Los textos de Carlos G. Vallés
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Año 2004
Día 15
Os cuento

Un placer para mí

Era un amigo inglés, me invitó a almorzar, quise compartir el gasto al final de la comida, pero él le arrebató la cuenta al camarero, la pagó en su integridad y me dijo simplemente la frase de etiqueta inglesa: «It is my pleasure.»

«Es un placer para mí.» Bella frase. Yo la conocía bien, pero la aprecié más al oírsela a alguien decírmela a mí. El hacerle un favor a alguien es un placer para mí. Y si no, deja de ser favor. Al regalarle algo a alguien disfruto yo más al dar el regalo que él al recibirlo. Y si no, no es regalo. Nada de obligación, de rutina, de carga, de molestia. La alegría de hacer algo por alguien. Que se me note, que me salga a la cara, que me brillen los ojos, que me sonría la voz. «It is my pleasure.»

El gozo de hacer el bien. La elegancia de la invitación. La delicadeza de la amistad. La sorpresa del gesto. La espontaneidad de la fórmula. La firmeza de la voz que no deja lugar a dudas. «It is my pleasure.»

La comida me supo muy bien. La última frase, mejor.

El sindicato

Esta anécdota es de cuando no hace tanto tiempo en la India se repartían los periódicos en la calle donde los voceaban muchachos corriendo a toda prisa de esquina en esquina, y los compraban los transeúntes al pasar.

– Dame un periódico, muchacho.
– No, señor, yo no se lo vendo.
– Pero ¿cómo? Si tú mismo estabas dando voces para venderlo aquí mismo?
– Sí, en aquella esquina, pero en esta calle no.
– No lo entiendo, y tengo prisa. Hala, dame el periódico y aquí tienes el precio.
– No puedo, señor.
– ¿Por qué?
– Porque esta calle es del Cojuelo.
– ¿Y quién es el Cojuelo? ¿Y por qué es suya esta calle?
– Porque es cojo y no puede correr de calle en calle voceando y vendiendo a la carrera como nosotros. Por eso hemos decidido entre todos reservarle esta calle para que aquí venda él solo. Y eso lo respetamos todos. – Ya entiendo. Es vuestro sindicato.
– Nada de sindicatos ni tonterías, señor. Es nuestra amistad y nuestro arreglo. Él es cojo y nosotros le ayudamos, eso es todo. Mírelo, ahí viene. Cómprele a él el periódico.

El hombre le compró dos periódicos.

El ogro amenaza

El ogro atrapó a un hombre y le hizo su esclavo. Le hacía trabajar todos los días de la mañana a la noche, y si el hombre se quejaba, el ogro le amenazaba: «Si no haces lo que te mando, te comeré.»

El hombre temía y trabajaba. Hasta que un día se hartó y le dijo al ogro: «No trabajo. Cómeme si quieres.» Pero el ogro no se lo comió. El hombre cayó en la cuenta de que el ogro no podía comérselo porque se quedaría sin esclavo. Entonces negoció: «Ahora si quieres que trabaje para ti ha de ser sólo por la mañana. Y tienes que pagarme todos los días. Con fines de semana libres y un mes de vacaciones.» Y el ogro lo aceptó.

Todos los miedos son infundados.

Abogado defensor

Shashibhushan Bandhopadhyay era un abogado importante en Calcuta. Un día tuvo que enviar un documento urgente a uno de sus clientes. Era el mes de mayo que es el más caluroso en Calcuta y era el mediodía. Tomó el documento y lo llevó él mismo a casa del cliente a donde llegó todo cubierto de sudor. El cliente se asombró y le indicó cortésmente que podía haber mandado a cualquier empleado de su despacho. El abogado contestó: «Sí, ya lo pensé, y mi oficina tiene un mensajero para estos envíos. Pero vi el calor que hacía y no me pareció bien enviar a otra persona.»

Jurar sobre el diccionario

[La escritora inglesa Andrea Ashworth tuvo una infancia en la pobreza, pero aprendió de su madre a usar bien las palabras. Su madre jugaba con sus hijas al tablero de palabras, Scrabble, y no permitía abusos lingüísticos:]

«Nuestra madre era absolutamente intransigente en eso, y nos hacía verificar cada una de nuestras palabras inventadas. Si queríamos llegar a ser algo en la vida, teníamos que saber como usar debidamente las palabras. ‘¡Traed el diccionario!’ decía. Era el único libro que había en nuestra casa, y usado y gastado como estaba nos seguía de casa en casa en nuestros traslados forzosos. Incluso lo usábamos para jurar poniendo la mano sobre él cuando se perdió la Biblia de Niños ilustrada que antes teníamos.»
[Once in a House on Fire, p. 171]

Paz en el hogar

Esto lo oí primero como chiste, pero a alguien se lo oí también contarlo en broma y refiriéndose a sí mismo.

– ¿Cómo te va tan bien en el matrimonio?
– Muy sencillo, todos los asuntos de poco importancia se los dejo decidir a mi mujer, y yo me reservo los verdaderamente importantes.
– ¿Por ejemplo?
– Ella decide qué comer, qué comprar, cuánto gastar, a qué colegio enviar a los niños, cómo viste cada uno de la familia, a dónde ir de vacaciones, en qué invertir nuestros ahorros, qué coche tener. Todo eso lo decide ella.
– ¿T tú?
– Yo decido lo de verdadera importancia. El agujero de ozono, la lucha contra el terrorismo, la pobreza en el tercer mundo, la pesca de las ballenas, las elecciones generales, el valor del euro, las resoluciones de las Naciones Unidas… todo eso me lo reservo yo.

El coche y yo somos uno

«Hace veinte años, fui el primer monje que condujo una bicicleta en Vietnam. En aquella época no se consideraba una actividad muy ‘monástica’. Hoy en día los monjes vamos en motocicleta y conducimos coches; hemos tenido que adaptar la meditación a los tiempos presentes y acomodarnos a la situación actual del mundo.

El coche y yo somos uno. Creemos que somos los dueños y que el coche es sólo un instrumento, pero no es cierto. Al usar un instrumento o una máquina, cambiamos. Un violinista con su violín se convierte en algo muy hermoso; un hombre con una pistola en algo peligroso. Cuando utilizamos el coche somos uno nosotros con el coche. Somos el coche.

Cuando conducimos no pensamos más que en llegar, por lo tanto es lógico que al toparnos con un semáforo en rojo no nos sintamos felices precisamente. El semáforo en rojo es como un enemigo que nos impide llegar a nuestro destino. Sin embargo, también podemos considerar que el semáforo en rojo es como una campana de conciencia que nos recuerda que debemos regresar al presente.

La próxima vez que os encontréis con un semáforo en rojo, sonreídle, por favor, y volved a vuestra respiración consciente. ‘Inspirando, tranquilizo mi cuerpo; espirando, sonrío.’ Es fácil transformar un sentimiento de irritación en un sentimiento placentero.

La próxima vez que estés atrapado en un atasco de tráfico no te debatas. Debatirse es inútil. Siéntate y sonríete a ti mismo, con una sonrisa compasiva y cariñosa. Disfruta del presente respirando y sonriendo, y haz que los que van en el coche contigo se sientan felices. Si sabes cómo respirar y sonreír, la felicidad está ahí, porque la felicidad siempre está a nuestro alcance en el presente. Practicar la respiración es volver al presente para reunirse con las flores, el cielo azul y los niños. Podemos ser felices.»
[Thich Nhat Hanh, «Hacia la paz interior», p. 45]

Me contáis

Me gustó la expresión. No se usa en España, aunque se entiende perfectamente, pero es corriente en Latinoamérica. Me decía que no hizo algo porque no le agradaba, no lo sentía, no le salía de dentro, y lo expresó así: «No lo hice porque no me nacía.»

«No me nacía.» Los verdaderos deseos nacen. Nacen por sí solos, nacen en el fondo del alma, nacen callados pero fuertes, claros, decididos. Si nacen se les ve enseguida, y si no nacen no hay manera de hacerlos nacer. Su independencia es su autenticidad.

Decisiones, opciones, discernimientos, determinaciones. Nacen. Las verdaderas salen de dentro, se forman en el subconsciente, asoman por sí solas, nacen.

La madre sabe cuándo lleva una vida dentro, cuándo se agita, cuando va a nacer, cuándo nace. Y los deseos son los hijos del alma, y el alma está en el cuerpo.

Aprendamos a fiarnos de nuestro organismo, a leer nuestra conciencia, a observar nuestro interior, a sentir nuestro cuerpo. Ahí nace todo lo bueno.

Salmo

Salmo 88 – El poder de la promesa
El salmo es largo, pero el mensaje, breve. El largo poema suaviza la rudeza del ruego desnudo. Yo tengo confianza contigo, Señor, para presentar primero el ruego en toda su dureza y extenderlo después resignadamente en la poesía del salmo. Pocos salmos me llegan tanto al alma como éste, Señor.

El llamamiento es claro y definitivo. Tú eres poderoso, Señor, tú lo puedes todo en el cielo que tú has hecho y en la tierra que has creado. Nada ni nadie puede resistirte, y si tú decides dejar de hacer algo, no es porque no tengas el poder de hacerlo. Y aparte de ser poderoso, eres fiel, cumples siempre las promesas que haces. Pues bien, tú le prometiste a David que sus descendientes gobernarían a Israel para siempre, y añadiste que tu promesa seguiría en pie aunque esos descendientes no fueran dignos. Declaraste que el trono de David en Israel sería tan firme como el sol y la luna en los cielos. Y sé muy bien que Israel es tu Iglesia, y David, figura de tu Hijo Jesús. Y ahora escucha, Señor: el sol y la luna siguen en su sitio, pero el trono de David está en ruinas. Jerusalén ha sido destruida, e Israel derrotado. Tu Iglesia hoy es atacada por algunos, abandonada por muchos, ignorada por casi todos. ¿Cómo es esto, Señor?

«Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: tu misericordia es un edificio eterno,
más que el cielo has afianzado tu fidelidad.»

Bello comienzo para un ataque frontal, ¿no te parece? ¿Adivinaste, Señor, lo que venía en este salmo después de esa obertura tan musical? Tu amor es firme, y tu fidelidad eterna. Son cosas que siempre te gusta oír. Alabanza sincera del pueblo que mejor te conocía, porque era tu Pueblo. Y además sobre un tema al que eres muy sensible: tu fidelidad. Siempre te has preciado de tu verdad que nunca falla y de tus promesas que nunca decepcionan. Pero desde este momento, Señor, estás atrapado por las mismas palabras que tanto te gusta oír. Eres fiel y cumples tus promesas. ¿Por qué, entonces, no has cumplido la promesa más solemne que diste a tu pueblo y a tu rey?

«El cielo proclama tus maravillas, Señor,
y tu fidelidad en la asamblea de los ángeles.
¿Quién sobre las nubes se compara a Dios?
¿Quién como el Señor entre los seres divinos?
El poder y la fidelidad te rodean.
Tú domeñas la soberbia del mar
y amansas la hinchazón del oleaje.
Tuyo es el cielo, tuya es la tierra,
tú cimentaste el orbe y cuanto contiene.
Tienes un brazo poderoso:
fuerte es tu izquierda y alta tu derecha.
Justicia y Derecho sostienen tu trono.
Misericordia y Fidelidad te preceden.»

Continúa el ritmo de alabanza. Tu poder y tu fortaleza. Tu dominio sobre tierra y mar. Todos lo reconocen, desde los ángeles en el cielo hasta los hombres y mujeres en la tierra. Nada se te resiste. Tú eres el señor de la historia, el dueño del corazón humano. Tú dispones los sucesos y ordenas las circunstancias como asientas montañas y diriges las órbitas de los astros. Todo es obra de tus manos. Hemos visto tu poder y reconocemos tu soberanía absoluta sobre todo lo que existe. Nos sentimos orgullosos de ser tu pueblo, porque no hay dios como tú, Señor.

«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro.
Tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor realzas nuestro poder.
Porque el Señor es nuestro escudo,
y el Santo de Israel nuestro Rey.»

Tu poder es nuestra garantía. Tu fortaleza es nuestra seguridad. Nos gloriamos de que seas nuestro Dios. Nos alegramos de tu poder, y nos encanta repetir las historias de tus maravillas. Tu historia es nuestra historia, y tu Espíritu nuestra vida. Nuestro destino como pueblo tuyo en la tierra es llevar a cabo tu divina voluntad, y por eso adoramos tus designios y acatamos tu majestad. Tú eres nuestro Dios, y nosotros somos tu pueblo.

Y aquí llega la promesa. Abierta y generosa, firme e inamovible. Gustamos de recordar cada palabra, saborear cada frase, ser testigos de tu juramento solemne y atesorar en la memoria la carta magna de nuestro futuro. Palabras que son fuerza en nuestro corazón y música en nuestros oídos.

«Sellé una alianza con mi elegido,
jurando a David mi siervo:
‘Te fundaré un linaje perpetuo,
edificaré tu trono para todas las edades.’
Encontré a David mi siervo
y lo he ungido con óleo sagrado;
para que mi mano esté siempre con él
y mi brazo le haga valeroso.
Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán,
por mi nombre crecerá su poder.
Le mantendré eternamente mi favor,
y mi alianza con él será estable;
le daré una posteridad perpetua
y un trono duradero como el cielo.»

Palabras consoladoras, sobre todo viniendo como vienen de labios de quien es la verdad misma. Sólo queda una duda mortificante: si te fallamos, si tu pueblo se extravía, si el rey se hace indigno del trono, ¿no hará eso que se anule la promesa y se deshaga la alianza? Y aquí vienen las palabras tranquilizadoras de tu propia boca.

«Si tus hijos abandonan mi ley
y no siguen mis mandamientos,
si profanan mis preceptos
y no guardan mis mandatos,
castigaré con la vara sus pecados
y a latigazos sus culpas;
pero no les retiraré mi favor
ni desmentiré mi fidelidad,
no violaré mi alianza
ni cambiaré mis promesas.
Una vez juré por mi santidad
no faltar a mi palabra con David;
su linaje será perpetuo,
y su trono como el sol en mi presencia,
como la luna que siempre permanece;
su solio será más firme que el cielo.»

Divinas palabras de infinito aliento. Nosotros podremos fallarte, pero tú no nos fallarás nunca. Si desobedecemos, sufriremos el castigo correspondiente, pero la promesa de Dios permanecerá intacta, y el trono seguirá asegurado para los descendientes de David para siempre. El juramento es sagrado y no será violado jamás. La palabra de Aquel que hizo el cielo y la tierra ha quedado empañada a favor nuestro. El futuro está asegurado.

Y sin embargo…

«Sin embargo, tú te has encolerizado con tu Ungido,
lo has rechazado y desechado;
has roto la alianza con tu siervo
y has profanado hasta el suelo su corona.
Has quebrado su cetro glorioso
y has derribado tu trono;
has cortado los días de su juventud
y lo has cubierto de ignominia.»

Ignominia es lo único que nos queda. Somos tu pueblo, tu Ungido es Hijo tuyo y Señor nuestro, su trono es el lugar que ocupa en los corazones de los hombres y en el gobierno de la sociedad. Y la sociedad no se acuerda hoy mucho de tu Hijo, Señor. Sólo cierto respeto a distancia, cierta cortesía de etiqueta. Pero poca obediencia y escasa devoción. La humanidad no acepta a tu Rey, Señor, y su trono dista mucho de ser universal. Los que lo amamos sufrimos al ver su ley despreciada y su persona olvidada. Nos duele ver que la situación no mejor; al contrario, parece alejarse más y más de tu Reino, y no sabemos cuánto va a durar esto.

«¿Hasta cuándo, Señor, estarás escondido
y arderá como fuego tu cólera?
¿Dónde está, Señor, tu antigua misericordia
que por tu fidelidad juraste a David?
Acuérdate, Señor, de la afrenta de tus siervos:
lo que tengo que aguantar de las naciones,
de cómo afrentan, Señor, tus enemigos,
de cómo afrentan las huellas de tu Ungido.»

Y así acaba el salmo en abrupta elocuencia. La bendición y el amén del último verso son sólo una rúbrica añadida para marcar el fin del Tercer Libro de los Salmos. El salmo como tal acaba con el dolor amargo de la afrenta que sufrimos. A ti te toca ahora hablar, Señor.

Día 1
Os cuento

Moda temprana

Mi sobrina me cuenta que su encantadora hija de cuatro años le acaba de decir: «Mamá, cómprame unos pantalones vaqueros de esos ajustados, que me han dicho que me harán parecer más joven.» Con sus cuatro añitos

El camarero veterano

Estábamos cuatro amigos tomando un café en un bar. Era en A Coruña. Nos sirvió un camarero de bastante edad, pelo completamente blanco y modales exquisitos. Sirvió con exactitud y elegancia a cada uno el tipo de café que había pedido, dejó la nota y se retiró. Nos miramos a una los cuatro y nos dijimos: «¿Os habéis fijado qué bien nos ha servido este camarero? Es verdad. Llama la atención. Una eficiencia y una delicadeza extraordinarias. Da gusto ver a un profesional tan bueno.»

Tomamos nuestros cafés, charlamos, pagamos, nos levantamos. Yo me acerqué al veterano camarero. Él me miró con cara de sorpresa, pues si un cliente se le acerca, suele ser para protestar por algo. Yo le dije: «Nos ha llamado la atención a los cuatro lo bien que nos ha servido usted. Ya no se ven camareros así. Enhorabuena.» Y le estreché la mano.

Se le iluminó toda la cara, se le abrió toda la boca en una gran sonrisa, y murmuró, «Gracias, señor». No fue más. Pero me dejó un buen recuerdo. Y espero que yo a él.

El valor de una memoria

Veo poca televisión. Recuerdo la serie que más me ha divertido. La célebre «Yes, Minister», «Yes, Prime Minister», de la BBC, con Paul Eddington, Derek Fowlds, y Nigel Hawthorne. Por eso me interesó la autobiografía de Nigel Hawthorne. También me interesó por otra cosa, y eso lo supe al acabar el libro. Él nació en Sudáfrica, luchó por su carrera artística en Londres, fracasó, volvió a África, volvió a Londres, triunfó, gozó e hizo gozar a muchos en el teatro, en el cine, y en la televisión. Y lo cuenta todo con honradez, con timidez, con delicadeza, con humor. Y no cuenta más. Pero el libro encanta. Es «la mejor representación de su vida», de quien tuvo tantas y tan buenas.

Al final del libro su amigo, Trevor Bentham, revela el secreto: «Cuando Rowena Webb, de la editorial Hodder & Stoughton, propuso a Nigel que escribiera su autobiografía, él estaba a punto de comenzar los largos ensayos para la representación de King Lear de Shakespeare en su papel principal. Eso -junto con su aguda resistencia a hablar de sí mismo- le hizo frenarse ante el proyecto y dilatar la respuesta.

Sólo el ataque inesperado del cáncer proporcionó el catalizador que necesitaba para tomar pluma y papel, o más bien teclado y ordenador. Se encontró de repente con una finalidad para escribir; con una terrible fecha final que tuvo que luchar para alcanzar. A través de una operación seria, radioterapia, quimioterapia, ictericia, neumonía, y septicemia, escribió y escribió, agarrándose a la mejor cuerda salvadora que se le podía haber arrojado en sus circunstancias. Acabó el último capítulo en el hospital la semana antes de Navidad, lo repasó todo cuando volvió a casa, y se lo envió a Rowena la Víspera de Navidad -dos días antes de morir.»

Una autobiografía escrita cara a la muerte, vibra de puro sincera. Toca, con ala de mariposa la vida y su misterio. Como la mariposa del primer párrafo con que abre el libro:

«Me encontré una mariposa ‘pavo real’ batiendo sus alas contra la ventana del cuarto de estar. Esas mariposas saben cómo entrar, pero por alguna razón parecen incapaces de recorrer la misma ruta al revés y salir. Traté de atraparla en mis manos abovedadas, pero se me escapaba. Por fin la capturé, y diciéndole palabras de ánimo que estoy seguro me entendió, la llevé a una ventana abierta y la liberé. Al volar hacia la libertad en el jardín, un pájaro salió de no sé dónde barriendo el cielo, la capturó y se la comió. En la vida, nunca sabemos lo que nos espera a la vuelta de la esquina.»

El periódico del día

[Un incidente instructivo en la vida de Nigel Hawthorne.]

«A mi vuelta a Sudáfrica iba yo, después de desembarcar en Natal, en autobús hacia Johannesburgo, y me llamó la atención la pobreza de algunos pueblos por los que pasábamos, que yo había olvidado. En una parada del autobús, un niño de unos siete años, descalzo y desarrapado, me ofreció el periódico. Me alegró encontrarme otra vez con el Sunday Times, y lo compré. Lo leí página tras página con antiguo interés. Sólo al llegar al final caí en la cuenta: el periódico era de hacía tres semanas.

Por un lado reí al ver que el mundo en que vivimos es tan repetitivo que el periódico de hoy es casi igual al de ayer, y el de esta semana como el de hace tres semanas, y nos cuesta darnos cuenta de la fecha si no estamos sobre aviso. Por otro lado, comprendí cómo aquel pobre niño se ganaba la vida. Recogía periódicos viejos y los vendía como nuevos a pasajeros de autobús tan despistados como yo. Me dio una gran pena. Me dolió mi nueva conciencia británica.

Busqué al muchacho. Había desaparecido. Entré en un café en la parada del autobús que todavía esperaba. Y al poco rato entró el muchacho a vender allí sus periódicos atrasados. Yo no le di tiempo a vender ninguno. Le llamé a mi mesa, me vacié los bolsillos y le puse todo mi dinero en sus manos, quedándome sólo con lo necesario para pagar el café. Él debió creer que yo estaba loco, y probablemente lo estaba. Pero al menos, por torpemente que fuera, yo había aliviado mi conciencia.» (p. 8)

A mí ese incidente me ha recordado una experiencia de hace muchos años en la India. Estaba yo en mi ciudad de Ahmedabad, y allí llegó un autobús de turistas alemanes que habían visitado «la ciudad de Mahatma Gandhi», y a quienes habían traído a ver nuestra Universidad de San Javier. Se tropezaron conmigo, me preguntaron si yo trabajaba allí y si podría hacer llegar un dinero a los pobres del lugar, se vaciaron los bolsillos y me llenaron las manos diciéndome uno tras otro que les dolía la conciencia al verse ellos en un viaje opulento rodeados de una pobreza nunca vista. Les aseguré su dinero llegaría a los pobres, y lo hice. Y a mí me llegó, una vez más, el dolor del mayor problema del mundo: la distancia entre ricos y pobres, que aumenta cada día. Ya sé que la generosidad de los turistas alemanes no resuelve el problema, pero el sacudirnos la conciencia es el primer paso hacia su solución. Un periódico atrasado puede despertarnos el alma. Es la mejor noticia.

Secreto de vida

«Lleva quien deja,
y vive el que ha vivido.»
(Machado)

Cuando un perro vale nueve niños

[Cuento de Albert Taïeb, de Costa de Marfil, en «African Stories», p. 52, abreviado.]

Scottie era una magnífica perra bulldog. Sana, cariñosa, llena de vida. Nos la dejaron nuestros vecinos, que se iban de viaje, y nuestro guardián, Bourema, se cuidaría de ella, aunque también ayudaría mi hijo de cuatro años, Romain, que adora a los perros. Tendría todos los cuidados del mundo, alimento, limpieza, y medicinas si hicieran falta. Gozábamos con ella en casa y en la playa y en todas partes.

Un día encontré a Scottie tendida con las patas hacia fuera en el suelo del comedor, respirando penosamente, con mi hijo que lloraba a su lado. Bourema me dijo: «Tiene usted que llevarla al médico, señor. No sé qué le pasa. Empezó así hace media hora. Fue después de comer.» La llevamos a un veterinario joven que acababa de abrir una clínica para perros con quirófano y todo. El veterinario la examinó a fondo y nos dijo: «No sé qué es lo que le pasa. Tengan cuidado con lo que come. Creo que no hay que preocuparse. Denle estas tabletas, y tráiganmela si le vuelve a pasar. Es una perra preciosa, y se pondrá bien.»

Scottie volvió a estar alegre, y yo me olvidé del incidente. Pero unas dos semanas después volví a encontrármela despatarrada en el suelo y jadeando. El veterinario estaba perplejo. «No lo entiendo. Todos los tests dan negativo. Le he puesto otro tratamiento más largo contra cualquier infección. Sigan observándola.»

La perra volvió a su habitual buen humor, pero yo ya no tenía paz. Fui a consultar a un veterinario de más edad y experiencia, que me dijo: «Todo lo que me dice usted me parece muy raro. No puedo decir qué es lo que aqueja a la perra sin verla, y lo mejor será que me la traiga enseguida en cuanto tenga un ataque. Tengo una idea de qué es lo que puede ser, pero no quiero precipitarme. Esperemos sea sólo una indisposición.»

Pocos días después, Scottie volvió a desmoronarse. Esta vez fue algo más serio. Gemía lastimeramente y echaba sangre por la boca. La llevé corriendo al último veterinario, y él dijo enseguida: «Lo que me temía. Déjeme hacer un par de tests para estar seguro, pero ya no hay esperanza. No queda más remedio que acabar suavemente con su vida en vez de dejarla en esta agonía.» Yo me quedé de una pieza: «No lo entiendo, doctor. Aquí está un magnífico animal, con todos los cuidados del mundo, buena comida, limpieza, paseos; ¿y usted me dice que ya no se puede hacer nada por ella?» El veterinario me interrumpió: «Perdóneme por ser brusco, pero usted ha cometido un gran error psicológico. Usted me dice que trataba a su perra como una reina. Calculo que, contándolo todo, su perra le costaba a usted unos cincuenta mil francos [de entonces]. Ahora, ¿puede usted decirme cuánto le paga al guardián que oficialmente se cuidaba de ella?»

– Cincuenta mil francos al mes.
– ¿Y cuántos hijos tiene?
– Nueve o diez, creo.
– ¿Puede una persona cuidar a la larga a un perro que cuesta tanto de mantener como una familia con diez hijos?
– ¿Quiere usted decir que lo hizo el guardián?
– Sea quien sea, el hecho es que a su perra la han envenenado. Todos sus sirvientes saben lo que usted gasta en su perra. Que gaste en su hijo pequeño, lo entienden; pero que gaste en una perra no lo entienden. No se preocupe; a usted no le van a envenenar.

Entienden que tenga que haber cierta desigualdad social; pero si usted quiere tener un perro, cuídelo usted mismo.

Las pruebas descubrieron restos de veneno. Scottie había tardado en morir porque le habían dado pequeñas dosis a lo largo de varias semanas. Aprendí la lección de psicología, y me prometí tener más cuidado en el futuro. No dije nada a nadie de lo que me había dicho el veterinario. A mi hijo Romain le dije que Scottie no podía vivir dentro de la casa, y la habíamos enviado a la selva. No sé si me creyó.

Scottie me reveló la injusticia de la pobreza. No se puede tratar a un animal como a una persona. Es decir, a una persona como a un animal.

Me contáis

Pregunta: Una amiga mía ha perdido a su hijo. Desea convencerse de que su hijo está vivo y ha leído libros sobre experiencias de gente que ha estado muerta y ha vuelto a la vida diciendo que hay vida después de la muerte. ¿Puede recomendarme algún libro?

Respuesta: No hay mayor dolor que el que una madre siente al perder un hijo. La fe nos dice que todos vivimos después de la muerte. La ciencia no sabe nada sobre eso. Sí que hay libros dignos sobre esa materia, y yo he leído los de Elisabeth Kübler Ross que son muy serios, delicados y creíbles; pero no está por ahí la solución. El problema es psicológico, y no se trata de convencerse que su hijo está vivo, sino de aceptar el que ha muerto. Es duro para una madre ver morir a su hijo, pero es más duro todavía tratar de asegurarse con pruebas de que está vivo, cuando ya murió. Es esa muerte la que hay que aceptar. La noticia de la muerte abre una herida; muy dolorosa; que el tiempo, el cariño y la fe harán cicatrizar si se acepta la muerte material de la persona. Si no se acepta, la herida seguirá abierta y hará sufrir. Hay que saber despedirse de quienes se fueron. Esa es la mejor manera de prepararse para el reencuentro en el cielo. Espero sabrás explicárselo a tu buena amiga..

Salmo

Salmo 89 – La vida es breve
«Haznos caer en la cuenta de la brevedad de la vida,
para que nuestro corazón aprenda la sabiduría.»

Hoy viene ante mis ojos un hecho ineludible: la vida es breve. El tiempo pasa velozmente. Mis días están contados, y la cuenta no sube muy alto. Antes de que me dé cuenta, antes de lo que yo deseo, antes de que me resigne a aceptarlo, me llegará el día y tendré que partir. ¿Tan pronto? ¿Tan temprano? ¿En la flor de la vida? ¿Cuando aún me quedaba tanto por hacer? La muerte siempre es súbita, porque nunca se espera. Siempre llega demasiado pronto, porque nunca es bien recibida.

Y, sin embargo, el recuerdo de la muerte está lleno de sabiduría. Cuando acepto el hecho de que mis días están contados, siento al instante la urgencia de hacer de ellos el mejor uso posible. Cuando veo que mi tiempo es limitado, comprendo su valor y me dispongo a aprovechar cada momento. La vida se revalúa con el recuerdo de la muerte.

«Nuestros años se acaban como un suspiro.
Aunque uno viva setenta años,
y el más robusto hasta los ochenta,
la mayor parte son fatiga inútil,
porque pasan aprisa y vuelan.»

Acepto la brevedad de mi vida, Señor, y en la resignada sabiduría del aceptar encuentro la fuerza y la motivación para sacar el mejor partido posible de los días que me queden, muchos o pocos. Cuando llegue el sufrimiento, pensaré que pronto pasará; y cuando me atraigan los placeres, reflexionaré que también ellos han de estar poco tiempo conmigo. Eso me hará soportar el sufrimiento y disfrutar el placer con la libertad de ánimo de quien sabe que nada ha de durar largo tiempo. Esa actitud traerá el equilibrio, el desprendimiento y la sabiduría a mi vida.

«Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó,
una vela nocturna.
Los siembras año tras año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.»

Que la hierba sepa que es hierba y se comporte como tal. En eso está su plenitud. Si es un día, es un día; pero que ese día sea verde y alegre con la gloria derramada de los campos en flor. Si mi vida ha de ser como la hierba, que sea verde, que sea fresca, que sea brillante, y que viva en la intensidad de su única mañana la totalidad cósmica de la naturaleza y de la gracia. Cada momento se reviste de eternidad, cada brizna de hierba resplandece con el rocío del sol del amanecer. Cada instante se enriquece, cada suceso se realza, cada encuentro es una sorpresa, cada comida un banquete. La brevedad de la experiencia la llena de la esencia del puro sentir y el libre disfrutar. La vida resulta valiosa precisamente porque es breve.

Dame, Señor, la sabiduría de vivir la plenitud de mi vida en cada instante de ella.

 

Día 15
Os cuento

Preludio y fuga

Me es difícil explicar este descubrimiento. De joven toqué al piano los cuarenta y ocho preludios y fugas de Bach en su «Clave bien temperado». De mayor los he escuchado muchas veces en diversas versiones en CD. Siempre me han encantado. Me llenan el alma de asombro, de veneración, de recogimiento, de gozo. Pero había algo que yo no había descubierto hasta hoy.

Del binomio preludio-fuga, yo consideraba la fuga lo importante, y el preludio sólo un ejercicio de calentamiento para entrenar las manos y crear el ambiente para lo que iba a venir. No le daba importancia. Era como el marco y el cuadro. Lo importante para mí era la fuga con su motivo, sus ecos, su juego al escondite, su travesura melódica, su trenzar de las voces siempre independientes y siempre abrazadas. Eso era lo que merecía la pena. El preludio era pura preparación para la fuga que seguía. Puro marco para el lienzo del artista.

En cambio hoy, escuchando la versión de Sviatoslav Richter mientras me preparaba a trabajar esta página, he caído súbita y emocionadamente en la cuenta de que el preludio vale tanto como la fuga. Así como suena. No hay preparación y ejecución, no es introducción y representación, no se trata de un trámite burocrático para presentar la actuación verdadera. El preludio es tan bello, original, artístico y profundo como la fuga misma. Y yo no lo había apreciado hasta hoy.

El nombre me había engañado. El «pre» de preludio lo rebaja a algo que meramente «precede» al juego (ludus) que es lo que verdaderamente interesa. Y ése es el engaño. Desde el momento que vemos a algo como mero pasaje «para» otra cosa, pierde su valor en sí mismo. Y al perdernos su valor, perdemos arte, perdemos música, perdemos vida.

Es lo que nos ocurre en la vida. Todo parece ser «preparación» para lo que viene. Y eso nos hace perdernos el valor de la vida. Toda la vida se reduce a preludios. Todo es «para» algo. Y la vida entera es «para» la eternidad. Nos perdemos la belleza del preludio.

El secreto del «clave» (clavicordio) es que esté bien «temperado» (templado). Que suene bien en cada tono y semitono, en cada momento y en cada instante. Es también el secreto de la vida. Se encuentra en cada fuga de Bach…, y en cada preludio.

Ardiente deseo

Hace muchos años leí el libro «En busca de Dios» de Swami Ramdas. Era lectura obligatoria para todos los que hacíamos el mes de ejercicios bajo la dirección de Tony de Mello. Yo lo abrí en su primera página y leí la primera frase de su primer párrafo. Era ésta: «Hace unos dos años que Dios encendió por primera vez en el corazón de su humilde siervo, Ramdas, un ardiente deseo de descubrir su infinito amor.»

Me acuerdo que cerré el libro de pura emoción. Me dije a mí mismo, «No necesito más. En esta frase está todo. Ya leeré el libro cuando lo lea, pero ya no me hace falta. Cuando Dios ha encendido un ‘ardiente deseo’ en el corazón, todo lo demás se sigue de allí. Quien da el deseo, dará el camino, dará la fuerza, dará el empuje, dará la fe. Y se andará y se llegará y se llenará la vida y se iluminará la eternidad. Todo está allí. Sólo se trata de saberlo, sentirlo, aceptarlo, manifestarlo. Ardiente deseo. Siguen tres tomos de la vida de Ramdas. Y los tres están en esa primera frase.

Hace muy pocos días ese libro volvió a caer inesperadamente en mis manos. Los tres tomos. Después de tantos años. Abrí el primer tomo. Leí su primera frase. Sonreí mientras un gozo intenso recorría todos mis miembros. «Dios encendió un ardiente deseo.» Ahora eran los míos. Los de toda mi vida. Deseos de mi juventud y de mi madurez cumplidos a través de los años. Deseos encendidos por Dios y hechos realidad por él en mi vida. Uno a uno. Mucho he deseado, y mucho he recibido. Tenía razón Ramdas. Todo empieza allí. El ardiente deseo. Ya seguirán los tomos de mi vida.

«Es Dios quien da el desear y el ejecutar.» (Filipenses 2,13)

Dios en todas partes

[Ramdas habla de sí mismo en tercera persona, y se refiere a sí mismo como a «Ramdas». Así es como cuenta una de sus divertidas e instructivas aventuras.]

Ramdas subió en Kalashti al tren para Yaganath Puri. Era el mediodía. El revisor era un cristiano, como se veía por su atuendo europeo y su nombre en la solapa. Le pidió el billete a Ramdas, y éste le contestó en inglés: «Los monjes no llevan billete, porque ni tienen ni desean tener dinero.» El revisor le contestó: «Usted sabe hablar inglés, lo que demuestra que usted es una persona con estudios y educación, y yo he de rogarle que se baje del tren.» Ramdas contestó: «Hágase la voluntad de Dios.» Y se bajó del tren.

Se quedó de pie en el andén, y aún quedaba algún tiempo para la salida del tren. El revisor se sintió inclinado a hablar con él, y se le acercó. Miró a Ramdas, y comenzó:

– Bien, ¿podría usted explicarme que pretende usted viajando de esa manera?
– Voy en busca de Dios.
– Dios está en todas partes. Si eso es así, ¿qué sentido tiene el andar buscándole de un lado para otro, si está ya en el mismo sitio de donde usted sale a buscarlo?
– Tiene usted toda la razón, hermano. Dios está en todas partes, y precisamente ahora se trata de ir a todas partes para probar y verificar que él está en todas ellas.
– Entonces, si usted ve a Dios en todos los sitios a donde va, usted tendrá también que estar viéndolo ahora aquí mismo donde está usted de pie.
– Claro que sí, hermano. Dios está aquí mismo y ahora mismo.
– ¿Puede usted decirme dónde está?
– Sí. Justamente enfrente de mí.
– ¿Dónde, dónde?
– Aquí, aquí. En esta persona alta que está aquí enfrente de mí, quiero decir en usted mismo. Ramdas ve a Dios claramente en su persona.

Al decir eso, Ramdas sonrió y golpeó suavemente con su dedo índice el pecho del revisor. El revisor quedó un momento confuso. Luego se echó a reír. Él mismo abrió la puerta del vagón de donde hacía un momento había echado a Ramdas, le rogó volviera a entrar, y él mismo subió tras él. Se sentó a su lado un rato mientras salía el tren, y se despidió de Ramdas con estas palabras: «No puedo ni debo molestarle. Le deseo felicidad y fruto en su búsqueda de Dios.»
[p. 33]

Fumar en libertad

Hay una pequeña anécdota que para mí dice mucho en su vida. Ramdas era un ingeniero textil que un día tuvo una experiencia directa de Dios, dejó todo y salió en busca de Dios por toda la India hasta las alturas místicas de los Himalayas. Volvió al sur de la India, de donde procedía, y se estableció allí dando testimonio de su fe, su experiencia, su búsqueda de Dios. Antes de su «conversión» era un fumador empedernido de cigarrillos baratos. Dejó radicalmente el tabaco con la sacudida de la experiencia de Dios. Años más tarde, de vez en cuando, si alguien le ofrecía un cigarrillo, lo fumaba tranquilamente y lo disfrutaba. Y decía: «La marca de cigarrillos es la misma, pero la diferencia es fumar por adicción o fumar en libertad.»

Para mí, ése es el mejor comentario al célebre dicho chino: «Antes de la conversión, los valles son valles, y los montes son montes. Durante la conversión, los valles son montes, y los montes son valles. Después de la conversión, los valles son valles, y los montes son montes.»

Encontró a Dios

Y luego, la anécdota más mística. Su enseñanza característica fue una jaculatoria en sánscrito que todo el mundo entendía, y que él cantó, enseñó, repitió por toda la India hasta que la nación entera resonó con su canto y su fe. Él mismo la repetía constantemente, haciéndola convivir con su respiración, su conversación, su vida entera. Y todos la repetían alrededor suyo.

Una vez establecido en el sur de la India, sus discípulos notaron que mientras todos repetían la jaculatoria a su alrededor, él permanecía callado. Le preguntaron la causa, y él contestó: «El que buscaba a Dios lo ha encontrado y se ha hecho uno con él. ¿Quién queda para repetir su Nombre?»

Y siguió fluyendo

«Como el Ganges que ha encontrado al mar y se ha hecho uno con él, y sin embargo continúa fluyendo hacia el océano, así es, así ha de ser nuestra vida hacia Dios.» (Swami Ramdas)

Me contáis

[Esta carta me ha encantado.]

«Usted hoy me ha ayudado a resolver un problema.
Me había decidido a escribirle un correo pidiéndole consejo en el tema de la oración.
A medida que buscaba las palabras adecuadas para plantearle el problema, iban llegando las soluciones…
Gracias, pues si no hubiese tenido la oportunidad de escribirle sobre el tema, quizá no habría aclarado mis problemas.
Gracias por estar, simplemente, ahí.
Puede ser que su ángel y el mío tengan una conexión de Internet más rápida que la nuestra.
Gracias otra vez.»

Salmo

Salmo 90- Dios se cuida de mí
Él te librará de la red del cazador,
de la peste funesta.
Te cubrirá con sus plumas,
bajo sus alas te refugiarás,
su brazo es escudo y armadura

Mi vida entera está bajo tu protección, Señor, y quiero acordarme de ello cada hora y cada minuto, según vivo mi vida en la plenitud de mi actividad y en el descanso de tu cuidado.

No temerás el espanto nocturno,
ni la flecha que vuela de día,
ni la peste que se desliza en las tinieblas,
ni la epidemia que devasta a mediodía.

