Los textos de Carlos G. Vallés
2001 | 2002 | 2003 | 2004 | 2005 | 2006 | 2007 | 2008 | 2009 | 2010 | 2011 | 2012 | 2013 | 2014 | 2015 | 2016 | 2017
Año 2005
Día 15
Os cuento

«Con ligereza»

He esperado deliberadamente algún tiempo para retomar el tema del sufrimiento. Me han motivado las muchas y sinceras reacciones que recibí y aún sigo recibiendo a la Web del 15 de julio. Allí, en “Me Contáis”, resumí yo la doctrina de las diez principales religiones del mundo sobre el sufrimiento. El mensaje oculto y respetuoso –que pocos me entendieron– era que si hay diez explicaciones distintas es porque ninguna llega a satisfacer del todo. El sufrimiento cuando llega de veras, llega hondo y desafía a toda lógica. Es bueno saber lo que los sabios han dicho, pero cuando nos toca de cerca no hay justificación que nos valga. Algunos de vosotros, con buena voluntad, me habéis añadido vuestras propias fórmulas personales para reconciliaros con el sufrimiento. Las aprecio pero no las comparto. Y a algunos os ha parecido mal que os lo diga, aunque os lo he dicho con todo el respeto y la delicadeza que he podido. Nadie tiene la llave del sufrimiento. Todos son bellos esfuerzos para consolarnos o consolar, pero todos fallan ante la realidad, y más nos vale reconocerlo. Por justa que os parezca alguna explicación, pensad en decírsela a alguien que está sufriendo profundamente en aquel momento. ¿No os parece que es mejor callarse?

Un antiguo proverbio oriental dice: “Si las entiendes, las cosas son lo que son; y si no las entiendes…, las cosas son lo que son.” No se trata de “entender”. Y el darle vueltas y vueltas nos hace sufrir más. ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así? No es más que arañar la herida.

Hace años dirigía yo el Mes de Ejercicios de San Ignacio, treinta días de silencio, oración, y soledad, para un grupo de jóvenes sacerdotes jesuitas en la India. Entre ellos había uno que sufrió intensamente durante todo el mes por problemas familiares y personales que le asolaban el alma. Yo le acompañé día a día con todo el afecto y delicadeza que pude. Rehusé darle explicaciones facilitonas, y sencillamente estuve a su lado en su dolor. Cuando se despidió de mí al acabar el mes me dijo: “Una cosa he aprendido en estos Ejercicios. Nunca en mi vida hablaré con ligereza del sufrimiento.” Hablábamos en inglés, y el usó la palabra “glibly”. “I will never speak glibly about suffering.” “Glibly” quiere decir “haciéndose el listillo”, “usando bellas palabras y altas ideas, pero sin convicción ni sinceridad”, “a la ligera”.

ños más tarde, visitando yo a un grupo de jesuitas por la India, se me adelantó uno de ellos con alegría, me estrechó la mano efusivamente y me preguntó: “¿Se acuerda usted de mí?” Yo había dado el Mes de Ejercicios muchas veces y no recuerdo ni con mucho a los varios centenares de jesuitas jóvenes que los han hecho conmigo. Pero al ver aquella cara, algo me sonó por dentro. Le dije: “Sí, te recuerdo. Y si esperas un momento te voy a decir por qué.” Le miré fijamente a la cara, dejé hacerse el silencio entre los dos, y le dije una sola palabra: “Glibly.” Sus facciones se serenaron se repente. Se le humedecieron los ojos. Y me dio un fuerte, fuerte abrazo. Él me había enseñado a mí.

¿Me voy a morir?

