Los textos de Carlos G. Vallés
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Año 2001
Día 1
Os cuento

Experiencia

He estado en la Convención Mundial de Jainistas en Chicago, y entre los muchos bellos recuerdos que de ella me he traído voy a contar uno.

En el inmenso comedor del Rosemont Centre comíamos diez mil personas en organización perfecta. La comida era puramente vegetariana, sin carne ni pescado ni huevos ni nada que creciera bajo tierra como patatas o cebollas, ni tuviera simientes como tomates o berenjenas, ya que las simientes tienen más vida y se trata de evitar lo más posible la violencia en la alimentación.

Había algunas monjas jainistas, de las que llevan un pedacito de tela blanca sobre la boca para no herir al aire al hablar, ya que también consideran que el aire tiene vida (no para no tragarse insectos como se les dice a los turistas en la India). Eso sí, se retiraban el velo para comer sin hablar, pero ellas siempre comen de limosna pidiendo cada vez la comida diaria de casa en casa, aunque naturalmente sólo de familias jainistas cuya pureza culinaria les conste. Aquellos días se les hacía fácil la petición de comida, pues venían al inmenso comedor y los camareros les servían en sus cuencos algo de la comida vegetariana, y ellas lo comían con la mano de pie en silencio.

Yo pasaba por allí en busca de un asiento para mí cuando una de las monjas me vio, me reconoció y por gestos me dijo algo que yo entendí enseguida. Me pedía que fuera yo el que le pusiera la comida en su cuenco en vez del camarero. Esto tenía su sentido. El acto de dar la comida a una monja se considera un acto de mucho mérito religioso para quien la da y para quien la recibe. Ella quiso bellamente ofrecerme a mí ese mérito mientras ella se honraba con que fuera yo quien la servía.

Me llegó al alma el breve momento. Le serví algo mínimo pues ella indicaba por gestos que comía poquísimo, la miré a los ojos mientras ella también me miraba con una gran sonrisa ocultada por su lienzo blanco pero reflejada en sus grandes ojos, nos saludamos con una inclinación de cabeza, y ella se fue a un rincón a comer de su cuenco con la mano, mientras yo buscaba una silla vacía y me disponía a comer mi comida vegetariana con más alegría interior que el menú más gastronómico de cocina mediterránea. Además a los otros comensales como yo se nos supeditaba una cucharilla de plástico en caso de que no quisiéramos comer con la mano. Pero la comida sabía mucho mejor comiendo con los dedos. Casi engordé aquellos días.

Cita larga

[El caballo protagonista de la célebre «Historia de un caballo» de Tolstoy, piensa así sobre lo que sabe de los humanos:]

Para mí era imposible entender el significado de palabras como «mi» caballo, «su» caballo, que parecían indicar algún tipo de vínculo entre mí y el mozo de cuadra que me cuidaba. Yo no entendía en manera alguna qué quería decir el que ellos me consideraran a «mí» como una «propiedad» de ellos. Decir «mi» caballo en referencia a mí me parecía tan absurdo como decir «mi tierra», «mi atmósfera», «mi agua».

Pero estas palabras tuvieron una influencia monstruosa sobre mí. Medité sobre ellas constantemente, y sólo después de muchas y largas relaciones con los humanos pude por fin comprender el sentido que ellos encuentran en esas extrañas expresiones.

El sentido es el siguiente: Los humanos gobiernan su vida, no por los hechos sino por las palabras. No les interesa tanto la posibilidad de hacer o no hacer algo, cuanto la posibilidad de hablar de diferentes objetos en palabras especiales para ellos. Estas palabras, que ellos consideran de la mayor importancia, son «mi», «mío», «nuestro», y las emplean con diversos objetos, incluso con la tierra, la gente, los caballos. Se han puesto de acuerdo en que con respecto a cualquier objeto particular, solamente una persona puede decir «es mío».

La persona que, en este juego, puede decir «mío» con respecto a un mayor número de cosas, es considerada por todos como la más afortunada. Por qué ha de ser así es algo que no entiendo en absoluto, pero así es.

Por ejemplo, muchos humanos que me llaman a mí «su caballo», no me han montado nunca, y son otras personas completamente diferentes las que me montan. No son ellos los que me dan de comer, sino otros enteramente distintos.

Con el tiempo, según fui yo ampliando el radio de mis experiencias, me convencí de que el concepto de «mío» aplicado a cualquier cosa no tiene otro fundamento que una especie de sentimiento al que llaman «derecho de propiedad». Un hombre dice «mi casa», y nunca vive en ella aunque tiene que cuidarla y mantenerla. El comerciante dice «mi tienda», como «mi tienda de tejidos», pero nunca lleva vestidos hechos ni con las mejores telas de su tienda. Hay humanos que llaman a un pedazo de terreno «mis tierras», y ni siquiera las han visto nunca. Otros llaman a algunos «mi gente», y su única relación con ellos es hacerles daño.

Estoy convencido de que en esto está la diferencia fundamental entre los humanos y nosotros, los caballos. Y en consecuencia, dejando a un lado otras cosas en que los caballos somos muy superiores a los humanos, podemos decir clara y decididamente que al menos en este respecto estamos, en la escala de los seres vivientes, muy por encima de los humanos. La actividad de los humanos se basa en las palabras; la nuestra, en los hechos.»

Cita breve

[José Saramago acaba así su novela «Ensayo sobre la ceguera»:]

«Todos somos ciegos. Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven.»

Cuento

[En la reunión de Chicago conté yo la primera parte de este cuento, que es la única que yo había conocido en la India, y alguien entonces, después de mi charla, me contó su segunda parte que yo ignoraba. Voy a contar aquí las dos.]

[Primera parte:] Un escorpión quería pasar al otro lado del río pero no sabía nadar. Le pidió a una rana que lo llevara sobre su espalda nadando, pero la rana le dijo que tenía miedo a que le picara con su aguijón cuando estaban en el agua. El escorpión le convenció que no haría tal cosa, pues entonces se moriría la rana pero se ahogaría él también. La rana lo entendió, tomó al escorpión a su espalda, se echó a nadar al río, y cuando estaban en medio de la corriente el escorpión alzó su cola venenosa y le picó. La rana se quejó: «¿Por qué has hecho eso? Ahora nos vamos a morir los dos.» Y el escorpión se excusó: «Lo siento mucho, querida rana…, pero es que yo soy así.»

[Segunda parte:] La rana se murió, pero el escorpión logró llegar cerca de la otra orilla muy fatigado. Un hombre se apiadó de él, lo tomó en su mano y le salvó la vida. Y el escorpión le picó en la mano. El hombre sacudió la mano de dolor, y el escorpión cayó al agua. Entonces el hombre volvió a salvarlo con su mano…, y el escorpión volvió a picarle. Cuando esto iba a suceder por tercera vez, alguien que había presenciado toda la escena le preguntó al hombre: «¿Por qué haces eso si cada vez te vuelve a picar?» Y el hombre contestó: «Ya comprendo…, pero es que yo soy así.»

¿Moraleja?

Anécdota

Cuando el compositor francés Bizet estaba componiendo su celebérrima ópera «Carmen» de personajes y tema totalmente españoles, le propusieron realizar un viaje por España para inspirarse de cerca en su música y en su ambiente. Pero él contestó: «Jamás. Eso echaría a perder mi obra.» [¿No decíamos que el mapa no es el territorio? Alguien, por lo visto, se negó a ver el territorio para no tener que cambiar su mapa.]

Proverbio chino

«El pájaro que cayó sin la flecha.»

Geng Lei era un famoso arquero en el estado de Wei. Un día, mientras iba de excursión fuera de la ciudad con el rey de Wei vio un ganso salvaje volando alto en el cielo. El rey le mandó que cobrase el ganso con una flecha. Él contestó: «No necesito flecha. Sólo con mi arco puedo hacer que ese ganso caiga del cielo.» Geeng Ying tensó, soltó e hizo vibrar la cuerda de su arco, y con eso el ganso salvaje cayó al instante ante sus mismos pies. «Eres un arquero maravilloso», dijo el rey. Gen Lei explicó: «Este ganso salvaje había ya sido herido antes por una flecha, como pude ver por su vuelo y sus graznidos. Por eso cuando oyó el resonar de la cuerda de mi arco, creyó que le había herido otra flecha, y cayó al suelo.»

[Best Chinese Idioms, p.292]

Me contáis

[Guillermo Rodríguez me ha contado este bello episodio de un gran violinista que recojo resumido. Sólo me quedo con las ganas de saber cuál era la pieza que estaba interpretando en aquel momento.]

En noviembre 18 de 1995 Itzhak Perlman subió al escenario para dar un concierto en el salón Avery Fisher del «Lincoln Center» en la ciudad de Nueva York. Subir al escenario no es un logro pequeño para él. Fue afligido de polio cuando era niño, tiene abrazaderas en ambas piernas y camina con la ayuda de muletas. Verlo caminar sobre el escenario de un lado al otro, paso a paso, lenta y penosamente, es una escena impresionante. Él camina dolorosa pero majestuosamente hasta que alcanza su silla. Después se sienta y lentamente pone las muletas sobre el piso, abre los broches de las abrazaderas en sus piernas, recoge un pie y extiende el otro hacia delante. Luego se inclina y recoge el violín, lo pone bajo su barbilla, hace seña al Director y procede a tocar.

Eso hizo en aquel día. Hasta ahí, la audiencia ya estaba acostumbrada a ese ritual y lo siguió con respeto. Pero esta vez algo ocurrió. Justo cuando él terminaba de tocar los primeros compases, una cuerda de su violín se rompió y todos se dieron cuenta del chasquido que inutilizaba su instrumento. Los que estaban ahí esa noche tal vez pensaron: «Ahora va a tener que levantarse otra vez, abrocharse las abrazaderas, recoger las muletas y cojear hasta fuera del escenario para reparar el accidente.» Pero no fue así. En vez de eso, él esperó un momento, cerró sus ojos y después hizo seña al director de la orquesta para empezar a tocar. La orquesta empezó y él comenzó a tocar cuanto le tocó entrar. Tocó con tanta pasión, con tanto poder y con una claridad que nunca antes nadie le había escuchado.

Cualquiera sabe que es imposible tocar una obra sinfónica con sólo tres cuerdas. Pero eso fue exactamente lo que él hizo aquella noche. Recompuso en su cabeza instantáneamente la digitación, los cambios de cuerda, los saltos y las combinaciones, y tocó la pieza entera como si nada hubiera pasado.

Cuando acabó, hubo un silencio impresionante en el salón. Luego todo el público se puso en pie y le aplaudió, gritó y aclamó en apreciación de lo que había hecho. Él sonrió, se secó el sudor de sus cejas, alzó su arco para acallar el aplauso, y después dijo, no presumidamente, sino en un tono tranquilo, pensativo y reverente: «Ya ven ustedes; algunas veces la tarea del artista es la de averiguar cuánta música podemos producir con lo que nos queda.»

¿No será ésa la definición de la vida?

Salmo

Salmo 34: «Yo soy tu salvación»
Di a mi alma: Yo soy tu salvación.»

Ya sé que eres mi salvación, Señor, pero quiero oírlo de tus labios. Quiero el sonido de tu voz, el gesto de tus manos. Quiero escucharte en persona, ver cómo te diriges directamente a mí y recibir en mi corazón el mensaje de esperanza y redención: «Yo soy tu salvación».

Una vez recibido el mensaje, confío en verlo hacerse realidad en las penosas vicisitudes de mi vida diaria. Tú estás siempre a mi lado, y tú eres mi salvación, así que ahora espero ver a tu poder salvífico obrar maravillas en mi vida, según voy necesitando tu ayuda, tu guía y tu fortaleza. Si de veras eres mi salvación, hazme sentirlo así en el fondo de mi alma y en la práctica de la vida. Sálvame día a día, Señor.

En concreto, Señor, sálvame de aquellos que no me quieren bien. Los hay, Señor, y el peso de su envidia entorpece los pasos de mi alegría. Hay gente que se alegra si me sobreviene la desgracia, y se ríen cuando tropiezo y caigo.

«Cuando yo tropecé, se alegraron,
se juntaron contra mí y me golpearon por sorpresa;
me laceraban sin cesar; cruelmente se burlaban de mí,
rechinando los dientes de odio.
Señor, ¿hasta cuándo te quedarás mirando?
Que no canten victoria mis enemigos traidores,
Que no hagan guiños a mi costa los que me odian sin razón.»

No pretendo quejarme de nadie, Señor; allá cada cual con sus intenciones y con su conciencia; pero sí que siento a veces en mí y alrededor de mí la fricción, la tensión, la sospecha que endurece los rostros y enfría las relaciones. Quiero considerar a todo conocido como un amigo, y a todo compañero en el trabajo como un socio. Pero se me hace difícil en un mundo de crítica, envidia y competencia.

Lo que de veras deseo es llegar yo mismo a aceptar de corazón a todos, para que el sentirse aceptados despierte en su corazón la amistad y me acepten a mí. Arranca de mi corazón toda amargura y hazme amable y delicado para que mi conducta invite también a la amabilidad y delicadeza de parte de los demás y cree un clima de acercamiento dondequiera que yo viva o trabaje.

Si eres de veras mi salvación, redímeme a mí y a cuantos viven y tratan conmigo, de la maldición de la envidia. Haz que todos nos alegremos del bien que cada uno hace, y que cada cual tome como hecho por él lo que su hermano ha conseguido.

«Entonces me alegraré en el Señor,
y gozaré con su salvación.»

Día 1
Os cuento

Experiencia

Me llaman al teléfono. Una voz desconocida de mujer me dice: «Le llamo de parte de la empresa […]; mi nombre es […]; estamos haciendo una encuesta sobre […]. Necesitaría hablar, si usted está de acuerdo, con una persona entre catorce y cincuenta años. ¿Hay alguien así en su casa que pudiera contestar a mis preguntas? No llevará más de tres minutos.» Contesto educadamente: «No, lo siento, no hay aquí nadie de esa edad.» – «Perdone la molestia, y muchas gracias.» – «No ha sido molestia. Adiós.» Y colgamos los dos.

Los viejos no interesamos. No cuenta nuestra opinión, nuestra actitud, nuestra experiencia. No estamos comprendidos entre los 14 y los 50 años. Y encuentro generoso eso de los 50. Otras encuestas se paran en los 40. Por lo visto no compramos, no viajamos, no molamos. No vivimos de noche, no danzamos, no ligamos. No conocemos el último disco del último cantante. No servimos para nada, y nos cuelgan rápidamente el teléfono. Tachan nuestro nombre en su lista y marcan el número siguiente. En esa otra casa sí, hay una muchacha de 15 años que se pone alegremente al teléfono y se está hablando probablemente más de tres minutos. Y crece la estadística. Estadísticas que luego definen el estilo de vida que hay que seguir.

Echo un vistazo al correo electrónico de varios días. Un mensaje es reacción a una respuesta dada por mí a una pregunta delicada. Me dice: «Es la respuesta más honesta que he recibido a mi pregunta.»

Otro emilio: «Por fin tengo alguien en quien confiar. Lea esto, por favor. Siento alivio con solo escribirle».

Otro: «Cuídese, Carlitos, que nos hace falta.»

Otro: «Aquí le queremos mucho.»

Otro: «Hijo, todo lo que escribes no tiene desperdicio.»

Por lo visto aún servimos para algo. ¿O no será que no me han preguntado la edad?

Cuento

[De «El Conde Lucanor», resumido y en lenguaje actual. Por favor, esperad hasta el final para la moraleja. Está en verso. ]

En una ciudad había un hombre pobre que tenía un hijo, el mejor joven que podía encontrarse en aquellos contornos, pero no podía casarse por ser pobre. En aquella misma ciudad vivía un hombre rico con una hija única que era todo lo contrario de aquel joven. Cuanto aquel joven tenía de buenas maneras, tanto más malas y enrevesadas las tenía la hija de aquel hombre; debido a esto, no había hombre en el mundo que quisiera casarse con aquel diablo de mujer.

