Los textos de Carlos G. Vallés
2001 | 2002 | 2003 | 2004 | 2005 | 2006 | 2007 | 2008 | 2009 | 2010 | 2011 | 2012 | 2013 | 2014 | 2015 | 2016 | 2017
Año 2011
Día 15
Os cuento

[Ulla-Carin Lindquist, con 4 hijos a sus 50 años, era presentadora de noticias en la televisión sueca. Padecía de Esclerosis Lateral Amiotrófica, y murió al año de escribir este libro. Las citas que aquí recojo comienzan con una conversación telefónica con su marido:]

p. 15. – Hola cariño, Gustav está enfermo. Llamaron de la guardería. Está vomitando. Tienes que ir a recogerlo.

– [Su marido, cirujano plástico:] ¿Yo? No puedo. Tengo una operación por quemaduras.
– Pero yo tengo la emisión del programa. Debo preparar un montón de cosas.
– Están llamando del quirófano. Es un caso serio. Hasta luego. [Cuelga.]

Todos a mi alrededor se interesan por el diálogo.
¿Quién “gana”? ¿El cirujano plástico responsable de la vida de una persona, o la presentadora del programa con un público de dos millones de televidentes? – Es una decisión obvia – le dice ella al editor del programa. A sabiendas de que abundan los presentadores que querrían presentar el programa más importante del país.

Recojo y me marcho a casa a ocuparme de mi hijo enfermo.
Ser madre de niños pequeños y tener el doble de trabajo es tan duro para mí como para las demás.
Tal vez con la excepción de que, en mi caso, todo el mundo en todo el país puede darse cuenta de que he dormido poco. Cuido de mi hijo, y vuelvo a la tele.

Parecías muy cansada esta noche en la tele. ¿Cómo te sientes? – pregunta mi madre desde Värmland.
p. 17. – Mamá, hoy te di un beso en la pantalla de la tele –dice Gustav– pero no me lo devolviste.

– Lo hago ahora.
– Buenas noches.
– Buenas noches. Que duermas bien.

p. 58. Pontus, mi hijo mayor, tiene diez años y nueve meses. Así piensa el 16 de julio de 2003. Me permite a mí, y a ustedes, leer lo que escribió en su diario:
“Mamá tiene una enfermedad que hace que sus músculos se debiliten. La tiene en el brazo derecho, en la pierna y en el brazo izquierdo. Me da pena. Mamá no puede subir escaleras, ni llevar fardos, ni correr, ni saltar, ni lavarse el pelo, etcétera. No trabaja tanto como antes. No se puede levantar de la cama tan rápidamente como antes. Me mira y le doy pena. Solo pienso que es bueno ayudarla. Quiero que lleve un diario porque entonces lo podré leer cuando ella se haya muerto. He soñado que yo era médico y que había un modo de operar para terminar con esa enfermedad. Entonces la operé. Quiero saber más acerca de la enfermedad que tiene mamá. ¿Por qué no conseguimos un brazo robot? Lo he visto en la tele. Son guiados por los músculos del hombro. Creo que es una buena idea. Mamá no puede dar largos paseos. Mamá sabe escribir bien con el brazo izquierdo. Pase lo que pase, quiero a mi mamá.”

p. 64. Todavía existe un nexo entre enfermedad y castigo por un pecado. [Me dolió leer esto.]

p. 145. – Estuve triste anoche, mamá.

– Cuéntame, Pontus.
– Sólo tú te pones enferma.
– Sí, lo sé.
– Y te vas a morir.
– Todo el mundo se muere.
– Pero no conozco a nadie que tenga una mamá muerta.

p. 156. [Diálogo con la pastora, ministra protestante, que viene a visitarla en nombre de la Iglesia.]

– Pero ¿cuál es el sentido de que yo deba morir y dejar cuatro hijos, dos de ellos menores?
– Me cuesta responder a esa pregunta. A mí misma me cuesta ver algún sentido en eso. Quiero que la vida sea justa. Pero en situaciones como ésta, no encuentro respuesta. Tu vida es más que este momento de enfermedad. Hay valores mucho mayores que tu enfermedad. Ulla-Carin es más, mucho más que la Esclerosis Lateral Amiotrófica que te pone límites. Tienes una historia en tu pasado que también es algo más que el presente. Toda la gente que has encontrado. Todos tus hijos. No sé mucho sobre ti. Pero sé que un ser humano siempre es mucho más que su enfermedad. Hay que ver más allá de lo que nos limita.

p. 204. [La última línea del libro:] Cada segundo es una vida.

(Ulla-Carin Lindquist, A Merced de la Vida, Mi último año. Plataforma Editorial, Barcelona 2008.)

Me contáis

¡Hola Carlos! ¿Que tal? Espero que bien. Te he escrito hace unos tiempos para preguntarte algo sobre Anthony de Mello. Y ahora te quería cuestionar de nuevo pues sé que lo conocías muy bien. Entonces, una de las cosas que he leído de él decía que uno nunca hace el mal en conciencia, solo alguien demente lo podría hacer. Eso me ha tocado mucho pues acredito en eso. La verdad es que cuando hago algo mal nunca he tenido consciencia de que lo estaba haciendo. Así, pienso que me es difícil sentirme arrepentido porque ¿como puedo sentirme culpable si no lo he hecho en conciencia? Para haber pecado mortal sé que tiene que haber conciencia plena. No sé lo que pensar. Si puedes, contéstame. Muchas gracias. Eduardo.

A Tony se le atribuyen muchas cosas, Eduardo, y no todas con exactitud. No es verdad que solo un demente pueda hacer mal en conciencia. Por desgracia sí que hay gente mentalmente sana que les hace daño a otros a sabiendas y a conciencia. Piensa en robos, insultos, riñas, violencia. Hay maldad en el mundo. Lo que Tony quería decir es que personas normalmente buenas y sensatas como tú y yo no le hacemos nunca daño a nadie a sabiendas, y que como el único pecado es hacerle daño a alguien a sabiendas, tú y yo no somos «pecadores» aunque nos hagan llamarnos así y darnos golpes de pecho. Sí que tenemos nuestros fallos y a veces hacemos cosas que les resultan desagradables o dañosas a otros, pero normalmente no le hacemos daño a nadie a sabiendas. Es decir, Tony hablaba contra el complejo de culpa que tenemos metido los cristianos (y los judíos), y yo también he hablado y escrito mucho sobre ese complejo para conseguir que desaparezca. Esa es la lección importante que nos toca a todos. No somos pecadores, somos buenas personas y no queremos hacerle daño a nadie. A eso se refería Tony. Gracias por escribir, y un abrazo, Carlos.

Salmo

Salmo 96 – Alegraos en el Señor

“El Señor reina, la tierra goza,
se alegran las islas innumerables.”

El gran mandamiento. ¡Alegraos! Esencia y resumen de todos los demás mandamientos. Ama y adora, sé justo y amable, ayuda a los demás y haz el bien. En una palabra, alégrate, y haz que los demás se alegren. Logra en tu vida y muestra en tu rostro la felicidad que viene de servir al Señor. Alégrate con toda tu alma en su servicio. Sé sincero en tu sonrisa y genuino en tu reír. Trae la alegría a tu vida, y que ello sea señal y prueba de que estás a gusto con Dios y con su creación, con los hombres y las mujeres y la sociedad y el mundo entero: en eso consisten la ley y los profetas. Alégrate de corazón. El Señor está contigo.

“Lo oye Sión y se alegra.
Se regocijan las ciudades de Judá
por tus sentencias, Señor.”

La virtud de la alegría es virtud difícil. Y es difícil, porque ha de ser genuina y profunda para merecer el nombre, y no es fácil obtener alegría auténtica en un mundo de penas. Necesito fe, Señor; necesito una visión larga y una paciencia duradera; necesito sentido del humor y ligereza de ánimo y, sobre todo, necesito me asegures que a través de todas las pruebas de mi vida privada y de la historia de la humanidad, dentro de mí mismo, allí en el fondo de mi alma, estás tú con toda la fuerza de tu poder y la ternura de tu amor. Con esa fe puedo vivir, y con esa fe puedo sonreír. El don de la alegría es la flor de tu gracia en la aridez de mi alma.

Gracias por la alegría que me das, Señor; gracias por el valor de sonreír, el derecho a la esperanza, el privilegio de mirar al mundo y sentirme contento. Gracias por tu amor, por tu poder y por tu providencia, que son el fundamento inamovible de mi alegría diaria. Alegraos conmigo todos los que conocéis y amáis al Señor.

“Alegraos, justos, con el Señor,
celebrad su santo nombre.”

Meditación

Cuando truena en la vida

Discípulo: “¿Qué debo hacer para liberarme del miedo al trueno que me aterra terriblemente cada vez que lo oigo?”
Maestro: “Dejarte aterrar.”

No pasa nada. No pierdes nada con pasar un rato aterradito con el ruido del trueno. Eso no te hace ningún daño. Lo que te hace daño es tenerle miedo al miedo, aterrarte ante la perspectiva de que te vas a aterrar, temblar porque vas a temblar. Eso sí te deshace, porque ese temor a los temores está siempre contigo, ese terror al trueno te hace pensar en los truenos aun cuando no hay ninguno, como ahora, y te abruma con su preocupación permanente. El trueno es un instante. El temor al trueno es una vida entera. Deja que te sacuda el trueno. Y no te preocupes porque te va a sacudir. Déjate aterrar cuando llegue. Es la manera de dejar de estar aterrado el resto de tu vida, que es con mucho su mayor parte. Déjalo estar.

No tiene nada de extraño que nos sacuda un trueno, que nos afecte una desgracia, que nos turbe un fracaso, que nos aflija una despedida. Son truenos que caen en la vida y que, por mucho que sepamos que han de caer, siempre nos agarran de improviso y nos golpean con el dolor repentino de la tragedia humana. No hay nada equivocado en llorar por una muerte, dolerse por una separación, lamentar un accidente. Pero sería tristísimo pasarse toda la vida doliéndose y lamentando y llorando por todos los disgustos que han pasado y los que han de pasar. La clave no es librarse del miedo al trueno, es aceptarlo Tiemblo cuando truena. ¿Y qué? El trueno es rápido y el temblor se pasa enseguida. Si lo miro así, casi es divertida la experiencia: el fragor de los cielos, el temblar de las paredes, el encogerse las entrañas, el respiro al encontrarnos vivos, el silencio respetuoso de quien ha visto la vida y la muerte en un instante. Se enriquece la gama de emociones. No hemos perdido nada.

Déjate aterrar. El consejo es insólito y paradójico. Pero es sabio y práctico. Déjate sentir los sentimientos que sientes. No hay nada malo en ello. Si los sentimientos son nocivos, su mejor remedio es mirarlos tranquilamente a la cara, saludarlos con educación y dejarlos pasar. Pasan como el trueno. Mucho ruido y ningún problema. Los oídos retumban por unos segundos y eso es todo. En cambio si te tensas para evitar la sacudida, si te preparas a evitarla, si preguntas a los demás y te entrenas a ti mismo en un esfuerzo programado para evitar el temblor cuando truene el cielo, te va a tensar más todavía y te va a sacudir más aún el próximo trueno. Al trabajar contra el trueno refuerzas el complejo que te inspira el miedo. En cambio al aceptar el miedo, este, curiosamente, se disolverá.

El horizonte se oscurece en nube cerrada. Que se oscurezca. Ya no me preocupa la tormenta. Si siento miedo, lo sentiré, y si no, dejaré de sentirlo Así de sencillo. En cualquiera de los casos la tormenta, al marcharse, no dejará huella en mi alma. Al renunciar al seguro, estoy asegurado.

Día 1
Os cuento

El ordenador y la bicicleta

Yo soy optimista por naturaleza y por convicción, y me gusta pensar que todo el mundo es bueno y la gente se porta bien y nadie hace el mal por el mal ni hace daño a nadie a sabiendas, al menos entre la gente normal que conozco y que imagino forman la mayor parte del género humano. Siempre hay noticias de guerras y terrorismo y violencia en los periódicos, pero eso cae lejos y solo son noticias y no experiencias. Pero hoy me ha tocado una experiencia. Una experiencia molesta y casi preocupante. ¿Por qué hará la gente eso?

Voy abriendo el correo electrónico y veo en él una notificación de UPS avisándome que tienen un paquete para mí y necesitan confirmar mi dirección para venir a entregármelo. Para ello he de entrar en la dirección de Internet que me dan y contestar desde allí. UPS es el United Parcel Service de mercadería internacional, y yo precisamente estaba esperando un paquete de libros, así es que todo encajaba. No tenía más que entrar en Internet y confirmar mi dirección. Casi lo hice.

Pero algo me hizo sospechar. El paquete venía de una librería inglesa que ya me había enviado otros paquetes antes y tenían mi dirección y era la correcta y siempre me habían llegado bien los paquetes sin que me preguntasen nada. ¿Por qué dudaban ahora? Verifiqué el pedido que yo había hecho desde Internet, y allí mi dirección estaba dada correctamente. Otro detalle: la librería que enviaba el paquete tiene su centro en América con sucursal en Inglaterra que es a donde yo encargaba los libros ya que me cae más cerca para el envío; y el aviso me llegaba del centro de América donde yo nunca he encargado nada pues trato directamente con Inglaterra. Raro. Sospechoso. Llamé a UPS por teléfono y les pregunté si tenían algún envío a mi nombre y les conté mi sospecha. Me dijeron no había ningún envío a mi nombre, y en cambio sí habían recibido avisos como el mío de otros clientes. Que no se me ocurriera entrar en esa dirección de Internet porque me entraría en el ordenador un virus. Les di las gracias.

Me dejó triste. Yo me había salvado del virus, y me congratulé por haberme dado cuenta a tiempo, pero me quedé triste. ¿Por qué harán eso? ¿Por qué van a hacer daño a idea? ¿Por qué disfrutan molestando? Dicen que esos virus los programan expertos informáticos para demostrarse a sí mismos o a los demás lo mucho que saben (o quizá para airear su frustración reprimida ante el fracaso), y también que a veces los envían las mismas compañías antivirus para promocionar sus productos haciéndonos recurrir a ellas. Quizá. En la India yo iba siempre por la ciudad en bicicleta como tantísimos otros por las calles amplias de la gran urbe. También había pequeñas tiendas de reparación de bicicletas por todas partes para reparar un pinchazo enseguida en cuanto hiciera falta. Y se decía que los dueños de esas tiendas esparcían tachuelas por la calzada poco antes de su tienda para que pincharan las bicis y acudieran a ellos tan oportunamente situados. Es posible, porque sufrí varios pinchazos. Y otra cosa: cuando el muchacho de la tienda sacaba el neumático de la rueda y lo metía en el cubo del agua para ver por dónde salía el aire, siempre me decía alegremente: “No hay un pinchazo sino dos.” Con lo cual cobraba el doble. Yo siempre sospeché del segundo pinchazo; y quizá había que sospechar también del primero. Picaresca universal. Curiosamente, y no sé por qué, a mí no me molestaba lo de los pinchazos. Era como un tributo que había que pagar por andar en bicicleta. En cambio sí me ha dolido lo del virus. Será porque dependo más del ordenador que de la bicicleta. Porque un virus es algo más serio que un pinchazo. Porque estoy indefenso ante el ataque. (En la bicicleta yo podía reparar un pinchazo en una emergencia y llevaba siempre parches y bomba para el caso, pero en el ordenador no valen parches.) Porque no hay tiendas de reparación de ordenadores en cada esquina de la calle como para la bicicleta. Porque los piratas electrónicos no tienen la cara simpática del muchacho de la tienda de los pinchazos. Pero me duele. Mi ordenador es ya parte de mi entorno personal, y alguien lo ha violado.

¿Cómo han sabido mi dirección, mi petición, mi espera? ¿De qué sirve la contraseña? ¿Qué quiere decir privacidad? Ya no la hay. Al entrar hoy en el ordenador he sentido cierto reparo instintivo. Es una virgen violada. Él lo siente más que yo. La intimidad, la confianza, la alegría, la espontaneidad de nuestro trato ha quedado herida. Ya nunca sabré quién ha entrado en él aunque nadie haya entrado en mi habitación. Pero él no tiene la culpa. Ni yo. Ni nadie, quizá. El mundo es así y la vida es así y las ventajas y comodidades y adelantos que nos trae el progreso quedan equilibrados por los riesgos y los peligros y las preocupaciones y las molestias que conllevan. El tributo que hay que pagar por tener un ordenador.

El paquete de libros que yo esperaba lo recibí pocos días después por UPS. Vuelta a la normalidad.

Piedad popular

En una iglesia he visto una imagen de la Virgen de Fátima a poca altura en la pared a la que los fieles le besaban los pies con devoción. Yo también me acerqué y le besé los pies con cariño, y entonces leí el aviso que tenía delante para proteger sus posesiones: “Por favor no roben el rosario de la Virgen.” Devoción de rezar con el rosario de familia de la Virgen.

Me contáis

Otra vez la pregunta, ¿Qué hay después de la muerte? Y otra vez la respuesta: Nadie lo sabe. La Iglesia nos enseña que el alma sobrevive, se somete al Juicio Particular primero y luego al Juicio Final más adelante, va al Cielo, al Infierno, o al Purgatorio, y antes también podía ir al Limbo, pero ahora ya no porque la misma Iglesia lo ha suprimido hace poco, con lo cual parece no andamos muy seguros por esas regiones. La existencia del Limbo está en el Credo de los Apóstoles y se menciona en el evangelio como “El Seno de Abraham”, pero ahora se ha clausurado. Enhorabuena. Cuando el papa actual anunció que el infierno existe y no está vacío, no faltó la respuesta en Internet: “Claro que está lleno, de papas y obispos.” El humor es la mejor manera de tratar sobre lo que no conocemos. Un infierno eterno con fuego que no se apaga y gusano que no muere y el rechinar de dientes, que son los rasgos que da el evangelio, no parece castigo proporcionado para un pobre humano que no ha ido a Misa un domingo o ha pagado dinero por sexo. Yo espero que haya algo después de la muerte y que sea mejor de lo de aquí abajo. Que tampoco es mucho pedir. Ya me enteraré.

Salmo

Salmo 97 – Cántico de victoria

“El Señor da a conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia.”

Creo en tu victoria, Señor, como si ya hubiera llegado, y lucho por ella en el campo de batalla como si aún hubiera que ganarla con tu poder y mi esfuerzo a tu lado. Esa es la paradoja de mi vida: tensión a veces, y certeza siempre. Tú has proclamado tu victoria ante el mundo entero, y yo creo en tu palabra con confianza absoluta, contra todo ataque y toda duda. Tú eres el Señor, y tuya es la victoria. Sin embargo, Señor, tu tan anunciada victoria no se deja ver todavía, y mi fe está a prueba. Ese es mi tormento.

Proclamo la victoria con los labios…, y lucho con las manos para que venga. Celebro el triunfo…, y me esfuerzo por conseguirlo. Creo en el futuro…, y sudo en el presente. Me regocijo cuando pienso en el último día…, y me echo a temblar cuando me enfrento a la tarea del día de hoy. Sé que pertenezco a un ejército victorioso, que al final acabará por derrotar a toda oposición y conquistar todo el mundo; pero caigo en el campo de batalla con sangre en el cuerpo y desencanto en el alma. Soy soldado herido en ejército triunfador. Mío es el triunfo y mías las heridas. Piensa en mí, Señor, cuando anuncies tus victorias.

Robustece mi fe y abre mis ojos para hacerme ver que tu victoria ya ha llegado, aunque quede velada bajo apariencias humildes que ocultan la gloria de toda realidad celestial mientras seguimos en la tierra. Tu victoria ha llegado porque tú has llegado; tú has andado los caminos del hombre y has hablado su lengua; tú has gustado su miseria y has llevado a cabo su redención; tú has hallado la muerte y has restaurado la vida. Sé todo eso, y ahora quiero hacerlo realidad en mi vida para que yo mismo viva esa fe y todos sean testigos. Hazme gustar la victoria en el alma para que pueda proclamarla con los labios.

Entre tanto, gozo viendo en sueño y profecía la victoria final que te devolverá la tierra entera a ti que la creaste. Entonces todos lo verán y todos entenderán; la humanidad se unirá, y todos los hombres y mujeres reconocerán tu majestad y aceptarán tu amor. Ese día es ya mío, Señor, en fe y esperanza.

“Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.”

Meditación

Copos de nieve

Cada copo de nieve
cae en su sitio.

Estoy viendo nevar en una callada mañana de invierno. Millares de copos descienden en formación cerrada a través del silencio helado de un cielo sin brisas. Todos parecen iguales, pero todos son distintos, cada uno marcado con el sello individual de la creación única. Cada uno de ellos, en su originalidad exclusiva, objeto preciado de arte, frágil cristal de agua helada forjado en simetrías de altura. Exposición en movimiento de química creativa.

Los copos caen despacio, muy despacio, con facilidad ingrávida y curvas juguetonas, como si fueran charlando unos con otros y contemplando con curiosidad infantil la tierra por descubrir que abajo los espera. No imitan el suicida descenso en picado de la lluvia pesada en trayectoria lineal a su destrucción en el fangoso charco. Los copos flotan, oscilan, bailan, divagan. Un soplo de brisa delicada moldea su caída, y corrientes invisibles los levantan y los deslizan en patinaje artístico de deporte de invierno. Evoluciones locas en planificación cuidada.

Por fin aterrizan. Paracaídas abiertos en concurso amistoso. Aterrizan con suavidad, con delicadeza, con ternura, y al llegar besan la tierra con el beso de amistad que los une desde la eternidad. Cada copo encuentra su lugar reservado, su meta predestinada en posesión individua y exclusiva. No se empujan unos a otros, no se preocupan, no se dan prisa. Se instalan en su morada con el gesto satisfecho de un largo viaje y una feliz llegada. Sabían que iban a ser bien recibidos. Han disfrutado en el trayecto. Descansan ahora a gusto sobre el terreno. Para cada uno de los millares de copos de nieve estaba preparado un sitio personal y escogido, que había de recibirlo con alegría y cariño a su llegada. Eso es lo que hace de cada nevada una fiesta. Cada copo de nieve llega al fin a su casa.

Yo también soy un copo de nieve. Mi vida también oscila y vacila, se retrasa y se detiene, y no parece saber a donde tiene que ir a parar. ¿Hay un sitio para mí sobre la tierra?  ¿Hay un sentido para mi vida, una meta para mis esfuerzos, una respuesta para mis dudas? ¿Hay un hogar que me espera al final, o voy a disolverme sin remedio en la confusión dolorosa de una tormenta absurda?

Miro los copos de nieve en su caída y sé la respuesta. Cada copo de nieve encuentra su sitio. Puedo fiarme del espacio y del viento, del cielo y la tierra; no necesito saber  desde el principio cuál va a ser el final; me permito olvidarme de garantías y sonreír a las preocupaciones. Sencillamente me dejo llevar y disfruto el vuelo y me deslizo confiadamente en la cámara regia que me ha sido preparada. Cada copo de nieve es un acto de fe. Y el cielo está lleno de ellos.

No solo mi vida, sino cualquier porción de ella, todos sus planes y todas sus actividades, todos sus días y cada una de sus horas participan en la trayectoria despreocupada del copo de nieve. La preocupación, la ansiedad, la tensión no turban mi descenso. Sé que cada evento encontrará su sitio. Cada encuentro, cada empresa, cada amistad, cada oración sabrá donde tiene que ir y allá dirigirá su vuelo. Conocen su camino y lo siguen alegremente en su paso por el espacio que forma mi vida, a condición de que yo me fíe de ellos y les deje caer a su gusto y ajustarse sin esfuerzo en el diseño blanco del paisaje navideño. Sabiduría y belleza. Adoración y fe. Teología profunda del humilde copo de nieve.

La bella frase y los cumplidos filosóficos que la acompañan vienen del zen. Son un sugerente episodio en la experiencia viva del gran maestro que contribuyó, más que ningún otro, a explicar el zen al Occidente, de palabra y con el ejemplo: Dr. D. T. Suzuki. Así lo cuenta él mismo:

De lo que más me impresionó fue una entrevista con Kosen Roshi. Estaba desayunando en un mirador enfrente de un estanque; se hallaba sentado en una silla baja y tosca, y comía una papilla de arroz que él mismo se servía de una fuente de cerámica a su cuenco. Le hice las tres inclinaciones debidas, y él me indicó que me sentase enfrente suyo en otra silla. No recuerdo nada de lo que dijo entonces, pero cada movimiento que hizo – su gesto al indicarme que me sentara en la silla y su manera de servirse la papilla de arroz de la fuente a su cuenco -, cada uno de esos movimientos me sacudió con gran fuerza. Sí, pensé, así es exactamente como un monje zen debe comportarse. Todo lo que hacía era enormemente directo y sencillo y sincero, y algo más sutil, desde luego, que no puede describirse debidamente.

La primera vez que asistí a una conferencia suya fue también inolvidable. Era un asunto serio, que comenzaba con todos los monjes recitando a una los versos del “Hrudaya Sutra” y las últimas palabras de Muso Kokushi (“Tengo tres clases de discípulos, etc.”), mientras el Maestro permanecía postrado enfrente de la imagen de Buda. Luego se levantó y se sentó frente al altar, como si se estuviera dirigiendo a Buda y no a los oyentes. Su ayudante le trajo el atril ante la silla y, cuando acabó la salmodia, se dispuso a comenzar su sermón.

El tema del sermón era el capítulo cuarenta y dos del “Hekigan Roku”. Es el conocido pasaje en el que Hokoji visita a Yakusan, y, al acabar la entrevista, Yakusan pide a diez monjes que lo acompañen montaña abajo hasta la puerta del templo. En la conversación del camino es cuando dice: “La nieve fina desciende copo a copo. Cada copo cae en su sitio.”

A mí me pareció que no era ese tema apropiado para la conversación de monjes, pero el Maestro leyó sencillamente el episodio sin una sola palabra de explicación, como si estuviera enteramente ensimismado y absorto en las palabras del texto. Tanto me impresionó su lectura, aunque no entendí ni una palabra de nada, que todavía lo veo allí, sentado en su silla con el texto delante, leyendo lentamente las palabras: “La nieve fina desciende poco a poco. Cada copo ce en su sitio.”

Todo esto sucedió en 1891, cuando él tenía setenta y seis años, y yo veintiuno.

(Masao Abe, A Zen Life, Masao Abe, Weatherhill 1986, p. 7)

Dichoso quien tiene una experiencia así a los veintiún años.

 

Día 15
Os cuento

Citas del libro “… al volver vuelven cantando” Mi vida con los refugiados, de Gary Smith, SJ:

Rose es refugiada sudanesa en el norte de Uganda. Hoy ha venido a verme en Adjumani donde yo trabajo en el Servicio Jesuita de Refugiados, y conmigo recuerda sus años difíciles y sus sueños actuales. Mientras hablaba, de pronto se le saltaron las lágrimas, y entonces se inclino hacia delante ocultando su rostro con un pañuelo azul. Estaba llorando. Me dijo: “Lo siento, Padre; no lloro de tristeza. Simplemente me siento enormemente feliz y agradecida de estar aquí sentada contigo y hablando de mi futuro. Mi vida podía haber sido muy diferente.”

La verdad es que las cosas habrían podido ser muy diferentes para Rose. Dos hermanas suyas murieron de malaria y otra es parapléjica en silla de ruedas. Su familia escapó de la guerra del Sudán y se refugió en el campamento de Rhino Camp al norte de Uganda. Rose tenía quince años y estaba en una escuela, trabajando entremedio como ayudante de cocinera para poder pagarse los estudios. Me preguntó si yo podría ayudarla a pagar una calculadora que usaría ella en clase y se la prestaría a otros estudiantes pues ninguno tenía. Le compré la calculadora que me costó siete dólares. Ella fue la primera mujer de su clan que consiguió aprobar el séptimo grado y, por tanto la primera también en asistir a la escuela secundaria.

Yo la ayudé hasta que fui destinado a otro centro, a ochenta kilómetros de Adjumani. Cosa de año y medio más tarde Rose vino desde allí en bicicleta a verme. ¿Podría yo ayudarla en la siguiente fase de su formación? Dos años más en la escuela superior. “Se trata de un internado”, siguió, “y sé que es difícil: pero también sé que puedo superar el examen de ingreso. He trabajado duro en la escuela.”

En total suponía un coste de unos trescientos dólares, una verdadera fortuna para ella y su familia, pero que yo podía conseguirle fácilmente. Era ya una institución de altura y los estudios serían difíciles. Además ella tendría que hacer frente al desafío que suponía ser una refugiada sudanesa en una escuela ugandesa a la que asistían muy pocos miembros de su tribu.

“Sé que puedo lograrlo, Padre, si se me da la oportunidad. En la escuela pagué todas mis tasas escolares, y al final la administración me envió a casa antes de acabar el curso porque no había podido pagar una deuda de nueve dólares. Entonces mi padre aceptó un durísimo trabajo de excavación en la época más calurosa del año para ganar el dinero necesario.” Los sollozos le quebraron la voz y tuvo que secarse las lágrimas con su pañuelo azul. “Mi padre es un hombre mayor, y el trabajo era muy duro. Él ha hecho esta clase de cosas toda su vida por mí y por mis hermanas para cuidar de nosotras. Y gracias a su sacrificio pude acabar el curso.” Recaudé los trescientos dólares de amigos en los Estado Unidos y sustrayendo una parte de mi propio sueldo. Ella aprobó el examen de ingreso. Volvía a casa cada tres meses a ayudar en las labores del campo y en el cuidado de su hermana discapacitada en su casa.

El segundo año de Rose comenzó brillantemente pero casi enseguida le diagnosticaron una tuberculosis que probablemente había contraído en la aldea. Y a continuación una fiebre tifoidea. Como la mayoría de los refugiados, se resistía a acudir al médico por temor a los gastos que supondría, hasta que finalmente la convencimos y ayudamos. Y ella siguió adelante con sus estudios.

Hoy, al hablar, esbozó una tímida sonrisa y luego, en su inimitable inglés, soltó de repente: “Padre, yo te quiero; mi familia te quiere; Lillian, Mary y Elina te quieren. Dios te ha traído a ti y a quienes te ayudan, y ahora podemos decir que no solo hemos sobrevivido sino que tenemos la oportunidad de crecer como mujeres en nuestra cultura: independientes, fuertes y causa de alegría y de orgullo para nuestras familias.” El temblor afloró a sus labios y, como tantas veces, tuvo que llevarse su pañuelo azul a los ojos. “Le doy gracias a Dios”, musitó. Yo eché mano de mi propio pañuelo, contagiado por sus lágrimas. Tomé su mano en la mía y no dije nada. Habiendo hablado su corazón, las palabras parecían superfluas y sin sentido. Pensé: Dios mío, ¡qué mujer tan extraordinaria!, y musité una oración agradeciendo el hecho de que Rose hubiera aparecido en mi vida.

Rose dejó Adjumani al día siguiente. Yo iba ya a volver definitivamente a Estados Unidos después de haber pasado seis años entre los refugiados sudaneses en Uganda. Sabíamos que muy probablemente no volveríamos a vernos. Cuando subía al autobús me entregó esta carta:

“Querido Padre Gary: Partir es muy doloroso, Padre; de modo que lo único que puedo hacer por usted en su partida es desear que tenga un buen viaje de vuelta a su casa. Que Dios le bendiga por el amor que me ha mostrado desde que llegó a África a realizar su trabajo. Jamás en la vida le olvidaré, sencillamente porque sin usted no sé qué clase de mujer podría haber sido en el futuro. Le doy muchas gracias a Dios por todo ello. Por haber entrado usted en mi vida. Que Dios le bendiga a usted y también a su familia. Recuérdeme en sus oraciones, como yo le recuerdo a usted siempre. Y que el amor de Jesucristo le acompañe y cuide de usted por siempre. Amén. Gracias. Su fiel y amante hija, Rose.”
(p. 238)

Domingo de Pascua. Yo estaba cansado, pero durante la Misa recobré fuerzas gracias a un entusiasta y alegre grupo de fieles que cantaban en distintos idiomas africanos. Después de la Misa, los miembros delegados de la congregación pronunciaron sus discursos pascuales, mientras yo permanecía sentado y tratando de relajarme. En un determinado momento, Kiden, una niña de unos tres años de edad, se acercó a mí, trepó hasta mi regazo y se quedó dormida. Al parecer, Kiden y algunas de sus amiguitas habían asaltado recientemente un árbol repleto de mangos y estaba cubierta hasta las cejas del jugo de dicha fruta, lo cual significaba que había atraído sobre sí a la mitad de las moscas del Nilo, un hecho del que ella era felizmente inconsciente. Al final, concluidos ya los discursos pascuales, apareció su abuela, la tomó de mi regazo y se perdió con ella entre la multitud. Pienso en Kiden entre mis brazos y me pregunto: ¿acaso no es una metáfora del mandato encomendado al Servicio Jesuita de Refugiados de acompañar a los refugiados del mundo? La vida de la pequeña Kiden está constantemente amenazada por toda clase de privaciones y  por la explotación: sin embargo, entre mis brazos –corazón contra corazón– ella pudo experimentar su dignidad, esa prometida y santificada dignidad  humana que brilla en el centro mismo de la resurrección de Cristo.
(216)

Estuve una hora en el confesionario oyendo confesiones en varias lenguas africanas sin entender lo que me decían. Al fin y al cabo los pecados son más o menos los mismos en todo el mundo. Me limito a escuchar muy serio, repitiendo de vez en cuando alguna palabra, pero aceptando que lo realmente importante es la intención del penitente. Por supuesto que es bastante frustrante no conocer los diferentes idiomas que hablan, porque el idioma puede hacerte llegar al corazón mismo de una persona, y desde el punto de vista del penitente, un consejo o unas palabras de ánimo pueden servir de consuelo e inspiración. Dependo, por tanto, para marcar la diferencia, de lo que soy capaz de percibir en el rostro del penitente… y del Espíritu Santo. Y aunque no hable el idioma, puedo establecer sin embargo una conexión personal.
(214, 127)

Me paso el día respondiendo a infinidad de peticiones y demandas, muchas veces imposibles de satisfacer, y tratando de adaptarme a las sutilezas y defectos del personal y de los empleados por otras ONG. Las cosas más nimias pueden hacer llevadero el día emocionalmente más agotador: una cerveza fría, una carta en la que alguien me dice que me quiere, una pieza de música clásica a duras penas sintonizada en la onda corta de la BBC, una ligera brisa que te alivie del tórrido calor, un niño que se aferra inexplicablemente a mi mano desde que me bajo de la camioneta hasta que llega el momento de subirme de nuevo a ella para abandonar la aldea… Pequeñas cosas…
(74)

Durante la Misa, y mientras me fijaba en cada uno de los asistentes, reflexioné sobre la imposibilidad de describir la escena. He estado inmerso en este mundo africano durante tanto tiempo que todo él me resulta familiar: el olor de los orines de cabra, los rostros, las risas, la extraña y misteriosa transmisión de la fe en los bautismos y en la lectura de la Escritura, las dificultades que conlleva la traducción, la lactancia de los bebés, los efectos de la desnutrición y la vida entera de duro trabajo que deja su huella evidente en los cuerpos de la gente. La gracia ha convertido esta experiencia africana en algo absolutamente natural para mí, desvelando ciertos talentos que jamás tuve conciencia de poseer.
(151)

Me contáis

Pregunta: ¿Por qué la Iglesia se niega a ordenar hombres casados al sacerdocio cuando son cada vez más necesarios si no queremos quedarnos sin párrocos en nuestras parroquias, si otras confesiones cristianas los tienen, y si podrían ayudar al ministerio con su experiencia de familia?

Respuesta: Añado otra razón a las tuyas, Miguel Ángel. ¿Por qué la Iglesia se niega a ordenar a hombres casados cuando Jesús lo hizo? San Pedro estaba casado ya que el evangelio menciona a su suegra, y el hecho de que la tradición presenta a san Juan como el apóstol virgen indica también que los demás estaban casados ya que la costumbre entonces era casarse muy jóvenes y eso sería lo normal. Y más: La Iglesia dice que no puede ordenar al sacerdocio a las mujeres porque no lo hizo Jesús, y sin embargo se niega a ordenar a hombres casados aunque sí lo hizo Jesús. Y más: prohíbe hablar del tema. Yo creo que todo llegará con el tiempo, pero sí causa tristeza porque queremos a la Iglesia. Paciencia.