No me gusta hablar de cosas tristes, que bastante triste es la vida; ni quiero comparar penas como diciendo “más sufren otros”; ni me refugio en el proverbio “mal de muchos, consuelo de todos”. “De tontos” decimos ahora. Pero esta vez sí voy a contar una historia triste, que me ha partido el corazón al leerla, y lo hago sencillamente para dar presencia en mis páginas a la realidad que nos rodea y nos invade. La cuenta y la vive Lisa St Aubin de Terán desde “La Hacienda” (que así se llama su libro) de Venezuela donde ella, venida muy joven de Inglaterra, era la “Doña” como esposa del propietario Don Jaime de Terán, el “Patrón”. La narración duele.Una mañana Coromoto, mi pequeña sirvienta, vino temprano a casa. No entró, y me insistió que saliera yo porque tenía algo que enseñarme. Pensé sería la camisa de una serpiente, un insecto palo, o una orquídea salvaje. Salí, y ella le dio un tirón de la mano a su hermano pequeño, El Capino, y lo puso delante de mí. Estaba verde. Verde como un lagarto enfermo. Hasta el blanco de sus ojos parecía un mármol verde. Tenía tres años.

– Mamá dice que haga usted algo.

Yo nunca había visto ese color en un niño. No sabía qué hacer ni qué pensar. Quizá se había caído en un barril de tinte. O tenía gangrena.

Coromoto preguntaba:

– ¿Se morirá?
– ¿Qué ha pasado?
– Ha tomado un sobre.

Las medicinas vienen en sobres. La gente toma Sales de Fruta, Sales de Epsom o Bicarbonato de Soda. Ninguna de esas eran verdes.

– Llama a tu padre. Suelta la rueda.

Coromoto salió disparada, contenta de tener algo que hacer. La señal para llamar a su padre, el capataz Antonio Moreno, era poner en marcha la rueda de la vieja maquina del molino de caña de azúcar que hacía un gran ruido por todo el valle y anunciaba la emergencia. Coromoto puso en marcha la rueda.

El Capino estaba envenenado. Yo tenía un libro sobre venenos. Lo hojeé pero no había nada tan extremo como el verde del niño. Le di clara de huevo batida con agua para vomitar.

– ¿Me voy a morir? – me preguntó.

El padre, Antonio Moreno, llegó enseguida, acompañado de varios trabajadores. Antonio se adelantó, pero no me miraba. “¿Puede usted hacer algo, Doña?” Sacudí la cabeza. “Lo siento. Tiene que ir al hospital.” El rostro de Antonio se endureció. Fue a buscar el viejo camión mientras la rueda seguía sonando, y más gente venía. Murmuraban unos a otros, “hospital”. La misma palabra era para ellos la muerte.

Jaime, mi marido, llegó y se puso al volante. “Sube, compadre”, le dijo a Antonio. Antonio subió con el niño en brazos. El niño seguía preguntando, “¿me voy a morir?”. Tenía los ojos vidriosos, y su pregunta parecía era lo único que le unía a la vida. El camión partió, y nosotros nos quedamos. La gente seguía viniendo. Coromoto se me acercó y me dijo:

– Seguirán viniendo hasta que no paremos la rueda.
– Párala.

Coromoto paró la rueda, y la gente se marchó.

Todo el valle parecía repetir la pregunta, “¿Me voy a morir?” La pregunta resonó todo el día en La Hacienda. Jaime y Antonio volvieron hacia las cuatro de la tarde. El Capino estaba en el hospital, y un amigo doctor le cuidaba. Todo iría bien. Antonio se sentó pesadamente a la entrada de mi casa. “El Patrón se va a quedar en el pueblo para estar al tanto. Yo necesito a mi mujer, Zara, para ir al pueblo. Que Coromoto se cuide del bebé que queda en casa.” Hablaba sin vida. Su voz era un murmullo. Su cara se había hundido y había envejecido años de repente. Se levantó para marcharse, y volvió a sentarse.

– Yo se lo di, Doña. Yo he envenenado a mi hijo.

Quise tranquilizarle, pero él estaba decidido a hablar.

– El Capino tenía lombrices. Malas lombrices. Estaba débil y perdía todas sus fuerzas. Yo no podía ver eso. Lo intentamos todo, pero no mejoraba. Entonces lo llevé al brujo, al curandero. El brujo es mi amigo. Lo conozco hace años, y algunas de sus curas son famosas. Nos ha ayudado a todos muchas veces. El brujo era un hombre sencillo como yo. Yo tenía fe en él. Ya quedan pocas cosas en que tener fe.