De día y de noche, en la luz y en la oscuridad, tú estás a mi lado, Señor. Necesito esa confianza para enfrentarme a los peligros que me acechan por todas partes. Este mundo no es sitio seguro ni para el alma ni para el cuerpo, y no puedo aventurarme solo en terreno enemigo. Quiero escuchar una y otra vez las palabras que me aseguran tu protección cuando empiezo un nuevo día al levantarme y cuando entrego mi cuerpo al sueño por la noche, para sentirme así seguro en el trabajo y en el descanso bajo el cariño de tu providencia.

No se te acercará la desgracia,
ni la plaga llegará hasta tu tienda,
porque a sus ángeles ha dado órdenes
para que te guarden en tus caminos;
te llevarán en sus palmas,
para que tu pie no tropiece en la piedra.

Hermosas palabras llenas de consuelo. Hermoso pensamiento de ángeles que vigilan mis pasos para que no tropiece en ninguna piedra. Hermosa imagen de tu providencia que se hace alas y revolotea sobre mi cabeza con mensaje de protección y amor. Gracias por tus ángeles, Señor. Gracias por el cuidado que tienes de mí. Gracias por tu amor.

Y ahora quiero escuchar de tus propios labios las palabras más bellas que he oído en mi vida, que me traen el mensaje de tu providencia diaria como signo eficaz de la plenitud de la salvación que en ellas se encierra. Dilas despacio, Señor, que las escucho con el corazón abierto.

Se puso junto a mí: lo libraré;
lo protegeré, porque conoce mi nombre;
me invocará y lo escucharé.
Con él estaré en la tribulación,
lo defenderé, lo glorificaré;
lo saciaré de largos días,
y le haré ver mi salvación.

Gracias, Señor.

Día 1
Os cuento

Vale

Los latinoamericanos se ríen de nosotros, los españoles, porque decimos “Vale” a cualquier momento. “¿Nos vemos mañana a las 10?”. “Vale.” Y les hace gracia. No caen en la cuenta de que ellos están en mucho peor situación. Ellos dicen “OK”. “¿Nos vemos mañana a las 10?”. “OK”. A pesar de su general resentimiento contra los “gringos”, han caído bajo su servidumbre lingüística. OK no es ni siquiera inglés británico, es americano, y mal americano, pues etimológicamente, según el Oxford English Dictionary, es la abreviatura de la expresión “All correct” transcribiendo sus dos iniciales según el sonido en “O” y “K” (Oll Korrect) con lamentable torpeza fonética. Es penoso para oídos españoles escuchar el OK en toda conversación por toda Latinoamérica. En España nos hemos librado de la maldición del OK gracias a la imaginación y creatividad del primer español que dijo “Vale”.
Y hay algo más. “Vale” viene del latín con toda la nobleza y la tradición de su rango. “Valere” en latín quiere decir “estar sano, bueno, fuerte”, por un lado, y por otro era la expresión para desearle a uno buena salud al despedirse, y así “Bene vale” era la manera ordinaria de decir “adiós”, “que sigas bien”, algo así como nosotros decimos al despedirnos, “cuídate”. “Valetudinario” es alguien que “cuida su salud” (vale) porque está enfermo, y “valedictory” en inglés es el discurso de despedida (vale) del colegio o la universidad. Son los dos sentidos del estar bien y del despedirse. Cicerón usa el “Vale” al principio o al fin de sus cartas. “Cicero Attico vale.” (Cicerón saluda a Ático.) Es palabra de recio abolengo y ha sido una suerte recuperarla para el habla diaria española. No sé si ese primer español, a quien como he dicho debemos agradecimiento por haber dicho el primer “vale”, sabía todo esto, pero de todos modos fue un golpe feliz. Así se hace el lenguaje.

Vaciar la taza

“Para la mayor parte de nosotros encender el ordenador es un acto de rutina. El Zen del Ordenador nos pide que lo convirtamos en un acto consciente.
Abrir el ordenador es abrir un comienzo nuevo. Aunque sólo vayamos a seguir con tareas iniciadas el día anterior, el comienzo de hoy es un comienzo nuevo. Es una oportunidad para recordarnos a nosotros mismos que, en este momento, nos lanzamos por la senda del crecimiento espiritual con paso alegre y con mente limpia.

La mente limpia es una mente sin prejuicios, sin arrogancia, sin cinismo. Es como una taza vacía, siempre dispuesta a recoger la gota de sabiduría.

La imagen de la taza vacía viene de una parábola clásica en el Zen, que se cuenta una y otra vez, sobre el maestro Zen Nan-in. De él se cuenta que recibió a un profesor de universidad que quería saber sobre el Zen. En la conversación el maestro notó que el profesor hablaba todo el rato en vez de escuchar. Nan-in entonces comenzó a servir el té a su visitante hasta que se desbordó sobre la mesa.

¿Qué hace usted? –exclamó el profesor. Su mente, como esta taza, está llena de sus propias ideas –dijo el maestro. ¿Cómo voy a enseñarle yo si no vacía usted antes su taza?

Cada vez que nos sentamos al ordenador, debemos acordarnos de vaciar nuestra taza. Sean las que sean las presiones que sintamos o las tareas restantes del día anterior o los desafíos que nos esperen, tenemos que acordarnos de vaciar la taza y comenzar de nuevo. Amanece en la pantalla.”
[Philip Toshio, “Zen Computer”, p. 44]

La iluminación y la flecha

“Buda, tal y como se nos cuenta, decía que un hombre herido por una flecha tenía que, sobre todo y lo más rápidamente posible, curarse. El error sería preguntarse primero de dónde viene la flecha, quién la ha lanzado, de qué madera ha sido tallada, etc.
Rumi, el poeta persa, ha retomado casi palabra por palabra dicha parábola.

Un guerrero fue herido por una flecha en una batalla. Quisieron arrancarle la flecha y curarlo, pero él exigió saber primero quién era el arquero, a qué clase de hombre pertenecía y dónde se había colocado para disparar. También quiso saber la forma exacta del arco de éste y qué clase de cuerda utilizaba. Mientras se esforzaba por conocer todos estos datos, falleció.”

[“El círculo de los mentirosos” por Jean-Claude Carrière, p. 422.]

Sin remedio

“Jesús curó a los ciegos, los cojos, los paralíticos y los leprosos. Pero no pudo curar a los tontos.” [Khalil Gibrán]

La narración del viajero

La mujer del vestido negro de lentejuelas abandonó al resto del grupo e hizo sitio en el sofá para el bronceado joven de ojos tranquilos.

– ¿Dónde has estado? ¡Casi dos años!
– Bueno, pues he estado casi todo el tiempo en Arabia.
– ¡Arabia! Imagínate. Cuéntame como es. ¿Te gustó?
– Lo he pasado muy bien.
– Muchas veces me he preguntado cómo sería Arabia. Cuéntame, cuéntame. ¿Hay mucha arena y todo eso…?
– Bueno, pues sí, pero…
– ¡Arena! ¿No me hables! Después de pasar este verano en El Puerto de las Dunas ya he tenido arena suficiente, gracias. Podría escribir un libro sobre la arena. Teníamos siempre arena en los zapatos, hiciéramos lo que hiciéramos, y los niños metían tanta en la casa que creí que me volvería loca. ¿Has estado en El Puerto de las Dunas?
– No.
– Pues no vayas. No hay nada más que arena, arena y arena. Tienes toda la arena que quieras aquí mismo, sin ir a Arabia.
– Es que en Arabia…
– ¡Y mi marido en aquella playa! Para morirse. El primer día se tumbó allí mismo y, hala, se quedó tal cual, y antes de que se diera cuenta, ¡los hombros! Pensé que si hubieras visto cómo se le pusieron los hombros te habrías muerto.
– Debíó de ser muy divertido. Como te decía, en Arabia…
– Cuéntame tu viaje. Quiero oírlo todo. ¿Son todos árabes y eso?
– Bueno, claro, hay muchos…
– Cuéntame de esos árabes. Siempre he estado convencida de que me llevaría bien con gente como esa. Árabes y así. Me interesa tanto la gente que todos parecen darse cuenta. Siempre me hago amiga de la gente más extraña. ¡Árabes! Oh, me gusta mucho todo eso. Bueno, sigue. Cuéntame. ¿Dónde te alojabas?
– Con los nativos. En cuanto te acostumbras…
– Oh, a mí no me costaría nada. Me acostumbraría en un minuto. No me importa lo que tenga que soportar mientras pueda viajar y ver cosas nuevas. Cuando estuvimos en Milán, hace tres años, fuimos a un hotelito, estaba llenísimo y no había más que americanos en todas partes. ¿Sabes qué nos pasó? ¡Cogimos pulgas! De veras. Pulgas. Pero yo decía, “Bueno, eso es lo que uno puede esperar cuando viaja.” Así soy yo. Nada me altera. Pero mira, esos árabes, ¿no tienen muchas mujeres o algo parecido?
– Bueno, muchos tienen más de una esposa…
– ¡Qué espantosos!, ¿no? ¿Y no se las dan de tremendamente religiosos o algo parecido?
– Vaya a donde vaya un hombre, siempre lleva una estera para…
– Sí, ya lo sé. Una alfombra de oración. Así es como la llaman. Alfombra de oración. Nunca se me olvida porque, antes de casarme, teníamos una preciosa alfombra de oración en la sala, justo delante del piano. Nosotros bromeábamos mucho y le tomábamos el pelo a mi padre preguntándole a cuál de nosotras la dejaría en el testamento. Pero mi padre se casó otra vez, y la alfombra se quedó ahí, donde estaba, como es natural. ¡Oh, cuánto llegamos a reírnos de aquella alfombra de oración! Supongo habrás visto muchas de esas.
– Sí, he visto muchas.
– Me encantan sus obras de artesanía. Me gustaría verlos trabajar. Muchas veces he pensado en lo que me gustaría hacer. Ah, ahí llega mi marido. ¿Volverás pronto?
– Con gusto.
– Ha sido estupendo oírte contar todo esto sobre Arabia. Vaya, has hecho que me pesara más mi horrible rutina. Pero te advierto que lo haré algún día. Iré a Arabia a ver todo lo que me has contado. ¿Vendrás pronto, verdad? Me gustaría preguntarte muchísimas cosas más. Todavía no has terminado con Arabia. ¡No tardes!
– Buenas noches.
– Buenas noches.

[Cuento de Dorothy Parker en “Narrativa completa” p. 83, abreviado.]

Me contáis

Recibí felicitaciones por no tener teléfono móvil, pero ya lo tengo, y me cuentan que «tengo móvil luego existo», que el tamaño del móvil es inversamente proporcional a la calidad de la existencia, que el número de funciones del móvil es inversamente proporcional al número de funciones que el usuario necesita, y que la cantidad de batería que le queda es inversamente proporcional a la que yo necesitaba en ese momento.

Me contaron que al acabar los cirujanos una operación en el quirófano sonó un móvil, y todos echaron mano a sus bolsillos… pero el móvil sonaba desde dentro del operado donde había caído del bolsillo del cirujano durante la operación y había sido olvidado.

Más negro todavía, el móvil sonó desde la chaqueta del difunto en el entierro, pues allí había quedado. Y no se atrevió nadie a cogerlo por si la llamada era del otro mundo.

El periódico The Times de Londres publicó una vez por equivocación la noticia del fallecimiento de un personaje que estaba vivo. Éste, al leerla llamó al editor del periódico: «Yo soy la persona cuyo fallecimiento anuncian ustedes en el periódico de hoy.» Hubo una pausa en el teléfono, y el editor preguntó con voz temerosa: «¿Puedo saber desde dónde llama usted?»

También me cuentan que en Silicon Valley se organizan «Retiros de desintoxicación tecnológica». Habrá que apuntarse.

Salmo

Salmo 91 – Canto de optimismo

Ojalá fueran todos los días como hoy, Señor! Me encuentro ligero y feliz, lleno de fe y de energía. Siento de veras todas esas quejas, protestas e incluso acusaciones que te hago cuando me encuentro mal. No me explico ahora cómo he podido ser tan ciego a su presencia y tan olvidadizo de tus gracias, por mal que me haya sentido a ratos. Es verdad que hay momentos oscuros en la vida, pero también lo es que hay días maravillosos como el de hoy, en los que luce el sol y cantan los pájaros y me dan ganas de contarle a todo el mundo la felicidad que he encontrado en ti, que es la mayor felicidad que puede darse en este mundo y en el otro.

Es bueno dar gracias al Señor y
tañer para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad,
con arpas de diez cuerdas y laúdes
sobre arpegios de cítaras:
porque tus acciones, Señor, son mi alegría,
y mi júbilo las obras de tus manos.
¡Qué magníficas son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!

Sólo el canto y la música pueden expresar la alegría que hoy siento, Señor. Vengan arpas, cítaras y laúdes a cantar las glorias de tu majestad, a proclamar a voz en cuello qué grande eres y qué maravilloso es estar a tu servicio y formar parte de tu pueblo. ¿Cuándo verán todos los hombres lo que yo veo?, ¿cuándo vendrán a ti para beber en las fuentes de tu gracia la felicidad que sólo tú puedes dar? ¡Si sólo conocieran tu cariño y tu poder! ¿Cómo decírselo, Señor? ¿Cómo hacerles llegar a otros la felicidad que yo siento? ¿Cómo hacerles saber que tú eres el Señor, y que en ti se encuentra la felicidad final que todos deseamos?

No quiero predicar, no quiero discutir con nadie. Sólo quiero vivir la integridad de la felicidad que hoy me das y dejar que los demás vean lo auténtico de mi alegría. Mi único testigo es mi buen humor; mi mensajero es mi satisfacción personal.

A mí me das la fuerza de un búfalo
y me unges con aceite nuevo.
El justo florecerá como palmera
se alzará como cedro del Líbano:
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios:
en la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso;
para proclamar que el Señor es justo,
que en él que es mi roca, no existe la maldad.

Ese es mi alegre temple de hoy. Gracias por él, Señor, haya de durar mucho o poco; y quede también firme desde ahora mi aceptación de cualquier otro temple que quieras enviarme, alegre o sombrío, según te plazca en el orden secreto de tu divino querer.

Señor, tú eres excelso por los siglos.

 

Día 15
Os cuento

Tragedia cerca de casa

Gracias a los que me habéis llamado y escrito a raíz del atentado en Madrid. Dos días antes había yo estado en esa misma estación de tren y a esa misma hora aproximada. Y un amigo mío iba a llegar allí en otro tren hoy, día 11, pocos minutos antes de la explosión. Se salvó por poco. Eso acerca la tragedia. Al enterarme fui a ver la televisión, pero se me saltaban las lágrimas y me fui. Volví al trabajo para serenarme. Mañana iré a la manifestación popular, como siempre he ido a las manifestaciones por las grandes causas de nuestros días. Gracias también a quienes quisisteis llamarme por teléfono y no pudisteis porque estaban bloqueadas las líneas, y varias veces me pasó oír el timbre del teléfono pero cortarse al tomarlo. Seguimos juntos en el dolor, y eso mismo nos da derecho a seguir juntos en la alegría. Ahora os entenderé mejor cuando me contéis las penas de la vida. Un abrazo a todos.

¡Salve, Madre!

A veces cuando paseo, canto. Sin gritar, pero sí en voz alta, pronunciando y entonando bien cada palabra y cada nota. Lo oigo yo, lo oye mi Ángel de la Guarda, lo oyen transeúntes que se cruzan en mi camino y no prestan atención a mis melodías. Pero a mí me gusta recordar canciones que formaron mi vida y marcaron mi alma, me gusta llenar el aire, santificar las calles, me gusta proclamar mi alegría y animar el rostro de la ciudad. Y canto mientras ando a buen paso.
El otro día iba yo cantando suavemente un canto a la Virgen de mis primeros años, tan bello que todavía se canta en las iglesias con su coro en re mayor y su estrofa en si menor. La música es del gran organista español que fue Eduardo Torres, y la ocasión del himno fue el Congreso Mariano de Sevilla de aquellos años. La “tierra de mis amores” es, desde luego, Andalucía.

¡Salve, Madre!
En la tierra de mis amores
te saludan los cantos que alza el amor.
¡Reina de nuestras almas, flor de las flores!
muestra aquí de tu gloria los resplandores;
que en el cielo tan sólo te aman mejor.

Virgen santa, Virgen pura,
vida, esperanza y dulzura
del alma que en ti confía.
Madre de Dios, Madre mía.

Mientras mi vida alentare,
todo mi amor para ti;
y aunque tu amor me olvidare,
Virgen santa, Madre mía,
aunque tu amor me olvidare,
tú no te olvides de mí.

Cantando cantando llegué a un semáforo en rojo. Me paré. A mi lado se pararon otros en espera del verde. Yo seguí cantando bajito, pero que se podía oír. Alguien me oyó. A mi derecha estaba una señora mayor que esbozó una sonrisa. Yo seguí cantando. Ella siguió oyendo. Y cuando el semáforo se puso en verde, antes de echar a andar se volvió a mí y me dijo con sentimiento: “¡Qué canciones tan bellas cantábamos! ¿Verdad?”. “Verdad, señora”, contesté. Y crucé a buen paso. La calle quedaba santificada.

Saber perder

[Jack Welch, presidente de General Electric durante veinte años, cuenta la lección que recibió de su madre y que le valió en la vida.]
“Era el último partido de hockey de una temporada nefasta. Como segundo capitán del equipo había yo marcado un par de goles y confiábamos bastante en nuestras posibilidades. Fue un buen partido y llegamos a la prórroga empatados a dos. Sin embargo, nuestros rivales enseguida marcaron un tanto y perdimos por séptima vez consecutiva. En un ataque de rabia, tiré el stick de hockey y me metí en el vestuario. Los demás ya se estaban quitando los patines y el uniforme. De pronto se abrió la puerta y entró mi madre, que era irlandesa.

La habitación quedó en silencio. Todas las miradas se posaron en aquella mujer de mediana edad, ataviada con un vestido floreado, que atravesaba la sala y pasaba junto a los bancos de madera en los que algunos de mis compañeros ya se estaban cambiando. Vino directamente hacia mí y me agarró del uniforme.

– ¡Eso no se hace! –me gritó–. Si no sabes perder nunca sabrás ganar. Y si no sabes ganar, no juegues.

Me avergonzó delante de mis amigos, pero nunca olvidé sus palabras. Mi madre me enseñó el valor de la competición, y también el placer de la victoria y la necesidad de asumir las derrotas.”
[Hablando claro, por Jack Welch, p.23]

El mendigo

Un mendigo estaba sentado al borde del camino, inmóvil y con los ojos cerrados.
Pasó por allí un ladrón y pensó: “Éste es un ladrón. Está fingiendo que está dormido para atrapar a quien se acerque. No seré yo.” Y se apartó del camino.
Pasó un borracho y se dijo: “¡Bien ha bebido ese! Tanto que se ha quedado dormido en el camino. Duerme, duerme, que ya despertarás.” Y siguió adelante.
Pasó un santo y dedujo: “Este es un santo y está meditando.” Y se sentó a su lado para orar.
Lo llaman proyección.

Pedid y recibiréis

“Si llamas al Señor con perseverancia y con sinceridad, él no dejará de responder. Una vez vi una ilustración gráfica de esto cuando mi mujer y yo paseábamos por Berkeley cerca de la universidad y fuimos testigos casuales de la última escena de una riña de amantes.
La muchacha le debía haber dado calabazas a su novio, le había dicho que no quería volver a saber nada de él, y lo había echado a la calle. Allí estaba él de pie en la acera, y no hacía más que repetir el nombre de su amada en voz alta: “Cynthia, Cynthia.” Cada vez lo gritaba más alto, y toda la manzana resonaba con el nombre: “¡Cynthia!, ¡Cynthia!, ¡Cynthia!”. Los transeúntes se paraban a ver qué pasaba, los vecinos se asomaban a las ventanas, los perros empezaron a ladrar.

Por fin Cynthia abrió su ventana y le dijo: “Está bien. Ya bajo.” Y así es como el uso sincero y repetido del Santo Nombre puede hacer bajar al poder de Dios sobre nuestras vidas.”
[Eknath Easwaran, Mantram Handbook, p.6]

Cuentos de Iblis [El Diablo]

Un santo sufí se durmió un día sin acordarse de rezar las oraciones de la noche. De repente notó que alguien lo sacudía en su sueño y le decía, “Levántate, levántate y reza las oraciones, que te has olvidado.” Él se levantó enseguida, se aprestó a rezar, y antes quiso saber quién era el bienhechor que lo había despertado tan oportunamente:

– ¿Quién sois vos que tan gran favor me habéis hecho de recordarme la oración para que yo no duerma en pecado?
– Yo soy Iblis.
– ¿Iblis? ¿El Diablo?
– En persona. Para servirle a usted.
– No lo entiendo.
– Es muy sencillo. ¿Te acuerdas de lo que sucedió cuando hace unos días te pasó lo mismo? Te fuiste a dormir sin rezar las oraciones, y luego a la mañana siguiente cuando te despertaste y te acordaste de que no habías rezado por la noche te entró tal arrepentimiento que hiciste penitencia y rezaste oraciones y ganaste mucho más mérito ante Dios de lo que hubieras ganado si sencillamente hubieras rezado las oraciones de la noche. ¿Te acuerdas?
– Sí, sí, claro que me acuerdo.
– Bueno, pues no quiero que eso se repita. Bastante me molesta que reces, pero si encima vas a hacer más méritos con tu penitencia por no haber rezado, no lo aguanto. Así es ahora pórtate bien, levántate y reza todo lo que tengas que rezar, y no me vengas mañana con arrepentimientos y penitencias.
– Gracias, Iblis.
– Hala, a rezar, que yo no me marcho hasta que acabes.
– En el nombre del Padre…

*

Iblis estaba preocupado. Sus emisarios le habían comunicado que había un ateo que, a pesar de ser ateo, rezaba siempre las oraciones de la mañana y de la noche, y para colmo iba todos los domingos a misa. Eso era peligroso. ¿No iría a volverse otra vez a Dios? Iblis decidió investigar y se presentó al ateo cuando éste iba a comenzar las oraciones por la noche en su casa.

– Dime, ¿tú eres ateo?
– Sí, por la gracia de Dios.
– No entiendo eso.
– Quiero decir que sí, que soy ateo y lo soy de verdad y estoy convencido de que no hay Dios ni cosa que se le parezca.
– Eso me parece muy bien. Pero entonces, ¿por qué le rezas a Dios si no crees en él, y por qué vas a misa el domingo?
– Muy sencillo. Yo estoy convencido de que Dios no existe. Pero vete tú a saber. A lo mejor existe. Así es que para asegurarme en todo caso, no vaya a ser que, no lo quiera Dios pero Dios exista, yo quiero tener mi cuenta clara con él y le rezo todas las mañanas y todas las noches y voy a misa los domingos por si acaso. Hay que asegurarse.
– Comprendo. Reza, reza, que no me importa que lo hagas así.

Cuando Iblis volvió al infierno y les contó la entrevista a sus secuaces, éstos se alarmaron y le preguntaron:

– ¿Por qué le dijiste que no te importaba que rezase así? ¿No es siempre malo que un humano rece?
– No. Si reza de verdad, es malo para nosotros. Pero si reza mintiendo, ganamos nosotros. Dios prefiere un ateo sincero a un devoto mentiroso.

Y nos queda el mal ejemplo que da a la sociedad un hombre que va a misa y luego es ateo. De esos, gracias a Dios, hay muchos. Dejadlo en paz.

*

En una reunión de demonios se debatió el tema que preocupaba a muchos. Uno lo expresó:

– Los predicadores de Dios predican a sus fieles el santo temor de Dios.
– ¿Y qué les dicen?
– Les dicen que todos son pecadores, que teman a Dios, que el temor de Dios es el principio de la sabiduría, que Dios castiga el pecado, que tienen que confesarse de todos sus pecados, y que si mueren en pecado se irán al fuego del infierno por toda la eternidad.
– Está bien. Que vengan por aquí.
– Pero es que entonces no vendrán. Si se les mete en el alma el temor de Dios, y encima el miedo al infierno, dejarán de pecar y se irán al cielo.
– No os preocupéis.
– ¿No te preocupa el que los humanos teman a Dios?
– No. Con tal de que no le amen…

Me contáis

[Este poema de Pablo Neruda me han enviado y me ha gustado.]

“Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye música, quien no encuentra gracia en sí mismo.
Muere lentamente quien destruye su amor propio, quien no se deja ayudar.

Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos,
quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce.

Muere lentamente quien hace de la televisión su gurú.
Muere lentamente quien evita una pasión,
quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las “íes” a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, las sonrisas de los bostezos, los corazones de los tropiezos y sentimientos.

Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando está infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida huir de los consejos sensatos.

Muere lentamente quien pasa los días quejándose de su mala suerte o de la lluvia incesante.
Muere lentamente quien abandona un proyecto antes de iniciarlo, no pregunta de un asunto que desconoce o no responde cuando le indagan sobre algo que sabe.

Muere lentamente…”.

Salmo

Salmo 92 – El Señor de las aguas
Contemplo con temor reverente el espectáculo eterno de las aguas enfurecidas de un mar en rebeldía que se abaten sin tregua sobre las rocas altaneras del acantilado inmóvil. El fragor creciente, la marea en pulso, el choque frontal, la furia blanca, la firmeza estatuaria, la espuma rabiosa, el arco iris súbito, la omnipotencia frustrada, y las aguas que retroceden para volver a la carga una y otra vez. Nunca me canso de contemplar el poder del mar, el abismo original donde se formó la vida, la profundidad secreta, el palpitar incansable, la oscura transparencia, la extensión sin fin. Imagen y espejo del Señor que lo hizo.

Más que la voz de aguas caudalosas,
más potente que el oleaje del mar,
más potente que el cielo
es el Señor.

Adoro tu poder, Señor, y me inclino en humildad ante tu majestad. Me regocijo al ver destellos de tu omnipotencia, al verte como Dueño absoluto de la tierra y del mar, porque yo lucho en tu bando, y tus victorias son mías. Aumenta mi confianza, mi valor y mi alegría. Mi Rey es Rey de reyes y Señor de señores. Mi vida es más fácil, porque tú eres Rey. Mi futuro está asegurado, porque tú reinas sobre todos los tiempos. Mi salvación está conseguida, porque tú, Dios omnipotente, eres mi Redentor. Tu poder es la garantía de mi fe.

Me gusta contemplar el mar, porque me habla de tu majestad, Señor.

El Señor reina, vestido de majestad.

Día 1
Os cuento

La primera taza de té

Al pasear por la mañana temprano en cualquier ciudad de la India se puede observar un hecho curioso. Hay innumerables carritos cuyos dueños preparan ya el primer té de la mañana para que comiencen el día con buen pie los primeros clientes de la bebida indispensable. Calientan el agua, le echan los polvos o las hojas de té, preparan la leche y el azúcar, limpian las taza y los platillos y llenan la primera taza.
Esa primera taza de té no la venden a nadie. No se la toman ellos mismos. No la regalan. La toman respetuosamente en sus manos, avanzan hasta la mitad de la calle, derraman el té sobre el asfalto, y se vuelven a su puesto. Sobre el asfalto queda la húmeda mancha marrón, brevemente humeante y ligeramente extendida al correrse el líquido. Pronto el tráfico la borra, la difunde, y la confunde con los mil restos humanos, vegetales y animales de la ciudad en marcha. Y comienza el negocio del día.

Esa primera taza es la libación a los dioses. Los antiguos romanos al ir a beber un vaso de vino derramaban primero unas gotas en la mano y de la mano al suelo como ofrenda a los dioses para que no les tuvieran envidia del buen vino que bebían, y los siguieran bendiciendo. Eso era la libación. Y eso es la primera taza de té del día. Ofrenda a los dioses para que participen de la bebida que da vida a la India y no sientan envidia cuando vean a los humanos beberla. Que prospere el negocio.

Pero una vez vi un gesto diferente. El vendedor de té preparó la taza, la puso en el platillo, la llenó, la llevó al centro de la calle y la derramó debidamente. Pero antes había derramado la mitad de la taza sobre el platillo mismo, y del platillo se bebió él directamente la mitad del té mientras la otra mitad regaba la calle.

¿Era eso egoísmo? ¿Era tacañería? ¿Era fe a medias? No. Era otra bella costumbre. En los pueblos y casas pobres no hay muchas tazas de té, y con frecuencia no llegan para todos los visitantes. Lo corriente y lo educado es que el dueño de la casa tome la primera taza con el platillo, derrame la mitad de su contenido sobre el platillo, y se quede él con el platillo de donde bebe directamente después de darle al huésped la taza medio llena. Así se ahorra té y se ahorra vajilla.

Pero hay algo más importante. El dividir el té en taza y platillo es también señal de comunión, de intimidad, de hospitalidad, de participación hermana. Y eso es lo que aquel vendedor de té hizo con su primera taza. Mitad para Dios, mitad para mí. No puede haber mejor gesto para comenzar el día. Seguro que le irá bien el negocio.

Otro gesto indio

“Durante la época del monzón, en Kerala, el estado del sur de la India de donde yo procedo, los campos de arroz se extienden como una interminable alfombra esmeralda hacia el horizonte. Es una época de crecimiento y alegría para todas las criaturas. Cuando era niño solía caminar junto a mi guía espiritual, la madre de mi madre, a través de aquellos campos de arroz hasta el templo de nuestros antepasados.

Mientras caminábamos, a menudo veíamos junto al sendero la piel abandonada de una serpiente, formando una especie de lazo. Un día pregunté a mi abuela: “¿Por qué las serpientes se desprenden de su piel?” Su respuesta estuvo llena de sabiduría. Ahora me doy cuenta de que se refirió a muchas cosas más que a las serpientes. “Si las serpientes no se despojaran de su piel” –contestó– “no crecerían. Se ahogarían dentro de su viejo revestimiento.”

Recuerdo sus palabras muchas veces. Actualmente, también nosotros necesitamos crecer. La intensa falta de estímulo de nuestros jóvenes, la insatisfacción y el idealismo reprimido que invade a muchas personas adultas son indicadores de que nuestra sociedad está lista para desprenderse de la obsoleta definición acerca de quiénes somos y en qué podemos convertirnos.”
[Eknath Easwaran, “Tu vida es tu mensaje”, p. 25]

¿Quién lo necesita?

[Un cuento de Osho para examinarnos en los servicios que prestamos a los demás.]
A los muchachos se les explicó que debían hacer una buena acción cada día. Grande o pequeña, importante o sencilla, pública o privada, pero el día no debía pasar sin una buena acción anotada en su pasaje. Les dieron también sencillos ejemplos de tales acciones. Ayudar a una anciana a cruzar la calle, guiar a un ciego, llevar un vaso de agua a alguien en casa, leerle el periódico al abuelo, recoger del suelo un objeto caído y dárselo al propietario, sacar la basura a la calle. Tantas cosas pequeñas que se pueden hacer para aliviar la vida ordinaria de quienes viven con nosotros. Al menos una al día.

Al día siguiente se les preguntó a los muchachos qué obra buena habían hecho el día anterior.
Uno contestó: “Yo le ayudé a una anciana a cruzar la calle.”
Otro contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle.”
Otro contestó: “Yo ayudé a una anciana a cruzar la calle.”

El maestro animó a cada uno a seguir haciendo obras buenas sin dejar un día, pero al ver que todos repetían lo mismo, comenzó a sospechar. Les preguntó a los muchachos el sitio y la hora en que habían ayudado a la anciana, y los tres coincidieron en el mismo sitio y la misma hora.

– ¿Es que había tres ancianas que iban a cruzar la calle?
– No, señor. Sólo era una.
– ¿Entonces queréis decir que los tres ayudasteis a la misma anciana?
– Sí, eso es. Ayudamos a la misma.
– Pero para cruzar la calle no hace falta tanta ayuda. Basta con que uno le tome la mano y ande por delante. ¿Es que era tan anciana o tan incapaz de andar?
– No, no, ni tan anciana ni tan incapaz de andar. De hecho estaba bien activa y tenía buena fuerza. Nos costó mucho hacerle cruzar la calle entre los tres.
– ¿Cómo que os costó mucho? ¿Qué hicisteis entre los tres?
– Es que ella, señor, no quería cruzar la calle, pero nosotros teníamos que hacer nuestra buena obra y la agarramos entre los tres y la empujamos y bien que nos costó llevarla al otro lado con todo lo que gritaba y se revolvía y forcejeaba y no se dejaba y empezó a llamar a la policía. Pero nosotros estábamos determinados a cumplir con nuestra buena obra, y al fin lo logramos y quedamos satisfechos de haberla hecho.

[Osho, The Dhammapada, vol. 4, p. 13]
[La pregunta efectiva ante la “buena acción” es: ¿Quién la necesita? ¿Necesita recibirla la otra persona, o soy yo quien necesito hacerla? Esa sencilla pregunta acabaría quizá con algunos “servicios”.]

Cuentos de Iblis [El Diablo]

Mensajeros de Iblis se reunieron ante él para darle cuenta de sus actividades. Se trataba de frenar en su fervor a un grupo de nuevos conversos que comenzaban una nueva vida de fe y oración animándose unos a otros y organizando acción apostólica. Se les había encomendado a los demonios que a toda costa parasen el entusiasmo religioso de aquel grupo desde sus principios.
El primer emisario explicó: “Yo les impulso a que no tengan fe. Que pierdan la esperanza, que se desanimen, que vean que todo es inútil y que todo seguirá como siempre. Con eso pararán.”
“Está bien”, contestó Iblis, “pero ellos están entrenados en la oscuridad de la fe y sabrán salir adelante en la prueba.”

El segundo informó: “Yo les llevo a que no tengan alegría. Que se enfaden entre ellos, que se pongan serios ante su responsabilidad y tristes ante los pocos resultados que obtienen, y que se les pase pronto todo el entusiasmo que tenían.”
“De acuerdo”, comentó Iblis, “buen trabajo. Pero ellos también saben ser tozudos y seguir adelante aunque no sientan alegría y entusiasmo. No servirá de mucho.”

El tercero indicó: “Yo les animo a que hagan lo que tienen pensado hacer, que recen, que organicen, que animen, que prediquen…, pero sólo les digo… que no tengan prisa.”
“Perfecto”, sentenció Iblis. “Ya no harán nada. Tú te llevas el premio.”

*

– Estoy encargado de esa pareja, O Iblis, y estoy consiguiendo que estén juntos pero que no se casen.
– ¿Y qué sacas con eso?
– Sacamos el que así sigan pecando, y cada pecado suyo nos alegra a nosotros aquí abajo.
– Yo creo que es mejor que se casen.
– ¿Cómo, que se casen de veras con sacramento y todo en la iglesia y que quede santificada su unión? ¡No lo permita Dios!
– Sí, sí. Que se casen en la iglesia con toda solemnidad. Que sean marido y mujer hasta la muerte.
– ¿Y para qué queremos eso nosotros?
– ¡Para que luego se divorcien, diablo, para que se divorcien!

*

– Tenemos un problema, Iblis, por aquí abajo, y es muy serio.
– ¿Qué problema es?
– El desempleo.
– Explícame.
– Nuestro oficio tradicional ha sido siempre el de tentadores. Tentar a hombres y mujeres para que pequen y vengan al infierno.
– Así es, y nunca nos ha faltado trabajo.
– Pero ahora sí.
– ¿Y eso cómo?
– Porque se tientan ellos mismos unos a otros, se tientan por la televisión, por el cine, por los anuncios, por Internet. Tienen el pecado al alcance de la mano, y se empujan hacia él unos a otros. Estamos de sobra. Siempre llegamos tarde y nos quedamos cortos. Nos han quitado nuestros puestos de trabajo, y nuestro sindicato no está haciendo nada por recuperarlos. ¿Qué vamos a hacer ahora tantos demonios que no sabemos hacer otra cosa? Somos tentadores de profesión, y ya nadie necesita nuestros servicios. ¿De qué vamos a vivir?
– Pero la gente sigue pecando.
– Eso es lo peor, señor. La gente peca pero no tiene sentido del pecado. Como lo hacen todos y lo ven todos y lo hablan todos, ya no les remuerde la conciencia y nadie piensa en que ha pecado. A este paso se nos van a quedar vacías nuestras valiosas instalaciones con todo el calor que generamos desde tiempo inmemorial.
– Veo que no habéis entendido la estrategia de nuestro estado mayor.
– ¿Qué estrategia?
– La de la pérdida del sentido del pecado entre los humanos.
– ¿Y cómo nos ayuda eso a nosotros?
– Nos ayuda porque el pecado existe, lo admitan ellos o no, y el pecado lleva al infierno, que es lo que nos interesa a nosotros.
– ¿Queréis decir que aunque ellos no lo sepan, van a acabar en nuestros dominios por toda la eternidad?
– Ése es el plan.
– Entonces ahora, de ser tentadores para el pecado, pasamos a ser persuasores de que no hay pecado.
– Exactamente. Y mantened la temperatura, que nos seguirá haciendo falta.
– Gracias, señor.

Me contáis

¿Qué pensar de la oración cuando Dios no nos da lo que le pedimos a pesar de haberlo prometido en el Evangelio?

El problema de la oración aparentemente no escuchada lo vieron ya los evangelistas, y lo resolvió Lucas. Mateo cita así a Jesús:

“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le da una piedra; o si le pide un pescado, le da una culebra. Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (7, 7-11)

Esas palabras parecen garantizar la obtención de lo pedido con tal de que sea algo bueno. Pero eso no sucede siempre. Eso ya lo notó Lucas, y así al relatar ese episodio dice casi lo mismo que Mateo pero cambia significativamente la última frase de Jesús: “¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (11, 13) Lo que Dios da siempre y con toda seguridad es el Espíritu Santo que es quien da fuerzas para sobrellevar cualquier prueba. Es la mejor gracia.

Salmo

Salmo 93 – Enséñame, Señor
“Dichoso el hombre a quien tú educas,
al que enseñas tu ley.”

Necesito que me eduques, Señor. Quiero ser alumno dócil en tu escuela sin muros. Quiero observar, quiero asimilar, quiero aprender. Sé que la enseñanza dura todo el día, pero yo no aprendo, porque no me fijo, no sé leer las situaciones, no reconozco tu voz.

Enséñame a través de los acontecimientos de cada día. Tú eres quien me los pones delante, así es que tú sabes el sentido y la importancia que tienen para mí. Enséñame a entenderlos, a descifrar tus mensajes en un encuentro fortuito, en una noticia fresca, en una alegría súbita, en una preocupación persistente. Tú estás allí, Señor. Tu mano ha trazado esos rasgos. Tu rostro se esconde en todos esos rostros. Enséñame a reconocerlo. Enséñame a entender todo lo que tú quieres decirme en cada uno de esos sucesos y encuentros a lo largo del día.

Enséñame a través de los silencios del corazón. Tú no necesitas palabras ni escritos. Tú estás presente en mis cambios de ánimo y tú lees mis pensamientos. Enséñame a conocerme a mí mismo. Enséñame a entender este lío de sentimientos y este embrollo de ideas que llevo dentro y con los que no sé qué hacer. ¿Por qué reacciono como reacciono? ¿Por qué me siento triste de repente sin motivo? ¿Por qué me enfado con los que más quiero? ¿Por qué no puedo rezar cuando quiero hacerlo? ¿Por qué dudo de ti mientras proclamo mi fe en ti? ¿Por qué me odio a mí mismo cuando sé que tú me amas? ¿Por qué soy tal enigma para mí mismo que, cuanto más me examino, menos me entiendo?…

Enséñame a través de los demás, enséñame a través de la experiencia, enséñame a través de la vida. Libera mis instintos de la rutina y los prejuicios que los atenazan, para que me guíen con la sabiduría de la naturaleza a través de la selva de decisiones diarias. Reanima mis sentidos para que me devuelvan el aroma de la creación a través de la amistad de mi propio cuerpo. Acalla mi mente para que pueda recibir con inocencia virginal las imágenes prístinas del mundo del pensamiento. Purifica mi corazón para que adquiera la confianza de latir al compás de los ritmos eternos de la creación, en cercanía de amor.