Salmo

Salmo 98 – ¡Santo, santo, santo!

Comienzo la oración de rodillas. Me inclino hasta el suelo, cierro los ojos y adoro en silencio la majestad de tu presencia infinita. Tú eres la santidad, Señor, y mis labios están manchados con polvo de mentiras y aliento de orgullo. Quiero expresar con mi gesto y mi silencio el sentido de adoración total que me llena cuando aparezco ante tu santa presencia. Acepta el homenaje sincero de todo mi ser, Señor.

“Él es santo”

Trato a diario contigo con amistad y familiaridad, y aprecio esos momentos y atesoro esa intimidad. Pero nunca me olvido de que mi sitio está aquí abajo, en el barro de la tierra, mientras que el tuyo está en los cielos. Conozco la distancia, y por eso precisamente aprecio mucho más el que te me acerques y me trates como a un amigo. Me aprovecho en pleno de tu oferta de amistad, y mi vida entera está llena de esos diálogos familiares contigo, en plena libertad y confianza, que son testigos diarios de tu bondad y generosidad.

Pero hoy quiero volver a mi puesto de ser creado, de ser finito y limitado ante tu presencia infinita, y ofrecerte mi adoración silenciosa en la reverencia de mi cuerpo.

“Ensalzad al Señor, Dios nuestro,
postraos ante el estrado de sus pies.
Él es santo.”

Eres santo, Señor, con una santidad que está por encima de todos mis conceptos y mas allá de toda mi experiencia. La transparencia de un arroyo en la montaña, el vuelo de un ave en el cielo, el camino de las nubes, el descenso silencioso de la nieve blanca… Imágenes de mi mente para expresar la lejanía de tu esencia en los límites de mi experiencia. O quizá la llama de fuego, la flecha del relámpago, el ojo del huracán, el centro del terremoto… Todo aquello que es grande y terrible y puro y original.

Deseo que el sentido de tu santidad invada todo mi ser y me toque con una chispa de tu fuego y un temblor de tu tormenta. Quiero aprender reverencia en mi trato contigo, quiero saber calmar la espontaneidad de mis sentimientos con la dignidad de tu majestad. Quiero entrenarme en la etiqueta de la corte celestial para ensayar el cielo desde la tierra. Quiero ser humilde adorador tuyo, al mismo tiempo que compañero y amigo. E invito a todos los hombres y mujeres a que hagan lo mismo.

“Ensalzad al Señor Dios nuestro,
postraos ante su monte santo:
Santo es el Señor nuestro Dios.”

Meditación

El pensador y el árbol

Eric Fromm cuenta que convivió una vez con D. T. Suzuki en un congreso sobre zen y psicoanálisis en Cuernavaca, y que la presencia del sabio y callado japonés llenó de paz y armonía las sesiones, a las personas y aun las salas del congreso. Un día lo buscaban por los jardines de alrededor y no podían encontrarlo, aunque sabían que estaba allí. Hubieron de fijarse bien. Estaba sentado al pie de un árbol, a solas con su paz y su silencio, y estaba tan relajado, tan vegetalizado, tan identificado con el árbol que era difícil distinguirlo como ser aparte.

Mimetismo espiritual. La mariposa que al posarse en la rama parece una hoja más del arbusto frondoso. El “insecto palo” que parece una última bifurcación en la parda rama. El camaleón que cambia disfraces de piel según la moda del momento. Y el amante de la naturaleza, el sabio contemplativo, el hijo del suelo que, al apoyarse en el árbol, se encuentra tan a gusto con él, siente tan dentro de sí el parentesco terreno con tronco y raíces, savia y corteza que engaña a los que lo buscan con la inocente travesura de su transformación arbórea.

El instinto de estar cerca de todo, de saberse uno con la naturaleza, de ser casi árbol con el árbol, nube con la nube y agua con el agua. De aprender las virtudes de todos los seres y de meditar como medita el árbol en la serenidad de su postura y en la profundidad de sus raíces. Cada planta tiene algo que enseñarnos y cada pájaro puede ser nuestro maestro. El arte es intuir su especialidad y acercarnos a su secreto. Si nos sentamos bajo un árbol solo para descansar como en una silla agreste, su tronco se nos hará duro y herirá nuestra espalda con los nudos de su corteza. Pero si reconocemos su vida, si sentimos su savia, si apreciamos la solidez de su tronco, la agilidad de sus ramas y el verdor de sus hojas, su compañía se nos hará íntima y suave, y podremos descansar a su sombra en largo reposo. Hacerse árbol, lluvia y estrella. Así es como Suzuki mismo había descrito en teoría lo que llevaba a la práctica:

“El hombre es una caña  que piensa, pero sus mejores obras tienen lugar cuando ni calcula ni piensa. Hay que olvidarse a uno mismo y entrenarse a volver a ser niños, aunque nos cueste largos años. Cuando esto se logra, el hombre piensa sin pensar. Piensa como las lluvias que bajan del cielo, piensa como las olas que rizan el océano, piensa como las estrellas que alumbran la noche en las alturas; piensa como el verde follaje que baila en la brisa de la alegre primavera. Más bien, él mismo es la lluvia, el océano, las estrellas, el follaje.”
(Masao Abe, A Zen Life, p. 192)

Día 1
Os cuento

Compasión

Peter Godwin, nacido en Harare, capital de Zimbabwe, de padres blancos, y ahora establecido en Inglaterra, va a visitar a sus padres en Zimbabwe. Cuenta su visita:

A pesar de sus dolores y de su edad, mi padre sigue haciendo la compra cada semana. Es un deber que siempre ha reclamado y con el que disfruta. Con frecuencia eso es lo único que le salva de caer en una misantropía definitiva. Hoy me lleva con él. Primera parada en la tienda de Vasilly, el panadero que parece inventó los bizcochos de María Antonieta. Mi padre llena su cesta con una pequeña selección de panes, que luego congelará, y, como regalo a mí, dos croissants. La asistenta envuelve cada unidad por separado y suma los precios. ‘¡Cómo!’ exclama mi padre. ‘¿Cómo es posible que sea tan caro?’ La cajera, que es negra, se las arregla para aparecer amable y tímida al mismo tiempo. ‘Es la inflación’, dice, y se queda con los ojos bajos esperando a que mi padre decida. Mi padre cuenta los billetes en su cartera, pero no le llegan al total. Yo no he cambiado todavía moneda al llegar, y no puedo ayudarle. En la tienda de Vasilly, como en todas las demás, hace tiempo que ya no aceptan cheques –pierden su valor para cuando se cobran. Mi padre señala uno de los panes, la asistenta lo quita y substrae su precio. Pero aún es demasiado, y mi padre va contando billetes y quitando panes uno a uno hasta que solo quedan los dos croissants en mi honor.
Entonces, sin explicación alguna, la cajera envuelve todo el pedido, incluyendo todo lo que no podía pagar, y se lo da a mi padre. Él se queda confundido, como yo. La cajera señala con la cabeza a una mujer negra en la cola que se ha formado detrás de nosotros. Nos dice, ‘Esa señora va a pagar por ustedes.’
Yo me quedo sin saber si debo decirle a esa señora negra que ya se lo pagaré yo luego o si eso la ofendería, y mi padre tampoco sabe qué hacer. Al salir, le digo, ‘Muchas gracias por ayudarnos.’ ‘De nada’, sonríe. Mi padre sigue con la mirada en el suelo.
Cuando volvemos a casa y se lo cuento a mi madre, me dice, ‘Muchas veces hemos hecho eso con negros en el mercado a quienes no les llegaba para pagar.’
(Peter Godwin, When a Crocodile Eats the Sun, Picador Africa 2006, p. 242)

[Otras citas del mismo libro.]
p. 29: Nos hospedamos en el hotel Meikles. Es un gran edificio colonial que se ha convertido en un hotel de cinco estrellas y su entrada sigue estando guardada por dos leones de piedra de quienes dice la leyenda que rugen cada vez que una virgen pasa entre ellos. Es extraño que sigan en silencio hasta la fecha.

p. 8: En la lengua zulú el teléfono móvil se llama umakhalekhukhwini, que quiere decir ‘el chillido en el bolsillo’.

p. 46: [Su madre es médico en Zimbabwe y tuvo que tratar con los primeros casos del sida en el país cuando apenas se sabía nada sobre la enfermedad. Ella cuenta:] Una mujer vino a vernos hace años con una nueva enfermedad que parecía sarampión pero no lo era. Pensé que podía ser VIH sobre lo que había oído algo pero no había visto aún ningún caso; era entonces algo nuevo y no había pruebas para averiguarlo. A los pocos meses tuvimos ya los métodos de análisis, y esta mujer, que era enfermera de quirófano en nuestro mismo hospital, fue una de los primeros pacientes que analizamos. Dio positivo. Por primera vez nos encontrábamos con el problema como informar a un paciente de que tiene VIH. Decidimos que lo hiciera un panel de un médico generalista, un psiquiatra, y yo. La enfermera era una mujer inteligente, y ellos le hablaron durante unos quince minutos sobre el preservativo para prevenir la transmisión de la enfermedad, y se marcharon, satisfechos de haberle dicho todo lo que sabían. Ella se volvió hacia mí cuando se marcharon y me dijo, “¿Qué era todo eso? ¿Qué era lo que estaban intentando decirme?” Yo le dije, “Tienes una enfermedad nueva de tipo viral que te puede causar muchos problemas con el tiempo. No existe tratamiento por ahora.” – “Pero yo me encuentro bien”, dijo ella. Yo le dije, “Me alegro. Pásalo lo mejor que puedas mientras te encuentres bien. Cuida la salud, come bien, no te canses demasiado. Yo estoy a tu lado.” No era cosa de ponerme a detallarle que estaba bajo sentencia de muerte y amargarle la vida que le quedaba. De todos modos vivió diez años hasta que murió del sida.
Por muchos años no se nos permitía ni hablar del sida aquí. Era un secreto mortal. Herbert Ushewekunze, ministro de salud, promulgó un decreto, una fatwa ministerial, prohibiendo toda publicidad del tema. Luego él mismo murió del sida.

[Continúa el autor:] Estoy sentado en la sala de espera detrás de las filas de pacientes ante la consulta de mi madre. Dos de ellos tienen VIH. Es ya tan corriente que mi madre puede diagnosticar la enfermedad desde la puerta de su consulta. En cuanto un paciente con sida llama y le abre la puerta, ella sabe que lo tiene.

Ahora hay muchos más casos, pero no hay más doctores ni psiquiatras. Y medicinas para el tratamiento no se encuentran fácilmente. Sigue la vergüenza y el secreto. Los fallecimientos y necrologías solo mencionan enfermedades aceptables como causa de la muerte. No dicen que esas enfermedades entraron a su placer a través de un sistema inmunitario colapsado por el sida.

A veces, sobre todo si el infectado es un hombre, siente una sed insaciable de venganza. Si va a morir, infectará a todas las mujeres que pueda antes de marcharse, ya que fue una mujer la que le había dado a él la enfermedad.

Hay huérfanos, muchos huérfanos. En la sociedad africana nunca había habido mucha necesidad de orfanatos o casas de ancianos porque las grandes familias se cuidaban de los suyos, pero ahora de repente hacían falta tales instituciones. Eran los de mediana edad los que morían dejando solos a los muy jóvenes o los muy viejos. En la selva se encontraban aldeas en las que la mayor persona era una chica de 12 años. Pueblos enteros de niños solamente. Y esos niños andaban millas para traer agua y leña y labrar los campos y cocinar y a veces incluso ir a la escuela, todo por sí mismos.

Como son solo negros los que mueren por esta enfermedad, no blancos, algunos se quejan que es un arma de los blancos para aniquilar a los negros. También dicen que la enfermedad la han traído las tropas de las Naciones Unidas.

Cuando la independencia en 1980, uno podía esperar llegar a los 60. Luego la esperanza de vida bajó a 50, y ahora ha descendido hasta 33. Duro de asimilar. A los treinta y tres años, cuando uno está en lo mejor de la vida, de repente enferma y muere. Los empresarios de minas y fábricas y campos entrenan ahora a tres jornaleros para cada trabajo, porque saben que los más no vivirán para el trabajo.

Lo peor es que algunos se creen que la única manera de curarse de esta enfermedad mortal es tener sexo con una joven virgen. Muchas jóvenes son violadas por esta razón, y mueren ellas además de sus violadores.

Yo veo cómo mi madre sufre bajo el peso de tanta calamidad. Cada día tiene que decirles a docenas de gente que tienen una enfermedad incurable. Sigue sentada en su consulta rodeada de los instrumentos de su oficio, su bata blanca y su fonendoscopio, que solo acentúan su incapacidad de curar. Pero mi madre no se desespera. Con sus 73 años se levanta todos los días con el sol y va al hospital, sigue trabajando después de jubilarse, sin apenas cobrar, llevada solamente por su obstinado sentido del deber. Aunque no sea mucho lo que puede hacer por ellos, no ha abandonado a sus pacientes, y sigue con la compasión de su sonrisa sobre la desolación de la enfermedad.
pp. 46-50

Me contáis

Me han pedido que envíe cien gramos de azafrán español a Australia. El azafrán español es el mejor del mundo, pero ¿para qué me lo piden? No es para aromatizar paellas como en España, sino para un uso muy distinto. En Australia hay una buena colonia de jainistas, religión minoritaria pero muy ferviente en la India en la que tengo buenos amigos, y algunos de ellos han emigrado a Australia. El jainismo es religión atea (como el budismo) pero rinde culto a su fundador, Mahavir, y a 24 profetas que a través de los tiempos predicaron el jainismo en la India.  A esos profetas los representan en estatuas de mármol, casi desnudos en expresión de su desprendimiento radical de todo, sentados con las piernas cruzadas en postura de loto, con ojos muy abiertos en señal de iluminación espiritual. En sus ceremonias religiosas ungen a esas estatuas con pequeños círculos en la frente, los pechos, las rodillas, y los pies. Y ya habéis adivinado que esos círculos son amarillos, están hechos de azafrán, el mejor azafrán es de España, los profetas jainistas se merecen el mejor azafrán, la única persona que esos buenos jainistas conocen en España soy yo, y a mí me escriben. Queda claro. A mí no me da ningún escrúpulo contribuir a un rito que la Iglesia católica considera idolátrico. No iré al infierno por eso. Pero hay algo más práctico. Cien gramos de azafrán cuestan mil euros. Y el azafrán es tan aromático que el paquete iría oliendo de nariz a nariz de España a Australia – si es que llega. Soy muy ecuménico, pero no lo envío. Espero lo entenderán. Eso sí, me queda la satisfacción de que mis amigos jainistas en Australia hayan tenido la confianza de pedírmelo.

Salmo

Salmo 99 – Ovejas de su rebaño

Soy tuyo, Señor, porque soy oveja de tu rebaño. Hazme caer en la cuenta de que te pertenezco a ti precisamente porque soy miembro de tu pueblo en la tierra. No soy un individuo aislado, no tengo derecho a reclamar atención personal, no me salvo solo. Es verdad que tú, Señor, me amas con amor personal, cuidas de mí y diriges mis pasos uno a uno; pero también es verdad que tu manera de obrar entre nosotros es a través del grupo que has formado, del pueblo que has escogido. Te gusta tratar con nosotros como un pastor con su rebaño. El pastor conoce a cada oveja y cuida personalmente de ella, con atención especial a la que lo necesita más en cada momento; pero las lleva juntas, las apacienta juntas, las protege juntas en la unidad de su rebaño. Así haces tú con nosotros, Señor.

Haz que me sienta oveja de tu rebaño, Señor. Haz que me sienta responsable, sociable, amable, hermano de mis hermanos y hermanas y miembro vivo del género humano. No me permitas pensar ni por un momento que puedo vivir por mi cuenta, que no necesito a nadie, que las vidas de los demás no tienen nada que ver con la mía… No permitas que me aísle en orgullo inútil o engañosa autosuficiencia, que me vuelva solitario, que sea un extraño en mi propia tierra…

Haz que me sienta orgulloso de mis hermanos y hermanas, que aprecie sus cualidades y disfrute con su compañía. Haz que me encuentre a gusto en el rebaño, que acepte su ayuda y sienta la fuerza que el vivir juntos trae al grupo, y a mí en él. Haz que yo contribuya a la vida de los demás y permita a los demás contribuir a la mía. Haz que disfrute saliendo con todos a los pastos comunes, jugando, trabajando, viviendo con todos. Que sea yo amante de la comunidad y que se me note en cada gesto y en cada palabra. Que funcione yo bien en el grupo, y que al verme apreciado por los demás yo también los aprecie y fragüe con ellos la unidad común.

Soy miembro del rebaño, porque tú eres el Pastor. Tú eres la raíz de nuestra unidad. Al depender de ti, buscamos refugio en ti, y así nos encontramos todos unidos bajo el signo de tu cayado. Mi lealtad a ti se traduce en lealtad a todos los miembros del rebaño. Me fío de los demás, porque me fío de ti. Amo a los demás, porque te amo a ti. Que todos los hombres y mujeres aprendamos así a vivir juntos a tu lado.

“Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.”

Meditación

Que el barro no mienta

En el Códice Mendocino, documento mexicano del siglo XVI, se reproducen figuras de los distintos oficios como carpintero, pintor, platero, según los ejercían los aztecas con profunda artesanía en su intensa cultura, y Fray Bernardino de Sahún recogió testimonios de artesanos indígenas en lenguaje náhuatl que se conservan en el Códice Matritense del Real Palacio y de la Real Academia. He aquí las normas para el oficio de zuquichiuhqui (alfarero).

“El que da un ser al barro:
de mirada aguda, moldea, amasa el barro.
El buen alfarero
pone esmero en las cosas,
enseña al barro a no mentir,
dialoga con su propio corazón,
todo lo conoce como si fuera un tolteca,
hace hábiles sus manos.”
(Paideia precolombina, Castañeda, p. 81)

La cultura tolteca precede y subyace a la azteca, méxica y nahua, prestándoles el carácter humanizador, estético y espiritual que tanto las ennoblece. Cada obrero es un artista y cada trabajo una educación. Del pintor dice que “diviniza con su corazón a las cosas” y “muestra el rostro de los objetos”. Labor de vida en manos de artesano.

Lo más bello en las normas del alfarero y lo que más hace pensar en contraste consumista y admirar la actitud bienhechora del artista anónimo es la frase, “el alfarero enseña al barro a no mentir”. El artista lleva dentro leyes de vida en experiencia responsable, y las comunica con sus dedos, su aliento, su fuerza al barro blando que se hace objeto en sus manos.

Los pintores de iconos en Rusia debían prepararse con la confesión y la penitencia a cada encargo devoto para una nueva imagen. Oraban y ayunaban antes de tomar los pinceles, para sentir primero en sí mismos y comunicar luego a la imagen la fe y el fervor que, entrelazados con las líneas y colores del cuadro, habían de comunicar a los fieles la presencia de lo divino en el sentir humano.

Los cocineros en la India aun hoy han de ser brahmanes para comunicar su pureza ritual a los alientos que preparan, y llevar así a cuerpos y almas la santidad orgánica junto con la fuerza vital que los conserva. Y todas las culturas creen que la comida hecha con amor sienta bien a quien con amor la recibe. Vibraciones de espíritu en materia de cuerpos.

El alfarero ha de ser recto en su ida y puro en su mente para que sus manos trasmitan al barro dócil la enseñanza bendita de la verdad sincera. Que sus manos enseñen al barro a no mentir. Que la obra de su rueda incansable llena de arcilla húmeda refleje la verdad, sea lo que debe ser, se use en lo que debe usarse y proclame con la verdad de su forma el mandamiento eterno de su honradez del ser. Que no mienta el barro para que cada ser en la creación sea limpia y bellamente aquello que está llamado a ser.

Que el cántaro sea cántaro, que se necesite y se use como cántaro, que lleve agua de la fuente, que se ajuste a la mano que lo lleva y a la cadera en que se apoya, que adorne la repisa en que descansa y dure su vida entera de trabajo en la fragilidad inocente de su barro sencillo. Que no mienta el cántaro. Que sea lo que es y sirva para lo que ha de servir con sinceridad elegante y nobleza artesana. Que las manos que lo han hecho inscriban en su arcilla la verdad plasmada en la entereza del ser.

Hoy se ha perdido la tradición ennoblecedora del antiguo azteca. Hoy la mayor parte de los objetos hechos por el hombre, mienten. Mienten los vestidos, los edificios, los automóviles, los muebles. Mienten las ciudades y los caminos, los cines y los teatros, los periódicos y los libros. Y no mienten porque digan mentiras, sino porque son mentira. El vestido no es cobertura sino moda, el automóvil no es vehículo sino escaparate, la ciudad no es bienestar evidente sino oculta maldición. Mienten las cosas porque no son lo que dicen que son, porque no sirven para lo que deberían servir, porque estorban en vez de ayudar y aburren en vez de divertir.

Mienten los tejidos que no son algodón en rama ni seda de capullo sino fibras mecánicas de oscuro nacer; mienten las perlas que no llegan del fondo de los mares sino de la factoría homologada; miente el cuero que no es legado vivo sino plástico inerte.

Miente el helado de fresa, que nada sabe de la fruta silvestre en su roja estampa sobre el cariño verde de las hojas al borde del bosque, sino que está fabricado con sabores químicos en retortas alambicadas de laboratorio rutinario. Mienten las flores artificiales en su engañosa perfección de forma y color, pero delatadas por el tacto uniforme y la falta del olor limpio a naturaleza abierta. Miente la madera sintética, con el triste remedo de vetas y nudos en pintura muerta.

Y mentimos todos al hablar y al obrar, al decir cosas que no creemos y repetir acciones que no sentimos. Mentimos al hacer un regalo, no por agradar sino por cumplir, y mentimos al alabar el regalo que nos hacen, no porque nos guste o nos sea útil, sino por obligación social de etiqueta. Mentimos al ver espectáculos que no nos divierten, al hacer viajes que no nos alegran, al comprar libros que nunca hemos de leer. Mentimos al aplaudir porque todos aplauden y al sonreír cuando todos sonríen sin que nadie sepa por qué. La vida entera en profesión y en sociedad es una larga mentira de actitudes falsas y gestos fingidos. El gran pecado de la vida moderna es su artificialidad. Hemos perdido la naturalidad, la espontaneidad, la verdad. Fingimos y mentimos con tal frecuencia que ya nos hemos olvidado de que lo hacemos. Y hemos perdido la vitalidad, la fuerza, la frescura del contacto directo con la realidad viva. El cántaro ha dejado de ser cántaro, ha dejado de traer agua de la fuente para convertirse en objeto de adorno, en curiosidad de anticuario o en ruina de museo. Para redimir a nuestra civilización de la artificialidad y el engaño que la oprimen, bastaría con volver a enseñar al barro a que no mienta. Que cada objeto, cada acción, cada palabra sea lo que en sí es, diga lo que ha de decir y haga lo que íntima y existencialmente le toca hacer. Que  el barro no mienta, para que la vida sobre la tierra vuelva a ser vida.

Las manos del alfarero aprendieron a mentir, y así se nubló un tiempo aquella gran cultura, bella y profunda, tolteca y azteca, local y universal, que floreció en tierras nobles de arraigo ancestral a las que, sin resabio alguno colonial o imperial, con profundo cariño nostálgico y admiración eterna, me permito llamar, por un instante entrañable y hermano, Nueva España.

 

Día 15
Os cuento

Una nueva sonrisa

Espero os inspire esta narración del padre Gary Smith SJ en África, a quien cité hace un mes, como me ha inspirado a mí.

“Me encontraba yo en Arra, a unos dieciséis kilómetros al norte de Adjumani, para celebrar la Misa. Mientras escuchaba a Madra, la catequista, leer el evangelio, observé cómo una niña de unos diez años de edad, muy pobremente vestida y cargando con el peso de un bebé sobre sus espaldas, rondaba por los alrededores de donde nos encontrábamos. Pensé que lo más probable era que el bebé fuera un hermano suyo porque las hijas mayores a menudo tienen que cargar con una hermana o un hermano más pequeño que aún no sabe andar. En un determinado momento, nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos eran tristes, cosa que se veía acentuada por la redondez de su rostro. Pero había algo más: tenía un labio leporino.

El labio leporino es una manifestación del aspecto más ciego y brutal de la naturaleza. Es una deformidad que te parte el corazón. Puede deberse a distintas causas, una de las cuales es la precaria condición física de la madre durante el embarazo a causa de la desnutrición, la enfermedad o la ingesta de alimentos o medicinas en malas condiciones. Muchas veces los padres no saben que la malformación puede ser corregida quirúrgicamente, y aunque lo sepan no tienen los medios para hacerlo. Y hay también quienes piensan que tiene que ver con la voluntad de Dios, que se trata de un castigo divino. ¿Cómo, entonces, se le va a enmendar a Dios la plana?

Yo me pregunto: ¿Dónde se encuentra Dios en todo este asunto en esta y tantas discapacidades a lo largo y ancho del mundo, en los lisiados que veo cómo se arrastran por las calles de Adjumani, o en los famélicos mendigos que pululan por el centro de Kampala, o en los niños que mueren de malaria en Moyo, o en los leprosos de Arúa? ¿Por qué ocurre esto? ¿Acaso a Dios le resulta indiferente? ¿Y dónde me encuentro yo en medio de todo esto?

Traté de explicarle a Madra, y a los otros ancianos de la aldea interesados en el asunto, que había en Kampala un equipo de cirujanos plásticos especializados en reparar labios leporinos que acudían periódicamente a los hospitales del Norte y que realizaban gratis su trabajo. ¿Estarían interesados Madra y Lilly, la tía de la niña, en concertar una cita con dichos doctores para que vieran a Jacelin? Naturalmente, dijeron que sí.

Me volví a Jacelin, que se mostraba muy tímida y obviamente avergonzada mientras hablaba conmigo, empleando únicamente monosílabos por medio de un traductor. De vez en cuando alzaba fugazmente su mirada hacia mí como se le hubieran advertido de que no me mirara de manera demasiado prolongada. Probablemente, era la primera vez que hablaba con una persona blanca, por lo que se mostraba recelosa. Pero tanta atención hacia ella le resultaba excesiva, y se echó a llorar. A través de Madra le pregunté si le gustaría que le repararan el labio. Y ella articuló un ‘Ahhh’, que en lengua madi significa ‘sí’.

Dos meses después de haber conocido a Jacelin, volví a Arra para revisar las obras de reparación de la capilla. Me acompañaba el padre Idro, un sacerdote africano con el que trabajo en los asentamientos para los refugiados. No estaba Madra en ese momento, de modo que Idro y yo estuvimos charlando con Lilly, la tía de Jacelin, mientras esta permanecía de pie muy cerca de nosotros, con su pequeño primo sujeto a la espalda. Ella me recordaba, pero todavía se la notaba temerosa. Estuvimos hablando sobre la cirugía plástica, y a Lilly parecía preocuparle mucho cómo iba a cuidar de Jacelin en el hospital. En los hospitales de Uganda no se proporciona comida a los enfermos, por lo que la familia de cada paciente tiene que ocuparse de todo.

Cuando el padre Idro y yo nos marchábamos, decidí hacer una foto a Jacelin. Tuvimos que esperar un rato, porque ella quería ponerse un vestido mejor, aunque lo que se puso fue un vestido igualmente raído y descolorido. Me partió el corazón ver sus esfuerzos por tener un mejor aspecto. Me dispuse a hacerle la foto y le pedí a Idro le dijera en madi que sonriera. Ella esbozó una patética pero inocente sonrisa. Finalmente, nos despedimos.

Un mes y medio después, volví a Arra de nuevo para celebrar la Misa. Entre la gente, trataba de localizar a Jacelin y, cuando di comienzo a la celebración, vi que se hallaba sentada al fondo, con su pequeño primo, como siempre, sujeto a la espalda. Nos miramos, y ella me obsequió con su maravillosa sonrisa. Concluida la Misa, quise verla a ella y a sus tíos; y mientras yo charlaba con Madra y Lilly, Jacelin permaneció a mi lado, su mano en la mía. Al acabar de hablar con sus tíos, le pregunté si había comprendido que habíamos estado hablando de su posible operación. Ella asintió. Le pregunté si todavía quería que se la hicieran, y me respondió que sí. ‘¡Oh Dios –oré en aquel momento–, que la operación se haga realidad!’

Los cirujanos plásticos tenían que llegar al Norte en dos meses. Pero, debido a un repentino impulso, llamé al hospital para interesarme por los trámites necesarios para ingresar a Jacelin, y me dijeron que el equipo quirúrgico iba a llegar… ¡en dos días! Tuve que organizar las cosas a toda prisa, a pesar de que tenía una agenda bastante sobrecargada. Lo providencial de la situación no dejaba de inquietarme. ¿Qué demonios me había impulsado a telefonear aquel día? Por poco nos perdemos la cita.

Cuando llegamos al hospital de Adjumani, la persona encargada al efecto nos recibió y nos condujo a recepción, donde se encontraban otros muchos niños. Le pregunté cuántos habían venido para someterse a una intervención quirúrgica, y me respondió que posiblemente unos sesenta. Ya aquella misma mañana se habían realizado varias intervenciones en niños que habían venido desde Moyo, al otro lado del Nilo, la noche anterior. Había tres médicos, todos ellos cirujanos africanos de Kampala. Jacelin sería intervenida mañana.

Al día siguiente fui con Ratib, mi chofer, al hospital. Jacelin había salido del quirófano aproximadamente hacía una hora. Ella y Lilly se encontraban en un pabellón atestado de niños en proceso de recuperación y de familiares preocupados. Mi entrada produjo una cierta sensación: un hombre blanco visitando a alguien a quien conocía. Jacelin seguía bajo los efectos de la anestesia, tendida sobre un costado, con la cara vuelta hacia el lado opuesto. Me incliné sobre su hombro y observé su nueva boca: estaba perfecta, y Jacelin había quedado guapísima.

¿Es algo así lo que siente un padre cuando toma en brazos por primera vez a su hijo recién nacido? Puse mi mano sobre ella y susurré una oración de agradecimiento por todos los niños en aquel pabellón de los milagros.

Aquella noche, mientras le explicaba toda la experiencia a un amigo, me eché a llorar.”

(“… al volver vuelven cantando”, por Gary Smith, SJ, p. 131)

Me contáis

Pregunta: ¿Cómo entender eso de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”?

Respuesta: Muy difícilmente, Roberto. Te cuento mi propio entendimiento o falta de entendimiento de la fórmula a lo largo de mi vida misionera. El Concilio Vaticano I dice en el capítulo VII de su “Constitución dogmática sobre la Iglesia de Cristo”: “Es un dogma de fe que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia.” Y la única manera de entrar en la Iglesia es el bautismo de agua, el bautismo de sangre en los mártires no bautizados, o el bautismo de deseo en los catecúmenos que se estaban preparando para recibir el bautismo pero morían inesperadamente antes de llegar a él. Pero no vale el decir que si el no bautizado hubiera sabido que el bautismo era necesario para salvarse, lo hubiera deseado y recibido. Eso no es suficiente. Equivaldría a decir, sencillamente, que el bautismo no es necesario.

En mi juventud yo conocía y profesaba fielmente ese dogma. Por aquel entonces el papa Pío XII promulgó la encíclica Mystici Corporis que yo estudié en clase de religión y en la que repetía la misma doctrina. Nos enseñaron, citando a santo Tomás, que si algún pagano en tierras de infieles observaba la ley natural sin cometer pecado, Dios enviaría un ángel a que lo bautizara para que pudiera ir al cielo.

A los 24 años llegué a la India, a Madrás (ahora Chennai) donde iba yo a hacer la carrera de matemáticas, y dio la casualidad de que llegué precisamente el día en que la Universidad Loyola de los jesuitas en que yo iba a estudiar celebraba la fiesta anual de la Universidad con la distribución de premios y luego danzas y gimnasia y cantos y desfiles de muchachos y muchachas que eran una maravilla de juventud y ritmo y energía. Yo contemplaba todo aquel despliegue de arte y belleza desde el palco presidencial en mi sotana blanca, ya que yo también era jesuita, y mientras me admiraba ante un espectáculo tan espléndido, no dejaba de pensar en mi interior y decirme a mí mismo: “¡Que pena tan grande que todos estos jóvenes tan magníficos tengan que ir a parar todos al infierno!” Casi todos eran hindúes, musulmanes, o parsis, y no había nada que hacer. Todos al infierno.

Sé que os reiréis al leer eso, pues parece absurdo. También a mí me lo pareció, y desde Madrás le escribí una carta al padre Marcelino Zalba, jesuita, que había sido profesor muy amigo mío durante mis estudios de filosofía en el seminario de Oña, Burgos, y después regentó la cátedra de teología moral en la Universidad Gregoriana de Roma. Le consulté, como amigo y como experto en teología moral, le dije lo difícil que me resultaba saludar, convivir, y entablar amistad con gente que yo sabía irían al infierno, y esperé me abriese oficialmente perspectivas para poder mirarlos sin condenarlos. Esto es lo que me contestó a vuelta de correo: “¿Apenas ha llegado usted a la India y ya está perdiendo la fe? Tenga usted cuidado no sea usted el que sea condenado por ello.” Por lo visto yo también iba a parar al infierno.

Cuando, después de la carrera de matemáticas, fui al seminario de Pune, India, para mis estudios de teología, el profesor de derecho canónico, un jesuita cingalés con el sonoro nombre de Rayana Putota, nos explicó el canon de “fuera de la Iglesia no hay salvación”, y lo hizo de la siguiente manera, utilizando las célebres “distinciones” de los escolásticos: “El dogma dice, ‘Fuera de la Iglesia no hay salvación’. Ahora yo digo: Distingue ‘fuera’, distingue ‘Iglesia’, distingue ‘salvación’ y distingue ‘no’.” – Es decir, que a cada palabra se le hace decir algo distinto de lo que dice, y todo arreglado. Yo recuerdo que al salir de clase les conté a mis compañeros un chiste que no me había atrevido a contarle al profesor en clase. Un muchacho, que no bebe, está con otros chicos y chicas en un bar donde una pide una cerveza, otro una ginebra, otra un vermouth, y cuando el camarero se dirige a él, el muchacho sacude su timidez y pide con firmeza: “A mí tráigame un whisky con soda, pero sin soda, y en vez del whisky tráigame café.”

Lo bueno del caso era que los hindúes o musulmanes con los que yo trataba no sabían eso de que “fuera de la Iglesia no había salvación”, y así pude de alguna manera establecer amistades sin que aflorara el tema ante ellos. Pero llegó el momento en que alguien lo sabía. Yo llegué a la India poco después del asesinato de Gandhi, así es que a él no lo conocí, pero uno de sus más íntimos seguidores y colaboradores era el escritor y educador Dattátreya Bálkrishna Kálelkar, y con él tuve la suerte de establecer una larga y profunda amistad. Pero él lo sabía. Cuando nos presentaron por primera vez, él juntó las manos ante el pecho a estilo indio, inclinó la cabeza, y me dijo con alegre seriedad: “Aquí se presenta un candidato al infierno.” Me salió esta contestación espontánea: “Si alguien va al infierno seré yo por haberle mandado a usted allí.” Y nos dimos un abrazo que duró una vida.

El Concilio Vaticano II (1962) trató el tema, y el Catecismo de la Iglesia Católica recogió así su declaración: “Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.” (Nº 847)

Un poco enrevesado el texto, y se desearía más claridad y concisión. Tiene de bueno que ya se puede ir al cielo sin bautismo, y tiene de malo que para eso hace falta que los no bautizados no tengan conocimiento del Evangelio de Cristo y su Iglesia; y que esa falta de conocimiento no sea por culpa suya, sea lo que sea lo que esto significa. Vuelve a leer el texto y lo verás. Los que conocen el Evangelio y la Iglesia, y sin embargo no se bautizan, no pueden salvarse. Y eso crea dificultades. Personajes como Mahatma Gandhi, Rabindranath Tagore, Pandit Nehru, D. T. Suzuki, y tantos otros conocían ciertamente el Evangelio y la Iglesia, y no se bautizaron, con lo cual según la letra del texto no podrían haber ido al cielo. De Gandhi sabemos que aprendió el cristianismo de sus amigos protestantes en Sudáfrica, y pensó durante un tiempo en convertirse, cosa que al final no hizo. Eso, según esta doctrina, no le permitiría ir al cielo, ya que él conocía claramente el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y no se bautizó; y como ahora ya no hay limbo y el alma sigue siendo inmortal, tendría que haber ido necesariamente al infierno. Decir tal cosa es sencillamente intolerable, y tal doctrina debería rectificarse cuanto antes. Me resulta increíble que haya correcciones tan urgentes y necesarias por hacer en declaraciones oficiales de la Iglesia, y que nadie lo indique ni proteste. La mayoría del género humano a día de hoy conoce más o menos el Evangelio y la Iglesia, y no se bautiza, con lo cual esa mayoría estaría oficialmente condenada al infierno. Pero nadie parece inquietarse por eso. La triste conclusión es que no parece haber interés por conocer la doctrina de la Iglesia, y no parece importarle a nadie lo que la Iglesia diga. A mí sí que me duele.

