Los textos de Carlos G. Vallés
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Año 2007
Día 15
Os cuento

Bautismo

El pasado diciembre, en plena Navidad, bauticé a Carmelita, hija de una hija de unos primos míos. Escogí como lectura el evangelio de la Navidad, y esto es lo que dije después de la lectura:

He escogido el evangelio de la Navidad, porque la mejor manera de celebrar la Navidad es un bautizo. La Navidad es eso, nacimiento, y el bautizo nos trae la alegría de una nueva vida. Este mes hemos tenido dos fallecimientos en nuestras familias. El de mi hermano, y el del abuelo del padre de Carmelita. Mi prima me preguntó delicadamente si deberíamos posponer el bautizo, pero ella misma se respondió diciendo: “La vida se renueva.” Con esa ilusión le damos la bienvenida a la niña entre nosotros.

¿Qué significa el bautizo? Estamos en un momento teológicamente interesante para responder a esa pregunta. A mí me fascina la teología, y sigo sus avances con pasión. Tradicionalmente nacemos con el pecado original de Adán que nos impide entrar en el cielo, y el bautismo es la aplicación de los méritos de Cristo que nos vuelve a abrir las puertas del cielo. Por eso los niños nacidos sin haber recibido el bautismo no podían ir al cielo, y los colocábamos en el limbo, como un estado de felicidad natural pero sin la visión de Dios. Una especie de kindergarten para la eternidad.

Pero ahora ha sucedido algo que está cambiando la situación. Hace un par de años, el papa Juan Pablo II se dirigió en un sermón a las madres que habían abortado, y les dijo: “Vuestra falta es grave, pero vuestros hijos están en el cielo y ellos intercederán por vosotras ante Dios para que os perdone.” Eso desató el interés de los teólogos. Ellos escudriñan al detalle cada palabra del papa, y aquí había dicho que los niños víctimas del aborto estaban en el cielo. A los fetos abortados no los bautizan. Así es que los niños no bautizados estaban en el cielo. Lo había dicho el papa. Nadie supo decir si fue un desliz o lo había dicho a idea para sondear a los teólogos, pero ahí quedaba dicho. Eso llevó a cuestionar el limbo, que aun antes había sido siempre algo incómodo. El mismo papa nombró después una comisión para examinar la cuestión. La comisión ha entregado ya su informe, y el papa declarará su decisión a lo largo de este año.

Se espera que el limbo será cancelado. Pero queda nuestra cuestión. Si el bautismo ya no es necesario para ir al cielo ya que los niños no bautizados pueden ir al cielo sin él, ¿cuál es su sentido? El bautismo es el rito y sacramento de la pertenencia a la Iglesia para los vivos, y esa sigue siendo su fuerza. Pertenecer, formar parte, formar cuerpo. El bautismo nos sella como miembros del Cuerpo de Cristo y nos incorpora para siempre a su vida. Y como nosotros vamos a seguir viviendo en la tierra y formando parte de una familia y de una sociedad aquí abajo, nos da una señal que nos consagra y nos define ante los demás públicamente y para siempre. Esa señal es el nombre que se nos da en el bautismo. Nombre de un santo o una santa que nos marca de por vida como miembros de la familia de Jesús.

El nombre tenía y tiene más importancia en otros pueblos de la que tiene ahora entre nosotros. El nombre representa a la persona y establece vínculos con ella. Cuando visité una fábrica en Nairobi y felicité a un obrero nativo por su pericia y le pregunté su nombre, mis acompañantes me retiraron rápidamente y me amonestaron. Poseer el nombre de una persona da poder para invocar maldiciones sobre ella, y por eso el nombre solo se confía a los amigos. En la India tradicional el marido puede pronunciar el nombre de su mujer, pero la mujer no pronuncia el de su marido. El nombre da poder sobre la persona, y prejuicios machistas no le permiten a la mujer tener dominio sobre el marido aunque él sí lo pueda tener sobre ella. Lamento el machismo pero reconozco el valor del nombre. Cuando Dios crea los animales en el Génesis, le dice a Adán que le dé a cada uno su nombre. Darles el nombre significa tener poder sobre ellos.

Si os pregunto cómo se llamaba la mujer de Napoleón, me diréis era Josefina. No se llamaba Josefina. Se llamaba Rosa. Pero al casarse con Napoleón, él ordenó: “Cambias de dueño y cambias de nombre. Serás Josefina.” En mi familia misma he tenido un ejemplo. Mi hermano, cuyo recuerdo nos acompaña especialmente en este día, se llamaba José María. En nuestra familia fue toda su vida para todos nosotros “Josemari”. Cuando se casó, su mujer lo llamó “Chema”, que es como se llama a veces a los José María, aunque en mi familia nadie lo había llamado nunca así, pero en su nueva familia pasó a ser “Chema”. Cambio de dominio. Y aquí he de contaros un sueño que he tenido esta noche. Ya sé que un sueño es solo un sueño, es una proyección de nuestros propios pensamientos, pero por eso mismo tiene aquí valor. Me acosté pensando en qué os diría esta mañana en el bautismo, y en sueños vi a mi hermano. Estaba con rostro sonriente, simpático, casi travieso, y me dijo en el sueño: “A mí tampoco me gustaba que me llamaran ‘Chema’.” Me desperté riendo.

Lo que más me consoló fue ver su rostro. Estaba con una alegría y una juventud como hacía tiempo no tenía ya por sus enfermedades. Eso fue como un mensaje para mí. A mi hermano le preocupaba mucho la cuestión de qué nos sucede después de la muerte. Hablaba continuamente de eso. Yo en broma le decía que no se preocupase, que ya tendría tiempo para enterarse cuando le tocase, pero volvía una y otra vez al tema. Bueno, ahora ya lo sabe. Y debe haberse encontrado algo muy bueno por la cara tan resplandeciente que tenía. Me llenó de alegría.

Eso sobre la importancia del nombre. Y el nombre que habéis escogido para vuestra hija es bien significativo. Carmela. La une a su familia, donde Carmelo es su abuelo y Carmelo su tío; la entronca en la Biblia con el profeta Elías en su encuentro decisivo con los 450 profetas de Baal en el Monte Carmelo; y la consagra en la tradición más noble de España con santa Teresa y san Juan de la Cruz en la gloria del Carmelo. Damos la bienvenida a una Carmelita en nuestra familia. Vamos a bautizar a Carmela.

Cortesía

Estoy en la agencia de viajes para sacar un billete de avión. Destino, día, vuelos posibles, horario favorito. Suena el teléfono del agente y lo toma. Le oigo decir: ‘Sí, lo entiendo, ya veo que es urgente, pero estoy atendiendo a un cliente y no quiero interrumpirlo. Perdone. Le llamo yo mismo en unos minutos.’ Se despide, y cuelga.

Yo le digo: ‘Gracias.’ Él se sorprende: ‘¿Por qué?’ Le explico: ‘Porque otras veces me ha pasado estar yo en cualquier oficina para cualquier consulta, y cuando el empleado de turno que me está atendiendo recibe una llamada de teléfono, la toma, la sigue, me tiene a mí esperando, la acaba, vuelve a mí, y yo me quedo con el sentido de injusticia que yo, que he venido en persona a hacer la gestión, tengo que esperar, mientras que quien llama cómodamente por teléfono desde su casa tiene prioridad sobre mí. Es como si ahora llegara otro cliente aquí mismo y se saltara la cola y me apartara a mí y se pusiese a tratar su asunto y usted le atendiese. Le he dado las gracias por anteponerme a mí al teléfono.’

Se sonríe. Añade: ‘Yo lo hago siempre, pero nunca me han dado las gracias por eso.’ Y sigue con los vuelos.

Lo de menos es la espera. Lo de más es el notar el trabajo bien hecho y reconocerlo. Me atendió muy bien el muchacho. Yo quedé contento. Y él más todavía. Gracias. ¿Por qué? Y se afirmó en su buen hacer.

Ganas de vivir

«En cuanto vi a Frida [Kalho] me quedé prendada de ella. Tenía el don de fascinar. Era única. Tenía una enorme alegría, humor, amor a la vida. Se había inventado su propio lenguaje, su propia manera de hablar español, lleno de vitalidad y acompañado de gestos, mímica, risas, chistes, y un gran sentido de la ironía sana. Era una flor ambulante. Apareció el primer día en la clase de La Esmeralda llena de gozo, de amabilidad, de encanto. “Bueno, muchachas, me dicen que soy vuestra maestra, pero no soy nada de eso. Estoy aprendiendo. Os diré lo que pienso de vuestros dibujos, y vosotras me diréis lo que queráis de los míos. Hablaremos mucho.” Luego nos puso delante una silla. Entendimos que debíamos dibujarla. Y allí estaba ella delante de nosotras en silencio, seria, observándonos, queriéndonos, animándonos. Nos influenció más por su manera de ser que por su manera de pintar, por su manera de ver todo en la vida como arte. Nos hacía caer en la cuenta de la belleza de México como nunca lo habíamos notado. No transmitía todo esto verbalmente, éramos muy jóvenes, no éramos intelectuales, no nos imponía nada. No pintábamos para ella, pintábamos para nosotros mismos. No nos daba lecciones. Era instintiva, espontánea, se alegraba instantáneamente ante cualquier cosa bella. ¡A pintar en la calle! Cantando y saltando y gozando.’

Y, ahora, el otro lado de Frida, su sufrimiento físico por el accidente de pequeña que le destrozó la columna, la hizo vivir de quirófano en quirófano, la mantuvo metida en corsés (28 en toda su vida) de cuero, de yeso, de hierro. La tuvieron tres meses casi todo el día colgada del techo con los pies justo tocando el suelo, y una vez se le endureció el corsé más de la cuenta y se quedó sin respirar y hubo que cortarlo a toda prisa… y se rió cuando acabaron. Y pintó el corsé. Escribió:

‘Estoy cada día peor. Al principio me costó acomodarme al corsé. Es puro infierno ponérmelo, pero es que sin él estoy todavía peor. No podía trabajar ni por un momento porque cada movimiento era un tormento. Mejoré con el corsé, pero ahora me encuentro peor con él, y mi columna no mejora. Los médicos me dicen que tengo las meninges inflamadas, pero no entiendo nada porque si tienen que inmovilizarme la columna para evitar que se me irriten los nervios, ¿cómo es que con todo este corsé siento el mismo dolor que sin él? Decidme, por favor, si lo que yo tengo tiene algún remedio, o si “la tostada” [la muerte] va a venir por mí ya cualquier día.’

El cuadro de su corsé se exhibe en el Museo de Coyoacán.

(Hayden Herrera, Frida, Blomsbury Publishing, London 1989, p. 329, 345)

Dos hermanos y una hermana

Micah, Nicholas, y Dana, hermanos y hermana, se llevaban muy bien como buenos hermanos, y también se enfadaban un poco como buenos hermanos. Y así es como les formaba su madre.

‘Una noche mamá vino a nuestro cuarto cuando nos estábamos metiendo cada uno en su cama. Micah y yo [escribe Nicholas] habíamos tenido otra riña aquel día porque yo había tumbado su bici sin querer y él me pegó. Mamá no había dicho nada en la cena, y yo supuse que por esta vez lo daba por olvidado. Rezó las oraciones con nosotros, apagó la luz, se sentó en la cama de Micah cuando este se metía entre las sábanas y los oí murmurar un buen rato sin adivinar lo que se decían. Luego, con gran sorpresa mía, se sentó en mi cama.

Se inclinó suavemente, me pasó la mano por el pelo, y sonrió. Luego murmuró: “Dime tres cosas lindas que tu hermana Dana haya hecho por ti hoy. Cualquier cosa. Grande o pequeña.”

Me sorprendió la propuesta, pero contesté enseguida: “Jugó conmigo, me dejó ver el programa de televisión que yo quería, y me ayudó a limpiar los juguetes.”

Madre sonrió. “Ahora dime tres cosas lindas que Micah te haya hecho hoy.”
Eso, había que admitir, era un poco más difícil.
“No me ha hecho nada bonito hoy.”
“Piensa. Puede ser cualquier cosa.”
“Se portó mal conmigo todo el día.”
“¿No te acompañó al colegio?”
“Sí.”
“Ahí tienes una. Piensa dos más.”
“No me pegó fuerte cuando tiré su bici.”
Madre no estaba segura si esa contaba y esperó un poco, pero al final dijo, “Bueno, dos.”
“Y…”.
Me atasqué. No había nada, absolutamente nada que decir. Me llevó un rato largo inventarme algo, pero había que hacerlo y algo dije. Mi madre lo debió notar, pero lo aceptó, me besó, y pasó a la cama de mi hermana. Dana. A ella no le costó más de diez segundos decir tres cosas lindas de nosotros dos, y mamá salió de la habitación.

En la oscuridad me di vuelta y cerré los ojos cuando oí la voz de Micah:
“¿Nicky?”
“¿Qué?”
“Siento haberte pegado cuando la bici.”
“Vale. Y yo siento haber tirado tu bici.”

Hubo un momento de silencio, y Dana terció: “¿No os sentís mejor ahora los dos?”

Cada noche nuestra madre nos hacía decir tres cosas lindas que nos hubiéramos hecho unos a otros, y cada noche sacábamos algo. Y cada vez reñíamos menos.’
(Nicholas and Micah Sparks. Three Weeks With My Brother, Time Warner Books 2005, p. 70)

‘Al final del último año de colegio le oí a mi hermana menor Dana llorar en su cuarto. Llamé y entré.
“¿Qué te pasa?”
“Me pasa todo.”
“Ahora dímelo.”
“Me odio a mí misma.”
“¿Por qué?”
“Porque no soy como tú o como Micah.”
“No te entiendo.”
“Mira, vosotros dos lo tenéis todo. Sois guapos y listos. Valéis para todo. Tenéis amigos, lo hacéis bien en los deportes, sacáis buenas notas. Sois populares y los dos tenéis novias. Sois guays. Todos saben quiénes sois y todos os tienen envidia. Pero yo no me parezco a vosotros en nada. Parece como si fuéramos de distintos padres.”
“Tú has sido siempre la mejor. Eres la persona más dulce que he conocido.”
“¿Y qué? A nadie le importa eso.”
Le tomé la mano.
“¿Qué es lo que te inquieta?”

Ella no quería contestar. En el silencio que siguió miré alrededor del cuarto. Como cualquier quinceañera tenía varias fotos de revistas en las paredes. Tenía en la mesa una Biblia y un rosario, y un crucifijo sobre la cama. Le costó un rato encontrar palabras.
“A Holly le han pedido de pareja para el baile de fin de curso.”
Holly era la mejor amiga de mi hermana. Eran inseparables hacía años.
“¡Qué bien! ¿Verdad?”
Cuando ella no contestó me dio un vuelco el corazón. Caí en la cuenta de repente de qué era lo que la había alterado.
“Y eso te afecta, porque a ti no te ha invitado nadie.”

Se echó a llorar. Yo puse mi brazo a su alrededor. “Ya te invitarán”, le dije suavemente. Eres guapa y amable, y quien no te invita no sabe lo que se pierde.”
“No lo entiendes. Micah y tú…, bueno, todas las chicas dicen que sois guays. Siempre me dicen qué suerte tengo de tener tales hermanos. Pero es duro, muy duro para mí. A mí nadie me dice que soy guapa.”
“Sí que eres guapa.”
“No lo soy. Soy vulgar y corriente. Me miro al espejo y lo sé.”

Siguió llorando y se negó a decir nada más.
Cuando salí de su cuarto caí en la cuenta por primera vez que estaba luchando con esa inseguridad que todos sentimos al principio. Solo que lo había ocultado hasta entonces. Yo estaba seguro de que algún chico la invitaría al baile.

Pasaron los días y ningún príncipe a caballo se acercó a pedir la mano de mi hermana. Yo veía el dolor en su rostro. Me ponía furioso que nadie reconociese su valía. Yo adoraba a mi hermana y sabía lo muchísimo que podía dar en cariño y alegría y compañía a quien la apreciara. Pero nadie se le acercaba.

Por fin una tarde, cuando ya solo faltaba una semana para el baile, fui a su cuarto. Si sus amigas decían que yo era guapo y popular, ahora verían lo orgullosa que estaría ella conmigo:
“Dana, ¿quieres ir al baile conmigo? Seré tu pareja.”
“No digas tonterías.”
“Nos divertiremos. Te llevaré al baile en una limusina, te daré un banquete, bailaremos toda la noche. Nunca habrás tenido una pareja mejor.”

Ella se rió pero sacudió la cabeza. “No, ya lo entiendo; pero no quiero ir. Ya está decidido. Y no importa.”
“¿Estás segura? Yo lo haría encantado.”
“Ya lo sé. Y gracias por invitarme.”
“Me rompes el corazón, ¿sabes?”
“Curioso. Es lo mismo que me dijo Micah.”
“¿Qué quieres decir?”
“Que tu hermano también me ha invitado. Ayer.”
“¿Y tampoco vas con él?”
“Tampoco.”

Me echó los brazos encima y me apretó. Me besó en la mejilla. Me dijo: “Pero quiero que sepáis que sois los mejores hermanos que una hermana podría desear. Estoy orgullosa de vosotros. Soy la chica con más suerte del mundo, y os quiero a los dos con toda mi alma.”
Se me atascó la garganta. “Te quiero, Dana, te quiero mucho.”
(p. 170)

Me contáis

Algunos seguís todavía a vueltas con el Código Da Vinci y las cosas absurdas que dice y que no merecen discusión. Una duda que me habéis preguntado varios sí puede merecer respuesta. Siempre se ha sabido, y ahora el libro y la película han resaltado el hecho de que al principio de la era cristiana había bastantes evangelios diferentes. Junto con Mateo, Marcos, Lucas, Juan, circulaban evangelios de Felipe, Tomás, María Magdalena, Judas. ¿Cómo se decidió que los de Mateo, Marcos, Lucas, Juan eran auténticos, inspirados por el Espíritu Santo y parte de la Biblia, y los otros no? Si el evangelio de Mateo recibe su autoridad de la Iglesia (que lo declara auténtico), y la Iglesia recibe su autoridad del evangelio de Mateo (“Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”), resulta que dependen el uno del otro y el otro del uno. ¿Quién va primero?

Va primero el Espíritu Santo que inspira a los autores de los cuatro evangelios canónicos, y luego inspira a la naciente Iglesia a escoger entre los varios evangelios aquellos que por su apostolicidad, universalidad y verdad representaban fielmente la vida y el mensaje de Jesús de Nazareth. No hay más que leer cualquiera de los apócrifos para ver la diferencia. Los cuatro evangelios canónicos son los libros sagrados más bellos del mundo. Sepamos apreciarlos.

Salmo

Salmo 4  –  Oración de la noche
El día toca a su fin, un día de alegrías y trabajos, de ratos de intimidad y ratos de ansiedad, de momentos de impaciencia y momentos de satisfacción. Me quedo solo, dispuesto a volver a ser yo mismo por la noche, y una última oración sube a mis labios antes de cerrar los ojos:

«En paz me acuesto…
y enseguida me duermo».

Esa es mi oración, la oración de mi cuerpo cansado después de un día de duro bregar. El sueño es tu bendición nocturna, Señor, porque la paz ha sido tu bendición durante el día, y el sueño desciende sobre el cuerpo cuando la paz anida en el corazón. Me has dado paz durante el día en medio de prisas y presiones, en medio de críticas y envidias, en medio de la responsabilidad del trabajo y el deber de tomar decisiones. «Tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino», y el cuidado que has tenido de mí a lo largo del día me ha preparado tiernamente para el descanso de la noche.

Conozco los temores del hombre del desierto al echarse a dormir, el hombre que sacó estos Salmos de su experiencia y de su vida. El miedo del animal salvaje que ataca de noche, del rival sangriento que busca venganza en la oscuridad, de la tribu enemiga que asalta por sorpresa mientras los hombres duermen. Y conozco mis propios temores. El miedo de un nuevo día, el miedo de encontrarme de nuevo cara a cara con la vida, de enfrentarme conmigo mismo en la luz incierta de un nuevo amanecer. Miedo a la oposición, a la competencia, al fracaso; miedo a no poder aguantar el esfuerzo de ser otra vez como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea; o, más adentro, miedo a que no sabré sustraerme a la esclavitud de serlo que otros quieren que yo sea y portarme como quieren que me porte. Miedo a ser yo mismo y miedo a que no me dejen serlo.

Al acostarme tengo miedo a no volver a levantarme; y al levantarme siento pánico por tener que enfrentarme una vez más al triste negocio del vivir. Ese es el miedo visceral que pesa sobre mi vida. Su único remedio está en ti, Señor. Tú velas mi sueño y tú guías mis pasos. Tu presencia es mi refugio; tu compañía, mi fortaleza. Por eso puedo caminar con alegría, y ahora, llegada la noche, acostarme con el corazón en paz.

«En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.»

Meditación

El Ángel del camino

‘Enviará su ángel delante de ti.’ (Génesis 24,7)
‘Enviará su ángel contigo.’ (Génesis 24,40)
‘He aquí que voy a enviar un ángel delante de ti.’ (Éxodo 23, 20)
‘Mi ángel caminará delante de ti.’ (Éxodo 23, 23)
‘He aquí que mi ángel irá delante de ti.’ (Éxodo 32, 34)
‘Enviaré delante de ti un ángel.’ (Éxodo 33, 2)

El ángel del camino. El ángel de la vida, porque vivir es caminar. El ángel que señala y dirige y acompaña y anima. El ángel que conoce desiertos y mide distancias y localiza oasis y garantiza metas. El ángel que nos lleva a la tierra prometida, al país ‘de los amorreos, de los hititas, de los perizitas, de los cananeos, de los jivitas, de los jebuseos’, y nos establece felices en la tierra de la leche y la miel. El ángel del pueblo de Dios. Y, en mi vida, mi ángel.

Lo que más necesito en la vida es dirección. No sé adónde ir. No sé por dónde. Me cuesta tomar decisiones. No sé si acertaré. Dudo de mí mismo, de mis mapas, de mi brújula, de mis guías. Temo extraviarme, y sé que la vida es solo una y temo perderme, perder el camino y perder el tiempo, y quedar sin energías y sin ilusión para llegar adonde tengo que llegar y hacer lo que tengo que hacer. Dudo, me retraso, pospongo decisiones, vuelvo sobre mis pasos. Pero ahora, en la fe, cambia mi vida. Alguien va delante de mí con paso firme y decisión confiada. El andar sigue siendo mío, pero tengo dirección, ánimos, compañía. Es nuevo el caminar.

El Señor de los ángeles ha tenido que repetirme muchas veces que ha enviado a su ángel delante de mí, porque me olvido y vuelvo a caer en mis miedos y mis dudas. Me lo recuerda casi en cada ocasión de mi vida para que no me pierda en mi soledad. Y me lo recuerda también para que yo caiga en la cuenta de que la presencia del ángel no es solo don excepcional para crisis extraordinarias, sino compañía constante para cada momento de mi vida. La tierra prometida es el suelo bajo mis pasos, y el tiempo es hoy. El ángel del Señor está delante de mí aquí y ahora, asistiendo a este momento, guiando esta mirada, dirigiendo esta mano. A mí me toca acostumbrarme a esa presencia delicada, a ese toque insistente, a esa inspiración alada que señala horizontes y anima a conquistarlos. Cada paso mío está guiado, y cada aventura está acompañada. Esa convicción alegra mis pasos y levanta mi mirada. Allí está delante de mí el guía de mi peregrinación, el ángel que Dios ha enviado para que ande delante de mí. Él sabe bien el camino. No me perderé.

Día 1
Os cuento

Mi hermano

[Mi hermano murió la víspera de Navidad, y esta ha sido mi homilía en el funeral que ahora hemos tenido.]
He escogido las lecturas de la Biblia que acabáis de oír con algo de picardía. Son las lecturas de los banqueros. Mi hermano fue Subgobernador del Banco de España, y en la primera lectura, Romanos 13, 6, san Pablo dice de los empleados del gobierno lo que habéis oído: “Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son obra de los funcionarios de Dios. Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos, y a quien tributo, tributo.” Es el lema de Hacienda, aunque no sea muy popular. Funcionarios de Dios. Luego el evangelio ha sido el evangelio de los banqueros. La parábola de los talentos con la condena final del siervo que enterró su talento y a quien el dueño le reprendió: “Debías haber entregado mi dinero a los banqueros, y así, al volver yo, hubiese recobrado lo mío con los intereses.” (Mateo 25, 27) El castigo del siervo negligente por no haber llevado el dinero al banco es nada menos que el infierno: “Echadlo a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.” Un banquero no puede pedir más.

Era el evangelio favorito de mi hermano y me lo citaba muchas veces con humor. Él era banquero, economista, asesor financiero, aunque él prefería decir que lo que él realmente era, era cambista. Ese era su talento y su carisma. Cambista. La bolsa. Desde la niñez. Nuestro padre murió cuando yo tenía 10 años y mi hermano 12. El año siguiente estalló la guerra civil en España mientras mi madre y los dos hermanos estábamos en una parte de la España dividida, y nuestra casa en la otra. Perdimos todo. Mi madre consiguió del director de un banco a quien conocía lo que entonces se llamaba un “préstamo facial” de 200 pesetas. Yo veía a mi hermano, ya entonces, que examinaba esas páginas del periódico llenas de numeritos pequeños de la bolsa y le decía a mi madre qué tenía que hacer con el dinero. Yo no entendía nada. Yo creía que él lo entendía porque era dos años mayor que yo, y que al cabo de dos años yo entendería también esos números; pero ni al cabo de dos años ni en toda mi vida los he entendido. Sí sé que algo más tarde mi madre fue a devolverle las 200 pesetas al director del banco con la esperanza de que no las aceptaría ya que era amigo y para él aquello no era nada. Pero recuerdo sus palabras tristes: “Y me las cogió.”

Mi hermano y yo nos ganamos becas para nuestros estudios e internado en el Colegio de San Francisco Javier de Tudela (Navarra) mientras nuestra madre vivía allí con una hermana suya. El bachillerato se acababa entonces a la edad de 17 años. Mi hermano, que había acabado los exámenes con el premio extraordinario de la reválida, tenía ya su nombre en un cuarto del noviciado de los jesuitas en Loyola para entrar allí después del verano. Pero no llegó a ocupar el cuarto. El Opus Dei comenzaba a extenderse por entonces (1940), y amigos de mi hermano desviaron su vocación hacia la Obra. El padre Barcón, jesuita de Deusto, intentó retenerle con un argumento que no carecía de ingenio. Le decía: “Si tú, Josemari, tuvieras que operarte de una operación seria, y hubieras de escoger entre un cirujano conocido y experimentado, y otro joven que acababa de estrenarse en el quirófano, ¿a cuál de los dos escogerías? Pues aquí está la Compañía de Jesús con toda su tradición y garantía de siglos, y el Opus Dei que acaba de empezar, y ¿a cuál de los dos le vas a entregar la salvación y la perfección de tu alma que es el asunto más importante de tu vida?” Era casi como aquello de san Ignacio a san Francisco Javier, “¿De qué te aprovecha ganar todo el mundo si pierdes tu alma?” Pero no resultó.

Lo que no le resultó al Opus fue el llevárseme a mí después de mi hermano, aunque lo tenían bien planeado. Yo iba aquel año al Colegio a mi último curso de bachillerato, y después de ese año iría al noviciado de Loyola. Al final del verano, con la maleta ya hecha para ir al internado de Tudela, recibí de repente una sorpresiva carta del padre Jesús Lasa, nuestro Padre Espiritual, en que me decía: “Dios ha cambiado de plan. En vez de venir al internado de Tudela, vete directamente al noviciado de Loyola. El Padre Provincial te ha concedido el excepcional permiso de entrar en el noviciado con la edad mínima de 15 años, y allí te esperan.”

Yo desde luego no había pedido el tal permiso, pero no sospeché nada pues no sabía todavía nada del Opus ya que ellos entonces guardaban mucho secretismo, y comencé a practicar la obediencia aun antes de hacer el voto; me fui al noviciado con la maleta que tenía hecha para el colegio, aunque me quedé sin acabar el bachillerato. Para ir a Loyola en tren tenía yo que pasar por Tudela, y el P. Lasa me esperaba en la estación, se subió al tren para asegurarse de que yo no me bajaba en Tudela, y me acompañó hasta la próxima estación (Castejón) desde donde se volvió a Tudela. El Opus se quedó sin su objetivo.

Veinte años más tarde, cuando yo, viviendo ya en la India volví por primera vez a España y visité Tudela, el padre Lasa me dijo: “Ahora te voy a contar por qué Dios cambió de plan. Tu hermano Josemari estaba a punto de entrar en el noviciado y se lo llevaron al Opus. Nosotros nos enteramos en el colegio y lo sentimos mucho porque tu hermano era una vocación muy valiosa. El año siguiente te tocaba a ti ir al noviciado, y estábamos seguros que a lo largo de ese tu último año en el colegio, tu hermano, que aún no te había dicho nada, te cazaría para el Opus. Decidimos adelantarnos y te escribí fueras a Loyola. Siempre me sentí algo culpable por no haberte explicado a ti entonces la situación como deberíamos haberlo hecho y no lo hicimos por miedo a que te enteraras de lo del Opus y te fueras tú también; pero ya que tú te confesaste tantas veces conmigo de chico en el colegio, yo me confieso ahora contigo y quedamos en paz.” Esta vez ganaron los jesuitas.

Escrivá dedicó a mi hermano a las finanzas del Opus, y tanto lo apreciaba que en un viaje suyo en coche de Madrid a Bilbao, Escrivá se desvió a Oña, en la provincia de Burgos donde yo cursaba filosofía, y me visitó a mí en aquel remoto lugar para traerme saludos de mi hermano. Le dimos una merienda en el antiguo monasterio. Mi hermano me envió la carta que Escrivá le escribió contando su visita y lo bien que había sido tratado por los jesuitas. Apuntes para la historia. Años más tarde mi hermano dejó la Obra.Hizo la carrera de abogado en Zaragoza y de económicas en Londres. Ganó oposiciones a Técnico Comercial del Estado en Madrid, y su primer empleo fue jefe del gabinete técnico del ministro de comercio. El ministro era Alberto Ullastres. En ese puesto contribuyó sustancialmente al tránsito de la economía de posguerra a la apertura de comercio, liberación de divisas y supresión de visados. Alberto Ullastres vino a la India a una reunión de la UNCTAD (United Nations Commission for Trade And Development) y tuvo la gentileza de visitarme. Me contó con sencillez: “Yo soy el ministro, y asisto a reuniones, conferencias, funciones, pronuncio discursos e inauguro proyectos; pero en cuanto llega a mi despacho un documento sobre, digamos, el precio de las alpargatas… ¡a José María! Él es quien lleva el ministerio.” Y me añadió algo divertido: “Aprecio enormemente a su hermano, como le estoy contando, pero no se asuste si le digo que también me molesta un poco. Le digo por qué. Yo despacho con Franco con frecuencia para consultarle las decisiones importantes que él ha de aprobar en materia de economía, y después de exponerle yo la cuestión, Franco siempre me pregunta, [y lo decía imitando la vocecita aguda que por lo visto tenía Franco]:

– ¿Qué dice sobre esto el Presidente del Gobierno?
– Dice que se haga tal cosa.
– ¿Qué dice el Ministro de Asuntos Exteriores?
– Que se haga esto otro.
– ¿Qué dice el Director del Banco de España?
– Esto y esto.
– ¿Qué dice usted de esto?
– Digo que lo mejor sería tal y tal cosa.
– ¿Y qué dice Vallés?
– Vallés dice que lo mejor sería esto y esto.
– ¡Pues hágalo!

Lo de Vallés lo preguntaba lo último, y podía haberse ahorrado todas las otras preguntas. Pero sé que lo hacía para así enterarse de lo que pensaba cada uno, aunque en materias de economía siempre hacía lo que decía su hermano.”
Hubo solo una ocasión en que Franco le riñó a mi hermano según él me contaba. Marruecos había pedido un préstamo a España, mi hermano lo examinó y lo rechazó. Franco le llamó, no le dejó sentarse, y le dijo severamente: “Lo que Marruecos pide, a Marruecos se le da. Son nuestros amigos. Conceda el préstamo. Y que no vuelva a suceder. Puede usted marcharse.”

Un día me encontraba yo en Madrid cuando él volvió de un viaje a Varsovia en el que había negociado y firmado con el gobierno polaco el primer tratado comercial entre España y Polonia. Me enseñó el protocolo escrito y firmado del tratado que él debía guardar personalmente aquella noche antes de llevarlo el día siguiente al ministerio, con sus márgenes marcados en rojo en cada página para que no se pudiese añadir ninguna palabra. Yo le dije espontáneamente, “Habrás ganado tú, ¿verdad?” Él se puso serio y me respondió: “No digas eso. Si haces un tratado para que ganes tú y pierda el otro, pierdes tú a la larga porque no se fiarán de ti y la pagarás tú en la próxima. El buen tratado es en el que ganan los dos. Y eso es lo que acabo de hacer yo. Gana Polonia y gana España.” Buena lección para la vida.

Tenía una gran devoción a la Virgen, y en Polonia, país comunista entonces, pidió le llevaran a la Virgen de Chestokova. Antes, en Francia, había visitado a la Virgen de Lourdes donde tuvo una experiencia que me contaba con emoción. Al llegar a la Santa Cueva ante la imagen de la Virgen, vio en el suelo una lápida en que estaba escrito en francés: “Aquí estaba Bernardette cuando la Virgen se le apareció por primera vez.” Él entonces se puso disimuladamente de pie sobre aquella baldosa, y de repente le inundó una ola intensa de emoción, devoción, consolación y alegría sobrenatural que lo mantuvo fuera de sí un rato y lo acompañó por días y días después de la visita. Años más tarde tuvo ocasión de volver a Lourdes, buscó la lápida, se puso devotamente de pie sobre ella… y no pasó nada. Reía contando los trucos de Dios que sorprende y que no se repite.

Del gabinete técnico del ministro de comercio, mi hermano pasó al cargo de Subgobernador del Banco de España, y más adelante al de Director de Autopistas del Mediterráneo donde le gustaba decir que nuestro padre había sido ingeniero de caminos, canales y puertos, y él ahora tenía bajo sus órdenes a cien ingenieros.

Mi hermano siempre me decía que había habido dos días tristes en su vida: el día que yo me fui al noviciado, y el día que me fui a la India. Pero que afortunadamente yo volví a España y su mayor alegría había sido el reanudar nuestra relación de hermanos. A pesar de que la India le privó durante años de su hermano, él tuvo un gesto muy significativo hacia ella. Fueron los años de la erección de la Misión del Gujarat en territorio independiente y su crecimiento rápido en obras y personas. Se recaudaban generosas ayudas económicas de España, pero la dificultad era hacerlas llegar a la India por las restricciones oficiales de entonces. Mi hermano, que a la sazón era Subdirector del Banco de España, llamó un día, sin decirme a mí nada, al padre Lucio Damboriena, encargado de las finanzas de la Misión del Gujarat en España, le preguntó la cantidad a que ascendía la contribución de España a nuestras obras de la India, y le concedió el permiso de enviarla legítimamente cada año. El padre Lucio Damboriena consideraba por ello a mi hermano como uno de los bienhechores mayores de la Misión. Al honrar la memoria de un hombre bueno y un profesional excepcional estamos también honrando la memoria de un gran bienhechor de nuestra Misión del Gujarat en la India.

Y yo honro la memoria de mi único hermano, querido y apreciado por mí ante todos mis parientes y amigos. Mi hermano recordaba el latín de sus tiempos de colegio, y le gustaba repetir conmigo en latín la frase del Libro de los Proverbios: “Frater qui adiuvatur a fratre tamquam civitas firma.” (Proverbios 18, 19). “El hermano que es ayudado por su hermano, es una ciudad firme.” Así lo fue él para mí, y yo para él. Bendita sea su memoria.

¿Cuántos holocaustos más?

Paul Rusesabagina es “ese hombre ordinario” (que es el título del libro) que salvó la vida a 1.268 personas en el Hotel Mille Colines in Kigali en el holocausto en que 800.000 tutsis fueron brutalmente asesinados a machetazos en tres meses (¡ocho mil por día!) a manos de los hutus el año 1994 y se contó en la película ‘Hotel Rwanda’ nominada para el Óscar en 2005. Como gerente del hotel usó toda su influencia y su habilidad para albergar a refugiados cuando hasta las iglesias fueron invadidas y quienes se refugiaban en ellas masacrados. Su narración llega al alma, y este es el momento álgido de su hazaña:

‘El día 3 de mayo las Naciones Unidas decidieron evacuar el Hotel Mille Colines. No habían sabido impedir las matanzas, y se aprestaban, ya demasiado tarde, a evitar más muertes. Mi hotel estaba amenazado, y decidieron intervenir. Lograron un pacto de intercambio entre hutus y tutsis y negociaron que los refugiados en mi hotel fueran transportados al aeropuerto y salieran del país.

Pero había una pega. Solamente los refugiados que pudieran presentar una invitación del extranjero podrían salir. Eso a mí me pareció una injusticia. Los que tendrían conexiones en el extranjero serían solo los ricos y los poderosos. En mi hotel había de todo. Había sobre todo tutsis, pero también hutus que al no declararse contra los tutsis habían caído en sospecha con los de su misma etnia y estaban en peligro. Muchos de estos eran sencillos campesinos sin oportunidad de salir al extranjero. Pero esa era la condición y no estábamos en posición de discutirla. Claro que para entonces mis amigos y yo éramos ya especialistas en falsificación de documentos, y creamos un buen número de cartas falsas para aquellos que no tenían amigos en el extranjero.

Eso me puso en una situación bien incómoda, porque yo era uno de los pocos privilegiados que podía con toda legitimidad reclamar la salida al extranjero para mí y mi familia. Afuera. Esa era la palabra más seductora: fuera de esta pesadilla de machetes y sangre, fuera de las habitaciones que olían a heces y sudor, fuera de todo este estúpido conflicto y las definiciones sin sentido de vida o muerte según la etnia a que uno pertenecía, lejos de esos gobernantes ebrios de poder con sus sonrisas engañosas y sus machetes ensangrentados, y fuera a un lugar de paz con sábanas limpias y baños calientes y sin preocupación alguna. Fuera.

Estaba en mi mano. Mañana mismo.

Pero no podía. No podía en manera alguna. Yo sabía que si yo me aprovechaba de esta oportunidad para marcharme, desaparecería conmigo la única barrera que quedaba entre las milicias sedientas de sangre y los refugiados que quedaban en el hotel. Nadie quedaba para presentarse de alguna manera –por débil que fuera– como mediador entre los asesinos y sus víctimas. Nadie contaba con esos años de favores y regalos y entrevistas para hacerlos valer ahora. Si yo me marchaba y la gente moría, yo no quedaría en paz. No podría ni comer a gusto ni disfrutar mi propia libertad. Sería como si yo hubiera matado a esa gente. Los refugiados habían incluso venido a mí y me habían dicho, “Mira, Paul. Nos han dicho que te vas mañana. Dinos si es verdad, y si lo es, ábrenos, por favor, las escaleras de la terraza para que podamos arrojarnos desde lo alto y morir de una vez ya que nos horroriza el tener que ser torturados, dismembrados y asesinados a machetazos.”

Una cosa sí hice. Usé mis contactos con Sabena Corporation, que eran las líneas aéreas de Bélgica y los dueños del hotel para conseguir invitaciones de ir al extranjero para mi familia. No tenía valor para dejar a mi familia en peligro. Espero que eso no le privaría de la libertad a alguien con mayor derecho, y honradamente pensé era mi mejor decisión en aquellas terribles circunstancias. Si yo viera a mi mujer y a mis hijos asesinados cuando yo podía haberlos salvado, mi vida quedaría deshecha para siempre aunque yo me salvara. Es la decisión más penosa que he hecho en la vida. Yo decidí permanecer allí y enfrentarme a lo que viniera.

Entregué a las Naciones Unidas la lista de los refugiados que habían recibido invitación del extranjero por teléfono o por fax. Lo hice con miedo, porque si los rebeldes se hacían con la lista, los matarían a todos antes de que salieran. Solo podía esperar que las Naciones Unidas no filtrara la lista.

A media noche encontré a mi mujer y a mis cuatro hijos despiertos en el cuarto. Aún no había tenido el valor de decirles que yo no me iba con ellos, pero había llegado el momento. Pretendí que los niños dormían y no oían, y le dije a mi mujer, “He cambiado de opinión. Me quedo con los refugiados que no salen. Vosotros os vais.”Todos a una levantaron la voz.

– ¿Qué vas a hacer?
– Me quedo.
– ¿Cómo puedes quedarte?
– ¿Y cómo puedo no quedarme? Si yo me voy, todos lo que quedan en el hotel serán masacrados, y yo seré prisionero de mi propia conciencia.
– ¡Vente con nosotros!
– Por favor. Hacedme caso. Iros vosotros.

El día siguiente a las 5,30 de la tarde despedí a mi mujer y a mis hijos a la puerta del hotel. Ellos, junto con otros afortunados subieron a camiones de las Naciones Unidas. Traté de aparecer lo más natural posible, nada de tragedias ni lágrimas. En Rwanda los hombres no lloran, aunque yo estuve muy cerca de llorar en aquel momento. Ellos partieron, y yo volví a sumergirme en el trabajo de proteger a los que quedaban, que al menos me distrajo.

Tenía yo 40 años. Todo lo que tenía en la vida se me iba en esos camiones, y yo me enfrentaba con toda probabilidad a una brutal muerte. Sabía que estaba tomando toda la responsabilidad, y eso me dio algo de paz.

La radio de los rebeldes habló. Se habían hecho con la lista y leyeron los nombres de los que escapaban. Yo mismo oí los nombres de mi mujer y mis hijos: Tatiana, Tresor, Roger, Lys, Diane. Los nombres más queridos de mi vida profanados por los labios del asesino de la radio. Yo no podía salir del hotel porque estaba cercado. Me lancé al teléfono. Lo que estaba pasando era horrible. Los rebeldes habían interceptado el convoy, dispararon contra dos o tres, hicieron bajar a todos y comenzaron a herirlos con los machetes para matarlos poco a poco. Los soldados de las Naciones Unidas miraban impotentes. Entonces llegaron soldados del ejército que se pusieron a discutir con los rebeldes para ver a quién pertenecían los cautivos. Los chóferes de los camiones aprovecharon la ocasión y volvieron al hotel a toda prisa.

Mi mujer, Tatiana, estaba herida junto con otros. Había doctores entre los refugiados y curaron las heridas. Recibimos amenazas de ataques. Una granada abrió un hueco en una pared del hotel. Naciones Unidas organizó otra evacuación. Yo usé otra vez el teléfono que había sido nuestra línea vital y mis conocimientos de oficiales y generales para lograr una escolta. Lograron salir todos los que querían salir, y yo y mi familia con ellos. El Hotel Mille Collines fue el único edificio público en Kigali en el que no se mató a nadie.’
(Paul Rusesabagina, An Ordinary Man, Bloombsbury, London 2006, p. 185)

An ordinary man

Así es como se describe el autor al principio del libro:
‘Mi nombre es Paul Rusesabagina. Soy el director de un hotel. En abril 1994, cuando una ola de matanzas en masa iinvadió mi país, pude esconder a 1.268 refugiados en el hotel en que yo trabajaba.

Cuando los milicianos y los soldados vinieron con órdenes de matar a mis huéspedes, yo los llevé a mi oficina, los traté como amigos, les ofrecí cerveza y coñac, y luego les convencí de que dejasen su tarea por aquel día. Cuando volvieron, les di más bebidas y les repetí que por aquel día nos dejaran en paz. Eso a lo largo de 76 días. No es que yo fuera especialmente elocuente en esas conversaciones. Mis palabras eran las mismas que yo había usado en tiempos más cuerdos para encargar un cargamento de almohadas, por ejemplo, o para decirle al chofer que fuera a buscar a un huésped al aeropuerto. Todavía no entiendo por qué aquellos milicianos no me metieron un tiro en la cabeza y ejecutaron a todas las personas en los pisos de arriba, pero no lo hicieron. Nadie murió en mi hotel. Nadie fue torturado o apaleado. Nadie desapareció. Por todo Rwanda cortaban a pedazos a gente con machetes, pero nuestro edificio de cinco pisos fue un refugio seguro para todos los que consiguieron llegar a sus puertas. Era solo una ilusión de seguridad, pues podían allanarnos cualquier día, pero, fuera por lo que fuera, la ilusión funcionó y todos sobrevivieron y yo con ellos para contarlo. No hubo nada especialmente heroico en todo ello. Mi único orgullo es que yo continué en mi cargo de director del hotel cuando todos los demás aspectos de la vida decente desaparecieron. Mantuve el Hotel Mille Collines abierto aun cuando la nación entera se sumió en el caos y ochocientos mil ciudadanos fueron masacrados por sus amigos, vecinos y conciudadanos.

Todo sucedió por odio racial. La mayor parte de los refugiados en mi hotel eran tutsis, descendientes de la que había sido la clase dominador de Rwanda, aunque en minoría. Los que querían matarlos eran hutus, que eran agricultores por tradición y eran mayoría.

Yo soy hijo de un campesino hutu y su mujer tutsi. A mi familia esto no le importaba nada, pero como la herencia racial es la del padre, yo era técnicamente hutu. Me casé con una mujer tutsi a la que quiero con pasión, y tuvimos hijos mestizos. Esto nunca había sido problema, y no podemos identificar a hutus o tutsis de vista. Pero en la primavera de 1994 ser uno o lo otro marcaba la diferencia entre la vida y la muerte.

No soy un político ni un poeta. Mi oficio se basa en palabras sencillas y sinceras. No soy ni más ni menos que un director de hotel capacitado para negociar contratos y encargado de albergar a aquellos que acuden a mí. Mi oficio no cambió con el genocidio, aunque me encontré en medio de un mar de fuego. Solo hablé las palabras que me parecieron adecuadas y tranquilas. Hice lo que cualquier persona normal hubiera hecho en las circunstancias. Sencillamente me negué a cooperar en actos asesinos, y hasta el día de hoy no entiendo cómo otros sí cooperaron.’

(p. I)

Me contáis

Carlos Abad de Medical Brokers en Buenos Aires me deja un DVD como recuerdo de su visita. Lo introduzco en mi ordenador. Aparece un muchacho vestido con uniforme de colegio, de andar vacilante y cabeza afeitada. Tiene leucemia y vuelve al colegio después del primer tratamiento. Abre la puerta de la clase, con expresión de temor y vergüenza ante su propia apariencia. ¿Se burlarán de mí? Compañeros a esa edad pueden ser crueles sin saberlo.

En la clase están todos ante sus pupitres. Se levanta uno. Lleva un gorro que le tapa la cabeza. Se lo quita despacio. Tiene la cabeza rapada. Lo mismo hace el segundo, el tercero, todos. Todos se han cortado el pelo al rape en solidaridad con su compañero que sufre de leucemia. Todos sonríen, y comienza la clase. A mí se me humedecen los ojos al verlo.

Salmo

Salmo5  –  Oración de la mañana
‘A ti te suplico, Señor,
por la mañana escucharás mi voz;
por la mañana te expongo mi causa
y me quedo aguardando.
Me prosterno ante tu santo Templo,
lleno de reverencia.’

Comienzo el día mirando a tu Templo, Señor, de cara al sacramento de tu presencia, a la majestad de tu trono. Quiero que el primer aliento del día sea un sentido de respeto y reverencia, un acto de adoración de tu poder y majestad, que todo lo llena y a todo da vida.

Tu Templo santifica la tierra en que se posa, y esa tierra, sobre la que anduviste un día, santifica a su vez el universo entero de que es parte a la vez mínima y privilegiada. Por eso comienzo el día de cara al Templo, para fijar mis coordenadas y trazar mi ruta.

Sé que durante el día me va a envolver una ola de trabajo y tensión y fricciones y envidia. No puedo fiarme de nadie ni creer nada. Hay quienes me desean el mal, y un paso en falso me puede llevar a la ruina. Su corazón es un sepulcro abierto, mientras halagan con la lengua.’ Yo no sé descubrir sus emboscadas, yo me pierdo en las trampas y embustes que me tienden a cada paso. Quisiera fiarme de todos y creer pura y sencillamente lo que me dicen, pero esa inocencia me ha hecho sufrir demasiado en el pasado para poder volver a ser ingenuo.

Por eso te pido, Señor, que hagas que la gente trate conmigo con sencillez y honradez, para que yo no sufra con sus engaños. Que caiga sobre mí la sombra de tu Templo, el signo de tu presencia, para que, cuando la gente me hable, me digan la verdad, acepten mi palabra y me faciliten la vida. Esa es la bendición que te pido al romper el día: Que todos te vean a ti en mí, para que me traten con delicadeza y rectitud.

‘Tú, Señor, bendices al justo,
y como un escudo lo cubre tu favor.’

Meditación

Los Ángeles de la escalera

‘Jacob tuvo un sueño. Soñó con una escalera apoyada en la tierra y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella.’ (Génesis 28, 12)

Jacob mismo explica su sueño: ‘Este lugar es la casa de Dios y la puerta del cielo.’ Por eso los ángeles entran y salen, suben y bajan por ella. Es la puerta de su casa. De allí vienen con sus mensajes, y allí vuelven con nuestras oraciones. Tráfico diario entre dos mundos: comunicación constante que escapa a nuestra vista materializada, y se revela en las sombras de la noche a quien emprende jornada hacia su destino en el pueblo de Dios. Existe de día y de noche, pero no la captan nuestros ojos, nuestras prisas, nuestra falta de fe. Hace falta dormir en el campo con una piedra por cabezal y un ideal sagrado por misión para ver a los ángeles en su ir y venir constante entre el cielo y la tierra. ‘En el extremo de la escalera estaba Yahvé.’