Enséñame a través de tu presencia, de tu palabra, de tu gracia. Hazme ver las cosas como tú las ves; hazme valorar lo que tú valoras y rechazar lo que tú rechazas. Hazme confiar en tu providencia y creer en la bondad de los hombres aun cuando me hagan daño o me desprecien. Hazme tener fe en tu acción entre los hombres para que encuentre alegría en la esperanza de la venida del Reino.

Enséñame, Señor, enséñame día a día; haz que me entienda mejor a mí mismo, a la vida y a ti. Enciende en mi mente la luz de tu entender para que guíe mis pasos a lo largo del camino que lleva a ti. Enséñame, Señor.

 

Día 15
Os cuento

¿Qué hora es?

Iba yo por la calle y alguien me paró para preguntarme la hora. ¿Qué hora es, por favor? Debo tener cara de buena persona porque con frecuencia me para la gente para preguntarme la hora o la dirección de alguna calle. Miré a mi reloj y le dije la hora puntualmente. Luego le indiqué que mirase a su derecha. Allí, muy cerca y en grandes caracteres había un enorme reloj público que marcaba exactamente la hora. Se rió. No lo había visto. Me dio las gracias y siguió adelante.

Haciendo prácticas de ordenador la chica de al lado me preguntó la hora. Le señalé el borde inferior derecho de la pantalla de su propio ordenador. Allí estaba la hora en toda claridad y delante de ella misma. Se rió y me dio un beso.

Otro día otro amigo estaba hablando por su teléfono móvil, acabó la conversación y me preguntó la hora con el teléfono todavía en la mano. Le señalé la pantalla de su teléfono. Allí estaba, una vez más, la hora.

La próxima vez que me pregunten la hora, voy a señalar al sol a ver si la calculan por su posición.

Es el arte de no ver. Tener las cosas delante de las narices y no verlas. Estamos perdiendo los sentidos. Ver, oír, oler, gustar, tocar. Sentir. Notar. Advertir. Darse cuenta. Saber dónde estamos. Estar en contacto. Vivir.

¿Dónde estoy cuando no estoy donde estoy?

La bella princesa

La princesa Sukanyá, que quiere decir “la bella doncella” en sánscrito, y que vivió en tiempos de hadas y dioses y ascetas y santos en los reinos de la India, estaba jugando un día en el bosque con sus compañeras cuando vio un hormiguero de termitas tan alto como ella. Sólo tenía dos agujeros en la parte de arriba, y por allí metió sus dedos la princesa para hacer salir las hormigas. Lo que ella no sospechaba era lo que había dentro. Cien años antes el asceta Chyávana se había puesto allí a hacer oración y no se había movido en todo ese tiempo, con lo que las hormigas habían construido su casa a su alrededor. Los dos agujeritos coincidían con los dos ojos del asceta, y la princesa, sin quererlo, al meter los dedos en el hormiguero lo dejó ciego.

Para reparar su descuido la princesa se casó con él, a pesar de que era ciego y anciano, y lo cuidó con todo cariño en una choza de paja en la selva. Un día se le acercaron los dos dioses indios de la medicina, los apuestos y traviesos jóvenes gemelos Ashvini Kumar, y comenzaron a decirle:

– Estás malgastando tu vida sirviendo a ese viejo.
– Es mi marido.
– Tú eres joven, eres bella, eres princesa. Te mereces un marido mejor.
– No deseo otro.
– Ya que lo quieres tanto te ofrecemos un trato. Nosotros curamos la ceguera de tu marido, y tú te casas con uno de nosotros que somos jóvenes y guapos como ves. Escoge a quien quieras de los dos.
– No acepto.
– Perdona, pero es que esto era sólo para tentarte y probar tu virtud. No sólo somos médicos sino que somos dioses, y ahora, en recompensa a tu virtud y a tu fidelidad a tu marido, vamos a curar su ceguera, y además vamos a devolverle la juventud por tus méritos.
– Muy agradecida.
– Pero aún tendrás que pasar una prueba.
– ¿Qué prueba?
– Mira. Tu marido y nosotros dos vamos a entrar en ese lago; nos sumergiremos los tres, y cuando salgamos seremos los tres absolutamente idénticos. Tú tendrás que adivinar quién de los tres es tu marido. Si no lo adivinas, todo queda como antes.
– Aceptado. ¡Al agua los tres!

Los tres hombres, en efecto, se zambulleron en las aguas del lago, y cuando salieron eran idénticos de guapos y apuestos y jóvenes. Y los tres estaban allí de pie, con las manos juntas y sonriendo. ¿Cuál de los tres sería el marido?

La princesa sabía los tres rasgos que distinguen a los dioses que andan por la tierra disfrazados de hombres y mujeres: no dejan huella, no arrojan sombra, y no parpadean. Pero los gemelos médicos también lo sabían, y cuando salieron del lago pisaban fuerte para dejar huella, se pararon para la prueba debajo de un árbol que daba mucha sombra, con lo cual no se veía la sombra de ninguno de los tres, y se pusieron a parpadear como si fueran humanos. Así, como los tres hacían lo mismo, la princesa se iba a ver en un buen lío.

Pero el asceta Chyávana tampoco se había pasado en vano cien años meditando. Se dio cuenta de los trucos, y él hizo al revés. Aguantó sin parpadear mientras los otros dos parpadeaban. La princesa discurrió: “Dos que parpadean, y uno que no, cuando debería de ser al revés. Ya sé cuál es el mío.” Y le guiñó el ojo al marido. Y los dioses gemelos se rieron y los bendijeron. Y todos parpadearon un rato para divertirse. Y fueron felices.

¿Te has fijado en la lección? Los dioses andan por aquí disfrazados. Fíjate bien en alguien que no parpadee, que no eche sombra y que no deje huella. Y fíjate, además, en cualquiera que parpadee, eche sombra y deje huella. Puede ser que sea un ser divino y lo haga a idea para despistar. Trátalo bien, que puede ser un dios o una diosa en disfraz. Verás como si tratas así de bien a todos los hombres y mujeres, te curarán y te bendecirán y te resolverán todos tus problemas y serás feliz. Como la princesa Sukanyá.

Bache generacional

“De la severidad de los padres de aquel tiempo a la indulgencia de los padrazos actuales, hay una inmensa distancia.”

¿Adivinas quien escribió eso? Chateaubriand en su autobiografía refiriéndose a su infancia. Nació en 1768. Sus padres eran nobles, pero la disciplina era severa.

“Mis camisas estaban hechas jirones; no tenía nunca un par de medias que no estuviera agujereado; calzaba unos miserables zapatos desvencijados que a cada paso se me caían de los pies; tenía la cara llena de churretones, de arañazos y de cardenales; no tenía ningún dinero, y para evitar el desprecio de los demás, me colocaba lejos de la gente. Al llegar la noche, la suerte no me era más propicia en casa. Tenía repugnancia a ciertos manjares, y me obligaban a comer de ellos. También me estaba terminantemente prohibido acercarme a la chimenea. De la severidad de los padres de aquel tiempo a la indulgencia de los padrazos actuales, hay una inmensa distancia.”

[Escribió su autobiografía al fin de su vida, pero para que se publicase sólo después de su muerte, y por eso la llamó, “Memorias de ultratumba”. Allí está ése párrafo en la página 87. Queda por adivinar qué dirán los niños y jóvenes de ahora cuando lleguen a mayores y comparen sus tiempos de niño con los nuevos tiempos. Sigue una descripción de su jornada. No había discotecas entonces. Fíjate en las noches mirando al cielo sin televisión:]

“Tanto en verano como en invierno, mi padre se levantaba a las cuatro de la mañana. A las cinco le servían el café, y permanecía trabajando en su gabinete hasta el mediodía. Yo fingía que estudiaba en mi cuarto hasta el mediodía. A las once y media tocaban a comer. Después de comer, la familia permanecía reunida hasta las dos. Entonces yo me dirigía a mi celdilla o salía a correr por el campo. A las ocho la campana anunciaba la hora de la cena, y si hacía buen tiempo salíamos después un rato y nos sentábamos en la escalinata. Nos entreteníamos en mirar el cielo, los bosques, los últimos rayos del sol y las primeras estrellas. A las diez entrábamos en el castillo y nos retirábamos a descansar.”

[A pesar de todo eso tuvo la genialidad de escribir “El genio del cristianismo” que ha deleitado a muchos lectores, y de dar su nombre al “Filete Mignon Chateaubriand” que ha deleitado a muchos gourmets.]

Seguridad

Un barco en el puerto está seguro. Pero no se hicieron los barcos para eso.

Me contáis

Muchos habéis visto la película “La Pasión de Cristo” de Mel Gibson y me habéis escrito sobre ella. La película sigue al Evangelio. La pregunta más profunda que me hacéis es, ¿Por qué tuvo que sufrir Jesús? Os voy a resumir aquí un artículo del teólogo Harald Schöndorf, S.J. que con ese mismo título apareció recientemente en la revista “Selecciones de teología”, nº 168, p. 243.

San Pablo nos dice, “Jesús murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15, 3), pero no explica más. Estas son las principales explicaciones católicas.

1. Teoría anselmiana. San Anselmo de Canterbury, siglo XI. El hombre peca, su pecado ofende a Dios, al ser Dios infinito el hombre finito no puede reparar la ofensa, entonces Dios se encarna en Jesús, quien al ser hombre nos representa y al ser Dios da valor infinito a sus acciones, y así su muerte es la reparación por nuestros pecados. Esta teoría ha sido la tradicional de siempre, pero la mayoría de los teólogos actuales la rechaza por tres razones. (1) Es injusta. En ella, literalmente, “pagan justos por pecadores”. (2) Es cruel. Si Jesús había de morir, ¿por qué una muerte tan brutal? (3) Es innecesaria. ¿No podía el Padre Eterno perdonarnos sencillamente como el mismo Evangelio dice que el padre del hijo pródigo le perdona al instante sin más?

2. Teoría de la solidaridad. Dios se encarna para ser uno con los hombres. Se identifica con nosotros hasta las últimas consecuencias del mayor dolor humano para ser humano en todo. Eso lo lleva a la pasión y a la cruz. Es la explicación más atractiva, pero muchos teólogos no la aceptan porque se basa en la solidaridad pero no incluye el aspecto de la redención que es esencial.

3. Teoría del Reino. Jesús, en el plan del Padre, no vino a morir sino a convertirnos al Reino. Los hombres lo rechazaron. Aquí viene la parábola de los viñadores homicidas (Mateo 21, 33) en la que el dueño de la viña envía a su hijo, los viñadores lo matan, y el dueño los condena a muerte. Ahora el final cambia significativamente para mostrar que el amor de Dios es mayor que la maldad de los hombres, y, en vez de condenarnos como en la parábola, nos perdona. Tiene el mismo inconveniente que la anterior de no incluir el aspecto redentor.

4. Teoría del padrenuestro. La petición “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” nos hace pensar en que el modelo de quien perdona es ante todo Dios mismo, como si nos dijera: “Perdonaos unos a otros vuestras ofensas como yo os he perdonado las vuestras.” Pero para poder decir eso, Dios tiene que sufrir, pues solo puede perdonar quien ha sufrido, y para sufrir, Dios tiene que hacerse hombre, pues como Dios no puede sufrir. Así el aspecto del perdón se incorpora a la encarnación y a la muerte de Jesús. Esta teoría salva el aspecto de la redención, pero la interpretación que da al padrenuestro no es la corriente.

El artículo acaba con esta frase: “Se podía seguir preguntando hasta la pregunta final, ¿por qué Dios es como es? Para esta pregunta no hay ninguna respuesta más que el agradecimiento a Dios por ser como es y haberse revelado como amor sin fin y sin límites.”

Nosotros, humildes lectores, apreciamos los esfuerzos de nuestros teólogos, y, con ellos, nos quedamos fielmente con el misterio. Aquí viene la película a representar la realidad sin perderse en explicaciones. El actor James Caviezel, que es católico y recalca que sus iniciales son J.C. y que tiene 33 años, dice que sufrió en el rodaje, “pero Jesús sufrió infinitamente más por nosotros.” Que la película nos acerque a Cristo, y que nos alegremos con su resurrección. Felices Pascuas.

Salmo

Salmo 94 – El descanso de Dios
¡No entraréis en mi descanso!

Esas son de las palabras más temibles que jamás te he escuchado, Señor. La maldición de las maldiciones. El rechazo definitivo. La prohibición de entrar en tu descanso. Pienso en la belleza y la profundidad de la palabra “descanso” cuando se aplica a ti, y comienzo a comprender la desgracia que será quedar excluido de él.

Tu descanso es tu divina satisfacción al acabar la creación de cielos y tierra con el hombre y la mujer en ellos, tu mandamiento del sábado de alegría y liturgia en medio de una vida de trabajo, tu eternidad en la gloria bendita de tu ser para siempre. Tu descanso es lo mejor que tienes, lo mejor que eres, el ocio de la existencia, la benevolencia de tu gracia, la celebración de tu esencia en medio de tu creación. Tu descanso es tu sonrisa, tu amistad, tu perdón. Tu descanso es esa cualidad divina en ti que te permite hacerlo todo pareciendo que no haces nada. Tu descanso es tu esencia sin cambio en medio de un mundo que vive en torno al cambio. Tu descanso eres tú.

Y ahora las puertas de tu descanso se me abren a mí. Me llaman a tomar parte en las vacaciones eternas. Me invitan al cielo. Me llevan a descansar para siempre. Esa palabra mágica, “descanso”, se ha hecho mi favorita, con su tono bíblico y su riqueza teológica. Un descanso tan enorme que uno tiene que “entrar” en él. Me rodea, me posee, me llena con su dicha. Veo enseguida que ese descanso es lo que ha de ser mi destino final, palabra casera y divina al mismo tiempo para expresar el fin último de mi vida: descansar contigo.

Ahora he de entrenarme en esta vida para el descanso que me espera en la siguiente. Quiero entrar ya, en promesa y en espíritu, en el divino descanso que un día ha de ser mío a tu lado. Quiero aprender a descansar aquí, a relajarme, a encontrarme a gusto, a dominar las prisas, a evitar tensiones, a vivir en paz. Pido para mí todo eso como anticipo de tu bendición venidera, como fianza en la tierra de su descanso eterno en el cielo. Quiero ir ya reflejando ahora en mi conducta, mi lenguaje, mi rostro, la esperanza de ese descanso esencial que le traerá a mi alma y a mi cuerpo la felicidad definitiva en la paz perpetua.

¿Qué es lo que no me deja entrar ya en ese descanso? ¿Qué es lo que te hizo jurar en tu cólera, “¡No entrarán en mi descanso!”?

No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto:
cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron,
aunque habían visto mis obras.

Estos incidentes quedaron tan grabados en tu memoria, Señor, que los citas incluso con los nombres de los lugares en que sucedieron, etapas desgraciadas en la geografía espiritual por la que pasó tu pueblo y por la que nosotros volvemos a pasar en nuestras vidas. Tu pueblo te tentó, desconfió de ti aun después de haber visto tus maravillas, fueron tozudos en sus quejas y en su falta de fe. Eso hizo arder tu ira, y cerraste la puerta a aquellos que durante tanto tiempo se habían negado a entrar.

Durante cuarenta años, aquella generación me asqueó, y dije:
Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso.

¿Cuántos años me quedan a mí, Señor? ¿Cuántas oportunidades aún, cuántas dudas, cuántas Masás y Meribás en mi vida? Tú conoces bien los nombres de mi geografía privada; tú recuerdas mis infidelidades y te resientes por mi tozudez. Hazme dócil, Señor. Hazme entender, hazme aceptar, hazme creer. Hazme ver que la manera de llegar a tu descanso es confiar en ti, fiarme en todo de ti, poner mi vida entera en tus manos con despreocupación y alegría. Entonces podré vivir sin ansiedad y morir tranquilo en tus brazos para entrar en tu paz para siempre. Que así sea, Señor.

¡Ojalá escuchéis hoy su voz!

Día 1
Os cuento

En el Metro

Yo entré primero en el ascensor que bajaba de la calle al Metro. Detrás de mí entró una niña pequeña con una mochila. Era china. Ojos de almendra, nariz insinuada, mejillas alegres. Me sonrió. Se cerró la puerta del ascensor y empezó a bajar. Estábamos los dos solos. La niña se dio la vuelta, señaló a la parte trasera del ascensor que tenía otra puerta y me dijo en castellano con acento exótico: “Se sale pol alí.” Yo ya lo sabía, pero me gustó me lo dijera. Le sonreí. El ascensor paró, y salimos por la puerta de atrás.

Era muy pequeña y andaba sola de noche por el Metro. No tenía ningún miedo. En el Metro se sentó enfrente de mí. Le sonreí. Me sonrió. Tenía un diente roto, pero aún le hacía lucir más la sonrisa. Mi estación llegó antes que la suya, y yo me levanté para salir. Le dije adiós con la mano. Ella me dijo adiós con la mano. Y me sonrió.

Al salir la miré por última vez. Allí estaba. Pequeñita y solita. Con la gran mochila a la espalda. Con la sonrisa y el diente roto. Con las piernas colgando en el asiento entre gente mayor, seria, distante. En la anonimidad del Metro, en el temblor de la noche. Me dio pena y ternura. La soledad del inmigrante. Me consolé pensando que ella esa noche en casa les contaría en chino a sus papás que se había encontrado en el Metro con un señor mayor que le sonrió.

Para qué sirve un turbante

[Estoy preparando un libro de cuentos para niños, y me han indicado quite sólo uno de ellos, que los niños no entenderían. Es este:]

Primero te explico qué es un turbante, aunque seguro que ya lo sabes y has visto dibujos y fotos de gente con turbante. Es esa especie de sombrero que los habitantes del desierto llevan en la cabeza, que consiste en una tela larga, doblada, ajustada en varias vueltas alrededor de la cabeza, que protege del viento y de las arenas y del sol. Y también sirve para otra cosa que te va a divertir cuando la veas.

El camello es un animal pacífico. Anda despacio, seguro, firme. Aguanta mucho y pide poco. Tiene mucha paciencia, pero eso no quiere decir que no tenga genio y que no se enfade. Precisamente porque aguanta mucho, cuando se enfada, se enfada de verdad. Y puede dar una coz o un mordisco y destrozar cualquier cosa. Y puede hacerle daño a su mismo camellero.

El camellero le trata muy bien, pero a veces también tiene que hacerle hacer cosas que al camello no le gustan. A veces le hace andar hacia un lado cuando el camello quiere ir hacia otro, le obliga a andar más deprisa para llegar al oasis antes de la noche, o le da sólo media ración de pienso cuando no tiene para una entera. Eso no le gusta al camello, pero lo aguanta todo porque tiene mucha paciencia, pero también lo va anotando todo en su memoria. Es como si en la joroba le fuera subiendo el nivel del enfado aguantado, y a cada molestia le sube un grado hasta que casi la llena toda por dentro, y entonces se hace peligroso.

El camellero sabe que su camello le quiere, pero también sabe que por dentro se enfada con él por todas esas cosas. Y el camellero sabe el remedio. Cuando calcula que la joroba se le va llenando de mal humor al camello, se lo lleva aparte, lo desata y lo deja suelto. Luego el camellero se saca el turbante que siempre lleva en la cabeza, y se lo enseña al camello. El camello conoce muy bien ese turbante. Por él distingue a su camellero, sabe su color, su forma y su olor, y de alguna manera el turbante representa al camellero.

El camellero lo sabe, y, como lo sabe, coge el turbante y lo tira a los pies del camello. Y el camello se desahoga. Es como si le hiciera al turbante todo lo que le quisiera hacer al camellero cuando éste le manda hacer cosas que no le gustan, pero, claro, sin hacerle daño.

¡Esta es la ocasión del camello! Se tira sobre el turbante, lo patea, lo destroza, lo muerde con los dientes, lo tritura, lo deshace. Queda hecho trozos todo él por el suelo, y el camello se calma, respira, contempla los restos del turbante y da un relincho de satisfacción. Se vació la joroba y se calmó la furia. Ya puede volver a trabajar, a llevar carga, a andar. El camellero contempla el espectáculo con toda tranquilidad, le da unas palmaditas en el lomo al camello, lo vuelve a llevar a su sitio, y él se va a comprar un turbante nuevo. Hasta la próxima ocasión.

Es como si entre amigos nos dijéramos de vez en cuando unos a otros entre nosotros mismos las cosas que nos molestan en cada uno, con tranquilidad y naturalidad, en vez de guardar los enfados por dentro y que luego nos salgan de repente y nos pongamos a reñir. A ver si aprendemos a desahogarnos antes de que se nos llene la joroba.

Camello sabio
rompeturbantes.
Que yo me calme y
quede como antes.

[Sí es verdad que el cuento es para adultos. Se lo conté una vez a un grupo de monjas, y una de ellas me preguntó al final delante de todas con una sonrisa piadosa y traviesa: “¿Cree usted que nosotras podríamos hacer lo mismo y quitarnos el velo y echarlo a los pies de la Madre Superiora?” Eso fue en Santiago de Chile.]

Meditación lavando platos

“Decide ante todo que vas a disfrutar esta vez con el trabajo.

Mira con tranquilidad las copas, los platos, las bandejas, las ollas apiladas en el lavadero.

Mira todo deliberadamente, no como una lata inaguantable, sino como una oportunidad de enfocar tu mente y crecer en tu espíritu.

Apaga la radio, y comienza por caer en la cuenta de lo que vas haciendo: echar a la basura los restos de la comida, abrir el grifo del agua caliente, poner el tapón.

Siente el agua según va cambiando de fría a templada a caliente.

Nota la sensación al pasar el paño por cada plato.

Convéncete de que el hacer eso ahora es la acción más importante, más fascinante del mundo. No pienses cuánto tiempo te va a llevar, o cuántas piezas te faltan todavía por fregar.

Hazte totalmente presente al plato que estás secando con el trapo. Siéntete completamente satisfecho con lo que estás haciendo.

Olvídate del pasado y del futuro. Permanece enteramente presente y alerta ahora, en este momento presente, que es el único tiempo que es realmente real.”

[Del libro Body-Mind Meditation de Louis Hughes, p. 39]

Me permito añadir: Alternativa: compra un lavavajillas.

Proverbio Zen

Cada día es un buen día. Cada instante es un buen instante.

¿Cuándo rezar?

“Propio es del amante pensar y recordar al amado en todo momento. Recia cosa sería si sólo en los rincones se pudiera traer oración.” (Santa Teresa)

El Maestro enseña la tranquilidad

El terremoto sacudió al monasterio Zen, los monjes temieron por sus vidas, salieron al jardín, vieron muros derrumbarse y grietas abrirse, y pasaron momentos angustiosos hasta que cesaron los temblores y pudieron volver a entrar en el monasterio y examinar las ruinas. Todos estaban sobrecogidos y temblorosos por la inesperada experiencia.

El Maestro los reunió y les dijo: “Los daños materiales del terremoto no son los importantes. Si un muro cayó, lo levantaremos y todo seguirá igual. Los daños importantes son los que ha causado a vuestras almas con el miedo, la angustia, la zozobra que habéis sufrido. Habéis de recobrar vuestra tranquilidad anterior al terremoto. Relajaos. Yo he permanecido tranquilo durante toda la prueba, y mirad ahora con qué naturalidad bebo este vaso de agua cuando todos aún estáis temblando.” Y tomando un gran vaso lo bebió de un trago.

Los monjes trataron de ocultar sus risas cómplices, pero el Maestro las notó y les preguntó: “¿Por qué os reís?” Contestó el discípulo más valiente: “Eso no era agua, Maestro. Era aguarrás del que empleamos para disolver la pintura.”

“Aaaaaggggg!” Otro terremoto, esta vez en el Maestro. Y ahora sí que se relajaron los monjes.

Leyenda china

La Verdad era una imagen de jade, bella y transparente, y había que cuidarla y mantenerla fielmente para que todos los animales pudieran vivir en paz.

Los sabios animales decidieron que cada uno guardaría por un año la imagen de la Verdad con todo cuidado y esmero.

El primer año la guardó el tigre en su guarida a la que nadie se atrevía a acercarse.

El segundo año la guardó el oso panda en la selva que era de su dominio absoluto.

El tercer año la guardó el águila en su nido sobre la cima de la montaña más alta.

El cuarto año le tocó al mono, y para guardar bien la imagen se la subió a la copa de un árbol donde sólo él podía subir. Pero la rama era delgada, hacía mucho viento, y al ir a agarrar otra rama, la imagen se le cayó, y al chocar contra el suelo se rompió en mil pedazos.

Los animales de la selva lo vieron y se precipitaron a coger los trozos de la Verdad.

Desde entonces nadie posee la Verdad completa, y cada uno posee sólo un trocito. Aunque cada uno se cree que la posee entera.

Me contáis

Me habéis hecho otra vez esa pregunta que es genuina e inocente en sí misma, y muy fácil de contestar en la afirmativa, aunque siempre desearíamos poder probar nuestra respuesta. “¿Rió Jesús?”. Es evidente que rió pues fue un niño y joven y hombre sano en cuerpo y alma, y como tal no hay duda de que rió y sonrió y se echó carcajadas cuando algo divertido pasaba en su entorno. Lo que pasa es que eso no podemos probarlo por los evangelios. Aunque sí hay indicios. Los niños se acercaban a Jesús, y no lo hubieran hecho si Jesús no hubiera sonreído. Los evangelios reflejan el género literario de su tiempo y no entran en rasgos personales que consideran secundarios aunque a nosotros nos gustaría mucho conocerlos.

La pena es que ningún gran artista en toda la historia del arte cristiano ha pintado o esculpido a Jesús riendo. Hay algunos Cristos crucificados que sonríen, como el de la Capilla del Castillo de Javier que es muy bello, pero son excepción.

Más delicada aún es la pregunta como me la han hecho esta vez: “Hay tantas imágenes de Buda sonriendo como de Cristo sufriendo. ¿Por qué?”. Ahí ya es posible que tengamos un poco la culpa nosotros, que hemos subrayado en nuestra religión el rasgo de temor más que el de alegría, lo cual ha llevado a ensalzar el sufrimiento más que el gozo. La devoción popular a través de los siglos ha dado más importancia a la Pasión que a la Resurrección, y al pecado más que a la gracia. Es más fácil hacer una película sobre la Pasión que sobre la Resurrección. Eso nos ha dado una imagen torcida. A nosotros nos toca enderezarla.

La mejor manera de contestar la pregunta sobre si Cristo sonrió es con nuestra sonrisa.

Salmo

Salmo 95 – Un cántico nuevo

“Cantad al Señor un cántico nuevo.”

A primera vista, éste es el mandamiento imposible. ¿Cómo cantar un cántico nuevo cuando todos los cantos, en todas las lenguas, te han cantado una y otra vez, Señor? Se han agotado los temas, se han probado todas las rimas, se han ensayado todos los tonos. La oración es esencialmente repetición, y tengo que esforzarme para que parezca que no estoy diciendo las mismas cosas todos los días, aunque sé muy bien que las estoy diciendo. Estoy condenado a intentar la variedad cuando sé que toda oración se reduce a la repetición de tu nombre y a la presentación de mis ruegos. Variaciones sobre un mismo tema. ¿Cómo puedes pedirme, en tales circunstancias, que te cante un cántico nuevo?

Sé la respuesta antes de acabar con la pregunta. El cántico puede ser el mismo, pero el espíritu con que lo canto ha de ser nuevo cada día. El fervor, el gozo, el sonido de cada palabra y el vuelo de cada nota han de ser diferentes cada vez que esa nota sale de mis labios, cada vez que esa oración sale de mi corazón.

Ese es el secreto para mantener la vida siempre nueva, y así, al pedirme que cante un canto nuevo me estás enseñando el arte de vivir una vida nueva cada día con la lozanía temprana del amanecer en cada momento de mi existencia. Un cántico nuevo, una vida nueva, un amanecer nuevo, un aire nuevo, una energía nueva en cada paso, una esperanza nueva en cada encuentro. Todo es lo mismo y todo es distinto, porque los ojos, que miran los mismos objetos que ayer, son nuevos hoy.

El arte de saber mirar con ojos nuevos me capacita para disfrutar los bienes de la naturaleza en toda la plenitud de su pujante realidad. Los cielos y la tierra y los campos y los árboles son ahora nuevos, porque mi mirada es nueva. Se me unen para cantar todos juntos el nuevo cántico de alabanza.

“Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuanto lo llena;
vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,
aclamen los árboles del bosque delante del Señor,
que ya llega, ya llega a regir la tierra.”

Éste es el cántico nuevo que llena mi vida y llena el mundo que me rodea, el único canto que es digno de Aquel cuya esencia es ser nuevo en cada instante con la riqueza irrepetible de su ser eterno.

“Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor,
bendecid su nombre,
proclamad día tras día su victoria.”

 

Día 15
Os cuento

Un tropezón

La chica salió primero. Rápida y enfadada. Cerró de un portazo la puerta del coche, y echó a andar deprisa calle arriba. El chico salió por la otra puerta, cerró el coche y le gritó: “¿A dónde vas? ¡Espera!” Pero ella siguió a toda la velocidad que le permitían sus estrechas faldas y sus agudos tacones. El chico la siguió sin perderla de vista pero sin apresurarse demasiado tampoco. Habían reñido y ninguno de los dos quería acelerar el reencuentro.

En esto la chica tropezó y se cayó. Entre las prisas, los tacones, el enfado y el pavimento irregular de la calle, se enredó y se cayó. El joven voló a su lado. La ayudó a levantarse, y el mismo gesto de levantarse ella y ayudarla él a levantarse se transformó en abrazo, y el abrazo en caricias y besos que enternecieron hasta a los árboles de la calle.

Había merecido la pena la caída. Cuanto más estrecho el cariño, más cercanos los roces. Hubiera pasado lo que hubiera pasado, la joven pareja estaba más unida que nunca. Claro que ellos conocían los altos y bajos de la intimidad, y sabían que todo ayudaba al final.

Sólo me quedó una duda cuando vi que la muchacha se levantaba con facilidad y no parecía tener ninguna torcedura ni rozadura. ¿No se habría caído a idea?

Altos y bajos en la vida

David Beckham estaba jugando con el equipo de Inglaterra contra Argentina en la Copa del Mundo de 1998 en Saint-Etienne, Francia. Metió un gol que supondría la victoria en un partido esencial, ya que si Inglaterra perdía, quedaba eliminada. Entonces sucedió algo:

“Considero a Diego Simeone como un buen jugador. Es bueno, pero es muy molesto jugar contra él. Siempre está alrededor tuyo, marcándote los talones, apretándote por todos lados. Fastidia a cualquiera, y él lo sabe. Justo al empezar el segundo tiempo me atacó por detrás. Yo caí al suelo, y él me revolvió el pelo y me dio un tirón. Yo proyecté mi pierna hacia él por detrás. Fue instintivo, pero era una equivocación. No te puedes permitir reaccionar. Él me provocó, pero en el mismo momento en que yo reaccioné, supe que no debí haberlo hecho. Simeone, desde luego, se tiró al suelo como si lo hubieran fusilado.

He hecho una tontería. Me van a echar del campo. ¿Por qué lo hice? En aquel momento –y aun el día de hoy– no tengo la respuesta. El árbitro ni siquiera me dijo una palabra. Se limitó a sacar la tarjeta roja de su bolsillo. No me olvidaré de ella mientras viva. Allí está todo en el vídeo. Simeone se retuerce como si estuviera agonizando. Yo ni siquiera estaba enfadado. Mi cara demuestra que yo estaba en otro mundo. Simeone me había tendido una trampa, y yo había caído derecho en ella. Me pase lo que me pase en la vida, esos sesenta segundos no me abandonarán nunca. Argentina ganó el partido. Inglaterra quedó eliminada.Después del partido tenía yo un mensaje en el móvil.

– David, soy Victoria. Llámame en cuanto puedas.
– Dime, Victoria.
– Tengo una noticia para ti.
– ¿Qué noticia?
– Estamos embarazados.

Victoria estaba en Nueva York en una gira con las Spice Girls. No me lo podía creer. Me sentí tan feliz. Aunque se me echase la culpa por perder la Copa del Mundo. Los fotógrafos me asediaban. “¿Has caído en la cuenta de lo que has hecho? ¿Sabes que le has fallado a tu equipo, a tu país?” Tenía que andar doscientos metros hasta la sala del aeropuerto. Me eché la bolsa a la espalda, fijé la mirada derecha enfrente de mí y caminé recto sin decir una palabra. Debí parecer un loco, con toda aquella gente persiguiéndome. Probablemente en los periódicos o en la televisión parecería que yo estaba huyendo. Pero yo sabía que lo único que tenía que hacer era andar sin parar. No podía permitirme reaccionar mal ahora. No hacía falta que me dijeran lo mal que debería sentirme. Ya sentía bien todo aquello y más. Sólo quería poder cerrar los ojos y estar con Victoria. ¿Qué otra cosa podía hacer sino ignorar las cámaras?

Esperaba encontrar alivio en Nueva York. Al salir por la puerta de llegadas, me encontré con una nube de fotógrafos, equipos de televisión y periodistas esperándome. Me metí de un salto en el coche e intenté cerrar la puerta, pero la agarraron y no pude cerrarla. Aquello era ridículo. Cuando por fin la cerré, forzaron la otra puerta, la abrieron y una mujer fotógrafa se metió en el asiento de atrás y se puso a sacar una foto tras otra. No podía creerme lo que estaba pasando. Yo habría creído que una vez que llegase a América, todo andaría bien. En vez de eso, me encontré con una escena de película. Nunca me había pasado cosa semejante en Inglaterra.

En el ojo mismo del huracán, yo me sentía aplastado por lo que había sucedido. A mis 23 años lo que yo no aceptaba es que se me culpase a mí solo de la derrota frente a Argentina. Mi vida, como la de cualquier otro, ha estado llena de lecciones que aprender. La diferencia con una carrera como la de un futbolista famoso cuyo cualquier movimiento es público es que yo tengo un menor margen de error para encajar mis fallos.

No puedo quejarme de todo aquello, porque el mismo torbellino que sacudió mi vida por haber sido expulsado en el partido contra Argentina, me llevó también a través del Atlántico a los brazos de la mujer que amo. Veinticuatro horas después del mayor desastre que podía haber imaginado, me encontraba en el Madison Square Garden (donde las Spice Girls estaban dando un concierto fabuloso), con una Polaroid en el bolsillo, tan excitado y tan feliz como cualquier muchacho pudiera estarlo. Una noche mi vida se hacía pedazos en un campo de fútbol en Francia. La noche siguiente, y a pesar de esa herida, me encontraba asimilando el sentimiento más bello del mundo: iba a ser padre.

De vuelta en Londres me pusieron bajo protección policial. Los periódicos titulaban: LA VERGÜENZA DE INGLATERRA. DIEZ LEONES HERÓICOS Y UN NIÑO ESTÚPIDO. ¿DEBERÍA VOLVER A JUGAR BECKHAM POR INGLATERRA? Turbas violentas asediaban mi casa y me seguían por todas partes. Me amenazaban, me insultaban, me despreciaban. Me quemaron en efigie. Tuvimos que ponernos chalecos antibalas y cascos al salir de casa. No se puede imaginar fácilmente cómo fue nuestra vida en los meses que siguieron a la Copa del Mundo.

Volví a jugar. Después de algunos partidos nos tocó al Manchester United contra el Inter Milan en los cuartos de final de la Liga de Campeones. Eso quería decir que David Beckham y Diego Simeone volvían a encontrarse por primera vez desde la Copa del Mundo en Saint-Etienne. Ya no importaba quién ganase. Lo único que yo había decidido de antemano es que yo iba a conseguir la camiseta de Simeone a cambio de la mía al final del partido. Y lo hice. Está ahora en un marco en mi casa, junto con las de otros jugadores contra los que he jugado en mi carrera. Y algo más. Justo después del partido, mi móvil sonó. Victoria iba a dar a luz. Ella se rió cuando le dije que había conseguido la camiseta de Simeone y que él me había besado en la mejilla al salir del campo.

Llegué a tiempo al hospital. Más nervioso que al tirar un penalti. Todo salió bien. La enfermera envolvió a nuestro hijo Brooklyn en una toalla y me lo pasó a mí. Como a Victoria la estaban cosiendo todavía por la cesárea que le habían hecho, me tocó a mí tener al niño primero. Sé que parecerá egoísta, pero fue un privilegio, un sentimiento de felicidad inenarrable. Ya lo he tenido dos veces en mi vida, y no hay cosa en la vida, ni en un campo de fútbol ni en ninguna parte que pueda ni acercarse a la intensidad de ese momento; la emoción y el asombro al tener a tu hijo en tus brazos por primera vez. Llevé a Brooklyn junto a su madre y puse su cabeza en la almohada a su lado: las dos cosas más valiosas del mundo entero, tan parecidas las dos y tan bellas. Esa imagen se me quedará en la mente para siempre.”

[“My Side”, pp. 133-156 abreviado]

Nervios y calma

Sigue Beckham: “Siempre hay presión sobre los jugadores de Inglaterra, y eso lo entiendo. Yo soy patriota, soy un entusiasta del equipo de Inglaterra, y quiero que quedemos bien como país. Pero en Copas del Mundo y Campeonatos de Europa creo que la tensión hace que los jugadores no se atrevan a intentar estrategias, a arriesgarse o sencillamente a expresarse tal como son. Quedan en la memoria de todos cosas como lo que me pasó a mí en 1998. Tengo el sentir de que en los grandes partidos, el miedo del fracaso no nos permite entregarnos del todo como sabemos y como el público tendría derecho a esperar de nosotros.

Sin embargo mira al Brasil. Siempre están relajados, pase lo que pase. Me acuerdo que en los cuartos de final de la Copa del Mundo en 2002 nosotros los íbamos ganando 1-0, y yo miré al otro lado del campo y vi a Ronaldo que se estaba riendo y bromeando con el árbitro. Era como si se estuvieran divirtiendo dando balonazos una tarde con amigos en cualquier parque sin preocupación alguna. ¿Cómo puedes hacer eso perdiendo 1-0 en la Copa del Mundo?

Si hubiésemos llegado 1-0 al medio tiempo, creo sinceramente que Inglaterra hubiera ganado la Copa del Mundo. Pero el Brasil es todo un equipo. Aparte de su habilidad, es que no tienen miedo en absoluto. Aunque vayan perdiendo por un gol, no pierden su ritmo. Nada les hace cambiar su juego. Con cualquier otro equipo, si ganas por un gol, eso les fuerza a empujar hacia delante y a tomar riesgos. Pero no ellos. Son los mejores en el mundo y lo saben; y de todos modos así es como juegan. Si dejas a Brasil meterse en su ritmo, se llevan el partido. Nos ganaron.” (203, 287)

Cambio de iconos

El abuelo de una niña encantadora de cuatro años me cuenta que ella tiene en la mesilla de noche una foto de David Beckham y la besa todas las noches al irse a dormir. Yo tenía en mi mesilla a la Virgen y al Niño Jesús. Algo ha cambiado entre generaciones.

Cuida tus pensamientos

“Los animales nos entienden más de lo que nos imaginamos. Saben nuestros sentimientos, y cuándo estamos de buenas y cuándo de malas. Si tienes un perro o un gato, sabes lo que digo. Te conocen a ti mejor que tú a ellos. Y si no, mira lo que le pasó a este hombre.

Era un hombre que vivía con su familia en una cabaña en el bosque. Todos los días iba a darse un paseo largo por el mismo camino. Se conocía todas las vueltas, todos los árboles, todos los pájaros y todos los animales que por ahí andaban, y todos lo conocían a él. Como ya lo conocían, se acercaban a él sin miedo y dejaban que él se les acercase, los acariciase, los saludase. Los conejos saltaban a su lado, las ardillas le saludaban con la cola, los pájaros le revoloteaban por encima, las perdices cruzaban su camino. Todos eran amigos, y todos se confiaban y se querían.

Un día el hombre tuvo una idea. Se le ocurrió que bien podían servirle algunos de los animales del bosque para variar su comida de cada día. Un conejo, una perdiz, unos pajarillos tiernos podían hacer un buen guiso en su cocina y un buen plato en su mesa, y ya fue pensando en los buenos menús que se iba a preparar. Con tantos animales le sería fácil encontrar alguno cada día. Dicho y hecho. Al día siguiente cogió su escopeta que hacía tiempo no usaba, la limpió y engrasó, la cargó con dos cartuchos, se la echó a la espalda y salió de paseo por el camino de todos los días.