Cito la conclusión del libro “Fuera de la Iglesia no hay salvación” del jesuita Bernard Sesboüé, expresada en términos comedidos pero claros: “¿No habrá llegado el momento de que una intervención oficial reconozca de una manera formal los límites insatisfactorios de esta fórmula del pasado?”
(Ediciones Mensajero, Bilbao 2006, p. 402)

Y la conclusión del libro “¿Hay salvación fuera de la Iglesia?” del jesuita Francis A. Sullivan, expresada también en términos igualmente comedidos e igualmente claros: “Aunque el magisterio oficial de la Iglesia Católica ha avanzado mucho en este tema, está aún abierto a un desarrollo posterior.”
(Desclée De Brouwer, Bilbao 1999, p. 238)

Esperemos el desarrollo. Dense prisa, por favor.

Salmo

Salmo 100 – Propósitos

Te presento hoy, Señor, la lista de mis propósitos. El final de unos ejercicios, el principio de año, o, sencillamente, un despertar en el que he echado una mirada a mi vida y he anotado algunos temas para recordármelos a mí mismo y para que tú me los bendigas. Aquí están.

“Andaré con rectitud de corazón dentro de mi casa;
no pondré mis ojos en intenciones viles;
al que en secreto difama a su prójimo le haré callar;
pongo mis ojos en los que son leales:
ellos vivirán conmigo.”

Sé que podía haber sido más concreto, Señor, y en la práctica lo seré si así lo deseas; pero por hoy he preferido trazar sólo líneas generales para enfocar mis esfuerzos y dirigir el día. Quiero esforzarme por que haya rectitud y equidad en mis acciones; quiero observar mis ojos, mis intenciones, mis pensamientos; quiero acabar con la difamación; y quiero recompensar la lealtad. Ése es mi programa para vivir en tu casa. Bendícelo, Señor.

Sé demasiado bien que los propósitos en sí mismos no sirven para nada. Podría enseñarte listas enteras que he hecho año tras año, con la sinceridad del momento y el exceso de confianza de la juventud, y que hoy son solo documentos repetidos de santa ingenuidad y fracaso total. Listas cuidadosamente escritas con letra lenta y títulos numerados en orden de importancia. Minutas para el olvido. Planes para el fracaso. Mis propósitos no valen para nada, y la experiencia me ha enseñado esa lección con claridad irrefutable. Mis listas son papel mojado. No puedo basar mi vida en ellas.

Por eso hoy he querido, sencillamente, contarte mis pensamientos e indicar la dirección que me gustaría siguiese mi conducta. Hoy esa lista no es un propósito, sino una oración; es decir, que la lista no es para mí, sino para ti. Es para que tú te acuerdes y la vayas aplicando según surja la ocasión. No son éxitos que yo he de lograr, sino gracias que tú has de concederme. No son mis esfuerzos, sino tu poder. O, más bien, son nuestro trabajo conjunto, tuyo y mío, en unidad de amor y de acción por el bien de mi alma y el de tu casa, que es la mía.

“Voy a cantar la bondad y la justicia:
para ti es mi música, Señor;
voy a explicar el camino perfecto:
¿cuándo vendrás a mí?”

Meditación

La luna llena

Yakusan paseaba solitario en una noche oscura. Súbitamente se abrieron las nubes y apareció la luna que vistió de plata en un instante al mundo entero a sus pies. Yakusan la contempló con un estremecimiento agradecido, y pronunció suavemente una única exclamación: “¡Ah!” Fue apenas un murmullo de admiración el que salió de sus labios, pero cuentan que en toda la región a muchos kilómetros a la redonda se oyó la exclamación intensamente callada del admirador de la naturaleza.

No hace falta gritar para ser oído. A veces es incluso un obstáculo. Cuanto más gritamos, menos se nos entiende. Basta con un murmullo, una palabra, una exclamación, y, si de veras sale de dentro, llegará a todos los oídos hasta los confines de la comarca. Para hablar del espíritu no hace falta estudiar mucho, lo que hace falta es sentirlo. Que salga de dentro. Que sea experiencia propia, convicción y vivencia. Que sea la exclamación espontánea ante la luna llena. Monosílabo ardiente. Silencio armonioso. Soledad acompañada. La mejor manera de llegar a los oídos de todos es hablar bajo.

Los habitantes de la comarca tampoco fueron a contarle a Yakusan que le habían oído. Ni él necesitaba saberlo ni lo quería ni le importaba. Ellos sabían que había de ser él. Nadie más tenía la fuerza de espíritu necesaria para comunicarse con un suspiro. Y apreciaban su presencia en la región, porque sabían que la cercanía de un sabio daba vida a todo el país. La luna era más bella porque había alguien en la región que sabía admirar su belleza. La vida era más tolerable porque había alguien en la región que la vivía con alegría. El cielo estaba más cercano porque había alguien que sabía mirar a él. Bastaba con que la voz discreta del místico artista se dejara oír de vez en cuando en la expectativa nocturna de los campos dormidos. Si alguien ve, todos vemos con él; si alguien entiende, todos entendemos; si alguien descubre la belleza de la luna llena, todos la descubrimos con él a través de su exclamación. Si habla mucho a favor de Yakusan el que su breve vocal se oyera, no habla menos a favor de los habitantes de la región el que recogieran el leve sonido y vibraran con él.

La luna llena está allí. Hay hombres y mujeres que conocen su belleza y desean su visión. Y hay enamorados trasnochadores que de vez en cuando se dejan sorprender por la visión y expresan su encanto en una secreta interjección.

Aprendamos a hablar bajito para que el mensaje llegue lejos.

Día 1
Os cuento

Japón

Me duele el Japón. Tanto sufrimiento para tanta gente. Y tanta paciencia del pueblo japonés. A pesar de tanto dolor, me ha hecho sonreír el chiste de Mingote hoy (18) en ABC: “En medio de tanta catástrofe el Japón tiene la suerte de estar habitado por japoneses.” Nos han dado un ejemplo histórico al mundo entero. Nosotros nos gloriamos de la cultura europea, de valores cristianos, tradicionales, universales, pero hoy inclinamos la cabeza ante los valores orientales demostrados espontáneamente por un pueblo entero y lejano con una cultura distinta pero noble y exquisita de valores… ¿nos atreveríamos a llamarlos “valores paganos”? Sí, redimiendo así la palabra “pagano”.

Ayer estuve un rato viendo en televisión un reportaje del Japón en directo. La presentadora española relataba con emoción como el gobierno había anunciado que esa noche habría en Tokio un apagón total de varias horas programado para ahorrar electricidad, pero estaba a punto de acabar la noche, y el apagón no se había producido. Repetía ella desde las calles todavía con luces nocturnas en Tokio, “¡No se ha producido!, ¡el apagón no se ha producido!”, y explicaba que al oír el anuncio del apagón, los tokiotas habían apagado luces y calefacción por su propia cuenta en sus casas con tal generosidad que había bajado el nivel de consumo eléctrico y no había sido necesario el apagón. Estaba nevando. Pasarían frío pero ahorraban electricidad. Admirable.

Se me hace difícil conciliar tanto sufrimiento con la existencia, providencia, omnipotencia de Dios. Me dicen que el tsunami es obra de la naturaleza, y claro que lo es, pero a la naturaleza la ha hecho Dios, y él sabía a dónde nos iba a llevar. Podía haber hecho un planeta más amable.

Como jesuita he tenido siempre en la memoria los gloriosos mártires jesuitas del Japón san Pablo Miki, san Juan Goto y Santiago Kisai, crucificados en Nagasaki en 1597 junto con otros 23. Pero los verdaderos mártires me parecen ahora los técnicos que están arriesgando y acortando sus vidas en su intento por apagar los reactores dañados y evitar una explosión nuclear que dañaría a muchos. Y los niños pequeños del Jardín de la Infancia saliendo en fila del colegio en perfecto orden con sus gorritos de protección y máscaras contra la radiación me han llenado de ternura.

El cristianismo es tremendamente individualista, y pone como el fin de la vida humana “la salvación del alma”. “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma.” Ese es el Principio y Fundamento de los Ejercicios Espirituales de mi padre san Ignacio que he meditado y predicado toda mi vida. El sintoísmo parece mirar más a la familia, la sociedad, los antepasados, los sabios, y crea la responsabilidad en conciencia de una conducta social y solidaria ante todo. Valores orientales.

Yo estuve a punto de ir de joven a vivir y trabajar al Japón en vez de a la India, y quizá por eso me llega más hondo. Cuento cómo fue. Al final de la segunda guerra mundial, el papa Pío XII pensó y declaró que al abrirse entonces por primera vez en su historia el Japón a la influencia de Estados Unidos que los había vencido en la guerra, los japoneses adoptarían espontáneamente los valores occidentales, y con ellos la religión cristiana, y pidió personalmente al padre general de la Compañía de Jesús, el polaco Vladimir Ledokowski, que enviase inmediatamente al Japón el mayor número posible de jesuitas de todo el mundo para aprovechar esa ocasión providencial de evangelización y conversión. El padre general pidió voluntarios, y yo me ofrecí. Recibí respuesta a través de mi padre provincial en la que me decía escuetamente: “Para usted Japón, no; India, sí.” Obedecí alegre y fui a la India. Pero me quedó la querencia del Japón. Hoy se ha agudizado.

Pío XII, por cierto, se equivocó. Los cristianos hoy en Japón son el 0’7%.

Me contáis

Pregunta: ¿Cree usted en el demonio?

Respuesta: Cuando me preguntan ¿Cree usted en…? Me dan ganas de contestar, ¿Y a usted qué le importa lo que yo creo? ¿Es que usted va a creer o dejar de creer en algo por lo que yo crea? Otra cosa es si preguntan qué razones hay para creer o dejar de creer en algo. En este caso el Demonio aparece desde luego en la Biblia con toda claridad y frecuencia tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Eso lo sabe todo el mundo. Lo que pocos saben es que en la Biblia Dios y el Demonio son dos aspectos de lo mismo. Al principio se le atribuye a Dios todo lo bueno y lo malo por igual con toda naturalidad, y luego se va cambiando el enfoque y se le atribuye lo bueno a Dios y lo malo al Demonio, algo así como una división de trabajo. Cuando David va a hacer el censo de Israel, que se consideraba algo malo y prohibido por parecer soberbia del gobernante, dice en una primera crónica, “Dios tentó a David…” (2 Samuel 24:1); y más adelante, al reseñar la misma escena en otra crónica posterior, ya no le parece bien al nuevo cronista atribuirle la tentación a Dios, y dice, “Satanás tentó a David…” (1 Crónicas 21:1). En todo caso Dios castigó el censo con la peste de la que murieron setenta y siete mil. Es la misma ocasión descrita de dos maneras distintas según avanza y se refina el pensamiento teológico entre los israelitas. En la primera narración, el que tienta es Dios, y en la segunda narración del mismo acontecimiento, es Satanás para exonerar a Dios de la responsabilidad de hacer el mal. El Diablo entra en escena.

Isaías (45:7) presenta a Yahvé hablando: “Yo soy el Señor y no hay otro, el que forma la luz y crea las tinieblas; yo doy la paz y creo el mal. Yo, el Señor, realizo todo esto.” Aunque luego los traductores suavizan la expresión y ponen “desgracia” en vez de “mal” en el original, como el segundo cronista de David suavizó al primero.

En el padrenuestro rezamos, “no nos dejes caer en la tentación”, pero eso es en castellano. En latín es: “ne nos inducas”, no nos induzcas; y el texto griego dice, “me eisenegkes”, no nos metas en la tentación. Dios es el que nos mete. También aquí los traductores han suavizado el original, “no nos metas en la tentación” donde él es el que nos mete con “no nos dejes caer en la tentación” donde somos nosotros los que caemos. Yo prefiero los originales.

Alan Watts en su libro “Las dos manos de Dios” dice, citando a Mircea Elíade, que Dios vio un día su sombra, la levantó, creó al Demonio con ella y le dijo: “Mira, muchacho, allá en la tierra anda todo muy aburrido. Vamos a animarlo un poco. Tú serás el chico malo, y yo el chico bueno como en las películas, y armaremos un buen jaleo por allá abajo. Luego al final les diremos que éramos amigos y nos reiremos todos.” (p. 29)

Karen Blixen (Isak Dinesen) en su célebre libro (y luego película) “Memorias de África” dice: “Es  África, entre todos los continentes, la que te enseñará la última verdad: que Dios y el Diablo son Uno, en majestad coeterna, no dos increados sino Uno increado, y los nativos nunca confunden las personas ni dividen la sustancia.” Los términos de la cita indican que la baronesa católica sabía teología. También conocía bien a África. Y tenía sentido del humor.

Quizá todo esto quiera decir precisamente eso, que hay que tomarse las cosas con un toque de humor. Yo estoy ahora escribiendo un libro cuyos protagonistas son Demonios. Los llamo educadamente “Ángeles Separados”, que es lo que son, y me llevo muy bien con ellos. Espero acabar el libro pronto. Ya os contaré.

Salmo

Salmo 101 – Amo a mi ciudad

Amo tus mismas piedras y el polvo de tus calles. Tú eres mi ciudad, mi Sión, mi Jerusalén; tú, la ciudad donde vivo, por cuyas calles ando, cuyos rincones conozco, cuyo aire respiro, cuyos ruidos sufro. Tú, la ciudad que se me ha dado para que sea mi casa, mi puesto en la tierra, mi refugio en la vida, mi vínculo urbano con la raza del hombre civilizado. Tú, signo y figura de la Ciudad de Dios, mientras continúas siendo plenamente la ciudad del hombre en tu penosa historia y tu presente realidad. Te amo, te abrazo, estoy orgulloso de ti. Me alegra vivir en ti, enseñarte a visitantes, dar tu nombre junto al mío al dar la dirección donde vivo, unir así tu nombre al mío en sacramento topográfico de matrimonio residencial. Tú eres mi ciudad, y yo soy tu ciudadano. Nos queremos.

Te quiero tal y como eres; con polvo y todo. Podría besar en adoración las piedras de tus calles y erigirlas en altares para ofrecer sobre ellas el sacrificio de alabanza. Tus avenidas son sagradas, tus cruces son benditos, tus casas están ungidas con la presencia del hombre, hijo de Dios. Tú eres un templo en tu totalidad, y consagras con el sello del hombre que trabaja los paisajes vírgenes del planeta tierra.

Por ti rezo, ciudad querida, por tu belleza y por tu gloria; rezo a ese Dios cuyo templo eres y cuya majestad reflejas, para que repare los destrozos causados en ti por la insensatez del hombre y los estragos del tiempo y te haga resplandecer con la perfección final que yo sueño para ti y que él, como Dueño y Señor tuyo, quiere también para ti.

“Tú permaneces para siempre,
y tu nombre de generación en generación.
Levántate y ten misericordia de Sión,
que es hora y tiempo de misericordia.

Tus siervos aman tus piedras,
se compadecen de sus ruinas.

Los gentiles temerán tu nombre;
los reyes del mundo tu gloria,
cuando el Señor reconstruya Sión
y aparezca en su gloria.”

Tus heridas son mis heridas, y tus tribulaciones las mías. Al pedir por ti pido por mí, desahuciado como me encuentro a veces ante el fracaso, la enfermedad, y la muerte. En mi esperanza por tu restauración va incluía mi esperanza en mi propia inmortalidad. Mi propia vida parece a veces desmoronarse, y entonces me acojo a ti, me escondo en ti, me uno a ti., Cuando sufro, me acuerdo de tus sufrimientos; y cuando la sombras de la vida se me alargan, pienso en las sombras de tus ruinas. Y entonces pienso también en tus cimientos, firmes y permanentes desde tiempos antiguos; y en la permanencia de tu historia encuentro la fe que necesito para continuar mi vida.

Ciudad moderna de huelgas y disturbios, de explosiones de bombas y sirenas de policía, de atentados y sangre. Sufro contigo y vivo contigo, con la esperanza de que nuestro sufrimiento traerá redención y llegaré a cantar libremente en ti las alabanzas del Señor que te hizo a ti y  me hizo a mí.

“Para anunciar en Sión el nombre del Señor,
y su alabanza en Jerusalén;
cuando se reúnan unánimes los pueblos
y los reyes para dar culto al Señor.”

Meditación

La rama seca

Cierta vez un joven monje llamado Kiosco fue a ver al Maestro zen Geisha (831-908) para estudiar con él. Kiosco le dijo: “He venido hasta aquí en busca de la Verdad. ¿Qué debo hacer para iniciarme en el zen?” A esto Geisha, el Maestro, le contestó con otra pregunta: “¿Puedes oír el murmullo del arroyo que baja por la montaña?” –  “Sí, Maestro; puedo oírlo”, dijo Kiosco. “¡Pues entra en el zen a partir de ahí!” fue la respuesta del Maestro.

Algún tiempo después, un estudiante de zen, no muy experto, llamado Kyo, contó esta historia al Maestro An de Sengan y, después le preguntó, “Como Kiosco contestó que sí podía oír el murmullo del arroyo cuando Geisha se lo preguntó, éste pudo aconsejarle que entrase en el zen a partir de ahí. Pero si Kiosco hubiese dicho que no lo oía, ¿qué le hubiera dicho el Maestro Geisha?” Súbitamente el Maestro le llamó por su nombre: “¡Señor Kyo!” – “Sí, Maestro”, contestó Kyo. “Entra en el zen desde ahí.”

Lo que importa no es el murmullo del arroyo sino la actualidad del momento presente. Cualquier sonido vale. O también la ausencia de sonido Lo esencial es aprovechar la ocasión. Lo fatal es la dilación. Esperar a oír el murmullo del arroyo, a sentirse llamado, a recibir un signo especial, a escuchar una voz del cielo. Todo eso retrasa. El cielo está aquí y la revelación es hoy. Cualquier instante vale, y si se desprecia el instante de ahora, no valdrá el siguiente. La prontitud de la respuesta es la única garantía de eficacia. Si no hay arroyo, basta con preguntar cómo te llamas o con pronunciar tu nombre o con callar. Todo vale como punto de partida, con tal de que sea presente.

El maestro y el discípulo se encontraban sentados en un prado contemplando la naturaleza en silencio, cuando el discípulo dijo: “He esperado muchos años a que pongáis en mis manos el texto sagrado cuyo estudio me ha de llevar a la iluminación. ¿Cuándo me daréis ese libro?” El maestro estaba jugando con una rama seca que había caído del árbol bajo el que estaban sentados, y le ofreció la rama al discípulo mientras le dijo: “Toma el libro. Aquí está la iluminación. Si no lees aquí el secreto de la vida, no lo encontrarás en ninguna escritura.”

El secreto de la vida está en nuestras manos. Es el presente vivido en toda su realidad con entrega incondicional. Una rama de árbol, una flor, una nube; o una palabra, un rostro, una sonrisa; o un silencio, una soledad, un vacío. Todo habla si se le deja hablar. Todo es punto de partida si estamos dispuestos a andar. Todo es amanecer si sabemos reconocer el nuevo día. Hay que aprovechar cada instante en la plenitud de su presencia salvífica. No esperar al día cuando es de noche, ni a la noche cuando es de día. La vida está en la luz y en la oscuridad si tenemos ojos para verla. La rama seca en manos del maestro puede ser el libro abierto para entender el mundo.

 

Día 15
Os cuento

África

[Más historias del libro “Al volver vuelven cantando” de Gary Smith, SJ]

Después de la Eucaristía, los del pequeño grupo de creyentes me dijeron que habían decidido escoltarme en mi regreso al asentamiento del Servicio Jesuita de Refugiados. Y así, cantando y danzando, nos adentramos en la noche, una noche tan oscura que ni siquiera podías ver tu propia mano sin ayuda de la vacilante llama del cirio pascual que encabezaba el grupo, y de la débil luz de una linterna que apenas iluminaba a los de atrás. Como es fácil imaginar, no hay alumbrado público en esta parte del mundo.

La gente cantaba en árabe, en bari, en algún que otro dialecto congolés, en inglés y en otra serie de idiomas. Los africanos se las apañan con los idiomas con la misma facilidad con que se mueven por esos oscuros parajes. A mí me pusieron en medio del grupo, y todo el mundo se moría de risa al observar mi ineptitud para seguir un ritmo que ellos, los sudaneses, llevan en la sangre. De vez en cuando introducían en sus cánticos las palabras “Padre Gary”. No tengo ni idea de lo que cantaban pero lo hacían sin parar de reír, con esa alegría que nace del amor y la felicidad.

Me acompañaron hasta la puerta de mi choza. No deja de ser paradójico que, mientras que el mandato del Servicio Jesuita de Refugiados es acompañar a estas buenas gentes en las tinieblas de su trágico exilio, allí eran ellos los que me acompañaban a mí hasta mi casa en medio de la oscuridad. Permanecí un rato de pie observando cómo me sonreían mientras yo les daba las gracias en árabe, en bari y en inglés. Luego se pusieron a cantar de nuevo, y sentí cómo me invadía una inexplicable paz. Después de un buen rato cantando, dando palmas, golpeando el suelo con sus pies y riendo, me dieron las buenas noches, me felicitaron la Pascua, se dieron la vuelta y desaparecieron en la noche. (p. 54)

Los dirigentes de la aldea de Ngurúa, donde celebré la Eucaristía un domingo por la mañana, me pidieron que acudiera a la vivienda de un joven cuya esposa había fallecido la noche anterior al dar a la luz a su hijo. Fuimos todos juntos en procesión. La aflicción es una experiencia comunitaria entre ellos, ya que todos los refugiados comparten una misma historia de huida, sufrimiento y muerte. El marido era un hombre joven, y en su rostro se reflejaba el dolor. Me tomó de la mano y me llevó al cadáver de su esposa. Su choza estaba llena de mujeres, sentadas sobre el suelo y formando un silencioso círculo de duelo. Me hicieron un hueco para que pudiera arrodillarme ante el cadáver. Recé y pensé en el joven marido y cómo ahora podría arreglarse él para alimentar y cuidar al recién nacido. Él entró entonces y se arrodilló a mi lado ante el cadáver de su mujer. Momentos como éste hacen que se me revuelvan las entrañas, y lo único que puedo hacer en tan abrumadora situación es llorar. ¡Es tan absurda la muerte de una persona joven! Aquel día me resultó especialmente difícil de soportar, porque era mi cumpleaños.” (78)

El último día del seminario tuvimos una Misa, y a continuación las dos mujeres de más edad recorrieron lentamente el círculo formado por el resto e impusieron sus manos sobre las cabezas de sus hermanas, enviándolas de vuelta a sus respectivas aldeas en su misión de catequistas. A continuación, regresaron al fondo de la estancia, y me bendijeron a mí. (88)

Después de la comida, todas las mujeres subieron a la camioneta del Servicio Jesuita de Refugiados y salimos para sus respectivas aldeas. Aquí, llevar en un vehículo a un grupo es una experiencia extraordinaria. Todo el mundo se pone a cantar, y cuanto más largo es el camino, con tanta más fuerza cantan. Por lo general, una persona canta estrofas, y todos juntos cantan el estribillo. Cuando nos acercábamos a una aldea, todas las mujeres que iban en la camioneta añadían a su canción el nombre de dicha aldea. En cada parada, los habitantes de la aldea salían a saludarnos y se ponían también a cantar y a dar palmas dando la bienvenida a las mujeres en su regreso a casa. Esto se repetía en todas las aldeas, y las mujeres no paraban de cantar. ¿Y yo? Yo era como un niño que se hubiera colado en el cine para ver gratis la más divertida película del mundo. Cuando llegamos a la última aldea, sólo quedaban dos mujeres, que ocupaban el asiento de atrás y seguían cantando como dos canarios. Dejé a la primera a la entrada de la aldea, mientras la otra no dejaba de moverse al ritmo de una canción congolesa. Al fin llegamos a su casa, y ella, al bajarse de la camioneta, me obsequió con una maravillosa sonrisa, mostrando en sus ojos que su corazón se sentía realmente feliz, después de lo cual se despidió en árabe. ¡Qué viaje! ¡Qué increíble viaje! (88)

Un buen día, una mujer muy pobre, Mary Kenyi, vino a verme, cubierta de andrajos. Ella solía acudir a mí pidiéndome frijoles o trigo, y a veces una manta. No tiene nada, ni siquiera un hijo o una hija que vaya a hacerse cargo de ella en su ancianidad. Todos sus hijos y su marido murieron en la guerra civil de Sudán. Vi cómo se acercaba a mí, apoyándose en un largo bastón, mientras yo conversaba con un miembro del personal fuera de nuestro complejo. Pensé entonces para mí, quizá con una cierta irritación: “¿Qué vendrá a pedirme hoy…?” Ella llevaba una pequeña bolsa de plástico que tendió hacia mí, a la vez que me obsequiaba con una sonrisa que habría cautivado el corazón del ser más despiadado. En la bolsa había un regalo para mí. Tres huevos. (129)

Antes de aterrizar, nuestro avión tuvo que hacer un vuelo rasante para echar de la pista de aterrizaje a las jirafas, que la usan como atajo. (31)

En la Vigilia de Navidad celebré la Misa en la aldea de Agulupi. Unos estudiantes interpretaban los cantos mientras veinte niñas de la escuela primaria danzaban alrededor del altar. En Agulupi se han refugiado numerosos sudaneses que han huido a Uganda a través del Congo, y después de la comunión el coro entonó un villancico para ellos en lingala, el idioma del Congo oriental, que imitaba el llanto del niño Jesús. Las danzarinas proferían suspiros mientras doblaban sus antebrazos adoptando una expresión de llanto. Aquello me llegó directo al corazón. El llanto escuchado a través de los siglos, y aquí especialmente el eco de los gemidos de los refugiados que han tenido que soportar un largo camino de huida desesperada y de sufrimiento. Como en el llanto del niño Jesús, había aquí también un sentido de esperanza renacida. (39)

El hombre que se encontraba de pie frente a mí tendría cerca de treinta años, estaba enormemente delgado y mostraba una expresión de profunda tristeza. Cuando le saludé, ya observé que estrechaba la mano con firmeza y que tenía la áspera piel de una persona que ha trabajado duramente toda su vida. Lo que me pedía era una ayuda para el funeral de su hija Viola, de nueve meses, que había muerto a causa de una neumonía y una severa malaria. En una de mis arrogantes respuestas como director de un proyecto del Servicio Jesuita de Refugiados le dije directamente que no podíamos asumir la responsabilidad económica de todos los funerales. Sin más. Jamás olvidaré la mirada de estupefacción que asomó a sus ojos y que puso crudamente de relieve lo inapropiado de mi respuesta. El funeral es algo sagrado para ellos, y él no tenía con qué celebrarlo. Me quedé callado, con el corazón traspasado por su mirada, y le pregunté si la niña era su única descendencia. “No”, me respondió, “he tenido otros tres hijos”. – “¿Y qué es de ellos?” – “También murieron, Padre: todos ellos en su primer año de vida. Yo mismo y mi esposa estamos a punto de morir de pena.” Fue un auténtico golpe que hizo pedazos mi arrogancia. Sintiéndome como un perfecto imbécil, mascullé torpemente unas palabras acerca de cuánto lo sentía. Imagínate: cuatros hijos, y todos muertos. Toda su vida se había venido abajo. Me volví hacia mi catequista Atibuni que estaba haciendo de intérprete y le dije: “Dale todo lo que necesite.” El joven estrechó de nuevo mi mano, me dio las gracias y se fue. Cosas como esta suceden aquí de continuo. Yo todavía estoy aprendiendo. (82)

Le pregunté a Josefina, que no tiene ningún dinero pero había conseguido mandar a su hija a la escuela, “¿Piensas comprarle a tu hija los libros y cuadernos para ejercicios que necesita en la escuela?” Me contestó, “Sí.” Pregunté, “¿Por qué?” – “Porque la quiero.” Insistí: “Y si el médico te dijera que tiene un grave fallo renal pero que podría salvarse si tú le donaras uno de tus riñones, ¿lo harías?” – “Sí”, respondió Josefina con aplomo. “Yo ha he vivido mi viva”, dijo aquella mujer de poco más de treinta años, “y mi hija merece vivir.” – “¿Pero por qué lo harías?” – “Porque la quiero.” La expresión “porque la quiero” es una frase hecha en lengua bari (kogwon narju) que oí miles de veces y que explica y resume la mayor alegría con que viven estos pueblos. Cuando la gente se quiere de verdad, todo es más fácil. (171)

Me contáis

Gracias por proporcionarme el artículo de un jesuita español en el Japón sobre la tragedia que nos ha conmovido a nosotros como a ellos. Cito de él:

“¿Qué va a ocurrir de ahora en adelante? Nadie lo sabe. La situación es seria y preocupante. Estamos en manos de Dios y de los peritos, que están tratando de resolver lo mejor que pueden los problemas que se van presentando. El terremoto y el tsunami nos han colocado a los seres humanos en nuestro sitio, forzándonos a ser más humildes. Creíamos que habíamos dominado la naturaleza, y nos hemos encontrado indefensos ante su gigantesca fuerza.

Esta ha sido la primera vez en mis 48 años en Japón que he experimentado un terremoto de estas características. Ha sido una experiencia que me ha hecho reflexionar y me ha enseñado mucho. He vuelto a admirar y a querer más a estos buenos japoneses. Una vez más han dado al mundo un ejemplo de civismo, de solidaridad y de una entrañable compasión para con los que sufren. Los mensajes que a través de la radio muchos japoneses envían a las personas que están en la zona afectada por el terremoto son muestra de un evangelio vivido en la dura realidad de estos días. Muchos japoneses no son cristianos ‘de profesión’, pero con su comportamiento están siendo signo de la presencia amorosa de un Dios que sufre y llora con sus hijos.”

Me gusta lo de “el terremoto y el tsunami nos han colocado a los seres humanos en nuestro sitio”, y el tributo a la conducta ejemplar de los japoneses. Al final, mejor sería decir que “Jesús sufrió y lloró por nosotros en la tierra” y no que “Dios sufre y llora con nosotros” porque Dios ahora no “sufre y llora” en el cielo. Y debemos reconocer que los valores “cristianos” que están demostrando los japoneses son sencillamente valores universales de todos los hombres y mujeres de buena voluntad en el mundo, sean cristianos o no. También los cristianos tenemos algo que aprender de los no cristianos sin necesidad de darles nuestro nombre. Aprecio la contribución del misionero al misterio de “la presencia amorosa de Dios” en tanto sufrimiento que todos adoramos en fe.

Salmo

Salmo 102 – Confío en tu misericordia

“Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades.”

Hoy canto tu misericordia, Señor; tu misericordia, que tanto mi alma como mi cuerpo conocen bien. Tú has perdonado mis culpas y has curado mis enfermedades. Tú has vencido al mal en mí, mal que se mostraba como rebelión en mi alma y corrupción en mi cuerpo. Las dos cosas van juntas. Mi ser es uno e indivisible, y todo cuanto hay en mí, cuerpo y alma, reacciona, ante mis decisiones y mis actos, con dolor o con gozo físico y moral a lo largo del camino de mis días.

Sobre todo ese ser mío se ha extendido ahora tu mano que cura, Señor, con gesto de perdón y de gracia que restaura mi vida y revitaliza mi cuerpo. Hasta mis huesos se alegran cuando siento la presencia de tu bendición en el fondo de mi ser. Gracias, Señor, por tu infinita bondad.

“Como se levanta el cielo sobre la tierra,
así se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos;
como un padre siente ternura por sus hijos,
así siente el Señor ternura por sus fieles,
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro.”

Tú conoces mis flaquezas, porque tú eres quien me has hecho. He fallado muchas veces, y seguiré fallando. Y mi cuerpo reflejará los fallos de mi alma en las averías de sus funciones. Espero que tu misericordia me visite de nuevo, Señor, y sanes mi cuerpo y mi alma como siempre lo has hecho y lo volverás a hacer, porque nunca fallas a los que te aman.

“Él rescata, alma mía, tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud.”

Mi vida es vuelo de águila sobre los horizontes de tu gracia. Firme y decidido, sublime y mayestático. Siento que se renueva mi juventud y se afirma mi fortaleza. El cielo entero es mío, porque es tuyo en primer término, y ahora me lo das a mí en mi vuelo. Mi juventud surge en mis venas mientras oteo el mundo con serena alegría y recatado orgullo. ¡Qué grande eres, Señor, que has creado todo esto y a mí con ello! Te bendigo para siempre con todo el agradecimiento de mi alma.

“Bendice, alma mía, al Señor.”

Meditación

El loro se venga

“Un loro hablaba un día con un ser humano y le dijo: ‘Yo puedo imitar perfectamente vuestros sonidos, y de ello me siento orgulloso.” El ser humano le contestó: ‘¿Pero de qué te sirve imitarlos si no sabes lo que significan?” A lo que el loro le repuso: “Pero, aparte de ser sonidos bellos, ¿os dicen algo a vosotros? Enséñame por favor lo que dicen.” (Cayetano Arroyo)

El hombre se ríe del loro porque habla sin entender lo que dice. Usa el término “loro”, “lorito” o “papagayo” para referirse con superioridad despectiva a una persona que no hace más que repetir lo que dicen los demás, por falta de personalidad, de originalidad, de independencia. Decimos “es un papagayo” de cualquiera que habla sin convicción, sin pensar él mismo, sin asimilar lo que dice, puramente por repetición, por rutina, por miedo. Lección aprendida de memoria y repetida mecánicamente sin detenerse a entenderla. Rechazamos esa actitud. Y con razón. No es digno del hombre y de la mujer hablar como un puro instrumento vocal sin pensar, sentir, refrendar lo que dice con su entender vivo y su compromiso personal. No somos loritos.

Pero el lorito se venga a su tiempo. Hemos usado su nombre como insulto vulgar en lenguaje humano. Él nos observa con cuidado, se cerciora de nuestro modo de obrar y de hablar, y cuando llega la ocasión nos interpela: “¿Es que acaso vosotros sabéis lo que decís? ¿Estáis de veras convencidos de lo que proclamáis? ¿Creéis lo que recitáis? Cuando os oigo recitar lo que vosotros llamáis vuestros principios, vuestros valores, vuestros credos, incluso vuestra fe, vuestra voz me suena muchas veces como la de mis hermanos loritos cuando repiten su lección. Son sonidos bellos, pero no parece que os digan nada. Los emitís sin alma y no parece que tengan nada que ver con vuestras vidas. Nosotros, loritos, tenemos al fin y a cabo limitaciones en nuestra naturaleza y hacemos lo que sabemos. Tampoco nos gusta que se use nuestro nombre como insulto. Tenemos nuestra propia dignidad. En cambio, sospechamos que vosotros habéis perdido algo de la vuestra. Decidme de verdad, ¿sabéis lo que decís, entendéis lo que afirmáis, vivís lo que creéis?”

Se me sonrojan las mejillas. He insultado a un pájaro que hace todo lo que sabe hacer, y me encuentro con que yo soy quien, pudiendo y debiendo hacer mucho más, estoy haciendo lo que yo ridiculizo en él. Hablo sin entender. Repito sin asimilar. Enseño lo que me enseñaron y digo lo que me dijeron sin hacerlo mío, sin probarlo, sin vivirlo. Hablo de memoria. Vivo de rutina. Avanzo a empujones. Mis ideas no son mías. Mi lenguaje es pura fonética. Mis sonidos están vacíos. ¿No querrá eso decir que también está vacía mi vida?

El lorito ha volado con su verde plumaje. Cada vez que lo vea me acordaré de su lección. ¿Me dicen algo mis palabras a mí mismo?