Antonio escarbaba el suelo con el dedo gordo del pie mientras hablaba.

– Todo ha cambiado ahora. Hasta el brujo ha cambiado. Se ha hecho demasiado orgulloso para explicar sus curas como antes. Se da aires de médico de hospital. Para la receta de El Capino la escribió en un papel. Yo no sé leer, Doña. Yo no sabía que era sulfato de cobre.
– ¿No te preguntaron en la farmacia?
– Sí, preguntaron para quién era sin decirme qué era, y les dije que era para La Hacienda. En La Hacienda se usa para matar ratas. Por eso no preguntaron más. Sí que era algo extraño, pero las medicinas tampoco saben bien. El Capino no quería tomarla, y yo le forcé. Le forcé a beber la muerte, Doña.
– Pero han dicho que se va a curar.
– ¿Se curará? Quiero que lo vea mi mujer. ¿Quién sabe lo que hacen en el hospital? Es otro mundo. No es nuestro mundo. Ayer creíamos en casa que se le pasaría. Pero lloró toda la noche. Los vecinos vinieron. Las mujeres decían que era el mal de ojo, pero yo sabía que era ese sobre.

Antonio suspiró, y su mirada vagó por los adoquines, los bambúes, los arbustos alrededor.

– He conocido la vergüenza, Doña. La he vivido y la he tragado muchas veces; y he conocido pérdidas en mi vida. Pero nunca creí que viviría para ver el día en que yo mataría a mi propio hijo.

El brujo, casi tan analfabeto como Antonio, se había aprendido los nombres raros de algunas medicinas, y los había copiado. Quiso recetarle a El Capino “Sales de Epsom”, y en otros tiempos lo habría dicho de palabra como “Sal Eison”, y no habría pasado nada. Pero en un libro que apenas podía leer había descubierto que “Sal Eison” tenía un nombre más largo, “Sulfato de Magnesia”. Luego su memoria resbaló de “Sulfato de Magnesia” a “Sulfato de Cobre”. “Magnesia” no era palabra corriente en La Hacienda, mientras que “Cobre” lo era por los calderos de cobre que se usaban, y la palabra se le vino a la mente y la escribió en un papel que pasó de mano en mano entre gente que no sabía leer. En la farmacia sabían, y tampoco le vendían veneno a cualquiera, pero Antonio Moreno no era un cualquiera, era el capataz de la Plantación Terán, y nadie le preguntó para qué era el veneno.

El día siguiente, Antonio me pidió fuera yo al hospital. Fui con él en el pesado camión, aunque yo estaba embarazada de siete meses. Llegué a su cama y saludé a su madre. El Capino estaba casi inconsciente. Solo repetía de vez en cuando, “¿Me voy a morir?” No sabíamos qué le habían hecho. Por la tarde llegaron Jaime y El Compadre. Me preguntaron qué sabía. Nada. El Compadre se enfureció.

– ¡Bastardos! ¿Es eso todo lo que han hecho? ¿No le han hecho un lavado de estómago? ¿No le han hecho una transfusión? Ven conmigo.

Me agarró de la mano y gritó y empujó hasta que encontró al doctor.

– ¿Le han hecho un lavado de estómago?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. Yo no estaba de guardia.
– Enséñeme la orden de tratamientos.
– Está arriba. Estoy ocupado. Déjeme en paz.

Fuimos arriba, y la orden de tratamientos sí mencionaba el lavado de estómago, pero no lo habían hecho. Sencillamente se habían olvidado. Y, lo que era peor, le estaban dando el tratamiento para después del lavado de estómago sin haberlo practicado. Había que darle una transfusión de sangre con toda urgencia. ¿Dónde conseguir la sangre? Por la tarde Jaime fue a la estación de radio a pedir voluntarios para dar sangre de factor Rh negativo, diciendo era para la familia Terán, nombre conocido y respetado en toda la comarca. Enseguida acudieron donantes. El Compadre trajo a otros doctores, y a El Capino lo llevaron a la UCI. Llegó el plasma, se preparó una máquina para la diálisis, se organizó un avión del ejército para llevar a El Capino al hospital militar para un transplante mientras se buscaba a un cirujano que lo practicara. El niño entró en coma.