¿Adivinas lo que pasó? Aquel día no encontró un solo animal en su camino.

Cuidado con tus pensamientos. Se te ven.”

[The Lion’s Book, p. 30]

Me contáis

Alguien me pregunta cuál es la oración perfecta. Es como preguntar cuál es la medicina perfecta o la dieta perfecta. Depende de la persona y del momento. Y eso sí es importante notarlo, y por eso me agrada y me viene muy bien la pregunta. No vale la misma oración para toda la vida ni para cada momento. Si cambiamos nosotros, también ha de cambiar nuestra oración. Bernard Shaw decía que la persona más sabia del mundo era su sastre, que cada vez le volvía a tomar medidas cuando se iba a hacer un traje nuevo.

Comenzamos por una oración más vocal, repetitiva, devocional. Pasamos a algo más metódico. Meditación discursiva, las “tres potencias”: memoria, entendimiento, voluntad; examen y propósitos; repetición rítmica y sagrada del Nombre; meditación bíblica con la Palabra y el Espíritu, y eucarística en la Presencia; meditación afectiva, contemplativa, unitiva, receptiva. Los silencios del alma. La “nube del no conocer” y el “nada, nada, nada” de san Juan de la Cruz. La oración orgánica del cuerpo como templo de Dios. Respiración, sentidos, contacto con nosotros mismos, atención al Ser. “El Cuerpo de Cristo que es la Iglesia” en cada rostro y en cada mirada. El toque del Creador en la naturaleza y su tacto en todo lo que nos rodea. Oración hecha vida. Cada vez más sencilla, más orgánica, más total. Más espontánea, más integrada, más real.

Ahora, sí. La anécdota perfecta de la oración perfecta:

    • Le hemos estado observando, Maestro, esta última hora mientras estaba usted en oración.
    • ¿Qué oración?
Salmo

Salmo 96 – Alegraos en el Señor
«El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.»

El gran mandamiento. ¡Alegraos! Esencia y resumen de todos los demás mandamientos. Ama y adora, sé justo y amable, ayuda a los demás y haz el bien. En una palabra, alégrate, y haz que los demás se alegren. Logra en tu vida y muestra en tu rostro la felicidad que viene de servir al Señor. Alégrate con toda tu alma en su servicio. Sé sincero en tu sonrisa y genuino en tu reír. Trae la alegría a tu vida, y que ello sea señal y prueba de que estás a gusto con Dios y con su creación, con los hombres y las mujeres y la sociedad y el mundo entero: en eso consisten la ley y los profetas. Alégrate de corazón. El Señor está contigo.

“Lo oye Sión y se alegra.
Se regocijan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor.”

La virtud de la alegría es virtud difícil. Y es difícil, porque ha de ser genuina y profunda para merecer el nombre, y no es fácil obtener alegría auténtica en un mundo de penas. Necesito fe, Señor; necesito una visión larga y una paciencia duradera; necesito sentido del humor y ligereza de ánimo y, sobre todo, necesito me asegures que a través de todas las pruebas de mi vida privada y de la historia de la humanidad, dentro de mí mismo, allí en el fondo de mi alma, estás tú con toda la fuerza de tu poder y la ternura de tu amor. Con esa fe puedo vivir, y con esa fe puedo sonreír. El don de la alegría es la flor de tu gracia en la aridez de mi alma.

Gracias por la alegría que me das, Señor; gracias por el valor de sonreír, el derecho a la esperanza, el privilegio de mirar al mundo y sentirme contento. Gracias por tu amor, por tu poder y por tu providencia, que son el fundamento inamovible de mi alegría diaria. Alegraos conmigo todos los que conocéis y amáis al Señor.

“Alegraos, justos, con el Señor,
celebrad su santo nombre.”

Día 1
Os cuento

La vida es dulce

Le di un caramelo a un niño. Le quitó el papel, tiró el papel al suelo, se metió el caramelo en la boca y siguió jugando a velocidad planetaria. Volvió a pasar un momento a mi lado y aproveché para preguntarle: «¿Te gustó el caramelo?» Me contestó rápido: «¡Andá, si no me he fijado! Dame otro, que éste no lo he notado.» Y me alargó la mano antes de volver a su vértigo.

No se había dado cuenta. Tan inmerso estaba en su juego que no notó el gusto del caramelo en la boca. Se lo tragó sin sacarle el sabor. Tampoco importa. No es ninguna tragedia. No es nada. Un caramelo más o un caramelo menos no cambia la vida. Pero es mucho. Porque es símbolo de lo que nos pasa a todos en la vida entera. La vida es seca, pero también es dulce. A ratos. Tiene sus gozos sencillos, sus momentos de encanto, sus destellos de gloria, sus caramelos rápidos. Y simplemente sus experiencias humanas. Pero no las notamos. Llevamos tanta prisa en hacer lo que no hacemos y en gozar lo que no gozamos, que no nos paramos a disfrutar del placer sencillo, del contacto amigo, de la sonrisa pasajera. En alguna manera, toda la vida es un caramelo. Pero no le sacamos el gusto. Y se nos va sin caer en la cuenta.

Al niño le di otro caramelo. Y se me ocurrió algo. Saqué entonces del bolsillo otro caramelo. Le quité el papel, doblé el papel cuidadosamente y me lo metí en el bolsillo para tirarlo luego a una papelera mientras sostenía el caramelo entre dos dedos. Miré el caramelo en mi mano un momento antes de metérmelo en la boca. Lo tomé. Lo saboreé. Lo gocé. Era el gusto barato y comercial de sacarina compacta en color artificial. Pero me supo a gloria. La vida es dulce.

Jóvenes de trece o catorce años

[Keith Hellawell fue jefe de policía de Londres, y aquí narra una de sus experiencias:]

“En una reunión con los oficiales locales y sus jefes en West Yorkshire les pedí sugerencias para poder volver a controlar las calles, y me instaron a que reintrodujera las patrullas de a pie, a pesar de la preocupación por la seguridad de los policías que las llevaran a cabo. Pensé que lo que hacía falta era comenzar por dar ejemplo, y cuando dejé la reunión a eso de las 6 de la tarde le pedí a mi chófer que me llevara al centro de Chapeltown, lo dejé allí en el coche y seguí andando solo.Llevaba un traje cruzado a rayas, una corbata de seda a la moda, y mis zapatos Oxford de siempre. Me encontré con varios grupos de jóvenes enmascarados que yo ya había visto en visitas anteriores, pero esta vez en lugar de disolverse al aparecer yo, se me acercaron y me rodearon, me dijeron que sabían quién era yo y me preguntaron por qué estaba allí. Yo anduve con ellos hasta el bar Hayfield, centro de encuentro de la fraternidad criminal, y entré en él. El bar era sórdido, olía fuertemente a cannabis rancia, cigarrillos y cerveza. Me acerqué a la barra y pedí una media de cerveza. La docena de gente que había en el bar dejó de hablar y se me quedó mirando fijamente, como hizo también el grupo que me seguía desde la calle. El dueño del bar parecía no saber qué hacer conmigo, pero una joven muchacha negra se levantó de su taburete y se puso a mi lado. Me dijo:

– Tienes cojones, policía. Sé quién eres.
– Sólo quería ver este sitio por mí mismo. He oído muchas cosas sobre él.

El dueño del bar nos interrumpió: “No quiero líos contigo. Márchate ahora mismo, y no habrá problema.” Yo contesté: “Quiero una cerveza.”

Para entonces todos los presentes en el bar se habían levantado y estaban a mi alrededor. Sentí la tensión, pero la chica negra la disolvió diciendo: “Le invito yo.”

Los del bar se pusieron a bromear. Me trajeron la cerveza y muchos se volvieron a sus sitios. La chica se quedó donde estaba y me dijo: “Me gustas. Tienes golpe. ¿Te has acostado alguna vez con una negra?” – “No puedo decir que lo haya hecho”, le contesté, y añadí que, aunque era atractiva, éste no sería el mejor momento para empezar. Se sonrió y encajó bien mi respuesta.El bar comenzó a llenarse. Cuarenta o cincuenta de los jóvenes enmascarados fueron entrando y rodeándome. La chica les dijo: “Es un buen hombre”, y ellos se tranquilizaron –hasta que un sargento de uniforme y dos policías asomaron por la puerta:

– ¿Está usted bien, señor?
– Sí, estoy bien.
– Estamos fuera, si usted nos necesita, señor.

Para cuando acabé la cerveza los jóvenes se habían quitado las máscaras y quedaron al descubierto caras de trece o catorce años, de muchachos que actuaban exactamente como tal edad, y me preguntaron sobre mi trabajo y otras preguntas típicas de jóvenes. Cuando salí, me sentí como el Flautista de Hamelín, con un grupo de ellos que me siguió hasta mi Jaguar mientras el sargento y los policías de dos furgonetas nos observaban. Yo les dije a los policías que se marcharan para no estropear aquel momento. Los muchachos estaban fascinados ante las luces azules escondidas, las sirenas de emergencia, el fax y los instrumentos de comunicación en mi coche. Me pidieron entrar en el coche y jugar con todo aquello. Les dejé hacerlo.

Me marché entre las sonrisas de todos. Esos eran los criminales que tenían a toda la comunidad aterrorizada. Jóvenes que se creían que los crímenes callejeros les daban una autoridad y una recompensa que la sociedad no les daba. Yo sentí que estaban echando a perder sus vidas.

A las pocas semanas, patrullas de a pie, por parejas, volvían a las calles de Chapeltown, y la comunidad en pleno les dio la bienvenida. Mis jóvenes encapuchados los odiaban, ya que limitaban su libertad de acción, pero los crímenes callejeros disminuyeron, y los robos bajaron, en un año, a la mitad.”

[“The Outsider”, pp. 274-275]

La sopa de mil casas

El poeta zen Ryokán (1758-1831) dedicó gran parte de su vida a realizar el ritual de la gira de mendicidad. Pasaba frente a las entradas y puertas de sus vecinos con un cuenco de madera en la mano. De esta forma recibía comida de la comunidad y ofrecía a cambio su propio modo de vida. En una ocasión después de regresar a su cabaña, escribió: “En este cuenco hay arroz de mil casas.”

Acuérdate. Cuando preparas una sopa de verduras, tú también estás preparando una sopa de “mil casas”. Te unes a los agricultores que han cultivado esas verduras y con los trabajadores que han construido las carreteras para poder distribuirlas. Los que han fabricado los utensilios para cocinar y los fogones también te han ayudado. La lista es inacabable. Y la sopa no sólo te alimentará a ti y a tus amigos, sino a todo el mundo que aún no has conocido.

Como Suzuki Roshi dijo: “Preparar la comida no sólo se relaciona contigo y con los demás, sino con todo el universo.”

[Gary Thorp, “Momentos Zen”, p. 89]

Fronteras lejanas

“El universo está aquí.” [Dicho zen] La eternidad es ahora.

Liturgia práctica

El coche era de segunda mano, pero recién pintado parecía nuevo y sólo faltaba la bendición del párroco para ponerlo en marcha y lanzarse al tráfico. El párroco se vistió sus vestiduras litúrgicas, abrió el ritual y recitó la oración de bendición de coches.

Citó en sus bendiciones los cuatro mil carros de guerra del rey Salomón, la carroza de fuego que se llevó al profeta Elías al cielo, y el carro real del eunuco de la reina Candace en la autopista, perdón, el camino de Jerusalén a Gaza al que fue dirigido el diácono Felipe para bautizarlo y en el cual el eunuco “siguió gozoso su camino” sin accidentes en los Hechos de los Apóstoles, todos ellos como precursores bíblicos de medios de transporte, y roció abundantemente con agua bendita el coche por fuera y por dentro, y aun por todas las entrañas del motor encendiendo y apagando contactos para asegurar la bendición.

Cuando hubo acabado y se quitó los ornamentos, le dijo al feliz dueño del coche: “Por parte de la Iglesia tu coche está listo. Pero por lo que yo he notado te recomendaría que cambiases la batería y pusieras bujías nuevas. Ah, y revisa los frenos por si acaso.”

Me contáis

Casi me esperaba la reacción. Más de uno me ha pedido explicación de la breve anécdota de la vez pasada:

– Le hemos estado observando, Maestro, esta última hora mientras estaba usted en oración.
– ¿Qué oración?

La mejor oración es la que se ha hecho ya tan natural que se identifica con la existencia. Como aquel que se asombró cuando le dijeron que hablaba en prosa. ¿Prosa yo? Yo hablo sin más. ¿Qué oración? Yo vivo sin más. Es decir, estoy vivo del todo, que es estar en contacto con todo y con Dios en todo. Al principio necesitamos un lugar, un tiempo, un reloj para controlarlo, una postura, un mueble para sostenerla, un método, un director para explicarlo, unos “puntos de meditación”, un “examen de la oración”, una contabilidad, un registro, un historial. Todo está muy bien…, con tal de ir dejándolo todo poco a poco por el camino. Hay en el mundo más manuales de oración que oración. Tratan de cómo hacer difícil lo fácil.

Nos daña la distinción entre lo sagrado y lo profano. ¿Sabes qué significa “profano”? En latín “pro-fanum” quiere decir “delante del templo”. Es decir que el templo es lo bueno, lo santo, lo sagrado, y todo lo que está fuera de él es ya devaluado, secularizado, despreciado. Es profano. Está fuera del templo. Según eso sólo seríamos buenos mientras estamos en la iglesia, y al salir de ella entraríamos otra vez en el ambiente mundano en el peor sentido de la palabra. Volveríamos a ser profanos. Es una pena, porque casi todo el día estamos fuera del recinto de la iglesia. Los muros dividen.

Todo el día es sagrado y todo lugar es bendito. Si es que así sabemos verlo y sentirlo. Toda existencia es oración. Si sabemos vivirla. Por eso el Maestro que estaba en oración todo el día, ya no sabía que hacía oración.

Salmo

Salmo 97-Cántico de victoria

“El Señor da a conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia.”

Creo en tu victoria, Señor, como si ya hubiera llegado, y lucho por ella en el campo de batalla como si aún hubiera que ganarla con tu poder y mi esfuerzo a tu lado. Esa es la paradoja de mi vida: tensión a veces, y certeza siempre. Tú has proclamado tu victoria ante el mundo entero, y yo creo en tu palabra con confianza absoluta, contra todo ataque y toda duda. Tú eres el Señor, y tuya es la victoria. Sin embargo, Señor, tu tan anunciada victoria no se deja ver todavía, y mi fe está a prueba. Ese es mi tormento.

Proclamo la victoria con los labios…, y lucho con las manos para que venga. Celebro el triunfo…, y me esfuerzo por conseguirlo. Creo en el futuro…, y sudo en el presente. Me regocijo cuando pienso en el último día…, y me echo a temblar cuando me enfrento a la tarea del día de hoy. Sé que pertenezco a un ejército victorioso, que al final acabará por derrotar a toda oposición y conquistar todo el mundo; pero caigo en el campo de batalla con sangre en el cuerpo y desencanto en el alma. Soy soldado herido en ejército triunfador. Mío es el triunfo y mías las heridas. Piensa en mí, Señor, cuando anuncies tus victorias.

Robustece mi fe y abre mis ojos para hacerme ver que tu victoria ya ha llegado, aunque quede velada bajo apariencias humildes que ocultan la gloria de toda realidad celestial mientras seguimos en la tierra. Tu victoria ha llegado porque tú has llegado; tú has andado los caminos del hombre y has hablado su lengua; tú has gustado su miseria y has llevado a cabo su redención; tú has hallado la muerte y has restaurado la vida. Sé todo eso, y ahora quiero hacerlo realidad en mi vida para que yo mismo viva esa fe y todos sean testigos. Hazme gustar la victoria en el alma para que pueda proclamarla con los labios.

Entre tanto, gozo viendo en sueño y profecía la victoria final que te devolverá la tierra entera a ti que la creaste. Entonces todos lo verán y todos entenderán; la humanidad se unirá, y todos los hombres y mujeres reconocerán tu majestad y aceptarán tu amor. Ese día es ya mío, Señor, en fe y esperanza.

“Los confines de la tierra han contemplado
a victoria de nuestro Dios.”

 

Día 15
Os cuento

Filosofía india

El avión llegó a punto, y yo con él. Salí. Recorrí el enorme aeropuerto hasta la salida donde esperaba encontrarme con los que me habían invitado a la visita y a las conferencias. Así habíamos quedado repetidamente con detalle de número de vuelo y hora de llegada. Pero no había nadie. Era evidentemente la sala de encuentro entre los que llegábamos y los que venían a buscarnos, y todos los viajeros fueron encontrando a sus contactos, y entre abrazos y besos y apretones de manos marcharon hacia la ciudad. Yo quedé solo en la enorme sala. No había venido a buscarme nadie.

No me pierdo en aeropuertos, pero sí me sorprendí. No me había preocupado de cambiar moneda o de anotar teléfonos porque sabía que el contacto no había de fallar. Pero falló. Esperé, seguro que cualquier causa habría detenido a los organizadores de mi visita y aparecerían en cualquier momento. Y aparecieron… dos horas más tarde.

Yo estaba francamente molesto. Lo curioso es que ellos no lo estaban. Sabían, sí, que su retraso no podía menos de haberme causado desagrado y aun ansiedad al prolongarse tanto. Sí, mencionaron que llegaban dos horas tarde, pero sin ninguna contrición aparente. Dijeron simplemente que era su «karma» haberse equivocado de hora, y mi «karma» el haber tenido que esperar dos horas. Y todos tan tranquilos.

No discuto filosofías ni justifico faltas de puntualidad, pero algo aprendí aquel día. O por lo menos entendí. En las dos horas de espera yo había ensayado mentalmente un buen número de veces el discurso que les iba a echar para enseñarles puntualidad y responsabilidad en su trato con los demás. Con adjetivos, gestos y entonación apropiada. Pero me quedé sin echar el discurso. Me desarmaron con su aceptación filosófica de los hechos. Habían llegado tarde. Punto. Yo había tenido que esperar. Punto. Un saludo y vamos a casa. No había más que hacer. Ellos no habían sufrido. Yo había sufrido. Ellos eran orientales. Yo era occidental.

La filosofía india tiene su lado práctico. Sin duda.

«He perdido su mirada»

Son varias las novelas policíacas bajo el nombre de P.D. James, a quien yo, como muchos, tomé por un hombre sin sospechar por mucho tiempo que la P no era Peter ni Patrick sino Phyllis, que es evidentemente mujer. En su autobiografía cuenta que el pintor Michael Taylor pinto su retrato en trece sesiones en su propia casa. Dice que a ella no le costaba el permanecer quieta, sentada ante el pintor durante las largas sesiones, y pensó aprovechar esos ratos de forzosa inactividad física para ir pensando el argumento de una nueva novela en su cabeza mientras el pintor trabajaba con sus pinceles.

Pero entonces sucedió algo. El pintor le dijo: «No sé qué está usted haciendo, pero he perdido su mirada.» Ella no estaba allí. Y si no estaba allí, el pintor no podía pintarla. Tuvo que dejar a un lado las tramas de futuras novelas, y volver a donde estaba y mirar al pintor y hacerse presente al cuadro. Y el pintor siguió con su tarea.

Una vez de vuelta al aquí-y-ahora, pensó ella en animar la sesión dialogando con el pintor. Comenzó a hacerle preguntas. ¿Qué piensa usted del arte comercial? ¿Es muy difícil para un artista desconocido encontrar una galería que lo acepte? ¿Se ejerce presión sobre los artistas para que ejecuten su obra rápidamente? Al cabo de un rato de diálogo el pintor sonrió: «Ahora el que ha perdido la mirada soy yo. No me haga pensar en otras cosas. Si no estoy donde estoy, no hay retrato.»

Puro Zen. Estar donde estoy. Secreto de la plenitud de la existencia humana. Secreto de un buen cuadro. Resultó un retrato «de gran impacto».

El ruido también hace perder la mirada

«La cena del Club de Mujeres Universitarias ha salido muy bien, creo yo, y siempre es un placer pasar la velada en ese lugar tan bonito, cómodo y bien organizado, en un ambiente sin pretensiones, tranquilo y femenino. No obstante, el acto me ha dejado exhausta por culpa del ruido que había durante la cena. Ahora me doy cuenta de que ya no soporto verme sometida a una cacofonía de voces altas, pero no sé qué se puede hacer al respecto.

La verdad es que últimamente me sacan de quicio casi todos los sonidos fuertes, en especial la música pop. Retumba en las tiendas, asalta mis oídos en los taxis, suena en el hilo musical de las oficinas y escapa de los auriculares de la gente que viaja en el tren y en el metro.

Ahora, para colmo, tenemos el incordio del ubicuo teléfono móvil para romper la paz de los viajes en ferrocarril, antes tan tranquilos. Quizá las compañías ferroviarias deberían ir pensando en crear compartimentos silenciosos, igual que existen los de no fumadores.»

[P.D. James, «La hora de la verdad», p. 119]

La ardilla se encuentra a sí misma

La ardilla subía y bajaba por los árboles y cogía frutos y escondía piñas y jugaba juegos y hacía carreras. Todo le iba muy bien, pero aún se sentía poco satisfecha, y quería saber más. Por eso se fue a un hombre muy sabio y muy viejo de la aldea y le dijo:

– Dame un talismán para que yo me convierta en el animal más listo de todos.
– Mira, ardilla, un talismán es una piedra preciosa que te cuelgas al cuello y te hace el más sabio de todos los animales. Como es tan valioso no se puede dar así como así. Pero yo te puedo dar el verdadero talismán si haces lo que te digo.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Tienes que traerme las lágrimas de un león, la leche de una búfala, el cuerno de un ciervo, y una serpiente pitón viva y entera.
– Eso es muy difícil.
– Es la única manera. Y lo tienes que traer tú sola sin ayuda de nadie. Tú verás.
– Ya veré. Gracias de todos modos, y hasta pronto.

La ardilla pensó primero en el león. Era peligroso acercarse, y además un león no llora. ¿Qué hacer? Se fue despacito a donde estaba dormitando el león a la sombra de un árbol, se paró de cerca y se puso a respirar como si estuviese falta de aliento después de haber corrido mucho. El león abrió un ojo y le dijo:

– ¿Qué te pasa, ardilla?
– Que… te traigo… una mala… noticia… rey león.
– ¿Qué noticia?
– Que unos cazadores han matado a tu esposa la leona que estaba jugando con tus hijos los leoncitos.
– ¿Y mis cachorros?
– Se los han llevado los cazadores.

Entonces el león se echó a llorar, y la ardilla se acercó con mucho cuidado, y al caer las lágrimas del león las recogió en un cuenco que tenía preparado y se fue primero despacito para no levantar sospechas, y luego corriendo corriendo antes de que el león se enterara que lo había engañado porque a la leona y a los cachorros no les había pasado nada.

Luego la ardilla se fue a los prados donde pastaban unas búfalas salvajes, se puso en frente de una de ellas, y comenzó a burlarse de ella, a sacarle la lengua y a ponerle un palmo de narices. La búfala se enfureció y echó a correr para aplastar a la ardilla. La ardilla también echó a correr y saltó por en medio del tronco de un árbol que se dividía en dos a partir de la raíz, y la ardilla podía pasar por mitad de las dos ramas del tronco porque era pequeña y delgada, pero la búfala era gorda y se quedó atascada entre las dos ramas al perseguir a la ardilla, y la ardilla fue entonces por detrás, le ató las patas traseras para que no diera coces, y la ordeñó. Con eso ya tenía la leche de búfala. Y cómo salió la búfala del atasco del tronco ya no le preocupaba a la ardilla. Ni a nosotros.

Para conseguir el cuerno del ciervo la ardilla sabía que con la nueva estación los ciervos cambiaban de cuernos, se les caían los viejos y les nacían nuevos. Así que en la primavera se puso a seguirlos de lejos, y en cuanto se le cayó un cuerno a uno, lo recogió y lo guardó.

Le faltaba lo más difícil que era una pitón viva. Para eso la ardilla usó toda su astucia. Se acercó a una serpiente pitón que presumía de ser larga, y le dijo:

– Tú eres muy larga, pero yo he visto otra serpiente pitón más larga que tú.
– No puede ser. Yo soy la pitón más larga del mundo.
– No lo eres.
– Sí lo soy.
– ¿Cómo lo puedes probar?
– Mídeme y lo verás.

Entonces la ardilla cogió un palo largo y le pidió a la serpiente pitón que se tendiese a todo lo largo del palo para medirla. Cuando la serpiente estaba tendida a lo largo del palo, la ardilla la ató enseguida al palo con una cuerda que llevaba preparada, y ya tenía con eso una pitón viva y entera para llevársela al anciano de la aldea que le había prometido el talismán para ser la más lista de todos los animales.

– Aquí está todo lo que me dijiste te trajera. Las lágrimas del león, la leche de la búfala salvaje, el cuerno del ciervo, y la serpiente pitón viva y entera. Ahora dame el talismán para que yo sea el animal más listo de todos.
– Ya tienes el talismán.
– ¿Cómo que lo tengo?
– Ya lo tienes. El talismán es tu inteligencia. Tú has hecho las cuatro cosas más difíciles del mundo. Has conseguido las lágrimas del león, la leche de una búfala salvaje, el cuerno de un ciervo, y una serpiente viva. Eres más lista que el león, la búfala, el ciervo y la serpiente. Eres la más lista entre todos los animales. Lo que pasa es que tú no lo sabías. Ése es el secreto que tenías que aprender. El talismán es que sepas el talento que tienes. Ahora ya lo sabes. Vete y úsalo bien, para tu propio bien y para bien de todos.
– Así lo haré. Me portaré bien como la más lista de todos los animales. Y gracias, hombre sabio, por haberme hecho caer en la cuenta.

Y la ardilla se fue, y saltó de gozo, y fue feliz porque sabía que tenía talento.

Otro secreto

El secreto de llegar es saber que has llegado.
Hay una segunda parte del secreto, pero me la guardo por ahora.

Meditación perfecta

Una joven llamada Tiew vino a uno de los monasterios y monopolizó la conversación hablando sin parar de las maravillas de la meditación. «Os cuento una cosa», declamó, «fui por avión de Bangkok a Hong Kong y medité con tal intensidad que no noté la duración del vuelo.» «Sí», contestó el Maestro, «yo también me duermo en el avión.»

[«365 Smiles from Buddha» por Robert Allen, p. 145]

Me contáis

[Nikhil Desai me cuenta una experiencia suya que encaja con muchas mías y con la importancia de estar donde estamos y hacer lo que hacemos… y darnos cuenta de ello.]

“Una vez había ido yo por la tarde a una clase de meditación Vipassana en una iglesia. Al acabar la clase volví a mi coche en el aparcamiento de la iglesia, y vi que yo no tenía la llave. En efecto, allí estaba la llave tranquilamente en el asiento dentro del coche, con el coche cerrado. La puerta se había cerrado automáticamente al salir. No podía abrir.

Volví a la iglesia y telefoneé al servicio de emergencia de AAA y esperé dentro. Pasó una hora. La iglesia cerró, y yo seguí esperando fuera, tiritando de frío. Por fin llegó el cerrajero. Para examinar la situación dio primero la vuelta al coche y me gritó riendo: “¡El cristal de la ventana del copiloto está bajado hasta abajo! No hay más que meter la mano y sacar la llave.”

Eso fue al salir de una clase de Vipassana, en la que se enseña el arte de caer en la cuenta, de estar donde estamos y hacer lo que hacemos. La experiencia me enseñó más que la clase.”

Salmo

Salmo 98-¡Santo, santo, santo!

Comienzo la oración de rodillas. Me inclino hasta el suelo, cierro los ojos y adoro en silencio la majestad de tu presencia infinita. Tú eres la santidad, Señor, y mis labios están manchados con polvo de mentiras y aliento de orgullo. Quiero expresar con mi gesto y mi silencio el sentido de adoración total que me llena cuando aparezco ante tu santa presencia. Acepta el homenaje sincero de todo mi ser, Señor.

“Él es santo”

Trato a diario contigo con amistad y familiaridad, y aprecio esos momentos y atesoro esa intimidad. Pero nunca me olvido de que mi sitio está aquí abajo, en el barro de la tierra, mientras que el tuyo está en los cielos. Conozco la distancia, y por eso precisamente aprecio mucho más el que te me acerques y me trates como a un amigo. Me aprovecho en pleno de tu oferta de amistad, y mi vida entera está llena de esos diálogos familiares contigo, en plena libertad y confianza, que son testigos diarios de tu bondad y generosidad.

Pero hoy quiero volver a mi puesto de ser creado, de ser finito y limitado ante tu presencia infinita, y ofrecerte mi adoración silenciosa en la reverencia de mi cuerpo.

“Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante el estrado de sus pies.
Él es santo.”

Eres santo, Señor, con una santidad que está por encima de todos mis conceptos y mas allá de toda mi experiencia. La transparencia de un arroyo en la montaña, el vuelo de un ave en el cielo, el camino de las nubes, el descenso silencioso de la nieve blanca… Imágenes de mi mente para expresar la lejanía de tu esencia en los límites de mi experiencia. O quizá la llama de fuego, la flecha del relámpago, el ojo del huracán, el centro del terremoto… Todo aquello que es grande y terrible y puro y original.

Deseo que el sentido de tu santidad invada todo mi ser y me toque con una chispa de tu fuego y un temblor de tu tormenta. Quiero aprender reverencia en mi trato contigo, quiero saber calmar la espontaneidad de mis sentimientos con la dignidad de tu majestad. Quiero entrenarme en la etiqueta de la corte celestial para ensayar el cielo desde la tierra. Quiero ser humilde adorador tuyo, al mismo tiempo que compañero y amigo. E invito a todos los hombres y mujeres a que hagan lo mismo.

“Ensalzad al Señor Dios nuestro,
postraos ante su monte santo:
Santo es el Señor nuestro Dios.”

Día 1
Os cuento

El bebé sabio

Los bancos protegen sus entradas. Dejar objetos metálicos en los cajones de la entrada, dar a un botón, avanzar, dar a otro botón, esperar, maldecir cuando sale la luz roja, volver a apretar, otra vez luz roja, agitar brazos para atraer atención, alguien pulsa un resorte secreto, sonreír, entrar. No lo ponen fácil.

Al andar por la calle vi a una mujer que iba a entrar en un banco, y lo tenía más difícil todavía. Llevaba el cochecito con su bebé en él. Y aquello complicaba la entrada. Se atascó en los escalones. Dudaba si tendría que meter y dejar el cochecito con los objetos metálicos. A lo mejor tenia que dejar al bebé allí también. Maniobraba con una mano los botones mientras arrastraba con otra el cochecito. No entraba. Para cuando iba a entrar ya se había cerrado la puerta. Otra vez al botón. A ver si entra de lado. Tampoco. Otra maniobra.

Y el bebé se hartó. Señaló con su dedo la puerta del banco y gritó un rotundo «¡No, no, no!» No quería entrar en el banco. Y se echó a llorar. Sabio bebé. Había aprendido pronto la lección. Mamá, no entres en el banco. Te hará llorar. Algo intuía el bebé desde su cochecito. Su instinto primigenio de conservación elemental le hacía rehusar la entrada. Su previsión innata le hacía sentirse mal en el entorno bancario. Su inocencia intacta le avisaba del peligro inminente.

Pero su madre perseveró, empujó y entró. El bebé dejó de llorar. A lo mejor su mamá le dijo al oído que lo llevaba para abrirle una cuenta corriente a su nombre. Se acabó la inocencia.

¡Pobre cabra!

«La atención no es lo mismo que la concentración. La concentración es exclusión; la atención es contacto total, caer en la cuenta de todo por dentro y por fuera, no excluye nada. A mí me parece que la mayor parte de nosotros no estamos en contacto, no caemos en la cuenta, no sólo de lo que estamos hablando, sino de nuestro entorno, de los colores a nuestro alrededor, de la gente, la forma de los árboles, las nubes, el moverse del agua. Quizá es que estamos tan preocupados con nosotros mismos, con nuestros pequeños problemas, nuestras propias ideas, nuestros placeres, ocupaciones y ambiciones, que no caemos en la cuenta de lo demás. Y sin embargo hablamos mucho sobre el caer en la cuenta, sobre el contacto constante con la realidad que nos rodea por dentro y por fuera.

Una vez en la India yo iba viajando en coche. Conducía un chófer, y yo estaba sentado a su lado. Detrás estaban tres caballeros discutiendo intensamente sobre el «darse cuenta», y haciéndome a mí preguntas sobre ello. Desgraciadamente, en aquel momento el chófer se distrajo y atropelló a una cabra, y los tres caballeros seguían hablando sobre el caer en la cuenta, sin caer en la cuenta de que habían atropellado a una cabra. Cuando se les indicó su falta de atención a quienes estaban tratando de estar atentos, les sorprendió sobremanera.»

[Krishnamurti, Freedom from the Known, p. 31]

Peligros de la globalización

Jainistas y budistas tienen la bella costumbre de recitar una oración por el bienestar y la felicidad de todos los seres vivientes, de todos los seres “que sienten”, por la creación entera en la tierra y hasta los confines del cosmos. Bendición universal, ecuménica, cósmica, ecológica. Global, diríamos ahora. Globalización de la oración. Primero saluda a todos los seres y recibe su saludo, y luego bendice a todos los seres y recibe su bendición en la unidad de la existencia. Es una bellísima práctica. En ese contexto un devoto jainista fue a visitar a un santo monje de su religión y a pedirle su bendición:

    • Vengo a pedirle, guru maharaj, que rece por mí.
    • Lo haré.
    • Y por mi familia.
    • También lo haré.
    • Bueno, y por mis amigos.
    • Quedarán incluidos en la oración.
    • ¿Entonces rezará por todos?
    • Claro que lo haré. Yo rezo todos los días por todos los seres vivientes, y en ellos quedaréis especialmente incluidos tú y tu familia y tus amigos. No lo dudes.
    • No lo dudo. Pero…, es que entonces hay un problema.
    • ¿Qué problema?
    • Verá, usted dice que reza todos los días por todos los seres, ¿no es así?
    • Así es.
    • Bueno, pues es que en mi misma calle y en mi misma casa, en el piso de enfrente vive un vecino mío y…, vamos…, a mí no me va muy bien con él.
    • ¿Y qué quieres que yo le haga?
    • ¿No podría usted, por favor, no podría… en fin… excluirle a mi vecino de su oración por todos los seres vivientes?

El monje rió. O todos o ninguno. Globalización de verdad.

Brahma, alfarero de la creación

Un alfarero hacía objetos de barro para sus parroquianos. Cántaros y vasijas y jarrones y macetas y platos y vasos. Eran muy apreciados y muy solicitados. Pero eran frágiles como el barro de que estaban hechas, y se rompían con facilidad. Y eso le daba pena al alfarero. Que un cántaro que él había hecho con tanto cuidado se rompiese la primera vez que caía al suelo le rompía a él el corazón. Pero no había remedio.

El alfarero, además de ser un buen artesano, era un gran devoto de Brahma, padre de los hombres y de los dioses. A él se dirigió por fin en su devociones y oraciones, y este fue el diálogo que se siguió entre los dos:

    • Oh Brahma, yo os doy gracias por todos los dones que me habéis dado, y en especial por el arte de alfarero que domino y disfruto, y que viene de vos.
    • Yo soy el origen de todas las artes y el creador de todos los mundos, y tú haces en pequeño en tu taller lo que yo hago en grande en el universo. Yo soy el alfarero de la creación.
    • Si os agrada mi trabajo, oh Brahma, os ruego me concedáis una gracia para completar mi arte.
    • Pide una gracia, y será tuya.
    • Pido que los objetos de barro que yo fabrico no se rompan.
    • Concedido.
    • Gracias, oh Brahma, padre de los hombres y de los dioses.

El alfarero volvió gozoso a su trabajo, no dijo nada sobre su entrevista con Brahma ni subió el precio de sus objetos, pero disfrutó en su interior según la gente le iba contando que el cántaro se cayó por un descuido pero no se rompió, que el plato llevaba ya varios golpes y ni siquiera se había mellado, que en una casa se derrumbó todo un estante con vasos de barro pero todos quedaron intactos. Su sueño se había hecho realidad.

Los demás alfareros del pueblo pronto perdieron su negocio. Todos le compraban sus vasijas solo a él, ya que las de él no se rompían. Y él sonreía con su secreto. Pero luego no fue sólo que los otros alfareros se quedaban sin trabajo, sino que él mismo comenzó a quedarse sin clientes. Como sus vasijas no se rompían, no había que reemplazarlas, y cuando todo el pueblo estuvo surtido con sus cacharros, ya nadie compró más. Se le arruinó su propio negocio. Y el alfarero volvió a acudir a Brahma:

    • Oh Señor, padre de los hombres y de los dioses, os pedí una gracia y me la concedisteis.
    • Bien lo recuerdo, pues tus méritos te daban derecho a una gracia.
    • Es que ahora necesito otra gracia.
    • ¿Otra?
    • Bueno, no, sencillamente que retiréis la gracia concedida.
    • ¿No te va bien con ella?
    • Me ha arruinado el negocio.
    • Los mortales nunca sabéis lo que pedís.
    • Esta vez sí lo sé, Señor.
    • Sea. Que se rompan los cacharros.
    • Gracias, Señor.

El gozo de lo imperfecto. De lo perecedero, de lo rompible, de lo vulnerable. De la inseguridad. La esencia de ser mortales. La conciencia de ser imperfectos. Esa es nuestra naturaleza, y en ella debería estar nuestra alegría. Esa es la verdadera gracia de Brahma. Soy feliz porque me puedo romper.

El alfarero vuelve a sonreír. Y Brahma también. Él sabe la sabiduría de la imperfección. Él también hizo rompible a su creación y vulnerable a su población. Una generación de seres humanos perfectos sería inaguantable. Más vale que nos desportillemos un poquillo.

Otra comunidad

[En la India, cuando hay un choque entre hindúes y musulmanes, los medios lo cuentan como “choque entre dos comunidades” sin mencionar las dos religiones, aunque todos saben de quiénes se trata. En ese contexto el gran escritor indio, R.K. Narayan, teje este cuento, que abrevio. El año 1947 fue el de las luchas sangrientas que precedieron la creación de la India y el Pakistán. Y la situación se sigue repitiendo en nuestros días. De ahí la actualidad del cuento.]

No voy a mencionar casta o religión en mi cuento. Los periódicos de los últimos meses nos han dado un ejemplo muy práctico: hablan de ‘Una comunidad’ y ‘Otra comunidad’. Siguiendo ese ejemplo no le doy un nombre al protagonista de este cuento, pues el nombre revelaría a que ‘comunidad’ pertenece. Si quieres, puedes intentar adivinarlo, aunque estoy seguro de que no lo conseguirás. Nuestro héroe trabajaba en una oficina de seguros. Era de mediana edad. Vivía en una pequeña casa en una bocacalle. Tenía tiendas cerca, y el colegio de sus hijos también estaba cerca. Su mujer tenía amigos en la vecindad.

Era, en conjunto, una vida tranquila y feliz… hasta el octubre de 1947, cuando se encontró con que gente a su alrededor había comenzado a hablar y actuar con locura. Alguien o algunos habían matado a otros a mil millas de distancia, y el resultado fue que ahora se repetía eso aquí y se ejecutaba venganza todo alrededor. Nuestro amigo veía cómo la furia de sus vecinos se encendía más y más cada día según leían los periódicos. Hablaban con dureza. ‘Tenemos que aplastar a los que hay aquí’ –oía decir a la gente. ‘No han perdonado ni a mujeres y niños. Les daremos una lección. Haremos lo mismo aquí con ellos –es el único lenguaje que entienden.’

Se imaginaba a su compañero de oficina sentado a su derecha, al cartero, al del estanco, y a su amigo en el banco: todos ellos pertenecían a esa ‘otra comunidad’. Nunca se había preocupado por su pertenencia: para él eran sencillamente amigos, gente que sonreía, hacía favores, hablaba bien. Pero ahora de repente los veía en otra luz: era gente de otra comunidad.

Todos decían que el próximo miércoles, el 29 del mes, sería el día crítico. Aquel día sería el ataque. En la oficina no se hablaba más que del 29. ‘¿Y si no pasa nada?’, le preguntó él en casa a su tío que andaba muy metido en ello. Su tío le dijo: ‘¿Cómo puede no pasar nada? Sabemos lo que “ellos” están haciendo. Tienen reuniones secretas casi cada noche. ¿Para qué habían de reunirse a medianoche?’