Día 1
Os cuento

De peregrinación

[He estado en Lourdes y en Fátima, en Guadalupe y en Luján, y la Virgen es lo mejor que tenemos en nuestra vida y en nuestra fe, y por eso mismo me permito citar los comentarios que siguen de un autor reciente con todo su humor. Y al final todo acaba bien.]

“A mi madre le encantaban las peregrinaciones. Fuera donde fuera que la Virgen se había aparecido, ella con su Unión de Madres Católicas había de seguir. Autobuses con la horda de socias devotas barrían las rutas de peregrinación a cualquier ciudad en el Reino Unido con un santuario mariano: Walshingham, Pantasa, Cardigan y Doncaster. Las buenas mujeres descendían sobre esas ciudades y sus santuarios, presa de un ataque de fervor religioso, y encendían velas, rezaban en grutas, se confesaban con sacerdotes, cantaban himnos a pleno pulmón, y luego inevitablemente redondeaban la sesión, antes de ir a tomar té, con el Via Crucis. Eso era subir una larga cuesta, rosario en mano, parándose a respirar y rezar una década del rosario en puntos fijos que representaban la subida de Jesús al Monte Calvario y su crucifixión. Esto era lo que separaba a las jóvenes de las maduras, y solo las devotas de verdad se atrevían a enfrentarse a la subida por el camino pedregoso sin sandalias. Pero la rama de la Unión de Madres Católicas de San José, Birkenhead, era especial. Sin dudar, y sin reparar en edad, condición física y capacidad, aquellas muchachas se sacaban los zapatos y medias, y agarradas unas a otras a la desesperada iban subiendo resoplando y sudando en una larga fila zigzagueante. Vista desde el aire parecería una serpiente en el paisaje.

Cuando Las Madres anunciaron un día en una de sus reuniones periódicas que se estaba planeando un viaje a Lourdes y que las que quisieran debían dar sus nombres, me madre fue la primera en apuntarse, tan entusiasmada como un chaval a quien le acabaran de decir que la excursión anual del colegio ese año era a Euro-Disney.

Lourdes fue un gran éxito, aunque no se parecía nada al Lourdes de la película La canción de Bernardette. A mi madre le encantaba esa película. Gladis Cooper, en el papel de la vieja monja cínica y amargada que envidaba y atacaba a Bernardette, no podía entender como la Virgen María no se la había aparecido a ella, fiel y digna servidora de la Iglesia, en vez de a una pueblerina ignorante. Después de meses de portarse como una bruja con ella, la vieja monja descubre por fin la úlcera tuberculosa en la rodilla de Bernardette y cae en la cuenta de que tenía que ser una verdadera santa cuando había aguantado tanta agonía sin quejarse. Se arrepiente de su crueldad y se hace su más devota enfermera en sus últimos días. Esa escena siempre le hacía llorar a mi madre. ‘Mira, al fin lo reconoció, la vieja bruja’, le murmuraba a la tele mientras se sonaba ruidosamente las narices, ‘al fin lo reconoció.’

Odiaba el aspecto comercial de Lourdes con todas esas tiendas vendiendo chatarra religiosa. Sin embargo, cuando yo volví a casa el día en que ella había regresado de Lourdes, me la encontré echando líquido de un contenedor enorme a una botella de plástico en la forma de la Virgen. Sobre la cabeza, la Virgen llevaba una pequeña corona de plástico que se desenroscaba para tener acceso al contenido. ‘Es agua bendita’, me explicó mientras echaba cuidadosamente el preciado líquido en un embudo que le salía a la Virgen de la cabeza. Miré a la mesa. Había por lo menos cuarenta de esas botellas bien alineadas en filas. ‘Hay quien mataría por una botella de estas’, dijo mirando intencionadamente a las botellas. ‘Esta es la verdadera, ¿sabes? Nada de esas imitaciones baratas. Esto te cura cualquier enfermedad.’

Tenía una fe inamovible en el poder del agua de Lourdes, y esas botellas con su contenido mágico irían a parar a manos de quienes ella considerara dignas de tal don. Le gustaba ir rociando toda la casa con la sagrada lluvia para contrarrestar cualquier mal que se hubiera introducido en ella. La víspera del Año Nuevo toda la casa y sus ocupantes eran sometidos a una buena ducha. Si yo volvía a casa de un club de Liverpool en las primeras horas del 1 de enero, algo turbio por la sidra, ella me estaba esperando y me recibiría con un vaso de agua bendita que me echaba encima. Cuando mi prima Tricia era una niña tuvo una epidemia de verrugas en la cara. Ningún remedio le valió hasta que al fin la bañaron en agua de Lourdes. Las verrugas desaparecieron de la noche a la mañana – prueba positiva para mi madre y para toda la familia de las cualidades curativas milagrosas del agua de Lourdes. Y tía Bridget en Irlanda aseguraba que siempre tenía una botella preparada por si alguna de sus vacas enfermaba. Yo tengo todavía una botella, aunque el agua bendita dentro tiene ahora un color verdoso. ¿Será que el agua bendita también se pasa? ¿O es que mejora con el tiempo como un buen vino?

Mi madre no se cansaba de contar como, después que la bañaron en el agua de Lourdes, salió ‘tan seca como un hueso’. ‘Te pones esa bata blanca y esperas en los peldaños que llevan a la gruta’, iba recordando, ‘y luego dos monjas que están hasta la cintura en el agua, gordas y fuertes con caras de pocos amigos y manos enormes y sucias como palas, te agarran y te zambullen en el agua de espaldas, hasta la cabeza y todo, con toda facilidad y sin dirigirte ni una maldita palabra. Un poco bruto todo ello. ‘Son muy recias esas monjas’, repetía como quien lo sabía por experiencia. ‘Creo que son holandesas. Empujaban a los tullidos y desahuciados sacándolos de sus sillas de ruedas y arrojándolos al agua como si fueran un manojo de ropa sucia. Sin embargo todos ellos sonreían al llegar al agua’, añadía recreándose en sus memorias. ‘Estaba fría como el hielo, esa agua. Me extraña que nadie se quedara muerto del golpe. Y luego el milagro: cuando las monjas te echan al otro lado ¡estás tan seca como un hueso! No necesitas toalla para secarte, y menos mal porque yo no me había llevado toalla. Todos saben que no la vas a necesitar.’

Su casa estaba llena de souvenirs acarreados en cada viaje con las Madres. A lo largo de los años almacenó toda una colección de medallas, velas, y escapularios. En la mesilla de noche del dormitorio de mis padres estaba una imagen de santa Bernardette rezando a los pies de la Virgen en la gruta de Lourdes, con fuente y todo de plástico, solo que el hueco que debía contener agua, esa ahora el almacén de una serie de botones, agujas e imperdibles. Si se le daba cuerda a la imagen, sonaba el ‘Ave María’. Con todo, la posesión más preciada de mi madre era una medalla de Bernardette que había bendecido el papa. Eso era ya el colmo. La guardaba envuelta en un paño bordado para preservar el poder que Su Santidad había infundido en la medalla al tocarla. Nada podía superar a eso.”

(Paul O’Grady, At my mother’s knee, Bantam Books, London 2008, p. 96)

Me contáis

Pregunta: ¿Ha oído usted hablar de la purificación de la memoria? ¿Qué es eso?

Respuesta: Sí he oído hablar en reuniones carismáticas en que se reza por limpiar la memoria de recuerdos dañosos e incluso se imponen las manos invocando al Espíritu Santo que limpie la memoria de todo lo que mancha el recuerdo y la vida. Esa facultad de la memoria por la que nos acordamos de las cosas que nos van pasando en la vida es maravillosa, y es la que forma nuestra historia personal, y con ella nuestra personalidad y nuestro carácter. Yo soy yo porque me acuerdo de quién soy. Hay cosas penosas que forman parte de nuestro pasado, como muertes de seres queridos, y hacemos bien en mantenerlas como parte de nuestro propio ser. Pero también hay memorias desagradables que sencillamente nos hacen daño, molestan, manchan, y esas sería mejor dejarlas en el olvido. Eso no es fácil, y de ahí viene la oración al Espíritu Santo. En la secuencia de Pentecostés le pedimos al Espíritu Santo entre otras cosas, “lava quod est sordidum”, “limpia lo que está manchado”, y eso es la memoria.

Te voy a contar un par de casos, no de los dañinos sino de los divertidos, para subrayar el papel tan sutil, importante y poco entendido que la memoria juega en nuestra vida. La semana pasada me invitaron unos amigos a un concierto de música clásica. La pieza principal en el programa era la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak. Hacía años que yo no la oía, y ya ni siquiera me acordaba del célebre tema, alegre y marcial, con que se abre su último movimiento, y que yo mismo había tocado al piano cuando era joven. No era nada para preocuparse, y mejor sería volver a dejarse sorprender por él en el concierto para el que aún faltaban varios días. Seguí mi día, trabajé, paseé, conversé, me acosté y me dormí. La mañana siguiente nada más despertarme, todavía en la cama y sin pensar en nada me encontré con que estaba tarareando algo. Ya te imaginas lo que era. El tema de Dvorak. Lo estuve cantando hasta el día del concierto. Y disfruté doble del concierto.

Otra aventura musical. Un día estaba yo recordando los temas principales de las sinfonías de Beethoven, y no lograba recordar el del comienzo de la séptima. Tampoco me preocupé pues no era asunto de vida o muerte, me olvidé de ello y el día siguió su camino como cualquier otro. Al despertarme la mañana siguiente me puse sin más a cantar algo. Lo adivinas. El comienzo de la séptima de Beethoven.

Lo mismo me ocurrió hace muy poco con Petrushka de Stravinski que yo tenía olvidada por completo. Vi el nombre de la pieza en un artículo de música que estaba leyendo, lo acabé y me marché sin pensar más en él. Al andar luego por la calle me oí a mí mismo cantando los primeros compases de Petrushka. Casi me llevé un susto. Luego me sonreí satisfecho.

Y otro ejemplo, menos artístico pero más práctico. El examen de fin de carrera en la Universidad de Madrás era tan completo como inhumano. Constaba de diez exámenes escritos de tres horas cada uno en diez días consecutivos a los que se llevaban todas las asignaturas de todos los años de toda la carrera. Nuestro profesor de dinámica matemática en la universidad de Madrás, el señor Nárayanam, repasando la asignatura en vísperas del examen nos propuso un problema que llamó importante, pues era del tema de dinámica tridimensional por vectores que era nuevo aquel año, y nos lo dejó para que lo resolviéramos cada uno por nuestra cuenta por si salía en el examen, que no era muy probable, desde luego, pero podía pasar. Yo lo resolví, lo guardé, y puse al margen la nota: “Repasar en vísperas de examen”. Llegó la víspera del gran examen, vi la nota, repasé el problema y vi con horror que mi método era falso. Me había equivocado sencillamente y aquello no valía para nada. Tampoco me preocupé, pues se trataba solamente de un problema más, y había muchos otros que repasar. Lo dejé totalmente al lado y no volví a pensar en él. Pero al despertarme el día siguiente me saltó un pensamiento a la cabeza: “Gira los ejes de coordenadas 45º en sentido contrario a las agujas del reloj y te saldrá.” Yo tenía que levantarme, ducharme, afeitarme, vestirme, hacer la visita al Santísimo, hacer la hora entera de meditación, asistir a Misa, desayunar, rezar el rosario…, y solo después de cumplidas todas las obligaciones espirituales podía yo empezar el estudio y tratar de resolver el problema según la inspiración nocturna. Así lo hice, aunque no sé qué rosario recé o que Misa oí pensando todo el rato en los cuarenta y cinco grados. Por fin, acabado todo eso, me lancé a mi mesa, saqué papel y lápiz, ataqué el problema, giré los ejes… y me salió perfecto. Horas después, en el impresionante edificio que es la Sala de Exámenes mirando al mar en el Paseo de La Marina de Madrás, me senté en mi pupitre, recibí la hoja con las preguntas, y allí estaba el problema de los ejes. Lo había resuelto yo en sueños.

La memoria trabaja sin parar, día y noche, almacenando, ordenando, catalogando, revisando, recordando todo lo que vamos metiendo en ella. Metamos datos limpios. Nos ayudarán en el examen final.

Salmo

Salmo 103 – Armonía en la creación

Me propongo descubrir la belleza de tu creación, Señor, pensando en la mano que la hizo. Tú estás detrás de cada estrella y detrás de cada brizna de hierba, y la unidad de tu poder da luz y vida a todo cuanto has creado.

“Extiendes los cielos como una tienda,
construyes tu morada sobre las aguas;
las nubes te sirven de carroza,
avanzas en las alas del viento;
los vientos te sirven de mensajeros,
el fuego llameante, de ministro.”

Tu presencia es la que da solidez a las montañas y ligereza a los ríos; tú das al océano su profundidad, y al cielo su color. Tú apacientas las nubes en los campos del cielo y las haces fértiles con el don de la lluvia sobre la tierra. Tú guías a los pájaros en su vuelo y ayudas a la cigüeña a hacerse el nido. Tú le das al buey su fuerza, y a la gacela su elegancia. Tú dejas jugar a los grandes cetáceos en el océano mientras peces sin número surcan sus abismos.

De todos te preocupas, a todos proteges; diriges sus caminos y les das alimento para regenerar sus fuerzas y su alegría.

“Todos ellos aguardan
a que les eches comida a su tiempo;
se la echas, y la atrapan;
abres tu mano, y se sacian de bienes.”

Y en medio de todo eso, el hombre. El hombre existe para contemplar tu obra, recibir tus bendiciones y darte gracias por ello. ¡Cuánto más te cuidarás de él, heredero de tu tierra y rey de tu creación! Lo alimentas con los frutos de la tierra para formar su cuerpo y liberar su mente. Tú mismo le ayudas a que saque esos frutos y elabore ese pan.

“Él saca pan de los campos,
y vino que le alegra el corazón;
y aceite que da brillo a su rostro,
y alimento que le da fuerzas.”

Después envías a la luna y las estrellas para que guarden su sueño, ordenas los días y las estaciones según los ritmos de la vida, iluminas el universo con el sol y cubres la noche con las tinieblas.

“Hiciste la luna con sus fases,
el sol conoce su ocaso.
Pones las tinieblas y viene la noche
y rondan las fieras la selva.
Cuando brilla el sol, se retiran
y se tumban en sus guaridas;
el hombre sale a sus faenas,
a su labranza hasta el atardecer.”

Todo está en orden, todo está en armonía. Innumerables criaturas viven juntas, y se encuentran y se saludan con la variedad de sus rostros y la sorpresa de sus caminos. Cada una resalta la belleza de las demás, y todas juntas componen esta maravilla que es nuestro universo.

Sólo hay una nota discordante en el concierto de la creación. El pecado. Está presente como un borrón en el paisaje, como una hendidura en la tierra, como un rayo en el firmamento. Destruye el equilibrio en el mundo del hombre, ennegrece su historia y pone en peligro su futuro. El pecado es el único objeto que no encaja en el universo ni en el corazón del hombre. Al contemplar la creación, me hiere ese rasgo violento que desfigura la obra del Creador, y mi contemplación del universo acaba, como el salmo, con el grito encendido de mi alma herida:

“¡Que se acaben los pecadores en la tierra,
que los malvados no existan más!”

Meditación

La vía del pájaro

En el zen el aprendizaje devoto de la ciencia del espíritu se llama bella y acertadamente “la vía del pájaro”. No es un camino trazado ni señalizado, en él no quedan huellas ni señales, y no hay dos pájaros que sigan exactamente el mismo rumbo. Todo ello tiene un significado certero en el camino espiritual. Libertad, independencia, originalidad de cada esfuerzo en la ascensión deseada. Ni el pájaro mismo sabe en un instante hacia dónde va a volverse en el siguiente. Respuesta espontánea a la situación que cambia a golpe de ala. La vía que no tiene vía. El camino sin camino. Y el cielo entero por ámbito y por meta.

No deja de ser curioso, por observado que sea, que los pájaros no chocan entre sí al volar en el cielo, por muchos que vuelen y por apiñado que sea su grupo y muchos giros súbitos que den en su carrera. Se cruzan, se mezclan, se acercan, se rozan, pero nunca chocan en sus rápidos virajes y sus bajadas en picado. Los que chocamos somos nosotros, hombres y mujeres en calles concurridas; tropezones y empujones y codazos y bandazos. Y más aún desde la furia de nuestros coches, a pesar de los semáforos, la policía, las multas y las estadísticas de muertos en la carretera. Choques de frente, de lado, al adelantar, al frenar, con destrozos, averías, heridos y muertos. ¿No podría haber algún pájaro que nos enseñase a los humanos cómo volar sin tropezar?

Lo peor son los accidentes del alma. También ahí chocamos y nos estrellamos con triste frecuencia y con resultados desastrosos. De narices contra todo el mundo. Discusiones y comparaciones, guerras santas y ecumenismos fingidos. Y métodos opuestos y caminos distintos, el mío siempre mejor que el tuyo. Y envidias, orgullos y competencia. ¿Cómo no vamos a chocar? La ironía es que chocamos porque queremos llevar a todos por la misma carretera. La verdad redentora es que para no chocar hemos de ser libres y dejar libres a los demás para escoger la dirección del momento según nos sale de dentro en cielo abierto y con conciencia de los que vuelan a nuestro alrededor. Como hacen los pájaros. En el vuelo del alma no hay semáforos. Hay sensibilidad consciente y libertad responsable, hay solidaridad sentida y unidad de bandada, hay velocidad y hay delicadeza. Y si todos aprendemos a volar así, no habrá choques en los cielos.

En los cielos no hay camino porque todo es camino. Todas las opciones están abiertas. Todas las direcciones nos invitan. Máximo respeto a la dignidad humana al no obligar a dos personas a que sigan un trazado idéntico. El individuo es por definición único y así lo es su avanzar y su volar. Y en reconocer esto está la salvación de todos. La tentación del mapa y el itinerario y los mojones viene por falta de confianza en nosotros mismos y de fe en Dios. Queremos garantías concretas y direcciones fijas. Y así no se puede volar. Para volar hay que dejarse llevar de las alturas y los vientos. Es la mayor aventura, porque es lo mayor conquista.

La misma expresión contenía ya una paradoja: la vía del pájaro no es vía, es infinitud espacial en tres dimensiones. Y así lo es la vía del espíritu.

 

Día 15
Os cuento

Osama bin Laden

No me ha alegrado la muerte de Osama bin Laden. Desde luego que era un criminal universal, pero la muerte de alguien no es motivo de alegría, y desde luego su muerte no es el fin de la violencia, y quizá la aumente. Dice un proverbio indio: “La venganza no se acalla con la venganza sino con la no venganza.” La venganza crece en espiral y se hace permanente. El árabe le cuenta a su amigo: “Mi enemigo me hizo daño hace tiempo. Yo he esperado treinta años, y me he tomado ahora la venganza.” Su amigo le contesta: “¿Y por qué has tenido tanta prisa?” La venganza no acaba nunca y aumenta a cada venganza. La venganza solo acaba con la no venganza.

La revista VIDA NUEVA editorializa: “El Vaticano ha pedido no celebrar la muerte de Bin Laden. El director de la Oficina de Prensa vaticana, Federico Lombardi, declaró: Frente a la muerte de un hombre, un cristiano no se alegra nunca.”

El semanal católico inglés THE TABLET editorializa: “Los americanos reclaman que ‘la justicia le ha alcanzado a Osama bin Laden’, pero visto de otra manera más parece una venganza. Él estaba desarmado, le dispararon a bocajarro, un tiro en la cabeza. No hay indicio ninguno de que se hiciera ningún intento para arrestarlo. El escuadrón de fuerzas especiales americanas estaba en terreno paquistaní sin permiso del gobierno soberano. Tampoco tenía autoridad ni del sistema legal americano ni de las Naciones Unidas para llevar a cabo lo que en realidad era una ejecución, sin juicio ni sentencia.

Una tal invasión militar es contra el derecho internacional; el asesinato político es ilegal en el derecho americano. Sin embargo casi nadie en los Estados Unidos ha confesado tener remordimientos de conciencia acerca de la moralidad o legitimidad del ataque a la mansión fortificada de Abbottabad, una ciudad cercana a la capital y a cierta distancia de la frontera afgana por la cual, pocos años antes, Osama bin Laden había huido cuando sus perseguidores se le acercaron demasiado.

Esta reacción parece confirmar lo que en América se llama ‘excepcionalismo’, es decir, la doctrina según la cual ese país ocupa un lugar providencial en el mundo para llevar a cabo los planes de Dios, que lo libera de las restricciones que limitan la conducta de otras naciones.”

Hasta aquí la cita de la revista católica. Ahora me vais a permitir soñar un sueño. El Presidente de los Estados Unidos da la orden de capturar y traer a Osama bin Laden vivo o muerto. Las fuerzas especiales lo capturan vivo como bien pudieron haberlo hecho en esta ocasión al encontrarlo desarmado. Lo llevan a los Estados Unidos. Lo juzgan. El tribunal civil lo condena a muerte. Entonces el Presidente de los Estados Unidos, con el poder que le da la ley, le perdona la vida y lo deja libre para volver en seguridad entre los suyos. ¿Cómo reaccionaría en la hipótesis de ese sueño el mundo entero, el mundo cristiano, el mundo árabe, el propio Osama bin Laden?

Repito que es un sueño, pero sería el fin de esta venganza. Parábola del Reino. La venganza no acaba con la venganza sino con la no venganza. Seguimos en violencia.

Me contáis

Recibo siempre con suma delicadeza y profundo respeto las preguntas que me hacéis sobre el sufrimiento. ¿Por qué sufrimos, por qué sufren aquellos a quienes queremos, por qué sufren los buenos, por qué sufre el mundo entero? Contesto siempre con todo el cariño que tengo, pues yo también he sufrido en mi vida, y toda la ternura del mundo es necesaria ante la persona que sufre. Y me sé muy bien todos los razonamientos y consuelos oficiales que se ofrecen en esas ocasiones y que no sirven para mucho en cualquier caso.

Hoy estaba yo leyendo un libro, que no tiene nada de religioso pero que me ha ilustrado y enseñado contándome cómo se hizo el musical My Fair Lady, cuyas canciones me sé de memoria, y en él me he encontrado con este párrafo en que Alan Jay Lerner, que escribió el musical, habla así de Moss Hart que lo dirigió y murió prematuramente en la plenitud de su vida:

“Nunca habrá otro Moss Hart, y ningún sacerdote, ministro, rabí o lama me convencerá de que llevárselo a la edad de cincuenta y siete años no fue más que una crueldad sin sentido. Creo profundamente que hay un Orden Divino y que la vida es para siempre, pero a veces el Hado la trata tan frívolamente que parece no tener sentido.”

Es muy duro, y yo quitaría la palabra “crueldad”, pero es la realidad, y ante el sufrimiento personal, familiar, físico, moral, profundo, inesperado, del alma o del cuerpo que a todos nos aflige en momentos en esta vida y que vemos y sentimos en nosotros y en los que amamos, yo encuentro más tranquilidad y ánimo en tomar sin más las cosas como son y la vida como viene, que no en filosofías y sermones y elucubraciones y explicaciones piadosas o estudiosas para explicar lo inexplicable y justificar lo injustificable. Y ningún sacerdote, ministro, rabí o lama me convencerá de lo contrario. La sinceridad es la mejor compasión. Claro que esto no se lo voy a decir tan descarnadamente a quien está sufriendo en ese momento, pero me ha hecho bien desahogarme por una vez. Espero alguien lo entienda.

Salmo

Salmo 104 – ¡No toquéis a mis siervos!

Pocas palabras de tus labios me han hecho impresión tan profunda, Señor, como esa declaración de tu salmo:

“No toquéis a mis ungidos, no hagáis mal a mis profetas.”

Señor, yo no soy digno, pero soy tu siervo, te represento a ti y hablo en tu nombre. Y te oigo ahora amonestar a los reyes de la tierra por cuyos reinos va a pasar mi camino, para que no me toquen, porque tu mano me protege. Gracias, Señor. Gracias por tu cariño, por tu cuidado, por tu protección. Gracias por comprometer tu palabra y tu poder en mi humilde causa. Por ponerte de mi parte, por luchar a mi lado. Gracias por estar dispuesto a castigar a los que quieren hacerme daño. Has declarado públicamente que estás a mi favor, y yo aprecio con toda mi alma esas palabras y ese gesto, Señor.

Me había puesto a cantar una vez más, como me gusta hacerlo, la historia de la salvación de tu pueblo, que es la mía, a través del desierto y de las aguas, de la cautividad a la promesa… y ahora la veo resumida en esa amonestación categórica: “¡No toquéis a mis siervos!” Las palabras resuenan desde el palacio del Faraón hasta las orillas del Jordán, abren caminos y ganan batallas, contienen a enemigos y derrotan a ejércitos. Esas palabras definen y consagran la peregrinación del pueblo de Dios, día a día, con el poder de la fe y la certeza de la victoria. Son el resumen mismo de toda la historia de Israel: “No toquéis a mi pueblo”. Y el Pueblo llega a la Tierra Prometida.

Estas palabras explican también mi propia historia, Señor, y ahora lo veo bien claro. ¿Cómo es así que estoy donde estoy, cómo he llegado hasta aquí, cómo me encuentro hoy en la seguridad de tu Iglesia y en el reino de tu gracia? ¿Cómo no me ha vencido el mundo ni me ha derrocado la tentación? Porque un día temprano en mi vida tú pronunciaste la amenaza real: “No le toquéis: es mi siervo.” Tu palabra me protegió. Tu advertencia me defendió. Tu promesa me guió. Yo soy hoy lo que soy porque tu palabra ha ido delante de mí despejando el camino y quitando peligros. Tu palabra es mi biografía.

Palabras consoladoras que engendran un pueblo y forman mi vida. Palabras que asientan el corazón y calman la mente, porque vienen de ti y proclaman la seriedad de tu intención con la repetición de los términos. Me encanta oír y repetir esos términos: alianza, promesa, juramento, ley… Me regocijo al verlos apilarse en los versos de tu salmo:

“Se acuerda de su alianza eternamente,
de la palabra dada, por mil generaciones;
de la alianza sellada con Abrahán,
del juramento hecho a Isaac,
confirmado como ley para Jacob,
como alianza eterna para Israel.” 

Todas esas bellas palabras se resumen en la orden concreta que sale de tus labios: “¡No toquéis a mi pueblo!”. Esa es tu promesa y tu juramento, la manera práctica de llevar a cabo tu alianza y tu ley. Tu pueblo será protegido, y tu palabra quedará cumplida. Esas breves pero definitivas palabras escribirán toda la gloriosa historia de tu pueblo peregrino.

“Cuando eran unos pocos mortales, contados, y forasteros en el país, cuando erraban de pueblo en pueblo, de un reino a otra nación, a nadie permitió que los molestase, y por ellos castigó a reyes: ¡No toquéis a mis ungidos, no hagáis mal a mis profetas!”

Comprendo el pleno sentido de tus palabras: “No le toquéis a él, porque quienquiera que le toca a él, me toca a mí.” ¿No es eso lo que quieres decir, Señor? ¿Y no es eso suficiente para sacudirme el alma y ensancharme el pecho en gratitud y amor? Tomas como hecho a ti lo que me hagan a mí. Te identificas conmigo. Me haces ser uno contigo. No merezco la gracia, pero aprecio el privilegio. Te agradezco la seguridad que me da tu palabra, y mucho más el amor y la providencia que te han llevado a pronunciar esa palabra.

“No toquéis a mis ungidos, no hagáis mal a mis profetas.”

Gracias, Señor, en nombre de tus ungidos y de tus profetas.

Meditación

¿Para quién es el sillón?

Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero, el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.
(Borges)

Es decir, que si lo entendiéramos, lo veríamos. Como las tijeras. Si no sabemos para qué sirve, no las “vemos”. Solo vemos dos láminas de hierro cruzadas, con ojales en un extremo y filo en un lado. No nos dice nada. No sabemos para qué sirven, y por eso no sabemos su ser. No vemos unas tijeras. Vemos un objeto cruzado de metal. Hasta que no sepamos su alma, no veremos su forma.

Saber y ver. La biblia, el cordaje del barco, la lámpara, el sillón. Y el universo. Saberlo para verlo y verlo para entenderlo. No lo entendemos porque no lo “vemos”, y no lo vemos porque no lo “entendemos”. No se trata de entender científico, anatómico, astronómico. Se trata de sentir. De abarcar con visón total, de ojos y de fe, el sentido providente de la creación entera en gloria de Dios y servicio del hombre y la mujer a imagen suya. Ver la totalidad del universo como jardín de vida y palacio de majestad. Los astros como lámparas e órbita, y los pájaros como violines en orquesta. Todo relacionado con todo en conjunto armonioso de arquitectura cósmica, porque todo tiene un origen que es Dios y un destino que es el género humano en habitación agradecida y entendimiento emocional. Las estrellas son estrellas porque el hombre las ve y las reconoce. Todo adquiere sentido al pasar por el corazón del hombre.

Un sillón anatómico sería una incógnita para un marciano que no conociera la forma humana. ¿Qué quieren decir esas curvas, esos ángulos, esas suavidades? Quieren decirlo todo para el ser humano que en ellas se reclina, y nada para el extraño que ve el sillón hecho para el hombre sin conocer al hombre.

El universo está hecho para el hombre por Alguien que ama al hombre. Sin ese conocimiento, no hay entendimiento. Y sin entender, tampoco hay ver. Si no entiendo para qué es un sillón, no veo el sillón. Veo solo un objeto extraño con sus almohadones mullidos y su inclinación calculada. Pero no me lo “explico”. Solo al ver al hombre que se deja caer con un suspiro de alivio tras la jornada intensa en el sillón esperado, comprendo en un instante la función y el ser, la forma y la oportunidad del mueble misterioso.

El universo es el sillón del hombre y de la mujer. Cuando tenga fe, comenzaré a entenderlo.

Día 1
Os cuento

Por la mañana temprano

Paseo todas las mañanas temprano, y veo a niños y niñas pequeños de la mano de sus madres y sus padres yendo al colegio. Son muchos, pues hay varios colegios en mi camino y empiezan temprano. Y a veces les oigo decir cosas que me acarician el alma.

No levanta dos palmos del suelo. El niño lleva el uniforme del colegio a su medida. Blusa, pantalón corto, camisa, cinturón. Todo minúsculo, claro, para su talla, todo igualito a lo que llevan los otros niños y niñas que van hacia la puerta del mismo colegio, todo reluciente de recién lavado y recién planchado por el cariño de su madre. Al llegar a la puerta su madre le da dos besos y el niño la mira y le dice, “Mamá, ¿vendrás a buscarme?” – “Ya sabes que sí, hijo mío, vendré como todos los días.” – “Ya lo sé, mamá, pero me gusta que me lo digas.” Eso sí, me gustaría ver en qué estado están esa blusa y ese pantalón cuando la mamá venga a buscarle.

El niño se ha parado y levanta los dos brazos hacia su padre en gesto que se entiende perfectamente lo que quiere decir. El papá le dice al niño: “Esta es la última vez que te llevo en hombros. Ya eres mayorcito y pesas mucho. Ya es hora de que aprendas a andar por tu cuenta.” Acto seguido agarra al niño, se lo sube a los hombros, y el niño se asienta feliz y pasea su mirada por el mundo entero. Yo sigo adelante y pienso: “Probablemente el papá le ha dicho ya muchas veces que esta es la última vez. Y esta no será la última vez que le dice que es la última vez.” La última debería ser la última de verdad si se quiere educar bien al niño.

Dos niños salen del coche mientras su papá, que los ha traído, se queda al volante y va a seguir sin duda a la oficina. Los mira mientras salen. Ya han salido. El mayor le dice al pequeño, “Cierra la puerta.” El pequeño le contesta, “Ciérrala tú.” Los dos se alejan sin más del coche dejando la puerta abierta y entran por la puerta del colegio. El papá, que lo ha visto y oído todo, sale del coche, da la vuelta por detrás, cierra la puerta, vuelve al coche dando otra vez la vuelta, y arranca. Roce entre hermanos. Y padres que no los están educando como debieran.

Madre e hijo ante el semáforo en rojo. El niño tira de la mano de la madre para cruzar. La madre le dice, “No cruces en rojo.” El niño se suelta de la mano de su madre, pega un salto, grita “¡Cuando yo paso se paran los coches!”, corre y llega al otro lado. Los coches se paran, claro. Algún día los atropellos de la vida no se pararán ante el niño que cruza cuando no debiera.

Una madre joven con su niña muy pequeña de la mano vienen de frente. Las veo y casi me paro de la impresión. La niña se parece de tal manera a su madre que es su retrato vivo en miniatura. ¡Son iguales! Y las dos bellísimas. Espero no se den cuenta que las estoy mirando. Por un instante comparto la felicidad que esa madre siente sin duda ante su hija que tanto se le parece, y ante el misterio de la naturaleza en genes y herencia. Dios las bendiga.

Sábado por la mañana. El autobús llevaba a grandes letras en su costado el título: “Puesta de Sol”. En él van entrando y acomodándose chiquillos y chiquillas de colegio en medio de una algarabía de nombres y saludos y gritos y besos y abrazos. Al fin entran todos, se cierran las puertas, resuenan los motores, y el gran autobús azul se pone en marcha con su carga infantil. Detrás de los cristales cien manos se agitan en despedida alegre y feliz. Desde la acera donde quedan en grupo, padres y madres agitan también las manos en adiós a sus hijos que marchan a la excursión de fin de semana del colegio. Una madre grita: “¡Feliz fin de semana!” Otra le dice por lo bajo: “Para nosotras.” Todos contentos.

Rezo mucho por los padres y los niños que veo cada mañana. Mi alegría al verlos es mi mejor oración. Yo no tengo hijos.

Me contáis

Esperaba reacciones como la tuya, Leonor. A mi tratamiento del dolor y el sufrimiento respondes con recordarme que al sufrir nos unimos a los sufrimientos de Cristo. San Pablo dice que se gloría en sus sufrimientos porque así completa lo que le falta a la pasión de Cristo. (Colosenses 1:24)

Dejando aparte eso de que le falte algo a la pasión de Cristo, sigo razonando. Yo sufro porque Cristo sufrió. Pero vuelve la pregunta: ¿y por qué hubo de sufrir Cristo? La teoría anselmiana, que es la que nos han predicado siempre, dice que yo le ofendo a Dios con mi pecado, yo puedo ofenderle pero no puedo reparar mi pecado, y entonces se encarna Jesús, él muere en lugar mío, y yo me salvo. Aparte de que eso es literalmente pagar justos por pecadores, queda la pregunta: ¿y no podía perdonarme el Padre sin enviar a la muerte a Jesús? Jesús mismo enseñó otra cosa en la parábola del Hijo Pródigo. Cuando el pródigo vuelve, su padre no le dice: “Bien, hijo mío, te has arrepentido; pero no tienes méritos para que yo te perdone. Voy a mandar primero que maten a tu hermano mayor, que siempre ha estado conmigo, y una vez que yo quede aplacado con su sangre, te admitiré a ti otra vez en mi casa.” No dice eso. Jesús dice que en cuanto el hijo comenzó a hablar, su padre lo abrazó, no le dejó seguir acusándose, lo llevó a su casa y preparó el banquete.

El sufrimiento como tal sigue sin explicación. Hay sufrimientos causados por la mano del hombre como el terrorismo y las guerras, y esos aún pueden atribuirse a la libertad humana sin que Dios pueda hacer nada por evitarlos (?), pero hay muchos causados por terremotos y sequías y volcanes y tsunamis y virus y bacterias que vienen de la naturaleza sin intervención humana. También hay sufrimientos normales e inevitables que acompañan a los gozos como la sombra a la luz. Pero la muerte de un joven en lo mejor de su vida sigue sin explicación. El sufrimiento es un misterio.

Salmo

Salmo 105 – La poca memoria de Israel

Ése era el problema de Israel, fuente y raíz de todos sus demás problemas: tenía poca memoria. Las gentes de Israel habían visto las mayores maravillas que ningún pueblo viera jamás en su historia. Pero se olvidaron. Nada más ver el milagro, se olvidaban de él. Sintieron de mil maneras la protección visible de Dios, pero pronto se encontraban como si nada hubiera pasado, y volvían a temer los peligros y a dudar de que el Señor pudiera salvarlos de ellos, a pesar de haberlo hecho tantas veces con fidelidad absoluta. Con eso ellos sufrían y provocaban la ira de Dios. Ésa era la gran debilidad de Israel como pueblo: tenía poca memoria.