El Capino se agarró a la vida cinco días. Dos veces despertó del coma para murmurar, “¿Me voy a morir?” Nadie tuvo valor para decirle que sí. Muy temprano por la mañana el médico salió, puso su mano sobre el hombro de Antonio, y no dijo nada. Solo indicó con la cabeza la puerta de la UCI donde El Capino acababa de morir, y abrió las dos manos en gesto de disculpa y de derrota. Zara se levantó, pero el doctor la detuvo. “Lo siento. Hay que hacer la autopsia. Ha sido un caso de envenenamiento. No tenemos opción.”

Antonio nos llevó a Zara y a mí de vuelta a La Hacienda. Se bajó del camión para ayudarme. Yo estaba buscando algo que decirle cuando él me tocó el brazo y me dijo: “Yo lo maté.”

Antonio le había dado el veneno sin saberlo, y luego había hecho todo lo posible por salvarlo. Su único fallo eran su ignorancia y su pobreza. Yo no era ni pobre ni ignorante. Yo tenía poder. Si Antonio había matado a su hijo, yo le había dejado morir. Si una décima parte de lo que se hizo al final de su tratamiento se hubiera hecho al principio, El Capino podría haberse salvado.

La historia del niño verde pasó pronto a la leyenda. Para mí, la muerte de El Capino fue el impulso que me sacó de mi sueño hasta entonces en La Hacienda y me empujó hacia la realidad. Desde aquel día me hice responsable por el bienestar de “mi gente”.
(pp. 121-131 Abreviado)

Trenes en La Hacienda

[Para aliviar la tristeza, cuento ahora las primeras exploraciones culturales de la autora con su fiel Coromoto.]Yo me hacía el té. Coromoto me miraba, intrigada. Me preguntó qué estaba bebiendo, y le dije:

– Té.
– ¿Está usted enferma, Doña?

No podía convencerla que no lo estaba. En La Hacienda el té se usaba solo como medicina. Curaba la disentería y diarreas menores. Yo tomaba una taza de té cada hora como en Inglaterra. Coromoto corrió a extender la noticia. Dos horas más tarde su padre, Antonio Moreno, vino a verme apurado. ¿Estaba yo enferma?, ¿necesitaba un médico?, ¿iríamos al pueblo? Se lo expliqué. Él aceptó. Antonio había vivido con los Terán por casi ocho décadas y conocía sus excentricidades. Si alguien quería beberse cantidades de medicina por placer, que lo hiciera.

Coromoto se interesó por mi reloj de pulsera, y yo traté de explicarle su uso. Le parecía una bonita pulsera, pero no llegaba a entender como yo tenía que guiarme por una pieza de metal en mi muñeca para saber la hora cuando todo lo que necesitaba era mirar al sol. Me enseñó a decir la hora por tanteo mirando al sol. Quince minutos de garantía.

Más difícil era explicarle autobuses y trenes. A Coromoto le gustaba verme intentarlo, y le encantaban las historias que yo le contaba. Contar cuentos era un arte respetada. No había televisión en La Hacienda, y ninguno de los trabajadores sabía leer y escribir. Las historias se contaban y se transmitían acumulando detalles, como los moluscos se acumulan en el casco de un barco, al pasar de boca en boca. Ella no se creía muchas de mis historias, pero se divertía oyéndomelas contar una y otra vez, se las aprendía y las repetía, llevando las noticias de la tecnología a su familia y a sus amigos.