Me imagino un embotellamiento de tráfico en la escalera nocturna con las subidas y bajadas de mensajeros veloces. Menos mal que los ángeles no tropiezan y tienen alas para sobrevolar obstáculos. Pero la imagen me ayuda para caer en la cuenta de la abundancia de la ayuda angélica y el valor de su protección. El camino está lleno, la escalera no duerme, el contacto no se pierde ni en lo profundo del sueño, y mucho menos en el fervor de la actividad. Jesús dijo en Getsemaní que el Padre podía enviarle en un momento más de doce legiones de ángeles. Preparados están. No hay necesidad mía, no hay emergencia, no hay peligro que no estén dispuestos a socorrer al instante, pues ellos nuca duermen y siempre vigilan a las órdenes de Dios y a la atención inmediata de mis vicisitudes. La escalera nunca descansa.

A Jacob le impresionó tanto su sueño de ángeles que hizo luego algo muy significativo con respecto al lugar en que había tenido el sueño y al que él había dado el nombre de Betel. Cuando Yahvé lo confirmó como jefe de su pueblo dijo a su familia y a todos los que lo acompañaban: ‘Retirad los dioses extraños que hay entre vosotros. Purificaos y mudaos de vestido. Luego, levantémonos y subamos a Betel, y haré allí un altar al Dios que me dio respuesta favorable el día de mi tribulación y me asistió en mi viaje.’ (Génesis 35, 2)

El lugar de los ángeles había quedado grabado en su memoria, y ahora quería dejarlo grabado en la historia de su pueblo. Él había marcado el sitio asentando allí la piedra que le había servido de cabezal en la noche del sueño y derramando aceite sobre ella; y ahora buscó el lugar, erigió un altar y edificó un santuario. Para mí esa es la primera iglesia consagrada a los ángeles. Los ángeles de la escalera.

 

Día 15
Os cuento

Helmi

Llevo un rato jugando con Helmi. Ella tiene 5 años y yo 80. Me tira el balón, lo cojo, o se me escapa, se lo tiro a ella, lo coge, o se le escapa, lo vuelve a coger, se ríe siempre, se divierte, me divierto. Da gloria verla reír.

Me canso antes que ella y le digo, ‘Basta ya de jugar. Voy a trabajar.’ Me dice, ‘¡Pero si todo es jugar!’ Tiene razón. ¿Qué diferencia hay entre tirar la pelota y escribir libros serios? Todo sirve para lo mismo. Para pasar el rato felizmente. Para entretener al lector o para entretener a Helmi. Y, en todo caso, para entretenerme yo mismo. Todo es un juego. Seguimos jugando.

Helmi se ríe lo mismo cuando coge la pelota que cuando se le escapa. No cuenta goles. No anota resultados. No entra en campeonato. Sencillamente se divierte. Una risa grande cada vez. Aún se ríe más cuando se le escapa la pelota que cuando la coge. Nada de complejos. Reír es vivir.

Me explico: no es que ella me haya dicho precisamente ‘¡Pero si todo es jugar!’ No sé exactamente lo que ha dicho. Ella habla solo finlandés, y yo no entiendo el finlandés. Pero la entiendo a ella y he traducido su gesto. He interpretado su expresión. La vida es un juego. Y es privilegio de grandes jugarlo con Helmi. Pone a la vida en perspectiva. No hay momento de mayor valor en la vida que jugar con una niña. Y hablarse con risas. Nos entendemos perfectamente.

En clase les han dicho que pinten a su padre. Hacerles pintar escenas a niños es terapia válida, y sus dibujos revelan sus impresiones tempranas que formarán su vida. Hay niños que han pintado bombas y guerras y sangre y muertos. Da pena en el mundo. O volcanes y terremotos, que de todo han sufrido. Por eso tiene valor el retrato de Helmi. Ha pintado a su padre alto, guapo, bien vestido, con una flor en el ojal, teniéndola a ella de la mano mientras un sol espléndido (¡en Finlandia!) luce bien amarillo en el ángulo de arriba del papel. Y ella misma está con pelo largo, manos abiertas y una gran sonrisa. El mejor cumplido que una niña puede dirigir a su padre. No es extraño le guste jugar. Seguimos jugando.

Te contaré esto cuando seas mayor, Helmi. Cuando aprendas inglés hablaremos. Para algo te conozco desde que naciste.

Niña pequeña de Papá Noel

Las Navidades pasadas, Lynn llevó a su hija Julie (5 años) a Redding a la tienda de un dólar y le dijo que podía comprarse lo que quisiera de toda la tienda.

“¿Lo que quiera?” Preguntó Julie con ojos redondos. Lynn dijo que le llevó a Julie una hora y media escoger un juego de trapos de cocina… que Lynn se encontró en su calcetín la mañana de Navidad.

(Kimberley Snow, In Buddha’s Kitchen, Shambhala Publications, Boston, 2003, p. 91)

No compasión tener

Nina era una niña difícil de tratar. Disfrutaba haciendo de duende en la cocina del Centro Budista: cambiaba las etiquetas de las especias, ponía el horno a 500, mezclaba una taza de azúcar en la sal, escondía el termómetro de la carne, las tapas de los recipientes de plástico, todo lo que más necesitábamos.

Después de un día imposible en el que la echamos de la cocina, se fue a quejar al Lama Tashi. “Ella loca, vosotros no”, dijo el Lama en su curioso inglés, intentando decirnos que ella era una niña discapacitada, mientras nosotros se suponía éramos gente normal.

“Pero, Lama Tashi, ¿cómo puedo preparar un almuerzo para sesenta y cinco personas cuando ella anda por toda la cocina metiéndose en todo?”

“¿Qué estudiar?”, continuó él en su inglés divertido, queriendo decir que desde luego no estábamos estudiando budismo. El budismo enseña la compasión por todos los seres vivientes. Bajamos la mirada. Nos dijo que debíamos estarle agradecidos a Nina por enseñarnos los límites de nuestra paciencia. Todavía no habíamos desarrollado la gran paciencia, la tranquilidad de la mente que puede contemplar el mundo como un anciano sentado en el banco de un parque y mirando a los niños que juegan en él. Como mucho, habíamos aprendido dominio, que era mejor que un enfado, pero que no era la gran paciencia. Algunos no teníamos ni dominio propio.

“Pero, Lama Tashi, yo tengo una tarea que cumplir. En un sitio de este tamaño tengo que planear de antemano, organizar cosas, mantener todo bajo control. Ayer mismo vine a la cocina a hornear una lasagna y me encontré con que ella estaba secando sus botas en el horno y se negaba a sacarlas. ¿Qué chef podría funcionar en esas condiciones?” El Lama Tashi se volvió hacia mí y me dijo: “No compasión tener.”

“No-compasión-tener” se hizo mi jaculatoria, el ritmo en mi mente que me frenaba cuando estaba a punto de dispararme. Sueño con el Lama Tashi.

(Ib. p. 21)

Dolor de madre

En el Japón, donde el aborto está muy extendido, se encuentran muchas estatuas de Jizo. Jizo es el bodhisattva que guía a los niños no nacidos a través del otro mundo. Un bodhisattva es un santo budista dedicado a ayudar a los demás, que ha jurado no pasar al Nirvana hasta que todos hayan pasado. En sus santuarios se amontonan ropas y juguetes de niño como exvotos por niños no nacidos. En San Francisco se celebró una ceremonia por niños abortados espontánea o artificialmente en la Conferencia Budista, y allí nos sentamos en círculo en el suelo mientras cosíamos baberos de paño rojo y hablábamos. La actividad de cortar la tela, buscar quién tenía el carrete de hilo o una aguja más ayudaba a canalizar la energía nerviosa y aun temerosa que se acumulaba en la habitación. Sentadas en círculo y cosiendo sentíamos todas las emociones en nuestro cuerpo como nunca las habíamos sentido antes.

La maestra que dirigía la sesión habló un rato sobre el aborto, y luego se calló. Seguimos cosiendo en silencio. Luego una mujer cerca de mí comenzó con voz contenida.
“He tenido tres abortos.”
“Yo dos”, añadió otra.
“Yo todavía estoy por la libertad de escoger”, dijo una mujer como a la defensiva. “Yo aborté porque fui violada.”
Una ola de dolor –dolor visceral, compartido, sentido– barrió la habitación.
“Yo tuve dos abortos a poco más de mis veinte años”, dijo una mujer de pelo gris. “No sabía que esas serían las únicas veces que iba a quedar embarazada.”
Tras un corto silencio habló una mujer de más años. “Mi hija mayor tuvo dos abortos de veinteañera. Yo solo me enteré más tarde. Y no por ella.”
“Estábamos en Irán cuando yo tuve un aborto espontáneo. Niñas gemelas. Si hubiese vuelto a América hubieran podido salvarse. Pero no volví. La semana pasada hubieran tenido treinta años.” Otra ola de dolor. Sentí que mi corazón se encogía, mi garganta se ahogaba, mis ojos se nublaban. Dolor antiguo de las madres del mundo.
La mujer de más edad volvió a hablar. “Nunca pensé yo que los abortos de mi hija me iban a privar a mí de nietos. Nietos a los que nunca abrazaré.”
“Me arrepiento”, dijo una bella mujer asiática en el círculo, “de no haberle pedido permiso al feto. Más adelante fui a un sanador que me dijo eso era lo que había que hacer. Si estás pensando tener un aborto, háblale al feto. Explícale tu situación. Pídele que vuelva más adelante. Ahora yo les aconsejo a mis pacientes que hagan eso. Con mucha frecuencia informan de que han tenido un aborto natural.”
Otro estremecimiento de dolor sacudió al grupo. Estábamos unidas más allá del tiempo. Nunca había sentido yo tal angustia compartida, tal profundidad de dolor físico más allá de toda expresión. Sufrimiento personal transformado en sentimiento de grupo. Yo ya no sabía con el dolor de quién estaba yo sufriendo.
“Teníamos tanta ilusión por un hijo. El aborto natural nos dolió en el alma. Todavía duele. Físicamente y moralmente. El dolor no pasa nunca.” En la habitación no se oía nada fuera de los sollozos.

Al final de la tarde la maestra se levantó y nos llevó afuera donde quedamos de pie en círculo alrededor de la estatua de Jizo. Una a una nos acercamos, nos inclinamos, le pusimos el babero a Jizo en el cuello, y volvimos a inclinarnos. Al final nos inclinamos todas juntas.
“Gracias, Jizo”, dije yo calladamente cuando me tocó. “Gracias por encargarte de todos esos pequeños a los que nosotros perdimos y arrojamos.”
Cuando nos inclinamos al unísono aceptamos la conducta de cada mujer, su pérdida, su culpa, su dolor. Cada niño era ya nuestro al entregarlo al cuidado del bodhisattva.

(Ib. P. 78)

La misericordia de Dios

Un rey que había cometido el horrible crimen de matar a un brahmán fue a la choza de un santo asceta para preguntarle qué penitencia debía hacer para que se le perdonara su pecado. El asceta estaba ausente, pero su hijo estaba en la choza, y al oír la petición del rey, le dijo: “Repita el Santo Nombre de Dios tres veces, y su pecado será perdonado.”
Cuando el asceta volvió y se enteró de la penitencia prescrita por su hijo, se indignó y le dijo: “Miles de pecados quedan perdonados inmediatamente con solo pronunciar el Santo Nombre de Dios una sola vez. ¡Qué débil debe de ser tu fe ¡oh ignorante! cuando se lo has hecho repetir tres veces!”

(Tales and Parables of Sri Ramakrishna, Sri Ramakrishna Math, 1992, Madras, p. 98)

Me contáis

Yo me quedé sin ver la película “El Gran Silencio”, pero alguien que la vio me ha enviado su experiencia al verla. Alguien que la vio me ha contado esto.

“El otro día vi la película ‘El Gran Silencio’. Ese documental tan bello sobre los monjes cartujos en la que no hay diálogo. Hubiera llegado al éxtasis si no se hubiera dado la circunstancia de tener a unos seminaristas sentados justo detrás de mí que no cesaron de hablar y comer palomitas. Parece que nuestros futuros sacerdotes no están educados en el silencio, aunque sea ‘el pequeño silencio’.”

Salmo

Salmo 7 – Dios es mi refugio
Te llamo, Señor, con el salmo, «mi refugio» «mi escudo», y en verdad lo eres, y yo quiero entender en tu presencia los modos y caminos que tienes de protegerme y defenderme. Al decir «refugio» no pienso en una cueva escondida en altas montañas donde yo fuera a huir lejos del alcance de mis enemigos; ni tampoco me imagino que tú pones un «escudo» ante mí para que nadie pueda herirme y yo salga ileso. Eso es protección externa, mientras que tú estás dentro de mí.

Tú no me proteges desde fuera, Señor, sino desde dentro. No tengo que acogerme a ti, porque yo estoy en ti y tú estás en mí. Tú proteges mi cuerpo dándome un organismo sano, y vivificando mi alma con tu gracia. Tú me defiendes identificándote conmigo, y esa es mi fortaleza.

Cuando en la vida me encuentro con una dificultad y pienso en ti, no es para pedirte que quites la dificultad, sino que me des fuerzas para enfrentarme a ella; no es para imponerte a ti mi solución sino para aceptar la tuya; no es para forzarte a ver las cosas como yo las veo, sino para aprender a verlas como tú las ves. Tú eres mi fortaleza, porque tú eres mi ser.

Me oirás a veces, Señor, quizá demasiadas veces en estos Salmos, hablar de otros como «enemigos». Espero que entiendas mi lenguaje y adaptes su sentido. No es lenguaje de odio, sino de defensa; no desprecio a nadie, pero sufro por las acciones de otros y me desahogo ante ti con el lenguaje más breve que viene a mis labios como vino a los del salmista. Vivo en un mundo regido por la competencia, donde el éxito del otro es una amenaza a mi propio avance, donde la mera existencia de millones a mi alrededor me quita a mí el sitio de vivir.

Cada persona delante de mí en una cola es un «enemigo»; cada conductor que por una fracción de segundo se me adelanta a aparcar en el único sitio libre es mi «enemigo»; cada candidato que aspira al mismo puesto de trabajo que yo pido y necesito es mi «enemigo». Claro que todos ellos son mis hermanos, y yo los abrazo y los amo ante ti. No deseo mal a nadie, y no causaré mal a nadie a sabiendas. Aunque use lenguaje de guerra, estoy en paz con todos, y a todos los acepto en tu amor.

Lo que sí temo es que la competencia que sufro se vuelva injusta; que influencias, sobornos, engaños me priven a mí del puesto o la recompensa que en justicia merezco; y ese es el contexto en el que la palabra «enemigo» ha surgido en mi lenguaje y se ha metido en mis oraciones. Por eso la protección que te pido es protección contra los medios injustos que otros usen para eliminarme, para que no caiga yo víctima de ellos y así no sienta la tentación de odiar a nadie.

Protege mi vida y mi trabajo para que la palabra «enemigo» no tenga ya  ocasión de asomarse a mis labios. Hazme justicia para que yo pueda creer en el hombre. Defiéndeme de la envidia para que se me haga fácil mirar con bondad a los que me rodean. Esa es la protección que de ti deseo, Señor.

«Yo daré gracias al Señor por su justicia,
tañendo para el nombre del Señor Altísimo.»

Meditación

El Ángel de los sueños

“Y me habló el ángel de Dios en aquel sueño.”(Gn 31, 11)

Esta vez es Jacob, y luego serán Gedeón y Elías, y José del Antiguo Testamento y José del Nuevo, y Pedro y Pablo, y tantos otros que participan de la misma expe­riencia. Los ángeles nos hablan en el sueño. Mensajes nocturnos, destellos de luz en las tinieblas, alas en la noche. Los sueños han sido siempre importantes para los humanos como presagio, como advertencia, como iluminación o como mensaje. Los sueños se han hecho ciencia, y se interpretan en sesiones costosas o en ma­nuales laboriosos como terapia de vida y guía de conducta. Los sueños hablan.

Muchas horas he empleado yo en mi vida en examinar mi conciencia como ejercicio cotidiano, como pre­paración sacramental, como diagnóstico ascético, co­mo asignatura del conocimiento propio. Y bien em­pleadas han sido todas esas horas. Pero deseo yo ahora que algo de ese tiempo y un poco de esa ciencia lo hu­biese empleado yo en aprender a interpretar mis sueños, en buscar seria ayuda profesional para descifrar mis noches, en entrenarme a reconocer a los ángeles en la oscuridad.

Si yo hubiese adquirido la costumbre de recordar mis sueños y anotar mis fantasías nocturnas, si yo hu­biese estudiado la ciencia de traducir a lenguaje habla­do las imágenes difusas, si yo me hubiese familiariza­do con mis sueños como lo estoy con mis actos, mis gustos, mis instintos y mis reacciones, me conocería yo hoy mucho mejor, me entendería mejor a mí mismo, a mis motivaciones secretas y mis deseos irracionales, a mis entusiasmos y a mis depresiones, a mis complejos y a mis miedos. Si yo me conociera noche a noche co­mo me conozco día a día, sería mejor persona y tendría mejor carácter, podría prevenir mejor mis prontos y suavizar mis asperezas, reaccionaría mejor ante la vida y entendería mejor en la práctica el enigma de la exis­tencia. Sé que al perder la dimensión nocturna de mi vi­da, he perdido algo importante de la totalidad de mi ser. Me he responsabilizado sólo de mi vigilia, y he perdi­do el tesoro de mis sueños. Me he racionalizado demasiado, y me he privado de la guía, el ánimo, el secreto y el encanto de las voces que me hablan en la noche cuando mi razón está callada y mi amado sub­consciente despliega sus antenas para captar los men­sajes secretos y vitales que yo no le dejo recibir de día. El sueño me ha servido de descanso, pero no de apren­dizaje. Noches a medias.

¡Ángel de mis sueños! Ven a mí en la noche, aunque sea ya algo tarde en mi andar, y revélame los secretos que tú sabes de mi vida y que a mí me conviene saber.

Y perdóname que no te haya llamado antes.

Día 1
Os cuento

Made in Spain

Me ha pasado muchas veces. Y hoy me ha vuelto a pasar. Me toman por inglés. En pleno Madrid. Voy paseando por la calle en mi ejercicio diario. Chaquetón de invierno, guantes, gorro de lana tapando las orejas. Hace frío por la mañana temprano. De frente vienen tres muchachos. El del centro, al cruzarse, señala mi gorro de colores y me dice en inglés con una sonrisa: “I like your hat.”Le contesto en ingles señalando a mi gorro: “In English we don’t call this a hat, we call it a cap.” Y sigo en castellano: “En castellano no lo llamamos sombrero, lo llamamos gorro.” Se paran los tres y sonríen. Yo prosigo: “Soy de Logroño.” Y al despedirnos: “Y el gorro es de El Corte Inglés.” Nos reímos todos. Made in Spain.

Una señora me preguntó en la calle si sabía castellano y me pidió le dijera hacia dónde estaba la Plaza Mayor. Se lo dije en castellano. Me lo agradeció en inglés: “Thank you.”

Un pobre me pidió limosna. Me dijo, “Mister, please.” Si hubiera tenido una libra esterlina se la hubiera dado.

¿Qué pecado habré cometido?

El domingo en la iglesia

Una joven presbiteriana cuenta sus asistencias a la iglesia los domingos por la mañana.

“Me pasaba todo el rato del servicio religioso tratando de no oír la cantinela monótona del ministro en el altar. Contaba los tubos del órgano, estudiaba el traje de mi vecina, examinaba la vidriera de La Última Cena, hacía castillos en el aire. No recuerdo haber conectado ni una sola vez con lo que se decía desde el púlpito. Mi padre, que se sentaba a mi lado, iba anotando en una libreta pequeña los minutos exactos que llevaba la oración introductoria (11:02-11:04), el primer canto, el sermón, la oración final. A la salida, le informaba siempre al ministro, ‘Hoy ha predicado usted dos minutos más que el domingo anterior’, o ‘Hoy ha sido la media perfecta’. Lo único de que se trataba era de acabar, de salir para seguir con la vida. La iglesia solo significó para mí siempre un sitio para esperar. Nunca para estar en ella.”

(Kimberley Show, In Buddha’s Kitchen, Shambhala, Boston 2003, p. 15)

La última frase me duele. “La iglesia solo significó para mí siempre un sitio para esperar. Nunca para estar en ella.” Esperar a que acabe. Esperar a salir. Esperar a morir. Esperar a ir al cielo. Esperar.

La iglesia es para estar en ella, para pertenecer, para disfrutar. Tanto para el oficiante como para los fieles. La joven que lo cuenta se pasó al budismo. Tiempo para examen de conciencia.

Gandhi y la niña

‘Mi padre era el alcalde cuando Mahatma Gandhi visitó nuestra ciudad de Údipi en el sur de la India, y como tal estaba encargado de organizarlo todo. El mitin se abrió a todos lo que querían ofrecer algo para contribuir con dinero o pequeños regalos a la campaña de Gandhi contra la pobreza y la intocabilidad. Venían uno a uno o en grupos, emocionados por ver de cerca al Mahatma y “tomar el polvo de sus pies” en gesto indio, cosa que recordarían toda la vida.

Se acercó una niña pequeña con falda blanca, la hija del jefe local del partido del Congreso, a presentar su propia ofrenda, un par de pulseras de oro. Gandhi las aceptó gustoso, y luego, notando que llevaba gargantilla y pendientes también de oro, le dijo traviesamente: “Veo que llevas un collar. ¿Me lo darás también?”

Un poco apurada, la niña se quitó la cadenilla y se la dio al gran hombre. No satisfecho con eso, el Mahatma miró a los pendientes que llevaba y le dijo: “Veo que también llevas pendientes. ¿Quieres dármelos?”

La buena niña no había contado con tanto, pero como era el Mahatma quien lo pedía, no podía rehusar. Se quitó despacio los pendientes, uno después del otro, y se los dio a su héroe ante la mirada de todos los presentes.

Gandhi había notado la duda en la actitud de la niña, y le preguntó: “Dime, ¿qué te dijeron tus padres que me dieras, todas las joyas que llevabas, o solo las pulseras?” La niña dijo la verdad: “Solo las pulseras.”

“Muy bien”, dijo el Mahatma que se estaba divirtiendo a ojos vistas, “te voy a decir una cosa. Te devuelvo la cadenilla y los pendientes; pero ¿vas a prometerme una cosa?” – “Sí”, dijo la niña inclinando la cabeza y con los ojos húmedos. – “Mira”, prosiguió Gandhi, “este es un país pobre, y hay gente que a veces no tiene ni qué comer. ¿Me prometes que el resto de tu vida no llevarás nunca joyas para acordarte de los pobres?”

“Sí”, dijo la niña levantando la cabeza con valentía. Y cumplió su promesa toda su larga vida durante la que fue ginecóloga y profesora distinguida en la facultad de medicina de la Universidad de Pondichery.

Complacido por el resultado, Gandhi anunció entonces que la subasta de las dos pulseras – que se llevaba a cabo allí mismo con todas las joyas donadas – no la iba a hacer esta vez el alcalde (mi padre) sino él mismo. La concurrencia vibró de emoción. Habían seguido de lejos toda la escena, y ahora que el que llevaba la subasta era el mismo Mahatma, se hizo un silencio total en espera de la primera puja. Comenzó y subió rápidamente hasta una cifra que nadie podía haber imaginado, y Gandhi, que se estaba divirtiendo a lo grande, dijo al fin con un guiño en sus ojos: “¿Y es esto todo lo que me llevo por mi trabajo?”

Eso fue un desafío para mi padre, que no pudo contenerse. Tomó las pulseras de las manos de Gandhi, se volvió al público y anunció: “Gandhi dice que si es esto todo lo que se lleva por su trabajo. ¿Podrá alguno de vosotros subir la puja un poco más?” Mi padre tenía sus propios admiradores que no le iban a fallar. Enseguida alguien elevó sustancialmente la puja y la gente aplaudió. “Ahí lo tiene usted”, le dijo mi padre al Mahatma. “Ya puede usted ir satisfecho de nuestra ciudad.”

Gandhi le dijo con un guiño de ojos: “Yo creía que yo era un buen comerciante [Gandhi era de la casta de los ‘comerciantes’], pero tú me ganas”, y le dio palmaditas en la espalda. La multitud rió, aplaudió, y lloró.’

(M.V. Kamath, A Journalist at Large, Jaico, Mumbai 2006, p. 4)

Cómo escribir un editorial

El mismo escritor nos cuenta cómo llegó a ese puesto:

‘Sadanand, el editor del Free Press Journal, tenía desde luego sus propias ideas sobre cómo hacer el mejor uso de mis talentos. Pero no me lo decía a mí. Solo me daba órdenes. Una mañana, mientras yo estaba subeditando texto para el Bulletin, Sadanand me envió orden de ir a verlo al momento. Todo lo que hacía, lo hacía ‘al momento’. No podía esperar a que una idea madurase. Si quería cambiar la posición de los muebles en la oficina – y solo Dios sabe las veces que lo quería – la acción debía seguir a la orden ¡al instante! Navegué hasta su oficina. Fue brusco. “Escriba usted un editorial para el Bulletin”, me ordenó, y me despidió con un gesto. Mis protestas de que estaba ocupado subeditando texto cayeron en oídos sordos. Volví a mi pupitre y comencé a escribir. Me llevó unos tres cuartos de hora, pero quedé satisfecho con haber hecho un buen trabajo.

Se lo llevé al Jefe, como llamábamos a Sadanand. Me hizo sentarme y sacó su lápiz azul – que en realidad era un pluma de tinta verde: era su marca de fábrica. Leyó todo el editorial con atención. Luego tachó la primera frase. Y la segunda. Y la tercera. Luego todo el primer párrafo. Luego los cuatro primeros párrafos mientras yo observaba su escabechina editorial con el corazón que se me salía del pecho. Después rompió el papel en cuatro, me miró con una mirada de calculado desprecio, y me ordenó: “Vaya y escriba otro.”

Escribí otro editorial mirando desesperadamente al reloj para llegar a tiempo, no sabiendo que él ya había enviado otro editorial al periódico, y lo hacía solo para probarme y educarme. Volvió a leer mi editorial despacio, como pesando cada palabra. Luego me preguntó:

– ¿Quién ha escrito esto?
– Yo, señor.
– ¿Todo escrito por usted mismo?
– Sí.
– Una miseria. Vaya y escriba otra.

No era una sugerencia, era una orden. Volví a mi pupitre y me puse a escribir un tercer editorial con el corazón debilitándose por segundos. Se lo llevé al Jefe. Lo leyó con todo detenimiento, con la pluma verde amenazando cada palabra. Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, me miró directamente a los ojos y me dijo: “Yo tenía grandes esperanzas de usted. Quedan hechas añicos. No vale usted para nada. En absoluto. No sabe usted escribir. Es una vergüenza. Vuelva al trabajo de subeditar. Lo que no sé es porqué se me ocurrió tomarlo a usted.”

Cada frase me hirió, dura como una bala. Después de cuatro años de servir fielmente al periódico resultaba que yo no valía para escribir un editorial. Me tragué mi orgullo y volví a mi mesa hecho una piltrafa.

Pasó una semana. Me volvieron a llamar del sanctum sanctorum. Una orden. ¡Escriba un editorial! Rehusé el honor. Le recordé al Jefe todo lo que me había dicho hacía solo una semana. Pero sus órdenes eran órdenes y no se desobedecían. Así es que volví a mi mesa y escribí el artículo como mejor supe. Esta vez lo envié a través del chico mensajero para evitarme la humillación de la vez anterior. Sadanand no me llamó, y comprendí que esto solo le había confirmado en su evaluación de mis talentos literarios y el editorial estaba ya en la papelera. Cuál no sería mi asombro cuando el día siguiente vi el editorial impreso sin un solo cambio. Solo mucho más tarde me enteré de que esa era su manera de hacernos rendir al máximo. ¡Lo consiguió!

Así fue como, paso a paso, llegué a tener todo el Bulletin a mi cargo. Yo escribía los editoriales, la columna de sociedad, la sección de preguntas y respuestas en la que yo era el venerable abuelo que todo lo sabía, y en la que yo modificaba las cartas, me las inventaba a veces para añadir sal y pimienta a las preguntas, seguía supeditando artículos, y preparaba todo el periódico de la tarde yo mismo con solo alguna ayuda de vez en cuando de algún aprendiz.’

(Ib. p. 199)

Cuidado con los deseos

Un viajero llegó a una gran llanura en sus viajes. Llevaba muchas horas caminando en el sol, estaba fatigado y empapado en sudor; así es que se sentó a la sombra de un árbol para descansar. Se puso a pensar qué cómodo sería tener una cama blanda para dormir. No sabía que estaba sentado bajo el Árbol de los Deseos (Kalpataru) que hace realidad al instante lo que a su sombra se piensa.

En cuanto surgió ese pensamiento en su mente, se encontró con una cómoda cama a su lado. Se sorprendió mucho, pero de todas maneras se tumbó en ella y siguió pensando. Qué agradable sería tener una doncella que le diera un masaje en sus pies cansados. Pensado y hecho. La doncella apareció y se puso a darle masaje en los pies. El viajero se sintió feliz. Volvió a pensar: “Ya tengo todo lo que quería. ¿No podría ahora tener una buena comida?” Un espléndido menú apareció en una mesa, y el comió, bebió y se echó a descansar.

Se puso a repasar en su memoria los acontecimientos del día, y se le ocurrió: “¿Y si viniera ahora un tigre y me atacase…?” Al instante apareció un tigre que le rompió el cuello, comió su carne y bebió su sangre. El viajero tuvo un triste fin.

Ten cuidado con los pensamientos que piensas. Pueden hacerse realidad.

(Tales and Parables of Sri Ramakrishna, Sri Ramakrishna Math, 1992, Madras, p. 21.)

Lo más importante

Discípulo: “Maestro, ¿qué es lo más importante?
Maestro: “Lo más importante es llegar a saber qué es lo más importante.”

Desánimo

Discípulo: “A veces me desaliento, y tanto la vida como la práctica del Zen pierden todo su sentido para mí.”
Maestro: “Menos mal que has llegado a ese estado. Todos han de pasar por él.”

Quejas

Discípulo: “Estoy tan cansado que no me queda ninguna energía.”
Maestro: “Aún te queda energía para quejarte.”

Me contáis

Pregunta(o preguntas): Educo a jóvenes y me pregunto:
¿Por qué es tan difícil encontrar alegría, esperanza, y ganas de vivir entre la gente joven de hoy en día en nuestros países desarrollados?
¿Por qué la Iglesia católica no parece ser respuesta para la gente de hoy?
¿Por qué nos hemos quedado en el rito? ¿Quién nos puede poner en contacto de nuevo con Dios?
¿Estamos en los últimos años de esta cultura que nos deja vacíos?

Respuesta: Estoy contigo, Víctor, y me haces sentir más lo que ya veo y siento por mí mismo. Los jóvenes se nos van. Conocerás la encuesta del año pasado de la Fundación Santa María entre jóvenes españoles católicos de 17 a 25 años en la que les preguntaban por escrito y en entrevistas qué valores apreciaban y de qué instituciones se fiaban. En valores salió el último la religión, y en instituciones la última la Iglesia. Eso nos duele a todos. Algo hemos fallado. Tenemos mucha disciplina, autoridad, infalibilidad, censura, rigidez, ceremonia, rutina; y poca vida, alegría, espontaneidad, confianza, libertad. Los jóvenes “pasan” de la Iglesia como ello mismos dicen. Ya ni la atacan. No les concierne. Yo procuro humildemente transmitir alegría, sencillez, evangelio, sinceridad. La única manera que conozco de comunicar ilusión a los jóvenes es sentirla nosotros mismos. Y eso siempre podemos y debemos hacerlo. Nada de pesimismo. A mí me ha salvado en la vida el ser optimista y caer en la cuenta de que lo soy. El contacto con Dios lo hemos de procurar por nosotros mismos en sencillez, sinceridad, experiencia, y fe. Y si estamos al final de algo, también estamos al principio de algo. No te desanimes. Que tus alumnos te vean alegre. Es el mejor sermón.

Salmo

Salmo 8 – La oración de los cielos
«¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»

Soy un enamorado de la naturaleza. Amo los cielos y la tierra, los ríos y los árboles, las montañas y las nubes. Puedo sentarme enfrente del mar, fuera de la esfera del tiempo, y mirar con ojos de eternidad el juego de las olas y las rocas, ajedrez de blancas crestas y oscuras sombras sobre el tablero sin límites de la creación. Puedo contemplar el curso de un río y el bailar de las aguas y el cantar de las piedras, y sentir su alegría como mi propia alegría en mi correr hacia el mar. Puedo sentarme bajo un árbol y sentir su vida como mía en el surgir de la savia desde las raíces ocultas hasta las hojas bailarinas. Puedo flotar a la deriva con una nube, volar como un pájaro o, sencillamente, quedarme sentado con una flor, sentada ella misma en el color y la fragancia de su vida desde el rincón oscuro de la selva en el que nace y muere.

Me identifico con la naturaleza… porque la naturaleza eres Tú.

La naturaleza recoge el frescor de tus dedos, la vida de tu aliento, el temblor de la majestad de tu presencia, la serena alegría de tu bendición de paz. Disfruto de una puesta de sol, porque es obra exclusivamente tuya, y no hay mano humana que pueda retocarla; y, como es exclusivamente tuya, me trae en imagen virgen el mensaje directo de tu presencia. Y disfruto cuando en la oscuridad de la noche que habla de intimidad te veo trazar sobre el cielo tu firma de estrellas. ¿Entiendes ahora por qué me gusta mirar al cielo por la noche para descifrar con fe y con amor el código secreto de tu caligrafía  celeste?

«Contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»

En medio de esa maravilla me veo a mí mismo. «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» Átomo de polvo en un mundo de luz. Pero en ese átomo que soy yo hay toda otra creación más maravillosa que en cielo y las estrellas. La maravilla de mi cuerpo, el secreto de mis células, el relámpago de mis nervios, el trono de mi corazón. Y el temblor de mi alma, la centella de mi entendimiento, el gozo de sentir y la locura de amar. La maravilla que llevo dentro, y tu firma también sobre ella. Sonrío cuando me dices que me has hecho rey de la creación, sólo inferior a ti. Sé de mi pequeñez y mi grandeza, de mi dignidad y mi nada, y reconociendo ambos extremos acepto con sencillez la corona de rey de la creación, la de dentro y la de fuera, y quiero disfrutar de ambas plenamente, de los ríos y las montañas tanto como de la conversación y del humor, de las palabras de hombres y mujeres y del murmullo de los bosques; de familia y estrellas, amigos y árboles, libros y pájaros, vientos y música, silencio y oración…; disfrutar de todo como sé que tú quieres que yo disfrute para gozo de mi corazón y gloria de tu nombre.

«¡Señor, dueño nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!»

Meditación

El Ángel y mis sentidos

“Vio la burra al ángel de Yavé y se tumbó con Balaam encima. Balaam se enfureció y pegó a la burra con un palo.” (Nm 22, 27)

Antes de que Balaam viera al ángel, lo vio su burra. A mí eso me hace pensar, con cuidado de no extrapo­lar fantasías, pero sí con valentía de anticipar noveda­des. Dicen que los animales presienten terremotos, an­ticipan temporales, saben de quién pueden fiarse y de quién no, miden el talante de sus amos, conocen las hierbas que los curan, adivinan paraderos y anticipan la muerte con instintos muy por encima de lo que sabe­mos los humanos. Y por lo visto ven también a los án­geles antes que nosotros. Lo que faltaba.

El ángel se plantó en el camino que llevaba Balaam sobre su burra, y la burra lo vio y se apartó del camino y se fue a campo traviesa, pero Balaam no vio al ángel y le pegó a la burra para que volviese al camino. El án­gel volvió a obstruir el camino, y la burra se acercó tanto a la pared para evitarlo que el pie de Balaam raspó contra la pared, y volvió a pegarle a la burra. Y a la tercera vez el ángel ocupó todo el camino, y la burra se tumbó. Y le cayó una lluvia de palos.

Yo creo que Balaam no vio al ángel porque andaba demasiado preocupado con su encargo. No era un en­cargo fácil. Balaq, rey de Moab y enemigo de los israe­litas, lo había mandado llamar «con la paga del vatici­nio» para que maldijera al pueblo de Israel con vistas a su destrucción; y Yahvé, naturalmente, le había prohibi­do que fuera, pero luego, inexplicablemente, le había mandado que sí, que fuera con los mensajeros que le había enviado el rey de Moab. No es extraño que Balaam estuviera hecho un lío. Primero me prohíbe ir, y ahora me dice que vaya. El rey de Moab quiere que yo maldiga a Israel y eso sé que no puedo hacerlo. ¿Cómo voy a salir yo de todo esto?

Quien va con esas preocupaciones en la cabeza no es extraño que no repare en ángeles a lo largo del camino. ¿Será demasiada extrapolación decir que no vemos ángeles en nuestro camino porque andamos complicadamente revueltos con mil preocupaciones a diario en nuestra cabeza? La legendaria burra del pro­feta no tenía más preocupación que su seguridad física del momento, y en seguida vio al ángel con la espada desenvainada. Y se salió del camino.

Me lo aplico a mí mismo. Si yo tuviera menos pre­ocupaciones en mi mente y más vida en mis sentidos… ¿no vería yo quizá más a mi ángel a la vera del camino? ¿No sentiría su presencia, no adivinaría su figura, no reconocería su voz? Si tuviera los sentidos más despiertos, la mirada más limpia, las manos más suaves, el oído más afinado y la piel en flor… ¿no descubriría enseguida en paradoja que trasciende la mente porque se apoya en los sentidos la cercanía de alguien que tam­bién está por encima de mi mente con su ser etéreo y su indefinida presencia?

A Balaam se le resolvió pronto la incógnita de su problema. Yahvé lo llamaba para que llegase a vista del pueblo de Israel, comenzase a profetizar bajo las órdenes del rey de Moab… y luego en vez de maldición le saliera de los labios una bendición para Israel, lo que provoca una situación cómica con las protestas del rey, el intento de cambiarlo de sitio a ver si desde otra loma consigue maldecirlos, y la queja final del frustrado rey: «Hombre, ya que no los maldices, por lo menos no los bendigas en mi presencia». De la burra no volvemos a saber nada más.

Paradoja de espíritu. Si vuelvo a mis sentidos, veré a mi Ángel.

 

Día 15
Os cuento

Santo Domingo

Estuve en la isla, como os dije, y disfruté mucho. La primera sorpresa fue el recibimiento. Me habían escrito por Internet las señoras encargadas de recibirme, y yo me las había imaginado como unas damas de sociedad de alto coturno, venerables, respetables, con canas y arrugas y con toda la dignidad de sus años y su experiencia. Me aprendí sus nombres para identificarlas desde el primer encuentro, y así lo intenté. Pero lo de identificarlas me trajo un problema. Se me presentaron. Me dijeron sus nombres…, y yo me quedé un momento perplejo. Serían ellas, ¿no? Es que quienes tenía yo delante de mí no eran las figuras robustas y solemnes que yo me había imaginado, sino que eran unas muchachas jóvenes, animadas, alegres, encantadoras y, sí, ellas eran Zaida y Kim y Lily e Isabel Laura. No cabía duda. Eran las de los correos. Hube de cambiar rápidamente la película. Les recité:

“Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino.”

Les conté cómo las había imaginado viejas y gordas, y se rieron conmigo. Nos hicimos amigos. Al llegar de vuelta a Madrid me encuentro con un “emilio” firmado: “Su amiga vieja y gorda.” Me has hecho reír otra vez, Zaida.

Otra sorpresa fue la presentación que me hicieron en la inauguración de la Feria del Libro Católico. Muchas veces me han presentado en muchas ferias, pero nunca de manera tan exacta, cordial, respetuosa y humorosa. Tanto que la pedí, y la voy a poner aquí. Ella dará la mejor idea de mi visita. Es obra del padre Martin Lenk, S.J., alemán dominicano, y me ha recordado a mí mismo cosas de mi vida que me ha parecido oportuno compartir. Gracias, Martín.

Presentación del libro de Carlos G. Vallés, Casa San Pablo, 7 de marzo 2007, 7:30 p.m.

Vales más de lo que piensas
Los principios de la autoestima

Queridos hermanos y hermanas:

Es una gran alegría y un gran honor tener con nosotros aquí al P. Carlos Vallés y poder presentar su último libro “Vales más de que piensas. Los principios de la autoestima”.

El Padre Vallés no es ningún desconocido para nosotros. Sus libros han tenido un gran impacto en nuestra Iglesia, en nuestro país y en muchísimas personas. Entre otros también en mi vida.

Por esto quisiera que me permitan contarles una pequeña anécdota que me pasó y que marcó profundamente mi relación con los escritos del P. Vallés. Hace ahora unos doce años estuve esperando un avión atrasado aquí en el aeropuerto de Las Américas. Carlos Vallés nos confía en uno de sus libros que para él uno de los tormentos más grandes en su vida ha sido precisamente esperar en un aeropuerto (Caleidoscopio 119). Pues bien, yo lo pasé de maravilla, porque encontré un libro del invitado especial hoy a esta Feria del Libro Católico, uno de los más conocidos, que trata sobre el personaje inolvidable de Anthony de Mello y se llama Ligero de equipaje. Pasé unas horas felices en la sala de espera leyendo el libro. Y monté con mucho ánimo el avión para viajar a Bolivia. Todo esto cambió un poco cuando en el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia, me puse a mirar atentamente la cinta de entrega del equipaje. Vi una cantidad enorme de bultos, maletas y mochilas pasar, únicamente la humilde mochila mía, compañera inseparable de tantos viajes, no apareció. Seguía dando vueltas en American Airlines por los lados de Miami. Así que el título del libro de Carlos Vallés se convirtió en palabra profética. Y tuve que pasarme una semana en Bolivia descubriendo que hay una gracia especial en viajar ligero de equipaje. Evidentemente es mucho más fácil leer un libro que se llama Ligero de equipaje que aplicarlo en la vida, y es mucho más importante vivir un libro que leerlo. Creo que esto vale de una forma especial también por el libro más reciente del Padre Vallés que él nos trajo en su equipaje desde España y que nos va a presentar hoy. El libro se titula: Vales más de lo que piensas. Los principios de la autoestima.

Antes de presentar el libro y darle la palabra al mismo P. Vallés, conviene compartir algo sobre su persona.

¿Quién es Carlos González Vallés? El mismo nos dice que él es mucha gente y por ende llama a su autobiografía: Caleidoscopio, este tubo misterioso donde después de un pequeño movimiento aparecen las imágenes más diversas. Muy rápidamente enfoquemos sólo algunas imágenes de este Caleidoscopio de la vida del P. Vallés.

El Padre Carlos nació el 4 de noviembre, día de San Carlos Borromeo, del año 1925 en Logroño en España. Buen presagio ya que – por lo menos en Alemania – San Carlos es el patrono de las bibliotecas católicas.

Como joven mozalbete de 15 años entró al noviciado de la Compañía de Jesús en el mismo Loyola de San Ignacio. Para ese entonces, él mismo se describe como estudiante alegre, lector voraz, amigo apasionado, capitán del equipo de fútbol, enamorado de Mozart, con buen apetito de comer. (Caleidoscopio 12)

A los 24 años llega a la India, y pronto hará un voto nuevo hasta este momento desconocido como voto en la Compañía de Jesús: el voto de no hablar ni una palabra en inglés. Claro está, no por desprecio al inglés, sino para poner todo su amor y esfuerzo en el aprendizaje del guyaratí, (Viviendo juntos, 85) uno de los idiomas nativos de la India, el idioma de Mahatma Gandhi y del estado al cual es enviado Carlos Vallés.

Después de mucho esfuerzo y práctica llega a ser un maestro en este idioma; tanto así que sus libros e innumerables publicaciones en guyaratí han obtenido los premios más altos de literatura. En 1978 recibió la «Medalla de Oro Ranyitram», que es el supremo galardón de la literatura y cultura guyaratí, que en este ocasión por primera y hasta ahora única vez se ha concedido a un extranjero. Ya antes había obtenido el premio “Kumar” por la mejor contribución a la mejor revista. Semanalmente escribe un artículo para el diario de mayor circulación en el Guyarat. Y cinco años consecutivos ganó el premio por el mejor ensayo escrito en guyaratí, así que el gobierno de este estado de la India se vio obligado a dictar una ley que prohíbe que el mismo autor gane más de cinco veces el premio. Actualmente está en imprenta una nueva edición de sus obras completas en guyaratí; son unos setenta libros.

Vimos en el caleidoscopio al escritor de la India. Falta ahora por conocer al Profesor Vallés, el catedrático en matemáticas. Vallés se graduó en el 1953 en matemática, obtuvo la cátedra de matemática en la Universidad de Ahmedabad y fue uno de los pioneros de la matemática moderna en la India, representando a la India en varios congresos internacionales de matemática, así en Moscú, Exeter y Niza.

Veamos en el caleidoscopio también al sacerdote y jesuita. En el año 1958 se ordenó sacerdote, y desde entonces es conocido en la India como el Padre Vallés. Tanto así que él se ha negado a dar el permiso a la publicación de sus artículos en una revista de la India si no le ponen el Padre delante de su nombre. (Caleidoscopio 114).

Carlos Vallés, sacerdote y jesuita, amante de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, que ha acompañado innumerables veces. Maestro de discernimiento como lo vemos en su libro: Saber escoger, defensor a ultranza de la vida comunitaria, como la describe en su libro Viviendo juntos, el primer libro que ha publicado en inglés y en español. Libro que ha hecho tanto bien a la vida religiosa. Estuve mirando ayer otra vez mi ejemplar de Viviendo juntos, y caí en la cuenta de que la religiosa a quien le había prestado el libro, me lo llenó con notas al margen, que dicen más o menos así: “Esto sí es verdad!”, “Qué lindo esto”, “Qué bueno”. Y aunque haya dejado mi libro algo maltrecho, me alegra, porque es signo de cuánto bien el libro sigue haciendo cada día.

Servir a Dios y a la gente, esta es la pasión de Carlos Vallés, y los títulos de sus libros lo dicen: Dejar a Dios ser Dios, Busco tu rostro, Por la fe a la justicia, Querida Iglesia, etc. etc. ¡Ya se cuentan más de 40 títulos en español!

Faltaría algo si no recordamos los 10 años que Carlos Vallés vivió entre las familias de los barrios pobres de Ahmedabad, su ciudad en la India. El mismo escribe:

Tomé un hatillo indispensable, monté en mi bicicleta, y fui a pedir limosna de hospitalidad de casa en casa en los barrios pobres. La hospitalidad oriental me abrió las puertas de una familia tras otra, y así vivía yo con ellos las veinticuatro horas del día, compartiendo sus dos comidas vegetarianas diarias, el suelo sobre una esterilla para dormir, y la cercanía de vivir como un miembro de la familia por unos días hasta despedirme para ir a llamar a otra puerta. Iba y venía en bicicleta a la universidad para dar mis clases, pero por lo demás vivía plenamente con la familia que me tocaba en turno. Así viví diez años. Quizá eso sólo sea posible en la India.

Y esto hizo del P. Vallés un gran apasionado a favor del mutuo entendimiento, del aprecio y de la unidad entre pueblos de distintas lenguas, culturas y religiones. Por lo cual obtuvo más premios en la India, cuyos nombres se los debo para otra ocasión, porque me resultan impronunciables.

Carlos Vallés, español de la India, sacerdote y jesuita, matemático y escritor nos trajo hoy su último libro que se titula: Vales más de lo que piensas. Los principios de la autoestima. Necesitamos este libro. Necesitamos mucho de esta medicina de la autoestima aquí en República Dominicana. Hablando de autoestima en República Dominicana – cómo no mencionar en este contexto al P. Mateo Andrés, nacido en España en la misma década que Carlos Vallés, que incansablemente nos está hablando de la importancia de la autoestima. Los escritos del P. Mateo nos han enseñado desde hace años la relación entre autoestima – autoamor – autorrealización y felicidad. Recordemos algunos títulos: Puedo ser otro y feliz, El hombre en busca de felicidad, El hombre en busca de sí mismo: más reflexiones psicológico-espirituales hacia la autorrealización humana, etc.

Vales más de lo que piensas, nos dice Carlos Vallés.
Cuántas veces lo he escuchado aquí en los barrios, por allá en la zona norte de la Capital, en Guachupita, en La Ciénaga, en Los Guandules, personas que me dicen: “La comunidad cristiana, las comunidades eclesiales de base, me han enseñando que yo tengo valor. Antes yo vivía así, sin darle ningún valor a mi vida, ahora yo sé que valgo, que soy gente”.

Vales más de lo que piensas.
Cuántas cosas no hacemos para parecer importantes, temerosos de que no nos quieran, buscando por lo menos llamar la atención. Se me grabaron las imágenes de una huelga en el barrio, un grupo de jóvenes, quemando gomas, tirando piedras y posando delante de las cámaras de cinco canales diferentes de televisión, como si estuvieran diciendo: “Ahora somos alguien, ahora hay que tomarnos en cuenta”. ¡Cómo uno quisiera decirles que tienen valor de toda manera! Cuantas actitudes de autodestrucción observamos a diario por que la persona no sabe lo que vale.

Vales más de lo que piensas.
Necesitamos esta medicina. Hace falta reconocer el propio valor y el valor de cada vida humana, en una sociedad como la nuestra, donde aparentemente la vida humana no vale nada y una supuesta “bala perdida” puede alcanzar cada día a cualquiera. Como pasó hace sólo algunos días cuando una “bala perdida” de un agente de “barrio seguro” mató al coordinador del consejo parroquial de Guachupita.

En su libro, el Padre Vallés nos habla de este valor del ser humano, de la importancia de reconocer el propio valor en cada persona. Y su reflexión cuestiona a nuestra misma comunidad de creyentes. Sin temor, Vallés pone la mano en la llaga causada en muchas personas por la predicación de la Iglesia, que tantas veces ha fomentado complejos de pecador y de culpa, y destruido así la autoestima siempre débil y amenazada. La reacción no dejó de esperarse, cobrando el precio de culpabilizaciones enfermas que enferman. Y así como consecuencia de tantas culpabilizaciones inútiles el péndulo se ha movido al otro extremo. El sentido de la culpa parece haber desaparecido y el P. Vallés nos dice: “hay que buscar un equilibrio.” (cf. pág. 100).