“Nuestros padres en Egipto no comprendieron tus maravillas,
no se acordaron de tu abundante misericordia.”

Dios hizo maravillas en su favor, pero,

“Bien pronto olvidaron tus obras;
se olvidaron de Dios su salvador, 
que había hecho prodigios en Egipto.”

También yo tengo poca memoria, Señor. Me olvido. No me acuerdo de lo que has hecho por mí. Las intervenciones evidentes de tu misericordia y tu poder en mi vida se me escapan de la memoria en cuanto me enfrento a la incertidumbre de un nuevo día. Vuelvo a temer, a sufrir, y, lo que es peor, a irritarte a ti, que tanto has hecho por mí y estás dispuesto a hacer mucho más… si es que yo te dejo hacerlo abriéndome a tu acción con gratitud y confianza.

Me olvido. Tiemblo ante dificultades que he superado antes, me acobardo ante sufrimientos que antes he resistido con tu gracia. Pierdo ánimo cuando tu ayuda me ha demostrado cientos de veces que puedo hacerlo bien, huyo de batallas menos temibles que otras que tú me has hecho ganar antes. Soy cobarde, porque me olvido de tu poder.

No es que no conozca mi pasado. Recuerdo sus detalles y puedo escribir mi propia historia. Desde luego, sé las ocasiones en que has intervenido en mi vida de una manera especial para salvarla de peligros, levantarla a lo alto y llevarla hacia la gloria. Sé todo eso muy bien, pero me olvido de su significado, su importancia, su mensaje. Me olvido de que cada acción tuya es no sólo obra, sino mensaje; no sólo da ayuda, sino que expresa una promesa; no sólo hace, sino también dice. Y eso que dice, que asegura, que promete, es lo que se escapa a mi entender y a mi memoria.

Haz que entienda, Señor, haz que recuerde. Enséñame a darle a cada uno de tus actos en mi vida el valor que tiene como ayuda concreta y como señal permanente. Enséñame a leer en tus intervenciones el mensaje de tu amor, para que nunca me olvide y nunca dude de que estarás conmigo en el futuro como lo has estado en el pasado.

“Entonces creyeron sus palabras,
cantaron sus alabanzas.”

También yo quiero cantar tus alabanzas con ellos, Señor.

“Y todo el pueblo diga; ¡Amén, aleluya!”

Meditación

Si enfocas la linterna hacia el espejo no verás nada.
Si enfocas la linterna hacia ti mismo
verás clara tu reflexión en el espejo.

El experimento es sencillo de hacer. Si estoy enfrente de un espejo en la oscuridad y dirijo hacia él la luz de mi linterna, el espejo refleja el foco de luz que deslumbra mis ojos y me deja sin ver nada. En cambio si dirijo el haz de luz hacia mi rostro, éste se ilumina y el espejo me devuelve su imagen clara rodeada de sombra. De nada sirve iluminar mi imagen en el espejo. Tengo que iluminarme a mí mismo.

Siempre nos han dicho que el conocimiento de sí mismo es el eje alrededor del cual gira todo el esfuerzo permanente del crecimiento espiritual. Conocimiento no ya de virtudes y defectos, sino de la contingencia de la vida humana, los límites de la existencia, la humildad del ser. Conciencia de quién soy en creación amada de Dios y en pequeñez experimentada en mí mismo. Revelación gradual de los fondos que yo mismo ignoro y que van cediendo uno a uno al examen repetido de mis subconscientes acumulados. Descubrimiento de recuerdos amargos y de ansiedades ocultas. Limpieza de rincones que albergan complejos rebeldes. Apertura de pasajes cegados y sanación de heridas antiguas. Saber para sanar. Conocer para ser. Conocerse a sí mismo para ser en plenitud y gratitud uno mismo. Tarea de por vida.

Para esto hay que enfocarse la linterna a la cara. No vale enfocar el espejo. No vale mirar a los demás. De poco sirve leer libros, consultar tratados, seguir cursos. O, más suavemente, sí que vale todo eso, a condición de que vaya dirigido y me estimule y me ayude al examen directo que revela mi ser. Todas esas ayudas pueden formar la linterna que dé luz en mis manos. Ahora he de usar la linterna dirigiéndola con valor a mi rostro. ¿Qué me mostrará?

Es quizá ese miedo a lo que pueda aparecer en el espejo el que nos retiene y nos impide el examen directo del rostro. ¿Y si no me gusta lo que aparece? Puede ayudarnos el pensar que si hoy no nos gusta lo que vemos, menos nos ha de gustar cuanto más tiempo pase. Cuanto antes veamos la realidad y nos apliquemos a mejorarla, mejor y más fácil va a ser el resultado Es verdad que es desagradable enfocarse la luz a la cara. Pero es saludable.

Un hombre sabio al final de su vida me dijo: “Si yo me hubiera conocido hace años como me conozco ahora, mi vida hubiera sido diferente.” Lo decía con cierta tristeza. Me quiso decir que ganar conocimiento propio es ganar vida. Pronto, al espejo.

 

Día 15
Os cuento

Tres escalones

Eran solo tres escalones. Pero la niña pequeña no quería subirlos. Es verdad que los escalones eran altos para sus todavía cortitas piernas, pero podía subirlos perfectamente. Solo que no quería. Y lloraba. Y pateaba. Y tendía sus brazos a su madre para que la levantara y la subiera en vilo los tres escalones. Todo un espectáculo en medio de la calle ante la gente que pasaba y miraba y seguía adelante.

La madre de la niña estaba a su lado tranquila, compuesta, paciente, esperando. No la reñía, pero tampoco cedía. No se enfadaba, pero no tomaba a la niña en sus manos. Quería que ella fuera aprendiendo lo que tenía que aprender, que subiera los escalones que debía subir, que no manipulase a su madre con sus lloros, que aprendiera a vivir. Y la madre esperaba tranquila. Y la niña lloraba.

La niña subió un peldaño. Una concesión a la autoridad materna. Una vez subido el escalón, se plantó en él y siguió llorando y extendiendo los brazos hacia su madre. Seguía la presión. Ella había cedido subiendo un escalón; que cediese ahora su madre y la tomase en brazos. Pero la madre no cedió. Seguía tranquila, paciente, serena. Sin ceder. Sin impacientarse ni enfadarse. Y sin moverse. Que aprenda la niña.

La niña subió el segundo escalón. Y volvió a llorar. Un último esfuerzo para imponer su punto de vista, para forzar a su madre, para implantar su dictadura infantil. Pero la madre no cedió. Estaba dando una lección de educación a los hijos en plena calle. Una orden es una orden, y hay que cumplirla cuando es razonable y oportuna. Y no valen chantajes emocionales. Aunque llore la niña.

La niña subió el tercer y último escalón. Se paró. La madre la tomó de la mano y ambas siguieron andando adelante. La niña ya no lloraba. Y una lección importante de vida le había quedado grabada en la memoria. No manipularás a nadie.

Me pregunté: ¿Sabrá esta sabia madre mantener esa postura templada y firme cuando su hija crezca y se haga mayor y empiece a hacer cosas que no debería hacer y a exigir a su madre concesiones que no se deberían conceder? ¿Sabrá plantarse cuando su hija, ya mayorcita, le diga que se va a pasar la noche del sábado con unos amigos, sabrá decirle que el fumar le hace daño y el beber la debilita, sabrá negarse a pagarle la cuenta del móvil cuando es doble de lo convenido, sabrá apagarle la televisión cuando se pase horas ante la pantalla, sabrá desconectarle Internet cuando abuse de ordenador, sabrá corregirla si suspende examen tras examen, sabrá detenerla si la ve con drogas?

Ojalá sepa. Ojalá no se deje manipular nunca por llantos adolescentes. Ojalá se mantenga firme ante su hija.

Son solo tres escalones. Son toda una vida.

Caminando con sabios

[Cuentos tomados de Fun-Chang, Los sabios de la túnica color ciruela, Ediciones Obelisco, Barcelona 1996.]p.40: Cada día, el viejo sabio caminaba tranquilamente. Sus discípulos eran escasos, porque él no se mostraba hablador. Hablaban ellos y él se contentaba con una ligera inclinación de cabeza o con una reflexión aquí y allá. Enseñaba más con sus actos que con sus palabras. A ellos les correspondía averiguar el significado.
A veces le llamaban el sabio loco por su manera de desconcertar a sus estudiantes.
Un día, una de ellos le preguntó:

– ¿Puedo hablar contigo?
– Por supuesto. Estáte mañana por la mañana en el ciruelo a la salida del sol.A la hora convenida, el estudiante acudió a la cita. El sabio no estaba. El tiempo pasó y pasó. Por fin, el joven se fue, decepcionado.

Al día siguiente, cuando volvió a ver al sabio, exclamó:

– ¿Dónde estabas? No te vi bajo el ciruelo.
– Estaba en el árbol. ¿Por qué no miraste arriba? Ya te lo dije muy claro: “En el ciruelo.” Escucha lo que te dicen y aprende a observar a tu alrededor. No te quedes con lo que parece obvio.

15: El sabio y el joven caminaron durante un buen rato en silencio. Al pasar bajo un membrillo, el sabio tomó uno, encendió fuego para madurarlo y se lo tendió a su compañero.

– No me gustan los membrillos –declaró Chao Mu.
– Limitación –replicó el sabio.Reemprendieron la marcha y Chao Mu vio un ciruelo en un prado.

– ¡Oh, qué hermosas frutas! ¡Me encantan las ciruelas! –exclamó con alegría.El sabio dijo otra vez:

– Limitación.

Y sin añadir nada más, prosiguió tranquilamente su camino.

Unas horas más tarde llegaron a la orilla de un río al que daban sombra unos árboles de troncos sinuosos. El agua se deslizaba apaciblemente y unos cisnes nadaban siguiendo a corriente.

– ¡Oh, qué belleza!, ¿verdad? – exclamó Chao Mu.Una vez más, el sabio respondió:

– Limitación.Cruzaron el río y entonces vieron, de repente, en la ribera, el cuerpo de un hombre al que habían desvalijado y matado.

– ¡Es horrible! – murmuró el joven.Y una vez más el sabio replicó tranquilamente:

– Limitación.

Luego pasaron ante una granja. Había niños jugando en el patio. Sentados en un banco, el padre y la madre les miraban. El joven se detuvo y contempló la escena con placer, percibiendo la sensación de alegra libertad que esa familia exhalaba. El sabio le puso con delicadeza la mano en el hombro, cosa que nunca había hecho.

Chao Mu se volvió hacia él. Estaba muy sorprendido.

– Si yo no he dicho nada…
– Por eso mismo. Has vivido el momento sin hablar. Eso es sabiduría –dijo el sabio.

36: En esa época del año, todos los sabios y magos del imperio se encontraban reunidos en Lo-Yang para comparar sus conocimientos y mostrar sus poderes. En esto en un árbol de enfrente comenzaron a moverse las ramas y las hojas, y un discípulo gritó enseguida: “¡Mirad lo que ha hecho mi maestro a distancia!” Otro gritó, “¡Ha sido el mío!”. ¡No! ¡El mío! ¡El mío! ¡El mío! Fueron gritando todos. Hasta que uno señaló con el dedo y les mostró: “Ha sido ese cuervo que se ha posado sobre el árbol.”

Me contáis

Esperaba la pregunta tras la Web anterior, y te agradezco la hayas hecho tan clara y tan definida: ¿Por qué se encarnó Cristo?

Hablemos siempre con delicadeza y devoción, F., que son terrenos sagrados. Jesús no se encarnó para que con su muerte nos perdonase el Padre, pues el Padre nos perdona por él mismo como enseñó Jesús en la parábola del Hijo Pródigo, sino para ser uno de nosotros, para vivir como nosotros y con nosotros, para identificarse con nosotros. El amor quiere cercanía, y Jesús nos ama y quiere decírnoslo y hacérnoslo sentir de cerca, y por eso nació y vivió y murió como nosotros. Y entonces, al identificarse con nosotros en toda pobreza y sufrimiento con los más humildes, lo llevó hasta el final, y – en frase feliz de un compañero mío – “le tocó lo que le tocó” en su sociedad y en su tiempo, y murió en la cruz. No se trata de que Jesús “aplacase la ira del Padre contra nosotros” como a veces se nos ha predicado, sino de su deseo de ser uno de nosotros y con nosotros hasta las últimas consecuencias. El Padre nos ama tanto como él, y nos bendice en él.

Salmo

Salmo 106 – Peligros en la vida

Peligro y rescate. Ese es el ciclo de la vida. Así era en la antigüedad, y así es ahora. La forma y el nombre de los peligros cambian, pero el miedo que sentimos cuando vienen es el mismo, como es el mismo el respiro cuando se van. Y la misma es la mano del Señor que nos salva de ellos.

El hombre bíblico enumeraba cuatro peligros: desierto, calabozo, enfermedad y tempestad en el mar. Y cuatro rescates: del hambre y la sed del desierto al camino recto, hasta la ciudad amurallada; de la oscuridad de la prisión a la luz de la libertad; de la enfermedad a la salud; y del mar enfurecido a la seguridad del puerto.

En mi vida también, Señor, están presentes las arenas del desierto, la soledad del calabozo, la fiebre del cuerpo y la amenaza del mar y el aire y aun la tierra, bajo la maldición de la guerra y el terrorismo en todas partes. La humanidad no se ha enmendado en dos mil años. La vida del hombre es hoy, más o menos, la misma en el tráfico de la ciudad que lo era en las arenas del desierto. Vivo en el peligro, temo las catástrofes, me acobardo ante el sufrimiento y me entrego a la desesperación. Vivo de lleno este salmo, Señor.

Necesito la mano que me salve de los peligros de mi vida. De mi desierto y mi prisión y mi tormenta. Necesito tu mano, Señor, tu visión y tu voz, tu calma y tu poder. Necesito día a día la certeza de tu presencia y la firmeza de tu brazo. Necesito ser rescatado, porque todavía no soy libre.

Te ruego me liberes de la enfermedad, pero más aún te ruego me liberes del miedo a la enfermedad. Ese es el rescate que anhelo. No tanto el rescate del peligro exterior, sino el del miedo íntimo. Mientras no llegue ese rescate, no seré libre, porque siempre hay peligros. Una vez que me libere del miedo, seré de veras libre, y el desierto y la prisión y el mar y las guerras de los hombres no serán amenazas para mí.

“Erraban por un desierto solitario,
no encontraban el camino de ciudad habitada;
pasaban hambre y sed,
se les iba agotando la vida.

Pero gritaron al Señor en su angustia,
y los arrancó de la tribulación.
Los guió por un camino derecho,
para que llegaran a ciudad habitada.

Den gracias al Señor por su misericordia,
por las maravillas que hace con los hombres.
Calmó el ansia de los sedientos,
y a los hambrientos los colmó de bienes.”

Dame un corazón sin miedo, Señor, un corazón que crea en ti y se fíe de ti y, en consecuencia, no tema nada ni a nadie. Haz que la bendición de tu paz llegue hasta el fondo de mi alma para que arranque las raíces del miedo y siembre la semilla de la fe. Hazme sentir confianza para que pueda vivir con alegría. Estáte siempre a mi lado, Señor, para que los peligros de la existencia se truequen en el gozo de vivir.

Meditación

Más allá de los peces el mar está solo.
(Miguel Ángel Asturias)

En la superficie todo es alegría. Hay olas y espuma y gaviotas que vuelan y peces que saltan y vida que bulle en las aguas móviles del inmenso mar. No hay un momento de reposo, un momento de aburrimiento, un momento de soledad en la vida agitada del mar en sus orillas. El mar nunca está solo.

Pero el mar tiene profundidades insondables en lejanías apartadas. Los peces van desapareciendo según el agua se ensimisma y escasea la luz. Cada vez son menos. Cuanto más abajo, menos movimiento. Solo aumenta el frío y la oscuridad. La vida se remonta. Y el mar se queda solo en la esterilidad abismal de sus fondos incógnitos. Silencio en lo profundo.

La soledad es el precio de la profundidad en la vida. El bullicio queda en la superficie. La popularidad, la propaganda, la visibilidad. La fiesta, la multitud, la cháchara. Se agitan las olas. Se divierte la concurrencia. Se distrae el público. Pero defrauda la agitación. No hay serenidad, no hay reflexión, no hay fondo. Playa agradable, sí, pero desprovista de la seriedad de la dimensión vertical en sondeo sincero. Todo queda en espuma.

El mar tiene profundidades más allá de los peces. También las tiene el alma. Y en esas profundidades es donde se encuentra a sí misma en la identidad inevitable de su propia compañía. La soledad fragua el carácter en el encuentro frontal de la persona consigo misma. Verse, conocerse, resentirse, aceptarse, quererse. Todo ese proceso se elabora en las profundidades del auto-examen. Allí se aglutina la solidez responsable que forma la personalidad. De la soledad surge el individuo.

El mar es abismo y es playa. Lo mismo es la persona. Y las dos dimensiones equilibran el diseño difícil de la vida. No nos va bien estar siempre solos, ni siempre en compañía. La capacidad de soledad es medida de la fortaleza de carácter de la persona, y la entrega a la compañía es prueba de la apertura del alma en sociedad necesaria. Hemos de saber jugar en la playa y saber retirarnos a nuestras soledades más allá de sonidos, palabras y pensamientos. Como el mar más allá de los peces. Esa es su grandeza.

Día 1
Os cuento

Osura y Julieta

[Una experiencia africana en estos tiempos de violencia de género.]

La reunión de los catequistas dirigentes de zona del asentamiento de refugiados de Palorinya tuvo lugar en Belameling en un recóndito lugar junto al Nilo. Después de un sincero intercambio de ideas (y de té y unas cuantas pastas), se unió al círculo Julieta, la esposa de Osura. Había tenido ocho hijos, de los cuales sobrevivían seis. Lucía un vestido anaranjado y un brillante pañuelo rojo en la cabeza. Wurube, que era el catequista dirigente, me informó de que Julieta deseaba dirigirse a mí y a los demás. Yo me preguntaba qué querría decirnos. Sabía que había estado enferma, por lo que tal vez fuera a pedir dinero para medicinas, con el apoyo del resto de los catequistas. Pero me equivocaba.

Cuando empezó a hablar, no estableció contacto visual con ninguno de los que nos hallábamos reunidos. Ligeramente apartado de ella, y a su izquierda, se encontraba Osura, su marido. Lo que sucedió a continuación fue un hecho que yo jamás había experimentado en la cultura africana: una mujer quejándose de su marido en presencia de un grupo de hombres. Las palabras de Julieta salieron de su boca con inusitada rapidez y dureza, como algo que hubiera reprimido largo tiempo en su corazón. Su rostro reflejaba sentimientos de tristeza, ira, frustración y determinación. Dima me iba traduciendo sus palabras:

“Estoy muy confusa. Mi esposo es un borracho. Pero no solo bebe, sino que, cuando bebe, viene a casa dispuesto a discutir de cualquier tontería conmigo, y acaba siempre maltratándome verbal y físicamente, pegándome en la cara y en las costillas. Nuestras discrepancias son tantas que ahora, para abochornarme, ha hecho que toda la comunidad se entere de que se ha ido de casa, y tengo la sospecha fundada de que está con otra mujer.”

Osura tenía la mirada perdida, movía nerviosamente los pies y apretaba fuertemente los labios. Yo sentía cómo mi corazón se sumía en la tristeza al descubrir toda la crudeza de lo que estaba sucediendo con uno de mis mejores catequistas y su esposa. Julieta prosiguió: “He vivido tan atormentada por todo este asunto que no he pisado la iglesia durante más de un año. Él dice todas esas cosas tan bonitas en la iglesia, pero en casa hace todo lo contrario. Es un hipócrita, y estoy verdaderamente enfadada por todo ello. ¿Cómo puede predicar el amor de Dios y luego irse a beber, a discutir conmigo y a pegarme? No es ningún secreto para nadie. Desde luego, no es el hombre con el que yo me casé.”

Se produjo un denso silencio. Yo me sentía sobrecogido por aquel arranque de brutal sinceridad. Wurube le preguntó entonces a Osura si le gustaría responder a su esposa. Osura estaba molesto por el hecho de que se hubieran aireado delante de sus colegas y de mí los problemas de su familia. Por otra parte, aceptaba que debía responder ante nosotros. Habló en bari, y Wurube me tradujo sus palabras:

“Julieta sabe que me casé con ella hace muchos años porque quise hacerlo. Fui yo quien se lo pidió a ella, no ella a mí. Fui yo quien la elegí. Nos amábamos el uno al otro. Pero ella procedía de un clan que cree en los malos espíritus, y ella ahora dice que los ve por todas partes. Si bebo, es en gran parte a causa de mi enfrentamiento con sus creencias en estos asuntos, pero no bebo tanto y, desde luego, jamás me he emborrachado; y cuando la he pegado lo he hecho con la mano abierta, no con el puño.”

Julieta no dejaba de mover enérgicamente la cabeza de un lado a otro, tratando de negar cuanto decía su esposo. Osura prosiguió: “Sí, me he marchado de casa porque no podía soportar estar discutiendo constantemente. No veo un rostro alegre y feliz que me salude cuando llego a casa, sino el rostro de la ira y un montón de recriminaciones. Somos tan desdichados que me resulta imposible permanecer bajo el mismo techo que ella. En cuanto el asunto de que haya otra mujer, es falso.”

De nuevo se hizo el silencio. Wurube se volvió hacia mí y solicitó mi opinión. Me dirigí a Osura, y Dima hizo de traductor: “Osura, tus palabras dicen una cosa, y tu rostro y tu esposa dicen otra cosa distinta. Pienso que tratas de negar la gravedad que tiene el asunto de la bebida. Y es un asunto que debemos abordar con sabiduría y prudencia, porque parece ser el origen de todo el problema. Además, si pegas a tu esposa, no hay excusa que valga. Jamás. Deja de beber. Haz que de este matrimonio desaparezca la oscuridad que yo percibo en tu rostro y en el de Julieta.”

Wurube me dio las gracias y preguntó a una mujer catequista, Eiyo, si tenía algún comentario que hacer. Eiyo había caminado dos horas para asistir a la reunión. A sus cuarenta y seis años, ya había tenido once hijos, seis de los cuales habían fallecido. También su marido había muerto a consecuencia de la guerra civil en Sudán. Pero, a pesar de todo su sufrimiento como madre viuda, es una mujer de extraordinaria belleza y de apariencia juvenil. Se volvió hacia Osura y se refirió también a la bebida: “Osura, tienes que dejar de beber, no solo por el bien de tu matrimonio, sino porque todo el mundo en tu parroquia lo sabe y murmura a tus espaldas: ‘Este dice una cosa y hace la contraria.’ Al final, tu propia comunidad no hará ningún caso de tus palabras. Además, vas a perder su respeto. Y eso es malo, porque tú deberías ser un ejemplo para tu gente. Yo conozco a los que acuden a esta capilla, por tanto no hablo desde la ignorancia ni como una mujer que apoya ciegamente a una hermana. Y ahora que has decidido separarte de tu mujer, ¿qué puede significar eso para las parejas de tu capilla, que en su mayoría se esfuerzan por defender su matrimonio? Estos hechos no se han circunscrito a tu propio ámbito, ni siquiera al de tu parroquia. Fuera de aquí, muchos de nosotros hemos oído rumores.”

Las palabras de Eiyo fueron certeras. Todo el mundo quedó impactado. Yo mismo hube de contener el aliento. Hacía cinco años que conocía a Eiyo, y sé que ella dice siempre la verdad y no hace caso de habladurías. Pues bien, yo jamás la había oído hablar de un modo tan convincente y directo. A continuación habló Dima, un hombre inteligente de cuarenta y tantos años y padre de cinco hijos, el mayor de los cuales había muerto repentinamente unos meses antes, con tan solo diecisiete años, de malaria cerebral. Se dirigió a Osura: “Osura, durante años hemos estado unidos como hermanos, tratando de conservar nuestra fe y la de los nuestros a pesar de la guerra, el exilio, la enfermedad y la muerte. Por eso, y como un hermano que ha permanecido unido a ti durante todos estos años, tengo que decirte que no hay manera alguna de que puedas justificar el haber golpeado a tu esposa. Ella es un ser humano y merece todo tu respeto, con independencia de que estéis o no en desacuerdo. ¿Cómo vamos a consolidar los derechos de nuestras mujeres en nuestra cultura si los catequistas pegan a sus esposas? ¿Qué mujer, de las que asisten a tu capilla, va a escucharte cuando sepan que has golpeado a una de sus hermanas? ¿Cómo podemos afirmar que seguimos a ese Jesús, todo paz y amor, si atacamos a nuestras propias esposas? ¿Cómo van tus hijos, y especialmente tus hijas, a no tener miedo de ti cuando ven cómo su madre, que los llevó en su vientre, es golpeada por su propio padre? ¡Pon fin a todo esto, hermano mío!” Y volviéndose a Julieta, le dijo: “Y tú, Julieta, hermana mía, tienes desde ahora que empezar a recibir a Osura con rostro risueño cuando regresa a tu casa. Tienes que acoger a tu esposo y perdonarlo, del mimo modo que él tiene también que perdonar y cambiar su forma de ser y su actitud.”

En ese momento sentí que se me saltaban las lágrimas. Estaba profundamente emocionado por la enorme sinceridad, llena de compasión y candor, de Eiyo y Dima. Luego habló Wurube como catequista principal. Estas fueron sus palabras: “Mi hermano y hermana: a ambos os bendice Dios por haber tenido el valor de hablarnos como lo habéis hecho e invitarnos a dar nuestra opinión. Tenéis que renovar vuestro compromiso mutuo. Tenéis que deciros de nuevo ‘sí’ el uno al otro y perdonaros para siempre. Que toda esa ira, esa bebida, esos abusos, esa hostilidad y esa separación cesen ya de una vez. Julieta, vuelve a la iglesia y apoya a tu esposo. Y tú, Osura, tienes que perdonar y pedir perdón y dejar de hacer todo eso que ha ocasionado tanto dolor a tu esposa. Fíjate en su rostro: es el rostro del sufrimiento y del ansia de amar y estar con su esposo de siempre. Que vuestros hijos conozcan de nuevo la dicha en una familia en la que merecen vivir felices y alegres.”

Cuando Wurube terminó de hablar, llevábamos ya una hora larga dedicada a tan acuciante asunto. Entonces habló Osura para agradecernos a todos el haber abordado con amor sus problemas personales. Sus grandes ojos estaban anegados en lágrimas. Pidió perdón a su esposa, y Julieta lo miró a él por primera vez. Su rostro reflejaba la paz. Volvió a hablar Wurube: “Poneos los dos juntos ahí de pie, e iremos imponiendo nuestras manos sobre vuestras cabezas implorando al Espíritu que descienda y permanezca con vosotros, y el padre Gary podrá bendecirnos a todos al final de la oración.”

Al final fui testigo de algo que muy rara vez había visto hacer a una pareja sudanesa en público: Osura tomó a su esposa en sus enormes brazos y la abrazó cariñosamente, y Julieta, como una tímida novia, rodeó a su marido con sus delicados brazos. Yo quedé emocionado de haber sido introducido en un mundo de lo más fascinante.

(Gary Smith, “Al volver vuelven cantando”, Sal Terrae, Santander 2010, p. 223 – 230, abreviado.)

Me contáis

Pregunta: ¿Qué quiere decir Jesús cuando dice “Muchos son los llamados pero pocos los elegidos”?

Respuesta: Es la parábola de los invitados al banquete de bodas del hijo del rey, que entendemos de la invitación que se nos hace a la gloria del cielo por toda la eternidad. Y por lo visto Dios llama a muchos pero responden pocos. Aplíquese como se aplique, es algo inquietante. Parece que invita a muchos, incluso a todos, pues en griego “hoi polloi” puede significar “todos” en general, pero en cualquier caso entran pocos. Más inquietante es todavía lo que dice en otra ocasión: “Ancha es la puerta y fácil el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; y estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos lo encuentran.” (Mateo 7:13) Parece estar diciendo que muchos van al infierno y pocos al cielo.

Cuando yo estudiaba teología en el seminario de Pune en la India, nuestro decano, el sacerdote jesuita austriaco Joseph Neuner condujo un grupo de estudio sobre lo que llamó “Dichos difíciles de Jesús”. Estos fueron los textos escogidos:

“Si tu ojo te escandaliza, ¡arráncatelo!” Mt 18:9
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!” (Todos ellos) Mt 23:13
“Si alguien viene a mí y no odia a su padre y a su madre no puede ser mi discípulo.” Lc 14:26
“No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros (a la mujer cananea).” Mt 15:26
“Los que se castran por el reino de los cielos.” Mt 19:12
“Todos los que vinieron antes de mí son bandidos y ladrones.” Juan 10:8

Cada alumno explicó lo mejor que pudo el texto que le correspondió, y la conclusión general fue que Jesús usaba el estilo normal y general en su tiempo, que era el exagerar y generalizar para aclarar el mensaje ante las multitudes. Si fueran pocos los que se salvan, la encarnación habría sería un fracaso, y eso no lo podemos aceptar. Yo tengo libertad y confianza con Jesús, y al leer esos pasajes le digo que no será para tanto. No todos los que vinieron antes que él eran bandidos y ladrones. Buda y Confucio y Rama y Krishna eran buenas personas. Y que no nos meta tanto miedo con el infierno que ya nos portaremos bien de todos modos. Él sonríe.

Salmo

Salmo 107 – El ciclo de la vida

Te puede dar la impresión a veces, Señor, de que me repito en mis oraciones. Permíteme decir, reconociendo una dificultad común a ambos, que tú también te repites en tus salmos, Señor. Y en cierto modo, así es como debe ser; es justo que tú y yo nos repitamos al tratar de la vida, porque la vida misma es repetición. La vida es ciclo, rutina, rueda de la fortuna, cangilón de noria. La vida es el día tras la noche y la noche tras el día, en el ritmo inevitable de las leyes del cielo y las mutaciones del corazón del hombre. Que no te ofendan, pues, mis repeticiones, Señor, como a mí no me ofenden las tuyas.

Lo que pido cuando las mismas oraciones me vienen a las manos y los mismos versos a los labios, cuando las mismas situaciones se presentan en la vida y los mismos pensamientos cruzan mi mente, es poder vivir lo viejo con espíritu nuevo, rezar con nueva fe la oración repetida, apretar con nuevo cariño la mano conocida, vivir la rutina de la vida con la novedad de una mente abierta que acepta cada día como un regalo y saluda cada amanecer como una sorpresa.

Este salmo está compuesto de partes de otros dos salmos que han sido unidas. También mi vida está hecha de retazos de experiencias antiguas revividas en el marco cerrado de mi propia limitación. Dame, Señor, la gracia de tomar cada experiencia de nuevo como un acontecimiento inédito, de encontrar tierno el pan que de tus manos recibo al comenzar cada día.

Si hay amor, la repetición se hace placer. Dame amor, Señor, para que toda oración se torne alegría en mis labios.

“A punto está mi corazón, oh Dios,
voy a cantar, voy a salmodiar,
¡anda, gloria mía!,
¡despertad, arpa y cítara! ¡a la aurora he de despertar!”.

Meditación

El zen es el fin del discurso.
El discurso es el fin del zen.
El fin del discurso es el zen.
El fin del zen es el discurso.
El discurso del fin es el zen.
El discurso del zen es el fin.
El del es fin zen discurso el.
Zen del es el discurso fin el.
etc.
tec.
det.
tce.



No digo que no haya zen,
digo que no podemos atrapar el zen
por medio del discurso.
(Pero para decir esto
he utilizado el discurso.)
(Y también el no-discurso.)
¡Frgetdcfvghj!

(Dokusho Villalba)

Acallar la mente para oír los sentidos. Sosegar el pensamiento para despertar la intuición. Replegar el discurso para que surja la contemplación. El gran obstáculo para una actitud más sana, más sencilla, más natural y más fecunda ante la vida es precisamente la sofisticación excesiva con que la miramos. No vemos porque vemos demasiado. El porqué y el cómo y el cuándo y el hasta dónde. Los velos de la lógica cubren nuestra mirada y nos perdemos el paisaje. El discurso es el fin del zen. El raciocinio acaba con la naturaleza.

El remedio es el opuesto. El zen es el fin del discurso. El contacto directo, simple, inocente abierto con la vida, la realidad, la naturaleza tal y como nos rodea, suaviza los roces de la mente y calma sus ardores. Recuperar los sentidos ayuda a colocar la mente en su sitio. Importante, sin duda, pero no exclusivo. Ante la tiranía de la razón, la democracia de los sentidos. Todos tienen algo que decir y mucho que obrar. La vida se recobra con vivirla, no con pensar en ella. Eso es zen. Y eso sabemos todos hacerlo.

El problema es que para expresarlo tenemos que volver a la palabra. El discurso nunca nos deja. Para explicar cómo frenar la mente hemos de recurrir a la mente. Para aprender a quitarle agresividad a la palabra, nos encontramos usando la palabra. Pues ya que hemos de hacerlo, hagámoslo al menos con alegría, con levedad, con humor. El humor es el mejor camino de liberación. Nos permite hacer todo lo que se nos ofrezca hacer, y hacerlo sin sentir la carga de la seriedad racional. El humor es el mejor escape de la lógica.

La sencillez nos acerca a la naturaleza. A la naturaleza nos acerca la sencillez. Sencillez la a nos la acerca naturaleza. La acerca naturaleza  a nos sencillez la. Naturaleza sencillez la nos a la acerca. ¡Jhgvfcdtegrf! (Que es “Frgetdcfvghj” al revés.)

El orden de los factores no altera el producto.

 

Día 15
Os cuento

Cuentos sapienciales

He leído el libro EL CÍRCULO DE LOS MENTIROSOS de Jean-Claude Carrière (Lumen, Barcelona 2001), y os cito aquí pasajes que me han divertido.

29. Jorobado a predicador: ¿Cómo puede usted decir que Dios todo lo hizo bien? ¡Mire usted cómo me hizo a mí un jorobado!
Predicador: Es usted un jorobado muy bien hecho.

113. Loqman cuenta en sus fábulas que un día un hombre se encontró a un león. Los dos entablaron una discusión sobre sus respectivos trabajos, y el león se jactó de su fuerza incomparable. En aquel momento pasaron frente a una pintura que representaba a un hombre estrangulando a un león con las manos. El hombre se echó a reír señalando la pintura. “¡Ah! – dijo el animal –, si hubiese leones pintores…”.

197. Un maestro espiritual tenía varios discípulos y, todas las mañanas, les hablaba de la naturaleza, de la bondad, de la belleza y del amor. Una mañana, cuando estaba a punto de empezar a hablar, un pájaro se posó en el alféizar de la ventana y se puso a cantar. El pájaro cantó un instante y luego desapareció. El maestro se levantó y dijo: “La charla de esta mañana ha terminado.” La mañana siguiente no hubo pájaro. El maestro miró sencillamente al alféizar de la ventana y dijo: “La charla de esta mañana ha terminado.” Ya no hacía falta ni el pájaro.

228. Un amigo le dijo a Naserudín: “Dame un anillo. Cada vez que lo mire, pensaré en ti.” Naserudín le contestó: “No te daré ningún anillo. Así, cada vez que mires tu dedo sin anillo te acordarás de mí.”

229. Cuando Naserudín quiso casarse, pensó en una joven que conocía. Ella prefirió a otro hombre, con el que se casó. Años más tarde, aquel hombre murió de enfermedad. Naserudín fue a ver a la viuda para darle el pésame y le dijo: “Suerte que es con él con quien te has casado. De no ser así, es a mí a quien enterrarían hoy.”

