre a los hombros. En ese momento, las flores lo decían todo. Una vez que la seda roja y amarilla de las cabezas se va secando y poniendo marrón, puedes empezar a probar para ver cuándo ha madurado el maíz. Yo pellizcaba la mazorca cada día para ver si el grano estaba listo. Si se aplastaba entre los dedos, aun era demasiado temprano. Pero cuando el grano era firme y resistía, sabías que había llegado el momento. Aquella semana, Geoffrey y yo dejábamos los campos de tabaco para ir a examinar el maíz, siempre asegurándonos de que usábamos códigos secretos para comunicarnos… ¡no fuera que nuestras hermanas nos siguieran y descubrieran la noticia!
Andábamos por entre las filas de plantas, señalando mazorcas que parecían estar a punto.
“Mira esta”, le decía yo. “En tres días estará en mi boca.”
“Vamos a ir almacenando leña. ¿Podemos hacerlo ya?”
“Creo que sí.”
Por fin un día encontramos una mazorca que parecía estar ya madura, y yo apreté el grano con fuerza. No cedió.
“Está lista”, dije.
“Sí, sí que está”, confirmó Geoffrey, y apretó otra. “Y esta también.”
“Eso quiere decir que el día tan esperado ha llegado por fin.”
“Sí que ha llegado. ¡Manos a la obra!”
Corrí por las filas arrancando el maíz maduro, apretándolo cariñosamente entre las manos. Pronto tenía quince mazorcas llenándome los brazos. Les quité las capas exteriores de hojas secas, las até todas juntas y me las eché a la espalda. Al pasar por el cobertizo del tabaco agarré varias ramas que habíamos separado para el fuego. La vista de Geoffrey y mía corriendo con guirnaldas de maíz armó una revuelta.
“¿Ya se puede comer?”, preguntó mi hermana Aisha con sus grandes ojos abiertos.
“Ya se puede comer.”
“¡EL MAÍZ SE PUEDE COMER!”
Yo corrí a la cocina e hice fuego enseguida. Un humo blanco lo llenó todo y me quemaba los ojos llenándolos de lágrimas. No me importaba. Estaba en la gloria. Mis hermanas se apiñaron en la pequeña cocina luchando por sitio.
“¡Déjame ver!”
“¡No, yo estaba antes! ¡Espérate tú!”
“¡Todas afuera!”, les grité. “Hay maíz para todos.”
No esperé a que el fuego se apagase y quedasen las cenizas para tostar el maíz como hacemos siempre. Puse varias mazorcas directamente en las llamas hasta que las hojas se quemaron y todo quedó a punto. Ni siquiera esperé a que se hiciera el otro lado de la mazorca. Sencillamente la saqué del fuego, tan caliente que me quemó los dedos. Quité las hojas humeantes y empecé a comer. Los granos estaban tiernos, calientes, llenos de la esencia de Dios. Yo mastiqué despacio, disfrutando, sabiendo que había esperado demasiado a este momento. A cada bocado sentía que me iba volviendo la vida que había perdido, partes de mi mismo ser. Cuando me comí todo el lado, eché el otro lado al fuego para que se hiciera, y me puse a comer otra mazorca.
Mis padres habían venido a la cocina y me vieron preparando todo con el maíz echando humo. “No creo que este maíz esté maduro”, dijo mi padre. “Déjame probarlo.” Le quitó las hebras de seda y mordió el maíz con gusto. Al instante vi como si la vida le volviese a la cara. Sabía que ahora iba a vivir.
“Está listo”, dijo.
Seguimos recogiendo y comiendo maíz. Aquella tarde, Geoffrey y yo nos comimos unas treinta mazorcas de maíz. Nos dio dolor de vientre, claro, porque teníamos el estómago desentrenado, pero eso no importaba. Al fin habíamos comido.
Recordé entonces una parábola que Jesús les había contado a sus discípulos, la parábola del sembrador. Las semillas que caen por el camino se las comen los pájaros, las que caen sobre piedras no echan raíces y se secan, las que caen entre matorrales quedan ahogadas por las espinas. Pero las que caen en buen terreno viven y florecen.
“Geoffrey, somos como las semillas plantadas en suelo fértil, no por el camino donde las pisan los caminantes.”
“Esos fueron los que murieron.”
“Fueron muchos.”
“Sí, fueron muchos.”
“Pero nosotros estamos vivos.”
“Sí, sí, estamos vivos. Hemos sobrevivido.”
“¡Hemos sobrevivido, Geoffrey, hemos sobrevivido!”
(William Kamkwamba, The Boy Who Harnessed the Wind, HarperCollins, London 2009)