El hijo del hombre pobre fue a su padre y le pidió que la arreglara el casamiento con la hija del hombre rico. El padre se quedó de una pieza y le preguntó si no le atemorizaba la idea, pues no había hombre por aquellos lugares que, por pobre que fuese, aceptase casarse con esa mujer. El hijo, sin embargo, insistió, y el padre fue a ver al hombre rico del que además era amigo.

El hombre rico, al oír la propuesta le contestó: «Por Dios, amigo, si yo tal cosa os hiciese, os sería muy falso amigo, pues vos tenéis muy buen hijo, y os haría una gran faena si yo consintiese su mal o su muerte; y estoy seguro de que, si con mi hija casase, o sería muerto o le valdría más la muerte que la vida. Y no entendáis que lo hago por no cumplir vuestros deseos, pues si la quisiereis, a mí mucho me place dársela a vuestro hijo, o a quienquiera que me la saque de casa.»

El casamiento se hizo, y según la costumbre árabe llevaron a la novia a casa de su marido. Los árabes tienen por costumbre preparar la cena a los novios y ponerles la mesa, dejándolos en su casa solos hasta el día siguiente. Hiciéronlo así. Pero estaban los padres, las madres y los parientes del novio y de la novia con gran miedo, temiendo que al día siguiente hallarían al novio muerto o muy maltrecho.

Después que se quedaron solos en casa, sentáronse a la mesa, y antes de que la novia pudiera decir cosa alguna, miró el novio debajo de la mesa y vio un perro y le dijo muy agresivamente: «¡Perro, lávanos las manos!» El perro no lo hizo. El joven echó mano de la espada, persiguió al perro alrededor de la mesa hasta que lo alcanzó, y le cortó la cabeza y las patas haciéndolo mil pedazos.

Así, colérico y ensangrentado, tornóse a sentar a la mesa y, mirando alrededor vio un gato y le ordenó que le diese agua para lavarse las manos. Como no lo hizo, le dijo: «¡Cómo, don falso traidor! ¿Acaso no viste lo que le hice al perro porque no quiso hacer lo que le mandé? Prometo a Dios que, si conmigo porfías, lo mismo haré contigo que con el perro.» Al no hacerle caso el gato, levantóse el joven y tomólo por las patas y reventólo contra la pared, mostrando mucha mayor saña que con el perro.

Así muy bravo y colérico, soltando juramentos sin cesar, tornóse y buscó por todas partes hasta que vio a su único caballo que estaba en la cuadra, y le dijo muy bravamente que les diese agua para lavarse las manos. El caballo no lo hizo. En cuanto vio que no lo hacía, le dijo: «Cómo, don caballo! ¿Pensáis que porque no tengo otro caballo, por eso os perdonaré si no hiciereis lo que yo os mandare? Olvidaos de eso, que si, por vuestra mala ventura, no hiciereis lo que yo os mande, juro a Dios que tan mala muerte os daré como a los otros; que no hay cosa viva en el mundo que no haga lo que yo mandare, que eso mismo yo no le haga.» El caballo estuvo quieto. En cuanto vio que no le obedecía, se fue hacia él y le cortó la cabeza con la mayor saña que podía mostrar, despedazándolo entero.

Cuando la mujer vio que mataba el caballo no teniendo otro, y que decía que eso mismo haría a quienquiera que no obedeciese sus órdenes, pensó que esto ya no se hacía por juego, y sintió tan gran temor que no sabía si estaba muerta o viva.

Él de este modo, bravo, colérico y ensangrentado, volvió a la mesa, jurando que si mil caballos y hombres y mujeres hubiera en casa que se le desmandaran, todos serían muertos. Sentóse mirando alrededor, teniendo la espada ensangrentada en el regazo, y en cuanto miró a un lado y a otro y no vio cosa viva, volvió los ojos contra su mujer muy bravamente diciéndole con gran saña, con la espada en la mano: «Levantaos y lavadme las manos.» La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría entera, levantóse muy aprisa y le dio agua a las manos. Después le ordenó que le diese de comer, y ella lo hizo. Así pasó todo entre ellos aquella noche, sin hablar ella, haciendo sin rechistar todo lo que le mandaba.

En cuanto hubieron dormido un rato, le dijo él: «Con este disgusto que tuve esta noche, no pude dormir bien. Aseguraos de que no me despierte mañana nadie. Tenedme preparada la comida.

Cuando amaneció, los padres, las madres y los parientes llegaron a la puerta y, puesto que no se oía nada, temieron que el novio estaba muerto o malherido. En cuanto vieron por entre las cortinas a la novia y no al novio, temiéronlo aún más.

Cuando ella los vio en la puerta, llegó a toda prisa, y con gran miedo comenzóles a decir: «¡Locos, traidores! ¿Qué hacéis? ¡Callad, de lo contrario todos, vos como yo, todos somos muertos!» Cuando todos esto oyeron, se quedaron maravillados; y en cuanto supieron lo que había ocurrido, apreciaron mucho al joven por cómo había logrado hacerse con el mando de su casa.

De ahí a pocos días, su suegro quiso hacer lo que hiciera su yerno, e, intentando imitarle, mató un gallo. Su mujer le dijo: «A fe mía, marido, tarde os acordasteis, pues ya no os valdría de nada aunque mataseis cien caballos. Haberlo comenzado antes, pues ahora ya bien nos conocemos.»

«Si al comienzo no muestras quién eres,
nunca podrás después cuando quisieres.»

[Del libro «MOBBING, Cómo sobrevivir al acoso psicológico en el trabajo», por Iñaki Piñuel y Zabala, Editorial Sal Terrae.]

Proverbio chino

«Solo el abrir un libro gana ya el cielo.»
[Del emperador Song Tai Zhong, que leía un libro cada día para asegurarse.]

Anécdota

[Leslie Garret, la soprano más popular del Reino Unido, cuenta en su autobiografía, «Notes From a Small Soprano»:]

La primera vez que estaba yo firmando ejemplares de mi libro, en Cheltenham, se me acercó a la mesa un mujer algo mayor que yo. Me dijo: «Llevaba mucho tiempo esperando a poder verla. Sólo quería darle las gracias.» Luego me contó cómo había cuidado a su anciana madre en su última enfermedad que la llevó a la muerte. Hacia el final, su madre había estado mucho tiempo inconsciente, hasta que su hija le puso el disco en el que yo cantaba el «Aleluya» de Mozart. Siguió diciéndome: «De repente, mi madre abrió los ojos y me sonrió. Incluso empezó a hablar, y a hablar de música, y de esa pieza precisamente y de los recuerdos felices que le traía a la memoria. Ella también había sido una cantante en su juventud, ¿comprende?. Fue un momento como si los años y el sufrimiento hubieran desaparecido. Luego volvió a cerrar los ojos y se durmió. Dos horas más tarde murió en paz.»
[Para consolarnos con el bien que hacemos sin saberlo. Sigamos cantando.]

Me contáis

Preguntas repetidas. «Llevo dos años con mi novio pero no estoy segura si debo casarme o no casarme.» «Dentro de unos meses he de pronunciar mis votos perpetuos como religiosa, y dudo si debo comprometerme.» «Mi relación con mi mujer se está haciendo imposible y comienzo a pensar en una separación amistosa antes de que esto explote.» «Este año me toca ordenarme de sacerdote; pero ahora temo hacerlo.»

Todos los que hablan así saben muy bien que nadie puede responder por ellos. Cada persona decide su vida. Pero ante la incidencia repetida de tales consultas me ocurren algunas consideraciones.

Cuestionarse a tiempo es signo de madurez.

Hablar ante otro en confianza y discreción sobre la propia situación puede servir para aclararse y orientarse uno mismo.

El riesgo en la vida subsiste en cualesquiera circunstancias.

La juventud de hoy parece no inclinarse a sellar opciones de por vida.

No hay respuestas generales, y cada persona y caso son diferentes.

En mi reciente visita a Chicago mis amigos de la Convención Jainista Mundial me pidieron que una de mis charlas fuera sobre el matrimonio. Accedí, ya que mi mejor título era el no estar casado. Se rieron. Les conté la respuesta atribuida a Sócrates cuando un joven le preguntó si debía casarse: «Si te casas, te arrepentirás; y si no te casas, te arrepentirás.» Se rieron. Añadí: «La frase de Sócrates, precisamente por ser de Sócrates y ser tan general, puede exactamente interpretarse de otra manera: «Si te casas, te alegrarás; y si no te casas, te alegrarás.» Aquí mis oyentes no se rieron. Probablemente por ser más profundo y ser más verdad.

Nota: Es sabido que Sócrates tenía una mujer difícil. Probablemente Jantipa también diría que tenía un marido difícil.

Salmo

Salmo 35: La fuente de la vida
«En ti está la fuente de la vida,
y en tu luz vemos la luz.»

Quiero vivir, sentirme vivo, palpar las energías de la creación cuando suben y se esparcen por las células de mi cuerpo y los tejidos de mi alma. La vida es la esencia de todas las bendiciones que Dios da al hombre, el roce del dedo de Dios que convierte un montón de arcilla en un ser viviente y hace de una sombra inerte el rey de la creación. La vida es la gloria de Dios hecha movimiento, la Palabra divina traducida en sonrisa, el amor eterno que hace palpitar el corazón del hombre. La vida es todo lo que es bueno, vibrante y alegre. La vida es la bendición de las bendiciones.

Deseo vivir la vida. En mis pensamientos y en mis sentimientos, en mis conversaciones y en mis encuentros, en mi amistad y en mi amor. Quiero que la centella de la vida encienda todo lo que hago y todo lo que soy. Que mi paso se acelere, que mi pensamiento se agudice, que mi mirada se alargue y mi sonrisa se ilumine cuando la vida amanezca en mí. Quiero vivir.

Yo quiero vivir, y tú eres la fuente de la vida. Cuanto más me acerque a ti, más vida tendré. La única vida verdadera es la que viene de ti, y la única manera de participar en ella es estar cerca de ti. Déjame beber de esa fuente, déjame meter las manos en sus aguas para sentir su frescura, su pureza y su fuerza. Que las aguas vivas de ese divino manantial fluyan a través de mi alma y de mi cuerpo, y su corriente inunde el pozo de mi corazón. Olas de alegría en carne mortal.

También eres la luz. En un mundo de oscuridad, de duda y de incertidumbre, tú eres el rayo rectilíneo, el cándido amanecer, el mediodía que todo lo revela. Si para vivir hay que acercarse a ti, para ver también.

«En tu luz vemos la luz.»

Señor, quiero tu luz, tu visión, tu punto de vista. Quiero ver las cosas como tú las ves, quiero verlas desde tu punto de vista, desde tu horizonte, desde tu ángulo; quiero ver así a las personas y los acontecimientos y la historia del hombre y los sucesos de mi vida. Quiero verlo todo con tu luz.

Tu luz es el don de la fe. Tu vida es el don de la gracia. Dame tu gracia y tu fe para que yo pueda ver y vivir la plenitud de tu creación con la plenitud de mi ser.

«Señor, tu misericordia llega hasta el cielo,
tu fidelidad hasta las nubes;
tu justicia hasta las altas cordilleras,
tus sentencias son como el océano inmenso.
Tú socorres a hombres y animales:
¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!
Los humanos se acogen a la sombra de tus alas,
Se nutren de lo sabroso de tu casa,
Les das a beber del torrente de tus delicias.»

Señor, ¡dame de esa agua!

 

Día 15
Os cuento

Experiencia

La primera vez que volví a España desde la India fue al cabo de veinte años. Asistí a un Congreso Internacional de Matemáticas en Moscú, y luego vine a Madrid donde pasé unos bellos días con mi madre. Al fin me volví a despedir de ella, y entonces me ocurrió una experiencia que me sacudió. Al entrar yo en el avión que me volvía a llevar a la India, la suave música del avión era, inesperadamente, la melodía de una canción religiosa en inglés, «Abiding grace», que era una de mis favoritas y me pareció un mensaje cariñoso que nos bendecía a mí y a mi madre en la despedida.
Treinta años después de esa experiencia, esto es el mes pasado, tuve ocasión de ir a Jaca, en el Pirineo Aragonés. De Jaca era mi padre, y allí está enterrado. Fui al cementerio a visitar su tumba. Allí le hablé y le conté lo que digo siempre, que aunque él murió cuando yo tenía sólo diez años, él es la persona que más me ha influenciado en mi vida, y eso para bien. Le conté que este año el Centro Riojano de Madrid me había concedido la «Guindilla de oro» como a riojano ilustre, y que en aquella ocasión conocí a una persona mayor que me contó era corresponsal del periódico «La Rioja» cuando mi padre era el ingeniero constructor del pantano de Ortigosa de Cameros que hoy lleva su nombre en aquella provincia, y le hizo una entrevista el año 1935 sobre la obra del pantano, y esa entrevista iba a publicarse de nuevo en la revista del Centro Riojano de Madrid en memoria suya. Me gustó contarle todo eso.
Salí por fin del cementerio, dispuesto a andar de vuelta los dos kilómetros hasta Jaca, aunque ya había subido bastante el calor. Al salir me sorprendió encontrarme con que llegaba allí un autobús de la municipalidad que volvía desde allí mismo, y subí agradecido. Me senté, y caí en la cuenta de que el autobús llevaba música. Me fijé en la melodía que tocaba al entrar yo…, y era la misma que me había recibido y emocionado en el avión treinta años antes al despedirme de mi madre. Y ahora volvía al despedirme de mi padre. Volví a Jaca con ojos húmedos.

Cita

[De la primera monja budista inglesa de profesión solemne, Tenzin Palmo, en su libro «La gruta en la nieve», cuyo nombre le viene de la gruta en los Himalayas donde pasó doce años enteramente sola, entregada al estudio y la meditación. P. 166]

«La gente dice que no tiene tiempo para meditar. ¡Eso no es verdad! Puedes meditar al andar por los pasillos, al esperar durante las maniobras del ordenador, ante un semáforo, de pie en una cola, en el baño, cuando te peinas. Basta con que estés allí presente de verdad, sin ningún comentario mental. Comienza por escoger una acción durante el día y decide estar totalmente presente durante esa acción. Tomar el té por la mañana. Afeitarte. Decide que durante esa acción estarás realmente allí. Es cuestión de costumbre. Lo que todos tenemos es la [mala] costumbre de no caer en la cuenta dónde estamos. Hay que desarrollar el hábito de estar presente. En cuanto empezamos a vivir en el presente, todo se nos abre.»

Cita breve

«Lo evidente es aquello que no se ve hasta que alguien lo expresa sencillamente.» Khalil Gibran.

Cuento sapiencial

Junto a un grupo de gatos, pasó un día un perro sabio. Y como al acercarse vio que estaban muy absortos y no reparaban en él, se detuvo. Y he aquí que se levanta en el centro del grupo un gato grande; solemnemente mira a los otros y dice: «Rezad, hermanos, y cuando hayáis rezado y rezado, entonces os aseguro que sin duda ninguna lloverán ratones.»
Cuando el perro oyó esas palabras, sonrió entre sí y se alejó diciendo: «Gatos necios y ciegos. Como si no estuviera escrito, como si yo no lo supiera y mis padres antes que yo: lo que llueve en virtud de la oración y las súplicas no son ratones… sino huesos.»
[Khalil Gibran]

Cuento

[«Naga» (La serpiente cobra) por R.K. Narayan, abreviado.]