281. Un beduino seco y miserable, que se llamaba Harith, vivía desde siempre en el desierto. Se desplazaba de un sitio a otro con su mujer Nafisa. Sólo bebía el agua salobre y amarga que encontraba en los turbios pozos enfangados. Un día divisó un riachuelo en la arena. Era turbia y amarga, pero él nunca había visto ni gustado agua corriente, y le pareció que la verdadera agua del paraíso acababa de deslizarse por su garganta. “Tengo que llevar esta agua del paraíso al califa”, pensó. Llenó dos botas de piel de cabra, una para él, la otra para el califa Harun al-Rasid, y se puso en camino hacia Bagdad. A su llegada tras un penoso viaje, les contó su historia a los guardias, y fue admitido ante el califa. Harith se postró ante el Comendador de los Creyentes y le dijo: “No soy más que un pobre beduino, ligado al desierto donde el destino me ha hecho nacer. No conozco más que el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas las aguas que allí se pueden encontrar. Por eso, cuando he encontrado el agua del paraíso, he decidido traértela para que la pruebes.” Harun al-Rasid se hizo traer un cubilete y probó el agua del río amargo. Toda la corte le observaba. Bebió un buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Dio orden de que se lo llevasen, antes de que hablara con nadie, para que se bañara y le dieran nuevos vestidos. Cuando se fue, dijo a su corte: “El agua es turbia y amarga. Pero lo que no es nada para nosotros lo es todo para él. Lo que para él es el agua del paraíso no es más que una desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de ese buen hombre.” Dio la orden a sus guardas de que lo acompañasen directamente fuera de la ciudad hasta la entrada del desierto sin permitirle ver ni el río Tigris ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para beber. Y a él le dio un pergamino y le dijo: “Te doy las gracias. Por este documento te nombro guardián del agua del paraíso. Nada tienes que hacer, pero que todos los viajeros sepan que te dado ese noble título.” El beduino besó la mano del califa y regresó rápidamente a su desierto, agradecido.

283. Un sultán oyó hablar de un gran jeque que vivía en Anatolia y contaba con centenares de miles de fieles. El sultán, asustado por aquella fuerza por la que se sentía amenazado, convocó al jeque en Estambul y lo preguntó:

– ¿Qué es lo que oigo decir? ¿Que tienes centenares de miles de hombres dispuestos a morir por ti?
– Oh, no. Sólo tengo uno y medio.
– Vamos a verlo. Que todos los hombres se reúnan mañana por la mañana en el prado, fuera de la ciudad.

Por todas partes se proclamó que los fieles del jeque tenían que reunirse a la mañana siguiente en el prado, porque allí estaría el jeque en persona. En un alto que dominaba el prado, el jeque hizo instalar una tienda. Dentro encerró a varios corderos que nadie podía ver.

Los fieles acudieron en gran número. El sultán, que estaba de pie delante de la tienda con el jeque, le dijo:

– Tú me dimiste no tener más que un fiel y medio ¡Mira! ¡Hay miles de ellos! ¡Decenas de miles!
– No. Yo sólo tengo un fiel. Ahora lo verás. Anuncia que he cometido un crimen y que vas a condenarme a muerte a menos que uno de mis fieles se sacrifique por mí.

El sultán así lo hizo, provocando un largo murmullo entre la muchedumbre. Un hombre se adelantó y declaró:

– Él es mi maestro. Le debo todo lo que sé. Yo doy mi vida por él.

El sultán le hizo entrar en la tienda y allí, inmediatamente, siguiendo las indicaciones del jeque, le cortaron el cuello a un cordero. Todos los asistentes vieron aparecer sangre por debajo de la tienda. En aquel instante el sultán declaró:

– Una vida no es suficiente. ¿Algún otro fiel está dispuesto a sacrificarse por el jeque?

Tras el silencio sepulcral que siguió y duró varios minutos, una mujer avanzó y se declaró dispuesta. La hicieron entrar en la tienda y le cortaron el cuello a otro cordero. La muchedumbre lentamente, al ver la sangre, empezó a dispersarse. En poco tiempo no quedó nadie en el prado. El jeque le dijo al sultán:

– Ves?, solo tengo un fiel y medio.
– Quieres decir que el hombre es un fiel verdadero, y la mujer, medio?
– No, no. Al revés. Porque el hombre no sabía que le iban a cortar el cuello en la tienda. Pero la mujer ha visto la sangre y sin embargo ha avanzado. Ella es la verdadera fiel.

306. En Guangdong, en el desfiladero entre las montañas que unía la región al resto del país, vivía una serpiente venenosa de gran tamaño a quien le gustaba rivalizar en longitud con la estatura de todos los humanos que encontraba. Medía su sombra en el momento del sol en que la altura de la persona es igual a su sombra, y si la sombra de la persona era menor que la longitud de la serpiente, ésta mataba a la persona y se la comía. Por otro lado, la serpiente había prometido que si encontraba un ser humano más largo que ella, se marcharía a otra parte y dejaría en paz a los hombres. Un hombre encontró la solución. Pasó junto a la serpiente levantando el paraguas que llevaba. En la sombra pareció que el paraguas era la prolongación de su cuerpo, con lo cual resultó más largo que la serpiente. La serpiente cumplió su palabra y desapareció. Los ciudadanos de Guangdong, en recuerdo y agradecimiento, establecieron la costumbre de llevar siempre paraguas al pasar por el desfiladero. La costumbre se observa hasta hoy en día y todos llevan paraguas y lo levantan al pasar el desfiladero, aunque nadie sabe ya por qué lo hacen.

316. Un hombre que vivía solo se instaló en un apartamento de dos habitaciones de reciente construcción en una de esas torres de pisos que se elevan por todas partes. Fue visitando a sus vecinos, entre ellos al que vivía justo encima de él en un apartamento exactamente igual al suyo. Se fijó en que el papel que cubría las paredes, que era el mismo en las dos habitaciones del apartamento, y el vecino lo notó y le preguntó:

– ¿Le gusta?
– Muchísimo. Es el papel más bonito que he visto.
– Si quiere le puedo decir dónde lo he comprado.
– Sí, por favor. ¿Y cuántos rollos ha comprado?
– Veintiocho.

El nuevo inquilino le dio las gracias, fue a la tienda, escogió el mismo papel, compró veintiocho rollos y se los llevó a casa. Él mismo fue cortando y colocando el papel en todo su apartamento sin olvidar el más pequeño rincón. Sin embargo, para sorpresa suya, cuando acabó el trabajo vio que le quedaban diez rollos de papel que no necesitaba para nada. Subió rápidamente al piso de arriba, llamó al vecino y le dijo: “Perdone que le moleste pero estoy un poco intrigado. He hecho lo que usted me dijo, he comprado veintiocho rollos de papel de pared, he empapelado todo mi apartamento que es exactamente como este suyo, ¡y me sobran diez rollos de papel!” – “Bueno, a mí también me sobraron diez rollos”, le contestó el vecino de arriba.

359. El cineasta iraní Abbas Kiarostami hace contar a uno de los personajes de su película El sabor de las cerezas la siguiente historia.
Un hombre va al médico y le dice:

– Doctor, me duele todo. Cuando me toco la cabeza con el dedo, me duele. Cuando me toco aquí, en el estómago, lo mismo. Cuando me toco la rodilla, me duele. Cuando me toco el pie, me duele. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo aliviar el dolor?

El medico lo examina y le dice:

– Tu cuerpo está bien. Pero tienes el dedo roto.

Me contáis

Pregunta: He oído de alguien que conoció al P. Anthony de Mello que su método en sus cursos de dirección espiritual era simplemente copiado de la Teoría Gestalt de Fritz Perls y el “dirigir sin dirigir” (non-directive counselling) de Carl Rogers. ¿Es eso verdad?

Respuesta: No. Tony era Tony, y era tan personal y original que su método era exclusiva y característicamente suyo. Es verdad que aprendía de todo y asimiló rápidamente todo lo que aprendió en sus estudios de psicología en los Estados Unidos, y también citaba con frecuencia a Fritz Perls y a Carl Rogers; pero no hay etiqueta alguna para sus enseñanzas excepto su propio nombre. Tony era él mismo definitiva e incuestionablemente.

Salmo

Salmo 108 – El arma de los pobres

Este es un salmo difícil pero importante. La gente no entiende las maldiciones de la Biblia, porque la gente no entiende a los pobres. El hombre abandonado que no tiene dónde acogerse, que sufre sin remedio por el capricho de los ricos y la opresión de los poderosos, que sabe en su conciencia que es víctima de la injusticia, pero no encuentra salida a la amargura de sus días y a la agonía de su vida: ¿qué puede hacer?

No tiene poder ninguno, no tiene dinero, no tiene influencia, no tiene medios para ejercer presión o forzar decisiones como lo hacen hombres de mundo para abrirse paso y conseguir lo que quieren. No tiene armas para luchar en un mundo en el que todos están armados hasta los dientes. Su única arma es la palabra. Como miembro del Pueblo de Dios, su palabra, cuando habla en defensa propia, es la palabra de Dios, porque la defensa de un miembro es la defensa del Pueblo entero, y el bienestar de su Pueblo es la gloria de Dios. Y así lanza el arma, carga cada palabra con las desgracias más trágicas que se le ocurren, y pronuncia la maldición que es advertencia y aviso y amenaza de que Dios hará lo que dice la maldición si el enemigo no cesa en sus ataques y se retira. Esa es su fuerza.

La maldición es la fuerza de disuasión nuclear en una sociedad que creía en el poder de las palabras.

La palabra está cargada de poder. Hace lo que dice. Vuela y descarga. Una vez pronunciada, no puede ser revocada. La bendición es bendición, y la maldición es maldición, desde el momento en que sale de los labios del pobre, que es el único que tiene derecho a lanzarla, y encontrará el blanco, y descargará sobre la cabeza del malvado que persigue al pobre la explosión de castigo divino, restableciendo así la justicia en un mundo en que ya no se hace justicia.

La maldición es el arma defensiva del hombre que no tiene armas.

Ese es el sentido de este salmo serio, y en ese sentido lo entiendo y lo acepto. También yo me encuentro impotente ante el reino de la injusticia en el mundo de hoy, Señor, y así puedo recitar este salmo, que algunos encuentran difícil y hasta lo han retirado, sin comprenderlo, de su recitación oficial, y puedo acogerme a sus peticiones, invocar tu justicia, y darte las gracias porque me liberas de los ataques de los que no me quieren bien, y de la violencia de alma y de cuerpo en la que me ha tocado vivir sin medios humanos para defenderme.

“Yo daré gracias al Señor con voz potente,
lo alabaré en medio de la multitud:
porque se puso a la derecha del pobre
para salvar su vida de sus adversarios.”

Meditación

Morir cuanto antes

Muere y haz lo que quieras.
(Shido Bunan)

Un poco radical para empezar. Más suave parecía aquello de san Agustín, “ama y haz lo que  quieras”. Aunque los dos dichos se andan cerca. El verdadero amor es hasta la muerte, y la muerte solo puede aceptarse por amor. Amar y morir, todo es entregarse, todo es salir de sí mismo, todo es dejar de ser para sí; y por eso tanto el amar como el morir dan derecho a hacer lo que se quiera. En paradoja redentora soy plenamente libre cuando desaparece mi independencia, soy plenamente yo cuando dejo de ser yo.

Morir a sí mismo es precepto antiguo. Despojarse del Yo. Vaciar el centro. Desalojar el trono. Toda mi vida da vueltas alrededor de un punto que señala mis intereses, mis deseos, mi asimiento a ser, a avanzar y a triunfar. Mientras ese eje férreo siga clavado en el centro, no cesará el vértigo giratorio que me marea. El verdadero equilibrio se logra solo en el vacío.

Cuando deje de desear podré desear lo que quiera. Bella ventana que me abre el mundo a condición de que me abra yo. La sorpresa que me espera es que cuando yo me despoje de mis deseos, me encontraré con que no he perdido nada, sino que al ganar en equilibrio he ganado también en la capacidad de gozar de todo lo bueno, y tanto más cuanto más limpios están ahora mis sentidos y mi mente. Dejarlo todo para obtenerlo todo. Dejar de ser yo para llegar a ser profunda y eternamente yo. La frase parece atrevida, pero es verdad: ya que hemos de morir, muramos cuanto antes. Nos trae cuenta.

Día 1
Os cuento

Condicionamiento

He escrito ya tanto sobre el condicionamiento, y sin embargo no me resisto a contar este cuento.

“Supongamos que tenemos seis monos en una habitación. Del cielo raso cuelga un racimo de bananas. Justo debajo de él hay una escalera de mano abierta. No hace falta que pase mucho tiempo para que uno de los monos intente subir por la escalera hasta alcanzar las bananas.

Y aquí comienza el experimento: en el mismo momento en que el mono toca la escalera, todos los monos son rociados con agua helada. Naturalmente, eso detiene al mono. Después de un rato, el mismo mono o alguno de los otros hace otro intento con el mismo resultado: todos los monos son rociados con el agua helada en cuanto uno de ellos toca la escalera. Cuando este proceso se repite un par de veces más, los monos ya están advertidos. En cuanto alguno de ellos quiere intentarlo, los otros tratan de detenerlo, y terminan a golpes si es necesario.

Una vez que llegamos a este estadio, retiramos uno de los monos de la sala y lo sustituimos por uno nuevo (que obviamente no participó en el experimento hasta aquí y no sabe nada de la ducha fría). El nuevo mono ve las bananas e inmediatamente trata de subir por las escaleras. Pero ve con horror que todos los otros monos lo atacan. Y obviamente se lo impiden porque temen la ducha fría. Después de un par de intentos más, el nuevo mono aprende la lección: si intenta subir por las escaleras lo van a golpear sin piedad. Aunque no sabe nada de la ducha fría.

Se repite el procedimiento: se retira un segundo mono y se incluye uno nuevo otra vez. El recién llegado va hacia las escaleras y el proceso se repite: en cuanto toca la escalera, es atacado masivamente. No sólo eso: el mono que había entrado justo antes que él (¡que nunca había experimentado el agua helada!) participaba en el episodio de violencia con gran entusiasmo.

Un tercer mono es reemplazado, y en cuanto el nuevo intenta subir las escaleras, los otros cinco lo golpean. Con todo, dos de los monos que lo golpean no tienen ni idea de por qué uno no puede subir las escaleras. Se reemplaza un cuarto mono, luego el quinto y por último el sexto, que a esta altura es el único que quedaba del grupo original. Al sacar a éste ya no queda ninguno que haya experimentado el episodio del agua helada. Sin embargo, una vez que el último intenta subir un par de veces es golpeado furiosamente por los otros cinco. Al fin queda establecida la regla: no se puede subir por las escaleras. Quien lo hace se expone a una represión brutal. Sólo que ahora ninguno de los seis tiene argumentos para sostener tal barbarie. No saben por qué están haciendo lo que hacen.

Ese es el cuento. Cualquier similitud con la realidad de los humanos no es pura coincidencia ni casualidad. Es que así somos: como monos.”

(“Matemática, ¿estás ahí?”, Adrián Paenza, EBA Barcelona 2008, p. 188)

Claro que escribir cuentos sobre el condicionamiento es inútil. Nunca queremos admitir que estamos condicionados. Aunque todos lo estamos. Yo estoy condicionado a descondicionarme. Parece que esto no tiene remedio.

Si recuerdas ahora que según los freudianos el plátano es un símbolo fálico, y que las duchas frías eran un remedio tradicional contra la excitación sexual, el cuento resulta aún más divertido. ¿Por qué se prohíbe el sexo en casos en que no se le hace daño a nadie (que son la mayoría de los casos)? Nadie lo sabe, pero no se permite subir la escalera.

¿Os gustó el cuento?

Me contáis

Cité aquí la vez pasada el libro de la Vida de Jesús de Pagola, y voy a poner algunos de sus párrafos sobre el tema que traté de por qué se encarnó y murió Jesús.

“¿Por qué ha tenido que morir Jesús? Los primeros cristianos tuvieron que recorrer un largo camino hasta encontrar alguna respuesta a algo tan escandaloso e injusto. Hacia los años 40 o 42 lograron acuñar una fórmula extraña: ‘Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras.’ (I Corintios 15:3) Pero ¿cómo puede la muerte de uno salvar a otros? Dios no es alguien que exige previamente de Jesús sufrimiento y muerte para que su honor y su justicia queden satisfechos y pueda así ‘perdonar’ a los hombres. Jesús, por su parte, no aparece tratando de influir en Dios con su sufrimiento para obtener de él una actitud más benevolente hacia el mundo. Ni el Padre busca la muerte ignominiosa de Jesús, ni Jesús le ofrece su sangre pensando que le será agradable. A nadie se le ha ocurrido decir algo parecido en las primeras comunidades cristianas. Si Dios fuera alguien que exige previamente la sangre de un inocente para salvar a la humanidad, la imagen que Jesús había dado del Padre  hubiera quedado totalmente desmentida. Por sí mismo el sufrimiento es malo, no tiene fuerza redentora alguna. A Dios no le agrada ver a Jesús sufriendo. Lo único que salva en el Calvario es el amor insondable de Dios.

“Jesús contó con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Sabía el peligro al que se exponía si continuaba su actividad y seguía insistiendo en la irrupción del reino de Dios. Tarde o temprano su vida podía desembocar en la muerte. No podía promover el reino de Dios como un proyecto de justicia y compasión para los excluidos y rechazados sin provocar la persecución de aquellos a los que no interesaba cambio alguno ni en el Imperio ni en el templo. Era imposible solidarizarse con los últimos como lo hacía él sin sufrir la reacción de los poderosos. Probablemente Jesús contó desde muy pronto con la posibilidad de un desenlace fatal. Primero era solo una posibilidad, más tarde se convertiría en un final bastante probable; por último, en una certeza. Habría bastado con callarse y no insistir en lo que podía irritar en el templo o en el palacio del prefecto romano. No lo hizo. Continuó su camino. Prefería morir antes que traicionar la misión para la que se sabía escogido.

“Jesús no entendió su vida como un sacrificio de expiación ofrecido al Padre. El Padre no necesita que nadie sea destruido en su honor. Su amor a sus hijos e hijas es gratuito, su perdón, incondicional. Lo que da valor redentor al suplicio de la cruz es el amor, y no el sufrimiento. Lo que salva a la humanidad no es algún ‘misterioso’ poder salvador encerrado en la sangre derramada ante Dios. Por sí mismo, el sufrimiento es malo, no tiene fuerza redentora alguna. A Dios no le agrada ver a Jesús sufriendo. Lo único que salva en el Calvario es el amor insondable de Dios, encarnado en el sufrimiento y la muerte de su Hijo. No hay ninguna otra fuerza salvadora fuera del amor. El sufrimiento sigue siendo malo, pero, precisamente por eso, se convierte en la experiencia humana más sólida y real para vivir y expresar el amor.”

Hace un par de Webs cité la frase feliz de un compañero mío: “Jesús se encarnó para ser uno de nosotros…, y luego le tocó lo que le tocó.” Buen resumen de teología.

Salmo

Salmo 109 – Eres sacerdote para siempre

Este es mi salmo, Señor, tu bendición especial para mí, tu recordatorio del día en que mis manos fueron ungidas con óleo sagrado para que yo pudiera bendecir a los hombres en tu nombre. Tu promesa, tu elección, tu consagración. Tu palabra empeñada por mí en prenda sagrada de tu compromiso eterno:

“El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec.”

Desde aquel día, el mismo nombre de “Melquisedec” suena como un acorde en mis oídos. Su misterioso aparecer, su sacerdocio real, su ofrenda de pan y vino y su poder de bendecir al mismo Abrahán, en quien son benditos todos los que creen. De él viene mi linaje sagrado, el pan y el vino que mis manos reparten, y el derecho y la autoridad de bendecir en tu nombre a todos los hombres y mujeres, grandes y pequeños. Mi árbol de familia tiene hondas raíces bíblicas.

Mi sacerdocio es tan misterioso como el personaje de Melquisedec. Nunca llego a agotar el fondo de su significado. Miro mis manos y me asombro de cómo pueden perdonar pecados, bendecir a los niños y hacer bajar el cielo a los altares de la tierra. La misma grandeza de mi vocación me trae dudas de mi propia identidad y crisis de inferioridad. ¿Cómo puede la pequeñez de mi ser albergar la majestad de tu presencia? ¿Cómo puede mi debilidad responder a la confianza que has puesto en mí? ¿Cómo puedo perseverar frente a peligros que amenazan mi integridad y minan mis convicciones?

La respuesta es tu palabra, tu promesa, tu juramento. Has jurado, y dices que no te arrepentirás. No cambiarás tus planes sobre mí. No me despedirás. No permitirás que tampoco yo rompa por mi parte el vínculo sagrado. Y yo no quiero que lo permitas. Quiero que tu juramento permanezca firme, para que la firmeza de tu palabra afiance la movilidad de mi corazón. Confío en ti, Señor. Confío en la confianza que tienes en mí. Y que nunca traicione yo esa confianza.

Que no te arrepientas jamás de haberme ungido, Señor. Y que yo tampoco me arrepienta.

Que tu palabra sagrada me acompañe todos los días de mi vida:

“Eres sacerdote para siempre.”

Meditación

Cómo llenar el pozo

Llenar el pozo de nieve.

Con esa frase definen maestros japoneses el esfuerzo consciente para alcanzar la liberación del espíritu. Citan la imagen y callan la explicación. Siempre satisface más la explicación que encontramos por nosotros mismos que la que nos dan hecha desde fuera. Vamos a asomarnos a ese pozo.

Hay agua en el pozo, pero no hasta el borde. Eso es precisamente para lo que es el pozo, es decir, para elevar al nivel de los campos el agua que está bajo ellos, y que luego, impulsada por un cubo y una polea se hace llegar rítmicamente a los surcos expectantes. Para eso se hacen los pozos.

Si hay que llenar un pozo sin más, eso se podría hacer con arena o con barro o con piedras. Apiñarlas hasta que bloqueen el agujero, lleguen al nivel de la tierra y borren la memoria del pozo. Se puede hacer sin gran dificultad si es necesario.

Pero aquí se trata de otra cuestión. El pozo ha de llenarse con nieve. Vamos a intentarlo. Primero tenemos que tener suficiente nieve cerca, y eso ya nos limita en tiempo y en espacio. No podemos hacerlo en verano, y nunca en un clima cálido. Esperamos al invierno o buscamos las alturas. Ha nevado mucho. Cogemos las palas y nos ponemos a trabajar. Vamos llenando el pozo de nieve. El nivel blanco va subiendo cada vez más. Se acerca a la superficie del campo. Lo conseguimos. El pozo está lleno de nieve. Misión cumplida. Pero espera un poco. La nieve allá abajo, la que está cerca del agua, se está derritiendo con su contacto; esa agua se ha filtrado por el subsuelo, el nivel ha bajado, y la nieve de arriba ha cedido a su propio peso y ha bajado por el pozo dejando espacio vacío por arriba. El pozo no está lleno de nieve. Lo volvemos a llenar, pero con eso solo conseguimos poner en marcha otra vez el mismo ciclo, y, más pronto o más tarde, la nieve vuelve a hundirse y vuelve a hacerse el vacío arriba. No se puede llenar un pozo de nieve.

Los maestros Zen que acuñaron la expresión lo sabían. Y eso es precisamente por lo que lo dijeron. No podemos alcanzar las cimas del espíritu por nuestro propio esfuerzo. Esa es la lección que nos enseñan. Las cimas parecían asequibles; estaban cerca; solo hacía falta nuestra determinación y nuestra entrega. Pero no era así. Por mucho que trabajemos con la pala, el pozo no se llena. Cuando nos parece que lo estamos consiguiendo, cuando la nieve se acumula y nosotros sonreímos con el éxito, todo se viene abajo y tenemos que volver a empezar. La experiencia se repite una y otra vez hasta que nos preguntamos, ¿no es esto un esfuerzo inútil? ¿No sería mejor admitir la derrota, dejar a un lado el pico y la pala y abandonar la empresa?

La primera condición de nuestro esfuerzo espiritual es saber que por sí mismo el puro esfuerzo no puede alcanzar nada. Pero la segunda condición es saber que el esfuerzo ha de hacerse y mantenerse sin cesar. La orden es llenar el pozo. Obedecemos a gusto. Seguimos con el trabajo. Llegamos al punto muerto. Sin trabajar no conseguimos nada, y trabajando nos quedamos como al principio. ¿Dónde nos deja esta paradoja?

Por fin una noche la tierra se hiela de frío. El agua en el pozo se solidifica en un bloque de hielo. Seguimos apilando nieve como nos han mandado y como hemos hecho siempre sin resultado. Pero hoy la nieve queda, sube, alcanza el borde apoyada en su base helada y llena ingrávida el pozo con su inocente blancura. Hemos conseguido lo que queríamos cuando menos nos lo esperábamos. Una mano oculta ha llegado en la noche desde el cielo, y la tarea se cumple. Bendiciones desde lo alto.

Entonces caemos en la cuenta de que el mandato era para hacernos trabajar, y la imposibilidad del éxito era para mantenernos humildes. Sin ansiedad por resultados inmediatos. Tenemos que seguir con nuestro trabajo aun cuando parezca tan inútil como llenar un pozo de nieve; tenemos que aprender a esperar; y un día el pozo aparece lleno de nieve, y nosotros sonreímos y descansamos un rato, y luego volvemos al trabajo porque sabemos que la tarea es permanente y el resultado está garantizado.

Y siempre es más romántico llenar un pozo de nieve que de arena o de piedras.

Día 1
Os cuento

El papa nos ha visitado en Madrid. A mí me ha recordado el viaje a la India del papa Pablo VI en 1964. Él fue el primer papa viajero que visitó los cinco continentes. Su primer viaje fue a Tierra Santa, y el segundo al Congreso Eucarístico Internacional de Bombay. Allí estuve yo. Asistí con amigos a la Eucaristía en el “óvalo” de Bombay, y les dije que había algo que yo podía hacer mejor que el papa: cantar el prefacio. Pablo VI tenía muy mal oído y desafinaba atrozmente. Benedicto XVI en cambio ha cantado muy bien el latín. Y aparte de la liturgia, toda la presencia y actividades del papa han quedado muy bien. Se le veía cansado pero entero, y en cada momento estuvo a la altura de las expectativas. Yo me reuní con un grupo de católicos que habían venido de la India y que me conocían. Y desde luego Madrid estaba divertido estos días con jóvenes por todas partes y sus mochilas y sus camisetas y sus sombreros. En la mochila les habían metido a cada uno un ejemplar del YOUCAT, o Catecismo de los Jóvenes redactado para la ocasión, que es muy interesante como puesta al día del dogma católico. Comienza por decir que la Iglesia “no es una democracia”, habla del “matrimonio sin papeles” o de “las madres de alquiler” (lenguaje joven), y declara que la Iglesia se opone a las relaciones sexuales prematrimoniales “porque quiere proteger el amor, ya que ‘te quiero’ no se puede decir solo por una temporada y tentativamente sino para siempre”. Nueva manera de hablar. Contribuyentes al fisco sonreirán al leer que “mientras que el fraude fiscal es inmoral, la inventiva en relación con sistemas complejos de impuestos no se puede objetar moralmente”. Hacienda tome nota.

Pero hay algo que no me ha gustado en el YOUCAT: habla mal del Yoga, y eso me duele. Dice: “Muchas personas hoy en día hacen yoga por razones de salud, participan en cursos de meditación para estar en silencio y recogimiento, o asisten a talleres de danza para hacer una nueva experiencia de su cuerpo. No siempre estas técnicas son inofensivas.” En primer lugar, esto no son “técnicas”, que rebaja su dignidad y nobleza, sino caminos tradicionales y probados de sabiduría y ascesis para avanzar en la vida espiritual; y luego, decir de ellas que “no siempre son inofensivas”, es una triste e injusta manera de enjuiciar su valor y su nobleza. Esta declaración del nuevo Catecismo es lamentable. Vuelve a ser la antigua actitud de condenar todo lo que no es mío.

Los que querían protestar contra la visita protestaron de un altar tan costoso por un solo día en la Plaza de Cibeles, por el tráfico cortado, por el coste de toda la visita y quién lo pagaba. Por desgracia la visita coincidió con las noticias que estos días repiten todos los periódicos de la hambruna que se está cobrando vidas en Somalia, y eso les llevaba a decir que esa suma se debería haber recaudado y enviado allí para salvar vidas.

No cabe duda que estos viajes del papa fueron una idea genial que le da a la Iglesia una presencia mediática universal en todo el mundo por todos los continentes y forman ya parte de la agenda del Vaticano. La próxima visita será al Brasil dentro de dos años.

Me contáis

Padre Carlos: Como ancianos que somos, mi mujer y yo hemos leído su meditación del salmo 70 y nos llena de esperanzas y alegrías aceptar nuestra situación de tercera edad.
En casa con mi mujer solemos escuchar misa por TV por razones de salud, a veces por la TV de Galicia y otras veces por la TV local (de Buenos Aires). Lo que nos llama la atención es la diferencia en las palabras de la consagración, incluso en mi parroquia, se ha cambiado la expresión:
El sacerdote gallego dice: «Porque esta es mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».
Aquí en Argentina dicen: «que será derramada por ustedes y por muchos».
¿Qué significa? ¿que Cristo no derramó su sangre por todos, sino solo para muchos? Desconozco el texto original, quizás usted pueda darle alguna interpretación.
Gracias desde ya.

Se trata de un pequeño problema bíblico, J. M., y ya lo he tratado alguna vez aquí en la Web. El evangelio de san Mateo y el de san Marcos, que son los dos que nos dan las palabras de Jesús en la consagración, dicen ambos literalmente «por muchos», no «todos». Por eso la cita «por muchos» es la original. En la Misa en latín se decía y se sigue diciendo «pro multis» que es «por muchos». Al traducirse al castellano, cuando la gente comenzó a entender lo que se decía, y para evitar el problema que tú has notado, algunas traducciones pusieron «y por todos», y asunto concluido. Pero eso es una pequeña trampa, porque el texto verdadero es «por muchos». Sabemos decididamente y sin lugar a dudas que Jesús murió por todos sin excluir a nadie, y eso basta (2 Corintios 5:14). Pero los eruditos siguen dándole vueltas, y te las cuento. Dicen que en griego se decía «muchos» para decir «todos», pero eso no es verdad. «Muchos» en griego es «polloi», y «todos» es «pantes». Para confundirte más, en inglés se usa la expresión griega «hoi polloi» para referirse a una multitud en general aunque en sentido un poco despectivo, algo así como “la marabunta” en español. Y para más confusión todavía hay una banda de cantantes que se llaman «hoi polloi» con ese mismo sentido popular. Es decir, que «hoi polloi» puede de alguna manera venir a representar «el pueblo» en general, y en la práctica eso es lo que hace. En las palabras de la consagración san Lucas dice solo “por vosotros”, con lo cual ya no sabemos cuáles fueron las palabras exactas de Cristo. Pero siempre queda el hecho bíblico incómodo que Mateo y Marcos dicen «por muchos» y no «por todos» como parece hubiera sido más natural.

Peor es todavía la otra parte de la fórmula de la consagración aunque tú no la citas: «por todos los hombres.» ¿Y por las mujeres no? También ellas necesitan redención, y ahora está de moda desdoblar los géneros. Yo siempre digo en la Misa en castellano en voz alta y bien claro: «por todos los hombres y mujeres», y alguno se sonríe siempre desde los bancos. Algo vamos avanzando. Gracias por escribir, y un abrazo, Carlos.

Salmo

Salmo 110 – Oración en grupo

“Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.”

No rezo solo, Señor. Rezo con mis hermanos, con mi familia, con mi grupo: grupo de amigos que, en tu nombre y con tu gracia, vivimos y trabajamos juntos por la venida de tu Reino. Rezo en el grupo y con el grupo, hago mías las oraciones de cada uno, y sé que cada uno hace suyas mis súplicas. Y esto no es simplemente multiplicar el número de los labios que alaban tu nombre, sino dar a la oración un sentido nuevo, una dimensión nueva, una profundidad mayor, porque el grupo, por pequeño que sea, representa a tu Pueblo entero, y así, la plegaria que hacemos juntos es la plegaria de tu Pueblo ante ti. Tú amas a tu Pueblo y te gusta verlo rezar junto. También a nosotros nos gusta rezar juntos ante ti.

El mero hecho de que nos reunamos en tu presencia es ya oración. Nuestro silencio habla, nuestra postura reza, nuestro caer en la cuenta de quién nos rodea es súplica muda de intercesión ferviente. Nuestras palabras, aun cuando sean palabras ordinarias y expresiones corrientes, están llenas de sentimiento y atención mutua, porque conocemos en seguida el acento y sabemos el historial de cada uno. Una breve frase puede encerrar una vida entera, y una simple expresión puede revelar toda un alma, porque conocemos los labios que han hablado y sabemos de qué entrañas sale esa frase. Ni una palabra se pierde en la intimidad del grupo, que sabe perfectamente por qué esa palabra se ha pronunciado hoy.

Cuando nuestras voces se unen en oración común, esa oración también adquiere una nueva urgencia, ya que la armonía de voces disonantes realza la universalidad de la petición que te hacemos. Cuando rezamos nosotros, reza el mundo entero, porque conocemos sus necesidades y vivimos sus ideales. Aun la plegaria individual de una persona por una intención privada se hace universal en el grupo al adquirir la resonancia pública de todos cuantos sabemos que sufrimos del mismo mal y necesitamos la misma bendición. No hay egoísmo en la oración comunitaria, porque cada necesidad concreta, al ser expresada en el grupo, se hace símbolo y representante de todas las indigencias paralelas que llevamos los demás y llevan todos los hombres y mujeres.

La oración que mejor nos sale en grupo es la oración de alabanza. Los salmos se hicieron para cantarlos, y cantarlos no en filigrana de solista, sino en el clamor multitudinario de un pueblo entero en sus festividades y sus procesiones. Por eso nos gusta alabarte juntos con palabras que llegan a nuestros labios en herencia repetida de miles de labios que las han pronunciado antes, y que cada vez se enriquecen con una nueva bendición y una nueva gracia. La alabanza que te ofrece tu pueblo, Señor, es valiosa para ti, que la recibes, y para nosotros, que te la brindamos con la alegría de nuestra fiesta y la música de nuestras voces. Acepta muestras peticiones, nuestras acciones de gracias, nuestra adoración y nuestra alabanza. Sabemos que alabarte a ti es nuestra función como pueblo tuyo, y con toda el alma la cumplimos en la intimidad diaria del grupo consagrado a ti.

“Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.”

Bendice a nuestro grupo, Señor. Somos pocos pero trabajamos mucho; somos distintos, pero buscamos la unión; incluso nos hacemos sufrir unos a otros a veces, pero nuestro amor puede más que nuestra envidia, y nuestro compromiso mutuo más que nuestras quejas. Bendícenos a lo largo del día en las actividades que nos reúnen para trabajar por tu causa, en momentos de tensión y de expansión, en la conversación y en el trabajo, en la responsabilidad y en la oración. Bendice nuestros planes, nuestras actividades, nuestro esfuerzo, para comprometer en unidad al grupo entero en lo que cada uno de nosotros hace a su manera. Bendice nuestro camino hacia la unidad con sus nobles ideales y su realidad terrena. Haz que de veras seamos la “compañía de los rectos”, para que te agrade la alabanza de nuestra asamblea.

“Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.”

Meditación

Subir y bajar

En el monte Abu, en Rayasthán, se encuentra el templo original de la diosa tutelar, Arbuda Devi, que preside desde su blanca pirámide el valle y el lago hecho por los dioses para su descanso antes de cederlo a los mortales para su devoción y contemplación. Al templo se llega a través de una interminable escalinata amenizada con versos sagrados tallados en la roca, que permiten al cansado peregrino pararse para hacer como que los lee mientras recobra el aliento que se le escapa y se va arrastrando escalones abajo. La subida es parte del mérito que se obtiene con la visita sagrada, ya que la penitencia siempre llevó a la gloria.

En el mismo monte Abu se hallan también las ruinas de la residencia ancestral del patriarca Valmiki, junto a la fuente de Gaumukh, dos veces sagrada por el recuerdo del autor del gran poema épico, el “Ramayana”, y por su nombre que significa “Boca de Vaca” y consagra en sacramento hindú el chorro de agua que mana permanentemente de la boca del animal sagrado en la India. La diferencia está en que para llegar a este lugar hay que bajar tantos escalones como los que hay que subir para el templo de Arbuda Devi. Aquí el camino hacia lo divino es hacia abajo y, sin embargo, también le esperan allí al devoto peregrino el mérito y la gracia que galardonan su fe. Y allí escuché yo una vez, en un descanso al subir de vuelta los lentos escalones, un inspirado sermón en el que el predicador anónimo explicaba el misterio de las subidas y las bajadas.