Vales más de lo que piensas.
Porque el valor de la persona no está en lo que hace o en lo que tiene, sino en ser imagen y semejanza de Dios, querido y amado hasta el extremo por Cristo, llamado a ser hijo e hija de Dios para siempre. Me amó se llama sencillamente un capítulo del libro. El libro de Carlos Vallés nos ayuda a familiarizarnos un poquito más con este misterio, que es nuestra verdad más profunda. Vales más de lo que piensas, porque tienes valor a los ojos y en el corazón de Dios que te ama con amor eterno.

Hace unos años, el Padre Vallés describió en uno de sus libros en qué consiste la felicidad más grande del escritor. Es: la emoción definitiva de recoger en manos mortales el milagro impreso de un libro recién nacido. No hay perfume en el mundo que pueda compararse para un escritor con la fragancia penetrante de la tinta de imprenta en el primer ejemplar de su último libro. (Caleidoscopio 102)

Esperemos después que muchos de ustedes compartan también la emoción de oler la tinta de este libro:
Vales más de lo que piensas. Los principios de la autoestima

Y pedimos ahora al Padre Carlos Vallés que él mismo nos hable de este libro.

Me contáis

Muchos me habéis escrito sobre el “Me Contáis” de la última página (1 marzo) con la pregunta de Víctor sobre el distanciamiento de los jóvenes de la Iglesia. Cómo acercarlos, cómo conseguir que se interesen por la religión, que se familiaricen con la Biblia, que vengan a misa, que no se aburran en ella. Se ve que os preocupa a muchos. Y con razón.

El problema es complejo y es tarea de todos. De todos nosotros. Tarea de padres y madres y profesores y catequistas y religiosos y sacerdotes. A todos nos toca transmitir, no con sermones, sino en nuestra conducta, nuestro interés, y nuestra propia alegría los valores de nuestra fe, liturgia, doctrina, sacramentos.

Cuando yo enseñaba matemáticas en la universidad sabía perfectamente que las matemáticas no son asignatura popular, y procuraba animar la clase con ejemplos, cuentos, aplicaciones, y sobre todo con mi propio entusiasmo por la materia, pues he amado y reído y disfrutado enseñando matemáticas tanto como disfruto preparando mi Web ahora. Claro que eso tampoco era siempre fácil (como la Web tampoco es siempre fácil), y para hacerlo bien tenía yo que estar convencido de la utilidad de lo que enseñaba, tenía que preparar bien las clases y lo que iba a contar, y también es verdad que aun con toda mi preparación e interés unas veces la clase me salía mejor, y otras peor. A veces los muchachos y muchachas salían de clase pegando saltos, me rodeaban y me decían cantando, “¡Hoy nos hemos divertido en clase! ¡Hoy nos hemos divertido en clase!” Y otros días cuando tocaba la campana y salían de clase, se iban en silencio sin chistar, y hasta otro día.

Y pronto vi la ecuación, y esta sí que era ecuación matemática: cuando yo me divertía enseñando, ellos se divertían aprendiendo; y cuando yo daba una clase aburrida, ellos se aburrían.

¿Entendido?

Salmo

Salmo 9  –  Oración por los oprimidos
«El Señor será refugio del oprimido,
su refugio en los momentos de peligro.
Confiarán en ti los que conocen tu nombre,
porque no abandonas a los que te buscan.»

La conciencia de la injusticia y la defensa de los oprimidos estaban muy presentes en el corazón de los que primero hicieron y rezaron estos Salmos, y ese pensamiento me consuela, Señor. La lucha por el pobre existe desde que tu Pueblo existe. «El clamor del pobre» y «los gritos de los humildes» suenan en tus oídos desde que este Salmo se cantó en Israel. La oración «No te olvides del pobre, Señor,…, el pobre se encomienda a ti» es la primera oración de tu pueblo como pueblo, con su conciencia de grupo y su sentido de justicia; y tu pronta respuesta queda también grabada en el Salmo con segura gratitud:

«Señor, tú escuchas los deseos de los humildes,
les prestas oídos y los animas;
tú defiendes al huérfano y al desvalido:
que el hombre hecho de tierra no vuelva a sembrar su terror.»

Y, sin embargo, Señor, «el hombre hecho de tierra» sí que «ha vuelto a sembrar su terror». La situación de injusticia que provocó el grito de este Salmo sigue existiendo hoy sobre la tierra; la explotación del hombre por el hombre no ha desaparecido aún de la sociedad que llamamos civilizada; sigue habiendo injusticia y desigualdad y aun esclavitud entre los hombres que tú has creado para ser libres. Estas palabras, bien antiguas, siguen, por desgracia, siendo nuevas hoy:

«La soberbia del impío oprime al infeliz
 y lo enreda en las intrigas que ha tramado.
El malvado se gloría de su ambición,
el codicioso blasfema y desprecia al Señor.
Su boca está llena de maldiciones, de engaños y de fraudes;
su lengua encubre maldad y opresión;
en el zaguán se sienta al acecho
para matar a escondidas al inocente.
Sus ojos espían al pobre;
acecha en su escondrijo, como león en su guarida,
acecha y se encoge, y con violencia cae sobre el indefenso.»

También hoy se mata al inocente, Señor; también hoy se despoja al indefenso y se oprime al humilde; también hoy los hombres viven en el temor y en la indigencia. Tu mundo aún está manchado por la injusticia, y tus hijos sufren en la miseria. También hoy, Señor, la humanidad consciente se yergue dolorida ante el clamor de los pobres.

El clamor se hace más urgente hoy, porque «el malvado» ya no es un individuo aislado. La opresión no viene de personas concretas a quienes la autoridad pudiera fácilmente reducir. La opresión hoy viene de la misma autoridad, de la sociedad, del grupo, del sistema, de los complejos intereses creados que la avaricia y la ambición y el orgullo y el poder han entretejido en las fibras mismas de la sociedad para el lucro de unos pocos y el más abyecto abandono de millones de tus hijos. Por eso mi oración es hoy más profunda, y mi angustia más extensa, y rezo con mayor insistencia las palabras que tú me inspiraste un día.

«Levántate, Señor, extiende tu mano;
no te olvides de los humildes.
A ti se encomienda el pobre,
tú socorres al huérfano.
Rompe el poder del malvado,
pídele cuentas de su maldad para que desaparezca.”

Sigo pensando, Señor, y ahora descubro en mí mismo con alarma las raíces de la misma maldad. También yo soy causa de dolor y sufrimiento para otros; también yo siento en mí mismo la desdichada hermandad con los «malvados» y descubro dentro de mí las mismas desviaciones que, cuando se desmandan, llevan a otros la miseria que todos deploramos.

Siento en mí la marea de las pasiones, la ambición, la envidia y el poder, y sé que por esas pasiones hago daño a gente a mi alrededor. Por eso, cuando pido por la liberación, pido también por mí. Libérame de la esclavitud de mis impulsos y de la temeridad de mis juicios. Aparta de mí el deseo de dominar a los demás, de imponerme a otros, de manipular y mandar. Acalla en mí la sed de poder, el instinto de la ambición. Libérame en verdad y profundidad de todo lo que en mí hace daño a otros, para que pueda ser yo instrumento de liberación de los demás.

Arranca el mal de mi vida, y luego, a través de mí, de la de todos aquellos que me encuentro en mi camino y a quienes puedo influenciar en nombre tuyo, para que entre todos hagamos un mundo más justo, y juntos  demos gracias y alabanza.

«Piedad, Señor, mira cómo me afligen mis enemigos,
levántame del umbral de la muerte,
para que pueda proclamar tus alabanzas
y gozar de tu salvación en las puertas de Sión.»

Meditación

Ángeles en adoración

“Harás así mismo un propiciatorio de oro puro, de dos codos medio de largo codo y medio de ancho. Harás, además, dos querubines de oro; los harás de oro macizo en los dos extremos del propiciatorio: el primer querubín en un extremo y el segundo en el otro. Los querubines formarán un cuerpo con el propicia­torio, en sus dos extremos. Estarán con sus alas exten­didas por encima, cubriendo con ellas el propiciato­rio, uno frente al otro, con las caras vueltas hacia el propiciatorio. Pondrás el propiciatorio encima del arca; y dentro del arca, el Testimonio que yo te daré. Allí me reuniré contigo; desde encima del propiciato­rio, de en medio de los dos querubines colocados sobre el arca del Testimonio, te comunicaré todo lo que haya de ordenarte para los hijos de Israel.” (Ex 25, 17-22)

Querubines de oro macizo. Lo mejor que tiene la tierra para representar lo mejor que tiene el cielo. Alas extendidas por encima del arca sagrada que simboliza la esencia de Israel. Frente a frente en vigilia dorada de adoración constante. Es el trono del Dios de Israel, quien allí mismo se aparecerá a Moisés para regir a su pueblo. «Allí me reuniré contigo.”

La adoración es la actitud fundamental del ser humano ante su Creador. Reverencia, devoción, acata­miento. Tenemos familiaridad y amistad y confianza y cercanía, desde luego, pero sin perder nunca la actitud de respeto radical, de sumisión rendida, de entrega in­condicional. El pueblo de Israel tiene sus fiestas y ale­grías, tiene trabajo y descanso, tiene cánticos y gozos, tiene luchas y conquistas; pero tiene en medio de todo, como centro de su ser y eje de su existencia como pue­blo, el Arca de la Alianza en la Tienda de la Presencia. Y sobre el Arca, dos querubines de oro. Allí está su his­toria.

En mi vida también hay múltiples actividades que llenan mi hacer, y aun en mi vida del espíritu hay ora­ciones y peticiones y estudios y lecturas y reuniones y elucubraciones, y todo está muy bien y es necesario a su tiempo y en su medida. Pero lo que más necesito en mi vida son los dos querubines de oro. El silencio del santuario, el recogimiento de la presencia, el valor del oro, la postura del querubín. El trono del Dios de Israel en medio de mi corazón. Necesito ese trono porque allí es donde mora él, en medio de los querubines que él mismo ha diseñado. El recogimiento, la paz, la adora­ción. Dentro de mí y para siempre.

Necesito ese santuario interior para recoger en él, con la humildad de mis limitaciones y la pobreza de mi ser, la bendición de Dios a Moisés para su vida y sus responsabilidades en su pueblo: «Allí me reuniré conti­go». La cita en medio de los querubines de oro. Que no me la pierda nunca, Señor.

“Cuando Moisés entraba en la Tienda de Reunión para hablar con Yavé, oía la voz que le hablaba de lo alto del propiciatorio que está sobre el arca del Testimonio, de entre los dos querubines. Entonces hablaba con Él.” (Nm 7, 89)

Día 1
Os cuento

Este niño se muere

[Ayaan Hirsi Alí, una joven de Somalia refugiada en Kenia, acompaña a un amigo, Mahamud, a cruzar la frontera de Somalia a Kenia. Mahamud va a traer a su familia de Somalia a Kenia. Ayaan va con él porque sabe somalí y swahili y es muy hábil. Sobornan a un policía en frontera al salir de Kenya a Somalia para que les deje salir y volver luego con los otros refugiados.]

‘Mahamud me apremiaba a que nos moviéramos, a que encontráramos a su familia antes del anochecer. Empezamos a encontrarnos con conocidos que nos decían: “Más atrás. Están más atrás.” Mahamud encontró a Fadumo, la mujer de su hermano mayor. Agarró a Mahamud de un brazo, como si no le quisiera dejar marchar. El marido llegó corriendo, descalzo. Aún conservaba el bigote y sus pobladas cejas, pero el resto del cuerpo parecía haber desaparecido entre las cavidades d­e sus huesos. Parecía un cadáver. Mahamed y Fadumo con sus cuatro hijos, que me miraban como si fuera un ángel caído del cielo.

Mahamed nos dijo que la mujer de Mahamud estaba cerca de allí y que los niños estaban bien. Se agarró al bra­zo de su hermano y empezamos a caminar. La mujer de Mahamud le vio desde lejos y empezó a correr a su encuentro. Cuando llegó hasta él se lanzó a sus brazos y empezó a sollozar.

Era la primera vez que veía a una pareja somalí expre­sarse afecto de aquella manera. Se abrazaban con fuerza y se acariciaban la cara uno al otro sin dejar de llorar y sin separarse. Los niños llegaron corriendo y se aferraron a ellos, era un momento de auténtica alegría y de lágrimas, íntimo, y Mahamed y yo nos dimos la vuelta por respeto.

Todavía cogida del brazo de Mahamud, Si’eedo, su mujer, nos llevó bajo el árbol donde habían acampado. Allí sentada estaba la hermana pequeña de Mahamud, Marian, y sus dos niños. La hija mayor de Marian, de tres años, era la criatura más bella que yo había visto jamás. Pero cuando vi al bebé pequeño de Marian, parecía que no había nada allí, tan solo una diminuta forma humana, de pocos días de vida colgado del pecho seco de su madre hambrienta. Un bebé desnutrido tiene unas proporciones físicas terribles, con la cabeza mucho más grande que el resto del cuerpo. Pensé ­que aquello era lo más horrible que había visto nunca. Al mismo tiempo, noté en el niño el pulso de la vida. Se extinguía, pero aún seguía allí. “Vamos a salvar a este bebé. Está vivo, tenemos que pasar la frontera con él”, le dije a Marian. Ella me miró y me contestó: “Alá me ha dado este niño, y, si él así lo desea, Alá se lo llevará.”

Era una auténtica seguidora de la Hermandad Musulmana y parecía totalmente ajena a cuanto sucedía. Creía que Alá la ponía a prueba; tenía que aceptar la muerte del niño si Alá lo quería así. Mostrar amargura o desesperación sería fracasar en la prueba de fe. En realidad, parecía como si todos esperasen pacientemente que ese niño muriera en su regazo. Y ¿por qué no?, después de todo también los otros bebés se estaban muriendo.

“Tenemos que irnos mañana,” – les dije –. “Tenemos que salvar al bebé.” Pensaban que yo era una sentimental, que estaba aturdida, que esa era mi manera de reaccionar frente a la muerte y al dolor que nos rodeaba. Quizá fuera así. No había modo de que ese niño saliera con vida. Hervimos agua para hacer té, lo enfrié un poco y le di un vaso a Marian para su hijo. Cuando se lo acercó a los labios, estos empezaron a moverse. Le propuse a Marian que le pusiera un nombre al bebé, pero se negó. No quería sentirse ligada al niño porque se había preparado para aceptar su muerte.
Esa noche dormimos en esteras y telas extendidas sobre la arena, unos junto a otros. Si’eedo hizo una especie de gachas de sorgo con agua sucia. No tenían nada, ni siquiera sal. Después de cenar, nos dormimos envueltos en los chales. En cierto modo, aquello era extrañamente confortable; la arena era blanda y el aire olía como en Mogadiscio. Sin embargo, todo el mundo tenía sarna y piojos y me advirtieron de que también yo los cogería. A los niños se les veían los piojos alrededor del cuello, y allí estaba yo con mi pequeña bolsa deportiva, con un cepillo y pasta de dientes y una muda de ropa interior y vestidos limpios. Era una situación surrealista.

Teníamos que volver lo más rápidamente posible a la frontera keniata antes de que el oficial con el que habíamos contactado al pasar a este lado se olvidara de nosotros. Le buscamos. Le habíamos dicho que volveríamos solo con una mujer y cuatro niños pequeños, pero ahora, además, llevábamos todo un grupo de cinco mujeres y doce niños, y tal vez no tuviéramos dinero suficiente para pasar a todos a Kenia.

Logramos pasar y llegar a Nairobi. Lo primero que hice fue llevar al bebé y a su madre al hospital. Al llegar a la recepción dije: “Este niño está a punto de morir.” La enfermera lo miró, lo vio, y abrió los ojos de par en par con espanto. Lo cogió y le puso suero en un brazo y, muy lentamente, la pequeña figura pareció desplegarse poco a poco. Después de un rato abrió los ojos. “El niño vivirá”, aseguró la enfermera. Pero teníamos que pagar antes la factura en el mostrador de recepción. Le pregunté dónde estaba el director, lo encontré – era un médico indio de mediana edad – y le conté la historia. Le dije que no podía pagar la factura. El hombre la cogió y la rompió. Dijo que no importaba. Después me explicó cómo había que cuidar al bebé y dónde conseguir suero, y volvimos a casa.
A los pocos días el bebé empezó a engordar, pasó de ser la imagen viva del horror a ser un niño de verdad, despierto, lleno de vida. Una noche, a la hora de la cena, dije: “Ahora tenemos que ponerle un nombre al niño.” Ya debía de tener unas seis semanas de vida. Acababa de decir eso cuando llamaron a la puerta y llegó un refugiado más, el hermano pequeño de Mahamud, un muchacho de dieciocho años. Se llamaba Abbas. “¡Que se llame como yo! ¡que se llame como yo!” gritó él. Así que el niño se llamó Abbas. Se hizo el favorito de todos. Un niño sin padre y sin futuro, que podía haber muerto fácilmente, pero que, por la gracia de Alá, era un tesoro, alegre y encantador, mimado y protegido por todos nosotros. Ahora debe de ser un adolescente.’

(Ayaan Hirsi Ali, Mi Vida, Mi Libertad, Galaxia Gutemberg, Barcelona 2006, p. 218)

La intérprete

[Ayaan encontró refugio en Holanda, aprendió holandés, y su primer empleo fue el de traductora del somalí al holandés. Traducía sobre todo a inmigrantes somalíes en busca de asilo.]

‘Me compré ropa para ir a trabajar de traductora; ropa occidental normal en vez de los velos y pañuelos y ropajes que llevaba en Somalia. Una falda negra que me llegaba hasta las rodillas, una camisa larga adaptada a la figura, y unos zapatos. Mi primera misión consistió en traducir para un solicitante de asilo somalí en una comisaría de policía. Para mí era una ocasión trascendental. Reviví mi propia experiencia como solicitante de asilo, excepto que ahora, menos de tres años después, mi posición había cambiado. El solicitante era un hombre que me miró de arriba abajo y preguntó: “¿Eres la intérprete?” Cuando le dije que sí, se rió burlonamente de mi y dijo: “Pero si estás desnuda. Quiero un intérprete de verdad.” Traduje sus palabras al funcionario holandés, y este contestó: “Yo decido quien traduce, no usted.”

Yo no era más que una parte mecánica del proceso, como una mecanógrafa. Eso me tranquilizó. Aunque el desprecio del hombre somalí me molestaba, yo sabía que tenía que aprender a controlar mis emociones si quería convertirme en profesional. Era mi trabajo, una simple transacción, igual que embalar cajas en una fábrica. Después, el agente me entregó un impreso en que estaba indicado el tiempo que había trabajo y el importe que me pagarían. Me fui emocionada.

Para mi siguiente tarea tuve que desplazarme a un centro de acogida en Schalkhaar. Tenía que traducir para una mujer del clan de los Galla que había vivido cerca de Afgoye. Los combatientes del clan Hawiye la habían capturado y encerrado con otras mujeres Galla en un campamento. Las tenían allí confinadas para violarlas cuando querían, aunque también las obligaban a cocinar, limpiar y a recoger leña para los soldados. Al contar su historia, la mujer empezó a temblar. Hablaba en un tono de voz muy bajo, pronunciando frases cortas, y cuando traté de traducirlas no pude reprimir las lágrimas.

La historia de esa chica era terrible. Se había quedado embarazada y había dado a luz. Siempre llevaba al bebé encima. Una noche, uno de los soldados Hawiye le arrancó el bebé de los brazos y lo arrojó al fuego. La obligó a mirar cómo se quemaba el niño.

Estaba muy delgada. Dijo que tenía veintiocho o veintinueve años, pero parecía tener más de cincuenta. Estuvo hablando de todas las demás mujeres Galla con las que había estado en cautiverio. Logró escapar cuando un subclan diferente de los Hawiye se hizo cargo del campamento; no sabía qué había sido de las demás.

Yo le dije a la funcionaria holandesa que llevaba el interrogatorio: “Perdóneme. Sé que no lo hago bien. He empezado a trabajar hace muy poco y esto me llega al alma. Necesito un minuto para ir a lavarme la cara.” Pero cuando esta me miró, vi que ella también estaba llorando.

Dos meses después volví a Schalkhaar para otro encargo. La misma funcionaria, en cuanto me vio, se me acercó y me comunicó que la mujer Galla había obtenido el estado de refugiada. Sonreímos y nos felicitamos mutuamente. Pero por entonces ya sabía cuántas otras no lo habían conseguido.’

(p. 326)

Nota: Ayaan Hirsi Ali llegó a ser diputada en el Parlamento Holandés, vive ahora en América donde ha recibido varios premios internacionales, y se dedica a defender la causa de la mujer musulmana. Ha abandonado públicamente el Islam, ha criticado duramente a su propio pueblo, y ha llegado a escribir insultos al Profeta Mahoma, algo que no ha ayudado a su causa de promover la paz entre religiones. Otro Somalí inmigrante en Inglaterra, Rageh Omar, se refiere a su compatriota en su libro Only Half of Me, y dice de ella que “no tiene derecho a representar a un pueblo que ella desprecia” (p. 209), y la compara, por el extremo opuesto, con los que pusieron las bombas en el metro de Londres: “Ellos representan el total rechazo de Occidente, y ella representa el total rechazo del Islam.” (p. 60) Ambas posturas están equivocadas. El futuro está en el mutuo entendimiento, aceptación, aprecio, reconciliación. Cito un párrafo de Rageh Omar como equilibrio:

“Nosotros, la nueva generación de musulmanes ingleses, tenemos que aprender a hablar de nosotros mismos con fuerza y con honestidad, a proclamar quiénes somos. Tenemos que explicar que el Islam es una cultura viva, y ha cambiado de la generación de nuestros padres a la nuestra. Tenemos que describirles nuestras vidas, no solo a los no musulmanes, sino a nosotros mismos y a nuestros padres que no saben hasta qué punto nuestra postura es diferente de la suya y cómo nuestro sentido de identidad ha cambiado radicalmente por fuerzas que ellos ni siquiera han experimentado. Tenemos que describirles nuestras vidas a quienes no saben nada del Islam, mientras honradamente esperan una auténtica representación de nuestra fe y nuestra cultura de hoy por parte nuestra, y quieren entender cómo se siente un musulmán en el ambiente inglés. Y, quizá lo más importante de todo, tenemos que explicar por qué tantas voces en la vida pública nacional, en los medios de comunicación, en las artes, en el parlamento, en la policía, en las leyes, que hablan con autosuficiencia de ‘lo que falla en el Islam’, deberían sencillamente callarse y dejar de hablar en nombre nuestro. ¡Qué extraño que ellos se pongan a dar todas las respuestas al ‘problema musulmán’ cuando nosotros mismos los musulmanes estamos solo comenzando a formular bien las preguntas!” (p. 11)

Queja

“Padre Nuestro que estás en los cielos,
¡te olvidaste de que estoy aquí!
¡También yo tengo abierto el costado,
y no quieres mirar hacia mí!”

(Gabriela Mistral)

Me contáis

Con alguna frecuencia me contáis vuestras penas y pedís una palabra de consuelo. Un cónyuge fallecido, un hijo hospitalizado, un matrimonio roto, una depresión. Siempre leo despacio, pauso un momento, me dejo sentir de cerca el sentimiento lejano, vuelvo a leer, contesto despacio, me quedo mirando el mensaje en la pantalla, tecleo la respuesta, la envío con una oración y un beso. Aparte de los detalles personales, que son únicos en cada caso, las ideas fundamentales que profeso y expreso son las siguientes. Las resumo aquí, no como respuesta general a todos, sino como reflexión personal para cada uno. Y seguiré contestando a todos.

1. Vivir el presente. Aquí rinde fruto el ejercicio que siempre recomiendo. El vivir día a día. El aquí-y-ahora. El hacer contacto. El estar presente a la vida en cada momento. El no atascarse en el bache del momento. El dejar el pasado a la misericordia de Dios, el futuro a su providencia, y vivir totalmente, decididamente, consagradamente el presente. Moverse con la vida.

2. Estar ocupados. El trabajo, la ocupación, los estudios, la oficina, la casa, la familia. Las manos vacías llevan a la mente desocupada que pasan a ocupar los recuerdos del dolor reciente. El cuerpo y la mente en movimiento recuperan rápidamente la vida.

3. Cultivar amistades. No precisamente para hablar del dolor, que una vez sabido y compartido ya no es necesario hablar de él y puede llegar a ser contraproducente reabriendo la herida, sino sencillamente para estar con ellos, para sentir apoyo, para abrirse con ellos a la vida, para seguir fluyendo.

4. No quejarse ante Dios. ¿Por qué esto? ¿por qué ahora? ¿por qué a mí? No hay porqués. No pedir explicaciones. A nadie. No compararse con nadie. No tratar de justificar nada tampoco. El sufrimiento no tiene sentido. Tratar de racionalizarlo lo acentúa, pues sabemos en el fondo que ninguna de esas explicaciones es verdad. El sufrimiento se siente, no se razona.

5. Saber que la vida es dura. He leído autobiografías de tanto dolor que me han rasgado el alma. Y yo mismo he sufrido, de joven y de viejo, traumas de familia que no le deseo a nadie. No presumo de víctima, pero sí afirmo mi derecho a hablar del sufrimiento porque he sufrido. Mis sufrimientos me han valido para contestar a quienes me dicen: “Claro, a ti todo te ha ido siempre muy bien, ya puedes estar alegre.” Mucho me ha ido muy bien, pero mucho muy desagradable me ha caído encima también, y me consuelo a mí mismo con decirme que así tiene más credibilidad mi testimonio de alegría en la vida, porque no viene de la ligereza sino de la realidad, bien dura a veces. Y sigo feliz y contento.

6. Fe. El saber, a través de la sombra y de la pena, que Alguien sabe lo que sufro, y me quiere. Sentir su mano agarrando la mía, su mirada acariciándome en la oscuridad, sus pisadas acompañando mi caminar. Como me ha acompañado siempre. Aunque en este momento no hablemos nada. Noche oscura del alma. Allí crece la fe.

7. Sonreír. Dibujar despacio la sonrisa, levantar la mirada, serenar el rostro. No es ligereza ni capricho oriental ni veleidad superficial ni escape psicológico. Es sabiduría. Una sonrisa en el sufrimiento vale más que mil oraciones, y hace bien al alma. Alegrar la cara alegra la vida.

8. Tiempo. El gran sanador. Aunque quien acaba de recibir el golpe se resista a creerlo y diga que lo suyo no pasará nunca. Todo pasa. La vida sigue. La herida, si se mantiene limpia, cicatriza. Antes de lo pensado.

9. Yo tengo una idea, para la que no tengo ninguna prueba pero de la que estoy plenamente convencido, y es que en la vida, es decir, en esta vida del nacimiento a la muerte, aun antes de la eternidad, lo agradable y lo desagradable que nos sucede se equilibran. Es decir, que cuando me toca sufrir algo desagradable, pienso que pronto lo compensará algo agradable, y eso me anima. Son ritmos de la vida, es el día y la noche, las estaciones, las fases de la luna, las vacas gordas y las vacas flacas, la rueda del samsara que decimos en la India. O el karma que va nivelando nuestra conducta y sus repercusiones. O la herencia querida y atesorada de mi padre san Ignacio en sus Ejercicios: “El que está en desolación piense que presto será consolado.” Claro que luego dice: “El que está en consolación piense cómo se habrá en la desolación que después vendrá.” Todo alterna. Paciencia y humor.

Sonríe, por favor.

Salmo

Salmo 10  –  El coraje de vivir
«Escapa como un pájaro al monte
porque los malvados tensan el arma.»

Hoy estoy otra vez bajo el ataque de ese desespero siniestro que se me mete a veces por los pasadizos del alma, en la oscuridad de la noche, hasta el centro mismo de mi ser. El deseo de desentenderme de todo y desaparecer, de renunciar a la vida, de dimitir de mi puesto de hombre en el que he sido tan manifiesto fracaso.

Estoy cansado, Señor, cansado hasta los huesos; y mi único deseo es tumbarme y dejarlo todo en paz. Que pase lo que pase. Estoy cansado de luchar, cansado de soñar cansado de esperar, cansado de vivir. Déjame que me siente en un rincón, y que el mundo vaya por sus derroteros, quedando yo libre de toda responsabilidad de impedirlo. Tu mismo Salmo lo dice: «Cuando fallan los cimientos, ¿qué podrá hacer el justo?»

Ni siquiera tengo ganas de rezar, de hablar, y menos de pensar. Tampoco quiero ponerme a discutir contigo, a protestar, a conseguir respuestas a mis preguntas. Déjalo estar. Sencillamente, no tengo ya preguntas, o no tengo ánimo para hacerlas o para acordarme de cuáles son. Sólo sé que mis sueños no se han hecho realidad, que el mundo no ha cambiado, y que ni siquiera yo he cambiado para ser la persona ideal que había decidido ser. Nada ha resultado, ¿y para qué he de seguir preocupándome? Quiero despedirme, quiero marcharme, quiero hacerme a un lado y dejar a las cosas que pasen como quieran pasar, sin que yo diga una palabra. Quiero desaparecer, y se acabó.

Sin embargo, sé muy bien que, al hablarte así, mis palabras quieren decir justamente lo contrario de lo que dicen. Estoy hablando de desesperación, precisamente porque quiero esperar; y estoy presentando mi dimisión, porque quiero seguir trabajando.

Tú sabes muy bien que quiero seguir, y yo sé que quiero luchar. Mis palabras de queja han sido sólo el destaparse de mi desilusión, que crecía bajo la presión de una paciencia prolongada y tenía que reventar de una vez para dar paso a la clara realidad de un sentimiento mejor. No, no me escaparé. Mi existencia le servirá de algo al mundo o no, pero mi sitio es éste, y me propongo mantenerlo, defenderlo y honrarlo. No me escaparé. No es ése mi carácter, no es mi manera de reaccionar y de hacer  las cosas; y si por un momento he permitido venir a esos negros pensamientos y me he permitido expresarlos, es precisamente porque quería librarme de ellos, y sabía que la mejor manera de derrotarlos era exhibirlos. Hace falta valor para vivir, pero el valor es fácil cuando pienso en ti y te veo a mi lado.

El Salmo comenzaba con el consejo cobarde: «¡Escapa como un pájaro al monte!». Y acaba con la palabra de fe: «El Señor es justo y ama la justicia, y los buenos verán su rostro.»

Ya nunca huiré.

Meditación

Ángeles que hacen llorar

“Así que el ángel de Yahvé terminó de decir estas pala­bras a todos los israelitas, el pueblo se puso a llorar a gritos.”
(Je 2, 4)

A veces el ángel nos hace llorar. No todo son luces y colores en las epifanías de gloria. No todo son cánti­cos de Navidad o resplandores de resurrección. El án­gel del Señor también puede hacer llorar a gritos a todo el pueblo de Israel. ¿Qué habían hecho los israelitas que el ángel los hace llorar?

El ángel de Yahvé les ha recordado que no han cum­plido su parte de la alianza. Una condición esencial del pacto era que una vez introducidos en la tierra prometi­da, ellos habían de destruir todos los altares de los dio­ses falsos de los pueblos que antes habían habitado esas tierras y aún las circundaban. Esos altares eran peligro de idolatría, tentación popular, ocasión de traición. Y por eso Yahvé había postulado su destruc­ción sin debilidades y sin excepciones. Pero los israeli­tas no habían destruido esos altares. Superstición, miedo, falta de decisión, deseo de quedar bien con todos los dioses, diplomacia de fronteras y debilidad en la fe los llevaron a conservar altares y a honrarlos a escondidas. Por eso Yahvé declara ahora que él tampoco cumplirá la parte de su promesa, y los israelitas serán oprimidos por sus pueblos vecinos. Por eso lloran a gri­tos.

Altares prohibidos en mi vida. Dioses secretos que he prometido abandonar, pero que aún persisten en mi conciencia.

Altares paganos de ritos primitivos que aún se alzan en las sombras de mi propia tierra prometida y concedi­da. Mi orgullo y mi egoísmo, mi envidia y mi arrogan­cia, mis deseos torcidos y mis pensamientos mancha­dos, mis críticas y mis venganzas, mis manipulaciones y mi insinceridad. Todos esos son altares escondidos de dioses falsos que yo debería haber destruido en tantos años de tierra prometida que el Señor me ha concedido ya, y que sin embargo continúan por los rincones de mi alma ensombreciendo el paisaje y rompiendo la alianza que debería ser el sustento de mi vida. Por eso sufro bajo la opresión de pueblos vecinos de mi alma. Miedos y pasiones y tristezas y depresiones. El ángel del Señor me lo ha anunciado.

Destruir altares es condición de paz. Ya sé que en mi debilidad no conseguiré acabar con las construcciones rivales que aún se erigen en mi corazón. Pero al menos lloro hoy con el pueblo de Israel, no tanto por las penas que voy a sufrir, sino por mi propia impotencia en hacer lo que en el fondo deseo, y por el agravio que le he causado a Dios, desafiando su derecho a poseer del todo mi vida, y haciendo lo que sé que a él más le desagrada que es la adoración de dioses falsos. Y doy gracias al ángel que me ha hecho llorar, para que el llanto aligere mi pe­na. También el hacer llorar puede ser oficio de ángeles.

 

Día 15
Os cuento

Dos hermanos

[Kiyohiro Miura, autor japonés, describe en su libro “Lejos de Casa” (Obelisco, Barcelona 2007) la vocación de su hijo Ryota como monje Zen: la primera inclinación de su hijo, aún pequeño, hacia el monasterio y la vida de los monjes, su propia reacción paterna, “cuando seas mayor”, la perseverancia del muchacho, su respuesta a los intentos de su padre por disuadirle:]

– Si te haces monje Zen, tendrás que lavar, fregar, y barrer. Es mucho trabajo. ¿De verdad quieres hacerte monje?
-Ajá, ajá.

[Eso por lo visto quiere decir sí.]

“A medida que fue pasando de curso –cuarto, quinto, sexto– seguí preguntándole sobre el asunto, pero su respuesta nunca variaba. Siempre obtenía el mismo ‘ajá, ajá’. Nada más.” (11)

“Lo más extraño resultaba ver cómo este hijo mío, que siempre parecía inquieto e incluso era el cabecilla de los alborotadores del colegio, se convertía en alguien completamente diferente en el templo.” (12)

“Cuando lo observo mientras está sentado en el coche en el asiento del copiloto haciendo ver que conduce y escuchando su walkman, hace que me pregunte qué es lo que hizo posible que quisiese hacerse monje. ¿Cree que como monje podrá pasear en coche mientras escucha su walkman? Nunca le dejarán hacer eso.” (29)

“Había pensado mucho sobre lo que Ryota debería ser cuando creciera. En un principio pensé que sería actor o intérprete de jazz, pues le gusta expresarse con el cuerpo y seguir el ritmo. Se mostró muy animado tocando la batería en la fiesta del colegio. Después lo imaginé trabajando en un banco o en una empresa comercial, como propietario de una tienda o funcionario, pero aun esos no me parecían empleos suficientemente buenos para él.” (29)

“Me lo imaginé caminando por nuestra calle con el hábito de monje y la cabeza rapada. A buen seguro que si alguna de las vecinas de nuestro barrio choca con él lo mirará sorprendida. Y empezarán las habladurías. Dirán: No hace mucho tenía muy buen aspecto con su brillante camiseta de deporte, sus pantalones blancos y sus deportivas azules. Tal vez tenía un karma negativo y lo han obligado a hacerse monje.” (32)

“Él vendrá a vernos, se quedará de pie a la puerta de nuestra casa e inclinándose como un invitado dirá en voz baja tal y como enseñan a los monjes: ‘Madre y padre, por favor, perdonad esta incomodidad temporal.’ Y cuando preguntemos por su salud, lo único que obtendremos serán respuestas de manual como: ‘Bien.’ ‘Normal.’ ¿Y qué decir de la estricta disciplina y el austero estilo de vida? Todo es increíblemente austero.” (32)

El muchacho ingresa en el monasterio. “Por favor, cuídenlo bien.” (45)

– Padre, has cuidado de mí durante mucho tiempo. Gracias.
– Madre, has cuidado de mí durante mucho tiempo. Gracias.“Mi esposa tenía los ojos enrojecidos. Mirándolo en su túnica blanca, sentí que se había ido a un mundo lejos de nuestro alcance.” (49)

“Las lágrimas luchaban por salir de mis ojos. Me descubrí pensando que no tenía que preocuparme en el desarrollo de las cosas, que lo hecho, hecho estaba, que todo iría bien, como intentando sofocar las últimas dudas e incertidumbres.” (63)
[Al padre del muchacho le enoja que le cambien el apellido. Pero se aguanta.] (64)
“Incluso se nos devolvió el dinero que sus abuelos le habían regalado para Año Nuevo. ‘Devuélvaselo y dígales, por favor, que no vuelvan a hacer otra cosa igual.’ Bueno, lo intenté, pero no se puede devolver tan fácilmente el dinero de Año Nuevo.” (73)

“Desde que se rasuró la cabeza en la ceremonia de ordenación, sabía que él iba a seguir un camino distinto del nuestro. Por eso en la ceremonia me limité a mirar, sin pronunciar una sola palabra. Nuestros sentimientos hacia él no cambiarían mientras viviésemos.” (79)
“Lo único que cuenta es que nuestro hijo se haga un buen ser humano. Él no va a volver a casa.” (93)

“Mi esposa estaba a mi lado en el balcón. Me dijo: ‘No se trata de estar deprimidos toda la vida. He decidido tomarme en serio mi propia vida. Y, como tú dices, mirar hacia delante.’ Agitó las manos. Por un momento me pregunté si estaba agitando el futuro ya que de eso estábamos hablando. Después, mirando hacia abajo vi que una figura aparecía y desaparecía de entre las hileras de árboles de alcanfor. Era Rie, vestida con una camiseta azul y una falda a cuadros blancos y rojos y calcetines a juego. Rie, nuestra hija, todo lo que nos quedaba ya, nuestra hija pequeña, aunque ahora ya no tan pequeña, alegría de nuestra vida y esperanza en nuestro futuro. Esa figura que se movía con gracejo entre los árboles era nuestro futuro. Debía de volver del colegio con su bolsa de lona repleta de libros. Mi esposa estaba en el balcón esperando el regreso de nuestra hija, y a ella es a quien le hacía señas con las, manos. Al parecer, recientemente se había dedicado intensivamente a cuidar a Rie.
Mientras caminaba, nuestra hija alzó la vista. Se parecía a mi esposa cuando era joven. Ojos y cejas oscuras, rasgos faciales prominentes, incluso a la distancia. Por el modo consciente y reticente con que movía la espalda, me di cuenta de que ya había crecido. Tiene casi la misma edad que tenía nuestro hijo cuando entró en el monasterio.
De pie junto a mi esposa, y observando el movimiento de Rie, empecé a pensar que tal vez había llegado el momento de que nuestra hija también ingresara en un monasterio.” (104)

[Esa es la última línea del último párrafo en la última página del libro, y me sacudió. Me cogió desprevenido. No me la esperaba. Todo el libro describe lentamente, delicadamente, penosamente, los sufrimientos de los padres que ven a su hijo marcharse al monasterio de por vida…, y al final nos sorprende con la revelación de que ahora desean lo mismo para su hija. ¿Será puro final novelado?]

El año 1949 me encontraba yo en el aeropuerto de Barajas, Madrid, a punto de tomar el avión que me iba a llevar a mi destino como misionero en la India. Éramos veinticuatro compañeros, jóvenes, ilusionados, entusiasmados con nuestra vocación misionera. Nuestros padres habían venido a despedirnos. En aquellos días la ida del misionero al lejano oriente era para no volver. Nos despedíamos hasta el cielo. Toda una fiesta de lágrimas reprimidas. Uno de mis compañeros, José Javier Aizpún, joven de gran valía, se despedía de sus padres en presencia del Padre Provincial, Fernando Arellano, que era quien había dispuesto su destino a la India. El Provincial le preguntó al padre del misionero si le dolía mucho la separación. Este contestó con entereza cristiana: “Lo que me cuesta separarme de mi hijo José Javier sólo lo puedo sentir yo. Pero acepto la decisión de usted y la voluntad de Dios. Es más. Mi hijo menor, Miguel, está ya en el noviciado de ustedes los jesuitas en Loyola. Si quiere usted en el futuro enviarlo también a la India, por mi parte puede hacerlo.” El Padre Provincial no quiso ser menos y contestó al instante: “Queda destinado a la India desde este momento. Puede usted comunicarle a su hijo Miguel que el año que viene irá a la India.” Así fueron dos grandes misioneros a la India. Nada de novela.

Eso me trae también a la memoria un recuerdo igualmente personal y emotivo, ya que mi propia madre viuda estaba también presente aquel día en aquel aeropuerto en aquella despedida dándome un último abrazo. En una carta que me escribió años después a la India me decía: “No me explico cómo toda la India no se ha hecho cristiana, con los sacrificios de tantas madres de misioneros ofrecidos por ella.”

Había aprendido yo de memoria en aquellos tiempos versos del poeta, ahora olvidado y entonces admirado, José María Pemán, en que él había ensalzado la generosidad delicada y profunda de fe cristiana y nobleza humana que ha santificado tantas vidas sencillas de jóvenes y de mayores en la entrega callada de lo mejor que tienen y lo mejor que son. Y los llevo tan grabados en el alma que aún me los sé.

“¿Qué sabemos nosotros quién gana más batallas,
la madre que se queda o el hijo que se va?
¿Qué sabemos nosotros del peso de las cosas
que Dios mide en sus altas balanzas de cristal?

Si para redimirnos y lavar nuestras culpas
fue preciso que en prenda del más alto dolor
se unieran y juntaran cual milagros gemelos
la pena de una madre con la muerte de un Dios.”

¿Recuerdas, José Javier?

Yo lo recuerdo con lágrimas en los ojos. Lágrimas de gozo.

Recuerdo otros versos de Pemán en los que habla Francisco Javier, misionero y patrón de misioneros:

“Sé en mi voluntad poner
todo el peso y el poder
con que se aploma y se agarra
en las breñas de Navarra
mi Castillo de Javier.”

Eso explica todo.

Que se note que ha llegado

“En 1777, el Maestro Reb Menájem de Vitebsk fundó una comunidad jasídica en Tiberíades que suscitó esperanzas de la venida del Mesías. Unos meses después, un bromista subió en secreto al Monte de los Olivos (por donde según la tradición entrará el Mesías cuando llegue) y dio un gran toque de shofar, el cuerno de carnero, que la gente interpretó como la señal de que el Mesías había llegado. La noticia se difundió rápidamente por todo el país, y con ella una expectación febril. La gente dejó de trabajar, y los asuntos familiares quedaron desatendidos. Todo el mundo estaba obsesionado por la noticia de la venida del Mesías.

Cuando la nueva del advenimiento del Mesías llegó a Tiberíades, los jasidim de Reb Menájem corrieron a hacer partícipe de dicha noticia a su maestro. ‘¡Maestro! ¡El shofar ha sonado en el Monte de los Olivos! ¡El Mesías está aquí!’ Los jasidim esperaban que su maestro saltara de alegría, pero quedaron sorprendidos al ver que se quedaba tan tranquilo.

Al cabo de un rato dijo: ‘Si el Mesías ha llegado, pronto se notará.’ Y siguió como estaba.”

(Rabí Rami Shapiro, Cuentos jasídicos anotados y explicados, Sal Terrae 2005, p. 92)

Que se note. En nosotros. En todos.

Me contáis

Muchos me habéis vuelto a escribir sobre el distanciamiento de los jóvenes, especialmente de los sacramentos. Me gusta hayáis recalcado la “ecuación” que yo proponía, hablando de las matemáticas, entre el profesor que  disfruta dando clase y los alumnos que disfrutan aprendiendo en ella… ¡y lo mismo cuando el profesor no disfruta! Cito tres comunicaciones:

1. “La imagen de la ecuación es exacta. Aunque es triste el decirlo, en los treinta años que llevo asistiendo a Misa, no recuerdo más de un puñado de sacerdotes que estuvieran realmente viviendo o reflejando lo que estaba sucediendo en el Altar. Demasiado se da por supuesto, ya que la comunidad de fieles es ‘audiencia cautiva’. Eso se ve en las misas de nuestros jóvenes en los colegios. Hay que animar la liturgia.”

2. “Yo era catequista de adolescentes y los animaba a ir a Misa y a vivirla de la manera más auténtica en sus vidas jóvenes. Yo trataba de poner el ejemplo. Luego pasaron muchas cosas. Ya casi no voy a misa (tengo 29 años). No me da culpa, pero sí un poco de nostalgia. Si algún día tengo hijos, no sé qué les enseñaría sobre las devociones y los sacramentos.”

3. “Coincido totalmente con lo de la ecuación. Soy profesor de Economía en Argentina y me ocurre lo mismo que a usted. Cuando comencé a vincular la economía con la ética la política y los valores que subyacen detrás de una disciplina tan materialista, los alumnos se interesaron mucho más. Creo que en nuestra religión pasa lo mismo. Hay sacerdotes y ‘sacerdotes’. Algunos aburren y otros encantan. Lo curioso es que predican el mismo evangelio. Con nosotros, los laicos, que también somos responsables de lo que pasa en la iglesia, sucede igual. Si nuestros hijos no nos ven leer la Palabra, asistir a Misa con ganas, rezar, o alguna vez hacer, retiros o ejercicios espirituales, seguiremos con lo que llamo el ‘católico promedio’. Es aquel católico de bautismo, primera comunión, matrimonio, y unción de los enfermos por si acaso. En América Latina que son miles y miles de km. con una misma lengua y una misma religión, da tristeza ver lo mal que van las cosas en la Iglesia.”

Todos estamos involucrados. Todo lo que se repite con frecuencia, por sagrado que sea, está sujeto a la rutina, y eso lo aceptamos con la humildad de nuestra condición humana. Lo que varía en cada misa, y más aún felizmente desde el Concilio, es la Palabra de Dios en ella. Escucharla en cada misa como dirigida hoy a mí mismo por Dios, en clave de profecía y ánimo para lo que me espera en el día –o en la semana– es revitalizar el encuentro. “Viva es la Palabra de Dios” (Hebreos 4:12). Escuchar el mensaje, apartar memorias o interpretaciones sabidas del pasado, dejarse llevar por el sentido espontáneo del momento, pensar en las horas que nos esperan, divisar la luz que sobre ellas arroja, aceptar la dirección, agradecer la ayuda, emprender la marcha. Fortalecidos allí mismo por el Pan del Camino. La visión diaria actualiza el sacramento.

Salmo

Salmo 11 – Palabra de Dios y palabra de hombre
Vivo en un mundo de palabras, Señor, y acuso el cansancio y la molestia de tener que estar escuchando todo el día palabras que no dicen nada o dicen lo opuesto de lo que quieren decir, palabras que halagan y palabras que amenazan, palabras que seducen y palabras que engañan. El cumplido, la excusa, el disimulo y la mentira desnuda. Nunca acabo de saber si puedo fiarme de lo que oigo o creer lo que leo. Me siento cohibido ante la jactancia de «los labios embusteros y la lengua fanfarrona» que refiere tu Salmo:

«La lengua es nuestra fuerza,
nuestros labios nos defienden,
¿quién podrá dominarnos?»

Y luego me vuelvo, Señor, a tu Palabra. Tu Palabra es una y eterna, tu Palabra crea y da vida. Tu Palabra me llega, firme y vivificante, en las páginas de tu Libro, en el silencio de mi corazón, en los cantos de tu liturgia y en la encarnación de tu Hijo: el Verbo que es verdad y vida frente a la mentira que es el mundo. La contemplación de tu Palabra es mi refugio y refrigerio en medio de la avalancha de palabras falsas que me inundan todo el día. Tu Palabra es mi salvación.

«Las palabras del Señor son palabras auténticas,
como plata limpia de ganga,
refinada siete veces.»

Gracias, Señor, por la plata refinada.

Meditación

El ángel que anima

“El ángel del Señor se le apareció a Gedeón y le dijo: ‘El Señor está contigo, valiente guerrero’.” (Jueces 6:12)

¿Puedo yo aplicarme este pasaje a mí mismo? ¿Puedo imaginar que también mi ángel me llama a mí en mi humildad “valiente guerrero”? Creo que no, porque yo no soy guerrero ni valiente ni merezco tal cumplido ni tal encomienda de un ángel. Gedeón era líder nato y luchador esforzado con imaginación para derrotar con solo trescientos hombres al ejército madianita cuyos soldados eran “numerosos como langostas, y sus camellos eran innumerables como la arena de la orilla del mar”. Nada que ver conmigo.

Pero algo sí. Sigo leyendo y veo los sentimientos de Gedeón, y en ellos sí me veo a mí reflejado, y a mi amor y dolor por la Iglesia prefigurados en su amor y dolor por su pueblo. Contestó Gedeón:

“Perdón, Señor mío. Si Yahvé está con nosotros, ¿por qué nos ocurre todo esto? ¿Dónde están todos esos prodigios que nos cuentan nuestros padres cuando dicen: ‘¿No nos sacó Yahvé de Egipto?’. Pero ahora Yahvé nos ha abandonado, nos ha entregado en manos de Madián.” (6:13-14)

Perdón, Dios y Señor mío, digo yo ahora. ¿Dónde están las maravillas que tú llevaste a cabo en tu pueblo y en tu Iglesia y nos hicieron respetados en el mundo y fuertes y unidos entre nosotros? La Iglesia pierde credibilidad, aumenta la distancia entre lo que predica y lo que practica, faltan vocaciones religiosas y sacerdotales, se ignoran las doctrinas y se relativizan los valores, los jóvenes se alejan y la práctica religiosa disminuye, parecemos una empresa de funcionarios más que una familia de creyentes. Nos has abandonado, nos has entregado en manos de Madián.