El 29 la mayor parte de las tiendas cerraron por precaución. Los niños no fueron al colegio. A su mujer no le agradaba la idea de que él fuera a la oficina. Él intentó reírse de sus miedos al salir de casa. En la oficina, el jefe estaba, desde luego, pero la mayoría de sus colegas no habían venido. Los pocos que estaban, perdían el tiempo discutiendo lo que podía pasar aquel día. Él odiaba ese asunto. Se metió en su trabajo, y eran ya más de las siete y media de la tarde cuando pudo al fin archivar los papeles y dejar la oficina.

De repente sintió ansiedad. Tenia que llegar a casa lo más pronto posible. ‘Dios sabe qué le habrá pasado a mi mujer’, pensó. Se lanzó por una bocacalle enfrente de la oficina que le serviría de atajo. Miró su reloj y se apresuró por la oscura calleja. Habría andado unos metros cuando notó que un ciclista venía de frente. El ciclista y el peatón no pudieron ver bien sus movimientos respectivos en la estrecha y oscura calle, y al final tropezaron y se cayeron los dos en el polvo de la calle.

Los nervios de nuestro amigo le explotaron y le gritó al otro: ‘¿Es que no saben andar en una bici?’
El otro se levantó y gritó: ‘¿Estás ciego? ¿No ves ni a una bicicleta?’
‘¿Dónde está la luz de tu bici?’

‘¿Y quién eres tú para preguntármelo?’, dijo el otro, y le dio un puñetazo en la cara, con lo cual nuestro amigo perdió la cabeza y le dio una patada en el vientre al otro. Se reunió una multitud. Alguien gritó: ‘¡Se atreve a atacarnos en nuestro propio sitio! Hay que darle una lección. ¿Te crees que tenemos miedo?’ Aumentaron los gritos y los chillidos. Era ensordecedor. Alguien le pegó a nuestro amigo con un bastón, otro con el puño; vio el resplandor de un cuchillo. Supo que había llegado su fin.

Intentó decirle a la multitud lo estúpido que era todo aquello, y pedir que se callasen todos. Pero su garganta no le respondió. Sus ojos se le nublaron. Murmuró a alguien cerca: ‘Nunca le diré a mi tío lo que ha pasado. No quiero ser el responsable de haber empezado todo esto. Hay que salvar a la ciudad. No diré ni una palabra que pueda encender la chispa, o apretar el botón. No hay ni comunidad mía ni tuya. Todos somos un mismo país. No nos cortemos el cuello unos a otros. Le diré a mi tío que me caí por la escalera y me hice daño. Nunca sabrá lo que pasó. Que no apriete el botón.’

Pero el botón se apretó. El incidente de la bocacalle se conoció en toda la ciudad en un par de horas. Y su tío y los tíos de otros apretaron el botón, con resultados que no hay por qué describir aquí. Si él hubiera podido hablar, nuestro amigo habría dicho una mentira y habría salvado la ciudad; pero por desgracia esa mentira salvadora no llegó a decirse. En la tarde del día siguiente la policía encontró su cuerpo en la triste bocacalle, y lo identificó por el cupón de la ración de queroseno que encontró en el bolsillo de su camisa.

Me contáis

Escribí la vez pasada que el secreto de llegar es saber que has llegado. A algunos les ha chocado la frase y quieren que la explique. No se trata de “pretender” haber llegado, sino de saberlo. Nos pasa lo del pez que estaba en el océano y no lo sabía. O como cuando le preguntaron a Karajan quién era el mejor pianista actual, y contestó: “Maurizio Pollini, pero él no lo sabe.” Y también le preguntaron al Buda: “Usted tiene diez mil discípulos; ¿cuántos de ellos han alcanzado la iluminación?”, y él contestó: “Todos, pero ellos no lo saben.”

Y si todo eso os parece muy oriental, aquí está un texto poco citado pero para mí muy querido de San Pablo: “Dios nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha hecho sentar en los cielos con él.” (Efesios 2, 6) El tiempo del verbo en griego es el pretérito, “sunegeiren kai sunekathisen”. El hecho consumado. Ya hemos resucitado y estamos en nuestro lugar arriba sentaditos con Jesús en el cielo… y algunos no lo saben todavía. Ese es el gran secreto.

Salmo

Salmo 99-Ovejas de su rebaño
Soy tuyo, Señor, porque soy oveja de tu rebaño. Hazme caer en la cuenta de que te pertenezco a ti precisamente porque soy miembro de tu pueblo en la tierra. No soy un individuo aislado, no tengo derecho a reclamar atención personal, no me salvo solo. Es verdad que tú, Señor, me amas con amor personal, cuidas de mí y diriges mis pasos uno a uno; pero también es verdad que tu manera de obrar entre nosotros es a través del grupo que has formado, del pueblo que has escogido. Te gusta tratar con nosotros como un pastor con su rebaño. El pastor conoce a cada oveja y cuida personalmente de ella, con atención especial a la que lo necesita más en cada momento; pero las lleva juntas, las apacienta juntas, las protege juntas en la unidad de su rebaño. Así haces tú con nosotros, Señor.

Haz que me sienta oveja de tu rebaño, Señor. Haz que me sienta responsable, sociable, amable, hermano de mis hermanos y hermanas y miembro vivo del género humano. No me permitas pensar ni por un momento que puedo vivir por mi cuenta, que no necesito a nadie, que las vidas de los demás no tienen nada que ver con la mía… No permitas que me aísle en orgullo inútil o engañosa autosuficiencia, que me vuelva solitario, que sea un extraño en mi propia tierra…

Haz que me sienta orgulloso de mis hermanos y hermanas, que aprecie sus cualidades y disfrute con su compañía. Haz que me encuentre a gusto en el rebaño, que acepte su ayuda y sienta la fuerza que el vivir juntos trae al grupo, y a mí en él. Haz que yo contribuya a la vida de los demás y permita a los demás contribuir a la mía. Haz que disfrute saliendo con todos a los pastos comunes, jugando, trabajando, viviendo con todos. Que sea yo amante de la comunidad y que se me note en cada gesto y en cada palabra. Que funcione yo bien en el grupo, y que al verme apreciado por los demás yo también los aprecie y fragüe con ellos la unidad común.

Soy miembro del rebaño, porque tú eres el Pastor. Tú eres la raíz de nuestra unidad. Al depender de ti, buscamos refugio en ti, y así nos encontramos todos unidos bajo el signo de tu cayado. Mi lealtad a ti se traduce en lealtad a todos los miembros del rebaño. Me fío de los demás, porque me fío de ti. Amo a los demás, porque te amo a ti. Que todos los hombres y mujeres aprendamos así a vivir juntos a tu lado.

“Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.”

 

Día 15
Os cuento

Oraciones de la noche

Me cuentan las devociones de una niña pequeña a quien conozco y quiero. Su mesilla de noche y sus últimos ritos del día antes de acostarse. Sobre la mesilla tiene un cuadro con una fotografía. Todas las noches le da un beso antes de irse a dormir. Es el último acto del día. Enseguida cierra sus ojitos y sueña. ¿En qué soñará? La foto que ha besado es la de David Beckham.

La palabra tenía autoridad

[Stefan Zweig (1881-1942), testigo de dos guerras mundiales, habla con autoridad de una diferencia entre ellas que ha ido en aumento hasta nosotros:]

«He aquí lo que diferenciaba, para bien, la Primera Guerra Mundial de la Segunda: la palabra todavía tenía autoridad entonces [cuando la Primera Guerra]. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la ‘propaganda’, la gente todavía hacía caso de la palabra escrita, la esperaba, la respetaba.

Y es que la conciencia moral del mundo todavía no estaba tan agotada ni desalentada como lo está hoy, aún reaccionaba con vehemencia, con la fuerza de una convicción secular, ante cualquier mentira manifiesta, ante toda violación del derecho internacional y de los derechos humanos.

En aquellos tiempos, cuando las olas de incesante cháchara de la radio no inundaban aún el oído y el alma de la gente, para el escritor francés, hablar no era en absoluto una acción estéril, al contrario: la manifestación espontánea de un gran escritor producía un efecto mil veces mayor que todos los discursos oficiales de los gobernantes. En el aspecto de confianza en el escritor como mejor garante de un modo de pensar puro, aquella generación -tan decepcionada después- conservaba una fe infinitamente mayor. Hoy, en cambio, ni una sola manifestación de un escritor produce el más mínimo efecto.»
[«El mundo de ayer», p.307]

Y se repite la historia

«La sagrada promesa [prosigue Zweig] hecha a millones de personas de que aquella guerra [la Segunda Guerra Mundial] sería la última fue cínicamente sacrificada a los intereses de los fabricantes de armamentos y a la pasión por el juego de los políticos. Todos los que tenían los ojos abiertos y vigilantes vieron que los habían engañado. Habían engañado a las madres que habían sacrificado a sus hijos, a los soldados que regresaban convertidos en inválidos, a todos los que habíamos soñado con un mundo nuevo y mejor, y ahora veíamos que los jugadores de siempre habían reiniciado el viejo juego.

Toda una generación de jóvenes había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros. La generación de la posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar en sus manos su propio destino.

Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias. La nueva pintura dio por terminada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez, e inició los experimentos cubistas y surrealistas. En el lenguaje se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas. [¿Qué diría ahora del lenguaje de los teléfonos móviles?] La música buscaba nuevas tonalidades, la arquitectura volvía las casas del revés, en el baile el vals desapareció a favor de figuras cubanas y africanas, la moda inventaba nuevos absurdos y acentuaba el desnudo, en el teatro se interpretaba Hamlet con frac. Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda.

De repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una tendencia más actual que la de ayer, más radical todavía y nunca vista. ¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años! Una época de delirante éxtasis y libertino fraude, una mezcla única de impaciencia y fanatismo. Todo lo extravagante e incontrolable vivió entonces una edad de oro. La quiromancia, la grafología, las enseñanzas del yoga indio. Se vendía fácilmente todo lo que prometía emociones extremas más allá de las conocidas hasta entonces: toda forma de estupefacientes, la morfina, la cocaína y la heroína. La gran venganza de la juventud se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres.»
[p. 378]

[¿De qué época estará hablando?]

Eso deseo yo

«Mi alegría es llevar alegría a otros.» [Stefan Zweig]

Testigos de Jehová

«Yo iba y venía todos los días a Londres en tren. Había un hombre, más o menos de mi edad, que siempre se sentaba en el asiento enfrente del mío, y al fin acabamos por entrar en conversación, aunque, si eres británico, estas cosas llevan su tiempo. A él le gustaba discutir sobre el sentido de la vida, y eso me venía bien a mí también. Un día me dijo, «¿Quiere usted que hable claramente de una vez?», y sin esperar a mi respuesta sacó un número de la revista de los Testigos de Jehová, «La Torre de Observación». Yo busqué en mi maletín y le saqué un libro sobre el budismo, ya que yo, aunque inglés, soy budista.

Él pareció algo desconcertado, y yo le dije, «¿Qué le pasa? ¿Es que usted no ha visto nunca a un budista?». Él sonrió enigmáticamente y contestó, «No, no es eso. Pero es que yo no estoy seguro de qué es lo que usted cree, y si no sé lo que usted cree, ¿cómo le voy a demostrar que es falso?».

[Ante todo, decidir que lo que los demás creen es falso. Después demostrar su falsedad. Luego puede venir el enterarse de qué se trataba.]

[Robert Allen, «365 Smiles from Buddha», p. 310]

El cuadro

[Cuento de Rabindranath Tagore, abreviado. The Prince, p. 24]

En la ciudad donde Abhiram pintaba cuadros de dioses y diosas, nadie lo conocía a él ni a su pasado. Sólo sabían que era un forastero que pintaba para ganarse la vida.

Él pensaba: «Yo antes tenía dinero, y ahora no tengo nada; pero quizá es mejor así. Medito en Dios día y noche, pinto su imagen que luego adorna hogares, vivo de eso, y nadie puede quitarme el respeto y afecto con que la gente me paga.»

Un día falleció el primer ministro de la corte, y el rey nombró a un nuevo ministro venido de una tierra lejana. Toda la ciudad se llenó de rumores sobre él. Abhiram dejó su pincel al enterarse. ¿No era este nuevo ministro del reino aquel niño huérfano que su padre había adoptado y tratado como a su propio hijo, y que luego había traicionado a su padre y había huido con toda su fortuna? Era él. Abhiram gimió de vergüenza en su taller.

En la feria anual gente de todos los lugares se apiñaba para comprar los cuadros de los dioses que pintaba Abhiram. Un muchacho pequeño, acompañado de criados y guardias se acercó, escogió un cuadro y dijo: «Me llevo éste.» Abhiram preguntó: «¿Quién es este chico?» El acompañante le contestó: «Es el hijo único del nuevo ministro.» Abhiram cubrió todos sus cuadros con una tela y declaró: «No le venderé mis cuadros.»

El niño se empeñó en conseguir el cuadro, se encerró en un rincón y rehusó comer. El ministro envió una bolsa de monedas de oro, pero Abhiram la devolvió sin tocarla. «Ahora gano yo», se dijo a sí mismo.

Lo primero que Abhiram hacía cada mañana era pintar un cuadro de su deidad favorita. Ésa era su arte y su oración. Un día notó que el cuadro no le había salido bien. Algo desentonaba. Se sintió atormentado por dentro. Según fueron pasando los días se acentuaba la diferencia, y al fin un día Abhiram cayó en la cuenta y se dijo: «¡Ya lo sé!»

Ahora lo veía claramente. La cara de su Dios se parecía cada vez más a la cara del primer ministro. Tiró el pincel y la tela al suelo y exclamó: «¡Al fin ganó el ministro!» Aquel mismo día tomó el cuadro original, lo llevó al ministro y le dijo se lo diera a su hijo. «¿Qué le debo?», preguntó el ministro. Abhiram contestó: «Nada. Vos me habéis robado la devoción a mi Dios, y yo la recobro regalándoos este cuadro.»

El ministro se le quedó mirando sin saber qué quería decir aquello.

Me contáis

Con frecuencia me hacéis partícipes de vuestros sufrimientos. Aprecio con toda el alma esa confianza y os acompaño con todo el cariño de que soy capaz. A veces me preguntáis también sobre el por qué del sufrimiento. Eso ya es más difícil. Es el misterio de la existencia humana. De todos modos os resumo hoy lo que las diez principales religiones del mundo enseñan sobre el sufrimiento humano.

Hinduismo: Sufrimos para reparar el karma negativo de nuestros errores en nuestra encarnación anterior.

Brahmanismo: El sufrimiento, como el gozo, es ilusión causada por el velo de Maya.

Budismo: El sufrimiento es el resultado del “deseo sediento” que se modera con el desprendimiento.

Jainismo: El sufrimiento es el mejor medio para liberarnos del ciclo de reencarnaciones y alcanzar la liberación final.

Taoísmo: El gozo y el dolor son las dos caras de la misma moneda, y al poner la una ponemos inevitablemente la otra.

Confucianismo: El sufrimiento es la prueba del carácter y forma a la persona.

Animismo: El dolor y el gozo nos llegan con el ritmo y los ciclos de la naturaleza de la que formamos parte.

Islam: El sufrimiento nos viene por voluntad de Dios libre y omnipotente. A Dios no se le cuestiona.

Judaísmo: El sufrimiento es el castigo de Dios a su pueblo por sus infidelidades.

Cristianismo: El sufrimiento nos identifica con Jesús. “Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo.” (San Pablo).

Y, ante todo, humildad, respeto, delicadeza y ternura.

Salmo

Salmo 100 – Propósitos
Te presento hoy, Señor, la lista de mis propósitos. El final de unos ejercicios, el principio de año, o, sencillamente, un despertar en el que he echado una mirada a mi vida y he anotado algunos temas para recordármelos a mí mismo y para que tú me los bendigas. Aquí están.

“Andaré con rectitud de corazón dentro de mi casa;
no pondré mis ojos en intenciones viles;
al que en secreto difama a su prójimo le haré callar;
pongo mis ojos en los que son leales:
ellos vivirán conmigo.”

Sé que podía haber sido más concreto, Señor, y en la práctica lo seré si así lo deseas; pero por hoy he preferido trazar sólo líneas generales para enfocar mis esfuerzos y dirigir el día. Quiero esforzarme por que haya rectitud y equidad en mis acciones; quiero observar mis ojos, mis intenciones, mis pensamientos; quiero acabar con la difamación; y quiero recompensar la lealtad. Ése es mi programa para vivir en tu casa. Bendícelo, Señor.

Sé demasiado bien que los propósitos en sí mismos no sirven para nada. Podría enseñarte listas enteras que he hecho año tras año, con la sinceridad del momento y el exceso de confianza de la juventud, y que hoy son solo documentos repetidos de santa ingenuidad y fracaso total. Listas cuidadosamente escritas con letra lenta y títulos numerados en orden de importancia. Minutas para el olvido. Planes para el fracaso. Mis propósitos no valen para nada, y la experiencia me ha enseñado esa lección con claridad irrefutable. Mis listas son papel mojado. No puedo basar mi vida en ellas.

Por eso hoy he querido, sencillamente, contarte mis pensamientos e indicar la dirección que me gustaría siguiese mi conducta. Hoy esa lista no es un propósito, sino una oración; es decir, que la lista no es para mí, sino para ti. Es para que tú te acuerdes y la vayas aplicando según surja la ocasión. No son éxitos que yo he de lograr, sino gracias que tú has de concederme. No son mis esfuerzos, sino tu poder. O, más bien, son nuestro trabajo conjunto, tuyo y mío, en unidad de amor y de acción por el bien de mi alma y el de tu casa, que es la mía.

“Voy a cantar la bondad y la justicia:
para ti es mi música, Señor;
voy a explicar el camino perfecto:
¿cuándo vendrás a mí?”

Día 1
Os cuento

Amén

Era una reunión ecuménica entre católicos y protestantes. Íbamos a dialogar, pensar, rezar juntos. Al menos íbamos a decir el padrenuestro todos a una, ya que ésa es la oración que nos viene directamente de Jesús y nos une a todos los que lo amamos. Al prepararnos para la reunión alguien hizo notar que aun en eso tenemos una pequeña diferencia. Los protestantes añaden siempre al final: «Tuyo es el reino, tuyo es el poder y la gloria por siempre», que no está precisamente en el Evangelio pero sí viene de una tradición muy antigua y es de todos modos un bello final de la oración y nosotros la añadimos también en la misa, aunque no en la recitación ordinaria del padrenuestro. Decidimos añadirlo en aquella ocasión como detalle de acercamiento a nuestros hermanos protestantes.

Pero aún surgió otra pequeña diferencia. En Inglaterra los protestantes pronuncian el amén del final «Aamen», y los católicos, «Eimen». Nos dimos cuenta a tiempo, y todos los católicos quedamos en que al final lo pronunciaríamos «Aamen» como un detalle más de etiqueta ecuménica y deferencia hacia nuestros hermanos. No íbamos a dejar que nos separase la fonética.

Así lo hicimos. Una vez juntos, católicos y protestantes, se propuso el rezo común del padrenuestro, añadimos todos la cláusula final del «Tuyo es el reino…» con toda devoción, y luego los católicos dijimos sonoramente nuestro «Aamen» mirando de reojo a los protestantes para anotar su reacción y su aprecio. Pero resultó que ellos también habían ensayado y sabían la diferencia, y todos ellos dijeron al mismo tiempo y con la misma solemnidad «Eimen» mirándonos amablemente a ver si apreciábamos su gesto. Ya lo creo que lo apreciamos con una buena carcajada todos juntos. La discusión luego resultó más cordial.

La voluntad de Dios

La película y el musical «Sonrisas y lágrimas» nos encantaron a toda una generación, pero la historia real es aún más encantadora que la que nos dio la pantalla y el escenario. María había dejado temporalmente el noviciado para ser institutriz de los hijos del barón capitán von Trapp. Pronto supieron que se querían el uno a la otra, pero la rigidez del capitán y la vocación de la novicia hacían difícil el contacto sentimental. Cuando, al fin, los hijos del capitán le dijeron que querían que María siguiera con ellos, y que la única manera sería que él se casara con ella, él dijo que sí, y ellos se lo dijeron a María. Entonces se armó la verdadera trama de la historia.»Yo no tenía la más remota idea de lo que debería hacer. Todo lo que yo sabía era que dentro de pocos días yo iba a entrar en el convento, y que enfrente de mí estaba un hombre, muy real y bien vivo, que quería casarse conmigo.

– Pero capitán, usted sabe que bien pronto yo vuelvo al convento, y una no puede entrar en el convento y casarse al mismo tiempo.
– ¿Es ésta su última palabra? ¿No me queda ninguna esperanza en absoluto?
– Bueno, tengo una idea, ¿sabe usted? Yo tengo algo que usted no tiene. Yo tengo una Maestra de Novicias. Todo lo que ella dice es para mí como si viniera de Dios mismo. Es la Voluntad de Dios. Déjeme ir a verla y consultarla.

Tan ansiosa estaba por irme que no me paré a escuchar su respuesta. Era un paseo de una hora escasa a pie. Entré y me desplomé sobre una de las sillas de madera de roble en la sala de visitas de las postulantas. Se abrió la puerta, y entró la Hermana Rafaela, mi Maestra de Novicias. «María, ¿qué estás haciendo aquí en mitad de la semana?» Se lo conté todo, y añadí: «Como usted ve, si ahora usted me dice que no puedo casarme con él porque tengo que entrar en el noviciado, entonces la voluntad de Dios quedará bien clara, y eso le ayudará a él también.» La mirada maternal de la Hermana Rafaela descansó sobre mí, pero no dijo una palabra. De repente se levantó y salió de la habitación. Al cabo de una hora volvió y me dijo que la Madre Superiora me estaba esperando.

Me sentí muy honrada y pasé alegremente por todos los pasillos y claustros y subí las escaleras, y ya no me sentía mal. Me encontré arrodillada ante la Madre Superiora y besando su anillo. Ella tomó mis dos manos en las suyas, y se quedó mirándome sin hablar, hasta que comencé a sentirme incómoda. Al fin habló:

– La Hermana Rafaela me ha contado tu historia. Como tú habías venido para encontrar la Voluntad de Dios en este momento tan importante de tu vida, reuní a toda la comunidad en la Sala Capitular. Rezamos al Espíritu Santo, consultamos entre nosotras, y nos resultó claro que la Voluntad de Dios es que te cases con el capitán y seas una buena madre para sus hijos.

Pasaron minutos, y yo seguía arrodillada, tratando de entender. Cuando, perdida todavía, la miré, vi que sus labios se movían en plegaria silenciosa, y sus bellos ojos se llenaban de lágrimas. Volví a casa despacio. Los niños ya se habían acostado, y yo pensé irme callandito a la cama. Pero al abrir la puerta me esperaba el capitán.

– ¿Y bien…?
– Me-e-e han di-di-dicho que-e-e t-t-tengo q-q-que casa-a-arme con u-u-uste-e-ed…

Sin decir una palabra él abrió sus brazos bien abiertos. Y ¿qué iba a hacer yo? Con un enorme suspiro enterré mi rostro en su hombro. De repente me vinieron todas las lágrimas que había estado reprimiendo. Esa era la Voluntad de Dios.»

[The Story of the Trapp Family Singers, p. 58]

La primera tristeza

[La vez pasada hablé del sufrimiento. Ahora cito a Rabindranath Tagore en su mejor respuesta.]Hoy, la senda que serpentea en el bosque está cubierta de hierba. En medio de la soledad, alguien preguntó a mis espaldas:

– ¿No me reconoces?
– Algo recuerdo -respondí-, pero no sé exactamente tu nombre.
– Hace mucho tiempo fui tuya -me dijo- aquella primera Gran Tristeza tuya cuando tenías veinticinco años.

Una leve humedad brillaba en el borde de sus ojos, como el reflejo de la luna del lago. Asombrado me detuve y dije:

– Aquel día eras oscura, como las nubes de los monzones; hoy pareces la dorada imagen del otoño después de la estación de las lluvias. ¿Has perdido todas aquellas lágrimas?

Con lentitud me miró, me amó y me dijo:

– ¿Recuerdas que aquel día no querías consuelo alguno, sino solo tu tristeza para siempre?
– Así fue -le respondí, avergonzado-. Pero desde entonces han pasado tantos años que lo olvidé.

Tomé su mano en las mías y le dije:

– Pero tú has cambiado.
– Lo que antes era tristeza se ha tornado en paz – dijo ella.

[Lipika, p. 171]

Me contáis

Me habéis sorprendido con vuestras reacciones a mi resumen de lo que las diez principales religiones del mundo dicen sobre el sufrimiento. Alguien me dice que tomadas todas juntas sí pueden ayudar algo. En todo caso no son «explicaciones», pues el sufrimiento humano sigue siendo un misterio que requiere antes que nada humildad y delicadeza. No hay lógica que lo explique.

C.S. Lewis, uno de mis favoritos teólogos seglares, escribió en su juventud ideológica un libro sobre el sufrimiento (The Problem of Pain) con explicaciones y justificaciones altamente intelectuales, y con expresiones muy bellas de consuelo para los que sufren. Luego se casó, su mujer murió de cáncer, sufrió hondamente con su muerte, y en plena agonía de la separación escribió otro libro sobre el sufrimiento (A Grief Observed), esta vez tan duro que no se atrevió a poner su nombre y lo publicó bajo seudónimo. En él llega a llamar a Dios con roces de blasfemia «el sadista cósmico», pero enseguida añade, «…y sigo creyendo». Es un gran documento del dolor humano de un gran cristiano.

Por eso he propuesto hoy el bello cuento de Rabindranath Tagore que es la única respuesta práctica al sufrimiento. El tiempo cura el dolor. «La tristeza se ha tornado en paz.» Aunque también es verdad que desde los veinticinco años han podido pasar muchos años. En eso podemos ayudar al tiempo con nuestra resignación, paciencia y paz. Me uno a todos los que sufren.

*

Me decís que al imprimir la página no os cabe el texto y perdéis el final de cada línea. Este es el remedio:
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Espero resulte.                                                                                                                                                               

Salmo

Salmo 101 – Amo a mi ciudad
Amo tus mismas piedras y el polvo de tus calles. Tú eres mi ciudad, mi Sión, mi Jerusalén; tú, la ciudad donde vivo, por cuyas calles ando, cuyos rincones conozco, cuyo aire respiro, cuyos ruidos sufro. Tú, la ciudad que se me ha dado para que sea mi casa, mi puesto en la tierra, mi refugio en la vida, mi vínculo urbano con la raza del hombre civilizado. Tú, signo y figura de la Ciudad de Dios, mientras continúas siendo plenamente la ciudad del hombre en tu penosa historia y tu presente realidad. Te amo, te abrazo, estoy orgulloso de ti. Me alegra vivir en ti, enseñarte a visitantes, dar tu nombre junto al mío al dar la dirección donde vivo, unir así tu nombre al mío en sacramento topográfico de matrimonio residencial. Tú eres mi ciudad, y yo soy tu ciudadano. Nos queremos.

Te quiero tal y como eres; con polvo y todo. Podría besar en adoración las piedras de tus calles y erigirlas en altares para ofrecer sobre ellas el sacrificio de alabanza. Tus avenidas son sagradas, tus cruces son benditos, tus casas están ungidas con la presencia del hombre, hijo de Dios. Tú eres un templo en tu totalidad, y consagras con el sello del hombre que trabaja los paisajes vírgenes del planeta tierra.

Por ti rezo, ciudad querida, por tu belleza y por tu gloria; rezo a ese Dios cuyo templo eres y cuya majestad reflejas, para que repare los destrozos causados en ti por la insensatez del hombre y los estragos del tiempo y te haga resplandecer con la perfección final que yo sueño para ti y que él, como Dueño y Señor tuyo, quiere también para ti.

“Tú permaneces para siempre,
y tu nombre de generación en generación.
Levántate y ten misericordia de Sión,
que es hora y tiempo de misericordia.

Tus siervos aman tus piedras,
se compadecen de sus ruinas.

Los gentiles temerán tu nombre;
los reyes del mundo tu gloria,
cuando el Señor reconstruya Sión
y aparezca en su gloria.”

Tus heridas son mis heridas, y tus tribulaciones las mías. Al pedir por ti pido por mí, desahuciado como me encuentro a veces ante el fracaso, la enfermedad, y la muerte. En mi esperanza por tu restauración va incluía mi esperanza en mi propia inmortalidad. Mi propia vida parece a veces desmoronarse, y entonces me acojo a ti, me escondo en ti, me uno a ti., Cuando sufro, me acuerdo de tus sufrimientos; y cuando la sombras de la vida se me alargan, pienso en las sombras de tus ruinas. Y entonces pienso también en tus cimientos, firmes y permanentes desde tiempos antiguos; y en la permanencia de tu historia encuentro la fe que necesito para continuar mi vida.

Ciudad moderna de huelgas y disturbios, de explosiones de bombas y sirenas de policía, de atentados y sangre. Sufro contigo y vivo contigo, con la esperanza de que nuestro sufrimiento traerá redención y llegaré a cantar libremente en ti las alabanzas del Señor que te hizo a ti yme hizo a mí.

“Para anunciar en Sión el nombre del Señor,
y su alabanza en Jerusalén;
cuando se reúnan unánimes los pueblos
y los reyes para dar culto al Señor.”

Día 1
Os cuento

Religioso pero no creyente

El taxista resultó hablador. Salieron los temas del tráfico, el tiempo, el fútbol, la carestía de la vida, las próximas elecciones. Aún quedaba algo de trayecto, y viendo que yo llevaba el alzacuello eclesiástico se animó a preguntarme:

– Usted es sacerdote, ¿no?
– Sí, claro, lo soy.
– Pues mire usted, yo soy cristiano, naturalmente, es decir que me bautizaron de niño, y eso me ha quedado siempre; pero luego he pensado, y ya sabe, los tiempos o lo que dicen o lo que se hace, pero ahora no voy a la iglesia. Aunque a la Virgen la quiero más que nadie. Mire, se lo digo claro: yo soy muy religioso, pero no soy creyente. ¿Comprende?
– Sí, sí. Ya comprendo. Religioso pero no creyente.
– Eso es lo que soy.
– Es aquí ya. Déjeme en la esquina.
– Vaya con Dios.

Muy religioso pero no creyente. No sé si el buen taxista habría leído a Bonhoeffer y sus disquisiciones teológicas sobre religión sin Dios y cristianismo sin Cristo. Pero no creo mi taxista iba por ahí. Iba por donde van muchos que creen en Dios y veneran a Jesús, pero no van a la iglesia ni observan sus reglas. Quizá debería haberlo dicho al revés: creyente pero no religioso. La situación de los que nacieron en la Iglesia pero de mayores no se encuentran a gusto en ella. Es la tristeza de nuestro tiempo.

De todos modos le di propina. Aunque la propina me la había dado él a mí. Me había hecho pensar.

El precio de la libertad

“Venid a comprarme”, exclamaba yo mientras iba caminando por el sendero pedregoso. Espada en mano, llegó el Rey en su carroza. Me cogió de la mano y me dijo: “Yo te compraré con mi poder.” Mas su poder no le valió de nada, y se alejó sin mí en su carroza.

Al calor de la siesta, todas las casas tenían las puertas cerradas. Yo vagaba por el sendero tortuoso. Me salió al encuentro un anciano con un saco de oro. Vaciló un momento y dijo: “Soy rico, te compraré con mi dinero.” Sopesó sus monedas una a una, pero yo di media vuelta y me marché.

Estaba oscureciendo. Todo el seto del jardín había florecido. Una hermosa doncella me salió al paso y dijo: “Te compraré con una sonrisa.” Pero su sonrisa palideció y se deshizo en lágrimas. Se volvió sola a la oscuridad.

El sol hacía brillar la arena, y las olas del mar golpeaban la playa caprichosamente. Había un niño sentado, jugando con las conchas. Levantó la cabeza y pareció reconocerme. Me dijo: “Te compraré con nada.”

Desde que hice aquel trato y me puse a jugar con el niño, me convertí en un hombre libre.

[Rabindranath Tagore, La luna nueva, 40.]

Jesús no mentiría

El actor David Essex hizo el papel de Jesús en el célebre musical Godspell, que era sencillamente el Evangelio según san Mateo. El periódico Sunday Times dijo de él:

“David Essex en Godspell muestra una felicidad interior, una alegre fragilidad que dan vida a su Jesús. Su Jesús es un hombre que ha encontrado un tesoro espléndido y está deseando compartirlo con todo aquel a quien encuentra. Ha habido muchos Cristos en las artes; el Cristo atormentado de El Greco, el amable pastor de Murillo, el suave Cristo de Rubens, el Cristo elevado en su majestad de Epstein…; y la figura gentil e inocente de David Essex en el teatro, tan capaz de un cariño infinito como incapaz de ver el mal en nadie, es digna de colocarse a su lado. En mi firme opinión la obra de teatro de David Essex es la mejor en todo Londres, la menos teatral, la más feliz, la más emotiva.”

Un día, al acabar la representación, le anunciaron que su esposa acababa de dar a luz a su hija. Fue directo en el coche al hospital, y esto es lo que le pasó:

“Con las ganas de llegar me salté un semáforo en rojo y el policía me paró. Le expliqué que lo sentía mucho, que no había visto la luz roja, y le iba a explicar la razón de mi prisa, cuando él me dijo: ‘Bueno, no creo que Jesús fuera a mentir, ¿no es eso?’ Y me dejó seguir adelante. Me había reconocido por las fotos de mi representación como Jesús en el teatro. Buen crítico teatral, ¿verdad?.”

Godspell coincidió con Jesus Christ Superstar en la cartelera de Londres, y se habló de competencia entre los dos actores que representaban a Jesús. La televisión BBC organizó un debate entre las dos estrellas, David Essex de Godspell y Tim Rice de Jesus Christ Superstar. Ellos zanjaron el debate desde el principio, pues se presentaron, sin previo arreglo entre ellos, vistiendo Tim Rice una camiseta de Godspell y David Essex una de Jesus Christ Superstar, es decir, cada uno la camiseta del supuesto rival. Muy evangélico. ¿Por qué no se les ocurrirá hacer eso a los políticos en los debates televisados ante las elecciones?

Cuenta David una experiencia que, por ser de la India y por exponer con humor la burocracia que hoy se nos come a todos, paso a citar:

“Noté que en la India había imaginación para crear empleo. Un día decidí ir a ver un museo en Bombay. Me puse en la cola para sacar el billete, y me dieron un billete para sacar el billete. Saqué el billete y me enviaron a otro señor que miró el billete y me envió a otro que selló el billete y a su vez me envió a otro que rompió una esquina del billete y me dirigió a otra cola donde cuidadosamente anotaron el número del billete. El personaje que lo anotó me envió a otro que me cogió el billete…, y entré. Así de fácil.”

Y, al fin, la soledad del artista:

“Una de las cosas más extrañas que he notado al ir de gira con la compañía es el cambio súbito de humor después de la representación. Sales corriendo del teatro, luchas por escaparte a la carrera de los coches de los idólatras que te persiguen, te metes en el ascensor y te encuentras en el cuarto vacío. Es una sensación extraña, y mis oídos me resonaban horas enteras con los sonidos de los altavoces. Estaba encerrado y, aunque me rodeaba el amor de muchos, ahí estaba yo, sentado en una silenciosa habitación de hotel, aislado de todo el mundo exterior. Me recordaba lo que me decía el cantante americano Lou Reed que había decorado su casa en Nueva York como una habitación del hotel Holiday Inn para que al estar de gira le pareciese estar en casa.”

[A Charmed Life, pp. 117, 115, 119, 227, 152, 227]

El oro del peregrino

Un hombre rico y devoto quiso emprender una larga peregrinación a la sagrada ciudad de Benarés para bañarse en las aguas del Ganges, escuchar los sermones de los brahmanes y santificar su alma con las ceremonias de los templos. Preparó todo el viaje con cuidado, pero sólo le quedaba un problema. El dinero que le había ayudado a procurarse todas las comodidades en el camino era precisamente el obstáculo que amenazaba su peregrinación. Todo el mundo en el pueblo sabía que era rico, todos sabían que dejaba en su casa un saco con mil monedas de oro, y más de uno pensaba en la manera de hacerse con el tesoro mientras su dueño se bañaba en el Ganges.

El peregrino pensó y pensó, y al fin encontró la solución. El día antes de salir de camino se presentó ante el santo del pueblo, un asceta penitente que pasaba todo el día en profunda meditación ante su choza, vivía de hierbas y frutos silvestres, y vestía media sábana de tejido basto sobre su cuerpo. Él nunca pensaría en apropiarse el oro, y nunca se movía de su choza, así es que sería el guardián perfecto del tesoro. El hombre rico le rogó, el hombre santo accedió, cavó un hoyo en la tierra, depositó en él el saco con las mil monedas de oro, y se sentó sobre él con las piernas cruzadas en su postura de meditación. El peregrino podía partir en paz.

Pero al día siguiente, cuando al amanecer el peregrino rico iba a partir para Benarés, el asceta llegó corriendo a su casa con el saco de las mil monedas de oro, se lo devolvió y le manifestó que no podía encargarse de él.

¿Por qué no? El santo explicó: “Porque no puedo meditar sentado sobre el oro. No se concentra mi mente, no se aquieta mi alma, no se eleva mi espíritu. No me sirven ni los textos de los libros sagrados ni las oraciones de los rituales ni las técnicas de meditación. Todo es oro y oro y oro. Si espero así hasta que volváis de Benarés me volveré loco. Tomad vuestro oro y guardadlo donde queráis. Yo me vuelvo a mi choza.”

El peregrino entendió que su peregrinación había dado ya fruto. Entendió que no se trataba de ir a Benarés sino de desprenderse de su tesoro. Por algo el asceta era el hombre santo del pueblo.

Señal segura

Y luego está el otro hombre rico que quiso esconder su tesoro donde nadie lo encontrara, y cavó su agujero donde caía la sombra de una nube. Nadie encontró el sitio. Y él mismo tampoco lo volvió a encontrar.

Me contáis

Sé que es difícil tomar decisiones. Me honráis cuando me consultáis momentos delicados en vuestras vidas. Ya sabéis que yo nunca os voy a decir qué tenéis que hacer. Sin embargo, puede ayudar el expresarse y aclararse a uno mismo al hablar. Bastantes de esas perplejidades tienen que ver con el sexo. Sabéis bien lo que la Iglesia enseña, a veces entendéis que vuestra decisión personal podía honradamente desviarse algo de esa enseñanza, y queréis que sea yo quien os diga que podéis hacerlo. No es ése el camino. La conciencia es personal, y ella decide. Sí deseo que el sexo no se convierta en la preocupación de la vida. Y que nos salgamos por fin de la obsesión en que nos educaron. Puede ayudar un poco el humor de la copla castellana:

“Si en el sexto no hay perdón,
ni en el séptimo, rebaja,
ya puede Nuestro Señor
llenar el cielo de paja.”

Salmo

Salmo 102 – Confío en tu misericordia
“Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades.”

Hoy canto tu misericordia, Señor; tu misericordia, que tanto mi alma como mi cuerpo conocen bien. Tú has perdonado mis culpas y has curado mis enfermedades. Tú has vencido al mal en mí, mal que se mostraba como rebelión en mi alma y corrupción en mi cuerpo. Las dos cosas van juntas. Mi ser es uno e indivisible, y todo cuanto hay en mí, cuerpo y alma, reacciona, ante mis decisiones y mis actos, con dolor o con gozo físico y moral a lo largo del camino de mis días.

Sobre todo ese ser mío se ha extendido ahora tu mano que cura, Señor, con gesto de perdón y de gracia que restaura mi vida y revitaliza mi cuerpo. Hasta mis huesos se alegran cuando siento la presencia de tu bendición en el fondo de mi ser. Gracias, Señor, por tu infinita bondad.

“Como se levanta el cielo sobre la tierra,
así se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos;
como un padre siente ternura por sus hijos,
así siente el Señor ternura por sus fieles,
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.”

Tú conoces mis flaquezas, porque tú eres quien me has hecho. He fallado muchas veces, y seguiré fallando. Y mi cuerpo reflejará los fallos de mi alma en las averías de sus funciones. Espero que tu misericordia me visite de nuevo, Señor, y sanes mi cuerpo y mi alma como siempre lo has hecho y lo volverás a hacer, porque nunca fallas a los que te aman.