El muchacho quitó la tapadera de la cesta redonda, se quedó mirando a la cobra que estaba enrollada dentro, y dijo, «Naga, espero que estés muerta, y así podré vender tu piel al peletero, y así al menos servirás de algo.» Le metió el dedo en los anillos. Naga levantó la cabeza y miró alrededor suyo con mirada aburrida. «Te has hecho tan perezosa que ni abres ya tu capuchón. No eres una cobra. Eres un gusano. Yo soy un encantador de serpientes que estoy intentando montar un número contigo para ganarme la vida. No es extraño que con tanta frecuencia tenga que irme a la parada de autobuses y pedir limosna fingiéndome ciego. El problema es que nadie quiere verte, nadie te respeta, nadie te tiene miedo. Y ¿sabes lo que esto significa? Que yo paso hambre, y eso es todo.»

Cuando hubieron pasado varios días sin ganar ni una perra, el muchacho decidió librarse de la serpiente y de su flauta de calabaza tirándolas por algún sitio, y dedicarse a otro oficio. Quizá podía cazar un mono y amaestrarlo. Con un mono sobre el hombro podría entrar en cualquier sitio, hasta en palacio. Y luego se quedaría con el mono como animal de compañía y se buscaría otro oficio. Comenzaría haciéndose mozo de estación, y así podría ver tantos trenes cada hora, y quizá meterse al fin en uno de ellos e irse a ver mundo. Pero lo primero era desentenderse de la cobra. No podía permitirse encontrarle huevos y leche para su comida diaria.

Se llevó a la serpiente en su cesta a un rincón solitario cerca del río, lejos de toda presencia humana, donde una serpiente podría moverse a gusto sin peligro de que la mataran en cuanto la vieran. En aquella región solitaria de «el bosquecillo de Nallappa» había muchos montículos, hendiduras y hormigueros. «Puedes encontrar habitación en cualquiera de esos sitios, y tus primos hermanos se sentirán felices de recibirte de vuelta en su compañía», le dijo a la serpiente.

Levantó la tapadera de la cesta, sacó a la serpiente y la dejó en libertad. Ella se quedó inmóvil al principio, luego levantó la cabeza, miró al mundo alrededor suyo sin interés, y comenzó a arrastrarse perezosa, sin norte fijo. Después de unos metros de paseo, se volvió y se dirigió hacia la cesta que era su casa.

El muchacho agarró enseguida la cesta y la arrojó lejos, fuera del alcance de la serpiente. «No te volverás a meter en ella mientras yo esté aquí.» Le dio la vuelta a la serpiente, la puso mirando a un hormiguero, la instigó a ir hacia él, y él mismo se puso a correr a toda velocidad en la otra dirección. La serpiente se arrastró hasta la mitad de la subida, dudó, y al fin se dio la vuelta y volvió hacia donde había salido.

El muchacho maldijo, «¡Maldita serpiente! ¿Por qué no te vuelves a tu mundo y te quedas allí? No volverás a encontrarme.» Corrió a través del bosquecillo de Nallappa y se paró a tomar aliento. Desde donde estaba vio a su Naga que se deslizaba majestuosa y rápidamente por el suelo, brillante como una cinta de plata bajo el resplandor del sol. Es que estaba buscando refugio en la cesta para protegerse de la amenaza del vuelo de un águila en el cielo que podía lanzarse en picado en cualquier momento sobre ella y llevársela de cena como las águilas les suelen hacer a las serpientes.

La Naga vio la cesta y se precipitó a ella como si volviera a casa después de una pesada representación. El muchacho volvió a poner la cesta con la cobra en el rincón de su choza junto a la pared que daba al parque. Le dijo a la serpiente, «Si no espabilas pronto, alguien te dará en la cabeza con un buen palo de bambú, que es como normalmente acaban las cobras. Entérate de una cosa: yo no te voy a cuidar por siempre. Yo estaré lejos en la estación del tren. Nadie puede echarme la culpa.»

[Moraleja: ¿De veras queremos ser libres?]

Me contáis

María de las Flores (que también me envió el cuento de Khalil Gibrán) me cuenta:

Cuando mi hermana era pequeña, le enseñaba a rezar mi mamá:
«Niñito Jesús,
sal del copón;
y pega un brinquito
a mi corazón.»
Y mi hermana preguntaba: «Si lo rezo dos veces, ¿pega dos brinquitos?»

Y comenta: «¿En qué momento de la vida nos opacamos?»

Salmo

Salmo 36 – Espera en el Señor
«Confía en el Señor y haz el bien,
habita tu tierra y practica la lealtad;
sea el Señor tu delicia,
y él te dará lo que pide tu corazón.
Encomienda tu camino al Señor,
Confía en él, y él actuará.
Descansa en el Señor y espera en él,
No te exasperes por el hombre que triunfa empleando la intriga,
Porque los que obran mal son excluidos,
Pero los que esperan en el Señor poseerán la tierra.»

Necesito esas palabras: «Descansa en el Señor y espera en él». Descanso y espera. Yo soy todo impaciencia y prisas, siempre de aquí para allá, y ya no sé si eso es un celo santo por las cosas de tu gloria o, sencillamente, el mal genio que yo tengo y no me deja parar. Todo lo hago por tu Reino, desde luego, por el bien de las almas y el servicio del prójimo; pero hay en todo ello una presión constante, como si el destino de la humanidad entera dependiera exclusivamente de mí y de mis esfuerzos. Siento necesidad de trabajar, conseguir, bendecir, sanar, poner remedio a todos los males del mundo, comenzando, desde luego, por todos los defectos de mi persona, y así he de actuar, rezar, planear, organizar, conseguir, conquistar. Demasiada actividad en mi pequeño mundo; demasiadas ideas en mi cabeza; demasiados proyectos en mis manos. Y en medio de toda esa prisa loca, oigo la palabra que me llaga desde arriba: Espera.

Descansa y espera.

Espera en el Señor, que es esperar al Señor.

Todos mis planes y obligaciones quedan desde ahora reducidos a esa sola palabra. Espera. Tranquilo. No te precipites, no te empeñes, no te atosigues, no te vuelvas loco y no vuelvas loco a todo el mundo a tu alrededor. No te comportes como si el delicado equilibrio del cosmos entero dependiera de ti en cada instante. Siéntate y cállate. La naturaleza sabe esperar, y sus frutos llegan cuando les toca. La tierra aguarda a la lluvia, los campos esperan a las semillas y a las cosechas, el árbol espera a la primavera, las mareas esperan su horario celeste, y las estrellas centelleantes esperan edades enteras a que el ojo del hombre las descubra y alguien piense en la mano que las puso en sus órbitas.

Toda la creación sabe esperar la plenitud de los tiempos que viene a darle sentido y recoger la mies de esperanza en gavillas de alegría. Solo el hombre es impaciente y se le quema el tiempo en las manos. Solo yo quedo aún por aprender la paciencia de los cielos que trae la paz al alma y le deja a Dios libre para actuar a su tiempo y a su manera. El secreto de la acción cristiana no es el hacer, sino el dejarle a Dios que haga.

«Confía en él, y él actuará.»

¡Si yo supiera dejarte hacer en mi vida y en mi mundo lo que tú quieres hacer! ¡Si aprendiera a no entrometerme, a no apurarme, a no temer que todo se va a perder si no controlo yo todo personalmente! ¡Si tuviera la fe y confianza suficientes para dejarte venir cuando tú quieras y hacer lo que te agrade! ¡Si aprendiera a esperar! Esperar es creer, y esperar es amar. Esperar tu venida es anticiparla en gozo y esperanza en la escatología privada de mi corazón.

¡Bienaventurados los que esperan, porque el gozo del encuentro coronará la fidelidad de la espera!

Día 1
Os cuento

Experiencia

El siglo veintiuno comenzó -desgraciadamente- el 11 de septiembre. El 1 de enero no había pasado nada; fue un día como el 31 de diciembre anterior. Pero el 11 de septiembre no fue como el 10 de septiembre. Algo había pasado que cambió la historia y marcó el siglo que comienza. Bajo ese signo vamos a vivirlo.

Para mí la pregunta básica es como 19 jóvenes educados y de buenas familias pueden suicidarse matando. Y la respuesta es el condicionamiento mental a que habían sido sometidos desde pequeños. Quien se convence de que su país, su raza, su religión, su grupo es el mejor, y que le están haciendo una injusticia y hay que atacarla por todos los medios, se convierte en el instrumento de la destrucción más feroz que pueda darse.

El peligro es que todos estamos condicionados. Yo he citado con frecuencia los dichos de Krishnamurti, «Todos somos gente de segunda mano», de Mark Twain, «Somos un manojo de prejuicios», y de Heidegger, «Todos nacemos siendo muchos». Somos lo que nos han hecho. Y algunos de esos condicionamientos favorecen la intransigencia, la intolerancia, el fanatismo y la violencia. Limpiarse en lo posible de todos esos condicionamientos es nuestra responsabilidad primera. Y prepararnos a ser hijos de nuestro tiempo con toda la seriedad que nos va tocando.

El día 11 de septiembre estaba yo en Berlín donde me sacudió la noticia. Al día siguiente fui a pasear un rato por la avenida «Unter den Linden». En una esquina noté un pequeño grupo de gente reunida en silencio ante unos ramos de flores y unas velas encendidas en el suelo. Me acerqué. Un cartel proclamaba la solidaridad en el sufrimiento con las víctimas. Y entonces, inesperadamente, me encontré llorando a lágrima viva. No soy tan sensible como para eso, y yo fui el primero sorprendido, pero eso me pasó. Lo cuento sin más.

Cita

«Durante las primeras semanas en el nuevo colegio, el profesor de inglés, Jack Baldwin, nos asignó un tema de redacción nada prometedor: «Encender una cerilla.» Fui a la biblioteca y busqué en enciclopedias, historias de la industria y manuales de química en busca de información acerca del funcionamiento de las cerillas. Luego resumí y transcribí de forma más o menos sistemática lo que había encontrado y, bastante orgulloso de lo que había recopilado, lo entregué. Casi de inmediato, Baldwin me pidió que fuera a verlo en sus horas de despacho; aquello me resultó algo totalmente nuevo, ya que los profesores de mi colegio anterior no tenían despachos, mucho menos horas de despacho.

El despacho de Baldwin era un cuartito de aspecto acogedor con las paredes cubiertas de postales. Nos sentamos uno frente a otro en dos sillas de estilo informal y me felicitó por mi investigación. «¿Pero es esa la manera más interesante de examinar lo que pasa cuando alguien enciende una cerilla? ¿Qué pasa si el que la enciende está intentado incendiar un bosque, encender una vela en una cueva o, metafóricamente, iluminar la oscuridad de un misterio como la gravedad, tal como hizo Newton?».

Por primera vez literalmente en mi vida un profesor me presentaba un tema de un modo que me hizo reaccionar de forma inmediata y entusiasta. Todo lo que antes había sido reprimido y sofocado en mi vida académica -reprimido a fin de suministrar respuestas prolijas y correctas que se ajustaran a un temario estandarizado y a un examen rutinario designado esencialmente para demostrar capacidad de retención en lugar de facultades críticas o imaginativas- se despertó de pronto, y el complejo proceso del descubrimiento intelectual (y del descubrimiento de mí mismo) no se ha detenido desde entonces.»

[Edward W. Said, «Fuera de lugar», p.315]

Cita breve

Krishnamurti: «¿Que qué puedo hacer yo para acabar con la violencia en el Vietnam? Acabar con el Vietnam que llevo dentro de mí.»

Anécdota

El maestro zen Taisen Deshimaru cuenta que el escultor Kanyasu quiso hacer una talla suya en madera de tamaño natural en postura meditativa de «zazen» para presentarla a un concurso, y él se prestó a ello. Corrían tiempos guerreros, a punto de estallar la guerra chino-japonesa de 1937, y sin embargo en medio de aquel ambiente esa talla pacifista ganó el primer premio. El escultor era muy pobre y no había podido pagarle nada a Deshimaru por haber posado para él, y en agradecimiento le regaló la talla a él mismo.

Deshimaru vivía en una casa muy pequeña de una sola habitación, y colocó la talla que lo representaba a él mismo en un rincón del cuarto. Pero pronto se le hizo insoportable la presencia de su propia imagen. Le resultaba intolerable el sentirse vigilado por sí mismo en postura tan austera, y por fin se deshizo de la talla premiada regalándola a la universidad de Komazawa.

Todos tenemos una estatua de nosotros mismos en un rincón del cuarto. Juez y testigo. Espejo e imagen. Dualidad de vida. Regalemos la estatua.

Cuento

[«El hombre atado» por Ilse Aichinger, abreviado]

Le despertó la luz del sol sobre sus ojos. Los abrió y los volvió a cerrar. Entonces cayó en la cuenta de que estaba atado. Una fina cuerda le cortaba los miembros. Sus piernas estaban atadas hasta los muslos; la misma cuerda le ataba los tobillos, se cruzaba por sus piernas y rodeaba su cadera, su pecho, sus brazos. No podía ver dónde estaba atada. No se alarmó ni se apuró, pues descubrió que la cuerda les permitía algo de juego a las piernas y que estaba casi suelta alrededor del cuerpo. Esto le hizo reír y pensar que quizá algunos niños le habían querido gastar una broma pesada.

Decidió levantarse. Dobló las rodillas en cuanto pudo, apoyó las manos en la hierba fresca y se incorporó de un golpe. Luego comenzó a andar a saltos como un pájaro. Trató de andar y descubrió que podía poner un pie detrás de otro si levantaba lo bastante un pie del suelo y lograba bajarlo antes de que se tensara la cuerda. De la misma manera podía mover un poco los brazos. Se sintió otra vez bajo control, y ya no se impacientó por llegar al pueblo.

El domador de animales que había instalado su circo en las afueras del pueblo vio al hombre atado por el camino. El hombre atado se movía despacio para evitar que le cortara las carnes la cuerda, pero lo que esto le sugirió al director del circo fue la limitación voluntaria de una gran ligereza de movimientos. Le encantó la extraordinaria elegancia de los gestos, y cruzó el campo para encontrarse con él. No había sentido tanto deleite ni siquiera al ver los primeros saltos de una pantera joven.

«¡Señoras y señores, he aquí al hombre atado!». Desde su primer movimiento lo envolvió una nube de aplausos en el circo. El hombre atado se levantó. Se arrodilló, se levantó, saltó y dio volteretas. Los espectadores estaban atónitos como se hubiesen visto a un pájaro que por propia voluntad se quedaba en tierra y se limitaba a dar saltitos. El hombre atado se convirtió en la gran atracción. Su fama creció de pueblo en pueblo. «¡Señoras y señores! ¡El hombre atado!»

Muchos querían ver de cerca como estaba atado. Entonces el director del circo anunció que después de cada sesión todos los que quisieran asegurarse de que los nudos eran verdaderos nudos y la cuerda no era de goma podían acercarse a hacerlo. La única diferencia entre el hombre atado y los otros funámbulos o trapecistas era que cuando acababa la sesión él no se quitaba la cuerda. El resultado era que cada movimiento que hacía merecía verse, y los aldeanos se pasaban horas ante el campamento del circo para verlo levantarse de junto al fuego y envolverse en su manta.

El director del circo le repetía que podía perfectamente desatarse después de la función de la noche y volverse a atar la tarde siguiente. Pero la fama del hombre atado dependía del hecho de que siempre estaba atado, que cuando se bañaba tenía que lavar la ropa al mismo tiempo, y que la única manera de hacerlo era lanzarse al río tal como estaba cada mañana al salir el sol.

Uno de esos días se escapó un lobo del circo. El propietario del circo no dijo nada, para que no surgiera la alarma, pero el lobo pronto comenzó a atacar el ganado en los alrededores. Las sospechas recayeron sobre el circo. Al fin se acusó públicamente al circo por el daño y el peligro, y los espectadores dejaron de venir.