Ese dolor lo siento porque amo a la Iglesia y veo debilitarse su vida ante mis ojos. Soy hijo del pueblo de Dios como lo era Gedeón, hijo de Joás de Abiezer, que ansiaba derribar los altares de Baal para volver a la unicidad del culto a Yahvé. Si no soy guerrero esforzado, procuro ser al menos testigo humilde y hablar mi dolor y señalar mi aflicción y contribuir con el débil sonido de mi voz a despertar y reforzar la conciencia cristiana que ha de crear convicción, alcanzar despachos y lograr atención. También esa es una manera de ganar batallas y continuar la historia de la salvación. Todos los que sentimos ese dolor testimoniamos con él nuestro amor a la Iglesia. Y nos consolamos, a veces sin resultados visibles, con el resumen de la historia de Gedeón en el libro de los Jueces: “Gedeón hizo mucho bien a Israel”.

Gracias al ángel que lo animó. Anímame a mí hoy.

Día 1
Os cuento

Las autobiografías nos enseñan mucho –que es por lo que yo las leo– y cuando un hijo (Jean Renoir) cuenta la vida de su padre (simplemente Renoir), el libro se convierte en autobiografía suya y biografía de su padre, con valor doble. Y además la cuenta con mucha gracia. Renoir fue genial como pintor, y no menos genial como persona. A mí me ha inspirado. Algunas pinceladas:

“Mi padre me confirmó la anécdota del crítico de arte que se paraba a su espalda cuando estaba pintando, lo observaba largo y tendido en sus bocetos, y le decía: ‘Es usted muy hábil y tiene muchas dotes, pero parece como si usted pintara sólo para pasarlo bien.’ ‘Por descontado –respondió mi padre– ¡Si no me lo pasara bien no pintaría!’.”
(Renoir, Mi Padre, Alba, Barcelona 2007, p. 103.)

“Cézzane había abandonado la esperanza de que se interesaran por él los entendidos. Seguía pintando y contando con ‘la posteridad, que esa sí que no se equivoca.’ Un día llegó radiante al estudio que mi padre compartía con Monet. Exclamó: ‘¡Le gusto a alguien!’ Cézzane volvía a pie de la estación de Saint-Lazare, de regreso de ‘la caza del tema’ en Saint-Nom-la-Brètèche, con el paraguas metido debajo del brazo. Un joven lo paró y le pidió que le enseñase el cuadro. Cézzane apoyó el cuadro contra la pared de una casa, bien a la sombra para evitar reflejos. El desconocido se deshizo en elogios, sobre todo al ver el verde de los árboles. ‘¡Se nota el fresco que dan!’ Y Cézzane, en el acto: ‘Si le gustan mis árboles, lléveselos.’ ‘No puedo pagarlos.’ Cézzane insistió y el aficionado se fue con el cuadro bajo el brazo, dejando al pintor tan dichoso como se sentía él. (111)

“Mi padre y sus amigos pintores estaban cayendo en la cuenta de que el mundo, bajo su aspecto más trivial, es una constante magia. ‘Dame un manzano en un jardín de los arrabales. ¡Me basta y me sobra! ¿Para qué quiero las cataratas del Niágara?’” (120)

“Cuando mi padre pintaba, lo que pintaba se apoderaba de él de forma tal que ya ni veía ni oía lo que sucedía a su alrededor. Un día Monet se quedó sin cigarrillos y le pidió algo que fumar. Como no le contestaba, le rebuscó en el bolsillo donde sabía que mi padre metía el paquete de tabaco. Al inclinarse, cosquilleó con la barba la mejilla de mi padre, que fijó una mirada ida en aquel rostro que tenía a escasos centímetros, sin asombrarse en absoluto. ‘Ah, eres tú’, y siguió con el movimiento del pincel que apenas había interrumpido. En el bosque de Fontainebleau pasaba otro tanto con los animales. Los ciervos y las corzas son tan curiosos como los humanos. Se habían acostumbrado a aquel visitante callado, casi inmóvil ante el caballete y cuyos ademanes parecían acariciar la superficie del lienzo. Durante mucho tiempo, mi padre no sospechó siquiera su presencia. Cuando retrocedía para valorar un efecto, había una desbandada. Fue un roce de pezuñas en el musgo, que acompañó una de esas retiradas, lo que le descubrió el comportamiento de aquellos animales. Los tenía pegados a la espalda.” (122)

“Un día exclamó: ‘¡También pintamos para el transeúnte desconocido que se detiene ante el escaparate de un marchante y siente dos minutos de placer al mirar uno de nuestros cuadros!’” (152)
[Sonrío. Renoir pintó para mí.]

“Otro compañero de las veladas de la calle de Saint-Georges era Lhote. Estaba empleado en la agencia Havas y fue a ver a mi padre porque le gustaba la pintura. Mi padre sintió una auténtica amistad por aquel hombre tan diferente de él. Lhote le correspondía con una gran devoción. Hicieron varios viajes juntos, uno de ellos a la isla de Jersey en Inglaterra, donde se quedaron varias semanas, uno pintando y el otro mirándolo pintar y tirando los tejos a las faldas que servían de ornato a la pequeña ciudad. Se alojaban en casa en un pastor inglés. Lhote era muy miope. Un día en que estaba requebrando a la hija del pastor, una linda rubia de dieciocho años, esta le propinó un empujón tan violento que se le cayeron las gafas y no pudo dar con ellas. Llegó a tientas a la habitación contigua para pedir auxilio a mi padre, que estaba tomando café con el pastor. La habitación era oscura y Lhote no veía ya nada de nada. El pastor se puso en pie para ayudarlo. Lhote tropezó con él y pensó que era la hija. Lo estrechó lánguidamente en sus brazos y empezó a besarlo apasionadamente creyendo que besaba a la hija. El buen hombre, pasmado, no podía sino repetir: ‘Please, please misterLhote, en Inglaterra no nos besamos entre hombres.’ Al día siguiente, la hija del pastor se llevó a Lhote hasta un rincón del jardín y le plantó un beso en la boca. ‘¿No le parece que resulta más agradable que con mi padre?’” (171)

“Mi padre descubría el mundo una y otra vez, en cada minuto de su existencia, cada vez que sus pulmones inhalaban una bocanada de aire fresco. Podía pintar cien veces a la misma muchacha, el mismo racimo de uvas; cada nuevo intento era para él una revelación maravillada. [A su hijo Jean, que escribe, lo pintó literalmente cientos de veces.] La mayoría de los adultos han dejado de descubrir el mundo. Creen que lo conocen y se limitan a las apariencias. Ahora bien las apariencias acaba uno de explorarlas enseguida. De ahí esa plaga de las sociedades modernas, el aburrimiento. Los niños sí que viven asombros renovados. Una expresión imprevista del rostro de la madre les sugiere la existencia de infinitos pensamientos misteriosos, de sensaciones inexplicables. A mi padre le gustaban tanto los niños porque compartía con ellos esa capacidad de apasionada curiosidad.” (189)

“Un día estaba yo intentando laboriosamente tocar a primera vista al piano una sonata de Mozart. Mi padre me interrumpió, preocupado. ‘¿De quién es eso?’ ‘De Mozart.’ ‘Me dejas más tranquilo. Me gusta, y por un momento temí que fuera de ese imbécil de Beethoven.’ Y al manifestarle yo mi asombro por el adjetivo, explicó: ‘Beethoven habla de sí mismo de forma indecente. No nos ahorra ni sus penas sentimentales ni sus malas digestiones. Y a mí me dan ganas de decirle: ‘¿A mí qué me importa que usted sea sordo?’.” (204)

“Mi padre contó en sus notas esta anécdota: ‘Le regalaron un cuadro de autor a uno de mis amigos, que estaba encantado de tener ese cuadro indiscutido en el salón y se lo enseñaba a todo el mundo. Un día viene a mi casa… estaba exultante de alegría. Me confesó ingenuamente que hasta aquella mañana no había comprendido por qué el cuadro era hermoso; que, hasta entonces, se había limitado a seguir a la gente y a admirar la firma. Mi amigo acababa de convertirse en alguien que disfrutaba.’” (225)

“Otro apunte: ‘Nunca dejé de pintar ni un día. O al menos, de dibujar. Hay que conservar la mano.’” (244)

“Otro: ‘Cuando ves a Velázquez, se te quitan las ganas de pintar. ¡Te das cuenta de que todo está ya dicho!’” (260)

“La idea de ir a dar a luz a una clínica les parecía bárbara a los franceses de entonces. El niño tenía que nacer rodeado de las sensaciones, de los olores, de los ruidos familiares. Su cerebro, maleable aún, tenía que adecuarse a los hábitos e incluso a los defectos y las supersticiones de los suyos. Una criatura que tomase contacto con el mundo a través de las frías ventajas de una clínica corría el riesgo de convertirse en un ser anónimo y de no heredar los dolores de cabeza de mamá o la afición a los viajes de papá. Mi padre era partidario de los nacimientos en casa porque las clínicas le parecían feas. ‘Abrir los ojos por primera vez y ver una pared blanqueada, ¡qué desastre!’” (263)

“Nunca me castigó por haberme portado mal mientras posaba para un cuadro. ¡Y eso que Dios sabe que me porté fatal muchísimas veces! Decía: ‘Le cogería manía a venir al estudio. ¡Sobre todo no le digáis nada!’ Cuando había sido muy bueno, y mi padre, merced a esa docilidad, había adelantado mucho en el cuadro, no quería que me premiaran. Aborrecía la idea de convertir la vida de un niño en una constante competición para conseguir premios al mérito. No quería que me dieran dinero por haber hecho una tarea. Hacer un favor con la esperanza de recibir un salario le parecía infame. ‘Siempre se enteran demasiado pronto de que el dinero existe.’ Habría querido que no nos cupiera en la cabeza la posibilidad de que algunas cosas como la ayuda al prójimo, la amistad, el amor, pudieran venderse. Más adelante, en el internado, movido por el ejemplo de mis compañeros que ‘comerciaban’, le vendí un lápiz a uno de ellos. Todo ufano, pues me había parecido entender que por esa ley se regía este mundo, alardeé de ello en casa. Para mayor sorpresa mía, me libré de milagro de una azotaina. Tuve que devolver el dinero al comprador e incuso regalarle una pistola que me acababa de regalar a mí mi padrino Georges. Ese temor de nuestros padres a vernos convertidos en ‘comerciantes’, sumado al conocimiento que teníamos de las generosidades y de las frugalidades de nuestro padre, nos inculcó a mis hermanos y a mí una noción definitiva de la relatividad de los valores basados en el dinero.” (380)

“Otra diferencia que me distanciaba de mis condiscípulos era su actitud en lo relacionado con las cuestiones sexuales. Ver fotografías en que aparecieran mujeres desnudas los sumía en un estado de excitación que yo no conseguía entender. Se las prestaban a escondidas y se encerraban en el retrete para contemplarlas durante mucho rato. Algunos se masturbaban ferozmente ante esas representaciones de un paraíso muy terrestre, pero aún lejano. Los curas aumentaban el interés de esas estampas al rebuscarlas, confiscarlas y castigar a los poseedores. Yo no sabía qué pensar. Desde que nací había estado viendo a mi padre pintar a mujeres desnudas, y esa desnudez era para mí un estado natural. Mi indiferencia me valió una reputación de estar de vuelta de todo, totalmente inmerecida ya que para mí en aquello no había misterio. Supe desde muy pequeño que los niños no nacían en las coles. Y era de una inocencia pasmosa.” (400)

“Mi padre sabía que la corrupción es inherente al poder; o, peor aún, la estupidez. Desde que tengo memoria, mi padre vivió apartado no solo de cuanto era oficial, sino de cuanto estaba organizado. Admitía que existieran gobiernos, compañías de ferrocarriles, periódicos y la Academia de Bellas Artes. También admitía que lloviera. Pero, salvo cuando la lluvia le caía encima, prefería olvidarse de que existía, como se olvidaba del reuma cuando no lo hacía gritar de dolor. En cuanto había un comité y unos señores de cuello postizo discutiendo alrededor de un tapete verde, mi padre ya no creía en ese invento.” (404)

“Cuanto más intolerable era el sufrimiento de sus últimos días, más pintaba mi padre. Las noches eran espantosas. Estaba tan flaco que el menor roce de la sábana lo llagaba. Con la excepción del pincel, no podía sujetar ya casi nada con las manos. ‘No puedo ni rascarme.’ Seguía pintando en silla de ruedas. Le teníamos que alcanzar los pinceles. ‘Ese… no… ese otro…’. Llegó a pintar con el pincel atado al brazo. Alargaba el brazo y humedecía el pincel en la esencia de trementina. Hacer ese gesto le dolía. Esperaba unos segundos, como si se estuviera preguntando: ‘¿No será demasiado trabajoso? ¿Por qué no renunciar?’ Una ojeada al tema le devolvía el coraje. Sonreía y nos guiñaba un ojo para tomarnos por testigos de la complicidad que acababa de crear entre esa hierba, esos olivos y ese modelo y su propia persona. Al cabo de un instante, canturreaba mientras pintaba. Empezaba para él un día dichoso, tan maravilloso como el anterior o como el siguiente.” (437)

“Ya no salía del dormitorio por una infección pulmonar. Pidió la caja de colores y los pinceles y pintó unas anémonas que fue a coger Nénette, nuestra encantadora criada. Durante varias horas, se identificó con esas flores y olvidó sus dolencias. Luego hizo una seña para que le quitasen el pincel y dijo: ‘Me parece que estoy empezando a entender algo.’ Murió durante la noche.” (439)

Me contáis

Jorge M. Alemán me envía este decálogo para viejos. Le he contestado que yo sí que me “autollamo” viejo, porque lo soy y a mucha honra y no me apetece llamarme joven visto lo que son los jóvenes de hoy… con perdón y cariño por todos ellos. Me alegra tener más de ochenta años. Tiene sus ventajas. (1) Puedes ya morirte cuando quieras. (2) Cuando te proponen algo que no te gusta puedes contestar, “¡Dejadme en paz! ¡Tengo ochenta años!” (3) Puedes hablar con mayor libertad sin comprometer tu futuro. La vida comienza a los ochenta.

Decálogo para una vejez digna y feliz

1.- Cuidarás tu presentación todos los días. Viste bien, muéstrate pulcro, arréglate como si fueras a una fiesta… ¡Qué mas fiesta que la Vida!

2.- No te encerrarás en tu casa ni en tu habitación. Nada de jugar al enclaustrado ni al preso voluntario. Saldrás a la calle y de paseo al campo.

3.- Amarás al ejercicio físico como a ti mismo. Un rato de gimnasio, una caminata tan vigorosa como puedas dentro o fuera de casa. Contra inercia… ¡diligencia! Nunca camines mirando al suelo ni a pequeños pasos.

4.- Evitarás actividades y gestos de viejo derrumbado. La cabeza gacha, la espalda encorvada, los pies arrastrándose, el vestido manchado. ¡NO! Que la gente te diga un piropo cuando pasas.

5.- NUNCA te creas más viejo y más enfermo de lo que en realidad estás. Te harán el vacío. Nadie quiere estar oyendo historias de achaques, enfermedades u hospitales. Deja de autollamarte viejo y considerarte enfermo… ¡Toma tan pocas medicinas como puedas y medícate de Vida!

6.- Cultivarás el optimismo sobre todas las cosas. Al mal tiempo buena cara. Sé positivo en los juicios, de buen humor en las palabras, risueño de rostro, amable en los ademanes. Se tiene la edad que se ejerce. La vejez no es una cuestión de años, sino un estado de ánimo.

7.- Tratarás de ser útil a ti mismo y a los demás. Hazte necesario. No eres un parásito ni una rama desgajada voluntariamente del árbol de la vida. Bástate por ti mismo hasta donde sea posible y ayuda a otros. Ayuda con tu ejemplo, con tu alegría, con una sonrisa, con un consejo, con un servicio.

8.- Trabajarás con tus manos y con tu mente. El trabajo es la terapia infalible contra el tedio de la vida. Cualquier actitud laboral, intelectual o artística son medicinas para todos los males, ¡la bendición del trabajo! Cuando termines una actividad, ten preparada otra, así siempre estarás entretenido, creciendo y adquiriendo más sabiduría.

9.- Mantendrás vivas y cordiales las relaciones humanas. Desde luego primero las que anidan dentro del hogar, integrándote a todos los miembros de la familia. Ahí tienes la oportunidad de convivir con todas las edades, niños, jóvenes, y adultos, el perfecto muestrario de la vida. Luego escucharás el corazón a los amigos, con tal de que los amigos no sean exclusivamente viejos como tú… ¡HUYE DE LOS BAZARES DE ANTIGÜEDADES!

10.- No pensarás que todo tiempo pasado fue mejor. Deja de estar condenando a tu mundo y maldiciendo tu momento. ¡Alégrate de haber llegado a la edad que tienes y sé feliz!

Salmo

Salmo 12 – ¿Hasta cuándo, Señor?
“¿Hasta cuándo…, hasta cuándo…, hasta cuándo?”

El grito repetido del alma en espera. ¿Cuánto tiempo me queda, cuánto he de esperar, cuánto tardará? ¿Cuánto me costará aprender a orar, dominar mi genio, llegar a la madurez, conseguir la paz?

He empleado ya tantos años, tantos esfuerzos; he hecho tantos propósitos y malgastado tantas gracias; he dejado pasar tantas ocasiones y retrocedido tantas veces… que te explicarás por qué me impaciento y pregunto y vuelvo a preguntar:

“¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?”

Sueño con una fecha futura, con un salto adelante, con una victoria decisiva. He oído hablar de “conversión”, “segunda conversión”, “iluminación”, “liberación”, “samadhi”, “satori”, que son palabras que los humanos usamos para describir la experiencia de encontrarte a ti o encontrarse a sí mismo, el paso definitivo que libera al hombre en la tierra, le hace abrir su alma a ti y sus brazos al mundo entero, y lo consagra en amor y libertad como ser humano realizado en su esperanza y en su fe.

Sé que hay un momento de gracia en la vida de la persona, en que el cielo se abre y se oye una voz y las alas de una paloma se agitan en el aire, y la vida cambia por entero, se abre una visión nueva y se avanza para siempre con el poder del Espíritu. Lo sé, pero no lo he sentido. Todavía estoy haciendo cola a orillas del Jordán.

“¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?”

Y entonces escucho tu respuesta: ¿Para qué preguntas que hasta cuándo? ¿No caes en la cuenta de que ya estoy contigo, de que mañana es hoy, el futuro es ahora, mi gracia está en ti, el mundo está ya redimido y mi Reino ha llegado? La gracia es la gloria, y la lucha es la victoria. No sueñes con días por venir, disfruta el amanecer de hoy. Aprecia lo que posees  y trabaja con lo que tienes. Ya eres libre: Muéstratelo a ti mismo y al mundo, y habrás hecho tu contribución a la libertad de la raza humana. Aprende el secreto; conseguir la liberación es saber que ya eres libre. Mi Hijo ha muerto por tu libertad, y yo he aceptado su muerte al levantarlo de entre los muertos. Si crees en su muerte y su resurrección, crees en tu propia liberación; proclama tu fe mostrándola en tu vida.

¡Creo, Señor! Creo que he recibido el Espíritu Santo y poseo sus dones. Me esfuerzo ahora por combinar en mi vida los dos movimientos vitales de poseer y esperar, pedir y recibir, darle las gracias al Espíritu por estar ya en mí, y seguir pidiendo a diario; “Ven, Espíritu Santo”; apreciar lo que tengo y esperar tener más; vivir el presente y abrazar el futuro; regocijarme en la plenitud que ya poseo y entrever la nueva plenitud que aún he de recibir; combinar el cielo y la tierra, la promesa y el cumplimiento, el tiempo y la eternidad. Feliz combinar que forma mi vida.

Tú me entiendes bien, Señor, y entiendes este doble movimiento en mi alma, el anhelar y el descansar, la sed y la satisfacción, la impaciencia y la felicidad. Tú eres, Señor, quien acusa los dos movimientos; tú quieres que pida y que dé gracias, que me sienta feliz con lo que tengo y que aprenda a pedir más, que viva en satisfacción y en esperanza. A las dos corrientes me entrego, Señor, bajo tu inspiración y con tu gracia.

Esa es la lección viva que aprendo en este Salmo que comienza por quejarse, “¿Hasta cuándo?”, y acaba proclamando:

“Yo confío en tu misericordia;
alegra mi corazón con tu auxilio,
y cantaré al Señor
por el bien que me ha hecho”.

Así lo haré, Señor, de todo corazón.
Meditación

El Ángel y su nombre

“Manoaj dijo entonces al ángel de Yahvé: ‘¿Cuál es tu nombre para que, cuando se cumpla tu palabra, te podamos honrar?’ El ángel de Yahvé le respondió: ‘¿Por qué me preguntas mi nombre? Es misterioso.’” (Jueces 13:17-18)

Saber el nombre de alguien es ejercer algún poder sobre él. El nombre revela la persona, la identidad, el linaje. Y cuanto más nos adentramos en el misterio del ser y nos acercamos a Dios, fuente de todo ser, más escasos se hacen los nombres. El silencio de la palabra acompaña al misterio de la fe.

Los ángeles no revelan sus nombres. Solo lo hacen Rafael y Gabriel al presentar sus credenciales necesarias en embajada oficial. Los demás ángeles se callan, y haremos bien en respetar su silencio. Yo entiendo que el respeto a mi ángel es condición para la intimidad. Familiaridad sí, y confianza y cercanía de todos modos; pero también respeto y distancia y misterio. Nunca le pregunto su nombre. Estudio delicadamente tratados teológicos sobre ángeles, enciendo la imaginación y dibujo perfiles en mi mente; pero no invento caprichos ni aireo fantasías ni aliento ligerezas. Y siento pena cuando veo que otros lo hacen. La amistad con los ángeles no se fuerza con métodos y sistemas de aproximación programada, sino con respeto y dignidad y espera. La confianza de un ángel no se gana con preguntarle el nombre sino con tener la educación de no preguntárselo. El nombre guarda el misterio.

Querer saberlo todo puede ser el camino de no llegar a saber nada. La curiosidad inicial nos abre al conocimiento, mientras que la curiosidad entrometida nos cierra sus puertas. El mundo del espíritu es celoso de su misterio. Los ángeles nos comunican lo necesario, y guardan en el secreto los detalles de sus vidas y las listas de sus nombres. No hay directorio angélico de distribución multicopiada. Ignoramos más de lo  que sabemos porque lo que sabemos es necesario para nuestro adelanto, y lo que ignoramos es igualmente necesario para nuestra humildad. Sepamos guardar el equilibrio.

Por eso el ángel de Yahvé no revela su nombre a Manóaj, y solo le añade una explicación: “Es misterioso.” El encanto del ángel está en su misterio. Me fascina porque nunca acabo de conocerlo. Siempre guarda la sorpresa, la novedad el rasgo oculto, la salida inesperada. Eso hace de cada visita una alegría y de cada encuentro una aventura. Nunca sé cómo acabará lo que él empieza, y eso da emoción a sus intervenciones. Respetar los misterios del cielo es la mejor manera de comenzar a percibirlos desde la tierra.

 

Día 15
Os cuento

La mitad

El periódico de hoy trae titulares: “El nuevo bachillerato permitirá pasar de curso con la mitad de las materias suspensas.” Otro periódico editorializa: “El gobierno se lo pone fácil a los muchachos.” Otro: “Graduados a medias.”

Cuando yo enseñaba matemáticas en la universidad en la India les ponía de cuando en cuando a mis alumnos un problema para que lo resolvieran allí mismo en clase cada uno por su cuenta y lo comentáramos. Les preguntaba: “¿Lo queréis fácil o difícil?” Me contestaban a una voz; “¡Difícil!” Y solo desde atrás del aula se oía a algún rezagado que murmuraba por lo bajo: “Fácil.” Los muchachos y muchachas lo querían difícil. Yo también.

Cuando me examiné de la reválida de 7º a los 17 años en la universidad de Oviedo, el profesor en el examen oral de matemáticas me hizo una sola pregunta: “El binomio ‘a menos b’ elevado al cubo.” Es pregunta de párvulos. Cuando al examen se llevaba ya el cálculo diferencial e integral que yo había preparado con esmero, resultaba ridículo insultar a la pizarra con esa elemental expansión algebraica. Le dije tímido: “Señor, sé más.” “Anda, vete” respondió el profesor, “ya has aprobado.” Pero yo no quería un aprobado. Quería un sobresaliente.

Esta mañana al pasear me he cruzado con una madre y dos hijos de camino al colegio. La madre arrastraba los dos maletines con ruedas de los libros y cuadernos escolares de sus hijos, uno con cada mano, lo que le resultaba un poco incómodo por el tráfico infantil mañanero y más aún porque al ser los maletines para niños tienen las alargaderas de las asas a su medida con lo que la buena mujer, que era algo alta, tenía que andar encorvada al arrastrarlos. Los dos chicos saltaban y correteaban libres y alegres por delante. Lo sentí por la madre. Y más aún por los hijos.

Son varias y complejas las causas por las que los jóvenes de hoy no responden a las mejores expectativas de quienes los queremos de veras. Una de ellas es que no les exigimos.

¿Harán lo mismo los gobiernos más adelante con las carreras, con la carrera de ingeniero, de abogado, de medicina? ¿Podrán graduarse algún día los médicos con la mitad de las asignaturas suspensas? Dentro de pocos años, antes de pasarse por el quirófano habrá que preguntarle al joven cirujano qué operaciones se dejó suspendidas en la carrera. Por si acaso.

El primer mandamiento

Cecil B. de Mille, célebre por su película Los Diez Mandamientos, tituló su autobiografía “Mis Diez Mandamientos” (Ediciones JC, Madrid 2005), y en ella cuenta este episodio (p. 41).

“En aquella misma iglesia tuve una de las experiencias más memorables de mi vida. Aún no teníamos párroco permanente y no sé cómo lograron encontrar uno para los oficios de Semana Santa. El caso es que apareció por allí un hombre alto, de barba roja, cuyo nombre nunca supe. Un día por la mañana temprano me vi solo en la iglesia antes de comenzar el oficio. Los feligreses no debían apreciar mucho los servicios del pastor, porque no acudieron. La iglesia me parecía enorme. Me senté y esperé. A la hora en punto salió el ministro de la barba roja y subió al altar, conduciéndose como si el templo estuviera abarrotado. En el momento de la colecta me sentí mal. Llevaba sólo un penique y no sabía cómo hacerlo llegar a la bandeja. Él se hizo cargo. Antes del ofertorio, se acercó al primer banco y depositó gravemente la bandeja de la colecta. Me acerqué y eché mi moneda. El sacerdote la recogió y, de vuelta en el altar, alzó mi ofrenda solemnemente, como si fuera de oro. Al terminar los oficios se marchó y yo volví a casa.

¿Por qué se grabó aquello en mi memoria durante tantos años? No fue solo el tacto con el que aquel párroco trató a un niño. Podía haber dicho: “Vuelve a casa, pequeño, hoy no hay culto”. Tampoco fue la importancia que dio a mi ofrenda. Lo que me impresionó fue ver la fe viva de aquel hombre. No oficiaba la ceremonia por mí, ni por él. Cada movimiento, cada gesto, lo realizaba ante Aquel cuya presencia sabía más real que la mía o la suya propia. Creo que habría hecho lo mismo de no estar yo, si se hubiera encontrado a solas con su Dios. La conducta de aquel sacerdote grabó para siempre en mi alma joven la conciencia de la compañía de Dios.”

Paradojas orientales

Algunas citas del libro “Silencioso Tao” (The Tao is Silent) de Raymond M. Smullyan (La Liebre de Marzo, Barcelona 2002), que a mí me divierten.

Discípulo: “Maestro, ¿qué es el Tao?”
Maestro: “Te lo diré cuando te hayas bebido de un trago las aguas del Río del Oeste.”
Discípulo: “Ya las he bebido.”
Maestro: “Entonces, ya te he contestado.”
(p. 5)

Supongamos que dos personas, una un buen músico y la otra con muy mal oído y ninguna formación musical, están oyendo una misma pieza de música clásica. Los dos oyen lo mismo, pero uno disfruta enormemente mientras el otro se aburre. ¿No ocurre lo mismo con la vida? Hay que tener buen oído. Para encontrarle sentido a la vida.
(20)

El Tao no manda. No hay que “obedecerle”. Hay que “estar en armonía” con él. No hay sumisión por un lado ni rebeldía por otro. Sencillamente se fluye con él.
(40)

En los orificios de la nariz del Gran Buda
anidan un par de golondrinas.
No quemes incienso. (Issa)
(51)

Sobre la campana del templo
duerme una mariposa.
No toques la campana. (Buson)
(52)

El Tao no tiene propósito,
y por ello cumple de modo admirable
todos sus propósitos.
(57)

Me contáis

Sabía que me lo ibais a preguntar. El limbo. Y me alegro me lo preguntéis porque el reciente decreto del papa suprimiendo el limbo es causa de gran alegría, y por más de una razón. Ante todo nos alegra que los niños no bautizados puedan ir al cielo, en vez de pasarse la eternidad en el limbo que era “un estado de felicidad natural pero sin la visión de Dios”, una especie de Kindergarten por toda la eternidad. Un poco aburrido.

Y nos alegra también porque esto demuestra la vitalidad de la Iglesia y su capacidad de crecimiento y de cambio. El limbo no era dogma de fe, y por eso ha podido suprimirse, pero sí era doctrina cristiana muy antigua y general y repetida, y sin embargo la Iglesia muy oportunamente la ha cambiado. San Agustín y Santo Tomás, el Concilio de Florencia y el de Trento, innumerables documentos del magisterio, y hasta el Catecismo de nuestra Primera Comunión afirmaban la necesidad del limbo ya que el bautismo era esencial para entrar en el cielo. Los niños muertos sin bautizar no iban al infierno porque no tenían pecado personal, pero no podían entrar en el cielo por el pecado original que solo se quita con el bautismo. Por eso se creó el limbo. Y fue doctrina obligatoria para todos los católicos hasta nuestros tiempos. Cuando yo estudiaba teología en el seminario, los libros de texto decían de la doctrina del limbo, “non est de fide sed proxima fidei”, es decir, “no es de fe, pero es próxima a la fe”.

La misma palabra “limbo” pasó a todas las lenguas europeas en su sentido literal de condición eterna que no era ni cielo ni infierno (“limbo” en latín quiere decir “límite”, terreno neutral entre cielo e infierno), y en su sentido figurado de “estar en el limbo” que significa no enterarse de nada; y este hecho lingüístico es testimonio de la antigüedad, continuidad, y seriedad de la enseñanza del magisterio de la Iglesia sobre el limbo a través de los siglos. A pesar de eso, el papa ha cambiado ahora esa enseñanza, lo cual demuestra que es un gran papa y un gran teólogo, y ha tenido la claridad y la valentía de hacer un cambio importante en las enseñanzas tradicionales. Eso nos anima y alegra. La Iglesia ha demostrado su vitalidad.

Un amigo mío musulmán me decía que los cristianos tenemos suerte de tener papa, ya que un papa puede hacer cambios y todos los católicos le obedecemos. Los musulmanes no tienen una autoridad central que pudiera interpretar el Corán según los tiempos, y eso puede crearles dificultades, según me decía él y creo que todos entendemos. Apreciemos, pues, lo que tenemos. Por eso he dicho que esta noticia no es un episodio sin importancia, sino una causa de profunda alegría. Se pueden dar cambios.

Salmo

Salmo 13 – “¡Héme aquí, Señor!”
“El Señor observa desde el cielo a los hijos de Adán,
para ver si hay alguno sensato que busque a Dios.
Todos se extravían igualmente obstinados,
No hay uno que obre bien, ni uno solo.”

Me siento movido, Señor, por esa imagen tuya en que miras desde el cielo a los hombres que has creado, y no encuentras ni uno solo que te busque de corazón. Adivino tu desilusión y tu tristeza. Parece que andas buscando a alguien de quien puedas fiarte, alguien a quien puedas llamar para encargarle tu trabajo entre los hombres. La humanidad sigue desvariada sin ti, y tú quieres tener al menos algunos hombres que te sirvan de mensajeros, de profetas, de agentes de tu gracia que recuerden a los hombres que los amas, que repitan tus promesas y proclamen tu ley. Andas mirando por toda la tierra, y no encuentras a nadie.

Una vez dijiste en voz alta cerca de donde pudiera oírte Isaías: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de mi parte?” Y él contestó espontáneamente: “Aquí estoy, Señor; envíame.” Y tú al instante le diste la orden, “Ve y dile a mi pueblo…”

Yo no soy Isaías, Señor; pero yo te amo, siento celo por tu gloria, y ahora acabo de oír tus palabras. Las tomo como una invitación personal que me haces a mí, doy un paso al frente y me ofrezco al trabajo. “Aquí estoy, Señor; envíame.” Yo no soy digno, no puedo hacer mucho, no valgo para nada; pero tú buscas voluntarios, y yo me apunto. Tu poder suplirá mi pequeñez.

Tú has mirado hacia abajo desde el cielo, y yo he mirado hacia arriba desde la tierra: y nuestros ojos se han encontrado. Feliz momento en mi vida mortal. Mi misión ha comenzado.

“¡Héme aquí, Señor!”

Meditación

Ángeles en disfraz

“Al desaparecer el ángel de Yahvé de la vista de Manóaj y su mujer, Manóaj se dio cuenta de que era el ángel de Yahvé.” (Jueces 13:21)

A veces me cuesta caer en la cuenta de que es el ángel de Dios quien me ha visitado. Viene envuelto en las circunstancias de la vida diaria y me cuesta reconocerlo. Se disfraza de otras personas que me aconsejan y me animan, de libros que leo y palabras que escucho, de una oportunidad o una ocasión, de un estado de ánimo o de un sueño profético, de una crisis o una enfermedad, de un santo deseo que nace en mi alma sin saber yo cómo o de una luz que me llena de repente por dentro y por fuera y me hace ver clara la vida y evidente la fe y ardiente en mí el amor hacia todos y hacia todo lo que Dios ha hecho desde el principio del mundo y para siempre. Mi ángel está allí en el perfume de una flor y en la magia de un atardecer, en el rostro de un niño y en la sonrisa de un espejo, en un rincón de silencio y en medio de la marea humana que me lleva en su seno por la ciudad de hoy. Mi ángel me espera en cada noticia que leo y en cada acontecimiento que llega al mundo y a mi vida en él. Pero a veces me cuesta reconocerlo, me pierdo su presencia y no caigo en la cuenta de que era él hasta que se ha marchado.

Mi ángel tiene tantos rostros como personas me encuentro en el día, tantos mensajes como palabras llegan a mis oídos, tantos gestos como manos estrechan la mía, tantos colores como lleva en su firma el arco iris. No quiere llamar la atención con alas y plumas, y confía en que yo sabré adivinar su presencia en los rasgos del día y los encuentros de la vida. Me voy acostumbrando a su presencia anónima y ferviente. Adivino ya su paso fugaz, su inspiración súbita, su aliento en la oración, su compañía al caminar. Y, aun cuando se me haya escapado su visita, comienzo a darme cuenta en seguida al marcharse él y notar la estela de amor y alegría y bienestar que deja al despedirse.

La visita del ángel del Señor nunca es en vano. Aunque Manóaj y su mujer no lo reconocieron, tuvieron un hijo después de la visita del ángel, a pesar de que se consideraban estériles. Y llamaron al niño Sansón. Nada menos.

Día 1
Os cuento

[Veo os gustó lo de Renoir hace un mes (mayo 1), y me animo a añadir otros episodios de la misma biografía del pintor por su hijo, Jean Renoir.]

Mi tía Blanche tenía pasión por las subastas y por las oportunidades. Un día volvió a casa llevando tras de sí a un mozo cargado con cincuenta paraguas. Era una oportunidad, diez céntimos por paraguas, no pudo resistirse. (p. 76)

Volviendo a las mujeres, mi padre también sabía los defectos que tenían. Algo que lo irritaba era que se sometieran a la moda. El principio del culto a la cintura delgada coincidió con la entrada de mi padre en la vida [¡¡¡Renoir nació en 1894!!!]. Seguramente su hermana le pedía que la ayudara a apretarse los cordones del corsé. Para conseguir un buen resultado había que poner la rodilla a la altura de las nalgas de la víctima, que, así afianzada, podía brindar resistencia a la tracción de los cordones de los que tiraba con ambas manos y con todas sus fuerzas el marido o el amante. A Renoir le sublevaba ese suplicio. Decía: “Se les juntan poco a poco las costillas y se van deformando. ¡Y cuando están embarazadas…! Las compadezco. ¡Y todo para que se hagan ricos los fabricantes de corsés que donde deberían estar es en la cárcel!” También lo irritaban los zapatos demasiado estrechos y los tacones altos, pero lo que más le irritaba era el peinado. “¡En vez de dejarse el pelo en paz, lo retuercen, lo martirizan, lo queman, se rizan como corderos o se disfrazan de sauces llorones!” Dejó de salir con una joven porque se pasaba el día retocándose los rizos de encima de la frente. De lo que se trataba era de conseguir una onda cuyo acierto había que medir al milímetro. En cuando la muchacha movía la cabeza, se perdía ese milímetro y ella volvía a enredar en el mechón. “¡La habría matado!” (86) [Esto era hace un siglo. La moda sigue.]

Algunos dichos suyos:
“Sepárate de tu mujer con frecuencia, pero durante poco tiempo. Tras una ausencia corta, te agrada volver a verla. Tras una ausencia larga, corres el riesgo de que te parezca fea; y ella, el de que le parezcas feo. Los que envejecen juntos dejan de verse. El amor es muchas cosas, y no soy lo bastante avispado para explicarlas, pero es también la costumbre.” (82)

“El célebre cuadro El Angelus de Millet ha hecho más daño a la religión con su melosidad cursi que todos los discursos de los partidarios de la Comuna.” (115)

“El ‘típico color local’ es siempre un invento de los forasteros.” (115)

“Somos los corderos de la leyenda. Panurge, durante un viaje en barco, tras una pelea con el pastor Dindeneault, para vengarse, le compra un cordero que tira al mar. Acto seguido todo el rebaño se arroja al agua en pos del compañero. El pastor, aferrado a su último cordero, cae también al mar y se ahoga. Eso hacemos todos, sobre todo los pintores.” (141)

“Los negros tienen suerte. Todavía saben caminar. ¡Otelo debía de ser maravilloso!” (181)

“En Londres no había niebla hasta que Turner la pintó.” (203)

“Aline (mi madre) pisa la hierba sin hacerle daño”. (202)

“¿Puede haber algo más triste que los alrededores modernos de París? Pero desde que existen Utrillo y los honrados pintores dominicales sabemos que de esas calles tan desangeladas se desprende una poesía innegable.” (206)

“Los cuadros no son para llevarlos de un lado para otro, y hay que verlos bajo la capa del cielo que albergó a sus autores.” (207)

“En Argelia descubrí el blanco. Todo es blanco, las chilabas, las paredes, los minaretes, la carretera. Y encima de ese blanco, el verde de los naranjos y el gris de las higueras.” Se deshacía en elogios acerca de los andares y el atuendo de las mujeres, “lo bastante astutas para saber el valor del misterio. En un rostro velado, unos ojos entrevistos se vuelven admirables.” (220)

Mi padre nunca viajaba solo y viajaba en tercera. No era tacaño, pero era muy sobrio y austero. Quienes viajan en tercera suelen ser rumbosos. Rivalizaban en ofrecer a mi padre que compartiera con ellos “la cesta” que todos llevaban consigo. Una buena mujer le decía, mirando compasivamente el bocadillo que se había sacado del bolsillo: “¿Solo va usted a almorzar eso? ¡No me extraña que esté tan flaco!” Algunos salían de viaje tan abastecidos como si fueran a dar la vuelta al mundo. Según iban pasando los kilómetros, mi padre pasaba de la tarta de col y queso borgoñona al estofado provenzal, de los vinillos nuevos de Côte d’Or a los rosados generosos de las orillas del Ródano, todo ello acompañado de comentarios acerca de la cosecha, los problemas familiares, los impuestos, la guerra de Tonkín y el suplicio del corsé “cuando una no tiene costumbre”. Tras los primeros bocados podía suceder que una rolliza granjera no aguantase más, se disculpara, se desabrochase el jubón y le pidiera a una vecina que le aflojase los cordones por la espalda. Así liberadas, las carnes podían expandirse a sus anchas y la empanada de liebre sabía por fin a lo que tenía que saber. (210)

Mi padre admitía, en el mundo moderno, la necesidad del reparto de trabajo entre diversos especialistas, pero no lo aceptaba para él. Si te duelen los pies, llamas al pedicuro; si te duelen las muelas, vas al dentista; ¿qué estás tristón?, le cuentas tus intimidades a un psicoanalista. En las fábricas, un obrero atornilla unos pernos, otro regula los carburadores; hay agricultores que cultivan manzanas, solo manzanas; y otros siembran trigo, solo trigo. El rendimiento es espléndido. Millones de carburadores, quintales de trigo, las manzanas son del tamaño de los melones. Se suplen las virtudes nutritivas que se han perdido con ese gigantismo tomando las vitaminas adecuadas. Y todo va como una seda. Los hombres comen más, van más al cine, se emborrachan más veces. Aumenta la duración de la vida humana y las mujeres paren sin dolor. La obra toda de mi padre, repleta de vitaminas naturales, fue un grito de protesta contra ese sistema; y su vida también lo era. El mundo de Renoir, como pintor y como persona, es una totalidad. El rojo de las amapolas determina la actitud de la muchacha de la sombrilla. El azul del cielo se apoya fraternalmente en la pelliza del joven pastor. Sus cuadros son una demostración de igualdad. Los fondos tienen tanta importancia como los primeros planos. No son flores, rostros, montañas situados unos junto a otros. Es un conjunto de elementos que forman una unidad y los amalgama un amor más fuerte que las diferencias que puedan tener. La flor del tilo y la abeja que se embriaga con ella bogan por la misma corriente que la sangre que circula bajo la piel de la joven sentada en la hierba. El mundo es una unidad. Ese tilo, esas abejas, esa joven, esa luz y Renoir forman parte de él por igual. (230)

Un día llegó un oficial retirado con un renoir falso debajo del brazo y una sonrisa de desarmante honradez. “Señor Renoir, acabo de comprar este cuadro suyo. ¡Pero resulta que no está firmado! ¿Puede usted firmármelo?” El cuadro era una falsificación que saltaba ala vista. Mi padre le dijo: “Déjemelo. Voy a hacerle unos retoques.” Pintó todo el cuadro de nuevo y lo firmó. Solo le faltó comprarle un marco al estafador, que se fue con una pequeña fortuna debajo del brazo. (364)

Cuando me pintaba a mí, y el cuadro que estaba pintando requería cierta inmovilidad, empezaban los problemas porque yo me movía mucho. Entonces me leían los cuentos de Andersen con los que mi padre disfrutaba tanto como yo. El que más nos gustaba era La sopa de morcilla. Nos lo sabíamos de memoria. Al final, cuando la ratoncita explicaba al rey que si no quería casarse con ella tenía que meter el rabo tres veces en la sopa hirviendo, y el rey se casa con ella para ahorrarse esa prueba, mi padre guiñaba un ojo y le iluminaba el rostro un regocijo malicioso. Dejaba de pintar y pedía un cigarrillo. Nos embargaba a todos una tierna emoción. Era un gran placer. (379)

Los ballets rusos tenían a París trastornado. Una noche, los Edwards, nuestros amigos que se habían quedado a cenar, propusieron llevarnos a todos al ballet. Mi padre estaba en pleno ataque de reuma y andaba con dificultad. Pero se dejó tentar. Mi madre se arregló en un abrir y cerrar de ojos. Mi padre seguía con la ropa de trabajo, chaqueta de cuello cerrado, camisa de franela, corbata azul con lunares blancos, y con la gorra, que llevaba siempre calada por temor a que el frío le diera neuralgias. Mi madre quería que se pusiera el frac. El esfuerzo le pareció excesivo y salió tal y como estaba. Al llegar al teatro, Edwards lo cogió en brazos y lo subió al palco ante la mirada estupefacta de los espectadores. La sala era espléndida. El público, que acudía a aplaudir o a silbar esos ballets que iban a revolucionar el arte del espectáculo, hacía gala de un lujo que iba más allá de lo imaginable. Nunca en la vida he vuelto a ver nada que se le pareciera. Los fracs negros de los hombres, de pie detrás de las mujeres, hacían que destacase más el esplendor de éstas. Era como un gigantesco ramillete de hombros desnudos que brotaban de sedas de colores claros. Sobre esa carne, los destellos blancos de los diamantes, los resplandores bárbaros de los rubíes, el frío reflejo de las esmeraldas, la suavidad de las perlas que acariciaban los pechos, prestaban a esas mujeres y, de rebote, a toda la asistencia, una a modo de nobleza, transitoria quizá, pero evidente. No eran criaturas de carne y de sangre, sino los personajes de un cuadro. Toda aquella gente tenía los prismáticos apuntados hacia mi padre, que ni se daba cuenta. Mi madre sonreía divertida: “¡Vaya espectáculo estamos dando! ¡Una chaqueta manchada de pintura y una gorra de ciclista!” Cuando vimos El pájaro de fuego con Nijinski cruzando el escenario de un salto, mi padre exclamó: “¡Como una pantera!” (389)

Los Bernheim, al ver que mi padre empeoraba, le convencieron a ir a ver a un gran especialista. Era en verdad un gran médico. Prometió que en unas semanas devolvería al paralítico el uso de las piernas. Mi padre sonrió, no como un incrédulo, sino como un filósofo. Sabía el resultado de antemano. Pero era un sueño, y prometió seguir ciegamente las prescripciones del médico. Al cabo de un mes se sentía mucho mejor. El médico vino al estudio donde estaba pintado sentado ante el caballete y le anunció que había llegado el momento de poder andar. Tomó a mi padre por los hombros y lo alzó del sillón. Se puso de pie por primera vez en dos años. Veía las cosas desde el mismo nivel que todos. Miraba alrededor con gran satisfacción. El médico lo soltó. Dio un paso por sí solo. Otro. Penosamente. Dio la vuelta al caballete y regresó a su silla de inválido. Le dijo al médico: “Renuncio. Me exige toda mi voluntad y ya no me quedaría voluntad para pintar. La verdad es que –e hizo un guiño malicioso– si tengo que escoger entre andar y pintar, prefiero pintar.” Volvió a sentarse y nunca más se levantó. (426)

Me contáis

Alguien me escribió que le había gustado mucho todo lo de Renoir del mes pasado (1 de mayo), menos lo de Beethoven. Si os acordáis, Renoir decía que no le gustaba Beethoven porque “no nos ahorra ni sus penas sentimentales ni sus malas digestiones, y a mí me dan ganas de decirle, ¿A mí qué me importa que usted sea sordo?”

Cito ahora aquí lo que Renoir dice a continuación: “Además es que para un músico es buenísimo ser sordo. Es una ayuda, como lo es cualquier obstáculo. ¡Degas pintó sus mejores cuadros cuando ya no veía! Mozart, que lo pasó mucho peor que Beethoven, tenía el pudor de ocultar sus preocupaciones; intenta divertirme y enternecerme con notas que parece que están desapegadas de él. Y me dice más acerca de sí mismo que Beethoven con sus sollozos escandalosos. Me dan ganas de abrazar a Mozart y de consolarlo. Después de unos minutos de música, se convierte en mi mejor amigo y la conversación toma un tono de intimidad.” (p. 204)

Así es como un pintor piensa de dos músicos. Los tres son genios.
Salmo

Salmo 14 – Cerca de Dios
“¿Quién se hospedará en tu tienda?
¿Quién habitará en tu monte santo?

Quiero vivir junto a ti, Señor, pero pierdo a cada paso el sentido de tu presencia. Ese es mi dolor. Me olvido de ti sin más, y puedo pasarme horas y horas como si tú no existieras. Los momentos de oración durante el día me recuerdan tu existencia, pero entre horas te pierdo y ando a la deriva todo el rato. Quiero recobrar el contacto, quiero “hospedarme en tu tienda” y “habitar en tu monte santo”. A eso me invitas muy bellamente en tu salmo. Ahora dime cómo puedo hacerlo en mi vida.

Escucho atento tu respuesta, y, cuando has terminado la lista de condiciones, caigo en la cuenta de que ya las conocía y de que todas se reducen a una: el mandamiento del amor y la equidad y la justicia para con todos mis hermanos. Son tus palabras:

“El que procede honradamente y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua,
el que no hace mal a su prójimo ni difama a su vecino…”      

ése podrá habitar en tu montaña y disfrutar de tu presencia.

Una vez te preguntó un joven: “¿Qué he de hacer…?” Y tú le contestaste: “Ya sabes los mandamientos…”. Tu respuesta a mi pregunta “¿Qué he de hacer?”, es siempre: “Ya lo sabes.” Sí, es verdad que lo sé; y sé muy bien que lo sé. Y también recuerdo tu reacción ante otra persona que te preguntó lo mismo y a quien contestaste lo mismo: “Pues ahora ve y hazlo, y tendrás vida.”

Dame fuerzas para ir y hacerlo. Para amar al prójimo y hacer justicia y decir la verdad. Para ser justo y amable y cariñoso. Para servir a todos en tu nombre, con la fe de que al servirles a ellos te sirvo a ti, y haciendo el bien en la tierra conseguiré entrar en tu tienda y “habitar en tu monte santo” para siempre.