“Él rescata, alma mía, tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud.”

Mi vida es vuelo de águila sobre los horizontes de tu gracia. Firme y decidido, sublime y mayestático. Siento que se renueva mi juventud y se afirma mi fortaleza. El cielo entero es mío, porque es tuyo en primer término, y ahora me lo das a mí en mi vuelo. Mi juventud surge en mis venas mientras oteo el mundo con serena alegría y recatado orgullo. ¡Qué grande eres, Señor, que has creado todo esto y a mí con ello! Te bendigo para siempre con todo el agradecimiento de mi alma.

Bendice, alma mía, al Señor.”

 

Día 15
Os cuento

Que no sea fácil

Kálelkar fue la mano derecha de Gandhi en materia de educación, y me honró con su amistad en los treinta años que coincidieron nuestras vidas en la India. Él murió en 1981, muy cerca de cumplir los cien años. Un día, recordando a Gandhi, me contó esta anécdota que marcó su vida.

Se encontraban en plena lucha por la independencia de la India. Gandhi, con su pequeño grupo de colaboradores íntimos, se encontraba en el sur de la India para promover allí la lengua hindi como vínculo en toda la India independiente entre las muchas lenguas de sus distintas regiones. Había que planear la campaña. En la habitación se encontraba Gandhi en un rincón dictándole cartas a su secretario Mahadev, y en otro rincón estaban los ocho o diez del equipo que iban detallando los planes y nombrando a quienes debían encargarse de ellos. Entre ellos estaba Kálelkar.

Gandhi no estaba en la discusión, pero sus célebres orejas grandes que le ganaron el apodo cariñoso de Mickey Mouse estaban atentas a todo y seguían de rincón a rincón las tareas y los nombres que se proponían. En esto alguien del grupo dijo, “Bueno, ¿y qué le vamos a encargar a Kálelkar?” Gandhi lo oyó desde su rincón, y, sin levantar la mirada de su propio trabajo, dijo en alta voz antes de que nadie pudiera contestar a la pregunta: “A Kálelkar encargadle lo que queráis… con tal de que no sea fácil.” Y siguió dictándole a su secretario.

Kálelkar me contó que al oír esas palabras se le derritió el corazón. Gandhi se fía de mí. Que me encarguen cualquier cosa. Pero que no sea fácil. Que sea difícil. Gandhi me apreciaba. Gandhi creía y confiaba que yo podía hacer lo difícil. Me daba delante de todos el certificado de su confianza. ¿Cómo le iba a fallar yo? Me crecí ante mí mismo. Yo trabajaré hasta el final, me entregaré con toda mi alma, me romperé el pecho, pero no le fallaré. Yo mismo no creía que yo valía tanto. Pero Gandhi me lo decía de la manera más sencilla, más espontánea, más eficaz. Todo lo que yo hice después en mi vida se lo debo a Gandhi. Y se lo debo a aquella sencilla frase: “Que no sea fácil.” Ella me hizo lo que soy.

El secreto de la fidelidad es mostrar confianza.

Ecuaciones diofánticas

André Weil, casi tan famoso como su hermana Simone Weil, fue matemático fundador del grupo Bourbaki, descubridor de varios teoremas importantes, y defensor de un pacifismo que incluso lo llevó a la cárcel. Describe así el placer puro de la investigación:

“Cualquier matemático digno de ese nombre ha pasado por esos estados de exaltación lúcida en los que las ideas se encadenan como por milagro y en los que el inconsciente parece también jugar su papel. A diferencia del placer sexual este otro puede durar varias horas, incluso varios días; quien lo ha conocido desea que vuelva a producirse pero no puede provocarlo, salvo por un intenso trabajo, del cual aparece entonces como la recompensa.

Yo había conocido momentos de ese tipo con las ecuaciones diofánticas en Göttingen, y me preguntaba con inquietud si volverían alguna vez. Su vuelta me colmó de alegría. Yo estaba en Aligarh en la India, y mi amigo matemático Viyayaraghavan estaba en Dacca. Le telegrafié: “Nueva teoría funciones múltiples variables complejas nacida hoy.” Me contestó con otro telegrama: “Enhorabuena. Favor telegrafiar salud madre.” Era quizá algo excesivo, pero describe la experiencia. En mi viaje de regreso me detuve en Roma para ver a Vito Volterra, y cuando le expliqué mi fórmula, se levantó del sillón y corrió hacia el fondo del piso gritándole a su mujer: “¡Virginia! ¡Virginia! ¡El señor Weil ha demostrado un teorema muy bello!”

Uno de sus mejores tratados lo escribió en la cárcel. Anota en su diario:

“Mis matemáticas van mejor de lo que esperaba, y estoy incluso un poco inquieto, porque si ya sólo trabajo bien en la cárcel, ¿deberé apañármelas para pasar dos o tres meses al año aquí? Mientras tanto, le estoy dando vueltas a un informe para el Servicio de Investigación, cuyo comienzo ya he redactado: ‘Señor Jefe del Servicio, habiendo tenido recientemente la ocasión de constatar personalmente las considerables ventajas que ofrece para la investigación pura y desinteresada la estancia en los establecimientos de la administración penitenciaria, tengo el honor, etc…’.”

Durante la guerra tuvo que dar clases elementales de álgebra y de geometría analítica a oficiales del ejército. Para sacudir su inercia los hacía de repente levantarse y ponerse firmes, y les invitaba a hacer preguntas. La pregunta que más le irritaba [y en esto me identifico con él cuando pienso en mis años de profesor de matemáticas] era, “¿Entra esto en el examen?” Pero también reseña la pregunta más profunda que le hizo un oficial al acabar el curso: “¿Señor profesor, puede usted decirme qué es x (equis)? No sé lo que significa.” Resumen de álgebra.

También tuvo su roce con el zen:

“Mi estancia en los EE.UU. me permitió, durante una visita a Harvard, conocer en el museo de Boston la pintura china del periodo Sung, de la que este museo posee una admirable colección. Un joven conservador del museo insistió en acompañarme y me aseguró que sólo el conocimiento del zen permite apreciar plenamente esta pintura. “Sin duda usted habrá estudiado zen” –le dije. Me confesó que lo había intentado sin éxito. Con algunos amigos se habían dirigido a un monje japonés que vivía en Nueva York y habían conseguido que viniera a Boston para iniciarles. Para la primera sesión habían invitado a un grupo bastante numeroso que se reunió en una casa particular. El monje llegó a la hora prevista, se sentó en la postura del loto y dijo: “Hoy meditaremos sobre el sonido de una mano al aplaudir sola.” Dicho esto, el monje meditó en silencio durante una hora, se levantó, se inclinó profundamente y se marchó. No le pidieron que volviese.”

[André Weil, Memorias de aprendizaje, pp. 89, 114, 143, 179]

Por cierto, ecuaciones diofánticas son ecuaciones cuyas soluciones son números naturales. También llevan x.

Más zen

Un monje joven había estado fuera del monasterio aquel día. Al volver por la tarde se encontró con que una inundación se había llevado el puente, y el río era demasiado profundo para vadearlo. Entonces divisó a su Maestro que andaba enfrente por el jardín del monasterio y le gritó, “¡Maestro! ¿Cómo puedo pasar a la otra orilla?” El Maestro le contestó también gritando desde enfrente, “¡Si ya estás en la otra orilla!” En aquel instante el monje alcanzó la iluminación.

[Robert Allen, 365 Smiles from Buddha, p. 12]

Bailar

“La única manera de entender el baile es bailar.” [Alan Watts]

Los cisnes pensativos

Un cazador de cisnes hizo una redada y capturó a todo un grupo de cisnes, los metió todos juntos en una jaula y allí los mantenía hasta venderlos uno por uno. Ellos estaban muy tristes y pensativos viendo el destino que los aguardaba, pero no sabían qué hacer. Las cuatro paredes enrejadas de la jaula eran muy fuertes, y estaba bien anclada en el suelo. No había más que aguantar y sufrir, y así lo hacían todos con sus largos cuellos doblados y sus cabezas mirando al suelo.

Un día uno de ellos miró hacia arriba y vio que la jaula no tenía techo. Estaba totalmente abierta por arriba. Como estaban tan deprimidos todos, no habían mirado hacia arriba y no habían caído en la cuenta. Se cercioró, esperó, y cuando ya era oscuro y estaba seguro de que el cazador estaba durmiendo y no los oiría, el cisne emprendedor les fue diciendo en voz baja a los demás que la jaula no tenía techo y podían volar todos cuando quisieran.

Pero no le hicieron caso. Pensaron era una ilusión, una trampa, un engaño ya que nadie lo había advertido antes. No podía ser verdad que fuera tan sencillo. Mal estaban, pero peor estarían si intentaban escapar y se enteraba el cazador. Volvieron sus cabezas hacia el suelo y permanecieron tristes y pensativos.

El cisne emprendedor esperó. Cuando todos se durmieron, él permaneció despierto, se separó suavemente de los demás, agitó sus alas, se elevó con cuidado, se escapó de la jaula y voló.

El buscador de Dios

Es un cuento sufí. Un devoto creyente partió en búsqueda de Dios. Lo buscó en hombres santos, lo buscó en escrituras sagradas, lo buscó en templos y mezquitas y santuarios y monasterios, y siempre le decían que más adelante, más arriba, más allá.

Por fin llegó al santuario final donde se le revelaría Dios en el último recinto de la última sala del último templo. Llegó, esperó, se arrodilló, miró. Ante su mirada se extendía la amplia pared lisa y dorada, y enfrente en el medio una cortina, que al correrse revelaría el rostro final con tantos trabajos buscado.

Llegó el momento, se descorrió lentamente la cortina, miró con expectativa el peregrino, y antes de ver nada se postró con el rostro en el suelo adorando la divina revelación. Se incorporó despacio, levantó la mirada, afinó la vista, cayó poco a poco en la cuenta de lo que tenía delante, y al fin lo vio. Era un espejo.

La salvación

[Cuento de Rabindranath Tagore.]

La muchacha solitaria construyó un altar en un ángulo del jardín, y empezó a esbozar una imagen. La hizo con lentitud, a semejanza del hombre de su corazón. La miró, se quedó pensativa y sus lágrimas fluyeron.

La imagen que antes había estado tan nítida en su mente comenzó poco a poco a ocultarse tras un velo. Como los pétalos de un loto nocturno, así los pétalos de su memoria se cerraron lentamente, uno por uno.

La joven se enojó consigo misma, y se avergonzó. Extremó sus sacrificios: comía sólo frutas y bebía agua fresca, y dormía en un lecho de hierbas.

Cuanto más adquiría la imagen las formas de la profundidad de su mente, tanto menos se parecía al original. Parecía como si no fuera la imagen de un hombre determinado. Y cuanto más lo intentaba, peor lo hacía.

Decoró la imagen; le rindió culto con su bandeja de ofrendas, de ciento un lotos; por la noche, encendía ante ella una lámpara de aceite perfumado. La lámpara era de oro, el aceite costoso. Llegó el día de la feria. El abuelo de la aldea vino y le dijo:

    • Hija mía, ¿es que no vienes a la feria?
    • No iré a ninguna parte.
    • Ven, vamos a la feria.
    • No tengo tiempo.
    • Vamos, llévame a la feria –le pidió un niño pequeño.
    • No puedo ir; aquí está mi culto.

Una noche, en sueños, le pareció oír un ruido atronador del mar. Grupo tras grupo, iban pasando hombres venidos de lejos y de cerca: algunos en carrozas, algunos a pie; unos llevando una carga, otros deshaciéndose de ella.

A la mañana, al despertar, el canto de los viajeros no dejaba oír a los pájaros. Súbitamente pensó: “Yo también debo ir.” Pero se acordó enseguida: “Tengo que atender a mi culto; no puedo ir.”

Volvió al rincón del jardín donde había puesto la imagen. Pero no encontró ni rastros de ella. Donde se había levantado el altar, estaba ahora el camino; incesantemente, uno tras otro, los hombres pasaban.

    • ¿Dónde está el que yo había instalado aquí?
    • Entre esos que van marchando.

En ese preciso instante llegó el niño pequeño.

    • Cógeme de la mano y llévame.
    • ¿A dónde?
    • A la feria. ¿Es que no vienes tú?
    • Sí, ya voy –respondió ella.

Y así el altar, frente al cual solía sentarse, se convirtió en carretera, y, entre todos aquellos viajeros, la muchacha encontró a aquel que se le había perdido en la imagen.

[Rabindranath Tagore, Lipika, 28]

Me contáis

Pregunta: ¿Es importante la respiración del Yoga?

Respuesta: Sí lo es. Y más aún la del Vipássana. El Yoga tiende a mejorar la respiración, y eso es importante. Thérèse Bertherat en su bello libro “El cuerpo tiene sus razones” dice que nuestra respiración ordinaria es tan superficial que apenas usa los pulmones, y es como si tuviéramos una casa de cinco pisos para vivir en ella y tuviéramos los cinco pisos deshabitados y viviéramos sólo en el ático.

Pero la respiración del Vipássana es, en mi opinión, más importante todavía, pues enseña la respiración consciente, es decir, la atención al hecho de que respiramos, y ése es el instrumento básico en el oriente para alcanzar la ecuanimidad de sentimientos, el contacto con el momento presente, y la paz del alma.

No lo digo yo solo. En un número reciente de la revista de los jesuitas de la India, “Jeevan”, nada menos que el artículo editorial era sobre el monje vietnamita Thich Nhat Hanh y su recomendación básica de “respirar, sonreír, caminar”, en la que resume toda su ascética, y el artículo recomendaba su aprecio, su estudio, y su práctica. La respiración es el gran secreto del oriente.

Resumo la doctrina en tres pasos: la respiración consciente (1) es importante, (2) es fácil, (3) es dificilísima.

Es importante porque nos hace conscientes de nosotros mismos, unifica todas las sensaciones del momento, da equilibrio ante emociones encontradas de la tristeza a la alegría, recobra la unidad alma-cuerpo, marca el compás de nuestra vida, nos inserta en los ritmos de la naturaleza, proporciona un centro, una raíz, un soporte a todo nuestro ser, vivifica nuestra existencia. Es la memoria del cuerpo, la palpitación del alma, la continuidad de la vida.

Es fácil. Todos respiramos. No hace falta más que darse cuenta de ello, acompañar al aire que entra y sale, apreciar el oxígeno, amar nuestra nariz.

Es dificilísima. Pruébalo. Te desafío a que, siguiendo tu actividad normal, mantengas esa conciencia continuada más de un minuto. Precisamente su dificultad resalta su valía. Merece la decisión, el esfuerzo, el volver a empezar. Respira, sonríe y camina. Te lo dicen los jesuitas.

Salmo

Salmo 103 – Armonía en la creación
Me propongo descubrir la belleza de tu creación, Señor, pensando en la mano que la hizo. Tú estás detrás de cada estrella y detrás de cada brizna de hierba, y la unidad de tu poder da luz y vida a todo cuanto has creado.

“Extiendes los cielos como una tienda,
construyes tu morada sobre las aguas;
las nubes te sirven de carroza,
avanzas en las alas del viento;
los vientos te sirven de mensajeros,
el fuego llameante, de ministro.”

Tu presencia es la que da solidez a las montañas y ligereza a los ríos; tú das al océano su profundidad, y al cielo su color. Tú apacientas las nubes en los campos del cielo y las haces fértiles con el don de la lluvia sobre la tierra. Tú guías a los pájaros en su vuelo y ayudas a la cigüeña a hacerse el nido. Tú le das al buey su fuerza, y a la gacela su elegancia. Tú dejas jugar a los grandes cetáceos en el océano mientras peces sin número surcan sus abismos.

De todos te preocupas, a todos proteges; diriges sus caminos y les das alimento para regenerar sus fuerzas y su alegría.

“Todos ellos aguardan
a que les eches comida a su tiempo;
se la echas, y la atrapan;
abres tu mano, y se sacian de bienes.”

Y en medio de todo eso, el hombre. El hombre existe para contemplar tu obra, recibir tus bendiciones y darte gracias por ello. ¡Cuánto más te cuidarás de él, heredero de tu tierra y rey de tu creación! Lo alimentas con los frutos de la tierra para formar su cuerpo y liberar su mente. Tú mismo le ayudas a que saque esos frutos y elabore ese pan.

“Él saca pan de los campos,
y vino que le alegra el corazón;
y aceite que da brillo a su rostro,
y alimento que le da fuerzas.”

Después envías a la luna y las estrellas para que guarden su sueño, ordenas los días y las estaciones según los ritmos de la vida, iluminas el universo con el sol y cubres la noche con las tinieblas.

“Hiciste la luna con sus fases,
el sol conoce su ocaso.
Pones las tinieblas y viene la noche
y rondan las fieras la selva.
Cuando brilla el sol, se retiran
y se tumban en sus guaridas;
el hombre sale a sus faenas,
a su labranza hasta el atardecer.”

Todo está en orden, todo está en armonía. Innumerables criaturas viven juntas, y se encuentran y se saludan con la variedad de sus rostros y la sorpresa de sus caminos. Cada una resalta la belleza de las demás, y todas juntas componen esta maravilla que es nuestro universo.

Sólo hay una nota discordante en el concierto de la creación. El pecado. Está presente como un borrón en el paisaje, como una hendidura en la tierra, como un rayo en el firmamento. Destruye el equilibrio en el mundo del hombre, ennegrece su historia y pone en peligro su futuro. El pecado es el único objeto que no encaja en el universo ni en el corazón del hombre. Al contemplar la creación, me hiere ese rasgo violento que desfigura la obra del Creador, y mi contemplación del universo acaba, como el salmo, con el grito encendido de mi alma herida:

“¡Que se acaben los pecadores en la tierra,
que los malvados no existan más!”

Día 1
Os cuento

Humos que matan

Acabo de leer la queja: «Soy fumadora. No lo puedo remediar. Todo el día. En casa y en el trabajo. Llevo años así. Sin parar. ¿Que cuánto me cuesta? Nada. Es gratis. Fumo el humo de otros. Soy fumadora pasiva. Sufro el humo del entorno. Me quedo yo envenenada con los vicios de los demás. Tengo los pulmones deshechos. Y no saco ningún placer del humo. ¿Tiene esto remedio?»

Hay también otros humos. Nos rodean pesimistas. Todo anda mal. Todo lo ven mal. Todo es crítica y desánimo y depresión. El mundo va mal. El país va mal. La Iglesia va mal. La galaxia va mal. Son humos nocivos. Y nos rodean todo el día. Todos somos pesimistas pasivos. Como los fumadores pasivos. Expuestos al contagio de la desilusión. Envenenados por la desesperanza de otros. ¿Tiene esto remedio?

Nos rodea el mal genio de muchos. Humos de enfado, de mal humor, de rencilla. Vocabulario hiriente y tonos de voz irritantes. Todos somos enfadados pasivos. Nos ataca el enfado social de medio mundo. Se nos llenan los pulmones de humo negro. Y no nos da ningún placer. ¿Tiene esto remedio?

Nos envuelven los nervios de los demás. Impaciencia y crispación y estrés. Nervios de punta y caras de disgusto. Humos de locura. Todos somos neuróticos pasivos. Acosados por las neurosis de la sociedad. Contagiados por las tensiones de la mayoría. Y no nos hace ninguna gracia. ¿Tiene esto remedio?

Nos acosa la violencia, manifiesta o reprimida, del ambiente. Cine y periódicos y rencillas caseras y terrorismo mundial. Y la ira contenida de muchos que hacen en pensamiento lo que otros hacen con las armas. Humos de muerte. Todos somos terroristas pasivos. Nos invade la violencia de la calle y la pantalla. Como el tabaco a los fumadores pasivos. Y no nos gusta, pero nos afecta. ¿Tiene esto remedio?

No basta con poner en la cajetillas con letras negras, «Fumar puede matar». El pesimismo también mata, y el mal humor y los nervios y la violencia también matan. Y nos rodean sus humos. Afortunadamente, con saberlo y notarlo y reaccionar, nos podemos librar del pesimismo y del mal humor y de los nervios y de la violencia personal. Más fácilmente que del humo del tabaco. Eso me recuerdan siempre los anuncios de las cajetillas. Yo no soy pesimista.

Postura y respiración

El Dalai Lama cuenta su vida diaria:

“Por lo que respecta a mi vida diaria, dedico, como mínimo, cinco horas y media cada día a la oración, meditación y estudio. Además de eso, rezo siempre que puedo en los momentos sueltos del día, por ejemplo en las comidas o en los viajes. Como budista no veo ninguna distinción entre prácticas religiosas y la vida diaria. La práctica religiosa ocupa veinticuatro horas al día.

Sin embargo, para mí la mejor hora para la oración es la mañana temprano. La mente tiene entonces su mayor frescura y agudeza. Por eso me levanto hacia las cuatro. Comienzo el día recitando ‘mantras’. Luego bebo agua caliente, tomo las medicinas, y hago postraciones en saludo a los Budas durante media hora. Esto hace ganar mérito, y al mismo tiempo es un buen ejercicio. Después de las postraciones me lavo –recitando oraciones mientras lo hago. Luego, de ordinario, salgo a pasear, siempre recitando oraciones, hasta el desayuno a eso de las 5:15. El desayuno, que es abundante, me lleva cosa de media hora, y mientras desayuno leo las escrituras.

De 5:45 a 8 medito, con sólo una pausa para oír las noticias de la BBC a las 6:30. De 8 a 12 estudio filosofía budista. De 12 a 12:30 puedo leer correspondencia oficial o la prensa, pero en la comida misma vuelvo a leer las escrituras. A la 1 voy a la oficina para asuntos de gobierno y audiencias hasta las 5 de la tarde. Vuelvo a casa, y a otro rato breve de oración y meditación. Si hay algo que merezca la pena en televisión lo veo hasta el té a las 6. Durante el té leo una vez más las escrituras, rezo hasta las 8:30 o las 9, y me acuesto. Duermo profundamente.”

Lo de las postraciones nos puede chocar un poco, pero a él también le choca el que nosotros no demos importancia a la postura, como cuenta en su reunión con el célebre monje trapense americano Thomas Merton:

“Nuestra reunión tuvo lugar en una atmósfera muy agradable. Merton tenía mucho humor y estaba bien informado. Me dijo muchas cosas que me sorprendieron, especialmente el que los cristianos que meditan no adoptan ninguna postura física especial al meditar. Para mí, la postura y la respiración son vitales.”

También se entrevistó con un monje en España:

“Otra persona a quien considero un gran maestro espiritual es un monje católico con quien me encontré en un monasterio cerca de Montserrat en España. Se había pasado muchos años allí, lo mismo que hacen los sabios del Oriente, con sólo pan y agua y un poco de té. Hablaba muy poco inglés –menos aún que yo– pero yo podía ver por sus ojos que me encontraba en presencia de una persona extraordinaria, un verdadero religioso. Cuando le pregunté en qué meditaba me contestó sencillamente, ‘Amor’. Desde entonces siempre lo he tenido por un moderno Milarepa, el maestro tibetano de ese nombre que se pasó gran parte de su vida en una cueva, meditando y componiendo versos espirituales.”

Le impresiona la soledad de los occidentales en las grandes ciudades:

“He observado que mucha gente en occidente vive a todo confort, eso sí, pero prácticamente aislada del resto de la humanidad. Se me hace muy extraño que, con tanto bienestar material y con miles de hermanos y hermanas como vecinos y vecinas, haya tanta gente que parece tiene sentimientos sólo para sus perros y gatos. Esto indica una falta de valores espirituales. Parte del problema está, quizá, en la intensa competencia de la vida en esos países, que parece engendrar miedo y un profundo sentido de inseguridad.”

Nos confía con humildad sus enfados, que no nos imaginábamos detrás de su sonrisa permanente:

“A pesar de ser un monje y un supuesto practicante de la ‘Guía de las obras del Bodhisattva’, también yo caigo a veces presa de la irritación y del enfado, y, como consecuencia de ello, dirijo palabras duras a los demás. Momentos después, cuando la ira se ha aplacado, me siento avergonzado; las palabras negativas ya han sido dichas y ya no hay forma alguna de retirarlas. Aunque las palabras mismas ya hayan sido pronunciadas y el sonido de la voz se haya extinguido, el impacto perdura. De ahí que lo único que está en mi mano hacer sea ir a la persona en cuestión y pedirle disculpas. Pero, entre tanto, me sentiré avergonzado e incómodo.”

Y una experiencia divertida:

“Una vez estaba yo en Washington y me pidieron hablar en directo en televisión con alguien que me entrevistaba desde Nueva York. Me dijeron que mirase fijamente a una pantalla… que no mostraba su rostro sino el mío mismo. Eso me descompuso por completo. Encontré tan raro esto de estarme hablando a mí mismo que me quedé sin poder hablar.”

Esperamos que seguiría sonriendo.

[Freedom in Exile, pp. 208, 219, 221, 222, Con el corazón abierto, p. 70].

El gran susto

A los discípulos les impresionaba el Maestro, no por su disciplina o su rigor, sino porque nada ni nadie podía sacarlo de su paz y tranquilidad interior. Les parecía poco humano, y eso les daba miedo. Por fin decidieron poner a prueba su ecuanimidad y serenidad. Colgaron un esqueleto del techo en un pasillo por donde iba a pasar el Maestro con su taza de té humeante en la mano, y el momento en que él llegaba al sitio, soltaron la cuerda y el esqueleto se descolgó entero y quedó bailando ante el monje y su taza de té.

Pero el Maestro no manifestó reacción alguna. No se inmutó. Siguió andando tranquilamente por el pasillo con la taza de té en la mano sin que se le derramara ni una gota, llegó a la sala del fondo donde había una mesa en la que dejó la taza, se sentó enfrente, se frotó las manos y exclamó con cara de espanto: «¡Uy, qué susto!».

El susto se lo llevaron los discípulos.

Khemi

[Este cuento guyaratí lo leí cuando yo aprendía la lengua hace años y me emocionó. El otro día lo encontré otra vez en una colección de cuentos indios modernos y ha vuelto a emocionarme. Tiene un mensaje social de actualidad. Trata de los que ahora llamamos los «dalit», que son los «oprimidos» sin casta, los intocables, y exalta su nobleza humana. Lo traduzco y abrevio aquí, junto con mi recuerdo. Es de Ramnarayan Pathak y se llama «Khemi» como la protagonista.]Khemi y Dhania, los recién casados, eran parias. Barrenderos y limpiadores de acequias. Lo más bajo en la sociedad. Pero se querían de verdad. Se casaron por amor aunque Dhania, el marido, manifiesta que de todos modos hubiera pagado cualquier precio por casarse con ella. Pero también le reprocha cariñosamente:

– ¡Bien difícil que me lo pusiste!
– ¿Por qué?
– Porque dijiste que sólo te casarías conmigo si yo prometía no beber más, no insultarte y no pegarte. Y que si yo lo hacía, me dejarías inmediatamente. ¿Cómo pudiste decir eso?
– ¿Y cómo iba a dejar de decirlo? Dime, ¿por qué bebes? Tú mismo dices que el licor es amargo.
– Mira, a veces, cuando uno no puede más, bebe.
– Pues yo te ayudaré a que no necesites beber.

Un hombre de casta, el dueño de la casa frente a la cual estaban los dos sentados, los ve y les increpa:

– ¡Salid de aquí, cerdos! ¡No manchéis mi casa con vuestra puerca presencia! ¡Dais asco de sólo veros!

Se levantan, y Khemi siente la tristeza de su marido aún más que la suya propia. Comprende lo que necesita. Desata del extremo del sari una moneda de media rupia y le dice con ternura:

– Toma. ¿Hasta cuándo vas a estar triste? No importa que bebas un poco. Pero sólo por esta vez. Luego, no vuelvas a beber.
– No volveré. Pero ¡al diablo con ese hombre!
– Ésa es nuestra vida.
– Pues no merece la pena vivirla.

Una noche Dhania llega borracho a casa. Ella lo cuida, y él se ríe:

– ¡Y tú que dijiste que si bebía me ibas a dejar!
– Y te dejaré.
– ¿Y adónde vas a ir?
– A donde sea.
– No te irás.
– Ya lo veremos.

Esa noche Dhania le pega un paliza a Khemi, y la mañana siguiente Khemi se marcha. Se va a otro pueblo. Paga un soborno al encargado de la municipalidad para los barrenderos, y se pone a trabajar allí. Pero sigue pensando en Dhania y confiando en que la vendrá a buscar. Ella mantiene su dignidad y su independencia.

Un día llega alguien. Es la madre de Dhania. Viene en nombre de su hijo a pedirle que vuelva, y promete que Dhania ya no beberá más. Khemi vuelve encantada, y los primeros días de vuelta con su marido son pura gloria. Luego, es ya el cuarto día por la noche y se ponen a hablar en serio:

– Eres muy fuerte, Khemi, y tienes una gran fuerza de voluntad. Hasta aquí me llegaban tus hazañas en ese pueblo en que estabas, cómo te plantaste cuando el encargado de la municipalidad, que era de casta alta, te daba el sueldo echando las monedas al suelo para no rozar tu mano ni siquiera al dártelas y no mancharse con nuestro contacto como dicen ellos.
– Sí, eso nos hacen a los barrenderos, pero yo me planté y le dije al administrador delante de todos que o me daba las monedas en la mano o me negaba a firmar, es decir, a poner la huella digital de mi pulgar en el libro de la paga.
– Y tuvo que ceder.
– Porque yo no cedí.
– Eres fuerte, Khemi, y estoy orgulloso de ti. Pero dime, ¿Cómo es que tú podías pasarlo bien allá sabiendo que yo me sentía tan solo aquí?
– También yo me sentía sola sin ti. Pero había decidido no volver hasta que no me llamases tú. Tengo mi dignidad y me respeto a mí misma.
– ¿Y cómo te iba a llamar yo? Mi madre me decía que tú volverías enseguida por tu cuenta. Pero ella no sabía el sentido del honor y la voluntad que tú tienes. Al fin tuve que pedirle yo a mi madre que fuera a buscarte.
– ¿Té costó mucho hacerlo?
– Sí. Primero probé otros recursos. Hice votos y promesas a los dioses. Primero a Ramdey Pir. Luego a Haraksha Mata, y aun después a Jhampadi Mata. Pero no volviste.
– ¿Y luego?
– Mi madre me decía que yo estaba perdiendo peso, y me propuso buscarme otra mujer, pero yo le dije que quería sólo a Khemi, y que si tú no volvías, no me volvía a casar.
– Lo mismo pensaba yo.
– Por fin le prometí una buena ofrenda a la diosa Bhadrakali Mata, y envié a mi madre a buscarte.
– Yo también hice votos y promesas a los dioses. Primero a Ramdey Pir, como tú, luego a Santram Maharaj, y por fin a Bhadrakali Mata, también como tú.
– ¿Por qué hiciste todo eso? Yo me gasté en votos y promesas cincuenta rupias, y a ti te habrán costado al menos sesenta. Y yo me había gastado en nuestra boda doscientas rupias, que aún tengo que pagar y ya me las están reclamando. No sé qué hacer.
– Aún tengo yo mis alhajas de siempre, que algo valen. Las vendemos y pagamos.

Aquí viene lo peor. Los barrenderos son todos parias sin casta, pero desgraciadamente hay castas aun entre los sin casta, y la casta de Khemi entre los barrenderos era más baja que la de Dhania, por lo que éste tenía que pagar una multa a los jefes de casta por casarse con Khemi, y eso los hundía a los dos. Aquella noche Dhania duerme con la cabeza en el seno de Khemi. Después de tres días de gloria se ven sumidos en la miseria.

Al día siguiente Khemi va a vender sus pobres alhajas. Pero le da pena venderlas, y sólo las empeña, con lo que le dan muy poco dinero. Mientras tanto tienen que pagar el interés de los préstamos, que ninguno de los dos entienden lo que es, pero que los arruina por completo. La madre de Dhania muere. Khemi da a luz a una niña, con lo cual ya no puede trabajar de barrendera. Y pasa lo que tenía que pasar. Dhania vuelve a beber.

Un día frío de invierno, Dhania no vuelve a casa. Khemi deja a la niña en casa y sale a buscarlo. Lo encuentra echado en las arenas junto al río. Carga con él y lo lleva a casa. Aquella noche Dhania coge una neumonía. Khemi vuelve a recurrir a sus dioses. Pero Dhania muere.Lo que más le duele a Khemi es que su marido ha muerto sin pagar lo que había prometido a los dioses. Sabe que él no puede ser feliz en la otra vida si no lo había pagado ya a los dioses en ésta. Pero no sabe qué hacer. Un día, barriendo la calle, ve a un brahmán, sacerdote y astrólogo, que tenía su consulta allí en medio de la calle. Llevaba la frente marcada con los símbolos de Shiva, y un gran rosario de grandes cuentas sagradas de rudraksha colgando al cuello. Había extendido sobre el suelo unos cartones con mapas astrológicos, y a su lado los dados de la suerte y una pizarra para hacer cálculos. Khemi se le acerca. El brahmán al verla llegar con la escoba que delata su condición de barrendera sin casta le hace señal de desprecio para que pase de largo sin acercarse. Ella se inclina guardando la distancia y le dice respetuosamente:

– Señor, deseo haceros una pregunta.
– Deja primero una rupia en el suelo.

Ella la deja. El brahmán la toma, no sin antes rociarla con agua bendita para purificarla. Pero la toma. La mujer intocable era intocable, pero su dinero no lo era.

– ¿Qué querías preguntar?
– Señor, si el marido de una mujer muere sin haber cumplido las promesas que hizo a los dioses, ¿puede cumplirlas su viuda por él?
– Sí que puede.
– ¿Y le llega a él el mérito y queda libre?
– Sí, queda libre.
– Gracias, señor.

Khemi se incorpora y se va a marchar cuando el brahmán mira a sus libros y le añade: «Pero si te casas con otro hombre, no le llega el mérito.» Ella hace una reverencia y se aleja.

Desde aquel día Khemi fue ahorrando dinero para cumplir las promesas de su marido. Ella era todavía muy bien parecida, y muchos hombres de su grupo le propusieron matrimonio. Pero ella daba siempre la misma respuesta: «No puedo pensar en casarme mientras no cumpla todas las promesas hechas por mi marido.» Alguien le ofreció incluso darle todo el dinero que le faltaba, pero ella le dijo que tenía que ser dinero ganado por ella misma para que le aprovechara al difunto marido.

Le costó siete años pagar todas las promesas. Aun entonces, otro buen hombre de su grupo le pidió que quisiera ser su mujer. Ella contestó: «No. Después de tantos años no voy a echarle un remiendo a mi vida.»

Me contáis

Vilma me comunicó estos versos de Pablo Neruda que acompañan y ayudan en el dolor humano que a todos nos alcanza:

Aunque los pasos toquen mil años este sitio,
no borrarán la sangre de los que aquí cayeron.
Y no se extinguirá la hora en que caísteis,
aunque miles de voces crucen este silencio.

La lluvia empapará las piedras de la plaza,
pero no apagará vuestros nombres de fuego.
Mil noches caerán con sus alas oscuras,
sin destruir el día que esperan estos muertos.

El día que esperamos a lo largo del mundo
tantos hombres, el día final del sufrimiento.
Un día de justicia conquistada en la lucha,
y vosotros, hermanos caídos, en silencio,
estaréis con nosotros en ese vasto día
de la lucha final, en ese día inmenso.

Salmo

Salmo 104 – ¡No toquéis a mis siervos!
Pocas palabras de tus labios me han hecho impresión tan profunda, Señor, como esa declaración de tu salmo:

«No toquéis a mis ungidos,
no hagáis mal a mis profetas.»

Señor, yo no soy digno, pero soy tu siervo, te represento a ti y hablo en tu nombre. Soy tu ungido, aunque indigno, ungido por el bautismo y por el sacerdocio. Y te oigo ahora amonestar a los reyes de la tierra por cuyos reinos va a pasar mi camino, para que no me toquen, porque tu mano me protege. Gracias, Señor. Gracias por tu cariño, por tu cuidado, por tu protección. Gracias por comprometer tu palabra y tu poder en mi humilde causa, por ponerte de mi parte, por luchar a mi lado. Gracias por estar dispuesto a castigar a los que quieren hacerme daño. Has declarado públicamente que estás a mi favor, y yo aprecio con toda mi alma esas palabras y ese gesto, Señor.

Me había puesto a cantar una vez más, como me gusta hacerlo, la historia de la salvación de tu pueblo (que es la mía) a través del desierto y de las aguas, de la cautividad a la promesa… y ahora la veo resumida en esa amonestación categórica: «¡No toquéis a mis siervos!» Las palabras resuenan desde el palacio del Faraón hasta las orillas del Jordán, abren caminos y ganan batallas, contienen a enemigos y derrotan a ejércitos. Esas palabras definen y consagran la peregrinación del pueblo de Dios, día a día, con el poder de la fe y la certeza de la victoria. Son el resumen mismo de toda la historia de Israel: «¡No toquéis a mi pueblo!». Y el Pueblo llega a la Tierra Prometida.

Esas palabras explican también mi propia historia, Señor, y ahora lo veo bien claro. ¿Cómo es así que estoy donde estoy, cómo he llegado hasta aquí, cómo me encuentro hoy en la seguridad de tu Iglesia y en el reino de tu gracia? ¿Cómo no me ha vencido el mundo ni me ha derrocado la tentación? Porque un día temprano en mi vida tú pronunciaste la amenaza real: «¡No le toquéis! Es mi siervo.» Tu palabra me protegió. Tu advertencia me defendió. Tu promesa me guió. Yo soy hoy lo que soy, porque tu palabra ha ido delante de mí despejando el camino y quitando peligros. Tu palabra es mi biografía.

Palabras consoladoras que engendran un pueblo y forman mi vida. Palabras que asientan el corazón y calman la mente, porque vienen de ti y proclaman la seriedad de tu intención con la repetición de los términos. Me encanta oír y repetir esos términos: alianza, promesa, juramento, ley… Me regocijo al verlos apilarse en los versos de tu salmo:

«Se acuerda de su alianza eternamente,
de la palabra dada, por mil generaciones;
de la alianza sellada con Abrahán,
del juramento hecho a Isaac,
confirmando como ley para Jacob,
como alianza eterna para Israel.»

Todas esas bellas palabras se resumen en la orden concreta que sale de tus labios: «¡No toquéis a mi pueblo!» Ésa es tu promesa y tu juramento, la manera práctica de llevar a cabo tu alianza y tu ley. Tu pueblo será protegido, y tu palabra quedará cumplida. Esas breves pero definitivas palabras escribirán toda la gloriosa historia de tu pueblo peregrino.

«Cuando eran unos pocos mortales,
contados, y forasteros en el país,
cuando erraban de pueblo en pueblo,
de un reino a otra nación,
a nadie permitió que los molestase,
y por ellos castigó a reyes:
¡No toquéis a mis ungidos,
no hagáis mal a mis profetas!»

Comprendo el pleno sentido de tus palabras: «No le toquéis a él, porque quienquiera que le toca a él, me toca a mí.» ¿No es eso lo que quieres decir, Señor? ¿Y no es eso suficiente para sacudirme al alma y ensancharme el pecho en gratitud y amor? Tomas como hecho a ti lo que me hagan a mí. Te identificas conmigo. Me haces ser uno contigo. No merezco la gracia, pero aprecio el privilegio. Te agradezco la seguridad que me da tu palabra, y mucho más el amor y la providencia que te han llevado a pronunciar esa palabra.

«¡No toquéis a mis ungidos,
no hagáis mal a mis profetas.»

Gracias, Señor, en nombre de tus ungidos y de tus profetas.

 

Día 15
Os cuento

Pase lo que pase, todos contentos

Mi hermano me ha recordado que la última frase de nuestro padre antes de fallecer en la clínica cuando yo tenía 10 años fue: “Pase lo que pase, todos contentos.” Me emociona el pensarlo. Y creo que esa frase es la que me formó. Mi madre decía de mí cuando yo era pequeño: “Carlos es de buen conformar.” La vida es dura, el camino es arduo, la noche es oscura. Pero pase lo que pase hay que seguir adelante y recobrar la sonrisa y vivir la esperanza. Todos contentos.