El hombre atado estaba un día en un bosque cercano cuando vio el resplandor de dos pequeñas luces verdes. Se detuvo. El animal avanzó hacia él a través de las hojas. Si no hubiera estado atado, quizá el hombre hubiera tratado de huir, pero tal como estaba ni siquiera sintió miedo. Estaba tranquilo de pie con los brazos colgando mientras miraba el pelaje erizado y brillante del lobo, bajo el cual se adivinaban sus músculos como los suyos bajo la cuerda. Aún pensaba que el viento del atardecer estaba entre él y el lobo cuando la bestia saltó. El hombre se cuidó de obedecer a la cuerda.

Moviéndose con el cuidado experto que tan bien había cultivado, agarró al lobo por la garganta. Se lanzó sobre el animal y lo echó al suelo. Sintió la tenaza de sus manos apretarse hasta el máximo sin esfuerzo. El lobo murió.

La mujer del director del circo trató de convencer a su marido de que anunciase la muerte del lobo pero sin mencionar que lo había matado el hombre atado. La gente no lo iba a creer. Pero él no se dejó persuadir. Creyó que la hazaña del hombre atado le devolvería los triunfos del verano.

La gente no le creyó. Retó al hombre atado a que repitiera la batalla con el lobo. El director del circo sacó otro lobo, y el público se aprestó a mirar. El hombre atado estaba alerta. Nunca se había sentido más en unidad con su cuerda. Pero cuando soltaron el lobo, el hombre notó que alguien había cortado con un cuchillo la cuerda entre sus muñecas. La mujer del director quería salvar su vida. La cuerda cayó arrugada al suelo y él quedó libre. De repente se sintió débil. El lobo se agachó para saltar. El hombre se volvió, agarró la pistola que colgaba de la jaula y acertó al lobo entre los ojos. Y se dio a la fuga.

[No sabemos ser libres.¿Me estoy repitiendo?]

Me contáis

Un compañero sacerdote jesuita me cuenta como contesta él consultas personales de conciencia delicada. Me dice: «Las luces de tráfico son esenciales para la circulación en la ciudad. Hay que obedecerlas. Pero los bomberos no las obedecen. Ponen la sirena y se lanzan derechos. Las ambulancias de los hospitales en urgencias tampoco las respetan. Se las saltan a toda sirena. Incluso el guardia de tráfico me puede mandar que me salte un semáforo, y si no le hago caso me puede poner una multa. Pues bien, las leyes son las luces de tráfico. Y yo soy el policía de tráfico. ¿Te gustó?» Y mi amigo sonrió.

Salmo

Salmo 37: En la enfermedad
Me ha llegado la enfermedad y he perdido el valor de vivir. Mientras mi cuerpo se encontraba bien, di la salud por supuesta. Soy un hombre sano y fuerte, puedo comer cualquier cosa y dormir en cualquier sitio, puedo trabajar todas las horas que haga falta al día, puedo enfrentarme al sol del verano, a la nieve del invierno y a la humedad enfermiza de los largos meses de los monzones. Tango a veces un dolor de cabeza o un catarro de estornudos, pero desprecio las medicinas y evito a los médicos, y confío en que mi fiel cuerpo me sacará de cualquier crisis y derrotará a cualquier microbio en interés de mi trabajo, que no puede esperar, ya que es trabajo por Dios y por su pueblo. Estoy orgulloso de mi robustez y cuento con ella para poder seguir trabajando sin descanso y viviendo sin preocupación.

Pero ahora me ha llegado la enfermedad, y estoy destrozado. Destrozado en el cuerpo, entre las sábanas ardientes de una cama en el hospital, y destrozado en el alma, bajo la humillación y el apuro de mi salud rota. Me da vueltas la cabeza, me palpitan las sienes, me duele todo el cuerpo, el pecho tiene que forzarse a respirar. No tengo apetito, no tengo sueño, no quiero ver a nadie y, sobre todo, no quiero que nadie me vea en este estado de miseria que parece va a durar para siempre. Si el cuerpo me falla, ¿cómo voy a seguir viviendo?

«No hay parte ilesa en mi carne.
No tienen descanso mis huesos.
Mis llagas están podridas por causa de mi insensatez.
Voy encorvado y encogido,
Todo el día camino sombrío,
Tengo las espaldas ardiendo,
Estoy agotado, deshecho del todo.»

Pero ahora, en las largas horas de inactividad forzada, mis pensamientos se vuelven casi necesariamente hacia mi cuerpo, y comienzo a verlo bajo otra luz y a recobrar una relación con él que nunca debí haber perdido. La enfermedad de mi cuerpo es su lenguaje, su manera de hablarme, de decirme que lo estaba maltratando, ignorando, despreciando, cuando de hecho él es parte íntima de mi ser. Como el niño llora cuando nadie le hace caso, así se queja mi cuerpo, porque yo lo he desatendido. Esas quejas son la fiebre, la debilidad y el dolor en que se expresa. Quiero escuchar su lenguaje, interpretar su sentido y aceptar su verdad.

Mi cuerpo está tan cerca de mí que yo lo daba por supuesto y no le hacía caso. Y ahora él me dice, callada y dolorosamente, que no está dispuesto a aguantar más esa negligencia. La enfermedad es sólo un rompimiento entre el alma y el cuerpo, entre el ideal y la realidad, entre el sueño imposible y los hechos concretos. La enfermedad me devuelve a la tierra y me recuerda mi condición humana. Acepto la advertencia y me propongo restablecer el diálogo con mi cuerpo que nunca debí haber interrumpido.

Vamos a recorrer la vida juntos, mi querido cuerpo, de la mano, al mismo paso, mientras los ritmos de tu carne dan expresión a la marea de ideas y sentimientos que sube y baja en los acantilados de mi mente. Sonríe cuando me alegro y tiembla cuando tengo miedo; relájate cuando descanso y tensa los nervios cuando me concentro. Avísame cuando se avecine algún peligro, comunícame tu cansancio antes de que sea demasiado tarde, y hazme llegar tu aprobación cuando re encuentres a gusto y estés de acuerdo con lo que hago y disfrutes de la vida conmigo.

¡Gracias por mi cuerpo, Señor, mi compañero fiel y mi guía seguro por los caminos de la vida! Y gracias también por esta enfermedad que me acerca a él y me enseña a cuidarlo con cariño y con interés. Gracias por haberme recordado que es parte mía, por haber vuelto a unirnos, por haber restaurado la totalidad y unidad de mi ser. Y como señal de tu bendición, como testimonio de que esta enfermedad viene de ti para devolverme el todo orgánico de mi existencia, sana ahora este cuerpo que tú has creado y devuélveme la alegría de la salud y la fuerza para seguir viviendo con gusto y confianza, para seguir trabajando por ti, sabiendo ya que no son sólo mi mente y mi alma las que trabajan, sino mi cuerpo también, en unidad ferviente y cooperación fiel. Al rezar ahora, Señor, es todo mi ser el que te reza.

«No me abandones, Señor;
Dios mío, no te quedes lejos;
Ven aprisa a socorrerme
Señor mío, mi salvación.»

 

Día 15
Os cuento

Experiencia

El verano pasado visité Jaca donde pasé varias temporadas de niño. Me acerqué a la Calle del Carmen, y entré en la Iglesia del Carmen donde yo había ayudado a Misa muchas veces de pequeño. Recuerdo que a veces (¡no todos los días!) el sacerdote celebrante nos daba al final una propina de cinco céntimos de peseta… que era algo en aquellos tiempos.

Un día vino el señor obispo a celebrar la Misa, le ayudamos mi hermano y yo, y al final nos dio a cada uno veinticinco céntimos de propina. Aquello era un capital, y la prueba es que aún me acuerdo del acontecimiento de cuando yo tenía sólo doce años.

Ahora, en esta visita, asistía yo anónimamente y con cariño a la Misa que se estaba celebrando en esa misma iglesia. Los únicos cambios eran que el altar estaba ahora mirando al pueblo, y la Misa era en castellano en vez de latín.

Al ofertorio pasaron la bandeja. Yo pensé: «La regla del evangelio es dar el ciento por uno.» Saqué del bolsillo una moneda de veinticinco pesetas, ya que una peseta son cien céntimos, y la deposité en la bandeja con una sonrisa disimulada. Nadie se enteró de la travesura.

La próxima vez será en euros.

Cita

Un maestro zen chino, Shu Chou, habló de las dos grandes enfermedades de la mente que afligen a los contemplativos. Describió esas enfermedades con imágenes sencillas como «andar buscando al asno sobre el que cabalgas», y «después de haber caído en la cuenta de que estás cabalgando sobre el asno, negarte a bajar de él».

Desde el punto de vista del zen, buscar el asno es buscar alguna secreta perfección espiritual, algún método infalible, algún estado esotérico de la mente que es propiedad de los iniciados y los hace superiores a todos los demás.

Pero ya estamos cabalgando sobre el asno, es decir, la experiencia ordinaria de la vida diaria es el «lugar» en el que la iluminación ha de ser buscada.

«Yo te insisto», dice Shu Chou, «no busques el asno.» Y por el otro lado, «negarse a desmontar después de haberse montado en el asno es la enfermedad más difícil de curar.» Aquí quiere decir que uno se apega a esa creencia especial que dice que nuestra mente ordinaria posee el secreto que se buscaba. Uno se siente seguro de que tiene «la respuesta», y en consecuencia se aferra a ella, y pone su seguridad en la certeza de «tener la respuesta».

Pero hay que apearse del asno, hay que olvidarse de que se tiene la respuesta. «Lo que os estoy diciendo es: no te montes en el asno. Tú mismo eres el asno y todo lo demás es el asno. ¿Para qué te montas? Si lo haces, no podrás curar tu enfermedad.»
[«Thomas Merton on Zen», p.56]

Cita breve

«Aprende las reglas… aunque sólo sea para saber como quebrantarlas debidamente.»

[Zen]

Humor

[Esta página de Martín Amis en su autobiografía, «Experiencia» (p.13) me hizo reír, como espero haga reír a padres con hijos pequeños.]

– Papá.
– ¿Sí?
– ¿Cómo es de grande el barco que nos va a llevar a Portugal?
– No lo sé exactamente. Bastante grande, diría yo.
– ¿Tan grande como una orca?
– ¿Qué? Oh, sí, fácilmente.
– ¿Tan grande como una ballena azul?
– Sí, claro. Tan grande como cualquier tipo de ballena.
– ¿Más grande?
– Sí, mucho más grande.
– ¿Cuánto más grande.
– ¡Qué diablos te importa cuánto más grande! Más grande es todo lo que puedo decirte.

………

– Papá.
– ¿Sí?
– Si dos tigres atacan a una ballena azul, ¿podrían matarla?
– Eso no podría darse nunca, ¿entiendes? Si la ballena está en el mar los tigres se ahogarían enseguida, y si la ballena estuviera…
– Pero supón que de todas formas la atacan…
– Oh, Dios… Bueno, supongo que los tigres acabarían matándola, pero les llevaría algún tiempo.
– ¿Y cuánto tiempo le llevaría a un solo tigre?
– Pues mucho más. Bien, no voy a seguir contestando a más preguntas sobre ballenas o tigres.

………

– Papá.
– Oh, ¿qué quieres ahora?
– Si dos serpientes de mar…

Cuento sapiencial

Había una vez un hombre que, aunque nacido en el Estado de Yen, había vivido en el estado de Chu, y sólo en su vejez volvió a su país natal. En su viaje final, cuando pasaban por el Estado de Chin, sus compañeros de viaje le jugaron la siguiente broma. Señalando a la ciudad le dijeron: «Esta es la capital del Estado de Yen». A lo cual el hombre se sobresaltó de gozo.

Le enseñaron cierta ermita diciéndole: «Ese es el altar de tu pueblo.» Y él respiró religiosamente.

Le señalaron una casa y añadieron: «Aquí vivieron tus antecesores». Y entonces se le llenaron los ojos de lágrimas.

Finalmente lo llevaron a un parapeto y le dijeron: «En este sitio yacen los restos de tus antepasados.» El pobre hombre no pudo aguantar más y rompió en llanto.

Entonces sus compañeros de viaje se rieron de él a carcajadas: «Nos hemos estado burlando de ti», le dijeron, «Estamos aún en el estado de Chin.»

El pobre hombre se sintió mortificado y, cuando llegaron de veras al Estado de Yen y vio su altar y la tumba verdadera de sus antepasados, su emoción no fue ya tan fuerte.

Poema

[Rafael Alberti visitó Nueva York en 1980, y escribió varios poemas dedicados a la gran ciudad, entre ellos estos versos sobre las Torres Gemelas del World Trade Center que estremecen hoy ante la profecía en verso de la catástrofe de algún modo vislumbrada por el poeta. El último verso, «no existirá más arriba ni abajo», hace pensar.]
Aquí no baja el viento,
se queda aquí en las torres,
en las largas alturas,
que un día caerán,
batidas, arrasadas de su propia ufanía.
Desplómate, ciudad, de hombros terribles,
cae sobre ti misma.
Qué balumba
de ventanas cerradas,
de cristales, de plásticos,
de vencidas, dobladas estructuras.
Entonces entrará,
podrá bajar el viento
hasta el nivel del fondo
y desde entonces no existirá
más arriba ni abajo.

Me contáis

Me habéis preguntado sobre la historia de los gatos que rezaban creyendo que les lloverían ratones, y los perros que rezaban creyendo que les lloverían huesos. La explico. Los perros roen huesos y los gatos comen ratones, y cada uno se imagina la respuesta a sus oraciones como lo que a él le gusta. ¿Hace falta seguir explicando?

***

[Kalpaná Patel, conocida mía india que vive en Nueva York, me ha enviado su experiencia del 11 de septiembre.]

Vivimos a tres millas del WTC, y cuando se produjo el primer ataque podíamos ver la primera torre en llamas desde la terraza de nuestra casa. Cinco de nuestros consultores y algunos clientes trabajaban en el WTC, todos ellos por encima del piso 50. Shalín era uno de ellos, y para mí es como un hijo. Su mujer nos llamó angustiada, pero ¿qué podía yo decirle? Luego volvió a llamar diciendo que Shalín estaba a salvo, pero atrapado en el vestíbulo y tardarían unas dos o tres horas en rescatarlo. Entretanto vimos la segunda torre, primero siendo impactada y luego derrumbándose.

Miles de empleados que trabajaban cerca de nuestras oficinas cruzaban el puente en silencio. Muchos llevaban las manos entrelazadas. ¿A dónde vamos? ¿Qué hacemos? Nos reunimos y nos animamos mutuamente a no tener pánico. Estuvimos así unas cuatro horas.

Por fin Shalín nos llamó desde un móvil diciendo que estaba bien y que venía a casa. Yo tenía tantas ganas de verlo que lo abracé un largo rato llorando. Aquellos diez minutos salvaron unas 25.000 vidas. Si no hubiera sido por los bomberos, las víctimas fallecidas hubieran sido muchas más.

Al día siguiente, el alcalde Guliani nos pidió a todos que volviéramos al trabajo, rezáramos, lamentáramos, y siguiéramos siendo productivos. Muchos le escuchamos y vinimos a la oficina con los ojos rojos llenos de lágrimas, con trajes negros y la bandera de EE.UU. en la solapa. Nos cogimos de las manos, encendimos velas y rezamos. No pudimos trabajar, pero permanecimos todos juntos. Cada vez que yo oía hablar de un desaparecido, o de la zona cero, lloraba. Estuve desconsolada por tres días. Luego vino la reacción de ayudar y contribuir. Nos apuntamos y ofrecimos nuestra oficina.

Decidimos ir a la zona cero con pases para visitar a nuestros clientes. Anduvimos dos millas hasta Church Street. Todas las tiendas estaban abiertas. Estaban vacías, pero los dueños estaban sentados a las puertas. Había velas encendidas, banderas al aire, y silencio. El ambiente era muy triste.