“Dicen que el camino del espíritu es cuesta arriba. Hay que esforzarse, hay que luchar, hay que ir contracorriente, hay que negarse a sí mismo. Hay que subir para llegar de la tierra al cielo, y el subir es penoso para el alma como lo es para el cuerpo. Toda ascética es ascenso, y toda meta es cumbre. Por eso hay que trabajar de lleno para avanzar en el espíritu.

Pero cuando decimos eso –y todos lo decimos–, nos olvidamos de que eso es solo la mitad de la tarea. La vida no es todo subir, sino también bajar. Y todo lo que sucede en la vida, sucede también en el espíritu; por consiguiente si hemos visto el espíritu en la subida, también debemos verlo en la bajada; si lo hemos visto en el sufrimiento, también debemos verlo en la alegría, si lo hemos visto en el esfuerzo, también debemos verlo en el descanso. 

Ahora comprenderéis por qué es igual de meritorio subir al santuario de Arbuda Devi y bajar a la fuente de Gaumukh; por qué hay que ver a Dios en el dolor y en el placer; por qué hay que considerar cada paso en esta vida como un paso hacia la vida eterna, sea el escalón hacia arriba o hacia abajo. Todo es santuario, todo es peregrinación, todo es santidad, todo es vida. Y en saber que todo lo que hacemos es sagrado y todo lo que amamos es Dios, está la fe redentora que convierte la vida en esperanza y la muerte en gloria. Trabajar y descansar, reír y llorar, subir y bajar, velar y soñar. Todo es vivir. Todo es andar. Todo cuenta. Todo vale. Grande y pequeño, eterno y diario, trascendente y baladí. Todo se inscribe en los archivos de nuestra historia en la vida. Hay que valorizar cada paso y respirar a fondo en cada inspiración. Ver todo en todo es saber vivir. ¿Y no habéis caído en la cuenta –añadió pícaramente el monje– que si subís a Arbuda, luego tenéis que bajar; y si bajáis a Gaumukh, luego tenéis que subir? ¿No es todo lo mismo?”

El sermón había tenido lugar en un descansillo a mitad de camino de subida en los devotos escalones. Todos recobramos el aliento y seguimos subiendo. No sé por qué, pero la subida se nos hizo más fácil.

 

Día 15
Os cuento

Entre los católicos de Austria ha surgido un movimiento que nos interesa a todos. Lo llaman “Iniciativa de Sacerdotes Austriacos” y piden que se corrija la gran distancia que hay entre la doctrina moral sexual católica y la práctica general católica. Mencionan el control de la natalidad, la comunión para los divorciados y vueltos a casarse, el celibato sacerdotal, y el tratamiento de los homosexuales. La revista católica inglesa “The Tablet” informa en su editorial sobre este movimiento y comenta:

Esta distancia entre teoría y práctica en la Iglesia es innegable, mírese por donde se mire. Los católicos, y no solo en Austria, están hambrientos por una Iglesia de pura integridad, sin hipocresía, sin doble entender y sin negarse patológicamente a la evidencia. Esa negativa puede haber resultado por un tiempo, pero la nueva generación quiere algo mejor y algo más honesto. No está bien dejarlos con la única opción de dejar la Iglesia por indiferencia o por desesperación, o resignarse a una caprichosa y molesta tradición.” (The Tablet, 3 septiembre 2011, p.2)

El “Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (1986) dice: “Son pecados gravemente contrarios a la castidad, cada uno según la naturaleza del propio objeto: el adulterio, la masturbación, la fornicación, la pornografía, la prostitución, el estupro y los actos homosexuales.”  (492)

Me contáis

¿Es verdad que con eso de los curas pederastas en Irlanda le han pedido al papa que suprima el sigilo de la confesión para esos casos y obligue a los confesores a delatar a sus culpables?

No, no es verdad. Lo que sí es verdad es que el Primer Ministro de Irlanda, o como lo llaman ahí el Taoiseach, Enda Kenny, dijo que está pensando proponer una ley para obligar a denunciar a la policía a cualquier caso conocido de este abuso, y que esa ley se extendería al sigilo de confesión (The Tablet, 23.07.2011, p.4). Pero ni ha salido esa ley ni le han pedido nada al papa ni este lo concedería nunca.

Yo añado: ¿cómo es así que en Irlanda ha habido cuatro investigaciones oficiales sobre sacerdotes pederastas, y en España ninguna? Desde que yo era novicio nos hablaban de este tema para prevenirnos y fortalecernos y ayudarnos a no caer nunca en esa tentación. Por aquellos días hubo un grave escándalo porque una víctima en uno de nuestros colegios había sido el hijo del gobernador de la provincia. Pero aquí nadie dice nada.

Salmo

Salmo 111 – El justo

Recojo con atención reverente los rasgos que definen al hombre justo en las páginas de la Biblia y en los versos de este salmo:

“El justo teme al Señor,
ama de corazón sus mandatos,
es clemente y compasivo,
reparte limosna a los pobres,
su caridad es constante.”

La búsqueda de la perfección no ha de ser por necesidad complicada. La santidad está al alcance, y la justicia se encuentra en casa. Amor a los mandatos del Señor y compasión para ayudar al pobre. El sentido común vale aun para la vida espiritual, y la sencillez del buen sentir encuentra atajos donde la razón sofisticada se pierde entre discursos. Basta con ser un hombre bueno. Un hombre justo. El corazón sabe el camino, y la sabiduría elemental del espíritu se apresta a seguirlo con naturalidad. Ahí está el secreto.

A veces pienso que complicamos demasiado la vida espiritual. Cuando pienso en la cantidad de libros espirituales que he leído, cursos que he hecho, métodos que he seguido, prácticas que he adoptado… no puedo menos de sonreírme benévolamente a mí mismo y preguntarme si tenía necesidad de aprobar tantos exámenes para aprender a orar. Y las respuesta que me doy a mí mismo es que todos esos estudios religiosos son muy dignos y útiles, pero pueden también convertirse en obstáculo cuando me pongo de rodillas y trato de rezar. Para ser justo no se necesita todo eso. No hace falta leer el último libro de la moda espiritual para encontrar a Dios en la vida. Por ese camino solo encontraré libros sobre Dios, pero no encontraré a Dios.

Tengo que volver a la sencillez del espíritu y la humildad de la mente. Volver al amor a Dios y al prójimo. Volver a la oración vocal y a las plegarias que decía de niño. Volver a temer al Señor y a amar sus mandamientos. Volver a ser clemente y compasivo en medio de un mundo complicado y difícil. Volver a ser lo que Dios mismo llama, pura y simplemente, “un justo”.

Muchas son las bendiciones que Dios acumula sobre la cabeza del justo:

“Su linaje será poderoso en la tierra,
en su casa habrá riquezas y abundancia;
jamás vacilará, no temerá las malas noticias,
su recuerdo será perpetuo.”

También son bendiciones sencillas para el hombre sencillo. Prosperidad en su casa y seguridad en su vida. Las bendiciones de la tierra como anticipo de las del cielo. El justo sabe que la mano de Dios le protege en esta vida, y espera, en confianza y sencillez, que le siga protegiendo para siempre. Justicia de Dios para coronar la justicia del justo.

“¡Dichoso quien teme al Señor!”

Meditación

A unos niños y niñas en la escuela de la ciudad les pusieron como ejercicio de dibujo que pintasen un pollo. La mayor parte de ellos dibujaron un pollo desplumado colgado cabeza abajo en el escaparate de una carnicería.

Nunca habían visto un pollo vivo en el campo. No conocían en vida al ligero animalito que picotea granos por el suelo, gira el largo cuello con versatilidad de periscopio y se da carrerillas animadas al menor estímulo de ganancia o de miedo en el grupo inquieto. No habían visto nunca un gallinero. Solo habían visitado, de la mano de sus madres, la tienda del carnicero de la esquina, y en ella habían visto la fila paralela de pollos peladitos dispuestos para el horno. Eso era lo que la palabra “pollo” significaba para ellos; y eso fue lo que dibujaron con inocencia infantil. No se sabe qué notas les dieron por el dibujo.

Gallinas y pollos no son especie en peligro de extinción. Su demanda en los mercados de la alimentación garantiza su continuidad en la existencia. Mientras se ofrezca “Pollo a la Kiev” en los menús de los restaurantes, se criarán pollos en todas partes del mundo. Lo que sí está en peligro de extinción es la imagen del pollo como animal vivo, como cría de la gallina, como revuelo de plumas y cacareos en corrales alegres. Y eso también es pérdida. Es conocer al animal solo cuando está muerto. Eso no es conocerlo.

Hay gente por las grandes ciudades del mundo que nunca ha visto una vaca. Beben a diario su leche, saben su nombre, han visto vacas en fotografías y películas, pero nunca en el campo. No han tocado sus lomos, no han oído su cencerro, no han mirado sus ojos, no han agarrado su cola. No las han visto pastar en prados verdes bajo el sol abierto con mansa paciencia. Se trata de una palabra aprendida en el diccionario más que de un animal encontrado en la vida. Una pérdida más.

Cuando a los niños y niñas del colegio les pidieron que pintasen un pollo, pintaron un pollo en la carnicería. Quizá llegue un día en que no pinten ni eso. Pintarán solo un pollo asado en su bandeja adornada en mitad de la mesa. Eso es a fin de cuentas lo que ha venido a significar el pollo para los más. Se acabó el cacareo.

Día 1
Os cuento

Algunas citas del libro “Russian Surgeon” de N. Asomoff, Nevill Spearman Ltd., 1967, que me han sacudido.

“Ver el corazón humano en vivo siempre me llena de admiración y asombro.”

Se dice a sí mismo: “¡Deja de presumir, Profesor! Mira tus manos que están temblando. Se pasan toda la vida temblando.”

Hace un corte demasiado profundo, salta la sangre, el corazón se para. “¿Qué he hecho yo? ¡Imbécil! Soy un charlatán. Que se entere todo el mundo.”

“¡Dios mío! ¡Haz un milagro! No, estúpido, no hay milagros. Solo tu cerebro y tus manos.”

Mirando a una joven que ha muerto en el quirófano. “He puesto mal esos puntos. Está claro, Profesor [se dice a sí mismo]. Tus alumnos y tus admiradores y la prensa te admiran y te alaban, pero tú acabas de matar a esa pobre chica.”

La madre de una muchacha que va a ser operada en situación desesperada por otro cirujano, viene a él y le pide que sea él quien la opere.  Él piensa: “Eso no cambiará nada. La chica tiene muy poca probabilidad de sobrevivir, y en todo caso el otro cirujano lo hará lo mismo que yo. Y no está bien pedirle a él que me deje operar a mí. Pero voy a hacerlo porque si la chica muere, como es lo más probable, su madre seguirá pensando que si la hubiese operado el Profesor se habría salvado.”

Les grita a los médicos asistentes cuando cometen equivocaciones, pero reconoce que él también se equivoca. Otro muchacho muere. Sus padres vienen. “Yo me levanto, trato de hablarles, digo algunas palabras estúpidas que me da vergüenza repetir, palabras que tantas veces he dicho y de las que me avergüenzo siempre que las digo. ¿Podré olvidar esto?”

“Esto son asesinatos. Pacientes que mueren por equivocaciones de los médicos. Sobre todo cirujanos. Nadie protesta a no ser algunos parientes histéricos. Pero nosotros lo sabemos. Nuestros fines son nobles, pero no siempre estamos a su altura.”

“En nuestro trabajo los errores se pagan con vidas. Trabajamos en personas humanas. No es cuestión de desesperarse porque alguien haya muerto, cosa que le sucederá antes o después. Nadie puede culparte. Todos me alaban, pero yo a veces me siento indigno de ser cirujano.”

“El corazón es el área de trabajo más difícil. Probablemente acabará conmigo. Entonces, ¿por qué lo hago? ¿Por amor al prójimo? Cállate doctor, lo haces por tu propio interés.”

“Cuando el corazón se para en tus manos, cuando sientes que su vida se apaga – ¡cuántas veces he querido morir yo para evitar ese desastre! La historia de la medicina conoce casos de cirujanos que se suicidaron cuando sus pacientes murieron en el quirófano. Si esta práctica se aceptase, nadie quedaría para hacer una simple operación de apendicitis.”

“Podría dedicarme a la investigación…, a la ciencia pura. ¡No! La verdadera satisfacción viene del ver resultados, de enfrentarse directamente a la responsabilidad, de participar en las alegrías y las penas de todas esas madres.”

“¡Que mueran por su cuenta! ¡Que no cuenten conmigo! ¡No vuelvo a operar!”

“Y luego esa calma tan especial que me invade siempre justo antes de ponerme a operar.”

Me contáis

Usted dijo que la Iglesia ha prohibido hablar de la ordenación sacerdotal de las mujeres como una posibilidad. ¿Es verdad eso?

No creo que la Iglesia haya prohibido hablar de ello, y de hecho no conozco ningún caso en que la Iglesia haya prohibido hablar de algo. Sobre libros escritos, sí, la Iglesia mantiene y ha mantenido siempre su censura eclesiástica estricta que requiere primero el Imprimi Potest (Puede imprimirse) del censor diocesano, y luego el Imprimatur (Imprímase) del obispo de la diócesis en que se imprime el libro, y no puede publicarse sin él. Lo divertido en este caso es que es el mismo obispo, el obispo católico de Toowoomba en Australia, William M. Morris, el que ha escrito a favor de la ordenación de las mujeres en una carta pastoral publicada en su diócesis y dirigida a todos los fieles, con lo cual en este caso el obispo lo ha hecho con permiso del obispo. El Vaticano ha reaccionado rápidamente y ha depuesto al obispo.

Salmo

Salmo 112 – Fuerza en la debilidad

Voy entendiendo algo de tus modos de actuar con los hijos de los hombres, Señor, y una de las normas que sigues en secreto y proclamas en público es que tu poder se manifiesta en la debilidad. Cuando el hombre se alza en orgullo de autosuficiencia, es humillado; pero si reconoce su propia debilidad, la acepta y la manifiesta, tú llenas el vacío de su humildad con la plenitud de tu poder. La debilidad del hombre es el poder de Dios. Siempre ha sido así.

“El Señor levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa
como madre feliz de hijos.”

Dios saca fecundidad de nuestra esterilidad, y corona al pobre como príncipe de su pueblo. Ese es el Reino. Los valores humanos se truecan, y los cálculos intelectuales quedan trastornados. Se destruye la sabiduría de los sabios y se inutiliza la inteligencia de los inteligentes. La gloria de Dios brilla en la pequeñez del hombre.

Quiero tener acceso a tu poder, Señor; quiero sentir la fuerza de tu Espíritu cuando hablo en tu nombre y cuando actúo por tu causa. Y te agradezco que me hayas mostrado ahora la manera de traer tu poder a mis acciones. Yo tengo que desaparecer para que tú aparezcas, tengo que ser sombra para que tú seas luz, tengo que eclipsarme para que tú amanezcas. Mientras yo esté lleno de mi propia importancia, no haré más que poner obstáculos a tu poder. El día en que yo no sea nada, tú lo harás todo. Yo he de disminuir para que tú crezcas, como dijo alguien que preparaba tus caminos. Esa es la ley de profetas y apóstoles, de predicadores de tu palabra y trabajadores de tu Reino. Que yo me gloríe en mi debilidad, para que la plenitud de tu poder se ejerza en mí.

“¿Quién como el Señor Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se baja para mirar al cielo y a la tierra?”

Meditación

El tigre suelto

Deja que el tigre vuelva a su guarida.
(Refrán chino)

Espera un poco. No hagas nada. No te muevas. No hables. Ni siquiera te levantes para marcharte. Sencillamente aguanta un rato hasta que vuelva la calma. Después hablarás.

Ahora anda un tigre suelto por ahí. Peligroso y mortal. Con sangre en sus garras y muerte en sus colmillos. Te hará trizas si te mueves. No perdona jamás. Guárdate de él si quieres vivir.

Eres tú mismo quien ha soltado al tigre. El tigre es tu ira. Estaba encerrada en tu pecho y tú la dejaste salir, la empujaste fuera en el encuentro violento hasta que tus puños se crisparon, tus pómulos ardieron, tu voz se enronqueció, tembló todo tu cuerpo y te dispusiste a lanzar por la boca todo lo que locamente acudía a tu mente. Has soltado al tigre. Si no reaccionas al instante, pronto va a haber sangre donde antes había amigos.

Cállate suavemente. No des curso a tu enfado. Abre tus manos crispadas. Regula tu respiración entrecortada. Afloja tus músculos y suaviza tu mirada. Deja que el tigre vuelva a su guarida. Que pase esta ola de furia que ha barrido tu pecho. Que se calme el ambiente. Que se relaje la tensión Que los rostros vuelvan a ser rostros humanos y las palabras vuelvan a ser lenguaje. Que la atmósfera se limpie y los corazones se apacigüen. Que el tigre se vaya y su olor desaparezca. Entonces podrás hablar y tus palabras serán sensatas y será posible la paz. No obres nunca cuando estás furioso. El tigre loco no sabe dónde hiere.

Háyarat Alisaheb, cuya nobleza en el combate igualaba su valor, había medido sus fuerzas muchas veces en batalla con su rival Abu Malik, sin que nunca uno de los dos lograra superar al otro. Un día en combate noble y personal Alisaheb derrotó a Abu Malik, lo arrojó al suelo y estaba a punto de acabarlo con la espada, cuando Abu Malik, antes de morir, desde el suelo le escupió en la cara. Alisaheb enfundó su espada y se retiró. Murmuró a los que escuchaban su retirada: “He sentido ira cuando me escupió, y yo he prometido nunca obrar bajo la influencia de la ira. Cuando mi alma está en paz volveremos a luchar.”

Hasta el guerrero quiere que su alma esté en paz antes de entrar en batalla. Que no vuelva el tigre. No obremos jamás bajo la ira.

 

Día 15
Os cuento

Citas del libro Caste and Outcaste de Dhan Gopal Mukerji, Standford University Press, 2002.

“Una vez en Benarés fui a bañarme en el Ganges y me paré al ver a un anciano sacerdote hindú que estaba sentado sobre una roca con sus piernas cruzadas, mirando al río sagrado y meditando. Unos americanos pasaron por ahí a toda prisa sacando fotos. Uno de ellos se acercó al sacerdote, lo enfocó con su máquina y le sacó varias fotos. Luego se llevó la mano al bolsillo, sacó una moneda, la dejó en la roca delante del sacerdote y se marchó con los demás. El sacerdote hindú miró a la moneda, miró al grupo de turistas americanos, arrojó la moneda al río en silencio y siguió meditando.” (p. 134)

“Un día estaba yo esperando el tren en el andén de una estación en la India con impaciencia. Al fin se oyó llegar al tren después de tres horas de espera. Paró antes de entrar en la estación y el maquinista activó un largo pitido para que le dieran la señal para entrar. El encargado de las señales estaba comiendo y protestó:

– ¿Qué quiere ese imbécil con tanto pitido?
– Quiere que le des la señal para entrar en la estación – le dijo alguien al lado.
– Pues que se espere a que acabe de comer.

Yo oí el diálogo y al menos entendí el retraso. En cada estación hay que esperar a que acabe de comer el de las señales.” (118)

“La reverencia que yo sentía al llegar por primera vez a América era tal que solo el arrodillarme y besar el suelo hubiera hecho justicia a mis sentimientos. Pero los americanos son divertidos. En cuanto vieron en mí esa actitud de novato me sacaron de ella bien pronto. El primer americano con quien me encontré al llegar al puerto iba vestido de una manera extraña para mí (más tarde entendí que lo que llevaba era un mono). Era el trabajador del puerto que cogió mi baúl. Lo tiró sin más ceremonia desde el barco hasta el muelle de una altura de unos tres metros. Yo sabía solo inglés de libro de texto y le cité los grandilocuentes versos de Milton:
‘Him the Almighty Power hurled headlong
flaming from the ethereal sky.’
‘Desde el cielo el Altísimo infinito
al abismo mandó a Satán maldito.’
El trabajador me miró extrañamente y exclamó: ‘¡Déjalo! ¡Eres un novato!” Esa fue mi iniciación en América.” (141)

“Como había venido a estudiar fui enseguida a Berkeley a la Universidad de California. No tenía más dinero que quince dólares que me había prestado un amigo. Llegué a la universidad hambriento de saber, sin caer en la cuenta que el mismo saber, como el pan, cuesta dinero. Me sacaron mis quince dólares bajo diferentes excusas como “matrícula para residentes”, “gimnasio”, “enfermería”… y me quedé sin nada. Sobreviví a pan y agua. Por fin conseguí un empleo de lavaplatos. Me quedé de pié ante la pila de platos sucios, y el jefe me vio y me preguntó:

– ¿Cómo es así que los platos están sucios todavía?
– ¿Cómo he de lavarlos?
– ¿Es que no sabes lavar platos?
– No.
– ¿Vas a lavarlos?
– Si me enseña usted cómo lavarlos, sí.
– Vas a hacer el favor de buscarte otro sitio para trabajar.
– ¿Qué sitio?
– Quiero decir que aquí sobras.
– ¿Qué quiere decir “sobrar aquí”?
– En lenguaje sencillo quiere decir que estás despedido.
– ¿Estoy despedido?
– Sí. Pero si no tienes a donde ir puedes pasar aquí la noche.

Me contáis

Dices que la Iglesia ha prohibido hablar de la posibilidad de ordenar sacerdotes a mujeres. ¿Es eso verdad?

Tanto como prohibir hablar yo creo que no, y de hecho no conozco ningún caso en la que Iglesia haya prohibido hablar de algo. Sobre libros la Iglesia sí que ha mantenido y mantiene siempre una rigurosa censura eclesiástica que obliga a obtener primero el Imprimi Potest (Puede Imprimirse) del censor católico diocesano, y luego el Imprimatur (Imprímase) del obispo de la diócesis en que esté la editorial que imprima la obra, y sin eso no puede publicarse.Lo divertido es que en este caso ha sido un mismo obispo, el obispo católico de Toowoomba en Australia, Willam M. Morris, quien se ha declarado a favor de la ordenación sacerdotal de mujeres en una carta pastoral publicada en su diócesis y dirigida a todos sus diocesanos, y claro en este caso el obispo lo ha hecho con permiso del obispo. El Vaticano ha reaccionado rápidamente y ha destituido al obispo quitándolo de su diócesis y dejándolo sin cargo alguno.

Salmo

Salmo 113 – Ídolos en mis altares

Hay un verso en este salmo que me obsesiona, Señor, y me vas a perdonar si dejo a un lado por hoy los otros muchos bellos versos que tiene este salmo (o, mejor dicho, los dos salmos que se han unido accidentalmente para formar uno) y concentro mi fe y mi oración, con la esperanza de mi propio provecho espiritual, en ese solo verso que tú proclamas aquí y vuelves a repetir, palabra por palabra, en otro salmo más adelante. Suena como un refrán del cielo, como un principio de sabiduría espiritual, como una maldición bíblica de importancia radical para un pueblo en busca de la tierra prometida y para un corazón en busca de Dios. El refrán dice así:  

“Quien fabrica un ídolo, será como él.”

Siento un escalofrío de arriba abajo cuando oigo esas palabras. Sé que los ídolos están hechos de piedra y madera; y a piedra y madera quedan condenados, por tanto, los que los hacen.

Hay fabricantes de ídolos en el sentido material de la palabra, artesanos que labran imágenes de la divinidad tal como se lo ordena la fecunda imaginación de adoradores devotos en todas las culturas y edades. Contra ellos se dirige la prohibición directa del salmo para reforzar el mandamiento del Señor a su pueblo que no se hagan imágenes de la divinidad, y para poner en ridículo la expresión de una piedad mal entendida en figuras sin vida.

“Sus ídolos son plata y oro,
hechura de manos humanas:
tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,
tienen orejas y no oyen,
tienen nariz y no huelen,
tienen manos y no tocan,
tienen pies y no andan,
no tiene voz su garganta.
Como ellos serán los que los hacen,
cuantos en ellos ponen su confianza.”

Y luego están los fabricantes de ídolos en el sentido más sutil de la palabra, tanto más peligroso cuanto más disimulado; y aquí es donde me veo a mí mismo y siento sobre mi cabeza todo el peso de la denuncia bíblica. Yo me hago ídolos en mi propia mente, y los adoro con fidelidad escondida y sumisión obediente. Ídolos son mis prejuicios, mis inclinaciones, mis gustos y preferencias; mis ideas fijas de cómo deben ser las cosas; mis principios y valores, por dignos y legítimos que parezcan; mis hábitos y costumbres; las experiencias pasadas que gobiernan mi vida presente; todo aquello que yo he supuesto, aceptado, fijado en mi mente como regla inflexible de conducta para mí y para todos por siempre.

Todo eso son ídolos. Ídolos de la mente. Piedra y madera, o aun oro y plata, pero en todo caso metal inerte y sin valor ante el alma viva. Ídolos mentales, ideológicos, culturales, incluso espirituales y aun devotos y religiosos. Todo el peso muerto de una larga vida. Todo el triste equipaje del pasado. Peso y obstáculo. Esclavitud y cadenas. Penosa herencia de mi alma pagana. No es extraño que mi vida espiritual no progrese cuando está atascada en sus ídolos.

Lo que me aterra es el castigo que se sigue a la adoración de ídolos. Hacerse como ellos. Tener ojos y no ver, tener oídos y no oír, tener manos y no palpar, tener pies y no caminar. Perder los sentidos, el contacto con la realidad, la misma vida. Ese es el castigo por adorar a los ídolos de la mente: dejar de estar vivo. Cesar de vivir. Mucho repetir y poco cambiar. Mucho pensar y poco vivir. Vivir de cadáver. Y eso es lo que me está sucediendo a mí.

Sigo adorando a mis antiguas ideas, manteniendo mis posiciones de siempre, postrándome ante el pasado… y pierdo la capacidad de vivir el presente. Me cargo la memoria de costumbres y rutina, y dejo de ver y de sentir y de andar. Me hago piedra y madera. Me hago cadáver. He adorado mi pasado, en busca de la seguridad y la tranquilidad, y me encuentro con la negra noche de la rigidez y la muerte. El ídolo es una idea fija, y cuando me agarro a una idea fija me quedo yo también fijo como un ídolo en piedra y madera.

A lo largo de toda tu revelación y tu trato con tu pueblo escogido, tú siempre odiaste a los ídolos, Señor. Hoy te ruego me libres de todos los ídolos de mi vida…, para que vuelva a andar.

Meditación

El corazón en casa

Su corazón está en casa.
(Dicho tseltal. México maya)

Se dice “de la persona dueña de sí misma, madura y tranquila, como de aquel que, terminadas sus labores, se sienta a la puerta de su casa a disfrutar de la tranquilidad del ambiente”. (Eugenio Maurer en Rostros indios de Dios, p. 100)

¿Está en casa mi corazón? ¿O ha salido fuera, que ni yo sé dónde está, no sé qué siento, lo que quiero, ni lo que vivo; ni si estoy vivo o no en la rutina dispersa de actividades locas que forman mi día con horario preprogramado? ¿Estás en casa, fuente de mi sangre, centro de mi ser, ritmo de mi vida? ¿Estás a gusto, te sientes bien, percibes la alegría de hacer llegar tu latido vital al organismo entero a través de los vínculos rosados de tu presencia tan invisible como indispensable? Si a veces no pienso tanto en ti es porque haces tu trabajo tan fielmente, tan suavemente, tan calladamente que me olvido de ti y doy por supuesta tu labor constante con despreocupación confiada. Acepta, por favor, como sincero cumplido a tu lealtad lo que podría parecer olvidadiza ingratitud. Eres tan mío y soy tan tuyo, que quizá por eso mismo nos hablamos menos, ¿no es así?

¿Está en casa mi corazón? ¿Están mis afectos, mi cariño, mis mejores sentimientos centrados en los que están más cerca de mí, en mi casa, en mi familia, en mis compañeros, mis colaboradores, mi círculo más cercano, las personas con quienes vivo, con quienes trabajo, con quienes comparto tiempo y espacio en el intercambio diario que define mi vida? ¿Está mi corazón con ellos y ellas en intimidad próxima de contacto hermano? ¿O se escapa mi corazón fuera de casa a buscar lejos lo que debería haber encontrado cerca, a compensar en aventuras inventadas las carencias reales que empobrecen su latido diario? Si mi corazón no está en casa, ¿cómo va a calentarse mi hogar?

El corazón es la fuente de esos instintos espontáneos y certeros que, más allá de los caminos logísticos de la pura razón, iluminan con destellos súbitos los tesoros escondidos de la existencia en la sorpresa abierta del puro vivir. “He tenido una corazonada”, se dice en castellano. “He tenido un pálpito”, es el eco propiamente sudamericano del mismo giro. Ambos vienen del corazón ¿Dónde quedaríamos en puro razonamiento abstracto sin los impulsos del corazón que se abren paso a través de nuestros teoremas, conclusiones, juicios y prejuicios para abrir ventanas de luz y rayos de intuición en las sendas de la vida? Un “pálpito” puede valer más que una “idea” cuando se trata de sentir a fondo las realidades que a fuerza de pensarlas hemos desgastado año tras año. Si nuestro corazón está en casa, nos va a guiar con suavidad doméstica y atrevimiento feliz a paisajes de vida que sin él se nos quedarían sin descubrir.

¿Está en casa mi corazón? Sin él, por mucho que yo trate de representar vida, hará tiempo que terminó mi biografía y quedó vacía mi casa. Vuelvo a sentir sus latidos. Mi corazón está en casa. Todo va bien.

Día 1
Os cuento

Cuentos tibetanos

– Maestro, ¿hago bien en no dejarme atrapar por los extremos?
– Haces bien.
– Maestro, ¿hago bien en seguir el camino del medio?
– Haces bien si no te aferras al camino del medio y lo conviertes en otro extremo.

Era un monje que, a pesar de todos sus esfuerzos espirituales, no hallaba la paz interior. Angustiado, el discípulo acudió a su maestro y le preguntó: – ¿Cómo puedo liberarme? El maestro contestó: – ¿Y quién te ata?

El maestro convocó a sus discípulos para su instrucción diciéndoles que trajese cada uno un vaso lleno de agua y una cuchara.

– Ahora vais a hacer algo muy simple. Golpead el vaso con las cucharas. Quiero escuchar el sonido que producen.

Los alumnos golpearon los vasos. No brotó más que un sonido sordo, apagado, sin gracia. Entonces el maestro ordenó:

– Ahora vaciad los vasos y repetid la operación anterior.

Así lo hicieron los monjes. Una vez que los vasos estuvieron vacíos, volvieron a golpearlos con las cucharas. Surgió un sonido vivo, intenso, musical. Los monjes intuían la enseñanza.
Así como un vaso lleno no emite sonidos agradables, una mente atiborrada jamás puede brillar. Vaciad la mente.

Un monje se encerró en una celda para pasar un año, un mes, y un día en aislamiento, silencio y meditación. Todos fueron a despedirlo con efusividad. El monje encargado de asistirle haciéndole pasar las comidas por una estrecha portezuela, le pidió que dejara sus pertenencias, las cuales recogería al salir.

– Quisiera quedarme con el reloj – musitó el joven, preocupado.
– También debes dejárnoslo. De todas maneras, no vas a necesitarlo en este tiempo, nosotros te avisaremos cuando se haya cumplido el plazo.

Además, se te devolverá al salir.
De mala gana, el muchacho se desprendió del reloj y entró en la ermita para el retiro. Pasaron los días, uno tras otro, y pasaron las estaciones.
Llegó el día del fin de su retiro después de un año, un mes y un día. Toda la familia del joven se había reunido para esperar su salida. El joven apareció y, sin siquiera mirar a sus padres y hermanos, preguntó: “¿Dónde está mi reloj?”

Un yogui de la India peregrinó al Tibet. Estaba interesado en conocer los monasterios y a los monjes y lamas tibetanos. Quería, especialmente, departir con ellos sobre ciertos temas filosóficos. En el primer monasterio en que recaló se encontró con un monje muy afable y dispuesto a conversar con él. Mientras intercambiaban puntos de vista, el monje tibetano le dijo al yogui hindú:

– Todo es transitorio e inestable, tal como un río que fluye constantemente.

El yogui Hindú replicó: – Yo creo que no estás en lo cierto. En cada persona habita un alma que es imperecedera, inmortal y eterna. El monje tibetano y el yogui hindú se enzarzaron en una discusión que los llevó a subir el tono cada vez más. Ambos sostenían con tal vehemencia sus propias posturas que llegaron a un punto en que, de no haber intervenido otras personas, hubieran venido a las manos.

En este momento pasó un lama por donde estaban los dos discutidores y, tras interiorizarse en lo que ocurría, les propuso:

– Solicito que cada uno de vosotros defienda ahora la postura del otro. Es decir, me gustaría, como ejercicio, que os pusierais en la mente del otro, que pensarais como el otro por un momento, y sostuvierais la postura opuesta a la que sosteníais hasta ahora. Luego pasaré a veros.

Eso hicieron. Pero a medida que pasaban los minutos y que exponían sus nuevas posturas, comenzaron a pelearse tan fieramente como antes. El monje visitante concluyó que no eran sus ideas las que se enfrentaban sino sus caracteres. En la mente de un confuso discípulo había muchas dudas y tensiones. Fue a reunirse con su maestro y le preguntó:

– ¿Cómo podré saber, maestro, cuándo estoy en la senda de la paz interior?

El maestro respondió:

– Cuando ya no hagas esa pregunta.(Cuentos tibetanos, Yosamo Sim y Pedro Palao Pons, Ediciones Karma, Madrid 2005, pp. 111, 98, 62, 136, 105, 90.)

Me contáis

Dijiste la vez pasada que la censura eclesiástica se ejerce con el Imprimi Potest  del censor y el Imprimatur del obispo en los libros. ¿Se ejerce también sobre la Web?

No. Las dos expresiones “Puede Imprimirse” e “Imprímase” se refieren a la “impresión” y en las prohibiciones las palabras han de entenderse en su sentido exacto y estricto sin ampliarlo. La Web, en sí misma, no es impresión. Ya sé que ahora me preguntarás, ¿y si lo imprimo en la impresora? Bueno, eso sería “impresión”, pero es una impresión privada que no llega a “publicación” como cuando se imprime un libro. Y podrías seguir preguntando, claro.

Ya sé que esto de la censura eclesiástica parece anticuado y habrá quien no se crea que se da todavía, pero sigue en vigor, y sé de libros concretos cuya publicación ha sido prohibida por las autoridades eclesiásticas.

Salmo

Salmo 114 – Pasión y resurrección

Este salmo se rezó un Jueves Santo de camino hacia Getsemaní. Había acabado la cena; el grupo era pequeño, y el último himno de acción de gracias, el Hal-lel, quedaba por recitar; y lo hicieron al cruzar el valle hacia un huerto de antiguos olivos, donde unos descansaron, otros durmieron, y una frágil figura de bruces bajo la luz de la luna rezaba a su Padre para librarse de la muerte. Sus palabras eran eco de uno de los salmos del Hal-lel que acababan de recitar por el camino. Salmo que, en su recitación anual tras la cena de Pascua, y especialmente en este último rito frente a la muerte, quedó como expresión final del acatamiento de la voluntad del Padre por parte de Aquel cuyo único propósito al venir a la tierra era cumplir esa divina voluntad.

“Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del Abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
‘¡Señor, salva mi vida!’.”

Me acerco a este  salmo con profunda reverencia, sabiendo como sé que labios más puros que los míos lo rezaron en presencia de la muerte. Pero, respetando la infinita distancia, yo también tengo derecho a rezar este salmo, porque también yo, en la miseria de mi existencia terrena, conozco la amargura de la vida y el terror de la muerte. El sello de la muerte me marca desde el instante en que nazco, no solo en la condición mortal de mi cuerpo, sino en la angustia existencial de mi alma. Sé que camino hacia la tumba, y la sombra de ese último día se cierne sobre todos los demás días de mi vida. Y cuando ese último día se acerca, todo mi ser se revela y protesta y clama para que se retrase la hora inevitable. Soy mortal, y llevo la impronta de mi transitoriedad en la misma esencia de mi ser.

Pero también sé que el Padre amante que me hizo nacer me aguarda con el mismo cariño al otro lado de la muerte. Sé que la vida continúa, que mi verdadera existencia comienza solo cuando se declara la eternidad; acepto el hecho de que, si soy mortal, también soy eterno y he de tener vida por siempre en la gloria final de la casa de mi Padre.