Meditación

El ángel del discernimiento

“Que la palabra de mi señor, el rey, traiga la paz, pues mi señor, el rey, es como el ángel de Dios para discernir el bien y el mal.”
(2 Samuel 14:17)

Es lo que más necesito en la vida. Saber discernir el bien y el mal. Tarea delicada que requiere equilibrio, atención, y sabiduría. No quiero hacerle daño a nadie, y sin embargo, a veces, sin querer, levanto oposición y provoco roces. Quiero procurar el bien en todo lo que hago, y a veces me paro y examino y dudo y no acabo de ver si lo que me propongo hacer va a ser realmente para bien o quizá torcidamente para mal. Y dentro de mí mismo me divido a veces entre lo que leo en los códigos y lo que me dice la conciencia, y me es fácil apoyarme en autoridades externas, pero no puedo separarme de mi propia conciencia con todo el riesgo de equivocarme y toda la responsabilidad de decidirme. No me puedo guiar ciegamente por manuales impresos ni tampoco ignorarlos con oculta soberbia. Tengo que oír a todos y tengo que decidir yo mismo. Discernir el bien y el mal es tarea difícil.

Es tarea de ángel. Porque el ángel tiene perspectiva, tiene independencia, me conoce a mí y conoce a todos a quienes atañe mi decisión, se sabe las reglas y los documentos, y viene directamente de Dios que está por encima de reglas y documentos. El ángel sabe trazar con geometría delicada y exacta la tenue línea que divide el bien del mal, conoce los terrenos de la conducta humana, prevé las consecuencias de nuestras acciones, mide responsabilidades y aconseja posturas. El ángel de Yahvé es nuestro guía en discernir el bien y el mal.

El secreto de las decisiones es sentirme ángel al tomarlas. Sentirme uno con mi ángel, interesado y desprendido, comprometido y libre, personal y universal, como él que es a un tiempo mensajero de Dios y compañero mío. Adquirir su mirada, apropiarme sus horizontes, ganar su equilibrio, escuchar su consejo. Sentir en mí mismo lo que, en fe y en cariño, creo yo que sentirá él; contagiarme de su presencia, levantarme con su vuelo, llenarme de su luz. Ojos de ángel para ver los caminos de la vida.

La mejor alabanza que recibió David en su vida fue la de aquella mujer que le dijo: “Mi señor, el rey, es como el ángel de Dios para discernir el bien y el mal.” De ese don real se sigue el bienestar de todo el pueblo, porque la palabra de quien sabe discernir entre el bien y el mal es palabra que trae la paz. Paz en el reino. Y paz en el alma.

 

Día 15
Os cuento

[Karen Armstrong, cuya biografía de Mahoma es el mejor libro sobre el Islam que yo he leído, y que ha escrito sobre religiones y vida religiosa, dice que el reciente libro Seminary Boy (Seminarista) de John Cornwell fue “lectura compulsiva” para ella que también fue monja en su juventud. El libro describe con respeto y honradez el catolicismo de los años 50 que muchos de nosotros vivimos. En él recurre el tema del pecado, la confesión, el escrúpulo, y como nuestra generación sufrió del complejo de culpa y muchos me lo consultáis todavía, cito aquí algunas páginas, no para abrir antiguas heridas sino para cerrar las que continúan abiertas.]

“El padre se presentó como miembro de la Orden Pasionista que iba a darnos un Retiro de cuatro días en Semana Santa del Miércoles Santo al Sábado Santo. Nos explicó que cuando Judas traicionó al Señor, el evangelio dice que ‘Satanás entró en su corazón’, y que era ese mismo Satanás quien acechaba especialmente a los jóvenes que querían ser sacerdotes. En un seminario de Roma, nos dijo, el demonio había entrado en el alma de un seminarista, que era un buen chico como cualquiera de nosotros, y al que hubieron de exorcizar para echar al demonio que llevaba dentro, y que en aquel momento el joven había apoyado la mano en el panel de madera y este se había quemado. ‘Esa marca’, añadió en voz baja, ‘permanece allí hasta este día’. No pude cenar aquella noche, y no fui el único. (118)

Yo no había quedado tranquilo después de la confesión que le había hecho al padre Hemming el día de Navidad. ¿Le había dicho yo la verdad de lo que me había pasado en las primeras horas de aquel día? ¿Había yo consentido o no en aquellos pensamientos? ¿No le había dado yo la impresión de que estaba medio inconsciente cuando pasó aquello? ¿No quería esto decir que mi confesión había sido deliberadamente falsa? ¿No habría entrado con eso Satanás en mi alma? (121)

El sermón del padre Pasionista no hizo nada por suavizar mi tormento mental. Habló del peligro de dar por supuesto que estamos en estado de gracia cuando en realidad estábamos camino del infierno. Nos contó el ejemplo de Tomás de Kempis, el ‘santo’ autor del libro que todos leíamos, La Imitación de Cristo, que cuando abrieron su tumba para examinar su cuerpo como parte del proceso de canonización y ver si estaba incorrupto, se encontraron que su cuerpo estaba retorcido y la tapa del ataúd rayada por dentro con sus uñas, de donde dedujeron que lo habían enterrado vivo sin querer, él despertó en el ataúd y murió desesperado, con lo cual se canceló el proceso de canonización. ‘Si os cuento esto, queridos hermanos en Cristo, es para que nunca deis por supuesto que estáis en gracia de Dios’, dijo al final. (122)

Después de esa meditación, en la que mi cerebro hirvió con la certeza de que estaba condenado y destinado a pasar toda la eternidad en el infierno, me agarró un agudo dolor de cabeza sobre el ojo izquierdo. Corrí a confesarme. Me salió todo: la mañana del día de Navidad, mis dudas, el padre Hemming, mi temor de estar en pecado mortal. El confesor me largó un sermón y al final me dijo que el sentir placer con cualquier movimiento sexual, aunque no fuera provocado, era pecado mortal, y que, además, lo que me sucedía de noche bien podía ser provocado por lo que yo había hecho o dejado de hacer de día. (122)

‘Seamos prácticos’, dijo alegremente al final. ‘Vamos a suponer que cometiste un pecado mortal la mañana de Navidad, y que no habías sido sincero con el padre Hemming en la confesión, lo cual fue otro pecado mortal, que además convirtió a todas tus confesiones desde entonces en otros tantos sacrilegios. Yo ahora te doy la absolución por todos esos pecados en cuanto fueron culpables, y en el futuro has de tener mucho cuidado con las causas durante el día que pueden desencadenar esas situaciones durante la noche. Evita todo gusto agradable, lo mismo que vistas o sonidos atractivos, y conviértete en un atleta de la pureza.’ (124)

Se me pasó el dolor de cabeza. Por la noche me acosté en la cama, saqué el cordón del pijama, me até con él las muñecas y lo pasé alrededor de mi cuello para que mis manos no se descuidasen mientras yo dormía. Cuando desperté por la mañana quedé confuso al verme atado. Luego me acordé y desaté los nudos. La salvación de mi alma iba a depender en adelante de entrar en un régimen monástico de silencio, negación de mí mismo, y oración constante el resto de mi vida. ¿No era esa precisamente mi verdadera vocación? (127)

Pero mi cuerpo seguía rebelándose. Pasando páginas de la revista The Illustrated London News veía los agujeros donde el padre Doran había cortado figuras de mujeres, y los agujeros me provocaban más que lo habrían hecho las propias fotos. Había respetado las fotos de la reina Isabel II, bien modestas por cierto, pero aun así bastaban para provocarme. Volvieron los escrúpulos. Quedé atrapado en el ciclo pecado-confesión-pecado-confesión al que me ayudaba la facilidad de poder confesarme todos los días. Veía a otros chicos, con rostros patibularios, hacer cola para confesarse día tras día. Ahora entendía yo la necesidad de ese sacramento diario. No era solo el terror de que una muerte repentina nos cogiera cuando estábamos descuidados y nos precipitara en el infierno por toda la eternidad, sino también, y más real y concretamente, era la vergüenza de que vieran que no iba a comulgar en la misa, ya que no se podía comulgar en pecado mortal. Así fue como yo pasé a formar parte de la cola de hombros inclinados y rostros angustiados ante el confesionario. (182)

Una vez, después de haber descargado toda la ropa sucia de mi alma, el padre Piercy, que era el confesor de turno aquel día, me dijo con su aguda voz nasal: ‘¿Cómo esperas que Dios Omnipotente derrame sus gracias sobre la santa casa que es este seminario cuando tú estás cometiendo pecados tan graves en él?’ Otra nueva razón para el complejo de culpa y el hundimiento de mi auto-estima. Me dio una penitencia bien fuerte, todos los misterios dolorosos del rosario, y me dijo que me fuera y no volviera a pecar. Más fácil decirlo que hacerlo. Al arrodillarme en la capilla de la Virgen yo estaba en un estado de ansiedad aguda. ¿Sería posible que mis actos hicieran que el edificio del seminario fuera devorado por el fuego o desapareciese en un corrimiento de tierras de la colina por mi culpa? (183)

Volvió a ser Cuaresma; y con la estación de penitencia los demonios sexuales asaltaban mi alma y mi cuerpo como nunca. Mi única consolación era reconocer en lo oscuro de la noche los quejidos rítmicos de los muelles de las camas por todo el dormitorio, que me confirmaban que yo no era el único en mis aflicciones solitarias. En mi esfuerzo por someter al cuerpo, comencé a llevar otra vez el jersey de lana áspera sobre la piel, y até a mi antebrazo desnudo un alambre con un clavo oculto bajo la camisa. Por la noche, al apagarse las luces, ataba mis muñecas a la cabecera de la cama, como había hecho el pasado año. Dejaba todos los manjares que me gustaban, y no tomaba té nunca. Rezaba y rezaba por un milagro: que las tentaciones de la carne cesaran. (186)

Mi padre espiritual, el padre Armishaw, fue quien me devolvió cierta paz. ‘¿Qué te ha pasado?’ me dijo al ver la cara que tenía yo por entonces. ‘Ven conmigo.’ Le conté todo lo de aquel Retiro y sus consecuencias. Le dije lo desgraciado que era, y como estaba en un estado de desesperación. Cuando acabé, él se quitó las gafas y se puso a chupar una de las patillas. No habló durante un siglo, se volvió a poner las gafas, y al fin dijo: ‘A decir verdad, yo no estaba muy contento con algunas de las cosas que os dijo el director del Retiro. En cuanto a lo que a ti te dijo en particular, olvídate. ¿Me oyes?’ Su tono de voz y su amabilidad me calmaron. Dijo que Dios no esperaba lo imposible de nosotros; que nos ama y quiere que seamos felices. Añadió que yo estaba sufriendo de ‘escrúpulos’, agonías de conciencia, y que muchos seminaristas sufrían de lo mismo, sobre todo si estaban mal aconsejados. Al final me dijo suavemente: ‘Ahora márchate; y, por favor, ¡dale un respiro al Espíritu Santo!’ El padre Armishaw me devolvió la paz. Había hablado con naturalidad y echando tacos. Y además me había revelado algo de suma importancia. Nunca se me había ocurrido a mí que los sacerdotes podían no estar de acuerdo entre ellos.’ Bajé las escaleras dando saltos.”  (130)

Me contáis

Alguien me ha enviado esta historia de John Powell (en su libroFully human, Fully Alive,quien la toma a su vez de otra fuente como allí dice), y me ha hecho gracia porque se la oí contar varias veces a Tony de Mello (que sin duda la tomó de aquel libro que salió y se hizo muy popular por aquellos días) y la repetía porque la lección que enseña le parecía muy importante. Esta es la historia:

La persona totalmente humana es alguien que acciona, no que reacciona, y toma ella misma sus decisiones sin dejar que se las tomen otras por ella. El escritor Sydney Harris cuenta como una vez acompañó a un amigo a comprar el periódico en un puesto de prensa. El amigo saludó al vendedor muy cortésmente, pero no recibió de este más que un gruñido descortés y malos modales. El amigo de Harris tomó el periódico que el otro le arrojó, le dio las gracias, le sonrió y le deseó un buen fin de semana. Al seguir andando por la calle, el escritor le preguntó a su amigo:

– ¿Siempre te trata así de mal ese hombre?
– Sí, por desgracia siempre me trata así.
– ¿Y por qué le compras tú a él el periódico cuando lo podías comprar en cualquier otro puesto en esta misma calle?
– Porque no quiero que sea él quien decida donde compro yo el periódico.

Salmo

Salmo 15 – Sinceridad conmigo mismo
Digo a mi Señor:

“Tú eres mi Dios,
mi felicidad está en ti.
Los que buscan a otros dioses
no hacen más que aumentar sus penas;
jamás pronunciarán mis labios su nombre.”

Repito esas palabras, te digo a ti y a todo el mundo y a mí mismo que soy de veras feliz en tu servicio, que me dan pena los que siguen a “otros dioses”; los que hacen del dinero o del placer, de la fama o del éxito la meta de sus vidas; los que se afanan sólo por los bienes de este mundo y sólo piensan en disfrutar de gozos terrenos y ganancias perecederas. Yo no he de adorar a sus “dioses”.

Y, sin embargo, en momentos de sinceridad conmigo mismo caigo en la cuenta, con claridad irrefutable, que también yo adoro a esos dioses en secreto y me postro ante sus altares. También yo busco el placer y las alabanzas y el éxito, y aun llego a envidiar a aquellos que disfrutan los “bienes de este mundo” que a mí me prohíben mis convicciones.

Sí que renuevo mi entrega a ti, Señor, pero confieso que sigo sintiendo en mi alma y en mi cuerpo la atracción de los placeres de la materia, la fuerza de gravedad de la tierra, la pena escondida de no poder disfrutar de lo que otros disfrutan. Aún tomo parte, al amparo de la oscuridad y el anónimo, en la idolatría de dioses falsos, y ofrezco irresponsablemente sacrificios en sus altares. Aún sigo buscando la felicidad fuera de ti, a pesar de saber perfectamente que sólo se encuentra en ti.

Por eso mis palabras hoy no son jactancia, sino plegaria; no son constancia de victoria, sino petición de ayuda. Hazme encontrar la verdadera felicidad en ti; hazme sentirme satisfecho con mi “heredad”, mi “lote”, mi “copa”, y mi “suerte”, como me has enseñado a decir.

“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa,
mi suerte está en su mano;
me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.”

Enséñame a apreciar la propiedad que me has asignado en tu Tierra Santa, a disfrutar de veras con tu herencia, a deleitarme en tu palabra y descansar en tu amor. Y prepárame con eso a hacer mías en fe y en experiencia las palabras esperanzadoras que pones en mis labios al acabar este Salmo:

“Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.”

Hazlo así, Señor.
Meditación

El ángel de la prueba

“Volvió segunda vez el ángel de Yahvé, le tocó y le dijo; ‘Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti’.” (1 Reyes 19:7)

El profeta Elías teme por su vida. La impía Jezabel ha jurado deshacerse de él en un día, él se ha enterado a tiempo, ha huido a escondidas y escapa solo por el desierto. El peligro que se cierne sobre él, el cansancio y el hambre y la sed han podido más que él, y pide la muerte al Señor: “¡Basta ya, Yahvé! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!”. Y se tumba a morir.

También hay en mi vida momentos de huida, de desierto y de depresión. ¡Basta ya! ¿De qué sirve todo lo que he hecho? No soy mejor que mis padres, no he logrado cambiar nada ni a mí mismo, he perdido el tiempo, he dispersado energías, he malgastado la vida. Ya estoy harto de esfuerzo y de lucha y de estrellarme contra muros de intransigencia y de llamar a puertas sordamente cerradas. Prediqué en desierto y trabajé en vano. La vida ha sido pocas veces agradable, casi siempre aburrida y con frecuencia inaguantable. Ese es el sumario triste de una existencia más. Y me invade el hastío.

No he llegado a pedirle a Dios el fin de mi vida. Pero sí he pensado a ratos que no me importaría morirme. Ya está bien. Ya he hecho todo lo que podía hacer y visto todo lo que podía ver. No estoy para más. Mi muerte no le importará nada a nadie como no le ha importado mi vida. He sido una burbuja en un océano inútil, y puedo desaparecer sin la menor consecuencia. Me duele la vida con su peso negro de falta de sentido y de injusticia intrínseca. Ya he caminado demasiado por el desierto y mis fuerzas no dan para más. Me tumbo con el último gesto del descanso en la arena hostil. Y espero no volver a despertar.

Entonces llega el ángel y me toca el hombro. Me despierto y veo a mi lado “una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua”. Manjar de vida en soledad de espíritu. Y el ángel insiste. “Come y bebe, que te queda un largo camino”. Y me levanto y como y bebo con instinto animal de conservación al principio, y con gratitud creciente según me van volviendo las fuerzas al alma.

Hay alguien que se cuida de mí. Hay alguien a quien le importo. Se ha tomado el trabajo de amasar una torta en piedras calientes y llenar un jarro con agua y encontrarme y despertarme y urgirme a comer. El ángel que me veía y me quería y estaba a mi lado y me demuestra su querer cuando más lo necesito. Ángel que es símbolo y señal de ángeles de la tierra que, a pesar del pesimismo cerrado, sí que se cuidaban de mí y me apreciaban y me querían y me siguen queriendo. Personas a quienes sí que les importo y que me quieren vivo y a su lado, haga yo lo que haga, o no lo haga o deje de hacerlo. Amistades que me quieren por mí mismo y que redimen con su afecto personal la aridez insoportable del desierto que sigue siendo desierto, pero que ya no lo es tanto porque tengo compañía y aprecio y cariño. Tengo una torta caliente al lado y un jarro de agua. Y alguien que lo ha traído y que demuestra con la ayuda oportuna que vigila mi amistad y ama mi vida. Y como y bebo. Y me levanto y echo a andar. El desierto sigue siendo desierto, y el horizonte sigue siendo de fuego, pero ahora hay fuerza en mis pies y firmeza en mi mirada porque siento a mi ángel y sé que me acompaña y que velará por que yo atraviese las arenas y llegue a poblado y encuentre paz. El ángel de la prueba.

“Elías se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb.” (1 Reyes 19:8)
Día 1
Os cuento

La voz

Voy de paseo por la mañana temprano cuando veo a una mujer ciega caminando delante de mí. Lleva bajo el brazo su cartera de trabajo, va bien arreglada, viste con buen gusto, palpa el camino con el blanco bastón largo de los invidentes que lleva en su mano derecha. Anda con soltura pero no puede ver que hay un coche atravesado en la calle y se va a tropezar con él. Me adelanto, le toco delicadamente en el hombro y le digo, “Cuidado, señora. Hay un coche atravesado en la calle. Yo la acompaño si me lo permite.”Ella me toma del brazo, negociamos el coche atravesado, me dice tiene que cruzar el paseo de La Castellana para llegar a la parada de autobús. La llevo al semáforo y esperamos a que el rojo cambie a verde. Me pregunta:

– ¿No le retrasará esto a usted?
– No, yo no voy al trabajo. Puedo ajustar mi tiempo.
– ¿Está usted jubilado?
– Sí. Tengo ochenta y un años.
– ¡Ochenta y un años! ¡Pero si tiene usted una voz de hombre joven!
– ¿Por qué le sorprende?
– Mire usted, yo soy ciega y me hago idea de la persona que me habla por su voz. En la voz se nota si es hombre o mujer, joven o mayor, triste o alegre. Y su voz está llena de vitalidad.
– Gracias, señora.
– Gracias a usted que me ha hecho un favor.
– Usted me ha hecho un favor mayor a mí.
– ¿Es ese que se oye el autobús?
– Sí, es su autobús.
– Adiós, buenos días.
– Adiós.

De vuelta en casa y al ir escribiendo esto me viene a la memoria que yo mismo había citado en uno de mis libros lo que un invidente había dicho del Maestro Bankei. No siempre consigo encontrar una cita mía en mis libros ya que he escrito demasiados, pero esta vez la encuentro pronto. Está en “Y La Mariposa Dijo…” p. 62, y es la siguiente:

“Un ciego habló del Maestro Bankei (1622-1693) y dijo lo mejor que de él sabía decir: ‘Soy ciego y no puedo ver el rostro de aquel con quien hablo. Debo, pues, juzgar su sinceridad por su voz. Mi experiencia es que cuando oigo a alguien felicitar a un amigo por su éxito, noto un dejo de envidia en su voz; y cuando escucho pésames en sociedad, percibo también una nota secreta de indiferencia. Pero eso no me sucede con Bankei: Cuando expresa alegría sólo hay alegría en su voz; y cuando expresa tristeza sólo es tristeza lo que escucho’.”

[Y sigue mi comentario en el libro:]
“Mi voz es la mensajera de mi alma. Que sea entera, valiente, sincera. Que exprese con la totalidad de su vibración la totalidad de mi ser; que revele con la inocencia de su cantar la profundidad de mi sentir; que manifieste con su tonalidad afinada la transparencia de mi existencia. Que no haya sombras desafinadas en la melodía de mi vida.

Mi voz se forma en las entrañas de mi conciencia, surge a través de redes y tejidos, de diafragma y pulmones, de tensión y volumen, y se hace lenguaje inteligible en el milagro vocal de la encrucijada palpitante que es mi garganta. En esa voz está todo lo que yo soy, y ella me identifica con exactitud de huella dactilar ante la máquina futurista de ciencia ficción, y ante los oídos afinados del sabio invidente.

Mi voz delata mi estado de ánimo. Y me gusta saberlo, para aprender a modularla. Al oír mi propia voz caigo ahora en la cuenta de lo que tiene de falsa, de hueca, de cumplido engañoso o de etiqueta ensayada. Digo una cosa cuando siento otra, y las palabras son cumplidas porque van censuradas, pero la voz escapa toda censura y tiembla con la mentira oculta del semitono traicionero.

Quiero escuchar mi propia voz para analizar mi conciencia, tamizar mis sentimientos, afinar mi pesar. Quiero oírme hablar para saber cómo suena mi voz, cómo vibran mis vocales, cómo se articulan mis frases. Quiero detectar las disonancias afectivas entre lo que siento y lo que digo. Quiero eliminar todo rastro de divergencia entre el sentir de mis entrañas y el sonido de mi voz. Quiero cantar con voz llena el aria de mi vida, sin que le quede la menor duda ni a mí ni a nadie de que siento lo que pienso y digo lo que siento. Que la voz sea verdad para que la vida sea testimonio.”

Eso fue lo que escribí en el libro. Hoy me lo ha recordado una cieguecita. La voz es la persona.

Parábolas de Shri Ramakrishna

Una vez un hombre fue a ver una obra de teatro, con una esterilla bajo el brazo. Al oír que aún tardaría un rato en empezar, extendió la esterilla en el suelo y se echó a dormir. Cuando se despertó, había acabado la representación. Se volvió a su casa con la esterilla bajo el brazo. Eso es la vida para la mayoría de nosotros. No nos enteramos. (p. iii)

El guru mandó al discípulo que se fuese a vivir en una pobre choza solitaria hasta que volviera a verlo. El discípulo obedeció. Solo llevaba un paño blanco para vestirse. Lo lavó y lo colgó a la noche para que se secara. De noche lo mordisquearon los ratones. Pidió a sus devotos un gato para mantener lejos a los ratones. El gato necesitaba leche. Pidió a sus devotos una vaca. La vaca necesitaba hierba. Pidió un prado. Pidió trabajadores. Pidió instrumentos. Pidió un almacén. Se hizo terrateniente. Un día volvió el guru, no le reconoció y le preguntó: “Aquí solía vivir un asceta en una choza. ¿Puede usted decirme a donde ha ido?” El discípulo se arrojó a sus pies. (p. 18)

El barbero del rey pasaba un día cerca de un árbol encantado y oyó una voz que decía, “¿Aceptarás siete vasijas llenas de oro?” El barbero miró pero no vio a nadie. Contestó, “Sí.” Llegó a su casa, y se encontró con las siete vasijas. Estaban llenas de oro, menos la última que estaba medio llena. Eso le hizo desear que también estuviera llena, y se dedicó a ello. Trabajó, ahorró, fundió las alhajas de su mujer, pero la séptima vasija no se llenaba. Fue al rey a pedirle le subiera el sueldo, y este se lo dobló, pero la vasija no se llenaba. Pidió limosna, préstamos, ahorros, pero la vasija no se llenaba. El rey le dijo un día mientras le cortaba el pelo: “¿Cómo es así que antes andabas siempre alegre, y ahora que te he doblado el sueldo andas triste? ¿No será que el Demonio de las siete vasijas te ha tentado? Esas vasijas nunca se llenan, y nunca se puede gastar su dinero. ¿No lo sabías? Devuélvelas enseguida y volverás a ser feliz.” El barbero le rogó al Demonio que se las llevara, y al instante desaparecieron de su casa… con todos sus ahorros. La codicia nos hace pobres. (p. 26)

Cuando Swami Vivekananda le preguntó a Shri Ramakrishna si había visto a Dios, este le contestó: “Sí, hijo mío. He visto a Dios más claramente que ahora te estoy viendo a ti. Y si tú tienes fe, lo mismo te pasará a ti.” Desde ese momento Vivekananda se hizo su discípulo. (p. xxvii)

“Hace mucho tiempo yo caí una vez muy enfermo. Fui al templo de la Diosa Kali, y pensé en rogarle a la Divina Madre que me curase de mi enfermedad, pero me daba reparo pedir directamente algo para mí mismo. Entonces le dije: ‘Madre, mi sobrino Hriday me ha pedido te diga que cures a su tío.’ Y al momento me sentí curado.” (p. 206)

Me contáis

Pregunta: Me hizo bien lo del seminarista en la última web, ya que yo pasé por esos mismos escrúpulos en mi juventud. Me queda la curiosidad de cómo siguió su vida.

Respuesta: El libro cubre solo su vida de seminarista. Al final salió del seminario y perdió la fe. Luego, según dice él mismo, “el casarme con una mujer católica, y su educación de nuestros hijos como buenos católicos acabó por hacer que al cabo de veinte años me encontrase yo felizmente de vuelta en la Iglesia.” (326) De su padre espiritual, el padre Armishaw, con quien siguió en contacto hasta su muerte, dice: “Me dijo un día que se sienta en el confesionario todos los sábados, pero que ahora casi nadie viene a confesarse. Y añadió que el sacerdocio como tal está en vías de desaparecer por culpa de los métodos anticonceptivos y del aborto. Nos dijo que el llegar tarde a misa es pecado mortal, y lo dijo en serio. Mi mujer y yo lo miramos en silencio desde el otro lado de la mesa.” (330) Quizá el párrafo más serio de todo el libro es el que se refiere a los profesores del seminario: “Nuestros sacerdotes parecían contentarse con cumplir con las manifestaciones externas de la vida religiosa. Yo los miraba cuando rezaban el breviario, paseando por los caminos de gravilla del jardín, pasando las páginas, ajustando las cintas de seda, sin señal alguna de fervor religioso. Decían misa con precisión mecánica sin mostrar ninguna señal de devoción interior.” (160) Eso es triste.

Salmo

Salmo 16 – ¡Muéstrame, Señor!
“¡Muéstrame las maravillas de tu misericordia!”

Muéstrame, Señor. Tus obras son patentes, pero yo soy ciego y olvidadizo, y necesito que me las vuelvas a mostrar, que me las recuerdes, que me las hagas reales. Tu misericordia es tu amor, y si yo vivo es porque tú me amas. Cada palabra de tus escrituras y cada
instante de mi existencia es un mensaje de amor que me envías en cuidado constante de mi efímera vida.

Y tu misericordia es también tu perdón cuando yo te fallo y te vuelvo a fallar, y tú me acoges una y otra vez con incansable piedad. Sólo tengo que aprender a reconocer tu sello en mi vida para entender tus maravillas.

Y la que entiendo como mayor maravilla de tu misericordia es la confianza que me das de poder aparecer ante ti con la frente erguida y el corazón tranquilo. Yo nunca hubiera osado pronunciar las palabras que hoy pones tú en mis labios en este Salmo:

“Aunque sondees mi corazón visitándolo de noche,
aunque me pruebes al fuego,
no encontrarás malicia en mí.”

Es verdad que no deseo hacer el mal, pero también es bien verdad que el mal anida en mí y hago sufrir a los demás y te entristezco a ti, y tú lo sabes muy bien y te dueles de mi dolor. Pero también es verdad, y me gozo en recibir de ti esta gracia ahora, que no soy malo en el fondo, que quiero hacer el bien, y que me alegra poder hacer algo por los demás y servirlos en tu nombre.

Yo no soy inocente, pero tu misericordia me hace inocente, y ese gesto tuyo de borrar mi pasado y limpiar mis fondos me llena de alegría ante la responsabilidad de mi vida y la realidad de tu amor. Bendita sea tu misericordia que me abre las puertas del creer.

Ahora puedo acabar el Salmo con confianza:

Con ilusión vengo a tu presencia,
y al despertar me saciaré de tu semblante.”

Meditación

El Ángel del celo de Dios

“El ángel de Yahvé dijo a Elías, el tesbita: ‘Levántate y sube al encuentro de los mensajeros del rey de Samaria y diles: ¿Acaso no hay Dios en Israel que vosotros vais a consultar a Baal-Zebub, dios de Ecrón?’ Y Elías se fue.” (2 Reyes 1:3)

Este es el ángel que necesitamos en nuestros días de Iglesia, cuando parece haber cristianos que se olvidan de que hay Dios en Israel y van a consultar y venerar y pedir ayuda y refugio a otros dioses que no lo son y nunca lo fueron pero que atraen con el remedo del más allá a quienes vacilan en la fe de siglos y se fabrican seguimientos fugaces en ilusiones vanas. Cultos esotéricos, sectas extrañas, maestros dudosos, y profecías gratuitas. Gente en busca de nuevas emociones o redenciones fáciles, que recurren a la credulidad compartida, la promesa dorada, la enseñanza exclusiva, y la afiliación garantizada. Clientes del adivino, del vidente, de cualquier método para conocer la voluntad de los astros, ya que no la voluntad de Dios. Seguidores del último maestro y apóstoles de la última secta. Estamos rodeados de ellos por todas partes. ¿Acaso no hay Dios en Israel que vais a consultar a Baal-Zebub, dios de Ecrón?

La ocasión para este reproche surgió ante Elías en el reinado de Ocozías que regía Israel desde Samaria. “Ocozías hizo el mal a los ojos de Yahvé y anduvo por el camino de Jeroboam, hijo de Nabat, el que hizo pecar a Israel. Sirvió a Baal y se postró ante él, irritando a Yahvé, Dios de Israel.” (1 Reyes 22:53-54). Quizá en castigo, como se pensaba en Israel, tuvo un accidente en el que se cayó por una celosía de su palacio y quedó maltrecho. Envió entonces mensajeros a Ecrón para consultar a Baal-Zebub sobre su dolencia y pedir remedio. Los mensajeros parten, y el ángel de Yahvé despierta a Elías para que los intercepte y les increpe como enérgicamente lo hace el profeta. Y surge la indignación que nos llega a todos: ¿Acaso no hay Dios en Israel?

Ángel oportuno que nos despierta hoy también ante la comercialización de la religión, la proliferación de las sectas, el abuso de la credulidad, y el desgarro íntimo de los que abandonan la verdadera fe para favorecer prácticas rebajadas. Ángel que enseña al profeta a hablar claro y a denunciar el orden de cosas trastornado que vive nuestra generación con confusión general y dolor de la Iglesia. Que vuelva a bajar el ángel y que vuelva a hablar el profeta.

 

Día 15
Os cuento

De viaje

Hace años fui a dar unas charlas a un grupo en Alemania, y ahora acabo de volver para un reencuentro. Al volvernos a ver después de mucho tiempo nos hemos preguntado espontáneamente: “¿Hace cuántos años vine aquí yo por primera vez?” Ni ellos ni yo nos acordábamos exactamente. Les dije: “Lo mejor que uno puede decir de una amistad es que no se sabe cuándo empezó.” Fue el mejor momento. En el grupo había ahora otros con quienes me encontraba por primera vez. Uno de ellos me dijo después de mi charla: “Cuando hablaba usted de la India le lucían los ojos, se le alegraba la voz, y se le movían las manos como a un indio.” Le dije era el mejor cumplido que me podían dar. Me alegro me lo notaran. En el programa de las charlas habían impreso una cita de Tony de Mello: “La búsqueda espiritual es un viaje sin distancias. Viajas desde donde ahora estás a donde siempre has estado. Todo lo que haces es ver por primera vez lo que siempre has estado mirando.” Los orientales decimos sencillamente: “El arte de llegar es saber que has llegado.” Todo está resumido ahí. De eso les hablé. Nos divertimos mucho.

Más viajes

Otro viaje me ha llevado a Filadelfia donde asistí a la consagración de un templo jainista. La ceremonia llevó toda la mañana. El templo estaba lleno de fieles, hombres y mujeres jóvenes, seglares profesionales y familias enteras, que tomaron parte en el largo ritual con devoción activa. Todos participaban con entusiasmo. El ungir cada estatua de cada dios o profeta (el jainismo tiene 24 profetas) con los óleos, perfumes, y polvos prescritos, el recitar las oraciones sagradas, el cantar todos juntos, los silencios y el gong marcando los espacios del espíritu, el juntar las manos en actitud orante y el inclinarse cuando había que hacerlo… todo aquello era una oración comunitaria, unánime, visible, que transformaba el recinto de piedra en lugar sagrado de culto y de presencia. Y lo interesante era que todo, hasta la unción de las imágenes con los óleos sagrados, lo hacían seglares, hombres y mujeres. Daba gusto ver tanta gente joven y tan activa en el templo.

Los óleos para la unción de las imágenes se subastaban, es decir, los fieles devotos rivalizaban en contribuir a cada ceremonia, financiando así la institución religiosa con las contribuciones espontáneas de todos. Algo así como poner la x en la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta. Todo, repito, estaba dirigido por seglares, que es la fuerza de la religión jainista. El maestro de ceremonias era un ingeniero joven que dominaba la liturgia, explicaba cada ceremonia, entonaba los cantos, citaba sánscrito por metros con una pronunciación exquisita (¡y nosotros que hemos perdido el latín!), decía a cada cual qué debía hacer. De repente dijo: “Después de darles las gracias al actual presidente y demás miembros de nuestra asociación, voy a llamar aquí a los futuros dirigentes: que se acerquen al altar todos los jóvenes, chicos y chicas, ya que ellos serán en el futuro los presidentes y secretarios y encargados que llevarán adelante el gobierno del templo.” Y llegaron saltando los jóvenes, futuro y promesa de la antigua religión india en tierra americana entre el aplauso de todos.

La ceremonia más significativa fue la de la bandera. En la India todos los templos tienen bandera como símbolo santo y artístico de la casa de Dios entre los hombres. Primero se trajo en procesión la bandeja plegada y se depositó ante el altar. Se procedió a desplegarla. Tenía medio metro de altura por cuatro metros de larga, con lo cual quedaría sobre el mástil erigido en la torre más alta del templo como estandarte al viento. Era blanca y llevaba bordados en toda su longitud símbolos religiosos y sílabas sagradas. Fue bendecida, acariciada, adorada. Luego se subió en procesión al mástil de la torre por fuera. Allí quedó, según explicó el ingeniero, como señal permanente, como santificación de todos los edificios alrededor, como oración pronunciada incesantemente por el viento al desplegarla abierta y hacerla ondear sobre el paisaje diario, como presencia sagrada en medio del entorno urbano, como sacramento permanente de liturgia ancestral. Esa es la esencia del templo: lugar de oración y adoración por dentro, y testigo de la presencia de Dios en la ciudad por fuera. Templo jainista de la antigua India en medio de la moderna América. Ejemplo de religión viva, y secreto de su vitalidad actual: toda la organización de la religión la llevan los seglares. Hay en el jainismo monjes y monjas de gran virtud y ciencia, que se dedican a llevar vida ejemplar en sus cinco votos (verdad, no violencia, pobreza, castidad, desprendimiento), a estudiar, publicar y predicar, a hacer penitencia, a dirigir y animar a los fieles. Pero los monjes no mandan ni ordenan ni presiden. La organización, financiación, planificación y administración del culto está totalmente en manos de seglares. Buen ejemplo.

Otra ceremonia del día fue la terminación de un largo ayuno que había llevado a cabo un miembro de aquella congregación, amigo mío. Yo siempre he dicho que los jainistas son los campeones olímpicos del ayuno. Tienen varias maneras de practicarlo, todas ellas populares y muy frecuentes: un día a la semana sin comer nada en absoluto en todo el día (upavas), ocho días seguidos sin comer nada en su festival anual de la Paryushan (atthai), y una sola comida al día a la menor provocación (ektanu). Una de las observancias más difíciles es el ayuno alternativo que consiste en ayunar un día sí y otro no, es decir, comer normal un día y no comer nada en absoluto el siguiente, y así sucesiva e ininterrumpidamente durante 13 meses y 13 días, con los tres últimos días sin comer nada, y, eso sí, manteniendo durante todo el año toda la actividad profesional, social y familiar como de ordinario (varshitap). Eso es lo que había hecho este amigo mío indio durante un año largo, y me invitó a acompañarle en la fiesta del fin de su ayuno. Rompió el largo ayuno tomando cucharaditas de jugo de caña de azúcar de mano de sus amigos en el templo.

Me pidieron que hablase, y, entre otras cosas, les expliqué la diferencia entre el ayuno jainista y el cristiano en la cuaresma. Jesús en el evangelio nos dice que cuando ayunemos nos lavemos la cara y nos unjamos el pelo para que la gente no se entere de que ayunamos. Si lo hacemos públicamente, perdemos el mérito ya que lo hacemos para que nos vean los demás y entonces Dios no nos recompensa; pero si lo hacemos sin que se entere nadie, entonces nos recompensa Dios (Mateo 6:16). Eso fomenta la humildad y evita el presumir de asceta. Ese es el valor de esa actitud. Quizá eso ha influido en el hecho de que el ayuno casi no se practique entre los cristianos. El ayuno obligatorio para católicos es solo dos días al año, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, y aun entonces consiste solamente en “hacer una comida principal al día y otras dos que sumadas no excedan en cantidad a la comida principal”. No hace falta jugo de caña de azúcar para salir de ese “ayuno”. Es casi un abuso del término, ya que ayunar significa no comer.

Algo semejante ocurre con la “abstinencia” de no comer carne. Yo pasé un verano en la universidad jesuita de Georgetown en EEUU estudiando lingüística comparada, y al acercarse el día de nuestro fundador y patrón San Ignacio de Loyola que es el 31 de julio, mis compañeros me dijeron: “Tienes suerte. Este año el 31 de julio cae en viernes.” Tuvieron que explicarme. El día de San Ignacio el menú solía ser pavo, que es el plato estrella en América y como tal el correspondiente para la fiesta del santo fundador; pero como ese año la fiesta caía en viernes, y en viernes no se puede comer carne, el menú del día sería… langosta. Liturgia gastronómica. No nos toca ni medalla de bronce en las olímpicas de la penitencia.

Por otra parte la actitud jainista (como también la musulmana) ante el ayuno es hacerlo público para dar testimonio de práctica de la religión y robustecer así la fe de la comunidad con el buen ejemplo público de sus miembros. Ese es el valor de esa otra actitud. Y hay que entender y apreciar todas las actitudes. En la religión musulmana se considera al ayuno del Ramadán como uno de los cinco pilares del Islam (junto con la proclamación de fe, la oración, la limosna, y la peregrinación a la Meca), y como tal se observa, y fortalece a la comunidad musulmana en su fe como es bien sabido.

Curiosamente, y para completar el panorama ecuménico, hay una religión que prohíbe el ayuno, y también la mencioné ante los jainistas. Son los parsis o seguidores de Zoroastro. Zoroastro prohibió el ayuno, el celibato y toda clase de penitencias a sus seguidores porque Dios ha creado el mundo y todas las cosas buenas en él, en particular la comida y el sexo para que los seres humanos continúen en su existencia y propaguen el género humano, y sería hacerle un feo a Dios no recibir y utilizar con alegría lo que él nos ha dado con tanto cariño y cuidado. El dejar de comer y el no hacer uso del sexo es “anatema” para ellos como ellos mismos proclaman. Los parsis son bien queridos en la India, y son una religión que nunca ha reñido con nadie.

A mi amigo le acompañaron en aquel momento otros miembros de la congregación jainista que habían hecho el mismo ayuno en años anteriores. No todos lo hacen, pues es voluntario, pero un buen número de hombres y mujeres de los allí reunidos lo habían hecho y se levantaron a saludar. Eso da fuerza a la comunidad. Acabé citando un proverbio de la lengua guyaratí en la India que dice, cuando alguien no ha hecho él mismo el acto de que se trata pero lo celebra con su presencia: “Yo no me he casado; pero he asistido a muchas bodas.” Nosotros no hemos ayunado, pero hemos asistido a esta celebración del ayuno, y algo del mérito de la penitencia de nuestro amigo nos resbalará a nosotros. Se rieron.

Por cierto que casi me quedo sin poder entrar en los EEUU. Cuestiones de burocracia. Al embarcar en el aeropuerto de Madrid hube de llenar unos impresos donde en una de las casillas tenía que poner la dirección donde iba a pasar mis tres primeras noches en América. Yo le dije al oficial que no la sabía, porque mis amigos que me habían invitado vendrían a esperarme al aeropuerto en Filadelfia y me llevarían a su casa. Yo solo tenía un número de teléfono. Me explicó: “Yo le entiendo a usted, pero el ordenador no. El ordenador es un robot y requiere que usted llene esa casilla, y si no la rellena, el ordenador marcará su ficha como defectuosa, se recibirá allí como tal y le será negada la entrada en América. Tiene que llenarla.” Tiré de imaginación, y escribí como lugar de residencia para mis primeras tres noches: Hotel Hilton, Filadelfia. Entré en Filadelfia sin dificultad con todos los honores. Les conté a mis amigos lo que me había pasado. Y me dijeron que no había Hotel Hilton en Filadelfia. Por una vez le gané al ordenador.

Me contáis

Pregunta: ¿De dónde viene la expresión “perder la virginidad” y qué importancia tiene?

Respuesta: Es una expresión sesgada, y da lugar a malentendidos. Cuando yo estudiaba matemáticas en el colegio, el profesor, padre Olabarrieta, nos decía que lo importante en matemáticas era plantear bien el problema. Si se plantea mal, no hay solución; y si se plantea bien, ya está solucionado. Cuando continué con las matemáticas en la universidad, el profesor, padre Racine, al proponer un problema se tomaba un buen rato en la pizarra para formular la ecuación cuya solución, al despejar la incógnita correspondiente, llevaría a la respuesta al problema. Una vez formada y escrita la ecuación con todas sus x, y, z, en el ángulo superior izquierdo de la pizarra, se volvía triunfante a la clase, tiraba la tiza, se sacudía el polvo de las manos, y decía solemnemente: “Llamen ustedes al conserje.” Quería decir que lo importante era establecer bien la ecuación, y que el resolverla era ya materia de pura rutina. Lo podía hacer el mismo conserje. De hecho, hoy en día eso es lo que hacen los ordenadores. Lo difícil es programarlos.

Pues bien, la expresión “perder la virginidad” es un planteamiento que tiene varios defectos. Programa mal la ecuación.

1. “Perder” es palabra sesgada, tiene sentido peyorativo, y condena de antemano la acción como un mal, un deterioro, una pérdida. Si en vez de “perder la virginidad” dijéramos imparcialmente “ejercer por primera vez el sexo”, que es lo que sencillamente es, cambiaría todo el enfoque y el entorno sin cambiar el sentido.

2. Aunque la palabra “virgen” se aplica gramaticalmente a los dos sexos, se dice “una virgen” no “un virgen”, con lo cual en la práctica se dice de la mujer más que del hombre. Decimos “Santa Cecilia, virgen y mártir”, pero no se dice lo mismo de ningún santo masculino. También este uso es sesgado.

3. La virginidad orgánica se da solo en la mujer. El hombre la ha usado para comprobar que la mujer con quien se casa no ha tenido sexo con otro hombre, lo cual pone a la mujer en inferioridad ante el matrimonio, ya que la virginidad del hombre no puede comprobarse. Esto es machismo puro, y así lo ha sido en la historia con tristes consecuencias, y lo sigue siendo en nuestros días.

4. En entornos católicos la palabra “virgen” evoca con respeto y cariño a la Virgen María. Por consiguiente, ser virgen es parecerse a La Virgen, lo cual es un honor, que se “pierde” al “perder la virginidad”.

5. La Biblia tiene un texto que, a primera vista al menos, ha ensalzado la virginidad y condenado la falta de ella. Este es el texto: “Vi al Cordero que estaba en el monte Sión y con él ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban su nombre y el nombre del Padre grabado en la frente. Cantan un cántico nuevo delante del trono, delante de los cuatro vivientes y de los ancianos. Nadie podía aprender el cántico fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil rescatados de la tierra. Son los que no se han contaminado con mujeres pues se conservan vírgenes. Estos acompañan al Cordero por donde vaya. Han sido rescatados de la humanidad como primicias para Dios y para el Cordero.” (Apocalipsis 14:1-4)

La palabras “los que no se han contaminado con mujeres porque son vírgenes” parecen decir que el hombre, al tener sexo con una mujer, queda contaminado por ella, lo cual es degradante para la mujer y para el sexo que se considera algo sucio. Y también parece decir que los que “son vírgenes” tienen un puesto especial y exclusivo en la compañía del Cordero, ya que solo ellos pueden cantar su cántico y seguirle a todas partes, son las “primicias” para el Cordero “rescatados de la humanidad”. Así se nos explicaba a nosotros ese texto de jóvenes, con lo cual se ensalzaba la virginidad, se degradaba el sexo, y se nos exhortaba a que fuéramos de aquellos “ciento cuarenta y cuatro mil” que permanecen vírgenes de por vida para gozar por toda la eternidad de sus privilegios en el cielo por no haberse “contaminado con mujeres”. Sin que se dijera nada de mujeres que “no se han contaminado” con hombres. No eran parte de las “primicias” del séquito del Cordero.

El texto puede tener otras interpretaciones, según nos dicen los biblistas, como que el “ser virgen” quiere decir “no cometer idolatría” (aunque aun así no parecería bien que el “no ser virgen” se comparase a “adorar a ídolos”), o que el abstenerse del sexo es preparación para la batalla y por eso se recomienda. De todos modos su sentido obvio y directo ha hecho daño, ha exaltado exageradamente a la virginidad, y ha condenado la falta de ella. Tanto es así que algunas versiones modernas, en vez de “vírgenes” traducen “se han conservado castos” para suavizar el sentido. La traducción es bien intencionada pero falsa, ya que el texto griego dice “parthenoi”, y todo quien se acuerda del Partenón en Atenas sabe que quiere decir “vírgenes”.

Por todas esas razones he dicho que la expresión “perder la virginidad” es sesgada y crea prejuicio. Si el sexo es bueno y creado por Dios, ejercer el sexo por primera vez, digna y debidamente, no debería ser materia de vituperio sino de satisfacción personal y de enhorabuena social. También he visto, en vez de decir “cuando perdí la virginidad”, la expresión “cuando me hice sexualmente activa”, que es más positiva todavía ya que en general “activo” suena mejor que “pasivo”. ¿De acuerdo?

Me ocurre otro ejemplo divertido del uso lingüístico del “perder” y “ganar” y sus consecuencias culturales. Al engordar se decía antes “ganar kilos”, y al adelgazar, “perder kilos”, es decir, que lo bueno era engordar (“ganar”) y lo malo el adelgazar (“perder”). Eran tiempos de pocas calorías en el menú, y lo sano y lo elegante y lo atractivo era estar gordo. Me acuerdo de un anuncio de mi niñez que mostraba a una pareja de hombre y mujer muy delgaditos con el letrero “Antes de tomar el chocolate Matías López”; y debajo la misma pareja, los dos bien gorditos, con la leyenda “Después de tomar el chocolate Matías López”. Los de mi edad se acordarán de ese anuncio. Es decir, que el chocolate Matías López engordaba, y ese era precisamente su mayor atractivo. (Tomen nota las agencias publicitarias.) Eso era hace mucho en el siglo pasado. Ahora es al revés. Se anuncia el chocolate dietético que no engorda. Bajo en calorías. Ahora el “perder” kilos es lo bueno, y lo llamamos adelgazar. En los jóvenes para cuidar la figura, y en los mayores para cuidar la salud. Antes el “ganar” kilos era bueno porque los “kilos” eran buenos. Ahora son malos. Antes se compadecía a quien preocupadamente decía que había perdido kilos, y ahora se felicita a quien regocijadamente presume de haberlos perdido. “Antes y después de tomar el chocolate Matías López”. ¿Qué habrá sido de aquel chocolate de nuestra niñez? Ahora habría que invertir el orden de la pareja flaca y gorda.

El libro “La primera vez” de Esther Porta recoge profesionalmente testimonios de jóvenes, ellos y ellas, sobre la primera vez que tuvieron sexo, ya fuera esto antes o después de su boda, y son muchos los (y más las) que dicen que la primera vez no fue satisfactoria, y bastantes los (y más las) que la encontraron traumática, debido, entre otras cosas, al concepto de perder la virginidad. Y Richard Branson, fundador de la marca “Virgin” desde discos hasta líneas aéreas, titula su autobiografía, con humor británico, “Losing My Virginity” (Cómo perdí la virginidad). El humor es el mejor enfoque.

Habría que consultarles a mis amigos parsis sobre esto del perder la virginidad. También ellos se caracterizan por lo que ha llegado a llamarse en la India “humor parsi”, y entienden bien la comida y el sexo. Quizá a quienes no convenga tanto consultar serían los jainistas por si tienen del sexo ideas de abstinencia parecidas a las que tienen sobre las comidas. Que sí las tienen. Hay religiones para todo.

Por cierto, me olvidé de advertir que los parsis no admiten conversiones.
Salmo

Salmo 17 – El Señor del trueno
Me hacía falta este Salmo, Señor, y te doy gracias por enviármelo a tiempo. Necesito su doctrina, y necesito que me la repitas, precisamente porque mi trato contigo me lleva a la familiaridad, y la confianza puede arrinconar la debida reverencia.

Aprecio inmensamente esa confianza y familiaridad, pero también caigo en la cuenta del peligro que tienen de hacerme caer en la falta de respeto y el olvido de tu infinita majestad. Eres Padre y eres amigo, pero también eres Señor y Dueño, y quiero tener tus dos aspectos ante mis ojos siempre. Este Salmo me va a ayudar a esto.