Llegamos a Union Square. Había familias con retratos, mensajes, nombres de desaparecidos por todas partes. En paredes, en las manos, en coches, en árboles. Me topé con un hombre de cerca de 70 años con una foto de su hija que me preguntó, «¿La ha visto usted?» Yo le consolé y le aseguré que mis oraciones estaban con él. Me abrazó llorando y me dijo que había perdido a su mujer el año anterior, y que su hija había salido de casa a las 7 de la mañana para llegar a tiempo al trabajo. Había miles de familias como él. Después de aquello no pude dormir varias noches.

El jefe técnico de Guy Carpenter, Paul Portacio, me llamó una semana más tarde para decirme que había perdido 31 empleados en el piso 84 del WTC, y que habían tratado de contactarle con móviles y buscas. Tiene ocho pies de altura y siempre comunica fuerza y liderato, pero estaba llorando. Ahora asistía a esos funerales.

A todos nos cogió esto desprevenidos.

Salmo

Salmo 38 – Plegaria del hombre cansado
Estoy cansado, Señor, estoy harto de la vida. La gente dice que la vida es corta; a mí ahora me parece larga, eternamente larga. No sé qué hacer con la vida. Podría vivir aún el doble de lo que he vivido, quizá el triple, y me estremezco de sólo pensarlo. La carga, la rutina, el puro aburrimiento de vivir. No me quejo ahora del sufrimiento, sino del abrumador cansancio de la existencia. Recorrer las mismas calles, hacer los mismos quehaceres, encontrarse con la misma gente, decir las mismas vaciedades. ¿Es eso vivir? Y si eso es vivir, ¿merece la pena?

«Señor, dame a conocer mi fin.»

Parece una plegaria fúnebre y, sin embargo, en este momento es mi única consolación. Dame a conocer mi fin. Recuérdame que esta triste existencia llegará un día a su fin, que todo se acabará y ya no habrá más caminar sin dirección ni más vivir sin sentido. Hazme saber al menos que esto no va a durar para siempre, que no va a durar mucho, por favor. La vida es tan dolorosamente aburrida, tan insoportablemente reiterativa…

Temo a la silla en que me siento, odio a la mesa sobre la que escribo, no puedo aguantar la vista de estas cuatro paredes que circundan mi vida y limitan mi existencia. Oigo hablar de presos de la cárcel. ¿Qué más me da que la cárcel tanga muros altos o bajos, mientras a mí no me dejen salir y determinen el paso de mis horas y el curso de mis días con eficiencia brutal? Un mañana que es igual que hoy, como hoy ha sido lo mismo que ayer y siempre lo ha sido y seguirá siendo sin remedio. «Ganarse la vida» le dicen a eso. ¿No habrá pensado nadie todavía en vivir la vida?

Estoy cansado, Señor, y tú lo sabes. Sin embargo siento cierto descanso al decírtelo no como una queja, ni siquiera como una oración, si es que me entiendes, sino simplemente como una confidencia, una charla entre amigos, un desahogo ente alguien que me entiende y está dispuesto a escucharme con paciencia. Mi cansancio es el cansancio del caminante, y quiero sentarme sobre una piedra al borde del camino y olvidar por un momento la fatiga del caminar por el polvo y las piedras. Seguiré andando, Señor, pero déjame descansar un poco antes de volver a emprender el triste viaje. El recuerdo de que tú estás cerca me dará las fuerzas que necesito para continuar.

«Escucha, Señor, mi oración,
haz caso de mis gritos,
no seas sordo a mi llanto:
porque yo soy huésped tuyo,
forastero como todos mis padres.
Aplácate, dame respiro
Antes de que pase y no exista.»

Día 1
Os cuento

Tres taxis

No hace mucho estuve en Berlín y hube de tomar algún taxi. Solo tres de hecho. El primero que cogí lo llevaba un taxista alemán. Fue exacto, cortés, rápido y serio. Todo fue bien.
El segundo lo llevaba un árabe. Le di la dirección y se puso en marcha. No hacía falta conocer mucho Berlín para ver pronto que me llevaba en una dirección bien distinta de la de mi destino. Esperé. Aguanté. Me cercioré. Me callé. Cuando al fin llegamos le dije claramente: «No me ha traído usted bien. No ha venido directo sino por un camino mucho más largo. Me ha paseado usted por todo Berlín.» Él contestó: «Hombre, por todo Berlín no, pero…» Pero una buena parte sí, claro. Su intento de humor no me aplacó. Le di lo que marcaba el contador, pero me quedé molesto. No me gusta que me estafen.
El tercer taxista era africano. Se mostró simpático, alegre, sonriente, servicial y encantador. Me llevó muy bien y además me hizo pasar un buen rato. Éste era el de vuelta al aeropuerto y me alegró como despedida.
Me acuso de haber pensado por un instante que todos los alemanes son serios, todos los árabes sospechosos y todos los africanos simpáticos.

Mística

Jorge Luis Borges: «En mi vida he tenido dos experiencias místicas, y no puedo decirlas, porque lo que me sucedió no puede ser puesto en palabras. Fue asombroso, deslumbrante. Me sentí avasallado, atónito. Tuve la sensación de vivir no en el tiempo, sino fuera del tiempo. Escribí poemas sobre ello, pero son poemas normales y no pueden decir la experiencia. No puedo decírsela a usted, ya que ni siquiera puedo repetírmela a mí mismo, pero tuve esa experiencia, y la tuve dos veces, y acaso me sea otorgado volver a tenerla antes de morir.»
[Del libro «Vigías del abismo» de Josep Otón.]

Cuento sapiencial

Un habitante de Linchiang capturó una vez un cervatillo y decidió criarlo. Apenas franqueó el umbral de su casa, lo recibieron sus perros enseñando los dientes y relamiéndose los labios. El hombre, furioso, los echó, pero la suerte que sus perros reservaban al cervatillo fue motivo de preocupación para él.
Desde entonces, cada día presentaba el cervatillo a los perros llevándolo en brazos, enseñando así a sus perros que debían dejarlo en paz. Poco a poco, el cervatillo empezó a jugar con los perros, los cuales, obedeciendo a la voluntad de su amo, fraternizaron con él.
El cervatillo creció y, olvidando que era un ciervo, creyó que los perros eran sus mejores amigos. Jugaban juntos y vivían en una intimidad cada vez mayor.
Pasaron tres años. El cervatillo, ya convertido en ciervo, vio un buen día en la calle a una jauría de perros desconocidos. Salió inmediatamente para divertirse con ellos, pero éstos lo vieron llegar con una mezcla de alegría y furor. Lo destrozaron y se lo comieron.
Mientras expiraba, el joven ciervo se preguntaba aún por qué moría tan prematuramente.

[La lección del cuento no es el pesimismo moral de que todo el mundo es malo y no hay que fiarse de nadie. No es eso. Es, sencillamente, que cada cosa debe ser lo que es, y no pretender ni consentir en ser algo distinto. El ciervo es un ciervo, hecho para pastar y saltar y retozar…, y salir corriendo con las ligeras piernas que Dios le ha dado en cuanto ve, olfatea o nota otro animal al que podría servirle de comida. Seamos lo que somos. Nos va en ello la vida.]
[Zen]

Biblia vivida

[De todos los libros que he leído de gente que sufrió en campos de concentración o de trabajo en Alemania, Rusia o China, el que más me ha impresionado es el de Primo Levi, judío italiano en Auschwitz, «Se questo è un uomo». Y quizá es por este sencillo párrafo y su última frase:]

«Mi nuevo compañero de tablero de dormir era Resnik, y era alto. Tener un compañero de cama alto era una desgracia y significaba perder horas de sueño pues no se cabía en tan estrecho espacio. Yo siempre tuve compañeros de cama altos, porque yo soy bajo y dos altos no pueden dormir juntos en el estrecho tablero, aun poniendo los pies de uno contra la cabeza del otro. Pero pronto vi que, a pesar de todo, Resnik no era un mal compañero. Hablaba poco y cortésmente, era limpio y no roncaba. Por las mañanas se ofrecía a hacer la cama, que era una operación complicada y difícil dada nuestra debilidad, y él la hacía pronto y bien.
Al ir al trabajo en formación, cojeando en los grandes zuecos sobre la nieve helada, hablamos un poco, y averigüé que Resnik era polaco. Había vivido veinte años en París, pero hablaba un francés increíble. Tenía treinta años, pero, como cualquiera de nosotros, lo mismo podría haber tenido diecisiete que cincuenta. Me contó su historia, y la he olvidado, pero era desde luego una historia penosa, cruel y emotiva, porque así lo son todas nuestras historias, cientos de miles de ellas, todas distintas y todas llenas de fatalismo trágico e inquietante. Nos las contamos por las noches, y tienen lugar en Noruega, Italia, Algeria, Ucrania, y son sencillas e incomprensibles como las historias de la Biblia. ¿Es que no son ellas mismas historias de una nueva Biblia?» [p.71]

Cuento

¿NO ESCRIBIRÁS UN CUENTO SOBRE MÍ? del escritor télugu Buchchibabu (abreviado).

«¿No escribirás un cuento sobre mí?» me preguntó Kumudam. La pregunta me había sorprendido un poco. Porque me había hecho la misma pregunta hacía ocho años. Aquella tarde, haciendo rodar un aro de metal con un palo, Kumudam corría por el patio. Yo tenía entonces doce años. Ella era dos años más joven que yo. Yo le contaba todo tipo de cuentos que me inventaba. Los personajes de esos cuentos eran los niños y niñas de nuestro barrio. Le contaba un cuento y luego me quedaba en silencio. En ese silencio me llegaba la voz de Kumudam: «¿No contarás un cuento sobre mí?».
Me sorprendió el que ahora me hiciera la misma pregunta un poco cambiada. «¿No escribirás un cuento sobre mí?». No entendí, para empezar, cómo sabía ella que yo ahora era escritor de cuentos. Yo tenía ya veinte años y comenzaba a escribir. Kumudam era la primera mujer que yo conociera que con su pregunta reconociera su identidad individual. Para las demás mujeres que yo conocía, la vida comenzaba con el matrimonio. Extiende al marido, y tienes la mujer; extiéndelo un poco más y tienes los hijos.
«¿Qué tienes para que yo deba escribir un cuento sobre ti?» pregunté. No había ni un rasgo especial en ella que me pudiera proporcionar un tema. Kumudam era una mujer ordinaria. Miró el anillo en su dedo y jugó con él. Le pregunté, «¿Por qué no me invitaste a tu boda?». «Mi madre me dijo que te había enviado una invitación. Si hubieras venido, hubieras podido observar a todo el mundo y podrías haber escrito un cuento», dijo Kumudam.
Nacida en algún sitio, en algún tiempo, casada con alguien escogido por alguien, teniendo hijos sin saber por qué, muriendo algún día en algún sitio. ¿Qué cuento se puede contar con eso? Kumudam no tenía estudios. Era una mujer común y corriente. Uno puede escribir sobre gente buena, o sobre gente mala; pero escribir sobre gente ordinaria es mucho más difícil. ¿Qué vas a escribir?
«¿Qué es tu marido?»
«Estudia magisterio.»
«Eso quiere decir que va a ser maestro de escuela. ¿Es buena persona?»
Se rió. «¿Qué sé yo si es buena persona? Tú sabrás. Tú eres quien escribe cuentos.»
Me reí. Ella siguió: «Me entran ganas de contar algo. Solo que no sé como decirlo. No tengo estudios. Pero… pero… el sol y la luna… los veo siempre. Y cada vez, no sé por qué, me parecen distintos. Bebo agua todos los días, pero cada vez me sabe distinta. Las estrellas…»
¿Qué cuento puedo escribir sobre ella?
………

Pasaron cuatro años. Kumudam estaba sentada en el patio de su casa. Yo me senté en una silla, y la vieja silla se rompió al sentarme. Kumudam me dijo disimulando la risa, «¿No escribirás un cuento sobre esa silla?»
Una niña pequeña se acercó.
«Nuestra pequeña hija. Dentro de dos meses cumple los tres años», dijo Kumudam con orgullo materno.
«No me lo habías dicho.»
«¿Y qué tiene de extraordinario para decirlo? ¿No es algo que le pasa a todo el mundo?»
«¿Se parece a ti o a su padre?»
«No lo sé. Tú lo sabrás. Tú eres quien escribe cuentos.»
¿Y qué tipo de cuento puedo yo escribir sobre Kumudam?
………

Seis años más. En el patio de la casa de Kumudam hay muchos árboles y plantas nuevos que yo no había visto. Cocoteros apuntando al cielo agitaban sus coronas de palmas al unísono con las nubes. Un niño pequeño se acercó a cuatro patas. Kumudam se movía entre los árboles como una estrella entre las nubes. Le dije, «Yo aún no me he casado. Tampoco tengo un empleo. ¿Y qué es la vida sin mujer y sin trabajo?»
«¿Qué importa no tener trabajo? En cuanto encuentres empleo, te esclavizas a alguien y pierdes la libertad. El que mujeres como yo no tengamos empleo es una bendición.»
Una cana lució en el pelo de Kumudam. «Una cana», le dije señalándola con el dedo. Ella dijo, «¿Hasta cuando puede el cuerpo seguir esclavizándose a la juventud?» Mis ojos se me humedecieron con tristeza indescriptible.
………

Pasaron otros cuatro años. Fui a su calle. Enfrente de su casa estaba sentada su hija mayor con un bebé en su regazo.
«¿Dónde está tu madre?»
«En el hospital.»
«¿Qué es lo que tiene?»
«Neumonía.»
Fui al hospital. Que la neumonía fuera una enfermedad peligrosa no lo supe hasta entonces. Me senté a su lado preocupado sin saber qué decir. Kumudam trató de sonreírme débilmente.
«¿No vas a escribir un cuento sobre mí?»
Qué podía decir yo.
«¿Qué te han dicho los médicos?»
«La enfermedad es cosa común y corriente. ¿Qué tiene de especial? Los médicos dicen que no hay que preocuparse – pero ¿qué saben los médicos?»
Casi sin querer puse mi mano sobre la suya. La mano del anillo. Ella retiró inmediatamente la mano y la escondió bajo la manta. Yo era un hombre. Ella había reaccionado delicadamente ante el gesto subconscientemente adúltero.
Cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Se cerraron en este mundo y se abrieron en otro, aquellos ojos de Kumudam. Yo salí a la noche oscura.
Me había pedido que escribiera un cuento sobre ella. ¿Qué cuento podía yo escribir sobre Kumudam? Era una persona real.

Me contáis

Un matrimonio de Chile me comunica que tienen una hija estudiando en Nueva York, y le han pedido que deje Nueva York y vuelva a Chile en vista del peligro terrorista. ¿Qué me parece?
Respeto la protección paterna-materna. Pero no creo haya que cambiar nada. Dije en otra Web que por un lado había que combatir el terrorismo, y por el otro había que aprender a vivir con inseguridad. Asumir los riesgos de la vida, aun los mayores que ahora nos van a tocar. Replegarnos es ceder al terrorismo.
El periódico traía ayer esta noticia. En Milán dos jóvenes, Simone y Viviana se casaron el 9 de septiembre, dos días antes de la tragedia de Nueva York. Tenían planeado ir de luna de miel a Egipto, pero la inseguridad racial del momento les hizo cambiar de planes y escoger Escandinavia como destino más seguro. Tomaron el avión de la SAS que chocó al despegar con una avioneta en el aeropuerto de Milán, y murieron en el acto. Si hubieran ido a Egipto, estarían vivos.
Un cuento sufí habla de un hombre en Bagdad a quien anunciaron que iba a morir dentro de tres días. Inmediatamente se puso en camino hasta llegar a Tiflis y descansar allí, lejos de su casa evitando el encuentro con la muerte. En Tiflis encontró a un caballero que le dio la bienvenida y le dijo: «Soy la Muerte. Iba a partir para irte a buscar a Bagdad. Me has ahorrado el viaje. Gracias por venir. Ahora vente conmigo.»
Buscar riesgos, no; pero aceptarlos, sí.