Alguien, que por algún tiempo influyó en mi vida, quiso enseñarme que el ser de buen conformar no era bueno. Tenía que ser asertivo, agresivo, acometedor, dominador. Está bien, pero no es lo mío. Me hizo daño. Me hizo ser o al menos parecer durante una temporada insolente, orgulloso, molesto. Pronto reaccioné, y volví a encontrarme a mí mismo. Es verdad que no hay que ser felpudo de nadie; pero tampoco hay que imponerse a nadie. Vuelvo a ser de buen conformar. Pase lo que pase, todos contentos. Bendita memoria.

Vincent van Gogh

Henri Nouwen, el célebre sacerdote holandés autor de “El sanador herido” y “El hijo pródigo”, fue querido en su vida y sigue siendo leído después de ella por su originalidad, su profundidad, su sinceridad, y su “intimidad a distancia” que le caracterizó. También podía ser un poco despistadillo como nos cuenta su biógrafo Michael Ford en este divertido episodio:

“Durante su carrera como profesor universitario en los Estados Unidos, Henri Nouwen se convirtió en una especie de fenómeno debido a sus conferencias sobre la vida de su compatriota Vincent van Gogh. Los asistentes se sentaban en una sala en penumbra, y entonces, gradualmente, las luces dejaban ver el telón, y Nouwen entraba con una oreja vendada –como recuerdo gráfico de que Van Gogh se había cortado su propia oreja. En su intervención –que, como vemos, no carecía de efectismo– utilizaba relatos e ideas de la vida y el arte de van Gogh para hacer aseveraciones profundamente espirituales.

Cuando Nouwen recibió una carta de una orden religiosa femenina invitándole a hablar sobre Vincent como intervención central en las celebraciones de su aniversario, puso su espectáculo en marcha de nuevo. La sala estaba repleta de Hermanas de muchos conventos, emocionadas por tener a Nouwen como orador principal el día de su celebración. El espléndido espectáculo incluía todo lo relativo a la locura de Vincent, y, aunque la vista de Henri nunca fue demasiado buena, notó que las monjas tenían una extraña expresión en sus rostros. Había miradas de sorpresa, fascinación y gozo, pero también había suficientes fruncimientos perplejos de ceño y risitas nerviosas como para hacerle sospechar que no estaba logrando su habitual éxito arrollador.

Después de una charla de dos horas y de unos aplausos más vacilantes que de costumbre, la Madre Superiora le dio las gracias y añadió: ‘Pero, padre, cuando le pedimos que viniera y nos impartiera la conferencia central acerca de Vincent, no nos referíamos a Vincent van Gogh sino a nuestro fundador, san Vicente de Paúl.’

Nouwen –sigue su biógrafo– estaba tan solicitado como orador y predicador que tenía que rechazar cada semana cincuenta invitaciones de numerosos países. Tanto si predicaba a los invitados a una boda como si lo hacía a una reunión de clérigos, a una multitud de pacifistas la víspera de la Guerra del Golfo o a una audiencia internacional vía satélite, se entregaba por completo.

Algunas veces preparaba unas cuantas notas para una ocasión especial, pero otras no desarrollaba sus homilías hasta una hora antes de la celebración. Un amigo recordaba haber visto a Nouwen abrir su misal en las lecturas establecidas y necesitar tan sólo unos cuantos minutos para conectar con el mensaje. Entonces inclinaba la cabeza, cerraba el libro y decía que estaba preparado para hablar desde el corazón.

El propio Nouwen fue quien hizo el siguiente comentario sobre van Gogh: ‘Este holandés profundamente herido e inmensamente dotado me ha puesto en contacto con mi fragilidad y mis talentos como ninguna otra persona habría sido capaz de hacerlo.’ Hay muchas personas de todos los rincones del mundo que sienten lo mismo acerca de Henri Nouwen.”

[“El profeta herido”, p. 68]

Ecumenismo

La iglesia protestante del vecindario amenazaba ruina y se organizó una colecta para construir una nueva en su lugar. El párroco católico de la misma vecindad, después de pensarse bien lo que debía hacer, fue a ver al pastor protestante y le dijo: “Me he enterado de que van a construir ustedes una nueva iglesia en lugar de la antigua que amenaza ruina. Yo deseo contribuir a su proyecto, pero me temo que si mis superiores eclesiásticos se enteran de mi contribución a la edificación de una iglesia protestante, puedo tener problemas. De todos modos, pienso que antes de construir la iglesia nueva habrá que demoler la antigua y eso también llevará sus gastos. Tome usted, pues, este donativo para la demolición de su iglesia actual, pues mi obispo no tendrá ninguna dificultad en que yo contribuya al derrumbamiento de una iglesia protestante.” Y le entregó la colecta del domingo anterior en su parroquia.

El hombre en la montaña

Una vez había un hombre de pie sobre una montaña. Tres viajeros que lo vieron de lejos comenzaron a argüir sobre él.
Uno dijo: “Probablemente ha perdido a su animal favorito.”
Otro dijo: “No, seguro que está esperando a un amigo.”
El tercero dijo: “Está allá arriba sencillamente para disfrutar del aire fresco.”
Los tres viajeros no se pusieron de acuerdo y siguieron discutiendo hasta que en su camino llegaron al pico de la montaña.
Uno de ellos le preguntó al hombre que estaba allí de pie: “¡Oh amigo! ¿Está usted aquí porque ha perdido su animal favorito.?”
“No, señor. No lo he perdido.”
El otro le preguntó: “¿Está usted esperando a su amigo?”
“No, señor. No estoy esperando a mi amigo.”
El tercer viajero le preguntó: “¿Está usted aquí sencillamente para disfrutar del aire fresco?”
“No, señor. No estoy aquí para disfrutar del aire fresco.”
“Entonces, ya que usted ha contestado que no a todas nuestras preguntas, ¿puede decirnos qué está usted haciendo aquí?”
El hombre de la montaña contestó: “Estoy aquí de pie.”
[Nancy Wilson Ross, The World of Zen, p. 252]

La tradición

Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla. En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sabía por qué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados la obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se hacía, y siempre se había hecho, por algo sería.

Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé qué general o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre la pintura fresca.”
[Eduardo Galeano, “El libro de los abrazos”, p. 50.]

«Los dos fuimos indios»

Fritz Perls, fundador de la terapia Gestalt, dio un día una charla, pero su discípula y colaboradora, Barry Stevens, no asistió a ella. Al día siguiente tuvo lugar este breve diálogo entre los dos, como relata ella:

– Ayer no viniste a mi charla.
– Correcto, ayer no asistí a tu charla.

Y Barry comenta: “No dijimos más. Los dos fuimos indios.”

Se refiere a los indios de América, aunque lo mismo se aplicaría a los de la India. Ellos tienen la sencillez de notar y decir las cosas como son, mostrando que caen en la cuenta de todo, pero sin pedir ni dar explicaciones de nada. Nada de quejas o protestas o excusas o perdones. Saberlo, sí; y decirlo, también. Que no se nos queden las cosas pudriéndosenos por dentro. Saber y decir que lo notamos y que lo sabemos. Pero ni cuestionar al otro ni justificarse a sí mismo. Clave para las buenas relaciones. Ayer no viniste a mi charla. Correcto, no fui. Los dos fuimos indios.

Para qué sirven las estrellas

-Da un total, pues, de quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
– ¿Quinientos millones de qué?
– De estrellas.
– ¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy serio, soy preciso.
-¿Y qué haces con esas estrellas?
-¿Qué hago?
-Sí.
-Nada. Las poseo.
-¿Posees las estrellas?
-Sí.
-¿Y para qué te sirve poseer las estrellas?
-Me sirve para ser rico.
-¿Y para qué te sirve ser rico?
-Para comprar otras estrellas.

Antoine de Saint Exupéry, El Principito, p. 56]

El hombre de Kabul

[El célebre cuento de Rabindranath Tagore, abreviado.]

Yo estaba trabajando intensamente en el capítulo diecisiete de mi novela, cuando mi hija Mini, de cinco años, salió de casa gritando, “¡El hombre de Kabul! ¡El hombre de Kabul!” Era verdad. Por la calle pasaba un hombre de Kabul con su típico turbante, su gran bolsa a la espalda, y cajitas de uvas pasas en la mano. Mini salió corriendo hacia él, pero cuando él se volvió y la miró, ella se dio la vuelta enseguida y se metió en casa a esconderse. Le atraía el hombre de Kabul, pero le habían dicho que en su bolsa llevaba otros niños como ella, y se asustó.

El vendedor ambulante me sonrió y me saludó. Esperó un momento, y después de volverse como para irse, me preguntó: “¿Dónde está la pequeña, señor?”. Yo la llamé, para que se le quitara el miedo. Ella vino y se agarró a mí. El hombre le ofreció pasas y nueces, pero ella no las tomó. Sólo aumentó más su miedo, y se agarró más a mí. Ése fue su primer encuentro.

Pocos días más tarde me sorprendió ver a Mini sentada en un banco en la calle, con el hombre de Kabul que la escuchaba atentamente a sus pies. Nunca había tenido ella un oyente con tanta paciencia. Y en la mano tenía almendras y pasas que le había dado su amigo. Yo le di media rupia al hombre, y él la tomó. Me fui, y cuando volví a casa vi que la moneda también había vuelto. La madre de Mini le estaba riñendo por haberla tomado cuando el hombre de Kabul se la dio.

Se hicieron amigos. Mini gritaba, “¡Hombre de Kabul! ¡Hombre de Kabul! ¿Qué llevas en tu bolsa?” Y él contestaba, “Un elefante.” Y se reían los dos. Luego él le preguntaba, “¿Y cuándo vas a ir tú a casa de tus suegros?” Ella todavía no sabía el significado del novio que nosotros le buscaríamos un día y de la casa de su marido donde ella tendría que ir a vivir cuando se casase, y le contestaba al hombre: “Y tú, ¿cuándo irás a casa de tus suegros?” Tampoco sabía ella que casa-de-los-suegros era lo que aquellos hombres llamaban a la cárcel. Y los dos se reían más.

En enero el hombre de Kabul regresaba a su país, y al acercarse ese momento andaba muy ocupado cobrando de casa en casa el dinero que le debían. Sin embargo este año siempre encontraba tiempo para jugar con Mini. Tan distantes en edad, y tan cercanos en sus risas. Fue entonces cuando un día por la mañana oí ruidos y voces en la calle, salí a ver qué pasaba, y vi al hombre de Kabul entre dos policías que se lo llevaban. Todos hablaban de lo que había pasado. Un hombre le debía dinero por un chal de Cachemira que él le había vendido, mintió diciendo que no debía nada, y el hombre de Kabul le había pegado y causado daño. Ahora lo llevaban a la cárcel.

Mini también oyó el ruido y salió y vio a su amigo. “¡Hombre de Kabul, hombre de Kabul! ¿A dónde vas? ¿Vas a casa de tus suegros?” El hombre la miró, se rió y contestó: “Sí, esta vez sí que voy de verdad a casa de los suegros.” Estuvo ocho años en la cárcel.

Fueron pasando los años, y todos se olvidaron del hombre de Kabul. Hasta mi hija Mini, por vergüenza que me dé el decirlo, se olvidó de su amigo. Pasaron más años y llegó el momento de casar a Mini. El día de la boda amaneció con todos los preparativos de la ceremonia solemne. Yo estaba a la puerta de mi casa, y vi entonces a un hombre que se acercaba y me saludaba. Me costó un poco reconocerlo porque no llevaba su bolsa ni su turbante, y no tenía el mismo vigor con que yo lo recordaba. “¿Cuándo has llegado?”, le pregunté. “Ayer salí de la cárcel”, me contestó. Yo, preocupado con la boda y con su presencia en aquel momento que resultaría un poco extraña, le dije: “Hoy tenemos ceremonias. ¿Podrías volver otro día?”. Él se volvió para marcharse, pero antes me rogó: “¿Podría ver a la pequeña un momento?” Yo insistí: “Hoy no puede ser.”

En su memoria, Mini era todavía la pequeña de hacía años. Yo lo vi marcharse y pensé en llamarle para que volviera. Antes de que yo hablara, él volvió por su cuenta. Me ofreció unas almendras y pasas envueltas en un papel de periódico, que sin duda él había obtenido de algún compañero suyo pues ya no tenía provisiones propias, y me dijo: “He traído esto para la pequeña. ¿Podría usted dárselo? No me dé dinero, por favor. Es que yo también tengo una hija pequeña en mi país, mi única hija, y pienso en ella cuando traigo algo para su hija aquí.”

Se metió la mano entre sus ropas sucias y sacó un papel arrugado. No era una fotografía ni una carta. Era la marca en tinta de una mano pequeña sobre el papel. Siempre había estado junto a su corazón, año tras año, cada vez que él venía desde su país hasta Calcuta para vender sus mercancías en la calle.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Él también era padre. Llamé enseguida a Mini. Todos en casa protestaron, pues no se podía interrumpir la ceremonia, pero yo insistí. Mini llegó vestida con su sari rojo de boda, y con la marca de sándalo en su frente como corresponde a la novia. El hombre de Kabul la miró con sorpresa. Vio que no era su amiguita de antes. Al fin sonrió y le dijo: “Mi pequeña, ¿vas ahora de verdad a casa de tus suegros?”.

La novia, al casarse va a vivir a casa de su marido que vive con sus padres, y Mini lo entendió enseguida. Ahora era ella la que iba de verdad a casa de sus suegros. Se sonrojó y miró hacia abajo con toda la belleza de la novia en su boda. Yo pensé en el primer día en que se conocieron. Cuando ella se fue, el hombre de Kabul se sentó en el suelo, y sin duda de repente pensó en su hija pequeña en su país. También ella habría crecido durante esos ocho años en las montañas de Afganistán, y él tendría que descubrir su nueva relación con ella.

Yo saqué un billete de banco y se lo puse en la mano. Le dije: “Vuelve a tu hija, hombre de Kabul, y que la felicidad de tu encuentro con ella traiga también la felicidad a mi hija en su nuevo hogar.”

Es verdad que, al darle ese billete, tuve que recortar algo los gastos de la boda y suprimir las luces y la banda de música que había pensado, y eso no les gustó a los huéspedes. Pero para mí la boda y la fiesta fueron tanto más alegres con el pensamiento que en una tierra lejana, un padre mucho tiempo ausente se había vuelto a reunir con su única hija.

Me contáis

Me hacéis preguntas sobre conducta y sobre moral, ¿se puede o no se puede?, ¿es pecado o no es pecado?, ¿mortal o venial?, y a veces me pedís con insistencia que conteste sí o no a vuestra pregunta, sin más. Siempre necesito toda mi paciencia para no enojarme ante esas peticiónes. No somos niños para recitar respuestas memorizadas. Las circunstancias condicionan el acto, y la responsabilidad de la decisión corresponde a la persona. Hay matices en los colores y hay detalles en la vida. No todo es blanco y negro. Hay todo un arco iris con siete colores principales y mil entre medio. La vida es compleja.

Chesterton, con su acostumbrado humor, pensó que sería muy práctico tener una palabra intermedia, entre el “yes” y el “no” en inglés. Él propuso la palabra “yeo”. ¿Quieres venir de paseo? Yes…, no…, yeo! Lo soluciona todo. La próxima vez que me pidáis un sí o un no, ya sabeís la respuesta: ¡Yeo!

En mi primer año de sacerdocio celebré la Semana Santa en Calcuta, y el Jueves Santo después de los oficios se me presentó un niño pequeño y me recitó lo siguiente que le había hecho aprender de memoria su madre: “Mi madre no ha podido venir porque mi abuelo está enfermo, y me ha dicho le pregunte a ver si mañana, que es Viernes Santo y día de abstinencia, puede darle de comer jugo de hígado. Ya sabe que no se puede comer carne, pero esto no es alimento sólido, es sólo el jugo del hígado que ella saca con el exprimidor y se lo da a beber, pero si usted dice que no se puede, no se lo dará.”

Yo me crecí en aquel momento y me dispuse a dispensarle todos los conocimientos canónicos que me estaban rebosando. Acababa de terminar mis estudios teológicos y me sabía todo el derecho canónico al dedillo, con lo cual podía ahora impartirle al muchacho toda una lección magistral. Él me escuchaba con atención absoluta.“Mira, hijo mío. De suyo no se puede, pues según el derecho canónico se prohibe la carne y jugo de carne, y el hígado es carne y su jugo cae bajo la prohibición. Pero vamos a considerar las circunstancias. Primero está la edad de tu abuelo. La abstinencia obliga sólo hasta los sesenta años, y sesenta en el derecho canónico quiere decir sesenta incoados, es decir, cincuenta y nueve cumplidos. Luego está la enfermedad de tu abuelo. Puede ser una indisposición pasajera, y puede ser una dolencia persistente con presencia de médico. Y por fin está el aspecto de la nutrición. La posibilidad de darle a tu abuelo mañana algo distinto pero sustancial, o la necesidad de recurrir al jugo de hígado exprimido por no tener otras alternativas en la despensa. Con todo eso hay que formar el juicio y tomar la decisión. ¿Le explicarás todo eso a tu mamá, ¿verdad?”. Acabé mi clase satisfecho conmigo mismo y miré al muchacho. Él seguía sin moverse y mirándome sin apartar la mirada de mi cara. Cuando acabé me dijo:

– Bueno, padre, ¿sí o no?
– Desde luego que sí, hijo mío.

Salmo

Salmo 105 – La poca memoria de Israel
Ése era el problema de Israel, fuente y raíz de todos sus demás problemas: tenía poca memoria. Las gentes de Israel habían visto las mayores maravillas que ningún pueblo viera jamás en su historia. Pero se olvidaron. Nada más ver el milagro, se olvidaban de él. Sintieron de mil maneras la protección visible de Dios, pero pronto se encontraban como si nada hubiera pasado, y volvían a temer los peligros y a dudar de que el Señor pudiera salvarlos de ellos, a pesar de haberlo hecho tantas veces con fidelidad absoluta. Con eso ellos sufrían y provocaban la ira de Dios. Ésa era la gran debilidad de Israel como pueblo: tenía poca memoria.

“Nuestros padres en Egipto no comprendieron tus maravillas,
no se acordaron de tu abundante misericordia.”  

Dios hizo maravillas en su favor, pero,

“Bien pronto olvidaron tus obras;
se olvidaron de Dios su salvador,
que había hecho prodigios en Egipto.”  

También yo tengo poca memoria, Señor. Me olvido. No me acuerdo de lo que has hecho por mí. Las intervenciones evidentes de tu misericordia y tu poder en mi vida se me escapan de la memoria en cuanto me enfrento a la incertidumbre de un nuevo día. Vuelvo a temer, a sufrir, y, lo que es peor, a irritarte a ti, que tanto has hecho por mí y estás dispuesto a hacer mucho más… si es que yo te dejo hacerlo abriéndome a tu acción con gratitud y confianza.

Me olvido. Tiemblo ante dificultades que he superado antes, me acobardo ante sufrimientos que antes he resistido con tu gracia. Pierdo ánimo cuando tu ayuda me ha demostrado cientos de veces que puedo hacerlo bien, huyo de batallas menos temibles que otras que tú me has hecho ganar antes. Soy cobarde, porque me olvido de tu poder.

No es que no conozca mi pasado. Recuerdo sus detalles y puedo escribir mi propia historia. Desde luego, sé las ocasiones en que has intervenido en mi vida de una manera especial para salvarla de peligros, levantarla a lo alto y llevarla hacia la gloria. Sé todo eso muy bien, pero me olvido de su significado, su importancia, su mensaje. Me olvido de que cada acción tuya es no sólo obra, sino mensaje; no sólo da ayuda, sino que expresa una promesa; no sólo hace, sino también dice. Y eso que dice, que asegura, que promete, es lo que se escapa a mi entender y a mi memoria.

Haz que entienda, Señor, haz que recuerde. Enséñame a darle a cada uno de tus actos en mi vida el valor que tiene como ayuda concreta y como señal permanente. Enséñame a leer en tus intervenciones el mensaje de tu amor, para que nunca me olvide y nunca dude de que estarás conmigo en el futuro como lo has estado en el pasado.

“Entonces creyeron sus palabras,
cantaron sus alabanzas.”

También yo quiero cantar tus alabanzas con ellos, Señor.

“Y todo el pueblo diga; ¡Amén, aleluya!”

Día 1
Os cuento

«De la boca de los niños…»

Pragna era la primera alumna de mi clase de matemáticas en la universidad. Era inteligente, abierta, simpática. Un día me presentó a su hermano pequeño, Devendra, que aún estaba en el colegio. Es difícil la conversación con un niño pequeño, y yo le hice la pregunta estúpida que los mayores hacemos a los pequeños: «¿Qué quieres ser cuando seas mayor?» El niño me contestó inmediatamente: «Quiero ser un padre jesuita como ustedes.» Su hermana sonrió.

A mí aquello me halagó sobremanera. Ese niño quería ser como nosotros. No era ni siquiera cristiano, era de una familia de brahmanes hindúes, acomodados, respetados. No sospechaba el niño que antes de hacerse jesuita tendría que hacerse cristiano, pues todavía no tenemos acomodo para vocaciones paganas. Pero algo le había atraído en nosotros, en nuestra manera de ser, de trabajar, de vivir, que le hacía querer ser como nosotros, y lo decía con toda claridad y prontitud. «Quiero ser jesuita.»

Si todo hubiera quedado allí, hubiera sido un bello testimonio que yo podría citar sobre el atractivo de nuestra vida y la sublimidad de nuestra vocación. Pero en vez de dejar las cosas como estaban, cometí la torpeza de seguir con el diálogo y preguntarle al niño: «¿Y por qué quieres ser jesuita?» Y él contestó con la misma rapidez e inocencia que antes: «Porque cuando sea jesuita viviré en una casa con jardín, comeré cinco veces al día, tendré coche, y me enviarán a estudiar a América.» Su hermana volvió a sonreír.

«De la boca de los niños…», dice el salmo que citó Jesús. (Salmo 8, 3; Mateo 21, 16)

[Las cinco comidas eran el desayuno, el café de media mañana, el almuerzo, la merienda, y la cena.]

La voz de Dios

[Karen Armstrong fue monja durante siete años, dejó el convento, y le costó adaptarse de vuelta a la vida que había dejado. Comienza su autobiografía con este incidente de su vida fuera del convento que empieza por ser divertido y acaba siendo enternecedor:]

«Llegaba tarde. Y eso en sí era ya una novedad. En el convento había regido la puntualidad más exigente. Al primer sonido de la campana había que dejar lo que se tenía entre manos, cortando una conversación en mitad de una palabra, o una carta en mitad de una letra. La campana era la voz de Dios, y había que obedecerla al instante. Tal práctica se me había hecho connatural.

Ahora había yo dejado el convento, seguía mis estudios en la Universidad de Oxford y vivía en una residencia de estudiantes allí mismo. Era mi primer día. A las 7:20 de la tarde, mientras estudiaba en mi cuarto, oí la campana que nos llamaba a la cena. Pero no dejé mi pluma ni cerré el libro ni paré de escribir. Tenía que acabar un ensayo para la clase de la mañana siguiente, y me encontraba a mitad de un párrafo crucial. No había por qué interrumpir el razonamiento. La campana ya no era la voz de Dios.

Al llegar retrasada al comedor me sorprendió el bullicio de cuatrocientos estudiantes bramando. Lo opuesto del refectorio del convento con su silencio absoluto. Para colmo ese día era Miércoles de Ceniza, y las monjas en ese momento estarían practicando en público las penitencias del refectorio. Pero este era mi mundo ahora.

No tengo explicación para lo que sucedió a continuación. Pudo ser que mi mente estaba todavía ausente, o que el contraste entre el silencio de mis días pasados y el ruido actual me desorientó. El hecho es que en vez de hacer una mera inclinación de cabeza al director por llegar tarde, que era la etiqueta de la residencia de estudiantes, yo me encontré de repente, en medio de mi propio espanto, que me había arrodillado y estaba besando el suelo. Seguía portándome como una monja. Eso es lo hacíamos en el convento cuando llegábamos tarde.

Me levanté, helada de vergüenza, mientras las chicas de las mesas me miraban sin acabar de creerse lo que veían. Me rescató un grupo de muchachas que ya me conocían de las clases, eran católicas y sabían algo de monjas. Este mundo era nuevo para mí. Quizá siempre lo seguiría siendo.»

[The Spiral Staircase, p. 19]

El Corán

El libro que hizo célebre a Karen Armstrong como escritora fue su biografía de Mahoma. Cito de él, ya que sabemos tan poco sobre Mahoma. (p. 230):

«Mahoma nunca quiso poner una distancia formal entre sí mismo y los demás. Odiaba que se dirigiesen a él con pomposos títulos honoríficos, y con frecuencia prefería sentarse en el suelo de la mezquita entre los miembros más pobres de la comunidad. Los niños se sentían especialmente atraídos hacia él. Siempre estaba con ellos, tomándolos en sus brazos, abrazándolos y besándolos. Cuando había salido a alguna expedición, los niños tenían ya por costumbre salir a su encuentro cuando volvía y acompañarlo en procesión hasta el oasis. Si oía algún bebé llorar en la mezquita durante las oraciones del viernes, casi siempre acababa la oración antes de lo que había pensado, pues no podía tolerar el sufrimiento de una madre y un niño.

Las leyes del Corán nos parecen duras a nosotros hoy, pero el Profeta mismo era bien indulgente. Una tradición cuenta el caso de un hombre que había faltado en algo, y Mahoma le ordenó que diera limosna en castigo. El hombre contestó que no tenía nada que poder dar. En aquel momento alguien trajo a la mezquita un saco de dátiles como regalo para el Profeta. Él se lo dio al hombre para que los repartiera entre los pobres. El hombre contestó que no conocía a nadie más pobre que él mismo, y Mahoma se rió y le dijo que se los comiese él mismo entonces como castigo.

Otra tradición cuenta que una vez el Profeta vio a un hombre entregado a un trabajo muy duro. Se le acercó por detrás y le tapó los ojos con la mano, como hacen los niños. El hombre exclamó al instante que aquel era el Profeta, pues a nadie se le habría ocurrido alegrar su día con un gesto tan cariñoso.

El Profeta amaba a los animales, actitud que siempre se ha considerado prueba de humanidad. Otra tradición cuenta que un gato se había dormido sobre el extremo de la capa del Profeta que estaba sentado en el suelo. Cuando fue a levantarse, el Profeta cortó cuidadosamente el extremo de la capa para que el gato pudiera seguir durmiendo sin ser molestado.»

[Estos rasgos de Mahoma nos pueden ayudar a relacionarnos mejor con nuestros hermanos musulmanes hoy.]

El secreto del vacío 

[Un célebre pasaje de Chuang Tzu.]

«Imagina un bote que está cruzando un río, y otro bote, vacío, que está a punto de chocar con él. Aunque fuese un hombre irritable el que iba en el primer bote, no se enfadaría. Pero imagina que en el segundo bote había también un barquero. Entonces el hombre del primer bote le gritaría para que se quitase de en medio. Y si no le oía o no le hacía caso la primera vez ni la segunda o la tercera, se seguirían los insultos. En el primer caso no había enfado, en el segundo, sí -porque en el primer caso el bote estaba vacío, y en el segundo, ocupado. Lo mismo le ocurre al hombre. Si consiguiese pasar vacío por la vida, ¿quién podría dañarle?»

[Nancy Wilson Ross, The World of Zen, p. 254]

Aprender

«Aprender es encontrar lo que ya sabías.
Hacer es demostrar que ya lo sabes.
Enseñar es recordarles a otros lo que saben tan bien como tú.
Todos somos discípulos, hacedores y doctores.»
[Richard Bach, Illusions, p. 46]

No fumadores

«A veces lo que le ahorra tiempo a una persona, se lo hace perder a otra. Un ejemplo son los teléfonos móviles. Permiten que la premura de tiempo de algunos invada el ‘tiempo libre’ de otros entre dos estaciones. Esto sería una buena razón para relegar a los adictos al móvil a vagones separados para ellos, como se hace con los fumadores.

Por esa misma razón prefiero el correo, tradicional o electrónico, al teléfono. El correo respeta los horarios y espacios de quien lo recibe. Abre la correspondencia y la contesta cuando desea. El teléfono móvil rompe la conexión entre tiempo y espacio. Antes el teléfono hacía referencia al hogar o a la oficina, con lo cual se acomodaba a sus tiempos y espacios y al ambiente de cada sitio. Ahora el móvil invade tiempo y espacio, y profana cualquier situación. Pero ahí está… en mi bolso o en mi bolsillo.»

[Bodil Jönsson, Ten Thoughts About Time, p. 39, 85]

Bendición

«Ojalá vivas todos los días de tu vida.» [Jonathan Swift]

Cuestión de color

– Papá, ¿dónde está Marruecos?
– En África.
– ¿Donde las jirafas y los hipopótamos?
– No, un poco más arriba, en el norte de África.
– ¿Quién vive en Marruecos?
– Árabes.
– Ayer, al ver la televisión, te quejaste de que nuestra querida Francia ha sido invadida por los árabes.
– Bueno… no quise decir eso. Hay árabes bien amables como Brahim, el tendero.
– Pero el otro día lo llamaste ladrón porque sube los precios en las horas punta.
– Lo dije porque estaba un poco molesto, eso es todo.
– ¿Conoces a algunos marroquíes?
– No, pero los veo por la calle a veces.
– ¿Y cómo sabes que son marroquíes y no americanos, por ejemplo?
– Porque los americanos son blancos.
– ¿Cómo Miles David y Carl Lewis?
– No, esos vienen de África.
– Ya estoy confundido. Brahim es blanco como tú y yo, no es negro, y sin embargo tú dices que es árabe.
– Es que también hay árabes blancos. Algunos tienen la piel tan blanca como un holandés.
– En el equipo de fútbol de Holanda la mitad de los jugadores son negros.
– Eso es otra cosa. En los deportes hay muchos negros.
– En tenis sólo hay uno. En golf y en equitación no he visto a ninguno.
– Yo no tengo la culpa. Anda, ve y pregúntale a tu madre.
– Es mamá la que me ha dicho que te lo pregunte a ti. Y aún me queda una pregunta. Mi amiga Anabelle es totalmente negra y ella jura que es francesa. ¿Es que miente?
– Tu amiguita es de Martinica, y por eso es francesa.
– Entonces hay franceses que son negros, y marroquíes que son blancos, ¿no es eso?
– Sí, sí. Ahora cambiemos de tema.
– Bueno…, pero Anabelle tiene el pelo muy rizado, ¿sabes?, así como un cordero.
– Los marroquíes también tienen el pelo rizado.
– Pero mi amigo Momo es marroquí, y tiene el pelo bien liso.
– Algunos son así.
– Una vez me dijo que nosotros, los franceses, colonizábamos a los marroquíes. ¿Es verdad eso?
– ¡Tonterías!
– Me dijo que hace mucho tiempo nosotros invadimos su país y los tratamos muy mal.
– Sí que fuimos a su país y permanecimos allí algún tiempo, eso es todo.
– Entonces es lo mismo que hacen ellos; como Momo que ha venido aquí a Francia y se queda por un tiempo. Mañana voy a ir a ver a Momo y le diré que él también está colonizando a los franceses.
– No, no. Tampoco es lo mismo. Para venir a Francia los marroquíes necesitan un visado.
– ¿También nosotros necesitábamos visado cuando fuimos a Marruecos?
– No, hijo mío. En aquellos días no había visados. Todo lo que necesitamos fue un buque de guerra.

[Cuento del escritor marroquí Lotfi Akalay en African Stories editado por Stephen Gray, p. 36, abreviado.]

Me contáis

Me pregunta una madre: «¿Cómo salir del miedo después que secuestraron a mi hijo? Aunque me lo devolvieron.»

Siento en mi propia alma los dolores de todos, y al leer esa pregunta se me encoge el corazón. Nos ha tocado vivir la era del terrorismo. Es muy triste, pero hemos de aprender poco a poco a vivir en los tiempos que nos han tocado. La inseguridad nos sacude. Yo nací y viví en sitios y en lugares donde se podía andar por las calles sin miedo a cualquier hora del día o de la noche, y la casa se dejaba sola y abierta sin que hubiera temor a nada. Ahora, aun con cerraduras y rejas, nunca sabe uno lo que se va a encontrar si deja la casa sola unos días, y oímos relatos de gente atracada y robada en plena calle a la luz del día. Y leemos terrorismo todos los días en la prensa, y lo vemos acercarse a nosotros sin remedio. ¿Cómo vivir en la sociedad del miedo?

El terrorismo conseguiría su triunfo si nos hiciera miedosos. La angustia de un secuestro en la familia es de los dolores mayores que pueden acaecer, y sería presunción intolerable dar consejos fáciles ante sufrimiento tan hondo. Al contrario, quiero sentir el dolor de esa madre como si fuera mío. Pero tampoco quiero hundirme ante el peso de la angustia. Si bien pensamos, la vida nunca ha sido segura, y cualquiera puede morir en cualquier momento. El riesgo es parte de la vida humana

La alegría de unas vacaciones no se pierde por la posibilidad de un accidente en carretera. Hacemos lo posible para que no suceda por nuestra parte, y seguimos nuestro camino sin amargar el día por la posibilidad triste de que suceda por culpa de otro. El vivir el momento es el gran remedio contra el miedo. El miedo es esencialmente un elemento de futuro, y vivir el presente le quita la garra. Aprender a vivir el presente es la mejor defensa contra la inseguridad emocional. Cuando llega la hora, estamos preparados.

Al acercarse su Pasión, Jesús se turbó y les dijo a Andrés y Felipe: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre.» (Juan 12, 27)
«El amor perfecto acaba con el miedo.» (1 Juan 4, 18)
El salmo que sigue nos ayudará.

Salmo

Salmo 106 – Peligros en la vida
Peligro y rescate. Ese es el ciclo de la vida. Así era en la antigüedad, y así es ahora. La forma y el nombre de los peligros cambian, pero el miedo que sentimos cuando vienen es el mismo, como es el mismo el respiro cuando se van. Y la misma es la mano del Señor que nos salva de ellos.

El hombre bíblico enumeraba cuatro peligros: desierto, calabozo, enfermedad y tempestad en el mar. Y cuatro rescates: del hambre y la sed del desierto al camino recto, hasta la ciudad amurallada; de la oscuridad de la prisión a la luz de la libertad; de la enfermedad a la salud; y del mar enfurecido a la seguridad del puerto.

En mi vida también, Señor, están presentes las arenas del desierto, la soledad del calabozo, la fiebre del cuerpo y la amenaza del mar y el aire y aun la tierra, bajo la maldición de la guerra y el terrorismo en todas partes. La humanidad no se ha enmendado en dos mil años. La vida del hombre es hoy, más o menos, la misma en el tráfico de la ciudad que lo era en las arenas del desierto. Vivo en el peligro, temo las catástrofes, me acobardo ante el sufrimiento y me entrego a la desesperación. Vivo de lleno este salmo, Señor.

Necesito la mano que me salve de los peligros de mi vida. De mi desierto y mi prisión y mi tormenta. Necesito tu mano, Señor, tu visión y tu voz, tu calma y tu poder. Necesito día a día la certeza de tu presencia y la firmeza de tu brazo. Necesito ser rescatado, porque todavía no soy libre.

Te ruego me liberes de la enfermedad, pero más aún te ruego me liberes del miedo a la enfermedad. Ese es el rescate que anhelo. No tanto el rescate del peligro exterior, sino el del miedo íntimo. Mientras no llegue ese rescate, no seré libre, porque siempre hay peligros. Una vez que me libere del miedo, seré de veras libre, y el desierto y la prisión y el mar y las guerras de los hombres no serán amenazas para mí.

«Erraban por un desierto solitario,
no encontraban el camino de ciudad habitada;
pasaban hambre y sed,
se les iba agotando la vida.

Pero gritaron al Señor en su angustia,
y los arrancó de la tribulación.
Los guió por un camino derecho,
para que llegaran a ciudad habitada.

Den gracias al Señor por su misericordia,
por las maravillas que hace con los hombres.
Calmó el ansia de los sedientos,
y a los hambrientos los colmó de bienes.»

Dame un corazón sin miedo, Señor, un corazón que crea en ti y se fíe de ti y, en consecuencia, no tema nada ni a nadie. Haz que la bendición de tu paz llegue hasta el fondo de mi alma para que arranque las raíces del miedo y siembre la semilla de la fe. Hazme sentir confianza para que pueda vivir con alegría. Estáte siempre a mi lado, Señor, para que los peligros de la existencia se truequen en el gozo de vivir.

 

Día 15
Os cuento

El músico filósofo

Un músico callejero tocaba el acordeón en la boca del Metro con la caja del acordeón abierta en el suelo para recoger monedas. Vi a un hombre que se paraba a su lado, y oí le preguntaba: «¿Qué es esa pieza que está usted tocando?» El músico contestó: «Déme usted un euro y se lo diré.» El hombre se dio media vuelta y se marchó.Yo me acerqué y le dije al músico: «Esa pieza es el aria de ‘Lucia de Lammermoor’ de Donizetti.» Él me contestó: «Gracias por decírmelo. Yo no lo sabía.» Y al mirarle yo con cara de sorpresa, me explicó:

– Yo toco de oído. En alguna parte habré oído esa melodía y se me quedó y me sale aquí ahora. El acompañamiento de acordeón lo pongo yo.
– ¿Y qué le habría usted contestado a ese señor que le ha preguntado si le hubiera dado un euro?
– Ah, le habría dicho cualquier cosa. Si él no lo sabía, tampoco iba a averiguar si era verdad lo que yo le dijera.

Y ante mi sonrisa de complicidad añadió: «Es lo mismo que en la vida. Tampoco sabemos qué es lo que estamos tocando. ¿No es eso? Pero suena bien.» Y siguió tocando.