“El Señor tronaba desde el cielo,
El Altísimo hacía oír su voz.
Disparando sus saetas los dispersaba,
Y sus continuos relámpagos los enloquecían.
El fondo del mar apareció
Y se vieron los cimientos del orbe,
Cuando tú, Señor, lanzaste un bramido,
Con tu nariz resoplando de cólera.

Entonces tembló y retembló la tierra,
Vacilaron los cimientos de los montes, sacudidos por su cólera;
De su nariz se alzaba una humareda,
De su boca un fuego voraz,
Y lanzaba carbones encendidos.
Inclinó el cielo y bajó
Con nubarrones debajo de sus pies;
Volaba a caballo de un querubín,
Cerniéndose sobre las alas del viento,
Envuelto en un manto de oscuridad;
Como un toldo, lo rodeaban
Oscuro aguacero y nubes espesas;
Al fulgor de su presencia
Las nubes se deshicieron en granizo y centellas.”

Me inclino ante ti, Señor, al aceptar como tuya la extraña imagen del relámpago y el fuego. Tú te sientas a mi lado, y tú cabalgas sobre las nubes; tú susurras y tú truenas, tú eres alegre compañero y tú eres Rey de reyes. Quiero aprender la reverencia y la distancia para merecer salvaguardar la cercanía y la intimidad.

No he de abusar del privilegio que me brinda tu amistad, no he de olvidar el respeto y el decoro, no he de faltar a los buenos modales de la corte del cielo. He de amarte y adorarte, Señor, en un mismo gesto de acercamiento y humildad.

Lo que deseo es unir estas dos actitudes en una sola en mi alma, y acercarme a ti con intimidad y reverencia, con ternura y asombro al mismo tiempo. No olvidarme, ni en los momentos más íntimos, de que eres mi Dios; ni en los encuentros oficiales, de que eres mi amigo. Quiero encontrarme a gusto en tu palacio y en mi choza, en la liturgia pública y en la charla privada, en tu cielo y en mi tierra. Quiero tratar contigo en diálogo y en silencio, en obediencia y en libertad, en tu corte y en mis jardines. De ordinario nos encontramos como amigos, y por eso mismo hoy me alegro de que te me presentes como Rey y como Dios.

Y aún hay otra lección que quiero aprender hoy en este Salmo y llevarme como recuerdo. Siempre que la tormenta visite los cielos que me cubren, he de pensar en ti. Las nubes y la oscuridad y los truenos y los rayos volverán a dibujar tu imagen ante mi mirada, y yo  me inclinaré en silencio y adoraré. Cantó Zorrilla:

¿Qué quieren esas nubes que con furor se agrupan
del cielo transparente por la región azul?
¿Qué quieren cuando el paso de su vacío ocupan
del cenit suspendiendo su tenebroso tul?

¡Señor, yo te conozco! La nube azul serena
me dice desde lejos: ‘Tu Dios se esconde allí.’
Pero la noche oscura, la de nublados llena,
me dice más pujante: ‘¡Tu Dios se acerca a ti!’”

Bienvenidas sean las tormentas.
Meditación

El ángel de la familia

“Ellos se levantaron pero ya no le vieron más. Alabaron a Dios y entonaron himnos, dándole gracias por aquella gran maravilla de habérseles aparecido un ángel de Dios.” (Tobías 12:21)

Ellos son Tobit, Ana, y Tobías, y el ángel es Rafael que ha curado a Tobit de su ceguera causada por las golondrinas, ha casado a Tobías con Sara, su prima lejana a la que el demonio había privado ya de siete novios, ha cobrado las deudas y ha traído la alegría a una familia buena que había sufrido en el destierro por permanecer firme en las tradiciones de su pueblo y en la honradez de sus costumbres. La presencia del ángel es bendición para toda la familia, y todos la celebran con gratitud y fe alabando al Dios de Israel. Todos sabemos su historia.

El ángel de la familia. Entiende a todos, conoce la necesidad de cada uno, atiende a todos, y sana las relaciones entre todos al sanar las carencias de cada uno. Las relaciones no eran fáciles en la familia de tres. Había fricción entre marido y mujer por causa del extremo rigor moral del marido que ponía obstáculos a negocios prácticos de su mujer; y tensión también entre generaciones que retenía al hijo al lado de sus padres para cuidar de ellos cuando ya su edad y su capacidad lo llevaba a buscarse su propia vida y su propia familia sin romper lazos pero afirmando libertades. Su madre sufre y hace sufrir con su ansiedad por el hijo que marcha. Y todo lo soluciona el ángel con su tacto delicado, su certera eficiencia, y su embajada celestial. Arcángel Rafael, protector de familias.

La familia lo reconoce y le da las gracias. Cantan juntos, entonan himnos y alaban a Dios por haber visto un ángel y haber visto lo que puede hacer un ángel. El ángel les había dicho al descubrirse ante ellos: “Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que están siempre presentes y tienen entrada a la Gloria del Señor.” (Tobías 12:15) Dios ha concedido importancia a esa misión para enseñarnos con su gesto que protege a la familia, une a sus miembros, sana a los ancianos, apoya a los jóvenes y los lleva a la aventura, la alegría y el gozo de una nueva familia junto con la ayuda a sus padres. Todo ello de mano de un ángel.

“Y Rafael se elevó.”
Día 1
Os cuento

Mozart y el relojero

Descubrir belleza es alegría en la vida. Mientras sigamos descubriendo belleza seguiremos viviendo. Acabo de descubrir una fuga de Mozart. Y me ha regocijado el alma. Siempre habíamos dicho que las fugas había que dejárselas a Bach. A él le salían de los dedos con solo sentarse al teclado. La maestría de “El Clave Bien Temperado” que estudié al piano de joven me marcó estéticamente de por vida con la avalancha de sus preludios, la variedad de sus fugas, la inocencia de sus temas, la expectativa de su eco, la sorpresa de su reaparición, las divagaciones de sus correrías, la sonoridad de su armonía, la plenitud de su final. Nadie podía imitar aquello. En clase de música se nos decía oficialmente que Beethoven, con toda su genialidad, nunca consiguió escribir una fuga notable. Lo intentó virilmente en su sonata para piano Hammer-Klavier, pero en la partitura la llama “Fuga a tre voci con alcune licenze”, con lo cual él mismo confiesa no estar muy seguro de lo que ha escrito. Solo a tres voces y con licencias. La fuga no es su taza de té. Y para Mozart menos aún. Su carácter juguetón y melódico no parece encajar con la seriedad, la rigidez, el formalismo, el formulismo, el escolasticismo de la fuga clásica. Hay que dejársela a Juan Sebastián. (Uno de los recuerdos más bellos de mi vida es haber tocado en mi juventud el preludio y fuga para órgano en La Menor de Juan Sebastián Bach en un órgano Cavaillé-Coll –que son al órgano lo que el Stradivarius es al violín– en el Santuario de Nuestra Señora de la Antigua de Orduña. De allí al cielo.)

Y aquí viene la sorpresa. Oyendo distraídamente un CD de piezas poco conocidas de Mozart mientras trabajaba en el ordenador se me aguzan de repente las orejas, se me ponen de punta, se me paraliza el pensamiento, se cierra todo otro objeto de atención y me surge en la mente la llamada imperativa: ¡Pero si eso es una fuga! ¡Una fuga de Mozart! Y una fuga bellísima. Típica, canónica, escultórica, magnífica, con su tema inicial tentador, su desarrollo de niño bien educado, su jugar al escondite del motivo entre las voces, sus risas, sus escapadas, sus travesuras, sus aventuras, su vuelta al principio cuando llega al final, su sentido de satisfacción cuando se ha dicho todo lo que se tenía que decir y se ha acabado sencillamente cuando se tenía que acabar. Profundidad de Bach en pentagrama de Mozart. Increíblemente bello.

Miro referencias para adentrarme en el misterio. Se trata, incomprensiblemente, de una obra extrañamente escrita por Mozart “para órgano mecánico”, es decir, para un reloj de juguete que repetía mecánicamente la música al dar la hora sin intervención del organista. Todo un encargo para un genio. Mozart andaba mal de dinero, como con frecuencia en su vida, y para ganar algún dinero se prestaba a composiciones como esta “Fantasía en Fa Menor” que lleva el número de catálogo K. 608. Se conserva una carta de Mozart a su esposa Constanze desde Frankfurt el 3 octubre 1790, en la que se sincera acerca de esta pieza inusual: “Me he decidido a escribir inmediatamente el Adagio para el relojero para poder poner unos pocos ducados en la mano de mi querida mujercita. Pero es una obra tan odiosa que me hace sentirme triste y no puedo concluirla. Arremeto con ella todos los días, pero tengo que dejarla porque me aburre. Y desde luego la dejaría si no tuviese esa importante razón para seguir con ella. Espero obligarme a acabarla, aunque sea poco a poco.” Obra maestra a regañadientes. Si así escribía Mozart cuando no sentía inspiración se explica lo que fue cuando la sentía.

Y una curiosidad histórica. A Beethoven le gustaba tanto esta pieza de Mozart que se la copió de su propia mano. ¡Vaya con el órgano mecánico!

La estrella escondida

El encuentro con Mozart me ha recordado un cuento que yo mismo escribí hace tiempo, y es como sigue. Siempre nos queda algo por descubrir.

Las estrellas celebraban su asamblea solemne, y cada una sacaba a relucir (como saben hacer relucir las estrellas) sus propios méritos en la creación y en la vida del hombre y la mujer sobre la tierra, rey y reina de la creación. La estrella polar demostró como ayudaba a los hombres a fijar el norte de sus caminos y de sus mapas; el sol (que al fin y al cabo es una estrella) describió el calor, la luz, la vida que hacía llegar a todos los hombres y mujeres de la tierra; una estrella poco conocida reveló que ella fue la que confirmó la teoría de Einstein cuando pasó oportunamente tras el sol durante un eclipse ya que se pudo comprobar que la trayectoria de la luz se curvaba por la atracción de la gravedad del sol que fue la prueba convincente, y con ello hizo un gran servicio a la ciencia; y otras mencionaron los astrónomos y científicos que habían hecho famosos y los descubrimientos a que habían dado lugar, y revelaron los nombres que a ellas les habían puesto en los manuales de astronomía de la tierra: Sirio, Aldebarán, Betelgeuse, Alfa Centauri. Cada cual tenía su nombre, y cada una tenía algo que contar, rivalizando entre sí en fama y esplendor.

Solo una pequeña estrella, remota y escondida, permanecía callada en la asamblea celestial. No se le ocurría nada que decir. Cuando le llegó el turno y hubo de hablar, confesó que ella nada había hecho por el cosmos o por el género humano, y que los hombres y mujeres de la tierra ni siquiera la conocían, pues aún no la habían descubierto. Las demás estrellas se rieron de ella y la tacharon de inútil, perezosa e indigna de ocupar un sitio en el firmamento. Las estrellas están para alegrar el cielo, y ¿de qué sirve una estrella que no solo no se ve sino que ni siquiera se sabe que existe?

La pequeña estrella escuchaba todos los reproches que le dirigían sus hermanas, y algo se le ocurrió mientras hablaban, y lo dijo al final: “¿Quién sabe?”, dijo parpadeando suavemente como saben parpadear las estrellas, “a lo mejor yo también estoy contribuyendo, a mi manera, al progreso y bienestar de hombres y mujeres en la lejana tierra. Es verdad que no me conocen, pero ellos no son tontos, y sus cálculos les dicen que para explicar el curso de otras estrellas y cuerpos celestes que conocen, tiene que haber todavía alguna otra estrella que con su atracción gravitatoria explique las desviaciones en los caminos de las demás. Por eso continúan estudiando y observando y buscando, y con ello avanza su ciencia y continúa despierto su interés.”

Las otras estrellas se habían callado mientras hablaba, y ella tomó ánimos con su silencio y añadió algo al final que hizo pensar a todas: “No es que yo quiera anteponerme a nadie, y tenéis mucho mérito todas con lo que habéis hecho por los hombres y mujeres de la tierra; pero creo que yo también les estoy prestando un servicio importante: que sepan que aún les quedan estrellas por descubrir.”

Mucho debo a todas las estrellas que han aparecido en mi firmamento a través de los años de mi vida. Pero quizá a la que más deba es a esa pequeña estrella, remota y traviesa, alegre y humilde, anónima y querida, que sigue jugando al escondite con la lente de mi telescopio. Y sigo buscando.

(Salió el Sembrador, p. 13)

Memorias de una buscadora

[Lucy Edge es una espabilada muchacha británica que, después de pasarse diez años trabajando en una empresa de publicidad en Inglaterra, decidió irse por su cuenta a la India en la búsqueda de un guru, una experiencia, una doctrina, una asociación, una comunidad, una escritura, una tradición que la llevara a encontrar el sentido de la vida, su propia identidad, la perfección del cuerpo, la liberación del espíritu, la iluminación de la mente, y la última felicidad cósmica. Recorrió norte y sur, este y oeste del subcontinente en tren y autobús, acudió a maestros, se inscribió en cursos, estudió Yoga, meditó, contempló, se estiró, se encogió, se retorció, abrió chakras, despertó kundalinis, demostró ásanas, practicó pranayam, inspiró, espiró, cerró los ojos, los abrió, se sentó en loto, se puso cabeza abajo, se tumbó, juntó las manos, saludó al sol, se vistió de naranja, …… y después de todo sacó la consecuencia que voy a contar aquí al final, no sin antes recoger algunas instantáneas de sus experiencias tan simpáticas como divertidas.]

“Había una variedad desbordante de ofertas de yoga. ¿Cuál tomar? Era muy confuso. ¿El camino real y científico del Raja Yoga con el professor Desikachar en Chennai? ¿El camino del auto-conocimiento o Gnana Yoga en Tiruvanammalai? ¿El Bhakti Yoga, camino de amor y devoción con la Madre de los Abrazos en los manglares de Kerala? ¿El Yoga Integral de Sri Aurobindo en Auroville? ¿El Tantra que diviniza al cuerpo como el templo sagrado del placer con Osho en Pune? ¿La precisión del Iyengar Yoga, también en Pune? ¿El Ashtanga Yoga en Mysore o el Sivananda Yoga en Kérala? Esos sitios dibujaban el mapa entero de la India. ¿A dónde debería ir yo, norte, sur, este, oeste? (Yoga School Dropout, p. 22)

[Ella se dedica a probarlos todos, comenzando por Mysore:]

Ahí, delante de mí, estaban veinte o más de la gente guapa por todas partes, arropados sobre almohadones, arropados sobre colchones en el suelo, y arropados unos sobre otros. Un camarero atosigado, que era el único que tenía signos de movimiento, se abalanzaba a un lado y a otro a través de las puertas de la cocina de donde se escapaba periódicamente el olor a ajo y a cilantro.

Con una sonrisa desvaída observe la escena mientras apretaba mi recién comprado ejemplar de “Las Sutras de Patánjali” contra el pecho. Me sentí súbitamente sobrecogida. Me había imaginado este momento hacía mucho tiempo, mi primer encuentro con estudiantes de yoga en Mysore; pero… ¿dónde me sentaba ahora? Todos parecían tan entrelazados. No conseguí elaborar un camino rápido para añadirme a aquella masa de spaghetti humano, y vagué un poco por el borde, junto a un grupo de separados, sentados contra la pared ante una mesa larga con restos de tortas de pan y té de menta.
‘¿Quieres sentarte aquí?’ me preguntó una chica con piel bronceada y largo pelo rubio.
‘Gracias, me encantaría’, respondí agradecida.
Intenté copiar su postura de loto –tobillos encaramados sin esfuerzo sobre los muslos– pero mis caderas y mis rodillas me fallaban en el momento crucial de los 45 grados. Tuve que abandonar el intento y sentarme sencillamente con las piernas cruzadas y los pies y los tobillos fijos en el suelo. Les eché mi chal por encima para disimular la vergonzosa postura.
‘Yo soy Lisa, de Suecia’, dijo una rubia con un perfecto acento inglés y una cálida sonrisa.
‘Yo soy Lucy. He llegado hoy mismo. De Londres.’
‘Namasté, Lucy. Bienvenida a Mysore.’ Lisa levantó las manos en postura de oración e inclinó la cabeza.
Yo estaba ansiosa por establecer contacto con esos espíritus hermanos, y pregunté:
‘Me encanta tu chal; ¿dónde lo compraste?’
‘Oh, muchas gracias, Lucy. ¿Sabes? Antes de venir aquí estuve en Dharamshala, ya sabes donde está, y un hombre santo allí me leyó el aura y vio su color y me dijo que este chal hacía juego perfecto con ella. Las vibraciones violeta me abren la chakra de la coronilla y protegen mi cuerpo energético. ¿Y qué te ha traído a ti a la India, Lucy?
‘Creo que fue un Boeing siete-cuatro-siete. Fue un viaje largo –a Bombay y luego a Bangalore y finalmente aquí. ¿Y qué me dices tú, Shanti?’
‘Yo estoy aquí para estudiar Ashtanga Yoga con el guru. Mi mamá estuvo aquí cuando estaba embarazada de mí, aunque no lo sabía, haciendo todos esos ejercicios cabeza abajo y pies arriba sobre una mano y luego la otra, el del pavo real, cuerpo horizontal sobre una mano en el suelo. Bastante peligroso, si te lo piensas, y podía haberme perdido, pero el resultado fue que yo me enamoré del Yoga desde esas posturas de mi madre conmigo dentro. Llevo el Yoga en la sangre.

Shanti sonrió, y con la compostura de una bailarina desplegó sus piernas despacio hasta los 180 grados manteniendo su espalda perfectamente tiesa. Dobló los tobillos y los dedos del pie y aterrizó lentamente sobre el suelo con un toque alegre de las campanillas de plata en el rico ornamento de sus pies. (p. 2)

Yo apenas podía esperar. En menos de un mes tendría yo un cuerpo de spaghetti con todos los poderes inherentes a tal condición. Claro que no resultó precisamente así. El único sitio en el que conseguí la sincronicidad fue en la piscina. En la línea de tomar el sol junto al agua sí conseguí alinear mi toalla paralela a todas las demás sin esfuerzo.

Pero de vuelta a la esterilla del yoga, mis problemas se multiplicaban. Por mucho que lo intentase, no lograba crear suficiente fuego agni para levantar la serpiente kundalini de la energía desde la base de mi columna vertebral, todas y cada una de mis chakras permanecían decididamente cerradas por defunción, y yo no podía contar más de tres respiraciones sin ponerme a pensar qué teníamos para cenar. En mis ejercicios de Ha-Tha Yoga no conseguí enlazar y eventualmente unificar el ha del sol con el tha de la luna con la energía del canal sushnuma en mi espina dorsal para lograr la iluminación instantánea. Me recordaron que en el Bhagavad Guita el Señor dice que solo pueden practicar el Yoga en esta vida los que ya lo han practicado en alguna vida anterior; pero si así era, mi cuerpo se había olvidado. Además, ¿cómo es que es necesario haber practicado en una vida anterior, si esto siempre supone haber practicado en otra vida anterior? ¿Dónde empieza un honrado principiante? (p. 15)

[Ahora viene, entre todas sus escuelas y maestros, la mejor experiencia de todo su viaje por el Yoga, que además coincide con mi aprecio for Sri Raman Maharsi de Tiruvanammalai como un verdadero santo aunque nunca salió de su pueblo en el sur de la India en su búsqueda consagrada por la única y definitiva pregunta, ¿Quién soy yo?]

Así fue como, en la presencia de un Santo que llevaba ya más de sesenta años muerto, me senté y me pregunté a mí misma, ¿Quién soy yo? Decidí que yo no era ese escozor en mi garganta que notaba en cuanto me decían que me callase. Ni era yo esa primera cana que me había visto en el espejo esa mañana. Ni la edad que tengo ahora, porque en un segundo tendré más, y hace un segundo tenía menos. Yo no era mi cuerpo porque, según los médicos, se ha renovado por completo en los últimos siete años, y si todo va bien se renovará también en los próximos siete. Entonces, si yo no era ninguna de estas cosas, ¿quién era yo? ¿Quizá mis pensamientos? ¿Mis esperanzas? Pero mis esperanzas también cambiaban constantemente. ¿Quizá era yo mis miedos?

No. Mis miedos también cambiaban. Caí en la cuenta que si mis esperanzas y mis miedos y mi cuerpo estaban cambiando constantemente, también cambiaba todo el mundo a mi alrededor. Nada era lo mismo ni por un minuto, excepto –y esta era la esencia de las enseñanzas de Ramana Maharshi, y de hecho de todo el Yoga– nada era lo mismo excepto el Ser Eterno que permanece eternamente igual. En ese momento comencé a caer, o a volar, dejando todo detrás, dejando mi propio ser detrás, quedando como pura existencia, conciencia, y, sí, felicidad. Tenía gracia que no estaba yo sentada en la cima de una montaña como siempre me había imaginado que estaría cuando llegase a este estado. Un poco raro, divertido, quizá también loco.

Al volver a la superficie volvieron también las dudas. ¿Era eso de verdad el Gnana Yoga? Yo había estado consciente de mi respiración y eso se suponía que no debía pasar. Me había sentido fuera del tiempo, pero cuando miré al reloj solo habían pasado unos minutos. Bueno, ¿qué importaba? Se llame como se llame, y haya durado lo que haya durado, yo había sentido algo muy profundo en un sitio en el que no me habían cobrado ni una rupia y por la memoria de un hombre que había muerto hacía mucho tiempo. (p. 265)

[Después de recorrer todos los principales centros de yoga con experiencias siempre divertidas y siempre sinceras, llega a su conclusión final:]

Era hora de acabar. La búsqueda había acabado. La revolución interior que yo buscaba no iba a venir por matricularme en otra escuela de yoga, ni por comprar más camisetas con las letras OM, o libros de yoga, o certificados con orla dorada. Lo que tenía que hacer era cambiar mi perspectiva. Quizá si yo podía aceptarme tal y como soy y dejar de tratar de ser extraordinaria, dejar de ser una Diosa del Yoga, haría algún progreso. Me llamó la atención que la mayor parte de la gente que me inspiró en la India eran gente ‘ordinaria’, camareros, empleados del tren, funcionarios del gobierno, sastres, masajistas, maestros.

De hecho, parecería que cuanto la gente se acerca más a la Experiencia del Ser, más ordinaria parece. Pensando en esta gente ordinaria encontré que la razón que a todos ellos los hacía fuente de inspiración era que su práctica del yoga se extendía más allá de los límites de su esterilla. Veían al Yoga como una manera de ser, un estado de la mente, una actitud ante la vida, y tomaban al mundo entero por su escuela. El Yoga era para todos ellos ‘una manera armoniosa de vivir’, no un logro físico aislado – sabían que todo lo que tenían que hacer era mirar hacia dentro. La Iluminación no era un trofeo para levantarlo en un momento de triunfo, más bien se trataba de aumentar los momentos de ver con claridad y escoger con sabiduría en la vida diaria. Ninguno de ellos quería tener un cuerpo Yoga de esos que aparecen en los calendarios. Ninguno de ellos parecía interesado en equilibrarse sobre una mano con pies en alto al borde de una roca sobre el abismo. Para ellos Yoga no era un gran tema de conversación, a no ser que un occidental preguntase sobre ello. Era algo ordinario –respirar, meditar, y quizá alguna sencilla inclinación al sol. Se practicaba sin ceremonia, no en una clase numerosa bajo la instrucción de un maestro internacionalmente conocido, sino en casa –tranquilamente, sin armar jaleo. Lo que en realidad distinguía a esta gente ‘ordinaria’ era su capacidad para celebrar lo ordinario, encontrar placer en la vida diaria, admirarse por cosas pequeñas. Su felicidad estaba aquí y ahora, en este lugar, sea el que fuere este lugar.

Si el ser ‘ordinario’ daba esta felicidad, esta satisfacción, yo me apuntaba. Ya era hora de descartar los grandes fines que no me estaban llevando a ninguna parte, y comenzar con cosas pequeñas. De aquí en adelante dejaría de tratar de salir en titulares –la inmersión en la felicidad cósmica, la búsqueda del cuerpo perfecto, el reclutamiento de una banda de seguidores– y decididamente dejaría de tratar de hacer el pino que dolía mucho. En vez de eso, me concentraría en la letra menuda –tratando simplemente de aumentar los momentos de ver claro y escoger sabiamente en la vida diaria, como lo hacían mis gurus ‘ordinarios’.

En todos sentidos y a todo propósito yo había fracasado en mi búsqueda –pero no me sentía fracasada. De hecho estaba feliz y optimista. El fracaso me había liberado. Había renunciado a la perfección, y no me sentía obligada a obedecer las órdenes de mi ego. Cancelé las restantes escuelas de mi lista –ya tenía todo lo que quería, y no necesitaba ir más de tiendas– y me dispuse a volver a Londres. Por fin había entrado en contacto con mi guru interior. El que te dice que estés contento con lo que eres. El que te dice que la felicidad está siempre a nuestra disposición si sabemos mirar dentro de nosotros mismos. El que dice que hay perfección en la imperfección. El que se queda contigo siempre.” (p. 309)

Me contáis

Con frecuencia me consultáis sobre viajes a la India, sobre todo con el interés de encontrar, entre los itinerarios turísticos, algo de la espiritualidad del Oriente que os ayude en vuestra propia búsqueda religiosa. Por eso acabo de poner la historia de Lucy Edge que a mí me ha divertido mucho, que es muy verdadera en todo lo que dice, y que espero os enfocará vuestra propia búsqueda.

Salmo

Salmo 18 – Naturaleza y gracia
“El cielo proclama la gloria de Dios,
El firmamento pregona la obra de sus manos.”

Puedo fiarme de la naturaleza. La salida del sol y la llegada de las estaciones, las fases de la luna y el surgir de la marea, las órbitas de los planetas y el puesto de cada estrella. Maquinaria cósmica de precisión eterna. Los cielos hablan de orden y regularidad, y nos dan derecho a esperar hoy el mismo horario de ayer, y este año la primavera de todos los años. Es la marca de Dios sobre su creación, un Dios que es el Dios del orden y de la garantía, un Dios de quien puedo fiarme en todo lo que hace, como me fío de que el sol saldrá mañana.

Así como me fío de Dios en la naturaleza, me fío también de él en su creación de espíritu y de gracia. En su ley y su voluntad y su amor. La voluntad de Dios dirige el mundo de la gracia en el corazón del hombre con la misma seguridad providente con que hace salir el sol y llover a las nubes, fiel en su cariño salvífico como lo es en guardar su puerto la estrella polar.

“Su ley es perfecta,
su precepto es fiel,
sus mandatos son rectos,
su voluntad es pura.”

La misma divina voluntad es la que dirige las estrellas del cielo y el corazón del hombre. Una creación es el espejo de la otra, para que al ver a Dios llenar de belleza los cielos nos entre la fe de dejarle que llene también nuestros corazones con su misma belleza.

“El día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra.
sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
a toda la tierra alcanza su pregón
y hasta los límites del orbe su lenguaje.”

Ese pregón, ese lenguaje, esa sabiduría secreta nos habla a nosotros también. Su mensaje es claro: Dios no falla nunca. Ese es el secreto de las estrellas. Y la misma mano que las guía a ellas eternamente por las rutas invisibles del cielo, nos guía a nosotros también por los laberintos imposibles de nuestro viaje sobre la tierra. Mira a los cielos y cobra ánimo. Dios respalda a su creación.

Cielo y tierra al unísono. Tu Hijo nos enseñó a pedir que tu voluntad se haga en la tierra como en el cielo. Veo a todos los cuerpos celestes que obedecen a tu voluntad con fácil perfección, y pido para mí esa misma facilidad en seguir las rutas de tu gracia. Esa es la oración que rezo a diario, enseñado por tu Hijo. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.” Es decir, que los hombres y mujeres sobre la tierra hagamos tu voluntad y sigamos tus leyes con la fidelidad con que lo hacen el sol y la luna en el firmamento.

Es verdad que yo tengo la libertad –que el sol y la luna no tienen– de escoger dirección y desviarme de tu camino. Por eso te pido que me dirijas despacio, me corrijas suavemente, me cuides a lo largo de mi órbita. Dame fe en tu santa voluntad para que me sienta seguro de que al seguir su dirección me coloco en mi sitio en ese universo que has creado, y así contribuyo con mi libertad a la belleza del conjunto.

Hazme amar tus mandamientos y acatar tus preceptos. Llévame a adorar tu ley, le ley única e indivisa que rige en armonía los cielos y la tierra. Enséñame a pensar en ti cuando saludo al sol naciente, y a darte gracias cuando despido a las sombras de la noche. Hazme sentirme cerca de tu creación, cerca del milagro de la naturaleza, cerca de tu ley. Adiéstrame para que cante tu gloria en mi vida en feliz unísono con el himno de cielos y tierra.

“El cielo proclama la gloria de Dios,
El firmamento pregona la obra de sus manos.”

Meditación

El ángel del campamento

“Acampa el ángel de Yahvé en torno a los que le temen, y los libra.” (Salmo 33:8)

El ángel acampa. Permanece, vigila, protege. Él es el guardián de noche y el acompañante de día. Siempre acechan peligros, preocupan amenazas, asaltan dudas. Por eso siempre está él alerta, dispuesto a dar la alarma, a despertar al campamento, a rechazar al enemigo. Por eso puedo dormir yo en paz.

A veces despierto inquieto bajo temores inciertos, que agrandan las sombras del día con ansiedades nocturnas. ¿Estoy haciendo bien lo que hago? ¿Acabaré el trabajo a tiempo? ¿Me saldrá todo bien? ¿No debería hacer aceptado lo que rechacé o rechazado lo que acepté? ¿Hice bien en meterme en eso? ¿Estoy a tiempo de salirme? ¿Tendré inspiración para seguir? ¿Tendré fuerzas para acabar? ¿No es ya hora de dejar tanto trajín y retirarme y descansar? ¿Hasta cuándo voy a seguir preocupándome del mundo entero que no tiene remedio y está peor ahora que cuando yo entré en él? ¿Para qué he de seguir contestando preguntas que no tienen respuesta y estudiando problemas que no tienen solución? ¿No es inútil todo lo que he hecho? ¿Y no es estúpido empeñarme en hacer lo que de nada sirve? La avalancha de las dudas hace presa fácil de la imaginación indefensa en el desamparo nocturno. Terrores de campamento en el silencio de la oscuridad.

Durante el día el mismo trabajo incesante y el sucederse de las ocupaciones distrae la mente, aleja las preocupaciones y frena el pensar. Pero la soledad de la noche me deja indefenso ante el ataque consolidado de todas mis dudas y miedos y complejos y timideces. El enemigo astuto ataca en la oscuridad cuando un ruido parece una tormenta y una sombra parece un ejército. Cuñas de angustia en lo que debería ser descanso necesario. ¿Quién me ayudará?

Me ayuda la compañía del ángel que acampa a mi lado. Me ayuda a pensar en él, saberlo cerca, sentir su presencia. Él vela en torno a mi campamento, y así sé que mis temores son infundados, que mis dudas son falsas, que mis preocupaciones son imaginarias. No ha habido ataque de enemigos ni alarma justificada. El campamento está en paz. El ángel vigila. Es verdad que la vida es peligro, que el camino es arduo, que hay que dar la cara y hay que enfrentarse a la realidad; pero también es verdad que hoy no fue peor que ayer, y mañana no será peor que hoy. Si hasta aquí he llegado, adelante seguiré, y si estos años he vivido, los que me queden viviré; y lo que viva he de vivir con ilusión y con energía y con valentía y con fe. Que se marchen los fantasmas de la noche. Me doy media vuelta en la cama y sigo durmiendo hasta la luz del día. El ángel del Señor vela sobre el campamento.

Día 1
Os cuento

De la boca de los niños

Citas auténticas de niños y niñas pequeños:

David, 2 años. Cuando iba a nacer su hermana, le dijeron a David que iba a tener una hermanita con la que podría jugar…. Cuando nació, David fue a la clínica y, al verla en la cuna, preguntó: “¿Y con eso tengo yo que jugar?”

Celia, 3 años. Celia quería jugar con su primo a cuentos de princesas, pero él no quería ser príncipe, ni caballero ni nada así que ella muy enfadada le dijo: “Vale, sé tú mismo y abúrrete.”

Alejandro, 4 años: Alejandro aún no sabe leer, pero un día se fue solo al salón, cogió un ejemplar del Quijote que estaba en una estantería y se sentó en el suelo. Después de un rato su padre fue a ver qué estaba haciendo Alejandro porque estaba muy callado. El niño tenía el libro abierto y lo estaba mirando muy atentamente. De repente levantó la mirada y le dijo a su padre: “Oye, papá, ¿por dónde voy?”

Kevin, 4 años: Kevin va todos los días al cole en autobús con su madre. Como ella lo lleva en brazos, le parece injusto pagar dos billetes, así que le dijo al niño: “Kevin, si te preguntan la edad, dices que tienes 3 años.” Un día se encontraron con una vecina que le preguntó a Kevin: “Guapo, ¿cuántos añitos tienes?” El niño miró a su madre y le dijo: “Mamá, ¿le digo la del autobús o la de verdad?”

Sergio, 5 años: El año pasado, la noche de Reyes, la madre de Sergio le preguntó si quería dejar algo de comer a los Reyes y a los camellos. Sergio le contestó: “No, mamá. Si tienen hambre, que vayan al frigorífico.”

Paula, 4 años: Paula fue con su madre a la peluquería, donde todo el mundo le hacía carantoñas. La peluquera le preguntó: “¿Cuándo cumpliste los 4 añitos?” La niña respondió muy seria: “Pues cuando se me acabaron los 3.”

Moisés, 3 años: A Moisés le cuesta pronunciar algunas palabras. Un día le dijo a su padre: “Quiero un yogur de pfreza”. Su padre le dijo: “Si no lo pronuncias bien, no te lo doy.” Y él contestó: “Pues entonces lo quiero de plátano.”

Sofía, 5 años. Un día su madre no tomó la comunión en misa y Sofía le preguntó: “Mamá, ¿por qué hoy no te has tomado la pastilla esa que te hace estar un rato sin hablar?”

Marcos, 4 años: Un día a Marcos le enseñaron una foto de la comunión de su primo en la que salía el primo, los padres de Marcos y un obispo. Y le preguntaron: “¿Quiénes son los de la foto?” Marcos dijo: “Pues el primo José, papá, mamá…”. Y cuando llegó al obispo dijo: “Y el tío disfrazado de Batman.”

Sofía, 2 años y 6 meses: Cuando la bañan, siempre llora mucho si se le mojan los ojos al lavarle el pelo. Un día que le lavaron el pelo y Sofía ni se inmutó, su hermana mayor se sorprendió: “Sofía, hoy no has llorado.” Y Sofía dijo: “Los años…”.

Eva, 6 años: Eva decidió elaborar una lista de las cosas que tenía que hacer ese día. En el papel escribió: Comprar mantequilla, disfrutar, ver mundo y ser feliz.

Pepe, 7 años: Su madre estaba intentando que hiciera los deberes, pero Pepe no paraba de armar jaleo. Al final su madre se cansó: “Pepe, para de hacer ruido o te castigo.” Y Pepe le dijo: “Pero mamá, si luego te sientes fatal.”

Aída, 3 años: Aída tiene problemas para pronunciar la erre, así que un día le dijeron: “A ver, Aída, repite: El perro de san Roque no tiene rabo porque Ramón Rodríguez se lo ha robado.” Y Aída dijo: “El chucho no tiene cola.”

Melisa, 5 años: Melisa iba en el coche con sus padres y le dijo a su madre: “Mamá, ponme música.” Su madre le respondió: “No, que me duele la cabeza.” Y entonces dejo Melisa: “Pues pónmela tú, papá, que a ti no te duele.”

Perla, 6 años: Perla estaba con sus padres en Port Aventura. En una atracción había altura límite, así que el señor de la atracción le dijo a Perla: “No puedes subir porque eres una niña.” Y Perla le contestó: “No soy una niña, soy una mujer con problemas de crecimiento.”

Javier, 4 años: Javier y su abuela fueron a misa el Domingo de Ramos. Como se le hacía muy larga, quería irse, pero su abuela le pidió: “Espera un poquito, Javier.” Cuando pasaron el cepillo, su abuela dejó dinero, y Javier le dijo: “Vale, ya hemos pagado. ¿Podemos irnos?”

Javier, 8 años: Su madre había dado a luz, y cuando Javier vio al bebé en casa dijo: “Y este, ¿se queda con nosotros?”

David, 3 años. Un día les dijo a sus padres: “Y vosotros, cuando yo tenga novia, ¿dónde vais a vivir?”

Martha, 5 años. Los Reyes le trajeron a Martha una mesita que había pedido, y al ver la etiqueta dijo: “Mira, mami, en el cielo también hay IKEA.”

Alfredo, 2 años y 6 meses: Cuando comenzó un nuevo curso, el padre de Alfredo lo llevó a la guardería y lo presentó a sus nuevos compañeros. Cuando volvió a recogerlo, le dijo: “Venga, dale un beso a tu nueva compañera María que nos vamos.” Alfredo respondió: “¿Por qué? Si todavía no le he pegado.”

María, 3 años: Estaba María con su abuela a última hora de la tarde, todavía había luz solar, pero ya se veía la luna. De pronto María miró al cielo y dijo: “Abuela, la luna se ha equivocado.”

Unai, 8 años: La madre de Unai le explicó un día: “Pues, cuando yo era pequeña y las monjas nos pillaban comiendo chicle, nos lo pegaban al pelo.” Y Unai dijo muy serio: “Mamá, las monjas están ahora en peligro de extinción, ¿no?”

Marc, 5 años: Una noche, mientras estaban cenando, Marc estaba portándose mal y le pidió su madre: “Marc, haz el favor de sentarte como Dios manda.” Y él dijo muy serio: “Mami, Dios no manda.”

Guillermo, 5 años: Su madre intentaba despertarle un lunes para ir al cole y después de llamarlo varias veces dijo Guillermo: “Espera, mamá, que solo me falta un ojo para despertarme.”

(Frases célebres de niños, Santillana, Madrid 2007)

La gracia cara

Dietrich Bonhöffer, El Precio de la Gracia, p. 17 (Nachfolge, 1937)

“La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. Hoy combatimos a favor de la gracia cara. La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón abaratado, el consuelo abaratado, el sacramento abaratado, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la cogen unas manos inconsideradas para distribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes.

La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin entrega, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.

La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.

Es cara porque llama al seguimiento, y es gracia porque el seguimiento a que llama es el seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo.”

Me contáis

Veo por vuestras reacciones a páginas anteriores que el complejo de culpa, que ya no tienen los jóvenes, sí tuvo importancia para generaciones anteriores. Yo he citado experiencias de varias personas sacadas de autobiografías que he leído, y alguien me ha enviado una más que reproduzco aquí:

“Los domingos de los años cuarenta eran unos domingos muy largos, muy tristes, con lluvia y cine malo. El domingo por la mañana nos quedábamos en la cama un ratito más, sin ir al colegio, o nos hacían madrugar para ir a la iglesia a confesar y comulgar. También podía suceder que hubiésemos confesado el día anterior, en la tarde del sábado, y entonces nos despertábamos, el domingo por la mañana, sobresaltados, temiendo haber pecado durante la noche, en sueños, o haber bebido agua, o haber dado una mala contestación.

Habían pasado muchas horas desde la confesión y no era seguro que la gracia de la absolución permaneciese todavía impoluta en nosotros. A lo mejor íbamos a comulgar en pecado, con lo cual ese pecadillo, seguramente pequeño, se iba a convertir en grave, en pecado mortal, porque la culpa tiene una dialéctica muy particular y siempre progresiva. La culpa es siempre mayor que el culpable, puede más que él, le envuelve, y el niño que no ha querido comerse la sopa puede acabar sintiéndose un endriago de los infiernos, porque su inapetencia ha hecho llorar a la abuelita.

Si uno pensaba mucho en su pecado –cualquier pecado, una distracción o una patada–, la culpa se iba haciendo muy grande solo por pensar en ella. Si uno lo dejaba estar, un día nos lo recordaba alguien –el padre, la madre, el confesor, el maestro– y ocurría que la culpa olvidada había crecido en nuestro pecho débil como una planta monstruosa y letal. De modo que el domingo, que era el día del Señor, era también, por eso mismo, un día muy delicado en el que uno acababa sintiéndose en pecado mortal por una u otra razón.”

(Francisco Umbral, Memorias de un chico de derechas, p. 28

Salmo

Salmo 19  –  Carros y caballos
“Unos confían en sus carros, otros en su caballería,
nosotros invocamos el nombre del Señor Dios nuestro.”

No desprecio carros ni caballos, Señor. Sé que el que quiere luchar necesita armas, y el que quiere triunfar necesita medios. Yo quiero hacer algo por ti y por tu Reino; quiero diseminar tu palabra, comunicar tu gracia, darte a conocer a ti; y para eso yo también necesito medios y me propongo tenerlos y usarlos lo mejor posible. Estudiaré las artes de la palabra, aprenderé métodos y técnicas y emplearé a fondo los medios de comunicación. Pondré los mejores y más modernos medios al servicio de tu mensaje. ¡Los mejores caballos y los mejores carros de combate para tus ejércitos, Señor!

Pero, al mismo tiempo que aprecio los medios humanos y me dispongo a aprovecharlos lo mejor posible, me abstengo de poner en ellos mi confianza, pues sé que en sí mismos no valen nada. Buscaré, sí, la eficacia, pero a sabiendas de que la eficiencia por sí sola no puede establecer tu Reino. Delicado equilibrio en la obra de tu gracia que me lleva a ser eficiente en tu causa, y luego a admitir que la eficiencia no cuenta por sí sola. Mis caballos y mis carros no son los que me han de dar la victoria. No es en ellos en quien confío.

Yo confío en ti, Señor. Has recabado mis esfuerzos, y los tendrás, con todas mis flaquezas y toda mi buena voluntad en ellos. Pero el éxito viene de ti, Señor, de tu poder y de tu gracia, y quiero dejarlo bien claro desde el principio ante ti y ante mí mismo.

“Unos confían en sus carros, otros en su caballería;
nosotros invocamos el nombre del Señor Dios nuestro.”

Meditación

Ángeles en mis rezos

“Te doy gracias, Señor, con todo el corazón, pues tú has escuchado las palabras de mi boca. En presencia de los ángeles salmodio para ti, hacia tu santo templo me prosterno.” (Salmo 137:1)

Rezar en presencia de ángeles. Solo con pensarlo se anima mi alma y se vivifica mi oración. Me gusta rezar en grupo, sentir la fe común de mis hermanos, oír su voz para unir a la de ellos la mía, saberme apoyado y rodeado y entendido y acompañado por otros que piensan como yo y que aprecian y buscan mi compañía en la oración como yo la suya. Rezar en grupo, rezar en comunidad, rezar en pueblo de Dios es la cumbre del rezar en la que todos somos uno, y cada uno ve multiplicada su súplica en el fervor común. Rezar en presencia de hermanos y hermanas.

Pero con demasiada frecuencia me encuentro solo. Las voces se reducen a una, los cánticos se hacen silencio, la comunidad se hace soledad. Con todo quiero rezar, y mi oración es válida y necesaria y es parte de mi vida y es flor de mi ser. Pero puede ahogarla el aislamiento y silenciarla el vacío a mi alrededor. Me encuentro solo.

Entonces pienso en los ángeles. No estoy solo. Ellos rezan con la naturalidad de su existencia, con su mera presencia, con sus alas y con su resplandor. Ellos “ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” como dijo Jesús, y eso es oración existencial de vivencia constante. Ellos son oración en sí mismos, y solo con saberme en su presencia me siento en oración. Allí tengo mi compañía permanente, mi capilla abierta, mi grupo de oración. Ellos siempre están conmigo, y basta avivar el recuerdo para convocar la plegaria. Cuando rezo un salmo, salmodio con ellos; cuando entono un cántico, canto en coro; cuando formulo una petición, firmo un manifiesto. Somos muchos aunque yo sea uno, es una multitud aunque yo esté solo, es todo un pueblo aunque yo sólo sea un individuo. ¡Qué fácil es rezar en grupo, sobre todo cuando todos los demás son mejores que yo! Desde ahora ya sé que nunca estoy solo cuando rezo.

“En presencia de los ángeles salmodio para ti.” 

 

Día 15
Os cuento

Pavarotti

Estoy escuchando Nessun dorma en el CD «Tutto Pavarotti». «Que nadie duerma en Pekín esta noche…». Turandot de Puccini. Pavarotti ya duerme. Con su gran pañuelo de Hermes al cuello. O colgando de sus dedos. El «Tutto Pavarotti» se hizo tan célebre que algunos llegaron a creer que «Tutto» era el nombre de Pavarotti, cuando se llamaba Luciano. Disfrutó la vida y ayudó a muchos a disfrutarla. Amaba la comida, hablar de comida, saber de comida, pensar en la comida, comerla. Llegó a pesar 120 kilos y se sometía a dietas una y otra vez. Cuando alguien le preguntó cuál era el mejor piropo que había recibido en su vida, contestó: «Una vez un hombre tropezó conmigo sin querer en la calle, y se excusó diciendo: ‘Perdone, no le había visto’.» A su compañero tenor José Carreras le ofrecía pan con tomate, que sabía era lo que más le gustaba. Cuando Carreras contrajo leucemia, Pavarotti le dijo: «No te mueras, que si tú te mueres, me quedo sin competición.» López Cobos dice de él que era un niño grande, y cantaba cada canción y cada ópera como se fuera la primera vez que la cantaba. En su funeral han tocado el disco en el que él y su padre cantaban juntos el Panis Angelicus de César Frank. Maravilla de letra, melodía, interpretación que me ha sacado las lágrimas. Luego han tocado el Nessun dorma. Duerme en paz.

(Érase una vez en África, Joseph G. Healey, Mensajero 2007)

Cada mañana, cuando en África se despiertan las gacelas, saben que tienen que correr más rápido que el más veloz de los leones o, si no, no volverán a ver la aurora.
Cada mañana, cuando en África se despiertan los leones, saben que tienen correr más rápido que la más lenta de las gacelas o, si no, se quedarán con hambre.
No importa si eres león o gacela. Cuando salga el sol, lo mejor es que espabiles. (p. 43)

Al inscribirse para su primer safari en un parque de caza de Tanzania, el turista americano se siente seguro de saber cómo actúa ante cualquier emergencia. Se acerca cautelosamente al experimentado guía local y le dice con aire sabihondo: “Sé que llevando una linterna se puede mantener alejados a los leones.” “Es cierto”, le replica el guía, “pero depende de lo rápido que corra usted con la linterna en la mano.” (71)

Proverbio africano: “Se necesita todo un poblado para criar a un niño.” (74) En Europa, por lo visto, basta un kindergarten.

Cuando trabajaba como sacerdote en Tanzania, pasé un año entero preparando para el bautismo a un grupo masai. Al cabo del año tenía que decidir quién estaba preparado y quién necesitaba estudiar más.
Ndangoya, el más anciano, me paró amable pero firmemente: “Padre, ¿por qué tratas de dividirnos y separarnos? Durante todo el año nos has estado dando clases. Cuando tú no estabas hemos hablado de todas esas cosas, de noche, delante de la fogata. Sí, hay vagos en esta comunidad. Pero les hemos ayudado con mucha entrega. Hay tontos en la comunidad, pero les han socorrido los que son inteligentes. Hay gente con poca fe en este poblado, pero les han animando aquellos cuya fe es grande. ¿Quieres expulsar y obligar a abandonar a todos los perezosos, a los que tienen poca fe, y a los que son tontos? Desde el primer día he hablado por ellos. Ahora, un año después, puedo prestar testimonio –por ellos y por todos– de que hemos alcanzado el punto en nuestras vidas donde podemos decir: ‘Creemos’.”
Miré al anciano. Los bauticé a todos. (101)

Saqué unas fotos a los chicos del pueblo. Las revelé y se las enseñé a todos. El pequeño Mohammed reconoció en las fotos a cada uno de sus amigos y se los iba enseñando a su madre por sus nombres, pero no se nombraba a sí mismo. ¿Sería timidez? No. Su madre le señaló una foto en la que estaba él: “Mohammed, ese eres tú.” Me di cuenta de que el pequeño Mohammed no había reconocido su propia cara porque en este poblado no hay espejos. Mohammed sólo se conocía a través de su madre, sus amigos, o sus vecinos. Las gentes de este poblado se ven a través de espejos humanos. Cuando se saludan ¿qué tal estás hoy? o cuando dicen no tienes buena cara, estás enfermo, o ¡qué cara tan alegre tienes hoy! Dinos por qué estás tan contento, entonces aprenden quiénes son. Esa noche recé y le pedí a Dios: “Si alguna vez llegan a este poblado los espejos modernos, por favor, no permitas que esta gente prescinda de sus espejos humanos.” (109)

En una zona de Kigali, Ruanda, donde vivían juntas gentes de las etnias hutu y tutsi, estalló una guerra genocida llena de venganzas sangrientas. Los vecinos atacaban a los vecinos. En aquel lugar, un hombre hutu mató a su vecino tutsi. Algún tiempo después, cuando el Frente Patriótico de Ruanda había ganado la guerra y se había hecho cargo del gobierno, se empezaron a investigar las atrocidades cometidas. Se le pidió a la mujer del tutsi muerto que identificara al asesino de su esposo. Rehusó, sabiendo que el hombre de la etnia hutu sería ejecutado. Eligió el perdón. (123)África entiende la muerte. Una mujer joven, casada y viviendo en otro pueblo, vino al poblado, y pasó por la misión a saludarme. Yo sabía que estaba enferma del sida, y se le notaba el estado avanzado de la enfermedad. Había venido a despedirse. Me dijo:

– He venido a ver a mi madre en el pueblo.
– ¿Crees que tú estás empeorando?
– Sí, eso me parece.
– ¿Tienes miedo?
– No. He hecho todo lo que deseaba. Mis hijos están bien. Me he asegurado de ello. Pero necesitaba ver a mi madre.