Salmo

Salmo 39: ¡Abre mis oídos!
«Ni sacrificio ni oblación querías,
pero el oído me has abierto.
Oh Dios mío, en tu ley me complazco
En el fondo de mi ser.»

Abre mis oídos, Señor, para que pueda oír tu palabra, obedecer tu voluntad y cumplir tu ley. Hazme prestar atención a tu voz, estar a tono con tu acento, para que pueda reconocer al instante tus mensajes de amor en medio de la selva de ruidos que rodea mi vida.

Abre mis oídos para que oigan tu palabra, tus escrituras, tu revelación en voz y sonido a la humanidad y a mí. Haz que yo ame la lectura de la escritura santa, me alegre de oír su sonido y disfrute con su repetición. Que sea música en mis oídos, descanso en mi mente y alegría en mi corazón. Que despierte en mí el eco instantáneo de la familiaridad, el recuerdo, la amistad. Que descubra yo nuevos sentidos en ella cada vez que la lea, porque tu voz es nueva y tu mensaje acaba de salir de tus labios. Que tu palabra sea revelación para mí, que sea fuerza y alegría en mi peregrinar por la vida. Dame oídos para captar, escuchar, entender. Hazme estar siempre atento a tu palabra en las escrituras.

Abre mis oídos también a tu palabra en la naturaleza. Tu palabra en los cielos y en las nubes, en el viento y en la lluvia, en las montañas heladas y en las entrañas de fuego de esta tierra que tú has creado para que yo viva en ella. Tu voz que es poder y es ternura, tu sonrisa en la flor y tu ira en la tempestad, tu caricia en la brisa y tus amenazas en el rugido del trueno. Tú hablas en tus obras, Señor, y yo quiero tener oídos de fe para entender su sentido y vivir su mensaje. Toda tu creación habla, y quiero ser oyente devoto de las ondas íntimas de tu lenguaje cósmico. La gramática de las galaxias, la sintaxis de las estrellas. Tu palabra, que asentó el universo, tiene que asentar ahora mi corazón con su bendición y su gracia. Llena mis oídos con los sonidos de tu creación y de tu presencia en ella, Señor.

Abre también mis oídos a tu palabra en mi corazón. El mensaje secreto, el roce íntimo, la presencia silenciosa. Divino «fax» de noticias de familia. Que funcione, que transmita, que me traiga minuto a minuto el vivo recuerdo de tu amor constante. Que pueda yo escuchar tu silencio en mi alma, adivinar tu sonrisa cuando frunces ceño, anticipar tus sentimientos y responder a ellos con la delicadeza de la fe y del amor. Mantengamos el diálogo, Señor, sin interrupción, sin sospechas, sin malentendidos. Tu palabra eterna en mi corazón abierto.

Abre por fin mis oídos, Señor, y muy especialmente a tu palabra presente en mis hermanos para mí. Tú me hablas a través de ellos, de su presencia, de sus necesidades, de sus sufrimientos y sus gozos. Que escuche yo ahora por mi parte el concierto humano de mi propia raza a mi alrededor, las notas que me agradan y las que me desagradan, las melodías en contraste, los acordes valientes, el contrapunto exacto. Que me llegue cada una de las voces, que no me pierda ni uno de los acentos. Es tu voz, Señor. Quiero estar a tono con la armonía global de la historia y la sociedad, unirme a ella y dejar que mi vida también suene en el conjunto en acorde perfecto.

Abre mis oídos, Señor. Gracia de gracias en un mundo de sonidos.

 

Día 15
Os cuento

Razas

Hoy hice una obra buena. Fui a tomar el metro, y en el andén estaba un hombre negro de mediana edad con dos maletas y cuatro fardos para entrar en el mismo tren. Llegó el tren, y yo dudé un momento. Luego me decidí, y al abrirse las puertas me acerqué al hombre y le dije: «¿Puedo ayudarle?» Me dijo: «Sí.» Cogí sus dos maletas mientras él cargaba con sus fardos, y las dejé en el vagón a su lado. Él me dijo: «Gracias, señor.» Yo le sonreí. Los dos quedamos de pie en el vagón, y el tren arrancó.
Después no hablamos. El vagón iba lleno y a mí me pareció más delicado no violar su intimidad. Mi estación llegó antes que la suya, se abrieron las puertas y yo salí. Al salir oí una voz por detrás que me decía en alto: «¡Gracias!». Era él otra vez. Me volví, le sonreí con los labios y con los ojos, y levanté la mano en despedida. Se cerró la puerta.
Yo comprendí. La primera vez me había dado las gracias por llevarle las maletas. Eso en sí no era un gran favor. Era cuestión de tomarlas y meterlas directamente en el vagón, y no había que andar ni dos metros para ello. Él mismo se veía que estaba perfectamente acostumbrado a hacerlo él solo, y lo hubiera hecho sin ayuda de nadie. Adiviné que era un vendedor callejero que llevaba en sus bultos la mercancía para desplegar en la calle en venta ambulante como hacen tantos inmigrantes en Madrid. Pero ahora me daba las gracias por otra cosa. Yo, un hombre blanco, ya mayor, me había ofrecido a ayudarle a él, de raza negra y mucho más joven, mientras que nadie más en el andén lleno de gente se había acercado a él para ayudarle a pesar de que su carga era obvia y estaba en medio del andén y no podía menos de notarse y había mucha gente joven entre los pasajeros a la espera. Fue el gesto lo que le gustó. Y a mí me gustó que me lo significara.
Me alegró el día.
Y yo se lo alegré a él.
Es tan fácil.

Cita breve

«Cuanto más entiendes, tanto entiendes más que no hay nada que entender.»
[Tenzin Palmo, monja budista inglesa. La palabra inglesa es «realise» que es «caer en la cuenta», «notar», «ver», «entender».]

Cuerpo y nobleza

«Tengo que confesarlo: después de solo una semana de estar en el campo de concentración [Auschwitz] el instinto de la limpieza desapareció de mi mente. Me paseaba un día sin más por los lavabos cuando veo de repente a Steinlauf, compañero de casi cincuenta años, desnudo de medio cuerpo, frotándose el cuello y los hombros sin mucho éxito, pues no tenía jabón, pero con mucha energía.

Steinlauf me ve, me saluda, y sin ningún preámbulo me pregunta severamente por qué no me lavo. ¿Por qué había de lavarme? ¿Me serviría de algo? ¿Lo notaría alguien? ¿Había de vivir por eso un día más o una hora más? Probablemente viviría menos, porque lavarse es un esfuerzo, un gasto de energía y calor. ¿No sabe Steinaluf que dentro de media hora con los sacos de carbón cualquier diferencia entre él y yo desaparecerá?

Cuanto más lo pienso, más me parece estúpido y aun frívolo lavarse la cara en nuestras condiciones: un puro hábito mecánico, o, peor, una triste repetición de un rito extinguido. Todos estamos a punto de morir aquí, y si me dan diez minutos entre toque de diana y toque de trabajo, prefiero dedicarlos a algo distinto, a concentrarme en mí mismo, a sopesar cosas, o sencillamente a mirar el firmamento y pensar que lo estoy viendo quizá por última vez; o sencillamente a dejarme vivir, permitirme el lujo de un momento ocioso.

Pero Steinlauf me interrumpe. Ha acabado de lavarse y ahora se está secando con su camisa que mantenía apretada entre las rodillas y luego se pondrá. Sin interrumpir la operación me larga toda una lección.

Precisamente porque el campo de concentración es una gran máquina de reducirnos a bestias, no tenemos que reducirnos a bestias. Aun en este sitio puede uno sobrevivir, y por consiguiente hay que querer sobrevivir, querer contar la historia, querer dar testimonio; y para sobrevivir tenemos que forzarnos a salvar al menos el esqueleto, el andamio, la forma de la civilización.

Somos esclavos privados de todo derecho, expuestos a cualquier insulto, condenados a muerte segura; pero aún tenemos un poder en nuestra mano, y hemos de defenderlo con toda nuestra fuerza porque es el último: el poder de no dar nuestro consentimiento. Por eso tenemos que lavarnos la cara aunque sea sin jabón y con agua sucia y secándonos con la camisa. Tenemos que sacarles el brillo a nuestros zapatos, no porque las reglas de la prisión lo manden, sino por dignidad y por honra. Tenemos que andar erguidos, sin arrastrar los pies, no en homenaje a la disciplina prusiana, sino para permanecer vivos, para no empezar a morir.

Esas cosas me dijo Steinlauf, un hombre de buena voluntad.»

[Primo Levi, «Se questo è un uomo», p.46]

Cuento sapiencial

Cierto día el rey invitó al Mulá Naserudín a una cacería de osos, y el Mulá no tuvo más remedio que aceptar. A la vuelta de la cacería, un amigo le preguntó a Naserudín: «¿Cómo te ha ido en la cacería?» Él contestó: «Magníficamente.» «Pero si he oído que no habéis visto un solo oso», comentó sorprendido el amigo. «Precisamente», respondió el Mulá, «Cuando no te interesan los osos como a mí, lo mejor en la cacería es no ver ninguno.»

[¿Alguna relación con la Cita breve de Tenzin Palmo?]

Poema

«Oda a las papas fritas» de Pablo Neruda.

Chisporrotea
en el aceite
hirviendo
la alegría
del mundo:
las papas
fritas
entran
en la sartén
como nevadas
plumas
de cisne
matutino
y salen
semidoradas por el crepitante
ámbar de las olivas.

El ajo
les añade
su terrenal fragancia,
la pimienta,
polen que atravesó los arrecifes,
y
vestidas
de nuevo
con traje de marfil, llenan el plato
con la repetición de su abundancia
y su sabrosa sencillez de tierra.

Me contáis

Me preguntan sobre la cita de Borges en la Web anterior [está en «Páginas anteriores», 1 noviembre 2001] cómo podemos considerar a Borges «místico». Me viene bien la pregunta porque acabo de tratar el tema en mi último libro, «Evangelio ¡ahora!», que está en la sección «Último libro» en esta página. Todos podemos tener experiencias «místicas» sin que por eso seamos «místicos profesionales», por así decirlo. He citado casos desde Rabindranath Tagore hasta Anthony Hopkins con experiencias personales que han cambiado vidas y que quienes las han vivido reconocen como la acción directa de Dios en ellos y ellas. Son auténticas, personales y profundas, y todos las podemos recibir porque la mano de Dios llega a todos. Curiosamente, por una de esas sincronías que me encantan, hoy mismo me ha llegado la descripción de una de ellas en el correo electrónico, y agradezco en el alma a quien me la ha enviado que la haya compartido conmigo. Algo de daño nos ha hecho el reservar la «mística» a los grandes santos y santas como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila. Dios distribuye sus dones con generosidad y a todos nos llegan de una manera o de otra. La experiencia directa de Dios es una gracia mucho más corriente de lo que generalmente creemos. Yo creo que es frecuente.

[Ricardo Ventura me envía desde la Patagonia este relato inspirador tomado de «La Nación» del 9.10.01]:

Ocurrió la semana última en el barrio de Astoria, Queens, en Nueva York. El dueño de una cafetería egipcia, egipcio él mismo, atendía tranquilamente a su clientela cuando dos hombres entraron hechos una furia y le demolieron el local a patadas. Ya habían reventado casi todo cuando la policía los agarró. Pero el dueño del local se opuso terminantemente a que los metieran presos. Los perdonó. «Entiendo la frustración, entiendo su rabia; no los justifico, pero los perdono y estoy en mi derecho.»
Muy a su pesar, los policías tuvieron que soltar a los delincuentes. Y ellos volvieron dos horas más tarde. Y se pusieron a arreglar lo que habían roto. Pidieron disculpas, se ofrecieron para atender las mesas a partir de ese momento y a oficiar de guardianes.
El mundo está lleno de gente como el barman de Astoria.

Salmo

Salmo 40: Amor al pobre
Dichoso el que cuida del pobre y desvalido;
En el día aciago lo pondrá a salvo el Señor.
El Señor lo guarda y lo conserva en vida
Para que sea dichoso en la tierra.

Gracias, Señor por el don que has hecho a tu Iglesia en nuestros días: el don de la inquietud por los pobres, de la denuncia de la opresión y la injusticia, de la lucha por la liberación en las almas de los hombres y en las estructuras de la sociedad. Gracias por habernos sacudido y habernos sacado de la autocomplacencia en el orden de cosas establecido, de la conformidad culpable con la desigualdad social y del contemporizar con la explotación del hombre por el hombre. Gracias por la nueva luz y el nuevo valor que han surgido en tu Iglesia para denunciar la pobreza y luchar contra la opresión ¡Gracias por la Iglesia de los pobres!

Has hecho que nuestros pensadores piensen y nuestros hombres y mujeres de acción actúen. En nuestros días la teología se ha hecho teología de la liberación, y pastores de almas se han hecho mártires. Nos has abierto los ojos para ver en los pobres a nuestros hermanos que sufren, miembros doloridos, junto con nosotros, de ese cuerpo de humanidad cuya cabeza eres Tú. Has acabado con los días en que equivocadamente entendíamos que obedecíamos a tu voluntad al aceptar la injusticia y exhortábamos al pobre a permanecer pobre, como si fuera ésa tu voluntad sobre él. Tu voluntad no es la injusticia, Señor; tu voluntad no es la opresión, y te pedimos perdón si alguna vez hemos usado la excusa de tu voluntad para justificar un orden injusto. Tú has vuelto a hablar por tus profetas, como lo hiciste antaño, y respondemos agradecidos a la llamada y el reto que nos ofrecen. Queremos volver a liberar a tu pueblo.

Tú siempre escuchaste la súplica del huérfano y de la viuda, y tomaste como hecha a ti cualquier injusticia que se hiciera a ellos. En nuestros días, Señor, son pueblos enteros los que son huérfanos, y sectores enteros de la sociedad los que se encuentran desamparados como viuda sin apoyo y sin ayuda. Sus gritos han llegado hasta ti, y Tú, en respuesta, has despertado una conciencia nueva en nosotros para hacernos solidarios con todos los que sufren y hacernos trabajar para acabar con los males que les afligen.

Tomamos a privilegio el que nuestra era haya sido escogida como la era de la liberación, y nuestra Iglesia como la Iglesia de los pobres. Aceptamos con alegría la responsabilidad de trabajar por conseguir un nuevo orden social, de volver a hacer brillar la justicia entre los hombres, para que, así como todos somos iguales en el amor que nos tienes, lo seamos también en el uso de los bienes que Tú nos has legado generosamente a todos tus hijos e hijas.

Queremos que este empeño se convierta en la meta de todos nuestros esfuerzos y en la misión de nuestra vida entera. Nos alegra constatar que a nuestro alrededor se alza una conciencia universal de justicia y hermandad entre todos los hombres y mujeres, y queremos contribuir a ella con nuestro entusiasmo y nuestro trabajo. Sentimos en nuestro corazón la fuerza del llamamiento a un orden justo, y nos consideramos afortunados de haber nacido en este momento y haber recibido esa gracia. Gracias, Señor, por haber bendecido así a nuestra generación, y haz que nos empleemos a fondo en servicio del pobre.

Bendito el Señor, Dios de Israel,
Ahora y por siempre. Amén, amén.