Quiero ser monja

[Como tributo, a un tiempo respetuoso y cariñoso, a las religiosas y religiosos que algún día vivieron en su vida el momento de decirles a sus padres que habían escogido la vida religiosa, transcribo aquí la descripción que Karen Armstrong hace en su autobiografía de ese momento en su vida:]

«Quiero ser monja.» Esta vez a quien se lo decía era a mis padres, después de habérselo dicho antes a la Madre Katherine. Pero a la Madre Katherine le había caído muy bien cuando se lo dije. A mis padres les cayó como un tiro. Se helaron de horror
Eran las vacaciones de verano. Estábamos sentados en el cuarto de estar, haciendo tiempo para la cena. Mis padres se habían servido una copa. «Toma un jerez, Karen», dijo mi padre. De ninguna manera lo tomaría.
Yo no había pensado sacar el tema aquella tarde. Habíamos estado discutiendo mi futuro. Yo sabía que mis padres estaban deseando que yo fuera a Oxford. Nadie en mi familia había llegado allí, y para ellos Oxford era un paraíso, un cuento de hadas de perfección intelectual, y yo podía alcanzarlo.
«No», dije despacio. No iba a dejar que alimentaran ilusiones. Sentí que el desaliento llenaba toda la habitación. «No. No creo que es eso lo que quiero hacer.»
«¿Qué quieres hacer, entonces?», preguntó mi padre desconsolado.
«Quiero ser monja.»
En el silencio que se siguió, yo permanecí sentada, temblando ligeramente, sintiéndome débil y excitada. Había temido este momento, y ahora, para bien o para mal, la suerte estaba echada.
«¿Pero por qué?», preguntó mi madre. La pregunta le salió como un quejido lastimero.
«Quiero entregar mi vida a Dios», respondí insegura. Estas respuestas me habían resultado muy bien con la Madre Katherine, pero aquí parecían flojas e irreales.
«Eso puedes hacerlo perfectamente en el mundo», me cortó mi madre rápidamente. Obviamente había decidido no andarse con rodeos.
«No, no puedo. De verdad que no. Vamos a ver, honradamente, ¿cuánto tiempo tenemos para Dios aquí? Sí, ya lo sé, ya lo sé, ya sé que somos buenos católicos y todo eso, vamos a misa todos los domingos, no comemos carne los viernes y nos confesamos dos veces al mes. Pero a mí eso no me basta. Le hacemos sitio a Dios de alguna manera en nuestras vidas, pero están llenas de otras cosas.»
«Nadie te impide que vayas a misa todos los días si quieres», dijo mi madre. «De hecho ya lo haces.» Mi padre seguía sentado dándole vueltas a su vaso.
«Aun eso no basta», insistí. «Buscar a Dios es una entrega a tiempo completo. Una profesión, si queréis. Es demasiado importante para hacerlo a medias.»
«Pero ¿por qué no te lo piensas después de hacer Oxford?», preguntó mi padre tristemente. «Entonces serás algo mayor, habrás tenido la oportunidad de mirar un poco alrededor tuyo y de ver si…», dejó sin acabar la frase.
«De ver si me conviene entrar en el convento», la acabé yo. «De modo que ponemos al mundo primero, y a Dios segundo.» Yo estaba decidida a cortar ese enfoque. Parecía razonable, pero yo estaba convencida de que era falso.
«Si tú tienes vocación de verdad te durará al menos unos años», dijo mi madre casi enfadada. Yo vi que ella notaba que estaba perdiendo el control sobre mí. Yo nunca había discutido con ella antes. Ella se veía sorprendida y dolida por mi tozudez.
«Quizá sí y quizá no», dije. «También puedes perder una vocación como cualquier otra cosa. Puedo encariñarme con el mundo y relegar a Dios al segundo puesto.» Podía imaginarme que esto sucedería. Una vez en Oxford, el mundo me seduciría con todos sus engaños. No sabía qué serían estos. El mundo me parecía trivial ahora, pero la naturaleza humana es débil. Podría convencerme a mí misma que el sacrificio que había planeado no era para mí. «Al fin y al cabo», añadí con malicia, «acordaos de lo que le pasó a la abuela.»
Aquello fue un golpe bajo. Mi abuela había querido ser monja, no lo fue, y acabó alcohólica. Mi madre se sobresaltó al oírme y se puso a mirar a la chimenea. Mi padre cambió de postura en su silla, que rechinó.
«Pero no puedes querer marcharte ahora», dijo mi madre a la desesperada. «Eres demasiado joven. Solo tienes dieciséis años.»
«Es verdad, no puedo. Pero el año que viene cumplo diecisiete», contesté con firmeza, «y entonces puedo.»
«Es ridículo», dijo mi madre con fuerza, «completamente ridículo. Una niña de diecisiete años -sí, ya sé que tú no te crees que eres una niña, pero lo eres. Sea como sea, no tiene sentido. No te aceptarán.»
«La Madre Katherine me ha dicho que sí», repliqué mientras los observaba con cuidado. Fue otro golpe. Los dos se endurecieron. Respetaban a la Madre Katherine. Yo lo sabía. Incluso le tenían un poco de miedo. La Madre Katherine era la única persona que podía hacerle callar a mi madre.
«De modo que ya has hablado con ella, ¿no es eso?», preguntó mi madre. Yo vi que le había dolido. «¿Desde cuándo has estado pensando en esto?»
«Mucho tiempo», contesté en general. Era verdad. La decisión había ido madurándose a través de años, y yo lo veía ahora al mirar atrás.
«¿Por qué no nos lo dijiste antes?», preguntó mi padre. «¿Pensaste que tanto nos íbamos a oponer?». Parecía sentirse dolido.
«Ya os estáis oponiendo», me defendí.
Punto muerto. My madre alargó su vaso vacío hacia mi padre, que, agradecido por tener algo con que distraerse, empezó a hurgar en el hielo y sirvió abundante ginebra para los dos. Me dieron pena. Parecían estar desbordados.
«No sabes lo que estás haciendo», dijo mi madre con impaciencia. «Vas a echar de menos muchas cosas -el teatro, los libros. ¿Cómo diablos crees que te vas a adaptar a la vida de comunidad? Ni siquiera has estado en un internado. Sé de qué hablo. Yo misma serví en la guerra, y vivir en cuarteles con otra gente era el infierno. Todas esas molestas rarezas de los demás te ponen los nervios de punta y gritarías de rabia.» Había subido la voz según iba amontonando las objeciones.
«Mira», dije con una calma que me sorprendió a mí misma. «No digo que vaya a ser fácil. Desde luego que no lo es. La Madre Katherine me ha dicho que a veces es bien difícil. Pero si Dios quiere que yo sea monja, mi vida será un fracaso si no lo soy. Dios tiene un plan especial para cada uno de nosotros. No querréis que vaya yo a echar a perder mi vida.»
Otra pausa. Mi madre, nerviosa, encendió un cigarrillo. Lo triste era que mi padre había hecho bancarrota en su negocio hacía poco, se pasaba ahora todo el día en casa sin hacer nada ya que no tenía trabajo, y el fracaso en llevar su negocio le había hecho perder confianza en poder regir su familia. Yo sabía muy bien que les estaba haciendo mucho daño a los dos, pero ya no podía volver atrás.
«A fin de cuentas», dije por fin después de un largo silencio, «vosotros creéis en Dios, ¿no es eso? Creéis que la vida religiosa es la más alta vocación humana. Entonces, ¿cómo es posible que os neguéis a dejarme entrar?»
Casi podía oír yo los pensamientos de mis padres resonando en todo el cuarto. Los sentía luchar con el dilema en que se encontraban.
«Claro que lo creemos», dijo mi madre aplastando su cigarrillo. Su voz era ahora más tranquila. «Pero eso no quiere decir que tú estés preparada para es paso tan importante. Yo aún creo…», su voz tenía más confianza ahora, «yo aún creo», repitió, «que eres demasiado joven. No conoces nada del mundo que vas a dejar. ¿No te parece, John?»
«Desde luego, querida, desde luego», murmuró mi padre sombríamente. Me miraba a mí con asombro. «¿De veras que quieres dejarnos?», preguntó con un ligero temblor en la voz. «¿No ves lo mucho que te vamos a echar en falta?»
Se me hizo un nudo en la garganta. Casi no podía hablar sin traicionarme. Que no me salgan las emociones, rogué en silencio. No podría resistirlo.
«Claro que yo también os echaré de menos», dije secamente.
Otro silencio. Yo estaba deseando que esto acabase. Y no acabaría mientras yo siguiera en casa. Las cosas ya no volverían a ser lo mismo.
«Mirad», dije, «es inútil seguir discutiendo. Nunca lograré convenceros. Para vosotros yo soy una niña pequeña, y siempre lo seré, aunque tenga…», hice una pausa para pensar en una edad suficientemente adulta, «aunque tenga ¡treinta años! ¿Por qué no vais a ver a la Madre Katherine? Me dijo que estaba dispuesta a hablar con vosotros sobre esto. A fin de cuentas, ella es la profesional. Vosotros conocéis la vida del mundo, pero ella conoce la vida del mundo y la del convento. Ella me conoce desde que yo tenía cinco años -casi tanto como vosotros. ¿Por qué no vais a verla?»
«Y si ella no nos hace cambiar de parecer, ¿nos prometes que tú irás a Oxford antes de hacerte monja?» preguntó mi madre rápidamente. Se estaba ya cuadrando los hombros, dispuesta a dar batalla.
Yo tenía plena confianza en la Madre Katherine. «Sí, os lo prometo.»

[Tras una larga entrevista, pocos días después, la Madre Katherine preguntó a los padres de Karen: «Señor Armstrong, señora Armstrong, ¿quieren ustedes dar su hija a Dios?» Ellos dijeron que sí.]
[Y a mí se me saltaron lágrimas de ternura al leerlo.]

Karen Armstrong, Through the Narrow Gate, p. 44.

Me contáis

Pregunta: ¿Qué es la sanación de la memoria? Respuesta: Hay una sanación curativa y otra preventiva. La curativa es la limpieza de la memoria. Nos entran imágenes no deseadas que nos hacen daño, y quedan archivadas en la memoria. Violencia, tristeza, sexo. Escenas que vemos, oímos o sentimos. La memoria no perdona, y archiva todo. Queremos limpiarla. Algo así como la propaganda no deseada que se nos mete en el ordenador y se queda por sus entrañas. Aquí sabemos cómo buscar esos archivos y eliminarnos. Para la limpieza de nuestra memoria está el sacramento de la reconciliación. La confesión sacramental no solo perdona la falta, sino que sana la dolencia, cicatriza la herida, purifica la memoria. El perdón sacramental es la recepción de la gracia, es decir, del autor de la gracia, el Espíritu Santo, a quien así rogamos:

Lava quod es sordidum,
riga quod es aridum,
sana quod es saucium.

Lava lo manchado,
riega lo agostado,
sana lo enfermado.

La sanación preventiva es el evitar que se nos manche la memoria. Yo aún cierro los ojos cuando sale una imagen desagradable en la televisión. Me lo enseñó de pequeño mi padre en el cine. Que no entre basura en la mente. Claro que ahora habría que estar todo el rato ante la televisión con los ojos cerrados.

Y hay aún una tercera sanación positiva, y es el alistar la memoria en nuestro esfuerzo por ser íntegramente buenos. No somos más espirituales a veces, no por falta de voluntad sino por falta de memoria. Sencillamente nos olvidamos de Dios durante el día. Antes nos lo recordaban las campanas de las iglesias, la señal de la cruz al salir de casa, el Ángelus tres veces al día, las sotanas de los curas por la calle, el típico «examen particular ignaciano» hora a hora y momento a momento, el decir «¡Jesús!» al estornudar, o «Hasta mañana si Dios quiere» al despedirnos, o «¡Vaya por Dios!» al encontrar una dificultad. La activación positiva de la memoria es la gracia sencilla de acordarnos de Dios durante el día. A eso ayuda también la presencia del Espíritu Santo en el sacramento de la reconciliación si sabemos reconocerla y activarla. En el Oriente se une la respiración consciente a la atención espiritual, para que ya que siempre respiramos, siempre nos acordemos. La memoria es la gran olvidada en los tratados del espíritu. Y es importante.

Salmo

Salmo 107 – El ciclo de la vida
Te puede dar la impresión a veces, Señor, de que me repito en mis oraciones. Permíteme decir, reconociendo una dificultad común a ambos, que tú también te repites en tus salmos, Señor. Y en cierto modo, así es como debe ser; es justo que tú y yo nos repitamos al tratar de la vida, porque la vida misma es repetición. La vida es ciclo, rutina, rueda de la fortuna, cangilón de noria. La vida es el día tras la noche y la noche tras el día, en el ritmo inevitable de las leyes del cielo y las mutaciones del corazón del hombre. Que no te ofendan, pues, mis repeticiones, Señor, como a mí no me ofenden las tuyas.

Lo que pido cuando las mismas oraciones me vienen a las manos y los mismos versos a los labios, cuando las mismas situaciones se presentan en la vida y los mismos pensamientos cruzan mi mente, es poder vivir lo viejo con espíritu nuevo, rezar con nueva fe la oración repetida, apretar con nuevo cariño la mano conocida, vivir la rutina de la vida con la novedad de una mente abierta que acepta cada día como un regalo y saluda cada amanecer como una sorpresa.

Este salmo está compuesto de partes de otros dos salmos que han sido unidas. También mi vida está hecha de retazos de experiencias antiguas revividas en el marco cerrado de mi propia limitación. Dame, Señor, la gracia de tomar cada experiencia de nuevo como un acontecimiento inédito, de encontrar tierno el pan que de tus manos recibo al comenzar cada día.

Si hay amor, la repetición se hace placer. Dame amor, Señor, para que toda oración se torne alegría en mis labios.

«A punto está mi corazón, oh Dios,
voy a cantar, voy a salmodiar,
¡anda, gloria mía!,
¡despertad, arpa y cítara!
¡a la aurora he de despertar!».

Día 1
Os cuento

Domingo por la mañana

Hace pocos días, un domingo a las 7 de la mañana iba yo por el Paseo de la Castellana en Madrid a la altura del Estadio Bernabéu. Las calles estaban desiertas en la hora fría y temprana. Yo era el único transeúnte en aquel momento. De pronto un coche viró rápido hacia la acera, y dio un frenazo en seco a mi lado. Un cristal se bajó y un joven se asomó y me llamó. Me acerqué. Dentro del coche iban cinco jóvenes con la carga evidente de la noche desvelada. Habrían estado toda la noche de sábado a domingo peregrinando de discoteca en discoteca, de bar en bar, de cerveza en cerveza. Se les notaba el cerco de los ojos, el cansancio de las caras, el desarreglo de los cabellos. Pero estaban juntos y aún querían algo más.

Al acercarme me preguntaron todos a una: «¿Sabe usted si hay algún bar abierto por aquí a esta hora?» Me dieron ganas de decirles que no sabía sí había bares abiertos a esas horas, pero que sí había cerca una iglesia que estaría abierta para la Misa dominical de las 7. No lo hice porque sé que no hay que sermonearles a los jóvenes. Hubiera sido contraproducente.

Les dije entonces que yo no sabía de bares, pero que cerca, en la Plaza de Castilla, sí había una churrería en la misma calle, que a estas horas servía ya chocolate caliente con churros recién hechos allí mismo al aire libre. Lo sabía porque alguna vez los he probado yo, y son excelentes. Dieron un grito de victoria y salieron disparados hacia la churrería. De hecho yo sabía que a estos jóvenes les gusta acabar la aventura de la noche con los churros de la mañana. Di en el clavo. Sólo antes hubo un gesto feo. Salieron los ocupantes del coche y orinaron en la calle. Las cervezas.

No sentí rechazo alguno, sino ternura y cariño. Sentí que comprendía su velocidad, sus excesos, su locura. Sabía de su afición por el reino de la noche, su necesidad de estar juntos, su hábito de llenar con bebidas los espacios que no saben ocupar con la conversación. Todo aquello lo tuve delante en aquel momento del encuentro matutino con los jóvenes trasnochadores. Me dejé sentir la diferencia y la realidad. No aprobé pero tampoco condené. Sencillamente comprendí.

Musulmanes y budistas

«Yo llevaba una pequeña editorial por los tiempos en que Salman Rushdie se hizo célebre por sus «Versos Satánicos» -cuenta Robert Allen-. Un hombre desconocido me presentó una novela, y yo accedí a leerla con vistas a una posible publicación. Era una historia espantosa en la que una sociedad secreta de lamas tibetanos se metía en toda clase de aventuras imposibles. No estaba del todo mal escrita, pero la trama era sencillamente estúpida. Le pregunté cómo se le había ocurrido un tema tan absurdo.

– ¿Ha oído usted hablar de Salman Rushdie?
– Sí, por supuesto.
– Es que yo pensé que si él se ha hecho famoso insultando al Islam, yo podía hacerme famoso atacando a los budistas.
– Mire usted, usted puede molestar y ofender a mucha gente, pero con lamas budistas y sus monasterios no tiene usted ni la menor posibilidad de que le persigan por insultarlos. Practican la no violencia, y nunca se vengan.
– Bueno, al menos lo intenté – me dijo con una sonrisa compungida.»

[Robert Allen, 365 Smiles From Buddha. p. 248]

Reunión de familia

[Varios me habéis dicho que la escena de Karen Armstrong diciendo a sus padres que quería ser monja os emocionó. También a mí. Transcribo ahora la primera visita que sus padres, su hermana pequeña, y un primo le hicieron en el postulantado. A mí me ha traído recuerdos de la primera vez que mi madre y mi hermano vinieron a verme al noviciado de Loyola. Muchos rasgos son los mismos, ya que la congregación de Karen seguía la regla de san Ignacio, fundador de los jesuitas, y en aquellos tiempos se hacían las cosas como ella dice. Hay dolor, realismo y entrega.]

«Según el mundo se difuminaba a lo lejos en mi postulantado, el convento llenaba el horizonte. Pero por mucho que el mundo de fuera se alejara, yo sabía que tenía que chocar con él cuando mis padres vinieran a visitarme. Al acercarse la fecha, yo me encontré que la esperaba con cierto temblor. Claro que estaba deseando verlos. Los había echado mucho de menos. Sobre todo echaba de menos su sencilla aceptación de mí misma con todo lo que yo era. Aquí, en el convento, me criticaban y corregían constantemente mis faltas y mis idiosincrasias, mis voces y mis risas, y mi rostro demasiado expresivo, mientras que en mi familia todo había sido fácil y sin exigencias.

Al ir hacia la sala de visitas por el pasillo, iba pensando: ¿Soy yo la misma persona? ¿Me encontrarán cambiada sin remedio? No tenía ni idea. Yo me sentía por dentro la misma, y de hecho me sentía triste porque no me veía progresar más. A fin de cuentas yo había venido aquí para cambiar radicalmente. ¿Qué sentirán ellos al verme en estos hábitos y en este ambiente extraño?
Abrí la puerta toda nerviosa, y la cerré sin hacer ruido como nos enseñaban en el convento, encajándola cuidadosamente y soltando la manilla poco a poco. Para una buena monja, nos decía la Madre Alberta, hasta el abrir o cerrar una puerta era un acto de amor de Dios. Luego me volví y quedé de frente a mi familia.
Allí estaban en la biblioteca que hacía de sala de visitas, perdidos en aquel ambiente de libros y olores rancios. Me eran tan familiares, que una parte de mí se abalanzó instintivamente hacia ellos. Pero qué extraño era verlos en este ambiente, y qué incómodos estaban todos. Hubo un momento penoso en que todos nos miramos en silencio, tratando de asimilar nuestra nueva relación. Este era mi lugar, no el suyo, y esa parte de mí que quería correr hacia ellos es la que yo tenía que renunciar.
Fui a besar a mi madre, teniendo cuidado de andar suavemente y con modestia religiosa.
«¿Cómo estás cariño?» Oí la preocupación en su voz. «Tienes buen aspecto». Se volvió hacia los otros. «¿No es así? Nunca te he visto con tan buen color.»
«¿Eres feliz, Karen?», preguntó mi padre, con dudas en su voz, mientras todos nos sentábamos.
«¡Sí, sí!», dije con fuerza. ¿Cómo iba a convencerlos? Y, además, ¿qué quería decir «feliz»? La Madre Alberta nos había dado una nueva definición de la felicidad. Para nosotras la felicidad, decía, era hacer la voluntad de Dios. Ya estábamos hablando lenguajes distintos.
«Soy muy feliz», repetí. «Nunca he sido más feliz en mi vida.»
Hubo un silencio penoso. Vaya telón de conversación que yo había echado. ¿Qué se podía decir después de eso? Las reglas de la modestia nos mandaban aparecer tranquilas y contentas siempre. Al sonreír ahora a mi familia me sentía como las monjas que me habían sonreído a mí en el colegio. Era una máscara. No reflejaba para nada mi estado de ánimo. Mi hermana, que estaba dándole patadas a la pata de la mesa, estaba ceñuda e incrédula.
«Pero Karen», inquirió, «¿Como qué es esto? Quiero decir, ¿qué hacéis todo el día?»
«Bueno, coser y limpiar.» No era la verdad.
«¿Tú? ¿Coser?», dijo mi madre con la boca abierta. «¡Pero si tú odias el coser!»
Claro que lo odiaba. Ahora que si era la voluntad de Dios, me hacía feliz. Pero ¿cómo iba a explicar todo eso? «Sí, al principio no me salía. Pero he ido aprendiendo. Ahora lo hago mejor. Y no lo odio.» Eso era a lo más un esqueleto de la verdad. Mi familia me miraba asombrada.
«¿Pero no es una pérdida de tiempo?», insistió mi padre. «Al fin y al cabo, tú sacaste todo matrículas en el colegio.»
«Bueno», dije con suavidad, «eso es parte de nuestra formación. Los libros y los estudios nos distraerían de Dios. Más tarde probablemente volveré a estudiar. Pero por ahora no quiero cambiar.»
Vi a mi hermana y mi primo que se hacían gestos con la cara. No les culpé. Lo que yo decía sonaba a insolente. Pero mis palabras expresaban la verdad, aunque fuera desgarbadamente. Una parte de mí sabía que yo estaba representando un papel, haciendo de monja. Pero no podía hacer de otra manera. Era raro. Como ser dos personas al mismo tiempo.
«¿Cuánto tiempo pasas en la iglesia?» me preguntó mi primo.
Calculé. Misa, media hora de meditación, dos exámenes de conciencia, el rosario, media hora de oración por la tarde, lectura espiritual. El santo oficio. «Unas cinco horas, sin contar el oficio.»
«¡Qué!» gritó mi hermana horrorizada. «Es terrible. Debe de ser aburridísimo.»
Pensé en las largas horas. Mis rodillas como dos bolas de fuego doloridas, y mi mente en blanco. Deseando que sonase la campana. Luego el remordimiento. Tratando de arreglarlo todo. Y luego también aquellos momentos en que la mente se elevaba, yo sentía el amor de Dios, y él casi casi estaba allí.
«A veces es duro, desde luego», dije, «a nadie le apetece estar rezando todo el tiempo. Pero lo que apetece no importa, lo que importa es el esfuerzo.» La Madre nos había dicho que cuando estábamos más secas era cuando estábamos más cerca de Dios, con tal de seguir esforzándonos.
«No sé cómo lo aguantas», dijo mi madre.
«¿A qué hora te levantas?», preguntó mi hermana.
«Este año a las seis. Después del postulantado será a las cinco y media todas las mañanas.»
Así siguieron las preguntas. ¿Cómo era la comida? ¿Me dejaban ducharme? ¿Tenía muchas amigas entre las monjas? Mis respuestas sonaban muy bien. Yo iba cayendo en la cuenta de que había cambiado, y había comenzado ya a pensar y hablar y actuar como una monja.
«La Madre Alberta vendrá para haceros compañía mientras tomáis el té aquí y yo lo tomo dentro. Yo volveré luego.»
«¿Cómo? ¿No te dejan tomar el té con nosotros?», preguntó mi madre sin poder creérselo.
«No,» dije con la mayor suavidad que pude. «Ya sabéis que las monjas no tienen permitido comer con…», yo estaba a punto de usar la palabra «seglares» pero me la tragué. Era una palabra de separación, que no haría más que restregar sal en sus heridas. «Con… gente de fuera.» ¡Dios mío! Aquello era todavía peor. «No comemos fuera de clausura.»
«¡Pero estás con tu familia, por amor de Dios!» Mi madre estaba muy herida. Esta separación del té era solo la escenificación del abismo real entre nosotros que aquella tarde había revelado cruelmente. «¡Es ridículo!» En aquel momento yo ya no me sentía monja. Sentía el empujón de la infelicidad de mis padres que me llevaba a mi ser anterior, y traté de comunicarles en silencio el amor que les tenía y mi comprensión por lo que estaban pasando.
Llamaron discretamente a la puerta, y la Madre Alberta entró envuelta en sonrisas. «¿Cómo la han encontrado ustedes?» «Maravillosa», respondió el coro.
«¿Hasta cuándo podemos quedarnos?», preguntó mi padre.
«Hasta las siete y media, señor Armstrong.»
«¿Y cuándo podremos volver?», siguió mi madre, acercándose sigilosamente a mí y queriendo tocarme pero sin atreverse. «Ya no la podemos ver hasta dentro de seis meses, ¿no es eso?».
«Me temo que sí», asintió la Madre. «Hermana, venga conmigo a tomar el té dentro.»
Yo rogué en silencio que me calmara en espíritu y que fuera una buena postulante con todo fervor. Al fin sentí alivio.»

[Through the Narrow Gate, p. 109]

¡Adelante!

«Solo los que se arriesgan a ir demasiado lejos averiguarán hasta dónde pueden llegar.» (T.S. Elliot)

Ayuno

Un maestro zen, al saber que uno de sus discípulos no había comido nada en tres días le preguntó las razones de aquel ayuno.

– Intento luchar contra mi yo -dijo el discípulo.
– Es difícil -dijo el maestro desaprobando con la cabeza.- Y todavía debe serlo más con el estómago vacío.

[Jean-Claude Carrière, El círculo de los mentirosos, p. 106]

Me contáis

Me habéis preguntado: ¿Qué es el fundamentalismo?
El nombre se refiere a los «cinco fundamentos» del cristianismo según los fijó la Iglesia Evangélica hace cosa de un siglo. Son los siguientes:
Infalibilidad de la Biblia.
Divinidad de Jesús.
Redención vicaria.
Resurrección de Jesús.
Segunda venida de Jesús.

Los principios están bien, pero la interpretación de algunos de ellos a manos de los «fundamentalistas» suele ser exagerada. La infalibilidad de la Biblia la entienden como interpretación literal, por ejemplo que el cosmos fue creado literalmente en seis días. Esa no es la interpretación general de los cristianos.

Ahora el término «fundamentalista» se ha extendido a otras religiones de tendencia conservadora. Pasa a significar ortodoxo, exagerado, fanático, y se ha hecho especialmente doloroso entre judíos y musulmanes. Se opone al ecumenismo que fomenta y fomentamos la mayoría para el acercamiento y el entendimiento y enriquecimiento mutuo entre las religiones. La religión debe siempre traer la paz.

Salmo

Salmo 108 – El arma de los pobres
Este es un salmo difícil pero importante. La gente no entiende las maldiciones de la Biblia, porque la gente no entiende a los pobres. El hombre abandonado que no tiene dónde acogerse, que sufre sin remedio por el capricho de los ricos y la opresión de los poderosos, que sabe en su conciencia que es víctima de la injusticia, pero no encuentra salida a la amargura de sus días y a la agonía de su vida: ¿qué puede hacer?

No tiene poder ninguno, no tiene dinero, no tiene influencia, no tiene medios para ejercer presión o forzar decisiones como lo hacen hombres de mundo para abrirse paso y conseguir lo que quieren. No tiene armas para luchar en un mundo en el que todos están armados hasta los dientes. Su única arma es la palabra. Como miembro del Pueblo de Dios, su palabra, cuando habla en defensa propia, es la palabra de Dios, porque la defensa de un miembro es la defensa del Pueblo entero, y el bienestar de su Pueblo es la gloria de Dios. Y así lanza el arma, carga cada palabra con las desgracias más trágicas que se le ocurren, y pronuncia la maldición que es advertencia y aviso y amenaza de que Dios hará lo que dice la maldición si el enemigo no cesa en sus ataques y se retira. Esa es su fuerza.

La maldición es la fuerza de disuasión nuclear en una sociedad que creía en el poder de las palabras.

La palabra está cargada de poder. Hace lo que dice. Vuela y descarga. Una vez pronunciada, no puede ser revocada. La bendición es bendición, y la maldición es maldición, desde el momento en que sale de los labios del pobre, que es el único que tiene derecho a lanzarla, y encontrará el blanco, y descargará sobre la cabeza del malvado que persigue al pobre la explosión de castigo divino, restableciendo así la justicia en un mundo en que ya no se hace justicia.

La maldición es el arma defensiva del hombre que no tiene armas.

Ese es el sentido de este salmo serio, y en ese sentido lo entiendo y lo acepto. También yo me encuentro impotente ante el reino de la injusticia en el mundo de hoy, Señor, y así puedo recitar este salmo, que algunos encuentran difícil y hasta lo han retirado, sin comprenderlo, de su recitación oficial, y puedo acogerme a sus peticiones, invocar tu justicia, y darte las gracias porque me liberas de los ataques de los que no me quieren bien, y de la violencia de alma y de cuerpo en la que me ha tocado vivir sin medios humanos para defenderme.

«Yo daré gracias al Señor con voz potente,
lo alabaré en medio de la multitud:
porque se puso a la derecha del pobre
para salvar su vida de sus adversarios.»

 

Día 15
Os cuento

Globalización de juguetes

Me ocurrió en un viaje a Nueva York. Me iba a alojar en la casa de una familia india afincada allí, y sabía tenían una niña pequeña de cinco años. Pensé en llevarle un juguete a la niña, pero no entiendo mucho de gustos infantiles y no sabía qué llevarle. Me cayó simpático un cachorro de perro de peluche en una tienda, lo tomé y fue lo último que metí en la maleta para que fuera lo primero en salir. Al llegar a su casa abrí la maleta, y le dije a la niña metiera la mano y sacara lo primero que encontrara, que era para ella. Ella entendió enseguida, metió su manita en la maleta, agarró al peluche, tiró de él y sacó el perrito simpático.

Entonces ocurrió lo inesperado. Nada más ver el perrito, y antes de darme las gracias, la niña salió disparada hacia su cuarto con el perro en una mano, y volvió corriendo con otro perro más grande en la otra. Me enseñó los dos. Eran idénticos, solo que el de ella era mayor que el que yo le había traído. Y me explicó convencida: “El grande es la mamá, y el pequeño su bebé.”

Eran idénticos aparte del tamaño. Miramos las etiquetas. También eran idénticas. “Made in China.” Claro. De ahí venían la mamá y el bebé. Bienvenido a Nueva York. El mundo es una aldea.

Cuando me despedí, la niña vino a acompañarme al aeropuerto con su padre. En el coche llevaba los dos perritos y les hizo que me dieran un besito al despedirme. ¡Y yo que decía que no sabía qué regalarle a una niña! Nunca me salió mejor un regalo.

Nochebuena

“Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.

Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.

Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: –Decile a… – susurró el niño. – Decile a alguien que yo estoy aquí.”

Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, p. 58]

Navidad

[Una madre, Ornella Accatino, habla de otra Madre:]

“Mis hijos tienen la edad de Jesús. Por eso he querido imaginarme lo que pudo suceder entre Jesús y María.

No gritó, sin duda que María no gritó cuando se realizó el milagro. Estaba sola en aquel establo, sudada y jadeante. Pero puso a su niño entre sus manos y se lo llevó a la cara para mirarlo, para conocerlo, para amar a aquella parte suya que estaba fuera de ella. Y lo besó.

¿Quién puede describir el primer beso de una madre a su hijo? ¿Quién puede descifrar y revelar el tumulto de emociones, de sentimientos, el arrobamiento, la entrega total? Así fue, dulce y apasionado, el primer beso de María a Jesús. Sus labios acariciaban la carita contraída, el cuerpecito tembloroso sacudido por las primeras respiraciones, por el latido rápido del corazón bajo la piel tensa.

Nada ya se interpuso nunca en aquel vínculo secreto y profundo, hecho de ternura y ansiedad, de orgullo y de temor, que unió a la madre con su hijo, que une a todas las madres con sus hijos, por siempre, por encima de cualquier dificultad, a pesar de todo, para siempre.

¿Pensó María que aquella criatura era muy diversa de todos los demás niños, que Dios tenía proyectos sobrenaturales para ella? Creo que en aquellos primeros momentos, durante sus primeras experiencias de madre, María no pensó en acontecimientos tan grandes. Se abandonaría al gozo de los primeros contactos y miraría las manos de Jesús, como habría hecho cualquier madre asombrada por la perfección de los dedos minúsculos, de las uñas frágiles pero curiosamente largas que le cortaría ella como haría cualquier madre en cualquier rincón del mundo. Y peinó con sus manos sus cabellos ligeros, y sujetó la cabeza que se balanceaba sobre el cuello frágil y observó sorprendida el movimiento que levantaba y hacía subir rítmicamente la superficie de la cabeza, en el centro justo encima de la frente (la fontanela).

Y María descubrió también la voz, la voz de su hijo. Sin forma y débil, aquella voz salió de la garganta del niño, en el primer instante después del nacimiento, y llenó todos los rincones del establo. La mula y el buey giraron dulce y lentamente su gran cabeza peluda. Era la voz más bella del mundo, solo faltaba aquel sonido para que el mundo fuera perfecto. María se embebió de aquella voz, que inundaba todo su ser. Hasta un vagido sirve para cimentar el amor.”

[Una madre llamada María, p. 14]

Año nuevo

[Albert Camus reflexiona también sobre regalos.]

“Recuerdo aquella crisis de desesperación que me vino cuando mi madre me anunció que ‘ahora era bastante mayor, y que recibiría regalos útiles para Año Nuevo.’ Aun hoy no puedo evitar una secreta crispación cuando recibo regalos útiles.”

[Carnets 1, p. 68]

Errantes

[Un cuento de Pío Baroja, con la descripción artística de una familia que nos recuerda a otra en su sencillez:]

Les sorprendió la noche e hicieron alto en el fondo de un desfiladero constituido por dos montes cortados a pico, cuyas cabezas se aproximaban allá arriba como para besarse, dejando solo a la vista una faja de cielo alargado y llena de estrellas.

A los pies de aquellas dos altísimas paredes de piedra serpenteaba la carretera, siguiendo las vueltas caprichosas del río, que, ensanchado por el dique de una presa cercana y su molino, era allí caudaloso, profundo y sin corriente.

Embutida en una grieta angosta de la montaña, cerca de un terraplén, por donde continuamente rodaban piedras, había una cabaña, y la familia se detuvo en ella. Era una de esas casucas que en las provincias del Norte se ven en las carreteras para descanso de los caminantes. Allí solían albergarse gitanos, caldereros, mendigos, buhoneros y toda esa gente sin trabajo que recorre los caminos.

La familia la constituían una mujer con un niño, un hombre y un muchacho. La mujer, que iba montada en un viejo caballo, bajó de él, entró en la cabaña y se sentó en el banco de piedra a dar de mamar al niño que llevaba en los brazos. El hombre y el muchacho quitaron la carga al rocín, lo ataron a un árbol, recogieron algunas brazadas de leña, las llevaron a la caseta, y allí, en el suelo, encendieron lumbre.

La noche estaba fría; en aquel desfiladero, formado por los dos montes cortados a pico, soplaba el viento con fuerza, llevando finísimos copos de nieve y gotas de lluvia.

Mientras la mujer daba de mamar al niño, el hombre, solícitamente, le quitó el mantón, empapado en agua, de los hombros, y lo puso a secar al fuego; después afiló dos estacas, las clavó en la tierra y colgó sobre ellas el mantón, que así impedía el paso a las corrientes de aire. El fuego se había acrecentado; las llamas iluminaban el interior de la cabaña, en cuyas paredes blanqueadas se veían toscos dibujos y letreros, trazados y escritos con carbón por otros vagabundos.

El hombre era pequeño, flaco, sin bigote ni barba; toda su vida parecía reconcentrada en sus ojos, chiquitos, negros y vivarachos. La mujer hubiera parecido bella sin el aire de cansancio que tenía. Miraba resignada a su hombre, a aquel hombre a quien amaba sin comprenderle. El muchacho tenía las facciones y la vivacidad de su padre; ambos hablaban rápidamente, en una jerga extraña, y leían y celebraban los letreros escritos en las paredes.

Se pusieron a comer los tres sardinas y pan. Luego, el hombre sacó una capa raída de un envoltorio, y arropó con ella a su mujer. El padre y el hijo se tendieron en el suelo; al poco rato, los dos dormían. El niño comenzó a llorar; la madre se puso a mecerlo en sus brazos con voz quejumbrosa.

Minutos después, en el nido improvisado, dormían todos, tan tranquilos, tan felices en su vida nómada y libre. Afuera, el viento murmuraba, gemía y silbaba con rabia en el barranco. El río se contaba a sí mismo sus quejas con tristes murmullos, y la presa del molino, con sus aguas espumosas, ejecutaba extrañas y majestuosas sinfonías.

Al día siguiente por la mañana, la mujer con el niño, montada a caballo; el padre y el muchacho comenzaron nuevamente su marcha y se fueron alejando, alejando, los errantes, hasta que se perdieron de vista en la revuelta de la carretera.

Cuentos, p. 77]

Me contáis

[Este ensayo sobre Dios, que me han enviado, está escrito por un niño de 8 años, Danny Dutton en Chula Vista, California.]

Una de las principales ocupaciones de Dios es el fabricar gente nueva. Lo hace para reemplazar a la gente que muere, y para que así haya siempre gente bastante para cuidarse de todo lo que hay que cuidarse en la tierra.

Dios no hace personas adultas, solo hace bebés. Yo creo que es porque son más pequeños y fáciles de hacer. Así no tiene que perder tiempo enseñándoles a andar y hablar, y les deja esto a los papás.

La segunda ocupación importante de Dios es el escuchar nuestras oraciones. Eso le lleva mucho tiempo, porque hay gente, como los predicadores y otros, que rezan a todas horas, no solo cuando se van a acostar. Por eso Dios no tiene tiempo para escuchar la radio o ver televisión. Como él escucha todo, no solo oraciones, debe tener mucho ruido en los oídos, a no ser que haya encontrado la manera de desenchufarlo.

Dios ve todo y escucha todo y está en todas partes, y eso lo tiene bien ocupado. Por eso no tienes que hacerle perder el tiempo con acudir a Él en contra de tus padres para pedirle algo que ellos te han dicho que no puedes pedir.

Los ateos son gente que no cree en Dios. No creo que haya ninguno en Chula Vista. Al menos entre los que vienen a la iglesia.

Jesús es el Hijo de Dios. Él es quien hacía todas las tareas difíciles en la tierra, como el andar sobre las aguas y resucitar a muertos y tratar de enseñar a la gente que no quería aprender sobre Dios. Al fin se cansaron de sus sermones y lo crucificaron. Pero él era bueno y amable como su Padre, y le dijo a su Padre que no sabían lo que hacían y que los perdonase, y el Padre dijo que vale.

Su Papá (Dios) apreciaba todo lo que había hecho en la tierra, y le dijo que ya no necesitaba andar más por ella, y podía quedarse en el cielo. Eso es lo que Él hizo. Ahora ayuda a su Papá a escuchar oraciones y ver cuáles son las cosas importantes para Dios, y las que él mismo puede resolver sin molestar a su Padre. Algo así como un secretario, pero mucho más importante, desde luego. Puedes rezar a cualquier hora con la seguridad de que te oirán porque lo han organizado bien y uno de ellos está siempre de guardia.

Tienes que ir a la iglesia los domingos porque eso le hace feliz a Dios. No dejes de ir a la iglesia por hacer algo que a ti te gustaría más, como ir a la playa, porque no está bien. Y, además, el sol no llega a la playa hasta el mediodía.

Si no crees en Dios, además de ser ateo te quedarás muy solo porque tus padres no pueden ir siempre contigo, mientras que Dios sí puede. Es bueno saber que Él está cerca cuando tienes miedo en la oscuridad o cuando no sabes nadar mucho y otros chicos mayores te echan al agua donde cubre. Pero tampoco pienses solo en lo que Dios puede hacer por ti.

Para mí, Dios es quien me puso aquí y quien me puede volver a llamar cuando quiera. Por eso yo creo en Dios.

[Me voy a la India en Navidades. Nos vemos en enero.]

Salmo

Salmo 109 – Eres sacerdote para siempre
Este es mi salmo, Señor, tu bendición especial para mí, tu recordatorio del día en que mis manos fueron ungidas con óleo sagrado para que yo pudiera bendecir a los hombres en tu nombre. Tu promesa, tu elección, tu consagración. Tu palabra empeñada por mí en prenda sagrada de tu compromiso eterno:

«El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec.»

Desde aquel día, el mismo nombre de «Melquisedec» suena como un acorde en mis oídos. Su misterioso aparecer, su sacerdocio real, su ofrenda de pan y vino y su poder de bendecir al mismo Abrahán, en quien son benditos todos los que creen. De él viene mi linaje sagrado, el pan y el vino que mis manos reparten, y el derecho y la autoridad de bendecir en tu nombre a todos los hombres y mujeres, grandes y pequeños. Mi árbol de familia tiene hondas raíces bíblicas.

Mi sacerdocio es tan misterioso como el personaje de Melquisedec. Nunca llego a agotar el fondo de su significado. Miro mis manos y me asombro de cómo pueden perdonar pecados, bendecir a los niños y hacer bajar el cielo a los altares de la tierra. La misma grandeza de mi vocación me trae dudas de mi propia identidad y crisis de inferioridad. ¿Cómo puede la pequeñez de mi ser albergar la majestad de tu presencia? ¿Cómo puede mi debilidad responder a la confianza que has puesto en mí? ¿Cómo puedo perseverar frente a peligros que amenazan mi integridad y minan mis convicciones?

La respuesta es tu palabra, tu promesa, tu juramento. Has jurado, y dices que no te arrepentirás. No cambiarás tus planes sobre mí. No me despedirás. No permitirás que tampoco yo rompa por mi parte el vínculo sagrado. Y yo no quiero que lo permitas. Quiero que tu juramento permanezca firme, para que la firmeza de tu palabra afiance la movilidad de mi corazón. Confío en ti, Señor. Confío en la confianza que tienes en mí. Y que nunca traicione yo esa confianza.

Que no te arrepientas jamas de haberme ungido, Señor. Y que yo tampoco me arrepienta.

Que tu palabra sagrada me acompañe todos los días de mi vida:

«Eres sacerdote para siempre.»

Fundación González Vallés

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