Nos despedimos y la contemplé mientras subía la calle. La joven caminaba como una reina. Lo que dejaba a su paso era suelo sagrado. (125)

El 29 de abril de 1994, veintidós personas, la mayoría colegialas, fueron asesinadas durante un ataque a una escuela católica femenina en Muramba, en la región de Gisenyi, de Ruanda, cerca de la frontera con la República Democrática del Congo. Durante la guerra del genocidio entre hutus y tutsis, un grupo de hombres armados asaltó el colegio y ordenó a las niñas que se dividieran por grupos étnicos, humus a un lado y tutsis al otro. Las niñas se negaron, dando testimonio de que de hecho eran una sola comunidad que se quería. Los hombres abrieron fuego despiadadamente, matando a diecisiete niñas e hiriendo a otras catorce. La Hna. Margarita Bosmans, misionera belga, directora de otro colegio cercano, trató de parar a los asesinos y también la mataron. (127)

A algunos forasteros en África les saca de quicio la falta de espíritu competitivo de ciertos africanos. Los tanzanos parecen haber elegido la colaboración y el compañerismo como forma de vida. El primer indicio que tuve de ello fue un día de competiciones para alumnos de una escuela de Secundaria. Las pruebas no incluían arco, ni lanzamiento de jabalina, ni siquiera enfrentarse tirando de una soga. Solo había carreras pedestres. Después de media docena de eliminatorias en la prueba de las cincuenta yardas, la religiosa católica que se encargaba de la competición se dio cuenta de que estaba pasando algo extraño. Le resultaba muy difícil determinar la ganadora en cada carrera: todas llegaban a la meta exactamente al mismo tiempo. Antes de la séptima eliminatoria, preguntó: “¿Qué pasa aquí? Nadie gana.” La respuesta salió de la boca de la menos tímida de las jóvenes: “Oh, hermana, es mejor si llegamos todas juntas.” (185)

Como les pasa a todos los misioneros en Tanzania, el padre Jack se sentía muy incómodo por la diferencia que había entre su nivel de vida y el de sus vecinos. La gente vivía en casas de adobe y techo de paja, mientras que él habitaba en una casa de cemento con tejado bueno y terraza. Los nativos acarreaban agua de un pozo que se hallaba a mucha distancia, mientras que durante la estación de las lluvias él recogía el agua de la lluvia en tanques situados encima del tejado. Y su comida era mucho más variada que la ordinaria en el pueblo. Un día, mientras viajaban, el misionero le confesó a Carlos, su catequista, lo incómodo que se sentía viviendo como un rico entre los pobres. Carlos arrugó el entrecejo en señal de incredulidad. Después le soltó: “Pero padre, usted es el más pobre del poblado. ¡Usted no tiene nietos!” (189)

Un misionero fue a un área remota de Tanzania a proclamar el evangelio entre los masai, un pueblo famoso por sus valientes guerreros. Un día el misionero hablaba a un grupo de adultos acerca de la salvación que nos traía Jesucristo. Les explicaba que Jesús es el Hijo de Dios, el salvador y redentor de toda la humanidad. Cuando terminó de hablar, un anciano masai se levantó despacio y le dijo al misionero: “Has hablado bien, pero yo quiero saber más de ese Gran Jefe, Jesucristo. Quiero preguntarte tres cosas sobre él, y de tus respuestas dependerá si aceptamos a Jesús como a nuestro Jefe. La primera, ¿mató alguna vez un león? La segunda, ¿cuántas vacas tenía? Y la tercera, ¿cuántas mujeres e hijos tuvo?” (199)

Me contáis

Pregunta: San Agustín dice que cuando Dios no escucha nuestras peticiones es porque rezamos mal. ¿Es eso verdad?

Respuesta: Sí es verdad que San Agustín dice eso, pero no es verdad que sea verdad, si es que me explico. San Agustín dice que cuando Dios no oye nuestras oraciones es por una de tres causas, que él resume en su típico latín como “malum, male, mali”. Queda claro, ¿no? Malum es que pedimos algo malo, algo que no nos conviene, algo que aunque a nosotros nos parezca bueno no lo es en realidad, y por eso Dios no nos lo concede, con lo cual nos hace un favor. Male quiere decir que pedimos mal, es decir sin las condiciones de la oración bien hecha que son – siempre según San Agustín – humildad, confianza, perseverancia. Con que falte una de las tres, la oración ya no está bien hecha, y por eso (siempre según San Agustín) falla. Mali quiere decir que nosotros mismos somos malos, que no nos portamos bien, que no nos merecemos que Dios nos haga ningún favor, y por eso falla otra vez la oración. Todo eso dice San Agustín.

Y repito que lo dice San Agustín. Pero no lo dice Jesús. Jesús dijo sin condiciones en su gran Sermón del Monte al comienzo de su predicación al desplegar su programa ante la multitud: “pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá, porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá”. No dijo “si lo pedís bien, si os portáis bien, si lo hacéis con humildad, confianza y perseverancia, si os lo merecéis”. Su oferta es incondicional. Si esperamos a ser totalmente buenos, a pedir solo bienes eternos, a hacer la oración perfecta, podemos ahorrarnos el trabajo. Jesús dijo simplemente, “pedid y recibiréis”. Claro que eso lleva a otras preguntas. Pero esas no me las has preguntado.

Salmo

Salmo 20 – El deseo de mi corazón
“Le has concedido el deseo de su corazón.”

Estas palabras me traen la alegría, Señor. Estas palabras te definen a ti con la profundidad de la fe y el cariño que llegan a rozar tu esencia: Tú eres el que satisface los deseos del corazón humano. Tú has hecho ese corazón, y sólo tú puedes llenarlo. Puedes hacerlo, y de hecho lo haces, y ésa es hoy mi alegría y mi consuelo.

“Le has concedido el deseo de tu corazón.”

Al concedérselo a “él”, me estás diciendo que también estás dispuesto a concedérmelo a mí. Lo que haces por el rey de Israel lo haces por tu pueblo, y lo que haces por tu pueblo lo haces por mí. Quieres concederme el deseo de mi corazón como le concediste al rey de Israel sus victorias.

Eso me hace pensar con la seriedad que inspira tu presencia: ¿Cuál es, en realidad el deseo de mi corazón? ¿Cuáles son las victorias que yo anhelo? Ahora sé que estás dispuesto a satisfacer mis deseos, quiero escudriñar mi corazón para saber lo que él desea y manifestártelo a ti para que actúes. En breve te lo digo, Señor.

Pero al empezar a escudriñar mi corazón, me quedo parado. Veo mis deseos… y ¡los encuentro tan mezquinos! ¿Cómo puedo presentarlos en serio ante ti, Señor? Lo que yo quiero de primera intención es el éxito barato, el escape fácil, la gratificación personal. Lo que busco es seguridad, comodidad y respetabilidad. ¿Puedo llamar a eso “el deseo de mi corazón” y proponerlo en tu presencia para que lo bendigas y lo concedas? No, no puedo. Déjame profundizar más.

Al profundizar más en mi propio corazón me llevo otra sorpresa desagradable. Ando a la busca de deseos “más profundos”…, y veo que esos profundos deseos me resultan puramente artificiales, oficiales, académicos. Resulta que estoy pidiendo por “tu mayor gloria”, “la liberación de la humanidad”, “la venida de tu Reino”; y todo eso es justo y necesario…, pero esas palabras no son mías, esas fórmulas están copiadas; los deseos sí que son míos, pero sólo en cuanto son los deseos de todo el mundo. Entiendo que por “el deseo de mi corazón” esperas algo más personal, más íntimo, más concreto. Algo de mí a ti, de corazón a corazón, en amor mutuo, confianza y sinceridad. Déjame buscar más adentro.

¡Ya lo tengo! Escucha lo que te pido con gesto de humildad (quizá un poco apresurada) y de satisfacción por haber encontrado la respuesta perfecta: Señor, te dejo a ti la elección. Tú sabes qué es lo que mas me conviene, tú me amas y quieres mi felicidad; y yo me fío de ti y de tu sabiduría, de modo que lo que tú quieras para mí es lo que yo quiero para mí mismo. Ése es el deseo de mi corazón.

Bellas palabras. Pero vacías. Otra vez la escapada. Zafarme de mi responsabilidad. Tú me habías preguntado qué era lo que yo quería, y yo, en cobarde cumplido, te devuelvo la pregunta y te impongo a ti la carga de la decisión. No hago más que disimular la vergüenza de mi apocamiento con el gesto de adulación. No sé escoger yo, y cubro mi debilidad con aparente cortesía. Perdóname, Señor. Todavía no he encontrado el deseo de mi corazón.

Mientras sigo buscando, te voy a pedir un favor, Señor, ya que veo aún estás esperando: Dame la gracia de saber qué es lo que yo mismo quiero. Ese es en este momento el deseo de mi corazón.

¿No será, quizá, que el verdadero, el último, el definitivo deseo de mi corazón sea el no tener deseo?

Meditación

Ángeles de alabanza

¡Alabad a Yahveh desde los cielos, alabadle en las alturas, alabadle, ángeles suyos todos, todas sus huestes, alabadle!
(Salmo 148: 1-2)

Mi oración preferida es la alabanza. Alabanza a Dios, que es alegría y regocijo, es fe y confianza, es petición y acción de gracias, es promesa y realización, es tierra y es cielo al mismo tiempo. Y los ángeles son maestros de alabanza. Por eso encabezan en este salmo bendito la serie de todos los elementos en la creación entera que van a ser llamados al coro de alabanzas que llena el corazón del hombre y la mujer y las esferas del cosmos. ¡Alabad al Señor!

¡Alabadle, sol y luna, alabadle todas las estrellas de luz, alabadle, cielos de los cielos, y aguas que estáis encima de los cielos!

Todos esos son dominios de ángeles, y los ángeles traducen en cánticos de gloria el testimonio mudo de las criaturas del universo. El sol y la luna alaban al Señor porque los ángeles del sol y la luna admiran su esplendor y su majestad y su belleza, y luego trasmiten su admiración y su gozo al Señor de la creación que hizo esas maravillas y las mantiene en su grandiosidad. El sol y la luna no tienen voz, pero la tienen los ángeles que los gobiernan y los contemplan, y su voz llega al trono de Dios en coro perpetuo de rendida alabanza.

Y no solo son los cielos el domino de los ángeles, sino que la tierra también con todo lo que hay en ella pertenece a su solicitud y a sus cuidados y a su amor. Por eso continúa en la tierra la lista que encabezan los ángeles en el cielo.

¡Alabad a Yahveh desde la tierra, monstruos marinos y todos los abismos, fuego y granizo, nieve y bruma, viento tempestuoso que ejecuta su palabra, montañas y todas las colinas, árboles frutales y cedros todos, fieras y todos los ganados, reptil y pájaro que vuela, reyes de la tierra y pueblos todos, príncipes y todos los jueces de la tierra, jóvenes y doncellas también, viejos junto con los niños! ¡Alabad el nombre del Señor!

Los ángeles están en el viento y en la bruma, en la nieve y en el fuego, en el mar y las montañas, en las plantas y en los animales, en los jóvenes y  doncellas y niños y viejos y jueces y príncipes, y en todos ellos y desde ellos presiden y dirigen el coro de alabanza que la creación entera eleva al Creador. Podemos alabar al Creador porque los ángeles lo alaban y nosotros estamos con ellos. Logramos conseguir la armonía porque ellos dirigen nuestras voces. Alcanzamos el trono de Dios porque ellos están frente a él, y nosotros con ellos formamos el coro universal de alabanza cósmica. La música de las esferas.

Os alabo a vosotros, ángeles, porque alabáis a Dios. Porque me permitís y me enseñáis a alabar a Dios con vosotros, porque reforzáis mi voz y afináis mi canto, porque vibráis conmigo y me hacéis sentirme parte de ese coro solemne que canta a voces gloriosas las maravillas de la creación y del Señor que las creó. Gracias, queridos ángeles, por haberme hecho pasar algunos de los momentos más felices de mi vida en esos conciertos sinfónicos en que desde la tierra ensayamos el cielo para disfrutar con vosotros para siempre las glorias que juntos hemos cantado desde ahora.

¡Alabad, ángeles, al Señor!

Día 1
Os cuento

[Algunos episodios de la autobiografía de Dmitri Shostakovich (Testimony, Faber and Faber, London 1987). Escribe más sobre otros músicos rusos que sobre sí mismo. Lo que escribe sobre Glazunov, compositor y Director del Conservatorio de San Petesburgo es de lo más interesante.]

Cuando se tocó la Primera Sinfonía de Glazunov fue un gran éxito, y el público pidió que saliera el compositor. Se quedaron de una pieza cuando el compositor salió en uniforme de colegial. Glazunov tenía 17 años. Es un hito en la música rusa. Yo comencé también de muy joven, pero no tanto. (125)

El Primer Ministro de la Revolución, Stolypin, envió a preguntar al Conservatorio: “¿Cuántos estudiantes judíos hay?” Glazunov contestó con tranquilidad: “No los hemos contado.” Y eran los años de los progromos contra los judíos y de la prohibición de que asistieran a centros de enseñanza superior. (127)

En 1922 se tuvo un concierto de homenaje a Glazunov. Él asistió, y después de la gala, Lunacharsky, que era Comisario de Educación del Pueblo, hizo un discurso. Anunció que el gobierno había decidido conceder a Glazunov una pensión en recompensa a sus logros y para facilitar su creatividad, ya que él no tenía recursos. ¿Qué hubiera hecho cualquier otro en el lugar del huésped de honor? Le hubiera dado las gracias. Eran tiempos difíciles. Glazunov había sido un hombre de posición y muy guapo, y ahora era pobre y estaba delgadísimo. El traje le colgaba como de un colgador. El rostro le había quedado arrugado y chupado. Sabíamos que no tenía ni papel de música en que escribir sus composiciones. Pero Glazunov mantuvo un gran sentido de su dignidad y su honor. Dijo que no necesitaba nada y que no quería que le pusieran por encima de los ciudadanos ordinarios. Si el gobierno se había fijado en su contribución a la música, dijo, que hiciera algo por el Conservatorio que estaba helado en invierno. No había leña para la calefacción. Se armó un pequeño escándalo, pero al final el Conservatorio recibió una buena carga de leña. (127)

A Glazunov no dejaba de atormentarle la injusticia de la pobreza de tanta gente. Muchos indigentes iban a verle y a pedirle ayuda, pero él no podía ayudarles a todos. No podía hacer milagros, y eso le atormentaba. También lo acosaban muchos compositores novatos que le enviaban sus obras desde toda Rusia. Cuando un principiante te envía su música no importa mucho, y eso lo sé por mi propia experiencia. Le echas un vistazo rápido a la partitura, sobre todo si ves desde el principio que no vale nada. Claro que si quieres examinar la música de veras tienes que leerla en el mismo tiempo que llevaría el ejecutarla en la orquesta, que es la única manera de disfrutar de la música leída. Pero ese es un método que solo puede usarse con la buena música. “Escuchar” con los ojos mala música es un tormento. Solo le echas un vistazo. Pero ¿qué haces cuando un compositor sin talento alguno viene y te toca su música del principio al fin? Creo que Glazunov hacía lo justo en esas situaciones. Alababa moderadamente esas obras, miraba la música pensativo, hacía algún pequeño cambio con el lápiz en la página dos o en la quince añadiendo un sostenido o un bemol y decía: “En general está bien, pero aquí, quizá, el cambio de compás de tres a compás de cuatro no es muy acertado…”. De modo que el compositor no podía pensar que Glazunov no había prestado atención a su pieza. (130)

Una vez Glazunov nos escuchó a un amigo mío y a mí tocar a primera vista la Segunda Sinfonía de Brahms al piano a cuatro manos. Estábamos tocando mal porque no conocíamos la música. Glazunov nos preguntó si la conocíamos, y yo contesté sinceramente que no. Él suspiró hondo y nos dijo: “¡Qué suerte tenéis, jóvenes, qué suerte tenéis! Tenéis todavía tantas cosas bellas por descubrir. Yo me las sé todas. Por desgracia.” (14)

Glazunov nos asombraba con su memoria musical. Un día Taneyev vino a San Petesburgo a presentar una nueva sinfonía suya, y el encargado de la sesión escondió al joven Glazunov en el cuarto de al lado y cerró la puerta. Taneyev tocó su sinfonía entera al piano. Cuando acabó, Glazunov salió de su escondite, se sentó al piano y tocó toda la sinfonía de principio a fin. Ni siquiera Stravinsky podría haber hecho tal cosa. (51)

Un día Glazunov envió a decirle a Sofronitsky que viniera urgentemente a su casa a verle. Sofronitsky llegó enseguida y se lo encontró dormido en su sillón con la cabeza sobre la barriga. Glazunov abrió un ojo y se quedó mirando un rato largo a Sofronitsky, y por fin, moviendo lentamente la lengua le preguntó: “Dime, por favor, te gusta la Hammerklavier?” [Se trata de la sonata para piano 29 de Beethoven.] Sofronitsky contestó con facilidad que claro que sí, que le gustaba mucho. Glazunov estuvo callado un buen rato. Sofronitsky estaba de pie y esperó hasta que al fin Glazunov murmuró por lo bajo: “Pues mira, yo no la puedo aguantar.” Y volvió a dormirse. (43) [A mí me encanta esta anécdota porque yo hube de estudiar en mi juventud las 32 sonatas de piano de Beethoven y odiaba a la Hammerklavier.Pero no podía decirlo entonces.]

Una vez Glazunov estaba en Inglaterra dirigiendo sus propias obras. Los músicos de la British Orchestra se reían de él. Creían que era un inculto que no sabía nada, y se pusieron a sabotearlo. El del Cuerno Francés se levantó en un ensayo y dijo que era imposible tocar cierta nota de la partitura. Todos los miembros de la orquesta se rieron. Glazunov fue en silencio hasta donde estaba el músico, le tomó el instrumento sin que el sorprendido músico objetara, se concentró un momento y tocó la nota que el músico inglés había dicho era imposible tocar. Toda la orquesta aplaudió, y se acabó la insurrección. Siguieron con el ensayo. (56)

Una vez Sollertinsky [otro de los amigos músicos de Shostakovich] le dio su merecido a una señora engreída y maleducada en mi presencia. Ella no era nadie, pero su marido era una autoridad en Leningrado. En un banquete con ocasión del estreno de una ópera en el Teatro Maly, Sollertinsky se acercó a esa mujer, y, en su tono amable y ardiente, le dijo: “¡Está usted maravillosa, absolutamente maravillosa!” Hubiera seguido en su ditirambo pero ella le interrumpió: “Por desgracia, yo no puedo decir lo mismo de usted.” Pero Sollertinsky estaba bien alerta y replicó al instante: “Haga usted lo que yo acabo de hacer. Mienta.” El insulto es fácil, pero la agudeza es difícil. (18)

Una vez Stalin llamó al Comité de la Radio para pedir el disco del Concierto para Piano y Orquesta 23 de Mozart tocado por Yudina que había oído por la radio el día anterior. [Yudina fue una gran pianista rusa poco conocida en occidente.] Le dijeron a Stalin que desde luego, que se lo enviarían. De hecho no había tal disco porque el concierto se había radiado en directo, pero no se atrevían a decirle que no a Stalin por temor a las consecuencias. La vida humana no suponía nada para él. Stalin añadió que le enviaran el disco a su dacha. El comité se echó a temblar. Llamaron a Yudina y a una orquesta para grabar el concierto aquella misma noche. Todo el mundo estaba temblando, menos Yudina, que era extraordinaria. Era una gran pianista, una gran mujer, y una gran cristiana. Yudina me contó que tuvieron que enviar al director de orquesta a su casa porque estaba tan asustado que no podía dirigir. Llamaron a otro que también temblaba y confundió a la orquesta. Por fin un tercer director vino y pudieron acabar el concierto. Acabaron por la mañana. Grabaron un solo disco y se lo enviaron a toda prisa a Stalin. Poco después Yudina recibió un sobre con veinte mil rublos. Le dijeron que era por orden expresa de Stalin. Yudina le escribió una carta a Stalin en la que le dijo: “Gracias, Josif Vissarionovich, por su ayuda. Rezo por usted cada día y cada noche y le pido al Señor que le perdone sus graves pecados contra el pueblo y contra la nación. El Señor es misericordioso y le perdonará. El dinero lo he entregado a la iglesia a la que voy.” Aquella carta era un suicidio y se preparó la orden de arresto de Yudina, pero nada sucedió. Su disco del Concierto de Mozart estaba en el tocadiscos de Stalin cuando se le encontró muerto en su dacha. Todo esto me lo contó Yudina misma, y Yudina nunca mentía. (148)

Una vez estaba yo en la oficina de Khrennikov en la Unión de Compositores cuando Stalin le llamó por teléfono. Se apuró tanto que se olvidó de hacerme salir de la oficina, y oí toda la conversación que versaba sobre acusaciones, amenazas, castigos, condenas y duró un rato largo. Yo mantuve un rostro impasible mientras oía todo aquello. Estuve todo el rato mirando sin pestañear el retrato de Tchaikovsky en la pared de enfrente. Nunca hablé de aquella conversación telefónica con nadie, pero hasta el día de hoy puedo reproducir la barba de Pyotr Ilych pelo por pelo. [Pyotr Ilych es, desde luego, Tchaikovsky.] (114)

Stalin era muy exigente cuando se trataba de sus retratos. Hay una maravillosa parábola oriental sobre un khan que encargó a un artista que pintara su retrato. El problema era que el khan era cojo y bizco. El artista le pintó tal como era y fue ejecutado inmediatamente. El khan dijo: “No quiero calumniadores.” Llamaron a otro artista que quiso ser listo y pintó al khan sin tacha: ojos de águila y pies iguales. También fue ejecutado de inmediato. El khan dijo: “No necesito aduladores.” El sabio, como siempre en las parábolas, fue el tercer artista. Pintó al khan cazando un ciervo con arco y flecha. Uno de sus ojos estaba cerrado, y el pie cojo se apoyaba sobre una roca. Le dieron el premio.

Sospecho que esa parábola no viene del oriente sino que se escribió algo más cerca porque ese khan se parece mucho a Stalin. Stalin mandó ejecutar a varios artistas. Los habían convocado al Kremlin para retratar al líder y maestro para la eternidad, y, por lo visto, no le agradaron sus retratos. Stalin quería aparecer alto, con manos fuertes, y quería que las dos manos aparecieran iguales, aunque las tenía bien distintas y él era bajo. El pintor Nalbandian se llevó la palma. En su retrato, Stalin está erguido ante el observador con las manos una encima de otra sobre el estómago, con lo cual una queda oculta por la otra. La vista es desde abajo, un ángulo que le haría a un liliputiense aparecer como un gigante. Nalbandian había seguido el consejo de Mayakovsky que el artista debe mirar a su modelo como un pato miraría a un balcón. Nalbandian pintó a Stalin desde el punto de vista del pato. Stalin quedó muy contento, y reproducciones de ese retrato adornan las paredes de todas las oficinas, hasta de la peluquerías y los baños turcos. Todos las habéis visto. (198)

Me contáis

“A usted que le gusta hablar de vivir el presente le gustará que le cuente lo que me pasó en un viaje a Kenia el diciembre pasado. Un día estaba nublado y yo le pregunté al guía nativo: “¿Lloverá hoy?” Me contestó: “En África no preguntamos ‘¿Lloverá?’. Sino que esperamos a que llueva y decimos ‘Está lloviendo’.”

Gracias, Luis María. Me ha encantado. Es toda una lección de vida. Aunque se moje uno.

Salmo

Salmo 21 – Cuando llega la depresión
Comienzo este Salmo de rodillas. Es tu Salmo, Señor. Tú lo dijiste en la cruz, en la profundidad de tu agonía, cuando el sufrimiento de tu alma llevaba a su colmo al sufrimiento de tu cuerpo en último abandono.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Son tus palabras, Señor. ¿Cómo puedo hacerlas mías? ¿Cómo puedo equiparar mis sufrimientos a los tuyos? ¿Cómo puedo pretender subirme a tu cruz y dar tu grito, consagrado para siempre en la exclusividad de tu pasión? Este Salmo es tuyo, y a ti se te ha de dejar como reliquia de tu pasión, como expresión herida de tu propia angustia, como testigo dolorido de tu encuentro con la muerte en tu cuerpo y en tu alma. Estas palabras son palabras de Viernes Santo, palabras de pasión, palabras tuyas. No he de tocarlas yo.

Y, sin embargo, siento por otro lado que este Salmo también me pertenece a mí, que también hay momentos en mi vida en los que yo tengo la necesidad y el derecho de pronunciar esas palabras como eco humilde de las tuyas. También yo me encuentro con la muerte, una vez en mi cuerpo al final de la vida, y veces sin cuento en la desolación de mi alma al caminar por la vida en las sombras del dolor. No quiero compararme a ti, Señor, pero también yo sé lo que es la angustia y la desesperación; también yo sé lo que es la soledad y el abandono. También yo me he sentido abandonado por el Padre, y las palabras sin redención han salido de mis labios resecos:

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Cuando llega la depresión, hace iguales a todos los hombres. La vida pierde el sentido, nada tiene explicación, todo sabor es amargo y todo color, negro. No se ve razón para seguir viviendo. Los ojos no ven el camino, y los pies se atenazan en la inercia. ¿Para qué comer, para qué respirar, para qué vivir? El fondo de la fosa es el mismo para todos los hombres, y los que han llegado ahí lo saben. Sé lo que es una depresión, y sé que es muerte real en cuerpo vivo. Abandono total, límite de sufrimiento, frontera de desesperación. El sufrimiento iguala a todos los hombres, y el sufrimiento del alma es el peor sufrimiento. Conozco su negrura.

¿Dónde quedas tú, entonces? ¿Dónde estás tú cuando la noche negra se cierne sobre mí?

“De día te grito, y no respondes;
de noche, y no me haces caso.”

De hecho, es tu ausencia la que causa el dolor. Si tú estuvieras a mi lado, podría soportar cualquier dolencia y enfrentarme a cualquier tormenta. Pero me has abandonado, y ésa es la prueba. La soledad de la cruz el Viernes Santo.

La gente me habla de ti en esos momentos; todos lo hacen con buena intención, pero no hacen más que agudizar mi agonía. Si tú estás ahí, ¿por qué no te muestras? ¿Por qué no me ayudas? Si tú rescataste a nuestros padres en el pasado, ¿por qué no me rescatas a mí ahora?

“En ti confiaban nuestros padres,
confiaban, y los ponías a salvo;
a ti gritaban, y quedaban libres,
en ti confiaban, y no los defraudaste.
Pero yo…”

Yo no parezco contar para nada en tu presencia, o al menos así me lo parece ahora.

“Estoy como agua derramada,
tengo todos los huesos descoyuntados;
mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas;
mi garganta está seca como una teja,
la lengua se me pega al paladar;
me aprietas contra el polvo de la muerte.”

Tenía que llegar yo al fin de mis fuerzas para caer en la cuenta de que la salvación me viene solamente de ti. Mi queja ante ti era en sí misma un acto secreto de fe en ti, Señor. Me quejaba a ti de que me habías abandonado, precisamente porque sabía que estabas allí.

Muéstrate ahora, Señor. Extiende tu brazo y dispersa las tinieblas que me envuelven. Devuelve el vigor a mi cuerpo y la esperanza a mi alma. Acaba con esta depresión que me acosa, y haz que yo vuelva a sentirme hombre con fe en la vida y alegría en el corazón. Que vuelva yo a ser yo mismo y a sentir tu presencia y a cantar tus alabanzas. Eso es pasar de la muerte a la vida, y quiero poder dar testimonio de tu poder de rescatar a mi alma de la desesperación como prenda de tu poder de resucitar al hombre para la vida eterna. Me has dado nueva vida, Señor, y con gusto proclamaré tu grandeza ante mis hermanos.

“Me harás vivir para él, mi descendencia le servirá;
hablarán del Señor a la generación futura,
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
todo lo hizo el Señor.”

Meditación

Ángeles y su pan

“A tu pueblo, por el contrario, le alimentaste con manjar de ángeles; les enviaste sin cesar desde el cielo un pan ya preparado que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos. El sustento que les dabas revelaba tu dulzura con tus hijos, pues, según el deseo del que lo tomaba sabía a lo que cada uno quería.”
(Sabiduría 16:20-21)

El pan de ángeles en el Antiguo Testamento es el maná que alimentó a los israelitas en el desierto. En el Nuevo Testamento se hace figura de la Eucaristía que nos alimenta cada día desde el cielo sobre la tierra. Y en mi imaginación humilde es toda comida diaria que como con gusto y me da fuerza en el cuerpo y ánimo en el alma si la tomo en compañía de ángeles compartiendo mi pan con ellos como ellos comparten su pan con el mío.

Con esa compañía a la mesa todo manjar sabe a gloria bendita, y se hace una vez más verdadera la tradición del pueblo hebreo que el maná sabía a lo que cada uno quería, con lo cual se disfruta en cada plato sencillo la exquisitez del menú preferido. El pan de ángeles tiene virtud de ángeles, y su gusto es tan variado como lo son ellos. Como “La cocina de los ángeles”, el óleo sobre lienzo que pintó Bartolomé Esteban Murillo en 1646 y se conserva en el Museo del Louvre. Gastronomía celestial.

El secreto de hacer de cada comida un banquete es sentarme a ella con mi ángel. Acordarme de él, sentirlo a mi lado, ofrecerle la cabecera de la mesa, presentarle primero a él cada plato para que se sirva, apreciar su sabor con él, comer despacio, disfrutar de cada bocado, paladear la textura y el gusto y la variedad y la riqueza de cada manjar, sentir el agradecimiento de mi cuerpo al alimento reposado, descansar la mente, honrar la mesa. Con mi ángel al lado cada comida es una liturgia, cada plato una oración, cada bocado un sacramento. El pan así comido alimenta el cuerpo y fortalece el alma. Las comidas así disfrutadas alivian el día y enriquecen la mente. Mi ángel es mi mejor comensal. Lo espero hoy a almorzar. En la mesa, el menú de siempre. Pan de ángeles.

 

Día 15
Os cuento

Diálogo

Al salir del comedor este mediodía saludé brevemente a un compañero jesuita a quien veía después de algunos días, y este ha sido el diálogo exacto entre los dos:

Yo: ¿Qué tal andas, Juan?
Juan Bautista: Muy bien. ¿Y tú, Carlos?
Yo: Muy bien, muy bien.
Juan Bautista: Ya somos dos.

Ojalá seamos todos.

Un buen profesional

Quería un libro y me dirigí a una gran librería. No sabía más que el nombre del libro, ni el autor ni la editorial. Me dirigí a un empleado y le dije: “Busco un libro del que no sé más que el título: Wikinomics”. Él salió disparado nada más oír el nombre, subió un piso, atravesó pasillos de libros tan deprisa que yo apenas podía seguirlo, se paró ante un estante, levantó el brazo, metió la mano, sacó el libro y me lo puso ante los ojos. Todo en unos segundos. Miré al libro. Le miré a él. Sonreí. Le alargué la mano. Le dije: “Permítame estrecharle la mano a un buen profesional.” Ahora sonrió él. Yo le hubiera dado un abrazo pero me dio corte. Admiro a un buen profesional. Si cada persona fuera un buen profesional en su profesión, el mundo andaría bien.

Ecología

Sev (Severn) es hija de David Suzuki, el japonés-canadiense ecólogo conocido por sus programas en televisión y por sus proyectos en Amazonia. Cuando Sev tenía solo 12 años, su padre le pidió hablara en la Cumbre Tierra (Earth Summit) de Río de Janeiro 1992. Comenzó a darle ideas, pero ella le atajó: “Papá, ya sé lo que quiero decir. Mamá me ayudará a escribirlo. Tú entréname solo un poco en como decirlo.” Su pequeño discurso fue el más celebrado de toda la cumbre. A mí me emocionó al leerlo. Aquí está.

“Hola. Soy Severn Suzuki, y hablo en nombre de ECO, Organización Ecológica de Niños.

Somos un grupo de niños de 10 y 12 años que intentamos mejorar las cosas –Vanesa, Morgan, Michelle, y yo. Hemos recogido dinero para venir desde cinco mil millas a deciros a vosotros, adultos, que tenéis que cambiar. Al venir hoy aquí, estoy luchando por mi futuro. Perder el futuro no es como perder unas elecciones o perder unos puntos en la bolsa. Estoy aquí para hablar en nombre de todas las generaciones por venir; estoy aquí para hablar en nombre de todos los niños hambrientos en todo el mundo; estoy aquí para hablar en nombre de innumerables animales que están muriendo en todo el planeta porque ya no tienen a donde ir.

Tengo miedo de andar al sol por los agujeros de ozono; tengo miedo de respirar porque sé que el aire está sucio; yo iba antes a pescar con mi padre en mi ciudad, Vancouver, hasta que hace unos años nos encontramos con peces llenos de llagas; y ahora oímos que animales y plantas desaparecen cada día –para no volver.

Yo he soñado con ver rebaños de animales salvajes, bosques y selvas tropicales llenas de pájaros y mariposas, pero ahora dudo si existirán para que las vean mis hijos. ¿Os preocupabais vosotros de esas cosas cuando teníais mi edad?

Todo esto está sucediendo ante nuestros ojos, y sin embargo estamos obrando como si tuviéramos todo el tiempo del mundo y todas las soluciones. Yo soy solo una niña y yo no tengo las soluciones, pero quiero sepáis que vosotros tampoco las tenéis –no sabéis como arreglar el agujero de ozono; no sabéis como devolver los salmones a los torrentes secos; no sabéis como recobrar animales extinguidos; no podéis devolver el bosque a lo que ahora es desierto. Si no sabéis como arreglarlo, ¡dejad de estropearlo, por favor!

Aquí sois delegados de vuestros gobiernos, personas de negocios, organizadores, comunicadores, o políticos, pero en realidad todos sois madres y padres, hermanas y hermanos, tías y tíos, y todos vosotros sois los hijos de alguien. Yo soy solo una niña, pero sé que soy parte de una familia de cinco mil millones, de treinta millones de especies, y eso no lo cambian ni fronteras ni gobiernos.

Yo soy solo una niña, pero sé que todos estamos metidos en esto y tenemos que actuar como un mundo unido hacia una meta única. Estoy furiosa, pero no ciega, y tengo miedo, pero no temo decirle al mundo como me siento. En mi país hay mucho desperdicio; compramos y tiramos, compramos y tiramos; y sin embargo los países del norte no comparten con los necesitados; aun cuando tengamos más de lo necesario, tememos perder nuestra riqueza, tememos perder control. En Canadá vivimos una vida privilegiada con mucha comida, agua, vivienda; tenemos relojes, bicicletas, ordenadores, televisores.

Hace dos días, aquí en Brasil, nos sacudió el pasar un rato con niños que vivían en la calle, y esto es lo que uno de ellos nos dijo: ‘Yo querría ser rico, y si lo fuera, les daría a todos los niños de la calle alimento, vestidos, medicinas, casas, amor y cariño.’ Si un niño de la calle que no tiene nada está tan decidido a compartir, ¿por qué nosotros que lo tenemos todo somos tan avaros? No puedo dejar de pensar que estos niños tienen mi misma edad, y que la diferencia es donde has nacido. Yo podría ser una de esas niñas en las favelas de Río, una niña hambrienta en Somalia, una víctima de la guerra en el Oriente Medio, un mendigo en la India.

Yo solo soy una niña, pero sé que si todo el dinero que se gasta en guerras se gastase en acabar con la pobreza, en proyectos de desarrollo, en encontrar respuestas ambientales, esta Tierra sería un lugar magnífico. En el colegio, incluso en el kindergarten, nos enseñáis cómo portarnos en el mundo –nos enseñáis a no pegarnos con otros, a resolver los problemas amigablemente, a respetar a los demás, a limpiar lo que ensuciamos, a no hacer daño a nadie, a compartir, a no ser tacaños. Entonces, ¿por qué vosotros no hacéis lo que nos decís que hagamos nosotros? No os olvidéis por qué estáis asistiendo a estas conferencias, por quién estáis haciendo esto –somos vuestros hijos.

Estáis decidiendo en qué clase de mundo vamos a vivir. Los padres deberían poder consolar a sus hijos diciéndoles, ‘Todo irá bien’, ‘Estamos haciendo todo lo posible’, y ‘Esto no es el fin del mundo’. Pero no creo que podáis ya decirnos eso.

¿Estamos siquiera en vuestra lista de prioridades? Mi padre dice siempre, ‘Eres lo que haces, no lo que dices’. Pues bien, lo que vosotros hacéis me hace llorar a mí por las noches. Vosotros los mayores decís que nos queréis, pero os desafío, de verdad, haced que vuestros actos reflejen vuestras palabras. Por favor.

Gracias.”

Cuando Sev bajó del escenario en medio de una gran ovación de todos en pie, se fue derecha a su madre y le preguntó, “Mamá, ¿oías como latía mi corazón?”

(David Suzuki, The Autobiography, Allen & Unwin, Australia 2006, p. 281)

Inmigrantes

El padre de Sev cuenta esta anécdota de su propia inmigración en el Canadá. “Dos inmigrantes japoneses llegan al Canadá en domingo, y van a pasear por la calle. Uno de ellos va mirando hacia abajo, ve un billete de veinte dólares y se inclina para cogerlo. Su amigo le para y le dice: ‘Déjalo ahí. Mañana empezamos a trabajar’.” (p. 4)

Me contáis

Hugo Marroquín Rivera me cita un párrafo de Mihaly Csikszentmihalyi en su libro «Aprender a fluir», que dice significativamente:

“Hinduismo y budismo prescriben la eliminación de la intencionalidad como requisito previo a la felicidad. Afirman que sólo abandonando todo deseo y logrando una existencia desprovista de fines, se tiene alguna posibilidad de evitar la infelicidad. Esta forma de pensar ha influido a muchos jóvenes europeos y americanos para intentar rechazar cualquier tipo de meta, con la creencia de que sólo un comportamiento completamente espontáneo y aleatorio conduce a una vida iluminada.”

Yo había leído el libro, sin atreverme a pronunciar el nombre tan algebraico del autor, y estoy de acuerdo en que hay peligro de interpretar así el budismo, aunque en realidad el budismo no dice eso. No rechaza el deseo (iccha) sino la ansiedad en el deseo (trishana) que no es lo mismo. La meta ayuda en un principio con marcar dirección y animar al camino; pero estorba luego con la preocupación de alcanzarla y la ansiedad en las dudas que puede dar al traste con toda la empresa.

Conocí a un muchacho cuyo deseo por ser médico lo llevó a sacar las buenas notas que le permitieron entrar en la facultad de medicina. Y, una vez allí, la ansiedad por pasar todos los exámenes lo derrotó y le hizo abandonar la carrera. El deseo ayuda; la ansiedad estorba.

Lo importante en el budismo es vivir el presente, que, vivido en su plenitud, llevará al futuro. La oruga no se convierte en mariposa empeñándose en convertirse, sino siendo sencillamente una buena oruga. Y si se empeña en convertirse, seguro que lo estropea todo. Seamos orientales.

Lao Tzu: “Me deleito en la ausencia de toda meta.” Un gran maestro.
Salmo

Salmo 22 – Alegre  y  despreocupado
“El Señor es mi pastor.”

He observado rebaños de ovejas en verdes laderas. Retozan a placer, pacen a su gusto, descansan a la sombra. Nada de prisas, de agitación o de preocupaciones. Ni siquiera miran al pastor; saben que está allí, y eso les basta. Libres para disfrutar prados y fuentes. Felicidad abierta bajo el cielo.

Alegres y despreocupadas. Las ovejas no calculan. ¿Cuánto tiempo queda? ¿Adónde iremos mañana? ¿Bastarán las lluvias de ahora para los pastos del año que viene? Las ovejas no se preocupan, porque hay alguien que lo hace por ellas. Las ovejas viven de día en día, de hora en hora. Y en eso está la felicidad.

“El Señor es mi pastor.”

Sólo con que yo llegue a creer eso, llegue a creer que el Señor es verdaderamente mi pastor, cambiará mi vida. Se irá la ansiedad, se disolverán mis complejos, y volverá la paz a mis atribulados nervios. Vivir de día en día, de hora en hora, porque él está ahí. El Señor de los pájaros del cielo y de los lirios del campo. El Pastor de sus ovejas. Si de veras creo en él, quedaré libre para gozar, amar y vivir. Libre para disfrutar de la vida. Cada instante es transparente, porque no está manchado con la preocupación del siguiente. El Pastor vigila, y eso me basta. Felicidad en los prados de la gracia.

Es bendición el creer en la providencia. Es bendición vivir en obediencia. Es bendición seguir las indicaciones del Espíritu en las sendas de la vida.

“El Señor es mi pastor.
Nada me falta.”

Meditación

Ángeles de transporte

“Él inclinó los cielos y bajó, un espeso nublado debajo de sus pies; cabalgó sobre un querube, emprendió el vuelo, sobre las alas de los vientos planeó.” (Salmo 17:10)

En la India estoy acostumbrado a ver que cada uno de los dioses hindúes tiene su cabalgadura. Vishnu tiene al águila Garuda, Shiva al toro Nandi, Ganesh al ratón, Kali al tigre, Yama al búfalo, Sarásvati al pavo real. Por eso sonrío ecuménicamente al ver que en un rincón de la Biblia me encuentro también con una cabalgadura para Yahvé. Y su cabalgadura es un querubín.

Son los querubines del arca, testigos de oro, trono de majestad, santuario de adoración sobre los cuales se asienta Yahvé en grandeza solemne de corte real, y a donde se dirigen certeras las plegarias de Israel:

“Pastor de Israel, tú que guías a José como un rebaño; brilla tú que estás sentado entre querubes, aparece ante Efraín, Benjamín, y Manasés.” (Salmo 79:2-3)

Yahvé se sienta entre querubines, y cuando desea desplazarse, en los entenderes terrenales pero legítimos de nuestra imaginación limitada, se sirve también del trono de querubines como carroza real. Es la visión majestuosa de Ezequiel:

“La gloria de Yahvé salió de sobre el umbral del Templo y se posó sobre los querubines. Los querubines, al partir, desplegaron sus alas y se elevaron del suelo ante mis ojos, y las ruedas con ellos. La gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos.” (Ezequiel 10:18-19)

Dios está en todas partes. Todo lo sabe y todo lo ve. No necesita moverse porque lo llena todo. Nosotros lo sabemos y él lo sabe. Pero también nos gusta a nosotros, y por lo visto también a él, que tengamos imaginación y pintemos cuadros y humanicemos lenguajes y cantemos versos y pongamos color a sus revelaciones y alas a su presencia. Yo le agradezco al Señor que me permita imaginármelo volando sobre un querubín. Licencia poética que agrada a los ángeles. Ángeles de transporte.
Día 1
Os cuento

El vestido de la novia

Me reí cuando me lo contaron y lo cuento con inocencia. Era una boda en la iglesia, asistía bastante público y dos monjas mayores seguían la ceremonia con atención desde un banco entre los asistentes. Una de ellas se inclina hacia la otra y le dice al oído: “No me gusta criticar, pero es el vestido de novia más feo que he visto en la vida.” La otra asiente con la cabeza, y sigue la misa. Alguien lo ha oído, se sonríe sin malicia, y lo cuenta después de la ceremonia. Anécdotas de boda.
Y un espejo para todos nosotros. No tengo nada contra él, pero…. No es que quiera meterme en lo que ellos están haciendo, pero…. No me importa en absoluto lo que él haga con su dinero, pero…. No quiero criticar, pero….
Pero criticamos. Y nos metemos con los demás y murmuramos y cotilleamos. Sabemos que algo anda mal con lo que estamos haciendo, y por eso encabezamos nuestro comentario con “No es que yo quiera…” Pero queremos. Como el truco verbal: “Y no voy a decir nada de…”, y se enumera todo lo que “no” se quiere decir. Si no quieres decirlo, no lo digas. “No seré yo quien diga…” Pero lo digo. Vigilar el lenguaje.
Y no es que yo quiera decir nada contra una monja. Las venero a todas. Pero…

Y también es verdad que hay vestidos de novia que se las traen. Seguro que la buena monja tenía razón. Y conste que no tengo nada contra los vestidos de novia, pero…

Historias de la India

Dhan Gopal Mukerji fue el primer escritor indio que ganó fama en América a principios del siglo pasado. Algunas citas de su libro Caste and Outcaste, Stanford University Press, 2002. La del libro de texto de geografía me encantó.

Una vez en Benarés me fui a bañar en el Ganges y vi a un anciano monje hindú que acababa de bañarse y estaba meditando sentado en postura de loto en la orilla. Dos americanos, hombre y mujer, se acercaron corriendo. El hombre le enfocó con su máquina de fotos y le dijo como para tranquilizarlo, “No tenga usted miedo; no muerde.” Sacó la foto, puso precipitadamente una moneda en la mano del monje y desapareció con su pareja tan rápidamente como había venido. El monje, que seguía sin inmutarse, miró a la moneda, miró luego a la pareja que desaparecía en la distancia, tiró la moneda por encima del hombro al agua. Y siguió meditando. (p. 134)Un día estaba yo esperando al tren en una estación en la India. Al cabo de tres horas se oyó al tren que llegaba. Se paró antes de entrar y silbó para que le dieran la señal de entrar. El jefe de estación estaba cenando y refunfuñó:

– ¿Qué quiere ese imbécil pitando de esa manera?
– Quiere la señal para entrar en la estación – contestó alguien.
– Pues que se espere a que acabe de comer – replicó molesto el jefe.

(p. 118)

El primer americano que me encontré al atracar el barco fue un hombre vestido de manera rara (más tarde me enteré de que el vestido era un mono) que subió a recoger mi baúl. Lo cogió y lo lanzó sin más al muelle –desde unos tres metros de altura. Yo sabía poesía inglesa pero no frases sencillas del idioma, y recité los versos de Milton sobre la caída de Lucifer:

“Dios lo arrojó con su poder eterno
del cielo etéreo al fuego del infierno.”
El buen hombre me miró con un interrogante en su mirada y me dijo: “Déjate de adornos. Y aprende inglés.” Esa fue mi iniciación en América.
(p. 141)

Cuando yo tendría diez años mi padre me envió a una escuela presbiteriana de misioneros escoceses en la India. Me dijo: “He descubierto que el director de esa escuela es un santo. Quiero que aprendas cristianismo. Si te convences de que es falso, refútalo; si te convences de que es verdadero, abrázalo.”
Cuando acabé el colegio le traje una estampa de Cristo mientras ella estaba meditando enfrente de nuestros dioses en casa y le dije: “¿Por qué meditas en la presencia de dioses falsos? Este es el Dios verdadero que yo he encontrado.” Ella me contestó: “Ya sé quién es. No está reñido con mi Dios. Es solo otro nombre.”
Empujamos un poco la imagen de Vishnu a un lado, la de Shiva a otro, y colocamos en medio la estampa de Jesús. Quemamos incienso y meditamos enfrente de los tres. Mi madre dijo: “Quien hace reñir a Dios con Dios es un pecador más peligroso que quien declara guerra entre hombre y hombre. Dios no hay más que uno. Nosotros le hemos dado varios nombres. ¿Por qué reñir por un nombre?”
(p. 53)

Mi abuelo me enseñó poesía. En la escuela escocesa me habían dado un libro para estudiar que se llamaba Geografía y que hablaba de países y ciudades. Un día me salió Calcuta. Le enseñé el libro a mi abuelo y le dije, “Mira, estamos estudiando a nuestra ciudad. Calcuta está aquí”, y le recité una lista de las exportaciones e importaciones de nuestro puerto.
“Eso no es geografía”, me dijo el abuelo. “Yo te voy a enseñar lo que es geografía.” Con esto cogió el célebre poema del antiguo poeta sánscrito Kalidasa, “La Nube Mensajera”, y me fue traduciendo:
“Los dioses en los Himalayas tenían un gigante que custodiaba sus tesoros en las altas montañas, pero un día se durmió y los dioses le castigaron enviándole por un año al otro extremo de la India en el Cabo de Comorín al sur. Allí se acordaba mucho de su mujer y quería enviarle un mensaje pero no encontraba mensajero.
En esto vinieron los monzones, y vio una nube levantarse en el Océano Índico. Pensó: “Le enviaré un mensaje con esa nube.” Y dijo: “En el calor de julio surgen las nubes; como el elefante ataca a los árboles con sus colmillos, así la nube ataca a las montañas con sus rayos. ¡O nube nacida del sol y de las aguas! Llévale este mensaje a mi esposa, y yo te diré cómo llegar a ella.”
Y le dio direcciones: “Cuando llegues a las montañas azules notarás que la brisa es diferente. El viento te acariciará. Las esbeltas grullas trazarán círculos en el aire a tu alrededor, los pavos reales saltarán en las ramas de los árboles, con el abanico de su cola abierto, danzando al tambor de los truenos. Al fin llegarás a los picos de los Himalayas y verás al arco iris inclinarse en su gloria para que bajen los dioses por él. Allí encontrarás una mujer cuyas pulseras quedan flojas sobre sus muñecas porque ha adelgazado pensando en mí. Es mi mujer.”
“Eso”, me dijo mi abuelo, “es geografía. No exportaciones e importaciones.”
(p. 56)

Un monje santo jugaba con nosotros los niños, y su juego favorito era la gallina ciega. Nos tapaba los ojos a todos los niños y daba vueltas alrededor nuestro sigiloso como un gato, haciendo sonar de repente los anillos en las puntas de su tridente de peregrino. Nunca conseguíamos atraparlo. Al final nos decía: “Lo mismo nos pasa con Dios. Sabemos que está cerca de nosotros pero nunca lo atrapamos. Acordaos cuando seáis mayores.”
Un día le pregunté: “¿Por qué han de sufrir los buenos en este mundo?” Me contestó: “Si pides lluvia también pides rayos.”

(p. 76)

Me contáis

Pregunta: ¿Qué es eso de Wikinomics? ¿Es un libro sobre Wikipedia? Lo mencionabas en la última Web y tengo curiosidad por saberlo.