Día 1
Os cuento

DO-RE-FA-MI

Desde pequeño me ha encantado Mozart, y su música me ha alegrado la vida. Por eso puedo permitirme una pequeña crítica, no por criticar sino por aprender lo que nos enseña.
Después de recrearnos toda su vida con melodías geniales, con temas originales, con sencillez profunda y alegría juguetona, llega Mozart a la última sinfonía de su vida, la 41, tan soberbia que mereció el nombre del padre de los dioses y de los hombres, «Júpiter», por el que se la conoce. En su última sinfonía llega Mozart al último movimiento, el cuarto, «Molto allegro» que cierra su obra sinfónica. ¿Y sobre qué tema lo construye? Sobre el «do-re-fa-mi» manido y sobado, que son solo esas cuatro notas en medidas iguales repetidas todas las veces que haga falta hasta acabar cuando se desee.
Para colmo, ese tema ni siquiera era de Mozart. Era, sencillamente, propiedad común de cualquier músico de la época. Aparece en una fuga de «El clave bien temperado» de Bach, en un cuarteto de Haydn, y, encima, en una Misa del propio Mozart donde la palabra «Cre-e-e-do» se canta en esas cuatro notas, «do-re-fa-mi». Era algo a lo que se recurría cuando al compositor no se le ocurría nada. Y a Mozart, en el último movimiento de su última sinfonía, no se le ocurre nada.
¿Qué nos enseña esto? Que hasta los genios tienen lagunas. Que hasta Mozart se queda sin melodías. Y así no nos sorprende que nosotros mismos nos sintamos a veces vacíos, sin ganas, sin inspiración, sin melodías. No nos extrañemos de nuestras sequedades. La vida, a veces, es un desierto.
Pero la lección es que Mozart, aun con ese tema prestado y sabido, logra un cuarto movimiento alegre, movido, animado, agradable ya que no genial. Podemos animar la vida… aun cuando nos encontramos bajos de forma. «Do-re-fa-mi» a toda garganta, y adelante. Yo lo hago.

Inspiración

[De Rabindranath Tagore en su «Autobiografía», p.143]

«Comencé a usar una pizarra para escribir. Eso me ayudó a liberarme. Los cuadernos con que había empezado me estorbaban ahora. Escribir en ellos con tinta permanente sobre papel caro parecía exigir una entrega de perfección poética equiparable a la de los poetas famosos. Pero escribir en la pizarra era puramente cuestión del humor del momento. Parecía decirme: «No temas. Escribe lo que te dé la gana, y de un golpe lo borras.» Escribí un poema o dos, libre de trabas, y sentí verdadero gozo dentro de mí. Dijo mi corazón: «Por fin escribo lo que es mío.»

[La pantalla del ordenador se borra como una pizarra. ¡Ya podemos escribir versos!]

Cita breve

«Mis certezas desayunan dudas.» [Eduardo Galeano]

La cueva y la mente

[Osho, «The Dammapada, VI», p.109]

«Yo he andado por los Himalayas. Una vez me adentré en sus montañas con dos amigos. Encontramos una cueva; era tan bella que pasamos la noche allí.
Por la mañana un monje vino y nos gritó, «¡Fuera de aquí! ¡Esta es mi cueva!» Yo le dije, «¿Cómo puede ser suya esta cueva?
No lo veo, ya que esta es una cueva natural. Usted no la ha hecho; no puede reclamarla como suya, como yo no puedo reclamarla como mía. Usted ha renunciado al mundo, a su hogar, su mujer, sus hijos, su dinero, a todo de hecho, y ahora reclama usted ‘¡Esta es mi cueva! ¡Fuera todos de ella!’ Esta cueva no es de nadie.»
Se puso furioso. Dijo, «No sabéis quién soy yo. Soy alguien bien peligroso. No os voy a dejar esta cueva a vosotros. Yo he vivido en ella trece años.»
Le seguimos provocando, y él se enfureció, estaba dispuesto a luchar y a matar. Entonces le dije, «Vale, nos marchamos. Sólo estábamos provocándole para demostrar que han pasado todos estos trece años, pero su mente está al final tal y como estaba al principio. Dice que la cueva es ‘suya’ porque ha vivido trece años en ella. No se la trajo al nacer, y no se la llevará al morir. Y nosotros no vamos a quedarnos aquí para siempre, venimos solo por una noche. Somos viajeros, no somos monjes. Yo sólo he venido para ver lo estúpidos que son aun algunos que viven por aquí…, y usted parece llevarse la palma.»
Puedes dejar el mundo…, pero serás el mismo. Crearás el mismo mundo estés donde estés, porque llevas los planos en tu mente. No se trata de dejar el mundo, sino de cambiar la mente, de renunciar a la mente. Eso es lo que es meditar.»

Zapatos a medida

En el reino de Cheng un hombre decidió comprar un par de zapatos nuevos. Se midió el pie, pero olvidó la medida en casa y se fue al mercado sin ella. Allá encontró al zapatero. «¡Oh!, me olvidé de traer la medida», dijo, y presuroso regresó a su casa. Cuando volvió al mercado, la feria se había terminado y no pudo comprar los zapatos. «¿Por qué no se los probó?», le preguntó uno de sus vecinos. «Me fío más de la regla», respondió.

Cuento

EL JUEGO
[De Alberto Moravia en «Paraíso», Ediciones Áltera 1996, resumido.]

Mi prometido, Vittorio, y yo, hemos inventado un juego totalmente nuestro: la caza de la frase estereotipada, del lugar común. ¡Alto ahí!: locución pequeño-burguesa. ¡Párate!: eslogan publicitario. Has vuelto a caer: forma de decir esnobístico-mundana. O bien: expresión del lenguaje burocrático. ¡Eh, eh!: fórmula de la jerga política. Su conversación conmigo se convirtió así en una secuela de: «Hoy es jueves. El cielo es azul. Hace frío. Son las cinco de la tarde.»
Así fuimos avanzando durante un tiempo, y luego comprendí que Vittorio -el cual, mientras se expresó por medio de lugares comunes, había demostrado quererme mucho-, ahora que hablaba de manera racional, se iba haciendo, quién sabe por qué, cada vez más frío y distante. Tanto que un día no pude resistir más los oscuros celos que me angustiaban y le dije:

-Lo siento. En tu corazón hay otra mujer.
-¿Quién habla ahora por medio de lugares comunes?
-Será un lugar común, pero también es la verdad.
-¿Qué verdad? ¿La de las canciones del festival de San Remo?
-Vittorio, te lo advierto: mi amor podría transformarse en odio.
-¡Trivialona!
-Vittorio, responde a esta pregunta: ¿aún eres capaz de calor humano, o bien tu corazón se ha hecho en verdad de hielo?
-¡Folletinesca!
-Vittorio, no bromees. Para mí es una cuestión de vida o muerte.
-¡Romanticucha! -Vittorio, confiésalo: en tu subconsciente me odias.
-¡Sentimental-psicoanalítica!
-Vittorio, no me impulses a la desesperación.
-¡Melodramática! -Podría cometer algún acto irreflexivo.
-¡Periodista de crónica negra!

Se vengaba. Desde aquel día me encuentro siempre en inferioridad frente a él. Durante algunos meses lo había zaherido limpiando despiadadamente su lenguaje, y he aquí que, de pronto, descubría que yo también me veía arrastrada al lugar común.

Una de aquellas noches, desesperada, decidí precipitar la situación. Me tiraría por la ventana cuando entrara él. Nos hallábamos en el segundo piso; sabía que si me arrojaba de pie caería sobre una era y como máximo, me rompería una pierna. Vittorio llamó a la puerta de mi habitación, y yo me decidí. Entonces, precisamente en el momento en que me disponía a lanzarme, vi sobre el mármol del alféizar una revista de fotonovela. Sin duda, la había dejado allí la camarera de Vittorio. En la cubierta había una fotografía: la heroína se hallaba de pie sobre el alféizar de una ventana, y de su boca salían unas palabras que decían: «Adiós. Acuérdate de mí alguna vez.» Así pues -pensé-, hasta la acción más sentida y más auténtica, hasta el deseo de muerte más sincero carecía de autenticidad. Titubeé unos segundos y luego abrí a Vittorio, que, impulsado por su arrebato, casi se me echa encima. Le dije:

-Ha terminado el juego.
-¿Qué juego? -El de los lugares comunes. De ahora en adelante, hablaremos como nos plazca. Y actuaremos también a nuestro talante.

Me miraba, sorprendido. Acabé por abrazarlo. «Somos dos pobres diablos que han crecido entre revistas, televisión, radio, cine y novelas baratas. Reconozcámoslo de una vez para siempre, resignémonos y no pensemos más en ello.»

Me contáis

El cuento de Naserudín y el oso [ver en «Páginas anteriores», 15 noviembre] ha causado perplejidades. Lo explico. Hay a quienes en la vida, aun en la vida espiritual, lo que más les interesa es la caza mayor. Las grandes experiencias, los milagros, las revelaciones. Todo eso está muy bien. Si el rey quiere cazar osos, que los cace. Pero hay otra manera de disfrutar de la cacería real. Sencillamente pasarlo bien por los montes del alma. Trotar, galopar, otear el horizonte, llenar los pulmones, oír las trompas de caza, gritar a placer, hablar con los árboles, vivir la naturaleza. Todo eso es gozo y salud y realidad. Todo eso es oración y gracia y entrega. Todo eso es sacarle fruto santamente a la vida. Aunque no veamos ningún oso.

[Nota personal: Los «emilios» que me llegan directamente o a través de esta página Web los contesto siempre a la dirección del remitente, y sin embargo algunas veces los rechaza el servidor de Internet. Con lo cual yo me quedo sin poder contactar al remitente, y él o ella se quedan creyendo que yo no he contestado. Por favor poned bien, y repetida, la dirección del correo electrónico, y si alguien que me ha enviado un emilio y no ha recibido respuesta lee esto, que me vuelva por favor a escribir asegurando su dirección, y contestaré enseguida. Otra cosa: Algunos me escriben desde la Web pero no ponen su dirección personal de correo electrónico. Puede suceder que yo no desee contestar públicamente en la Web, pero sí quiero hacerlo privadamente. Si no me han dado su dirección, no puedo hacerlo, y me quedo sin poder responder. Esto también sucede con frecuencia. Me gusta responder a todos. Por favor, hacédmelo fácil.]

Salmo

Salmo 41: En busca de Dios
Como busca la cierva corrientes de agua,
Así mi alma te busca a ti, Dios mío;
Tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?

Es deseo, anhelo, sed. Es el empuje vital de mis entrañas, el motivo existencial de mi vida entera sobre la tierra. Vivo porque te deseo, Señor; y en cierto modo muero también porque te deseo. Dulce tormento de amar a distancia, de ver a través del velo, de poseer en fe y esperar con impaciencia. Deseo tu presencia más que ninguna otra cosa en este mundo. Imagino tu rostro, escucho tu voz, adoro tu divinidad. Me consuela el pensamiento de que, si es tan dulce esperare, ¿qué será encontrarte?

Quiero encontrarte en la oración, en tu presencia inconfundible durante esos momentos en los que el alma se olvida de todo a su alrededor y queda en silencio ante ti. Tú dominas el arte de hacer sentir tu presencia al alma que piensa en ti con amor. Atesoro esos instantes que anticipan el cielo en la tierra.

Quiero encontrarte en tus sacramentos, en la realidad de tu perdón y en la gloria escondida de tu cena con tus amigos. Me acerco a ti con fe, y tú premias esa fe con el suave murmullo de las alas de tu presencia. Vendré una y otra vez con el recuerdo de esas benditas reuniones, la paciencia de esperar en la oscuridad, y la ilusión de sentirme de nuevo cerca de ti.

Quiero encontrarte en el rostro de los hombres y mujeres , en la compañía de mis semejantes, en la revelación súbita y profunda de que todos los hombres son mis hermanos, en la necesidad de los pobres y en el amor de mis amigos, en la sonrisa del niño y en el ruido de la muchedumbre. Tú estás en todos los hombres, Señor, y quiero reconocerte en ellos.

Y quiero, finalmente, encontrarte un día en la pobreza de mi ser y la desnudez de mi alma, de mano de la muerte a la entrada de la eternidad. Quiero encontrarte cara a cara en ese momento que se hará gozo eterno en el abrazo del reconocimiento mutuo después de la noche de la vida en este mundo.

Anhelo encontrarte, Señor, y la vehemencia de ese anhelo sostiene mi vida y endereza mis pasos. Esa esperanza es la que da sentido a mi vida y dirección a mi caminar. Vengo a ti, Señor.

Como busca la cierva corrientes de agua,
Así mi alma te busca a ti, Dios mío;
Tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?

 

Día 15
Os cuento

Personal

Acabo de pasar unos días en la India y os los quiero contar. Mi avión aterrizó en Ahmedabad de noche, y al llegar yo a la puerta de la Universidad de San Javier con los amigos que me habían venido a buscar al aeropuerto, me encontré con que en los escalones de subida a la entrada habían puesto lucecitas de aceite en pocillos de barro para recibirme en el estilo indio tradicional. Me emocionó la bella bienvenida.

El 30 de noviembre, festividad del Guru Nanak, fundador de los Sijs y apóstol de unidad entre religiones, tuvo lugar la función para la que yo había sido invitado. La «Academia de la Lengua Guyaratí» me había concedido el «Premio Sacchidanand 2000» por mi contribución a la literatura guyaratí, y había organizado un seminario público en el que cuatro escritores analizaron la influencia de mi estilo en la literatura guyaratí moderna. Comprenderéis que no quise perderme la ocasión.

Dijeron de mí que en mis escritos reunía yo la claridad francesa, el humor inglés y el calor español. Y que había contribuido con la frase breve, la metáfora rápida y la lógica rectilínea a la literatura actual. Algunos dijeron que se veía que yo era matemático en la lógica de mi estilo, mientras que otros por el contrario dijeron que lo único que no se explicaban de mí era cómo siendo hombre de letras podía ser también catedrático de matemáticas. Tiene que haber opiniones para todo. En especial señalaron que yo había logrado el arte difícil de escribir en primera persona haciendo de todas mis obras una gran autobiografía personal, que es algo que da personalidad, unidad y credibilidad a mis escritos, y que ha sido muy imitado y ha hecho ya escuela entre los mejores escritores actuales. Por eso me concedían el premio.

Yo contesté en mi discurso de aceptación que ahora me consideraba embajador de la cultura india en el mundo occidental, y les expliqué ejemplos que he contado y cuento en mis libros y en mis charlas por Europa y América, sobre todo ejemplos lingüísticos, ya que estábamos entre académicos de la lengua. Por ejemplo. Lo que es nominativo en castellano o en inglés («yo tengo un derecho») es dativo en guyaratí («para mí hay un derecho»). Y hay miles de ejemplos como ese. La consecuencia importante es lo que eso significa en la devaluación fundamental del «yo» (centro de la filosofía hindú), ya que no soy yo quien «hago» o «tengo» cosas, sino solamente alguien a quien le «suceden» o le «pasan» cosas, lo que cambia toda la mentalidad de la moral humana. En castellano yo soy el «autor» de lo que hago, mientras que en guyaratí yo soy el «testigo» de lo que me pasa. Esa es la diferencia de actitud mental entre oriente y occidente, y eso explica muchas cosas. El lenguaje descubre y forma al mismo tiempo la conducta.

En guyaratí no hay (¡sorprendentemente!) un verbo para decir «tener». «Yo tengo dinero» se traduce por «Cerca de mí hay dinero». Las cosas no se «poseen», sino solo andan por ahí en nuestra cercanía. Lenguaje de desprendimiento.

La frase de David ante el profeta Natán, «¡He pecado!», la tradujo el brahmán hindú que traducía la Biblia por «A través de mí una equivocación ha sucedido.» Nuestros teólogos hubieron de corregirla para hacerla más ortodoxa.

Podéis imaginaros que tuvimos una sesión muy divertida. Al final me dijeron que me van a tener que dar más premios para que tenga que volver y pasarlo bien con ellos.