Creo en la vida después de la muerte, y me alienta el pensar que las palabras del salmo que hoy me consuelan consolaron antes a otra alma en sufrimiento que, en la noche desolada de un jueves, las dijo también antes de que amaneciera su último día sobre la tierra:

“Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.”

Meditación

Necesidades innecesarias

La mejor manera de no quedarse anestesiados por el progreso es evitar las falsas comodidades, las necesidades innecesarias.
(Chamalú)

Fue una de las primeras cosas que oí cuando llegué a la India, y no me llamó la atención: “Puedo pasar sin ello: por eso lo dejo.” Lo decía un compañero mío de clase en la universidad y se refería a tomar el té, costumbre universal en la India, pero que él no seguía. Y no la seguía porque podía pasar sin ella. Gran principio. Lo había de oír mil veces después, y siempre golpea mi mente occidental con la simplicidad del gran principio que la enseñanza encierra. Me puedo pasar sin ello, luego lo dejo. Sin exagerar tampoco en extremos ascéticos. La vida es la vida y cosas pequeñas ayudan a veces a las grandes y todas son bienvenidas. Pero no exageradas. Y muchas veces el principio de pasarse sin ello nos protege y nos ayuda. Fuera lo que fuera, grande o pequeño, importante o mínimo, general o particular. Me puedo pasar sin ello. Y eso basta. No crearse “necesidades innecesarias.” Principio de vida. Sigue vivo en Oriente.

El consumismo nos consume. Más y más. Puedo tenerlo, luego lo tango. Lo opuesto de “puedo pasar sin ello, luego lo dejo”. Basta con verlo para desearlo, y con desearlo para comprarlo. Todos lo tienen. Es lo último. Es lo que se lleva. Lo he visto en el escaparate, en la revista de colores, en la tele, en casa del vecino. Luego ha de estar en la mía. No es que necesite el aparato. Probablemente no me servirá de nada. Lo que necesito es “tenerlo”. Esa es la necesidad innecesaria. No la necesidad del objeto en sí, sino la servidumbre publicitaria del efecto demostrativo. El deseo, la competencia, la envidia. El ansia de ser como todos, de no quedarse atrás, de no ser menos. La necesidad de tener.

Puede llegar a hacerse dura costumbre. El instinto de poseer se desborda y se aferra a todo lo que encuentra a su paso sin casi importarle de qué se trata. Adquirir, tener, usar, consumir. Se aprende desde pequeños, se refuerza con las demandas de la moda juvenil, crece al crecer la capacidad de adquirir, y atenaza con su crecimiento salvaje el desarrollo de la personalidad. La posesión y el consumismo ahogan a la persona.

Para salvar a la persona y a la sociedad es urgente que aprendamos la sobriedad satisfecha que sabe vivir en medio del ataque de los supermercados sin dejarse fascinar por ellos. Cuentan de Diógenes que, ya en sus tiempos, se paseaba por los mercados de Atenas sin comprar nada y decía a los que se interesaban por su visita al comercio: “Vengo para ver cuántas cosas no necesito.” Ya era esa la clave: no necesito. Y lo sigue siendo entre nosotros ahora más que nunca. Lo que nos falta es la mirada del sabio para ver sin dejarse atrapar. Turismo filosófico.

Dejar la taza de té. No importa que todos tomen. Yo no lo necesito. Puedo pasarme sin él. Y me paso. Secreto sencillo de existencia feliz. Se puede vivir sin té.

 

Día 15
Os cuento

«A mí me lo hicisteis»

Estaba yo contestando un email en el ordenador, y en mi respuesta cité como explicación de lo que estaba diciendo la frase típica de Jesús como lo más característico del cristianismo y su misma esencia: “Lo que le hicisteis al más pequeño de entre vosotros, me lo hicisteis a mí.” Descansé un momento en lo que es mi tarea primera y larga de las mañanas, abrir el ordenador y contestar los correos electrónicos del día. Y de repente este pensamiento surgió en mi mente ante la pantalla del ordenador cargada de mensajes: “Lo que le contestaste a este email me lo contestaste a mí.” Me sacudió levemente el alma a mí mismo. Cada mensaje es una persona, y cada persona es Cristo. A veces me impaciento, ¡otra vez el mismo tema!, ¡la misma pregunta repetida!, ¿para qué preguntarán esto?, ¿y qué puedo yo contestar a eso? Tentación de juzgar, de clasificar, de omitir, de borrar el mensaje sin respuesta, de preferir una pregunta a otra, de ver como una carga lo que es un don. Es hora de recordarme a mí mismo: “Lo que le contestaste a ese me lo contestaste a mí.”

Antes me decían: “Gracias por escucharme.” Ahora que hablo menos y escribo más, me dicen: “Gracias por leerme.” El contacto humano, la atención personal, el dedicar unos momentos en exclusiva a una persona pensando en quién me escribiría eso, qué puedo contestarle, cómo puedo alegrarle la vida, es responsabilidad y privilegio que da más al que contesta que al que pregunta. El email es siempre evangelio.

Cuento oriental

Un hombre y su familia eran muy pobres y todos los días le rogaban a Dios que remediase su pobreza. Un día el hijo pequeño miró a lo alto en un árbol que crecía junto a su choza y vio un cisne posado en una de sus ramas. El niño gritó, vinieron su padre, su madre y sus hermanos y hermanas, y vieron al cisne. La maravilla era que el cisne era de color dorado. Entonces el cisne se arrancó una pluma con el pico y la dejó caer en manos del hombre. Era pesada y cayó con fuerza. El hombre vio que la pluma era de oro, la vendió, y con su precio vivieron felices él y su familia todo un año.

El hombre comenzó a preocuparse qué pasaría ahora, pero al cabo del año justo volvió a aparecer el cisne y les dio otra pluma. Y lo mismo el año siguiente y el siguiente. Pero al hombre le había ido entrando miedo de que el cisne no viviría muchos años más ya que las aves viven menos que los humanos, y cualquier año podía faltar a la cita. Más valía asegurarse. Por eso cuando el cisne volvió la próxima vez, lo agarró, le arrancó todas las plumas, y las guardó. Ya tenía plumas de sobra para toda la vida. El cisne se escapó como pudo y se ocultó en la maleza.

Pero cuando el hombre fue a tomar una pluma para venderla cayó en la cuenta de que era de color blanco y no tenía peso. Las plumas de oro pesaban porque el oro es metal muy pesado, pero ahora las plumas eran solo plumas, blancas y leves, y cuando las tiró todas al aire fueron bajando despacio despacio hasta alfombrar todo el suelo de la casa, y allí quedaron.

Esa es la parábola. Su enseñanza puede ser que hay que vivir la vida día a día, año a año, instante a instante con la actitud oriental del momento presente como lo más importante en la vida. O también quizá quiera decir que no se puede seguir viviendo toda la vida de plumas de cisne. Hay que trabajar.

Me contáis

“Me llamo Ignacio, tengo 39 años y se me ha diagnosticado un tumor canceroso de difícil tratamiento. Siempre he sido muy religioso pero me cuesta admitir mi situación. Sé que Dios lo hace todo por nuestro bien, incluso me dicen y me han dicho siempre que Dios nos envía sufrimientos en esta vida para darnos un premio mayor en el cielo, pero es no me consuela. No sé si usted podrá decirme algo.”

No te puedo decir nada que no sepas, Ignacio. Solo puedo decirte que estoy de acuerdo contigo en que esas explicaciones que nos dan del sufrimiento, que Dios nos lo envía para luego darnos un mayor premio en el cielo, no me convencen. Es como si un padre le dijera a su hijo: “Mira, hijo mío, te voy a regalar una bicicleta, pero para que te la merezcas debidamente te voy a dar primero una buena paliza y así merecerás la bici, y cuanto más paliza te dé, mejor será la bici.” Hacernos sufrir aquí para darnos mayor gloria allí sería lo mismo. No tiene sentido. Yo pensé mucho a lo largo de años sobre el sentido de la vida, y le daba mil vueltas, hasta que me encontré con este dicho de Krishnamurti: “La vida no tiene sentido, ni tiene por qué tenerlo.” Parece un disparate, pero es lo más sincero y tranquilizador y liberador que conozco. Nada de desesperación o angustia o descontento. Sencillamente vivir la vida día a día tal como viene, que siempre es un privilegio sentirla y vivirla, y ya iremos viendo lo que nos trae. La vida siempre tiene que tener altos y bajos, alegrías y tristezas, gozo y sufrimiento. Y eso es todo. Otro dicho taoísta que a mí me ilumina: “Cuando dices belleza has creado la fealdad.” No existe la una sin la otra. No puedes tener cumbre sin valle, alegría sin tristeza, o gozo sin sufrimiento. Son dos caras de una misma moneda. La vida, para ser vida, ha de tener de todo, y en eso estamos. Nosotros sí que podemos hacer algo, y es aceptar la realidad en vez de protestar contra ella. Desde luego, hacer todo lo posible por evitar el sufrimiento en nosotros y en los demás, y luego recibir lo que venga. A todos nos toca.

Salmo

Salmo 115 – Renovación de votos

“Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.”

Me alegro, Señor, de haber hecho los votos. Me alegro de aquel día en mi juventud cuando, con abierta generosidad y feliz entusiasmo, te consagré públicamente mi vida en pobreza, castidad y obediencia. Me siento orgulloso de aquel momento, y lo considero un nuevo nacimiento en tu servicio y en servicio a todos los hombres y mujeres por ti. Me congratulo de haber hecho los votos, y quiero renovarlos hoy en agradecimiento por aquel día y con la clara determinación de que, si no los hubiera hecho entonces, los haría ahora. Vuelve a aceptar la consagración de mi vida, Señor, como la aceptaste aquel día, y prolóngame la alegría que esta consagración ha traído a mi vida.

Ahora sé algo más, acerca de la pobreza, la castidad y la obediencia, de lo que sabía el día en que pronuncié esas tres palabras en voz alta en presencia de mis hermanos, de rodillas ante tu altar. He medido con mis propias caídas la profundidad de mi entrega, y he aprendido a fuerza de errores el sentido práctico del ideal excelso.

Incluso siento dudas a veces, no sé qué contestar a las preguntas que otros me hacen, oigo hablar de nuevas interpretaciones y enfoques modernos, y a veces me cuesta reconocer el sentido original entre el nuevo vocabulario. Pero yo sé bien lo que me digo, lo que estas tres palabras sagradas han significado para mí en mi vida y lo que significan en la historia y la tradición del pueblo de Dios, del que somos parte como representantes y siervos. Me he entregado a ti, en cuerpo y alma, para la gloria de tu nombre y el servicio de los demás. Ese es el resumen claro y definido. Lo que ahora te pido es la gracia de que esa convicción se traduzca en acción en mi conducta diaria, y mi entrega verbal se haga compromiso real.

Ese es el sentido de la renovación de votos. No es costumbre anual, sino privilegio diario. Disfruto pronunciando esas tres palabras juntas, una y otra vez, en el silencio de mi alma ante ti y en la compañía de mis hermanos, cuando todos recordamos nuestro vínculo común y volvemos a consagrar nuestras vidas. Y con esas palabras va una oración a pedirte que el espíritu que esos votos encarnan se haga cada vez más fuerte en mí y en el grupo, que mi entrega y mi servicio se reafirmen con mayor entender y gozar, según crecen los años, para que mi consagración inicial vaya adquiriendo nuevo sentido sin olvidar nunca el antiguo.

“Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.”

Meditación

Aprender a remar

Era la primera vez que lo veía en su realidad. Antes lo había visto solo en anuncios o en películas y no me había producido tanta impresión. Pero al verlo en una casa particular con el bulto de los aparatos y la complejidad de sus estructuras, me hizo sonreír por un lado y reflexionar por otro.

Se trataba de un gimnasio particular, completo y bajo techo. Una enorme habitación con grandes ventanales y todo tipo de aparatos extraños. Una bicicleta para pedalear sin avanzar, una esterilla móvil para andar sin moverse, pesas para levantar de pie y tumbado, y aun un simulacro de bote para remar en seco. Arsenal moderno de ejercicio en casa.

Todo ayuda para mantenerse en forma. Pero pienso si no haría mejor, quien tiene todo ese interés en hacer ejercicio y toda esa capacidad económica para procurarse los medios, en comprarse una bicicleta de verdad y pasearse por las avenidas abiertas del gran parque junto al que vive, o en alquilar un bote con dos remos en un lago cercano donde podría desarrollar sus músculos al aire libre bajo el sol y las nubes en plena naturaleza.

Ese ejecutivo va todos los días a la oficina en su coche a una distancia equivalente a la que luego él anda sobre la esterilla móvil en su gimnasio mientras el contador marca los kilómetros imaginarios en paisaje fijo. ¿No se le habrá ocurrido ir andando al trabajo? ¿Es que su posición le obliga a llegar en coche? ¿Tiene miedo a llegar con el cuello de la camisa sudado si va andando? En cambio llegaría con la cabeza más fresca y le saldría mejor el trabajo. Y lo haría todos los días con la mayor naturalidad del mundo sin tener que obligarse a golpes de fuerza de voluntad al ejercicio mecánico e ingrato.

La primera regla del ejercicio necesario para la salud es que se haga a gusto. Si se hace a disgusto, bastará la menor excusa para retrasarlo, acortarlo, suprimirlo. Y aunque llegue a hacerse por pura autodisciplina, no producirá tan saludable efecto, porque es violento, desagradable, molesto. En cambio, si se hace a gusto, se hará con regularidad y se recreará el alma junto con el cuerpo, encontrando placer en la misma utilidad. Por eso el deporte favorito es más eficaz que la gimnasia solitaria, y la barca de remos sobre el mar es mayor bienhechora del organismo que el modelo más perfecto de remadora en dique seco entre cuatro paredes que no saben a mar.

El gran deterioro de la vida humana está en reemplazar lo natural por lo artificial. Y el gran retorno que augura esperanzas y abre horizontes en nuestros días es la vuelta al origen, el volver a descubrir el aire, el agua y el sol, el abrazo reconciliador con la madre tierra. Nuestro cuerpo viene de la tierra, y es su contacto apreciado y querido el que lo renueva con garantía de origen. Aprendamos a remar.

Día 1
Os cuento

Unas páginas de la biografía que he leído del cardenal de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, a quien conozco y aprecio. Lo visité una vez en Buenos Aires y le recordé lo que el boletín de su arzobispado dijo sobre mí y mi libro “Querida Iglesia” que se publicó allí: “El libro es obra de un adolescente inmaduro, cualquiera que sea su edad.” Él no lo sabía. Es el libro mío del que he recibido más comentarios favorables de católicos que se estaban alejando de la Iglesia ante sus fallos, y que al ver que yo mencionaba con toda claridad esos mismos fallos pero sacaba con cariño la conclusión opuesta que por eso mismo la Iglesia es más comprensiva y humana y mejor ayuda para nuestros propios fallos, se sintieron reconciliados con ella y volvieron a las prácticas religiosas. Las tres palabras que el cardenal escoge son significativas.

Sergio Rubin, El Jesuita, Conversaciones con el cardinal Jorge Bergoglio:

p. 62: Siendo yo vicario de Flores, una chica de un colegio de Villa Soldati, que cursaba el cuarto o quinto año, quedó embarazada. Fue uno de los primeros casos que se planteó en la escuela. Había varias posturas acerca de cómo afrontar la situación, que contemplaban hasta la expulsión, pero nadie se hacía cargo de lo que sentía la chica. Ella tenía miedo por las reacciones y no dejaba que nadie se le acercase. Hasta que un preceptor joven, casado y con hijos, un hombre al que yo respeto mucho, se le acercó cuando la vio en un recreo, le dio un beso, le tomó la mano y le preguntó con cariño: “¿Así que vas a ser mamá?”, y la chica empezó a llorar sin parar. Esa actitud de proximidad la ayudó a abrirse, a elaborar lo que le había pasado. Y le permitió llegar a una respuesta madura y responsable, que evitó que perdiera la escolaridad y quedara sola con un hijo frente a la vida, pero también – porque era otro riesgo – que las compañeras la consideraran una heroína por haber quedado embarazada.

p. 136: Para mí hay tres palabras que definen a las personas y constituyen un compendio de actitudes –dicho sea de paso, no sé si yo las tengo– y que son: permiso, gracias, y perdón. La persona que no sabe pedir permiso, atropella, va adelante con lo suyo sin importarle los demás, como si los otros no existieran. En cambio, el que pide permiso es más humilde, más sociable, más integrador. ¿Qué decir del que nunca pronuncia “gracias” o que en su corazón siente que no tiene nada que agradecer a nadie? Hay un refrán español que es bien elocuente: “el bien nacido es bien agradecido”. Es que la gratitud es una flor que florece en almas nobles. Y, finalmente, hay gente que considera que no tiene que pedir perdón por nada. Ellos sufren el peor de los pecados: la soberbia. E insisto, solo aquel que tuvo la necesidad de pedir perdón y experimentó el perdón, puede perdonar. Por eso, a los que no dicen estas tres palabras les falta algo en su existencia.

Me contáis

[Esta es mi respuesta a alguien que me contaba con entusiasmo cómo Dios había oído sus oraciones en varios casos, y que lo contase en mi Web para que otros se animasen.]

Te felicito por fu fe, Diana, y me alegro la oración haya alegrado tu vida. Recibo muchas más confidencias de gente cuyas oraciones no han sido escuchadas, y por eso aprecio tus experiencias. Tampoco puedo contarles tus experiencias a gente cuyas oraciones no han sido escuchadas, pues resultaría contraproducente, ya que me podrían decir, ‘¿Y por qué Dios le escuchó a Diana, y no a mí?’ Y los ‘milagros’ de los médicos quieren decir solamente que ellos no saben cómo se curó, pero eso no quiere decir nada. Quiero decirte que no es tan fácil el tema, y yo lo trato con respeto y reverencia, ya que la oración de petición sigue siendo un misterio. Jesús dijo, ‘Pedid y recibiréis’, y son innumerables las veces en las que pedimos y no recibimos. Y luego, claro, para  exculpar a Jesús decimos que lo que pedíamos no nos convenía. Aunque bien que lo pedíamos con ganas. Y cuando sucede lo que pedíamos, nunca sabemos si de todos modos iba a suceder aunque no lo hubiéramos pedido. Si paso un examen después de haber estudiado y haber rezado por él, no suelo decir que he pasado porque recé sino porque estudié; y si me suspenden no suelo decir que me suspendieron por no haber rezado lo suficiente.

‘Ya sabe vuestro Padre Celestial lo que necesitáis’ dijo también Jesús. Lo cual parece también hacer superflua la oración de petición. Ante el misterio que todo esto implica, yo prefiero el realismo del teólogo William Barclay, que he citado muchas veces: ‘Cada cama blanca en un hospital, y cada tumba prematura en un cementerio, son un monumento a una oración no escuchada.’ Necesitamos ante todo credibilidad, y la credibilidad se basa en la verdad, y la verdad es que muchas peticiones no son escuchadas. Somos creyentes y agradecidos cuando vemos que lo que pedimos, sucede; pero hemos de reconocer que con frecuencia no sucede. Y también hay que pensar que si todo lo que pedimos sucediese, las cosas iban a complicarse bastante. Acuérdate del cuento que he contado alguna vez en la Web del pueblo que rezó con fe para que una montaña que los estorbara se cambiara de sitio y se cambió como está prometido en el Evangelio, pero eso estorbaba a los de otros pueblo que entonces pidieron con fe que la montaña volviera a su sitio, y volvió. Y así sucesivamente. ¿Qué sucede cuando son muchos los que piden ganar el gordo de la lotería o sacar el premio en un concurso o ser el primero en un examen?

Mi entender de la oración de petición es que Dios quiere, por un lado, que nos acordemos de él, y por eso nos anima a que le pidamos (si no hubiera oración de petición, muchos no se acordarían de Dios para nada), mientras que al mismo tiempo mantiene siempre su libertad suprema y absoluta, aun por encima de todas las promesas que ha hecho sin condicionarse ni obligarse nunca a nada. Y ya nos bendecirá a su manera. Si pudiéramos obligarlo, no sería Dios. Espero esto te ayude. Gracias por escribir, y un abrazo, Carlos.

Salmo

Salmo 116 – Breve plegaria

Este es un gran salmo con una larga lección. Porque es el más breve. Y, con todo, tiene la fuerza y la belleza del más largo. Nos recuerda las palabras de Jesús: “Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.” (Mateo 6, 7) Por eso tampoco ha de ser largo su comentario.

La oración no es larga por necesidad; y, si siento de veras lo que rezo, la intensidad del sentimiento puede compensar con creces la brevedad de la plegaria.

Pongo en mi oración una palabra de alabanza, la presencia del grupo y el horizonte de la humanidad entera, mi fe en la misericordia de Dios y la fidelidad de su promesa de salvación… y surge la oración perfecta.

“Alabad al Señor todas las naciones,
aclamadlo todos los pueblos:
firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.”

Ese es el salmo entero. La vida entera.

Meditación

Complejo de batidora

Un acertijo del maestro Kisu:

Por muchas vueltas
que le deis al molinillo
moleréis todo el grano que queráis,
pero nunca moleréis el eje.

Una vez me dijo una señora con gracia: “Tengo complejo de batidora.” Todo el día dando vueltas, todo el día haciendo cosas, todo el día de un lado para otro. Batidora universal que lo bate todo. Claras de huevo y pasta de pizza. Para todo vale. Dale al botón y funciona. Nunca para. Y tiene garantía por si se estropea. Adelantos cómodos de la tecnología moderna. Electrodomésticos para el ama de casa. Imagen en metal de lo que somos en la vida. No paramos de dar vueltas.

Pero el eje no se mueve. El eje es el Yo. El eje es mi ser más íntimo en la integridad de su existencia. Recto y sereno. Vértice y centro. La circunferencia gira como loca, pero el centro sigue inmóvil en sí mismo. No le afecta lo que se muela. Granos de trigo o granos de arroz. El eje es el mismo. Todo lo ve, todo lo acepta, todo lo trabaja. Pero él queda intacto en la verticalidad de su conciencia. El eje no se muele.

El mundo vertiginoso sigue dando vueltas alrededor. Ya no nos marea. Ya no nos arrastra en su loco girar. No perdemos el equilibrio. No perdemos la paz. El ojo del huracán queda en silencio mientras ruge la tormenta. Saber centrarnos es saber vivir. Que siga el molinillo. Que siga el mundo. Que sigan las tareas diarias. Nosotros también seguimos erguidos en el eje perpendicular de nuestro ser. En la tempestad, la calma.

 

Día 15
Os cuento

He pasado una semana en la India. El departamento de matemáticas de la universidad de Ahmedabad me invitó a inaugurar su nuevo edificio. Me gusta que me recuerden como matemático, pues muchos me conocen solamente como escritor, y acepté con gusto. Les hablé de las matemáticas en la historia india. En el siglo XII hubo un gran matemático, Bhaskaracharya, que escribió un bello tratado con un bello nombre: Lilávati. Quiere decir “juguetona” y era el nombre de su hija. Y eso tiene su historia. Nada menos que la ceremonia del matrimonio de Lilávati. Se celebraba con toda solemnidad, y sobre todo se prestaba atención al momento estelar en que se habían de tocar por primera vez y unir las manos de los novios para consagrar el sacramento. Era esencial hacerlo en el momento exacto. Para calcularlo, en vez de relojes de sol o de arena, el padre de la novia ideó un método especial que hiciera honor a su arte y a su ciencia. Tomó un hoja de loto, circular, plana, extensa y con su borde levantado, la colocó en el agua, hizo en ella un agujero debidamente calculado para que el agua fuera entrando poco a poco por él, y el momento en que el peso del agua hundiera a la hoja sería el momento exacto de unir las manos. Imaginación poética y cálculo científico. Todo se hizo debidamente y religiosamente. La hoja se iba llenando de agua, y todos esperaban el momento con alegre expectativa. Pero el momento no llegaba. Algo pasaba. El agua había cesado de entrar en la hoja. Alarmados, examinaron la hoja y vieron con desmayo que una de las perlas del collar de la novia se había desprendido y obturado el agujero. El agua había dejado de entrar, el momento estelar había pasado, y la boda no podía celebrarse. Peor aún, al no poder casarse después de estar prometida, ya no podría casarse jamás. Lilávati estaba condenada a quedar soltera toda su vida, lo que era una desgracia en la sociedad de entonces. ¿Qué hacer?

Aquí es cuando su padre le dijo: “Siento con toda el alma, hija mía, que esto haya sucedido y que ya no puedas casarte. Siento tu dolor, que es el mío. Pero para resarcirte en alguna manera de tanta pena, para hacer tu nombre inmortal y que lo pronuncian todas las generaciones con aprecio y admiración, voy a escribir un tratado de matemáticas que será el mejor y más avanzado de todos los tiempos…, y le pondré tu nombre. Será el “Lilávati”. Y lo escribió. Y se conserva hasta este día. Tiene teoremas y problemas, y, aparte de las matemáticas, es interesante por la idea que nos da de la vida social de entonces. Los problemas de matemáticas de nuestros libros de texto presentan pesos y medidas, fuerzas y distancias, trenes y aviones, ángulos de fútbol y velocidades de satélites, mientras que los del Lilávati hablan de lanzas y flechas, de serpientes cobra y pavos reales que las cazan, de  brahmanes y ceremonias. Espejo de la sociedad. Un ejemplo que no se encuentra en nuestros manuales:

“Una prostituta le está haciendo el amor a un cliente. Se le rompe el collar de perlas, y una quinta parte de las perlas cae sobre la cama, una tercera parte al suelo, una sexta parte queda en su cuerpo, y una décima parte en manos del amante. Si aún quedan seis perlas enhebradas en el collar, di, oh devoto seguidor de Vishnu, ¿cuántas perlas había en total?”

Si Lilávati quedó consolada o no, no se sabe, pero del incidente nos queda la naturalidad con que el sexo se mencionaba en el siglo XII en la India, y eso es una buena lección para nuestra acomplejada sociedad de hoy. Por cierto, el collar tenía treinta perlas. Basta con escribir la ecuación, quitar denominadores y despejar la incógnita. Les hablé después de mi carrera de matemáticas en la universidad de Madrás (hoy Chennai). La llamada “Álgebra Moderna” (conjuntos, grupos, anillos, campos, matrices, espacios vectoriales) acababa de formularse en Francia por la escuela de Bourbaki (personaje que nunca existió pero cuyo nombre, con toque de humor, se puso al pie de los nuevos descubrimientos… ¡hasta que escribieron su biografía!). En Madrás había un jesuita francés, el padre Charles Racine, que introdujo el Álgebra Moderna en la India y nos la enseñó en el último año de carrera. Eso quiere decir que al llegar yo a Ahmedabad, yo era el único que conocía y me sabía la asignatura nueva. Me pidieron diera un curso aquel verano a los profesores de postgrado de la universidad, y así empecé yo gloriosamente enseñando a los profesores antes que a los alumnos. Tuve suerte. Después asistí a congresos internacionales de matemáticas, como el de Moscú en 1964 en el que oí a Michel Artin declarar: “Las matemáticas modernas se han hecho tan complicadas que todos los teoremas importantes son falsos, y los teoremas verdaderos son inútiles.” Que no era tan sorprendente si nos acordamos de la definición que ya había dado Bertram Russell: “Las matemáticas son la ciencia en la que no sabemos lo que decimos y no nos importa si lo que decimos es verdadero o no.” Yo me entregué ferozmente a las matemáticas y disfrutaba dando clase y hasta corrigiendo exámenes, que son divertidos por las barbaridades que dicen los alumnos.

Todo eso les recordé con alegría y nostalgia a todos aquellos profesores que habían vivido aquellos años conmigo. Toda una generación de matemáticos. Con ellos recordé lo que algunos críticos literarios escribieron sobre mi estilo en mis artículos y libros en lengua guyaratí. Uno dijo: “Se nota que el padre Vallés es matemático por la claridad y la lógica de su estilo literario.” Otro escribió: “Lo único que no se explica es que el padre Vallés sea matemático, dado el estilo tan sencillo y transparente con que escribe.” Para escoger.

Como habréis visto, lo he pasado muy bien en la India. Siempre digo es mi última visita, pero ya me han invitado para el año que viene. Veremos.

Me contáis

“Tengo 24 años, creo que tengo vocación de jesuita y lo he consultado y me han animado, pero sé que apenas hay ya vocaciones y me pregunto si no me estoy metiendo en un barco que se está hundiendo. No sé qué pensar.”

Me has hecho una pregunta delicada, P., porque yo estoy en ese barco. Soy muy feliz en él, pero también me voy enterando de que el barco se hunde porque apenas tenemos vocaciones. Hundirse precisamente no, pero se está quedando vacío que viene a ser lo mismo. Un barco sin tripulación no sirve para nada. A veces nos consolamos diciendo que en Asia y en África sí hay vocaciones. Eso no es ningún consuelo, porque sería reconocer que la vida religiosa es para países del tercer mundo, y que según estos pasen al primer mundo también se quedarán sin vocaciones. Luego ofrecemos oraciones en comunidad y organizamos la promoción de vocaciones como siempre lo hemos hecho, pero sin resultado. Cuando yo fui novicio en Loyola éramos 150 novicios para una sola provincia, mientras que ahora solo hay unos pocos para toda España. Entonces decíamos que Dios nos enviaba muchas vocaciones para confirmar nuestro modo de vida; ahora que apenas nos envía vocaciones deberíamos sacar otra conclusión, pero nos callamos. La vida religiosa en general, y la que yo vivo y he vivido como jesuita en particular, ha sido un gran modo de vida, privilegio y servicio, alegría del religioso y soporte de la Iglesia durante siglos. Respondía a la mentalidad largamente vigente del joven que consideraba su vida, estudiaba sus opciones, pensaba en casarse, hacerse sacerdote, entrar religioso, elección que en todo caso era y es una vez en la vida y para siempre, escogía, se comprometía, y vivía su compromiso hasta el final. Ese era el escenario, y resultaba normal y posible porque la vida cambiaba poco y era breve. Se podía escoger de una vez para siempre. Ahora vivimos más y el cambio es más rápido. La esperanza de vida se ha doblado en unos siglos de cuarenta años a ochenta. Y la rapidez del cambio, tecnológico, psicológico y social, ha pasado de moderada a vertiginosa. Eso ha cambiado el horizonte. Ante esa nueva perspectiva, un compromiso de por vida hecho tempranamente en la vida y quedando obligatorio hasta la muerte no resulta atractivo para muchos jóvenes. Y no vienen al seminario o al noviciado.

Me atrevería a decir que se necesita un nuevo modelo de vida religiosa, pero para eso hacen falta fundadores. A ti ahora, según todos nuestros criterios, te llama Dios a ser jesuita. Entra con gozo y piensa en todo esto. Y que Dios os ilumine a los jóvenes para ver y para declararnos sus caminos en nuestro tiempo.

Salmo

Salmo 118 – La oración del joven

“¿Cómo podrá un joven andar honestamente?
Cumpliendo tus palabras.”

Tu palabra. Es esta una larga meditación, el salmo más largo de todo el salterio –ya que los jóvenes son generosos en dar su vida y su tiempo– y está centrada en la Santa Ley. Para resaltar sus diversos aspectos, este reposado estudio usa diversas palabras con el mismo sentido fundamental: leyes, estatutos, mandatos, voluntad, decretos, preceptos, promesas, palabra. Estas ocho palabras se van tejiendo en estrofas acrósticas, según las letras del alfabeto hebreo, con la repetición amorosa del joven estudiante que quiere penetrar los secretos de la Ley divina y el misterio de la vida humana.

“Bendito eres, Señor; enséñame tus leyes;
mis labios van enumerando los mandamientos de tu boca;
mi alegría es el camino de tus preceptos,
más que todas las riquezas;
medito tus decretos y me fijo en tus sendas;
tu voluntad es mi delicia, no olvidaré tus palabras.”

Tu divina voluntad, Señor, es la luz de mi vida. Quiero conocerla, aceptarla, llevarla a la práctica día a día y hora a hora. Quiero penetrar en la profundidad de tus designios y alegrarme por la ejecución de tus deseos. Quiero identificarme con tu voluntad.

“¡Cuánto amo tu voluntad!
Todo el día la estoy meditando.”

Y toda la vida. Contemplación y estudio que nunca acaban, porque tu voluntad es tu propia esencia, eres tú mismo en la infinitud de tu ser. Contemplación y estudio que son entendimiento y adoración y traen la sabiduría y el gozo al corazón del joven que entrega a ello lo mejor de su vida., y así se atreve a decir con optimismo y alegría:

“Soy más docto que todos mis maestros,
porque medito tus preceptos;
soy más sagaz que los ancianos,
porque cumplo tus leyes.”

Enséñame, Señor, a reconocer tu voluntad en las leyes de la naturaleza y en los accidentes de la vida, en las normas que rigen a los pueblos y en los sucesos que llenan el día, en las órdenes de la autoridad y en los impulsos de mi propio corazón. Tu voluntad es todo lo que sucede, porque tú estás en todas las cosas y tu dominio es supremo. Verte a ti en todas las cosas y reconocer tu voluntad en todos los acontecimientos es el camino de la sabiduría, la felicidad y la paz. Hazme aprender esa lección fundamental en la meditación reposada de las profundidades de tu Ley.

“Que llegue mi clamor a tu presencia;
Señor, con tus palabras dame inteligencia.
De mis labios brote la alabanza,
porque me enseñaste tus leyes;
mi lengua canta tu fidelidad,
porque todos tus preceptos son justos.
Tu voluntad es mi delicia.”

Que tu voluntad haga siempre mis delicias, Señor.

Meditación

Veinticuatro horas

Una frase célebre del Maestro Joshu:
“Yo utilizo las veinticuatro horas del día;
vosotros os dejáis utilizar
por las veinticuatro horas del día.”

¿Uso yo mi tiempo, o mi tiempo a mí? ¿Utilizo yo a mi trabajo o mi trabajo a mí? ¿Soy dueño o esclavo? ¿Es el hombre el señor del sábado o el sábado el señor del hombre? Al hacer lo que hago y decir lo que digo, ¿tengo la sensación de que soy yo quien maneja los controles, quien dirige mis palabras y mis actos, o me siento mero juguete de las circunstancias, obligado a portarme como me porto por las costumbres que he adquirido, las expectativas que he despertado, las exigencias a que me he sometido?

Protesto ante mí mismo que soy yo quien he escogido libremente mi camino, mi profesión, mis principios, mi vida. Quizá sea así, aunque la presión que en esas opciones ejercieron sobre mí la familia, el ambiente, los prejuicios y el dinero no puede desestimarse fácilmente. Pero en todo caso, aunque yo haya escogido caminos libremente en un principio, esos caminos se convierten en servidumbre con el paso del tiempo, me obligan a hacer siempre lo que una vez he hecho, me exigen determinados modos de pensar y de hacer, me quitan libertad de movimientos y espontaneidad de reacciones. Ya no puedo usar mi tiempo como quiero. El día se me impone poco a poco hasta que son las veinticuatro horas las que me usan a mí.

Quiero recuperar el dominio del día. Quiero ser señor de mi tiempo. Quiero valorizar las horas, los minutos, los segundos con el control suave pero firme de mis deseos y mis opciones. No dejarme dominar por la rutina, los convencionalismos, la costumbre, la inercia. No dejar que el reloj gobierne mi vida, que el horario se me imponga, que mis obligaciones me agobien. Volver a hacer las cosas no porque tengo que hacerlas sino porque quiero hacerlas. Recobrar el gusto del obrar, el placer de hablar, la alegría de vivir. No ser esclavo de las agujas del reloj ni adorador del sol ni siervo del calendario. No tener que tomar vacaciones cuando todos las toman ni tener que salir de la ciudad el fin de semana porque todos salen. Hacer, sí, todo lo que haya que hacer e ir a donde haya que ir, pero sin pérdida de libertad, de interés, de vitalidad. Renovar el celo de vivir y el arte de sentirse a gusto. Y para ello recuperar la mirada clara, el dominio firme, la independencia original de mi propia personalidad. Que vuelvan a ser siervas las veinticuatro horas del día.

Fundación González Vallés

Contacta con nosotros

15 + 2 =