Respuesta: Sana curiosidad. No, el libro que tan oportunamente busqué y tan eficientemente me encontraron como conté, no es sobre Wikipedia, sino simplemente sobre Wiki. Es decir, sobre el método de trabajo que Wikipedia ha popularizado con su equipo y su nombre, y que rige en el mercado para muchas otras cosas. Es el trabajo entre muchos conectados por Internet. Por ejemplo, el censo de las galaxias del cosmos, que ningún astrónomo ni ningún observatorio podría hacer por su cuenta se está haciendo globalmente por aficionados con telescopios caseros que van anotando sus hallazgos y catalogando sus resultados. Sus cuatro principios son: apertura (contra secretismo), horizontalidad (contra autoridad vertical), cooperación (contra monopolio), globalización (contra localización). Yo sueño con que se lleve así el gobierno de la Iglesia. Es solo un sueño. Wikivaticano.

Salmo

Salmo 23 – El Señor de la gloria
“Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?”

La visión de tu majestad me llena el alma de reverencia, Señor, y cuando pienso en tu grandeza me abruma el sentido de mi pequeñez y el peso de mi indignidad. ¿Quién soy yo para aparecer ante tu presencia, reclamar tu atención, ser objeto de tu amor? Más vale guardar distancias y quedarme en mi puesto. Lejos de mí queda tu sagrada montaña, tu intimidad secreta. Me basta contemplar de lejos la cumbre entre las nubes, como tu pueblo en el desierto contemplaba el Sinaí sin atreverse a acercarse.

Pero al pensar en tu pueblo del Antiguo Testamento, pienso también en tu pueblo del Nuevo. El recuerdo del Sinaí me trae a la memoria la cercanía de Belén. Los que temían acercarse a Dios se encuentran con que Dios se ha acercado a ellos. Se acabaron las cumbres y las montañas. Ahora es una gruta en los campos, y un pesebre y un niño. Y la sonrisa de su madre al acunarlo entre sus brazos. Dios ha llegado hasta su pueblo.

Te has llegado hasta mí. El don supremo de la intimidad. Andas a mi lado, me tomas de la mano, me permites reclinar la cabeza sobre tu pecho. El milagro de la cercanía, la emoción de la amistad, el triunfo de la unidad. Ya no puedo dejar que mi timidez, mi indignidad o mi pereza nos separen. Ahora he de aprender el arte bello y delicado de vivir junto a ti.

Para eso necesito fe, ánimo y magnanimidad. Necesito la admonición de tu Salmo:

¡Portones, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la Gloria!

Quiero abrir de par en par las puertas de mi corazón para que puedas entrar con la plenitud de tu presencia. Nada ya de falsa humildad, de miedos ocultos, de corteses retrasos. El Rey de la Gloria está a la puerta y pide amistad. Dios llama a mi casa. Mi respuesta ha de ser la alegría, la generosidad, la entrega. Que se me abran las puertas del alma para recibir al huésped de los cielos.

Enséñame a tratar contigo, Señor. Enséñame a combinar la intimidad y el respeto, la amistad y la adoración, la cercanía y el misterio. Enséñame a levantar mis dinteles y abrir mi corazón al mismo tiempo que me arrodillo y me inclino en tu presencia. Enséñame a no perder de vista nunca a tu majestad ni olvidarme nunca de tu cariño, En una palabra, enséñame la lección de tu Encarnación. Dios y hombre; Señor y amigo; Príncipe y compañero.

¡Bienvenido sea el Rey de la Gloria!

Meditación

¡Santo, santo, santo!

“El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor Yahvé sentado en un trono excelso y elevado, y su majestad llenaba el templo. Unos serafines se mantenían de pie por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban. Y clamaban juntos: ‘Santo, santo, santo, Yahvé de los Ejércitos: llena está toda la tierra de su gloria’.” (Isaías 6:1-3)

Serafines de Isaías que abren las visiones del profeta, santifican su persona, y consagran su misión. Solemne introducción de profecías mesiánicas que preparan desde antiguo la venida de Emmanuel, los sufrimientos del Siervo de Yahvé, y el florecer de la raíz de Jesé. Reverencia ante el trono de Yahvé al cubrirse el rostro y el cuerpo con sus alas mientras cantan juntos el himno que es el centro de la liturgia celestial y ha pasado a ser el centro de nuestra plegaria eucarística ante el Dios soberano que reina sobre las nubes y desciende a nuestros altares: ¡Santo, santo, santo!

La santidad de Dios es el núcleo de su ser. Es casi su nombre propio, su atributo esencial, su definición. Dios es “El Santo” por excelencia, y toda otra santidad se dice en referencia a él y como participación más o menos lejana de su esencia. Los serafines conocen a Aquel a quien adoran y recitan sin cesar su consigna que es definición, mensaje, y alabanza: ¡Santo, santo, santo!

Me uno calladamente a su canto. Ya que sé la letra, la repito cuidadosamente a su lado. ¡Santo, santo, santo! Ellos llevan testamentos enteros cantándola, y yo espero llegar a la eternidad con ella en los labios y en el corazón, para integrarme en la vida del cielo con los que la conocen desde que comenzó. Al cantar la santidad de Dios espero que algo se me pegue a mí en mi lejanía, que aprenda su tono, que se me hagan familiares sus acentos, que me resuene en los oídos y me vaya entrando por las fibras de mi cuerpo hasta la mente y el alma para que me prepare y me acostumbre al momento en que haya de acercarme a la santidad misma guardada por los serafines. Quiero ser discípulo de los serafines para que me entrenen para el cielo.

 

Día 15
Os cuento

Hoy he recibido este emilio que me ha llevado a un recuerdo de hace años. Escribe una antigua alumna mía de la India. Escribe de América donde vive desde que se casó. No la he visto desde entonces.

“Estaba yo anoche en casa leyendo el Directorio de Familias de la India en Ohio, América. Entre los nombres y los datos habían intercalado algunos artículos en lengua guyaratí, y me puse a leer uno de ellos. Se titulaba “Profundizar en la superficie”. El estilo me pareció familiar. Noté que conectaba desde el principio. Cuando volví la página vi el nombre del autor: Carlos Vallés. Me dije: ‘No es extraño. Lo sabía. El corazón me lo había dicho.’ ¿Qué le parece? A que eso es algo. Tenía que contárselo. Es ya media noche y mañana me levanto temprano. Pronto escribo más. Rupa.”

Una carta así alegra la vida del escritor. Me reconoce el estilo. Conecta sin saber por qué. La alerta el corazón. Descubre el nombre al final. Y me lo dice. Bendito sea el día en que escribí ese artículo. El estilo es el hombre, dicen los franceses.

Yo mismo me había olvidado del artículo. Lo he encontrado en una antología de mis escritos guyaratís de hace veinte años de donde lo habrían tomado en Ohio para reimprimirlo sin decírmelo como suelen hacer. “Profundizar en la Superficie.” Traduzco un párrafo:

“Somos superficiales. Leemos un poco, entendemos un poco, sabemos un poco, hacemos un poco. Algo. Pero poco. Algo hay que hacer porque algo hay que hacer, pero cuanto menos, mejor. Nada de profundidades. O, mejor, profundizar en la superficie. Que no se diga. Aquí está el dato. Aquí está la fecha. Aquí está el periódico que lo dice. Pero nada más. Superficial, ligero, frívolo. Nunca profundo, acabado, completo.

Al comenzar el curso de segundo año de la asignatura Estática y Dinámica en la Universidad de Madrás, continuación del que habíamos hecho el año anterior, el profesor, Shri Narayanam, nos preguntó: “¿Qué han aprendido ustedes de esta materia?” Le contestamos: “Algo de todo.” Sentenció: “Preferiría que hubiesen hecho todo de algo.” Me quedó la lección. Más práctica que toda la Estática y Dinámica que luego aprendimos. (Shri Narayanam era un gran profesor.)

El que cava un poquito en muchos sitios no sacará agua. Profundizar en la superficie.”

Me has hecho feliz, Rupa.

Liturgia en el espacio

Un astronauta musulmán ha llegado por primera vez a la Estación Espacial Internacional, y su experiencia nos puede ayudar a entender a los musulmanes y a entendernos a nosotros mismos en actitudes no solo científicas sino religiosas. Había dificultades en su misión. El musulmán reza cinco veces al día de la salida a la puesta del sol, pero en órbita la Estación Espacial da 16 veces la vuelta a la tierra en 24 horas con 16 amaneceres y otros tantos ocasos, con lo que habría que rezar 80 veces en 24 horas. La oración ha de hacerse mirando a La Meca… desde una nave espacial que va cambiando de sitio a cada momento. Antes de cada oración el fiel debe lavarse con agua las manos, brazos, cara, cabeza, pies, y el agua está estrictamente racionada en el espacio. Y las postraciones y los gestos de la oración resultan complicados en gravedad cero. ¿Qué hacer?

Las autoridades religiosas musulmanas han estudiado el caso y han adaptado la reglas tradicionales a la ocasión especial –y espacial. Las cinco oraciones diarias se computarán según la hora del cosmódromo de Kazajstán de donde partió la nave; para orientarse a La Meca bastará con orientarse hacia la tierra; las abluciones se harán con solo gestos sin agua, como se hace también en el desierto si toca orar donde no hay agua; y los rezos se pueden hacer de pie.

Lo que me ha llamado favorablemente la atención aquí es la capacidad de adaptarse. La flexibilidad es siempre señal de vitalidad. Buen ejemplo. Enhorabuena. Sheik Muszafar Shukor puede circunvalar la tierra sin miedo. Alá lo protege.

Por pura coincidencia la Estación Espacial está dirigida esta vez por una mujer, Peggy Whitson. El astronauta musulmán obedece sus órdenes. Flexibilidad también.

Miau, miau

Un koan Zen tradicional que desafía la mente para literalmente sacarla de sus casillas:

Se ha encerrado a un gatito vivo en un frasco de cristal donde se le alimenta y se le cuida. El gatito crece y ya no puede salir por el cuello del frasco. Cómo sacarlo vivo sin hacerle daño y sin romper el frasco.

La respuesta –después de mil intentos frustrados– es bien sencilla. ¡El gato nunca estuvo encerrado! Solo parecía que lo estaba. Es decir, nuestro yo, que es el gato, nunca estuvo encerrado en nuestra mente, que es el frasco de cristal. Aunque lo pareciera. Los gatos son traviesos y el cristal es transparente.

Me encanta el Zen.

Miau, miau.

Más Zen

Un monje budista cuenta que cuando él nació eran dos hermanos gemelos pero uno murió en el parto. Y ahora piensa: “Yo no sé si soy yo o mi hermano.” Siempre el yo. Me hace reír.

Cosmología

“Una flor está constituida por todo el cosmos.” Thich Nhat Hanh.

Buda

– ¿Te puedes imaginar un Buda vestido con vaqueros?
– Muy difícil.
– ¿No te has fijado en esa muchacha allí en frente?
– ¿La que lleva vaqueros?
– Sí, esa es Buda.

Plegaria

– Mi mujer ha fallecido. Ruegue usted por su descanso, señor monje.
– Yo siempre rezo por todos los seres.
– Por eso le ruego que ahora deje a los demás por esta vez y se concentre en mi mujer para que su oración tenga más efecto.
– ¿No comprendes que a cuantos más seres se extienda mi oración, más efecto tiene sobre cada uno?

Me contáis

No me esperaba tanta respuesta. Mencioné mi sueño sobre la Iglesia. Lo resumí en la palabra Wikivaticano. Apertura, cooperación, horizontalidad, globalidad. Y os habéis sumado con entusiasmo a mi sueño. Nunca había tenido tanta reacción en la Web.

Dice el libro que allí cité: “Toma nota. Para seguir adelante ya no bastará –al contrario, será un obstáculo– el intensificar sin más el sistema, reforzar el gobierno, insistir en la estrategia de siempre. Hemos de colaborar si no queremos perecer, colaborar a través de fronteras, culturas, organizaciones, y cada vez con más y más gente en cada empresa. Generaciones pasadas valúan continuidad, antigüedad, seguridad, y autoridad, mientras que las reglas de la Generación de la Red piden creatividad, conectividad, libertad, velocidad, apertura, innovación, movilidad, autenticidad, diversidad, diversión, aventura y travesura en el trabajo. Cambia o perece.” (Wikinomics pp. 33, 248)

Salmo

Salmo 24 – ¡No me falles, Señor!
“En ti espero; no permitas que yo sea avergonzado.”

¿Caes en la cuenta, Señor, de lo que te sucederá a ti si tú me fallas y yo quedo avergonzado? Con derecho o sin él, pero pronuncio tu nombre y te represento ante la sociedad pues soy creyente y frecuento tu templo, de modo que, si mi reputación baja… también bajará la tuya junto con la mía. Estamos unidos. Mi vergüenza, quieras que no, te afectará a ti. Por eso te suplico con doble interés: Por la gloria de tu nombre, Señor, ¡no me falles!

He dicho a otros que tú eres el que nunca fallas. ¿Qué dirán si ven ahora que me has fallado a mí? He proclamado con plena confianza: ¡Jesús nunca decepciona! ¿Y me vas a decepcionar tú a mí ahora? Eso haría callar a mi lengua y suprimiría mi testimonio. Pondría a prueba mi fe y haría daño a mis amigos. Retrasaría a tu Reino en mí y en los que me rodean. No permitas que eso suceda, Señor.

Ya sé que mis pecados se meten de por medio y lo estropean todo. Por eso ruego con el salmo:

“No te acuerdes de los pecados
ni de las maldades de mi juventud;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor.
Por el honor de tu nombre, Señor,
perdona mis culpas que son muchas.”

No te fijes en mis fallos, sino en la confianza que siento en ti. Sobre esa confianza he basado toda mi vida. Por esa confianza puedo hablar y obrar y vivir. La confianza de que tú nunca me has de fallar. Esa es mi fe y mi jactancia. Tú no le fallas a nadie. Tú no permitirás que yo quede avergonzado. Tú no me decepcionarás.

Se me hace difícil decir eso a veces, cuando las cosas me salen mal y pierdo la luz y no veo salida. Se me hace difícil decir entonces que tú nunca fallas. Ya sé que tus miras son de largo alcance, pero las mías son cortas, Señor, y mi medida paciencia exige una rápida solución cuando tú están trazando tranquilamente un plan muy a la larga. Tenemos horarios distintos, Señor, y mi calendario no encaja en tu eternidad. Estoy dispuesto a esperar, a acomodarme a tus horas y seguir tus pasos.

Pero no olvides que mis días son limitados, y mis horas breves. Responde a mi confianza y redime mi fe. Dame signos de tu presencia para que mi fe se fortalezca y mis palabras resulten verdaderas. Muestra en mi vida que tú nunca fallas a quienes se entregan a ti, para que pueda yo vivir en plenitud esa confianza y la proclame con convicción. Dios nunca le falla a su pueblo.

“Los que esperan en ti no quedan defraudados.”

Meditación

El Ángel de la brasa del altar

“Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca.” (Isaías 6:6-7)

La brasa del altar purifica los labios del profeta. Ceremonia de consagración de quien va a hablar en nombre del Señor. Exordio doloroso y significativo de anuncios, increpaciones, predicaciones, y oráculos. Prueba del fuego que viene del altar y abrasa a quien a él se acerca para un día poder acercar a los demás. Rito de serafines que proclaman la santidad del tres veces santo.

Yo le estoy pidiendo al serafín de la brasa que la acerque a la punta de mis dedos. Soy escritor y con estos dedos escribo palabras que quiero provengan del altar, sin que se mezclen con ellas intereses personales, egoísmos mezquinos, opiniones propias, o vanidades ocultas. Que me queme los dedos con el fuego del altar de la santidad de Dios para que nunca escriban una palabra que haga daño, una frase que hiera, un libro que desanime. Quiero que mis páginas lleven mensaje de fe y amor, de ilusión y alegría, de cariño a la vida y confianza en la eternidad, de comprensión y compasión, de hermandad y solidaridad, incluso de humor y aventura para levantar el ánimo de aquel que las lee, provocar la sonrisa, aliviar el corazón, y alentar la vida. Para que esas páginas sean limpias, tersas e inmaculadas quiero la bendición del serafín de la brasa aunque les duela a mis dedos y sufran con el cauterio que los cura de su artritis culpable. Rectitud en la mente, amor en el corazón, suavidad en la punta de los dedos. Eso deseo como escritor en todos mis libros y escritos y cartas, en cada una de mis palabras, y por ese don del cielo, que solo el Dios de la santidad puede dar, ruego a los serafines del altar que cumplan su oficio de guardianes de santidad con brasas de fuego.

Hago mías la queja y la angustia de Isaías cuando él sintió la llamada del Señor y su indignidad ante ella: “¡Ay de mí, que soy hombre de labios impuros!” Tengo complejos y ambiciones y envidias y expectativas que a veces me nublan la mente, me tuercen el juicio, me condicionan la expresión y me llegan a través de nervios y tejidos hasta la punta de los dedos que pulsan las teclas y escriben el texto. Y han manchado con la sombra de la arrogancia lo que debió ser labor de humildad.

¡Ay de mí que soy hombre de dedos impuros! Mis dedos han rehuido trabajo y han buscado placer; han apresado avaricias y han soltado obligaciones; han acariciado suavidades y han evitado asperezas; han saludado vanidades y han ignorado deberes. Mis dedos han sido bailarines irresponsables sobre el teclado de la vida en vez de ser instrumentos disciplinados de orden y regularidad y precisión. Soy hombre de dedos impuros y lo sé en el fondo de mi alma y en la inevitabilidad de mi conciencia.

Por eso le pido al serafín del altar de fuego que consagre en el sacrificio mis dedos, para que marquen la rectitud y le devuelvan a mi mente y a mi conciencia a través de las encrucijadas de mi organismo el equilibrio de la justicia y la serenidad y la caridad que deseo con toda el alma reinen en ella en pensamiento y en afecto para que de allí se comuniquen a mis dedos en delicadeza y transparencia.

Los labios del profeta han de probar primero la brasa encendida del altar. Que la prueben también los dedos del escritor. Ven, serafín querido.

Día 1
Os cuento

De colores

Ángela Nissel es hija de padre blanco y madre negra (semifelices en su matrimonio según ella dice, hasta que se separaron), y cuenta con sentimiento y con gracia los sinsabores, perplejidades, y aventuras por las que su mezcla de colores la ha hecho pasar en la vida. Su autobiografía se titula Mixed, Mezcla. Su madre se recriminaba a sí misma por un lado “por traer hijos al mundo que no saben lo que son”, pero a su hija ella la animaba desde pequeña: “Ser de dos razas te da lo mejor de dos mundos. Dos por el precio de uno. Cuando seas mayor verás las ventajas.”

La primera ventaja que averiguó fue cuando, al llegar al colegio, la Hermana Mary les dijo a todas las niñas que se levantasen y se alinearan contra la pared. Ella se puso entre las demás, pero la Hermana Mary le dijo, “No, tú no.” Entonces cayó en la cuenta de que solo las niñas blancas se habían levantado, mientras que las negras se habían quedado en sus asientos. ¿Por qué? Se trataba de examinarles el pelo para ver quiénes necesitaban el tratamiento contra los piojos, y la Hermana Mary le explicó: “Todos los hijos de Dios reciben dones. Los niños negros reciben de Dios el don de no tener piojos en el pelo. Ya lo sabes.” Y fue a sentarse junto a sus compañeras negras que ya lo sabían. Aunque, dice, “Me quedé con la duda de si debía decirle que mi papá era blanco. A lo mejor debería haberme examinado la mitad de la cabeza.”

Les mandan pintar un autorretrato. Les dan lápices de colores para colorear su rostro en el papel. La caja de los lápices viene con el anuncio: “La Compañía Crayola presenta 16 lápices multiculturales. Sirven para colorear cualquier rostro del mundo.” Ella es casi blanca como se ve en su foto, con tinte ligeramente tostado difícil de definir. Lo llamaba “amarillo oscuro”. Dibujó su cara, pero la dejó sin colorear.

“Levanté la mano para decir que había terminado. La Hermana Mary me miró incrédula, se acercó despacio a mi pupitre, se inclinó, y dictaminó: ‘No has coloreado tu cara.’ Empezó a tomar lápices de la caja y ponerlos junto a mi mejilla para comparar. Todas las niñas se reían por lo bajo. A mí me dieron ganas de decirle que me podía pintar la cara con las cenizas del Miércoles de Ceniza que acabábamos de celebrar. Por fin encontró el lápiz que hacía juego con mi piel. ‘Aquí tienes. Burnt Umber.’ (Algo así como Sombra Quemada.) Tomé el lápiz y vi que era el que estaba menos usado. Habían usado el marrón claro y varios negros, pero nadie había usado ‘Sombra Quemada’. Puse las manos con las palmas hacia arriba y dije, ‘Aquí también yo soy blanca’.”

Su color indeciso le crea problemas en la calle. Va a jugar con chicos blancos que no reprimen su curiosidad. “Michael, un chico muy popular de primero, me preguntó, ‘¿Eres negra o blanca?’ Estábamos jugando en la calle enfrente de mi casa, a punto de escoger equipos para fútbol callejero. Yo sabía que debería haber ido a jugar con chicas y chicos negros, y miré de lejos a mis tres amigas negras que estaban saltando a la comba. Pero todos los chicos blancos estaban esperando mi respuesta en silencio, así es que yo di la respuesta que me habían enseñado a dar, una frase que es tan parte de mi infancia como saber mi número de teléfono y cómo sentarme si llevaba falda, la respuesta que siempre daba cuando me preguntaban por la curiosidad de verme ni del todo blanca ni del todo negra. Dije la verdad:

‘Mi mamá es negra y mi papá es blanco.’
‘¡Entonces eres una cebra!’ dijo Michael el gracioso.

El grupo del fútbol se desternilló con la ocurrencia de Michael por llamar cebra a alguien que era mezcla de blanco y negro. Si hubiera sido gracioso de veras podía haberme llamado panda o pingüino que también son blancos y negros y más originales. Otro chico gritó, ‘¡Cebra!’, y se extendió el virus hasta que todos los chicos entonaron la palabrita, y las dos chicas de mi clase, Michelle y Heather, se reían. A los chicos les gustó eso de captar la atención de las chicas, decidieron que jugar a ‘bailar-alrededor-de-la-cebra’ era más divertido que el fútbol y se pusieron a bailar en círculo a mi alrededor. Yo gritaba, ‘¡No soy cebra! ¡No soy cebra!’, pero nadie me oía con las voces de los chicos, con lo que para expresar mi furia le di una patada a su balón apuntando a la boca de la alcantarilla, me di media vuelta y me eché a correr a mi casa.

Una vez dentro traté de decirles a mis padres qué había pasado, pero solo me salía un sonido de la boca. ’Cee-cee-cee-eee’, mientras trataba de retener las lágrimas. Por fin solté, ‘¡Ccc-cebra! ¡Cebra! ¡Me han llamado cebra!’ según me brotaron las palabras y las lágrimas. Mi madre miró a mi padre, me cogió por un brazo y me metió la cabeza entre sus pechos que estaban bien espolvoreados de talco blanco perfumado. Yo estornudé y lloré y me tragué los polvos mientras mi padre daba zancadas enfurecido de una pared a otra.

Cuando mi última lágrima había regado la zona empolvada de mi madre, se fueron los dos a la cocina para una conferencia de mayores como hacían en momentos de crisis. Mi padre gritó:

‘¡Voy a matar a esos hijos de puta!’
‘Irás a la cárcel’, le contestó mi madre.
‘¡Ellos son los que deberían ir a la cárcel!’
‘¿A dónde vas ahora?’
‘A decírselo a sus padres. No le pegaré a nadie.’ Volvieron de la cocina y mi padre se volvió a mí, ‘Dime tú donde viven.’
‘No lo sé’, contesté yo.
‘No importa. Llamaremos a todas las puertas del barrio.’

De repente las lágrimas merecían la pena. Íbamos a llamar a todas las puertas del barrio a darles una patada en el culo a todos los racistas. Mi madre gritó, ‘¡Espera un momento!’ Temí que iba a abortar la misión, pero todo lo que quería era limpiarme de la cara todos los polvos de talco que sus pechos me habían pegado. ¿Cómo iba yo a ir de puerta en puerta con la cara manchada? Mi padre no titubeó. Vio a Michelle en la calle y le preguntó dónde vivía el chico que me había insultado.

Fuimos derechos y tocamos el timbre. Aparecieron un hombre y una mujer con aire precavido.

‘¿Podemos hacer algo por usted?’
‘Sí, si pueden. Su hijo Jimmy le ha llamado cebra a mi hija.’
‘¡Dios mío!’ dijo la madre, se volvió y llamó, ‘¡Jimmeee!’
Jimmy bajó corriendo las escaleras pero se paró de repente en el último escalón cuando nos vio a mi padre y a mí. Su padre le preguntó,

‘¿Es verdad que has llamado cebra a esta chica?’
‘Sí, pero no fui yo el único…’.
‘No me importa quién más lo hizo. Pídele perdón.’
‘Lo siento’, dijo Jimmy mirándole más a la alfombra que a mí.
Entonces mi padre me preguntó a mí, ‘¿Estás satisfecha?’

Mi padre no sabía que a una niña pequeña no debe hacérsele esa pregunta. Una niña pequeña no sabe que hay algunas preguntas a las que no hay que contestar la verdad. Yo no sabía entonces que yo debería haber contestado, ‘Sí, me doy por satisfecha’ y volverme a casa. Así es que yo contesté la verdad, y volviéndome hacia el padre de Jimmy le dije,

‘¿Va usted a darle una paliza?’
‘Por Dios, Ángela’, interrumpió mi padre, pero para entonces ya había dicho la madre de Jimmy,
‘Desde luego, se va a llevar una buena paliza.’

Jimmy se echó a llorar y desapareció escaleras arriba. Mi padre y yo volvimos orgullosos a casa.”

Una confidencia suya, ya de mayor: “Perdí muchos años de mi vida odiando a los blancos.”

(Angela Nissel, Mixed, Villard, NewYork, 2006, p. 26ss, 177)

Las pruebas

“Un rabí de nombre Isaq ibn’Ezra pidió a Dios le mandara aquí en la tierra los sufrimientos que había de pasar por sus pecados. Dios aceptó. El rabí esperó catástrofes, azufre y fuego, ángeles con espadas flamígeras, truenos, relámpagos, diluvios. Nada de esto sucedió.

Pero al rabí comenzaron a acontecerle pequeños contratiempos. En la sinagoga equivocaba las palabras o se olvidaba de lo que había preparado. Si se disponía a escribir, el tintero se volcaba. Cuando salía a la calle, la luz del sol le hería los ojos. El gato se le murió. Se le manchó la camisa de sopa. Durante un día entero tuvo hipo.

También se acatarró. Perdió las gafas. Un día se tropezó y se torció un tobillo.

Hasta que Isaq ibn’Ezra se prosternó sobre su rostro y le dijo a Dios que ya había entendido.”

(Benito Arias García, Grandes Minicuentos Fantásticos, Alfaguara, Madrid 2004, p. 50)

Petrodólares

¿No os parece que cuando Dios dispuso los yacimientos de petróleo por el subsuelo terrestre se equivocó un poquito de países?

Me contáis

Me sigue sorprendiendo vuestra continuada reacción al WikiVaticano de que hablé ya hace varias webs. Sobre todo me mencionáis el principio de ‘horizontalidad’ en el mando en vez de ‘verticalidad’. No paran los emilios. Se ve que es un tema sensible por lo mucho que ha tocado a muchos.

No es que haya que cambiar una cosa por la otra, verticalidad por horizontalidad, pero sí atemperar un poco una actitud con la otra. La Iglesia no es una democracia, pero el Pueblo de Dios es instrumento de la Palabra de Dios. Vox populi, vox Dei. O la expresión, sensus fidelium (el sentir de los fieles) como locus theologicus (principio teológico), que lo es.

Yo ya os dije que a mí me ha iluminado mucho la decisión del papa de suprimir el limbo. Hace falta coraje teológico para retirar una doctrina, que nunca fue dogma de fe, es verdad, pero sí fue magisterio continuado y universal de todos los tiempos desde san Agustín hasta este año. Eso muestra la apertura de la Iglesia y su capacidad de cambio. Dogmas de fe hay muy pocos, y todo lo  demás, como acabamos de ver en el caso del limbo, se puede cambiar. Sigamos esperando.
Salmo

Salmo 25 – La oración del justo
Yo no me hubiera atrevido a rezar este Salmo, Señor, pero te agradezco me lo ofrezcas y me invites a apropiármelo. Salmo de inocencia y sinceridad; plegaria de un hombre justo y sin tacha. No es ese mi retrato, conozco mis fallos y deploro mis defectos; molesto a otros, me yergo por dentro, busco el placer, no soy fiel a mí mismo. Hay momentos negros en mi vida y rincones oscuros en mi conciencia. No soy puro y transparente. No puedo pretender ser justo en tu presencia.

Y, sin embargo, eso es lo que me invitas a hacer, y yo me alegro en secreto, casi contra mi propia voluntad, al recibir tu invitación y prepararme a aceptarla. Sé que me he portado mal, pero en el fondo amo la verdad y deseo el bien de todos. Aun al no obrar bien, no lo hago por malicia, no busco el daño de otros, no lo hago por desobedecer, sino por flaqueza. Soy débil, pero no malo. Amo la bondad y aprecio la honradez. Quisiera que todos fueran felices y el mundo entero estuviera en paz. Hay bondad en mí, y ese fondo de bondad es lo más íntimo y genuino de mi ser. Quiero sentirme bueno, y acepto tu invitación a rezar la oración del justo.

“Camino en la inocencia;
confiando en el Señor no me he desviado.

Escrútame, Señor, ponme a prueba,
sondea mis entrañas y mi corazón;
porque tengo ante los ojos tu bondad,
y camino en tu verdad.

Lavo en la inocencia mis manos,
y rodeo tu altar, Señor.
Yo camino en la integridad;
sálvame, ten misericordia de mí.”

Ese soy yo en mis mejores momentos, y me hace feliz poder aparecer ante ti de esa manera, siquiera sea alguna vez. De pie ante ti, con la confianza que tú me has dado, con la cabeza alta y la mirada fija en tu rostro, con la sonrisa de la inocencia y el lenguaje de la libertad. Sí, soy tu hijo, y el pedirte tu bendición es pedir justicia. Tú me has dado el derecho a hablar así, y quiero hacer uso de él con toda sencillez. Dame tu bendición, dame mi herencia, dame paz en el alma y alegría en la vida. Quiero sentirme hijo tuyo, quiero sentirme bueno como sé que lo soy y he de serlo cada vez más con tu ayuda. Esa es la santidad que deseo, la justicia que espero de ti.

“Hazme justicia, Señor, que camino en la inocencia.”
Meditación

El Ángel del horno

“Los siervos del rey que los habían arrojado al horno no cesaban de atizar el fuego con nafta, pez, estopa y sarmientos, tanto que la llama se elevaba por encima del horno hasta cuarenta y nueve codos, y al extenderse abrasó a los caldeos que encontró alrededor del horno. Pero el ángel del Señor bajó al horno junto a Azarías y sus compañeros, empujó fuera del horno la llama de fuego, y les sopló, en medio del horno, como un frescor de brisa y de rocío, de suerte que el fuego no los tocó ni les causó dolor ni molestia.”
(Daniel 3:46-50)

Llegué de joven a la India y me encontré desde el principio a tono con las gentes, fascinado por las tradiciones, inmerso en la profundidad de su pensamiento y deslumbrado por la variedad de su riqueza. Descubrí paisajes y disfruté monzones, vi cielos azules de noche con estrellas brillantes como en ninguna parte del mundo y viajé por paisajes sin cuento con dunas de desierto y palmeras de dátiles, con playas alargadas y bosques apretados, con ciudades abigarradas y pueblos en paz. Disfruté el gusto exótico de hornos de barro, los sabores concupiscentes de secretas especias seculares. Todo me fue bien y todo elevó mi vida, y no me dañaron serpientes ni enfermado mosquitos ni atacado tigres ni aplastado elefantes aunque de todo vi en esa bendita tierra. Pero hay una cosa en que nunca me fue bien en la India. Un peso largo y permanente de molestia continuada y sufriente inquietud. Una penitencia en tierras de alegría y un sufrimiento en tierras de gozar. El calor.

Calor seco y calor húmedo, calor de desierto y calor de monzones, calor de mediodía y de tarde y de noche. Calor que no cesa, que no perdona, que no para. Calor que derrota el trabajo y estorba el sueño. Calor que empapa la ropa y derrite la mente. Calor y calor y calor. Mi cuerpo hecho cerca de los Pirineos no se acostumbró nunca a la latitud de los trópicos. Mi estatura nórdica se doblegaba ante el sol vertical. Mi piel se cansaba de sudar. A veces se me formaba una capa seca en la frente de sal humana precipitada al secarse el sudor. Cuaresma de calor.

Por eso, y por todos los calores que después se han sucedido en mi vida, quiero hacerme amigo del ángel del horno de Babilonia, a ver si con su soplo me trae su frescor de brisa y rocío en medio del fuego del calor de la tierra. Que me enseñe a estar en el fuego sin quemarme, a vivir en el calor sin molestarme, a mirar al termómetro sin preocuparme, a destaparme en la cama sin desvelarme. Que no suprima el fuego por mí –que no voy a cambiar meteorologías por mi causa–, pero que en medio del fuego yo aprenda a tolerarlo. Que no cambie el clima, pero que cambie mi resistencia interior, mi queja rebelde, mi protesta contenida, mi enfado alargado, mi lastimera auto-compasión. Sé que el problema está en mí porque hay compañeros míos tan sensibles al clima como yo que lo superaban elegantemente, pero me cuesta reconocerlo y me resulta fácil culpar al termómetro ante la ola de calor en verano. Pero soy yo, y mi mente, y mi tozudez. Por eso necesito siempre a un buen ángel. El ángel de Ananías, Azarías y Daniel, jóvenes del pueblo israelita y servidores del rey Nabucodonosor que se negaron a postrarse ante la estatua de oro del rey y adorarla. Su firmeza provocó la ira del rey, y a sus órdenes se encendió en horno siete vece más de lo corriente. El fuego abrasó a los servidores del rey y rodeó amenazador a los tres jóvenes. Pero el ángel climatizó su entorno entre las llamas, y ellos se pusieron a cantar.

En su canto descubro su secreto. Escucho atentamente sus versos y se me van abriendo los ojos. Dicen los tres jóvenes:

“Sol y luna, bendecid al Señor,
astros del cielo, bendecid al Señor.
Lluvia y rocío bendecid al Señor,
vientos todos, bendecid al Señor.
Fuego y calor, bendecid al Señor,
frío y ardor, bendecid al Señor.”
(3:62-67)

¡Allí está! El secreto es dar gracias al Señor por todo. Por la lluvia y el rocío, y por el fuego y el calor. Alabar al Señor por todo lo que ha hecho, por todo lo que pasa, por todo lo que nos toca. En el momento en que me pongo a elegir, me hundo. Si escojo el rocío y rechazo el fuego, entra en miedo en mi alma, sospecho y huyo, evito el nombre mismo del fuego y me refugio en el rocío si lo encuentro o en su deseo y nostalgia si no lo tengo a mano. Y eso desequilibra mi alma. El desear, el anhelar, el evitar, el rehuir. Entra la predilección en mi alma, y se marcha la paz. Ya tengo complejo de temperatura que agita mi mente y pone en peligro mi tranquilidad. He de aprender a tomar al clima como viene, a saludar a los vientos y a las nubes, y a las heladas y a los bochornos. Alabar por todo al Señor, que el Señor los hizo y en su variedad y en su sucesión está el valor de la creación, el sentido del cambio, el valor de la vida. ¡Fuego y calor, bendecid al Señor! ¡Frío y ardor, bendecid al Señor!

El cambio de actitud es la clave de la reconciliación. No es la temperatura la que me hace sufrir, es la mente. No es el sudor, es mi rebelarme al sudar. No son los cuarenta y ocho grados a la sombra sino ni miedo a verlos marcados en el termómetro. No es la naturaleza sino mi complejo. Una bebida helada no alivia el sofoco, sino que lo intensifica. Al abanicarme no ahuyento el calor, sino que declaro su presencia. Medios externos no resultan en su artificialidad y su costo y su incertidumbre. El verdadero remedio está dentro de mí.

El mejor refresco en el calor es alabar a voces a Dios por él. Con toda el alma, con alegría, con generosidad. Aceptar la realidad y bendecir a quien la hizo. Camino de paz y fuente de satisfacción. Eso me está enseñando el ángel del horno de Babilonia. Santo patrono de la refrigeración. Y si no, que se lo pregunten a Ananías, Azarías, y Daniel. Con ellos sigo cantando:

¡Ángeles del Señor, bendecid al Señor!
¡Poderes todos del Señor, bendecid al Señor!

 

Día 15
Os cuento

Navidad

En Los Simpson, Homer se queja: “Se ha olvidado por completo el sentido de la Navidad. Ya nadie se acuerda que es la fiesta del nacimiento de Santa Claus.”

Al paso de los niños

Hoy me he encontrado un texto de la Biblia que me ha hecho pensar y me ha hecho gozar. Y es de Navidad porque habla de niños.

Sabidas son las diferencias entre los hijos de Isaac, Esaú y Jacob. La venta de la primogenitura por un plato de lentejas, el engaño de Jacob a su padre vistiéndose con vestidos velludos para hacerse pasar por Esaú y robar la bendición que Jacob pensaba dar a Esaú, la enemistad consiguiente y la separación de los hermanos mellizos huyendo Jacob de las amenazas de muerte de Esaú.

Jacob, pasados unos años, quiere reconciliarse con Esaú, y va a verle con toda su familia y con un regalo de doscientas cabras, veinte machos cabríos, doscientas ovejas, veinte carneros, treinta camellas con sus crías, cuarenta vacas y diez toros enviados por delante en grupos separados para propiciar la amistad. Se encuentran los hermanos, se abrazan, lloran, y al separarse otra vez, Esaú se presta a acompañar a Jacob hasta Seir para protegerle en el camino, pero Jacob suavemente rechaza ir juntos aunque admite el gesto de amistad, y pide a su hermano mayor que vaya él por delante. Estas son sus palabras y su razonamiento:

“Mi señor sabe que he venido con mis dos mujeres y mis once hijos, y los rebaños que se multiplican y crían. Los niños son tiernos y tengo conmigo ovejas y vacas y camellas criando; un día de ajetreo bastaría para que muriese todo el rebaño. Adelántese, pues, mi señor a su siervo, que yo avanzaré despacito, al paso del ganado que llevo delante, y al paso de los niños, hasta que llegue donde mi señor, a Seir.” (Génesis 33, 13)

Al paso del ganado, al paso de los niños. ¿No es ese el paso de la vida? ¿De los que estrenan vida y la ven sin prejuicios y sin preocupaciones? ¿De los que van paso a paso, disfrutando con el andar, saltando y gozando, sin prisas por acabar jornadas, sin ansiedad por llegar? Esaú era el guerrero apresurado. Jacob era el campesino reposado. Suya era la vida.

Yo avanzaré despacito, al paso de los niños, al paso del ganado que va por delante, con sosiego, con paz. Yo viviré tranquilo sin agotar jornadas, sin forzar horarios. Yo gozaré al caminar. Saludaré a cada árbol, acariciaré a cada roca, sonreiré a cada pájaro, saludaré a cada amanecer. No contaré los días ni mediré las etapas. No reventaré el calendario ni gastaré relojes. Caminaré despacio, contento, reposado, feliz. Viviré mi vida al paso de la naturaleza y del agua y de la tierra. Al paso del Niño de Belén y de su burro y su buey. Ese es el secreto de la vida. Jacob lo sabía.

Así se ganó Jacob el nombre de “Israel”. (32, 28)

El Padre Arrupe

Anécdotas de la vida del P. Arrupe, tomadas de Hedwig Lewis, Pedro Arrupe Treasury, Gujarat Sahitya Prakash 2007.

Arrupe: “¿Cree usted que podré aprender la ceremonia del té en tres semanas?”
Profesor Koto-an: “Si persevera usted tres años podría aprender lo esencial.”

Un anciano asistió durante seis meses a las clases de catecismo del P. Arrupe. Alguien le preguntó: “¿Entiende usted lo que dice el padre?” Contestó: “Yo soy completamente sordo. Pero le miro a los ojos. No mienten. Yo creo en lo que ese hombre cree.”

Un secreto de la energía del P. Arrupe era su capacidad para dormirse un rato en cualquier sitio. En el autobús o el avión se volvía a su compañero y le decía: “Tengo que cumplir con mi deber para con la Compañía.” Y se dormía al instante.

Compañero: “¿Por qué no va usted a nuestra casa de vacaciones en Villa Cavaletti a descansar?”
Arrupe: “No sabría qué hacer allí.”

El semanario Time publicó en su portada el retrato del P. Arrupe, y su publicación coincidió con el día de la muerte de Picasso. Dos señoras pasaban en frente de un puesto de periódicos, y una de ellas lo señaló y le dijo a la otra: “Pues no se parece nada a Picasso.”

En junio de 1978 al llegar al aeropuerto de Roma se encontró con doce policías que le escoltaron en tres coches. Estaba en la lista de las Brigadas Rojas que habían matado a Aldo Moro, y se temía pudieran raptarle. Arrupe respondió: “Si me raptan, no den más de diez liras por mi rescate.”

En el Cairo el coche que lo llevaba pasó cerca de las pirámides y se las señalaron. Arrupe las miró un momento desde el coche en marcha y siguió la conversación. En la India estuvo varias veces pero nunca vio el Taj Mahal. [Aquí me permito comentar que por lo visto no le contaron la leyenda ‘kármica’ de la India según la cual si alguien, pudiendo ir a la India y visitarla, no va a ver el Taj Mahal, en su próxima encarnación se reencarnará como barrendero del Taj Mahal para tener que verlo todos los días. Quizá pudiéramos buscar al P. Arrupe por Agra.]

En un escrito suyo, citado en la p. 132 del mismo libro, describió “a modo de exclusión”, es decir, definiendo lo que no debe ser un jesuita, cinco tipos de jesuitas, advirtiendo que en la práctica se encuentran mezclados y siempre con rasgos que suavizan el conjunto. No pasó a describir el jesuita ideal. Quizá se apliquen también a otros.
1. El protestante a tiempo completo. Es verdad que la denuncia puede ser un deber profético y evangélico, pero para que la protesta sea evangélica y constructiva hay que pensar cómo, cuándo, sobre qué, a quién, y en virtud de qué principios se protesta.
2. El profesional que se deja absorber totalmente por los aspectos puramente profesionales de su trabajo, aunque estos tengan un indudable valor apostólico. Este no debería dejar que su trabajo le haga llevar una vida independiente de la comunidad y del superior. Un excesivo profesionalizarse puede llevar a un secularismo que sofoca la vida espiritual y el trabajo sacerdotal.
3. El irresponsable que no ve ningún valor en cosas como el orden, la puntualidad, el valor del dinero, la moderación en el recreo, etc. Con frecuencia tiene una injustificada alergia contra todo control de sus actividades.
4. El activista político, que es diferente del apóstol social. Puede tener un deseo sincero de ‘encarnarse’ entre los pobres y los oprimidos y de acabar con las estructuras injustas. Pero cuando la lucha por la justicia lo envuelve, no en su legítimo campo de crítica cristiana y asistencia y compartir, sino en materias de política y aun de partido, a veces con abandono total de su misión sacerdotal, su trabajo en la política y los sindicatos, apenas es evangélico y él apenas puede decirse que viva y actúe como alguien enviado por la Compañía.

5. El fanáticamente tradicional que edifica toda su vida alrededor de símbolos y prácticas de una era pasada: sus manías, su rígido modo de vida, sus prácticas personales y litúrgicas de espiritualidad. Este jesuita escucha con avidez toda noticia pesimista, critica ácidamente a las generaciones jóvenes cuyos valores es incapaz de aceptar y cuyos defectos, reales o imaginarios, lamenta sin cesar. Por nada del mundo abriría una cuenta en un banco, pero es muy posible que esté bien cuidado por familias amables que piensan como él. En su corazón no ha aceptado nunca la Congregación General 31 y 32, ni siquiera el Vaticano II.

Buscador

Discípulo: “Maestro, busco el sentido de la vida.”
Maestro: “Prueba en Google.”

Me contáis

He sido malo.

Alguien me ha preguntado (desde luego que sin malicia por su parte sino porque era parte de un examen al que debía responder, y me trasmitía la pregunta para consultarme), “¿Qué diferencia hay entre tener sexo cinco minutos antes de la boda o cinco minutos después?”

Le he contestado: “Diez minutos”.

Qué malo soy, ¿verdad?

Ya me entendéis.

Espero.

Después añadí a mi contestación a ese buen muchacho que la pregunta que a él le habían hecho se la habían hecho mal. Sexo cinco minutos antes o cinco minutos después de la boda no lo tiene nadie. Es manera de hablar frívola, cínica, irresponsable. Y cuando está mal hecha la pregunta, no se puede pedir una respuesta. Quien formuló esa pregunta en ese examen falló en su deber de respeto y dignidad en todo, y más en materia de sexo. No se trivializa así la conciencia. No se ridiculiza lo sagrado.

La manera digna de preguntar sería ¿qué pensar sobre las relaciones sexuales antes del matrimonio? La respuesta a esa pregunta es fácil: La Iglesia las prohíbe, y la mayoría de los jóvenes las tiene. Dios nos manifiesta su voluntad a través del magisterio de la Iglesia y a través del consenso de los fieles (sensus fidelium en latín), Vox populi, vox Dei (la voz del pueblo es la voz de Dios, también en latín). Con esos criterios cada fiel se forma su conciencia en libertad y responsabilidad y en consulta con su pareja, y actúa en consecuencia. Dios acepta esa conducta. Lo mismo se aplica en proporción a otras situaciones de moral sexual (masturbación, píldora anticonceptiva, preservativo, homosexualidad, matrimonios divorciados y vueltos a casar). Siempre con el supuesto de no hacer nunca daño a nadie, que es el mandamiento fundamental, tanto del magisterio de la Iglesia como del sentido de los fieles.

¿Sigo siendo tan malo?

Salmo

Salmo 26 – Busco tu rostro

Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida.

“Una cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor
contemplando su templo.

Tu rostro, Señor, buscaré;
no me escondas tu rostro.”

He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura (perdóname, Señor), aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria.

Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme.

Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mí me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón.

“Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo…
y espera en el Señor.”

Meditación

El Ángel del foso

“Entonces Daniel habló con el rey: ‘¡Viva el rey eternamente! Mi Dios ha enviado a su ángel, que ha cerrado la boca de los leones y no me han hecho ningún mal, porque he sido hallado inocente ante él. Y tampoco ante ti, oh rey, he cometido falta alguna.” (Daniel 6:22-23)

Daniel parece que sale de un lío para meterse en otro. Va del horno de fuego al foso de los leones. No le iba bien con los reyes. O, mejor dicho, con los cortesanos de los reyes que le tenían envidia. Como no encontraban falta en él se inventaban excusas, y esta vez lo acusan de rezar tres veces al día mirando a Jerusalén. Eso es delito ante el rey Darío, y el profeta debe ser arrojado a los leones. Pero el ángel del Señor estaba allí atento a defenderlo. Cerró la boca de los leones, y Daniel pasó la noche en paz en su compañía.

“El rey compungido por lo que había hecho, se levantó al rayar el alba, corrió al foso, rompió su propio sello que cerraba la entrada, llamó sin esperanza a Daniel, y Daniel le contestó galante: ‘¡Viva el rey eternamente!’ Había dormido bien. El rey entonces se alegró en gran manera y mandó sacar a Daniel del foso. Sacaron a Daniel del foso y no se le encontró herida alguna, porque había confiado en su Dios. Y el rey mandó traer a aquellos hombres que habían acusado a Daniel y echarlos al foso de los leones, a ellos, a sus mujeres y a sus hijos. Y no habían llegado aún al fondo del foso cuando ya los leones se habían lanzado sobre ellos y les habían triturado los huesos.” (6:20-25)

Todos tenemos enemigos. Por eso necesitamos ángeles. No faltan fosos con leones, si no con la crudeza espeluznante de los sátrapas medos, sí con la amenaza velada de calumnias y envidias, de críticas hirientes e ironías mordientes, de hablar a espaldas de uno y robar oportunidades, de exagerar defectos reales o inventar imaginarios, de cartas anónimas y delaciones secretas, de abierta oposición y aun insulto directo.

No faltan leoncillos en los fosos reales. Y no faltan ángeles que nos libren de ellos. Lo que yo deseo es aprender para mí la actitud de Daniel en este trance. No se enoja con el rey Darío que personalmente ha dado la orden de arrojarlo al foso de los leones. No le echa en cara la injusticia ni le reprocha la cobardía con que ha actuado. Al contrario, en cuanto el rey se asoma a la fosa tras el remordimiento nocturno (dice el texto sagrado que aquella noche ‘no dejó que se le trajeran concubinas’), Daniel le saluda alegremente sin muestra ninguna de resentimiento: ‘¡Viva el rey para siempre!’

Viva todo aquel que no piensa como yo, viva quien me malentiende, quien no está de acuerdo con lo que yo digo. Vivan todos ellos para siempre, y aprenda yo a saludarlos desde el fondo de mi corazón sin amargura alguna, sin juzgar, sin considerarme superior a ellos, sin endurecerme, sin aislarme. ¡Viva el rey para siempre!

Yo conjeturo que Daniel aprendió esa actitud nada menos que del ángel que se pasó la noche con él cerrándoles la boca a los leones. El ángel no solo protege del peligro exterior del ataque de los leones, sino del mucho más importante peligro interior del ataque de venganza y despecho y soberbia. De poco sirve que mi ángel me salve de los leones si no me salva de mi orgullo.

¡Ángel del foso de los leones! ¡Protégeme de los leones del cuerpo y del alma!

Fundación González Vallés

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