El único contratiempo fue que la línea aérea me perdió la maleta, pero afortunadamente llegó luego a tiempo, pues en ella llevaba el traje negro formal hindú, que se puede tomar por el traje talar de un obispo o por el traje de etiqueta de un embajador indio y me gusta llevar en esas ocasiones. Al fin pude ponérmelo.

Me despedí con pena, no sin dejarles antes a mis amigos el resto del contenido de la maleta que se había perdido y al fin llegó a tiempo. Adivinad lo que era: turrones para endulzarles la Navidad.

Código de barras

La Feria del Libro estuvo muy bien. Libros y editores y libreros y lectores. El mundo en que me muevo, con todo su atractivo, sus caras conocidas, sus últimas publicaciones, sus propuestas y sus planes. El contacto físico con mi último libro recién salido de la imprenta con la tinta fresca y las páginas vírgenes expuesto a las miradas del público en múltiple imagen sobre la estantería vertical contra la pared. Fiesta para los ojos y el tacto y la mente y el alma.

Pero me dejó un gustillo dudoso por la pequeña operación a que fui sometido al entrar. Me dieron la tarjeta de siempre para prender en la solapa como identificación y pasaporte, y me la colgué en la chaqueta como es debido. Allí estaba mi nombre completo, mi profesión de escritor, la editorial que me patrocinaba… y luego un misterioso código de barras con su fila paralela de barras gordas y delgadas y debajo los múltiples numeritos clasificadores que me identificaban. Los miré un momento. Me vi reducido a barras y números. Identificado por un código secreto con todos mis datos, mis características y mi personalidad.

Me dio miedo. Allí estaba resumido todo mi ser para que lo leyera quien quisiera, solo con pasarme por una maquinita. Me hizo sentirme como una mercancía de supermercado. Me meten en un carrito de compra, me dejan en el mostrador, me barren con el láser delatador, y sale mi precio en euros y mi fecha de caducidad.

Temo que hasta mis pensamientos ocultos aparezcan en la pantalla al ser activado mi código de barras, que se descubra mi conciencia y mis fobias y mis flaquezas. Confesión pública de mi vida entera. Todo en ese código misterioso. Ya no puedo vivir tranquilo. Ha quedado al descubierto la llave de mi intimidad. Paseo encogido por la feria evitando miradas. Me cubro la solapa disimuladamente con la mano. Salgo a escondidas del recinto ferial y, cuando no me ve nadie, arrojo la tarjeta amenazadora al primer cubo de basura que encuentro. Antes de arrojarla, anoto con temblor el número secreto. 3430092337475. Ese soy yo.

Miedo

«Estoy convencido de que el miedo es el peor enemigo del hombre. Si nos lo meten en el alma cuando somos niños, se instala permanentemente en las profundidades de nuestro ser y nos convierte indefectiblemente en cobardes, en sumisos y castrados incapaces de reaccionar libremente ante los retos y peligros objetivos y reales de la vida, que bastantes hay. Toda mi vida ha sido una lucha por tratar de superar el miedo que me transmitieron los míos, sobre todo el miedo a la muerte. Muchas veces he sucumbido ante sus embates, otras le he ganado la partida. Pero nunca me ha abandonado. Aquellos primeros años de represiones, miedos y prohibiciones me marcarían para toda la vida.» [Ian Gibson, «Viento del Sur», p.34]

La frontera del arte

«Julio Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, andaba caminando por las calles. Llevaba su fusil en la mano, y la cámara, también cargada y lista para disparar, colgada del cuello. Andaba Julio por las calles polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos gemelos eran los únicos sobrevivientes de una aldea exterminada por el ejército. Tenían dieciséis años. Les gustaba combatir junto a Julio; y en las entreguerras, él les enseñaba a leer y a fotografiar. En el torbellino de esta batalla, Julio había perdido a los gemelos, y ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.

Caminó a través del parque. En la esquina de la iglesia, se metió en un callejón. Y entonces, por fin, los encontró. Uno de los gemelos estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus rodillas, yacía el otro, bañado en sangre; y a los pies, en cruz, estaban los dos fusiles.

Julio se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que vivía no dijo nada, ni se movió; estaba allí, pero no estaba. Sus ojos, que no pestañeaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en ninguna parte; y en esa cara sin lágrimas estaba toda la guerra y estaba todo el dolor.

Julio dejó su fusil en el suelo y empuñó la cámara. Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y la distancia y puso en foco la imagen. Los hermanos estaban en el centro del visor, inmóviles, perfectamente recortados contra el muro recién mordido por las balas.

Julio iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no quiso. Julio lo intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces bajó la cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.

La cámara, una Minolta, murió en otra batalla, ahogada en lluvia, un año después.»

[Eduardo Galeano, «El libro de los abrazos», p.14]

Cuento sapiencial

El rey fue derrotado en la batalla y se dispuso a morir. Entró en cautiverio y esperó a que vinieran a llevarlo al patíbulo para su pública ejecución. Como era rey, aunque derrotado, su prisión fue un palacio real donde disponía de todos los lujos de la vida en la corte. Banquetes, música, bailes, fiestas. Pero como el rey sabía que iba a morir, no disfrutaba con nada de todo eso.

Pasaron semanas y meses, y el rey vencido estaba cada vez más tenso y angustiado con la espera. Por fin no pudo aguantar más, y envió un mensaje al rey vencedor pidiéndole lo mandara ejecutar cuanto antes. El vencedor lo hizo venir a su palacio donde dispuso un banquete opíparo y un espectáculo maravilloso. Entre las bailarinas apareció un gigante fornido que agitaba su enorme sable al ritmo de la música y se iba acercando lentamente al rey. El rey no pudo más y suplicó: «Por favor, que acabe la danza y me corten la cabeza de una vez. Quiero morir.» El vencedor le contestó: «¿No has caído en la cuenta de que ya estás muerto?»

Nacimiento

[Cuento guyaratí de Suresh Yoshi, abreviado.]

Era la fiesta de Yanmáshtami o Shri Krishna Yayanti. El nacimiento de Krishna, la encarnación de la divinidad más querida en la devoción popular de la India. En plena estación de los monzones, cuando las lluvias se cernían sobre la ciudad de Baroda, toda la familia había preparado la fiesta con el fervor renovado de todos los años. El momento del nacimiento era la media noche, pero la preparación había ocupado todo el día en anticipación alegre del momento solemne. Y ahora se reunían los parientes y vecinos que iban a participar juntos en la fiesta. Se reunían aquí, porque la casa era mayor y al ser más los reunidos se disfrutaba más de la ocasión.

***

Fuera llovía. En las afueras de la ciudad, en una choza entre el barro y los torrentes de agua, una débil luz anuncia la presencia de vida. Un hombre, cubierto como puede con tela de saco, espera a la puerta inmóvil, salpicado por la lluvia persistente. De vez en cuando mira hacia el camino embarrado que lleva a su casa, y vuelve a esperar. Solo se oye el caer de la lluvia.

***

Los huéspedes llegan a la casa grande y admiran los preparativos de la fiesta. En el nacimiento del salón central están representadas las aldeas de su infancia, Mathura y Gokul, con la selva de Vrindavan en la que Krishna vivió su juventud. Jardines y árboles, flores y pavos reales, fuentes y ríos reproducidos en cartón, madera, cristales y musgo con imaginación inocente. Allí están las escenas tradicionales de la vida de Krishna, el escape del tirano Kansa que quiso matarlo al nacer, la huida a hombros de Vasudeva y Devaki, las travesuras de su niñez, la lucha con demonios, la protección del pueblo sosteniendo el monte Govardhan sobre sus cabezas, su imagen de Pastor de rebaños y hombres, su flauta sonora que atrae a los que escuchan su voz. Todo un despliegue de arte doméstico y devoción sencilla.

***

A la puerta de la choza en las afueras, el hombre se yergue. Ha visto acercarse a alguien. Sigilosamente en la lluvia se divisa la figura de un hombre con paso cauteloso. Duda un momento. Ve que le esperan y llega despacio. No se saludan. Se reconocen al verse. Ambos saben a qué ha venido el recién llegado y permanecen un momento en silencio. Luego con un gesto de cabeza deciden hablar allí mismo, afuera, sin entrar en la choza. Se adivina que alguien espera dentro, y prefieren hablar solos.

***

Se acerca el momento en la fiesta devota de la familia reunida. Se cantan villancicos y se reparten dulces. Se toma mantequilla, manjar favorito de Krishna en su niñez. Se entona su nombre repetidamente como resumen y bendición en el momento sagrado que alegra a la tierra con promesas de vida. Todos miran al reloj en espera de la media noche más querida que todas las noches. Se vive la fiesta religiosa.

***

Fuera de la choza, bajo la lluvia, los dos hombres hablan en voz baja.

– ¿Estás decidido?
– Sí. Lo convenido.
– ¿Van a ser las dos piernas o una?
-…
– Si le rompemos una solo, podrá andar toda la vida con una muleta. Si le rompemos las dos, no andará, pero excitará más compasión y los que pasen darán más limosna. Tú verás.
– ¿Cobras más por las dos?
– Sí, pero no es el doble. Sólo la mitad más por la segunda pierna.
– Las dos pues. Y que no le duela.
– A los recién nacidos no les duele. Sé bien mi oficio. Los dos hombres se vuelven hacia la puerta de la choza.

***

Suena la media noche en la casa grande. Se descubre la imagen de Krishna recién nacido. Se baten palmas y se juntan las manos en adoración reverente. Abrazos y sonrisas. Se oyen cohetes y fuegos artificiales que celebran el momento sagrado en la ciudad devota. Se siente la alegría feliz en la tradición renovada. Dios se acerca a los hombres, y en esa cercanía está la esperanza del género humano para una vida mejor y una eternidad feliz. Se ha cobrado energía para un año más con el revivir de la práctica religiosa. Todos se sientan a participar de la cena especial en compañía de amistad. Es la celebración del gran día y la gran noche. Todo es alegría.

***

Los dos hombres entran en la choza. Dentro les espera el silencio de una madre con su hijo recién nacido en su regazo. A una señal del hombre, la madre se vuelve al rincón dejando al niño sobre el único catre. El visitante se acerca. Dos chasquidos breves. Unas monedas que pasan de una mano a otra. El visitante se aleja en la lluvia. En la choza se oye el llanto de un bebé.

Poema

Las pajas del pesebre,
Niño de Belén,
Hoy son flores y rosas,
Mañana serán hiel.

Lloráis entre las pajas,
De frío que tenéis,
Hermoso niño mío,
Y de calor también.

Dormid, Cordero santo,
Mi vida, no lloréis;
Que si os escucha el lobo,
Vendrá por vos, mi bien.

Dormid entre las pajas,
Que aunque frías las veis,
Hoy son flores y rosas,
Mañana serán hiel.

[Lope de Vega]

Me contáis

Era un pueblo de la India cerca de una ruta principal de comerciantes y viajeros. Acertaba a pasar mucha gente por la localidad. Pero el pueblo se había hecho célebre por un suceso insólito: había un hombre que llevaba ininterrumpidamente dormido más de un cuarto de siglo. Nadie conocía la razón. ¡Qué extraño suceso! La gente que pasaba por el pueblo siempre se detenía a contemplar al durmiente. ¿Pero a qué se debe este fenómeno? se preguntaban los visitantes.

En las cercanías de la localidad vivía un eremita. Era un hombre huraño, que pasaba el día en profunda contemplación y no quería ser molestado. Pero había adquirido fama de saber leer los pensamientos ajenos. El alcalde mismo fue a visitarlo y le rogó que fuera a ver al durmiente por si lograba saber la causa de tan largo y profundo sueño. El eremita era muy noble, y, a pesar de su aparente adustez, se prestó a tratar de colaborar en el esclarecimiento del hecho. Fue al pueblo y se sentó junto al durmiente. Se concentró profundamente y empezó a conducir su mente hacia las regiones clarividentes de la conciencia. Introdujo su energía mental en el cerebro del durmiente y se conectó con él. Minutos después, el eremita volvía a su estado ordinario de conciencia. Todo el pueblo se había reunido para escucharlo. Con voz pausada, explicó:

«Amigos, he llegado, sí, hasta la concavidad central del cerebro de este hombre; también he penetrado en el tabernáculo de su corazón. He buscado la causa. Y, para vuestra satisfacción, debo deciros que la he hallado. Este hombre sueña de continuo que está despierto, y, por tanto, no se propone despertar.»

El Maestro dice: «No seas como este hombre, dormido espiritualmente en tanto crees que estás despierto.»

[Me lo envió Lía, del Uruguay.]

Salmo

Salmo 42: El Dios de mi alegría
Que yo me acerque al altar de mi Dios,
al Dios de mi alegría.

Dame el don de la alegría, Señor. Lo necesito para mí y para mis hermanos. No es ésta una petición egoísta para mi satisfacción propia, sino una necesidad profunda, a un tiempo social y religiosa, de comunicar a otros tu presencia con el sacramento de tu alegría en la sinceridad de mi corazón.

Este mundo resulta triste para muchos con sus preocupaciones y su miseria, sus luchas y sus tensiones. Apenas se ve una sonrisa genuina o se oye una carcajada espontánea. Hay una niebla de tristeza sobre las vidas de los hombres y las mujeres. Sólo tu presencia, Señor, puede dispersar esa melancolía y hacer que el resplandor de tu alegría brille, como el reventar de la aurora, sobre el desierto de la vida.

Para comunicar tu alegría a hombres y mujeres necesitas otros hombres y otras mujeres que sean testigos y canales de la única verdadera alegría que es tu gracia y tu amor. Por eso te ofrezco aquí mi corazón y mi vida, Señor, para que llegues a otros hombres y mujeres llegándote a mí. Enséñame a alegrarme contigo para que, cuando yo entre en la vida de otra persona, pueda iluminar su rostro en tu nombre, y cuando me presente ante un grupo en sociedad, pueda hacer resplandecer el ambiente con tu esplendor.

Haz que mi sonrisa sea sincera y mi risa genuina. Haz que mi rostro brille con el resplandor de tu presencia. Haz que mi corazón se expansione con el calor de tu gracia. Que mis pasos y mis gestos respondan a la majestad de tu gloria. Bendíceme con la bendición de la alegría para que yo, a mi vez, pueda bendecir en tu nombre a las personas y los sitios que visite. Úngeme con el óleo de la alegría, Señor, para que yo pueda consagrar el mundo de los hombres y mujeres con la liturgia del regocijo.

Todo el mundo desea la felicidad, Señor, y si ven la felicidad en las vidas de los que te siguen y profesan servirte, vendrán a ti para obtener ellos mismos lo que han visto en los que te siguen. Si quieres acreditar la causa de la religión en el mundo, Señor, dales tu alegría a los religiosos que te sirven. Tu alegría es nuestra fortaleza.

Al pedir alegría no me escapo de sufrimientos y pruebas. Conozco la condición humana sobre la tierra, y la acepto con pronta fe. Lo que pido es que, en medio de esas pruebas y sufrimientos que forman parte del ser humano, tenga yo la serenidad y la fuerza de mantenerme firme y avanzar con confianza, para que incluso en mis horas de dolor pueda yo ser testigo del poder de tu mano. Cuando no logre tener el resplandor evidente de la alegría externa, dame al menos la dócil claridad de la aceptación resignada. En la paz y en la alegría, hazme ser siempre testigo sereno de la gloria que viene, ciudadano del cielo que camina por la tierra hacia su último destino.

¡Dios de mi alegría! Esas son mis credenciales. Tu alegría me da derecho a hablar, a convencer y a vivir.

Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan
hasta tu monte santo, hasta tu morada.
Que yo me acerque al altar de Dios,
al Dios de mi alegría.

Fundación González Vallés

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