La idea de los trenes era lo que más le fascinaba. Para ella, viajar más allá de subir y bajar el cerro de La Hacienda era un ejercicio sin sentido. Coromoto no podía entender la necesidad de ningún tipo de transporte público. ¿Por qué había de querer nadie irse a otro sitio? Los únicos que dejaban La Hacienda eran los jóvenes secuestrados a la fuerza para el Servicio Militar. Nadie en su sano juicio podía escoger marcharse. Y ya que los caminos eran de piedras y barro, ¿para qué gastar buen hierro en raíles? Mis cuentos eran sin duda un invento de mi imaginación, pero a Coromoto le gustaba meterse en ellos.

Me hacía describir los vagones y la locomotora, los asientos acolchados, los equipajes, los pasillos, las ruedas. Cuando le dije que había gente que viajaba en tren varios días seguidos, ella trató de pescarme en contradicciones. ¿Cómo comían? ¿Cómo hacían pis? Le expliqué comedores y servicios. Lo que más le gustaba era lo del agua corriente en los vagones. Nunca había visto un lavabo o un retrete, pero sabía lo que era un grifo, y que por ellos salía el agua que se llevaba por tubos desde el arroyo. Transferir ahora ese fenómeno a la serpiente articulada de un tren en marcha le llenaba de admiración. Cuando le expliqué los depósitos y los tubos y los grifos en movimiento, su admiración por mí subió muchos grados. Todo eso era, desde luego, enteramente inútil según ella, pero me gané buena nota en imaginación.
(pp. 38, 51)

Me contáis

Un primo mío, y lo cuento porque encaja con el sufrimiento, me ha recordado estos días lo que una tía nuestra decía en los últimos años de su vida. Yo ya lo sabía, pero el recuerdo me ha hecho sonreír. Ella hubo de sufrir bastante al final de su vida, y los parientes y amigos la consolaban con la consideración oficial, «Doña Julieta, Dios le hace sufrir un poco aquí en la tierra para darle luego un sitio mejor en el cielo.» Y ella contestaba, con su encantador acento baturro, «¡Pero si en el cielo yo me conformo con un rinconcico!»

Y cuando le decían en su ancianidad, «¡Que bien va a estar usted ahora en el cielo, doña Julieta!», ella tenía también su respuesta, «Pues en Huesca tampoco se pasa mal.» Descanse en paz. Y en alegría.

Salmo

Salmo 110 – Oración en grupo
«Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.»

No rezo solo, Señor. Rezo con mis hermanos, con mi familia, con mi grupo: grupo de amigos que, en tu nombre y con tu gracia, vivimos y trabajamos juntos por la venida de tu Reino. Rezo en el grupo y con el grupo, hago mías las oraciones de cada uno, y sé que cada uno hace suyas mis súplicas. Y esto no es simplemente multiplicar el número de los labios que alaban tu nombre, sino dar a la oración un sentido nuevo, una dimensión nueva, una profundidad mayor, porque el grupo, por pequeño que sea, representa a tu Pueblo entero, y así, la plegaria que hacemos juntos es la plegaria de tu Pueblo ante ti. Tú amas a tu Pueblo y te gusta verlo rezar junto. También a nosotros nos gusta rezar juntos ante ti.

El mero hecho de que nos reunamos en tu presencia es ya oración. Nuestro silencio habla, nuestra postura reza, nuestro caer en la cuenta de quién nos rodea es súplica muda de intercesión ferviente. Nuestras palabras, aun cuando sean palabras ordinarias y expresiones corrientes, están llenas de sentimiento y atención mutua, porque conocemos en seguida el acento y sabemos el historial de cada uno. Una breve frase puede encerrar una vida entera, y una simple expresión puede revelar toda un alma, porque conocemos los labios que han hablado y sabemos de qué entrañas sale esa frase. Ni una palabra se pierde en la intimidad del grupo, que sabe perfectamente por qué esa palabra se ha pronunciado hoy.

Cuando nuestras voces se unen en oración común, esa oración también adquiere una nueva urgencia, ya que la armonía de voces disonantes realza la universalidad de la petición que te hacemos. Cuando rezamos nosotros, reza el mundo entero, porque conocemos sus necesidades y vivimos sus ideales. Aun la plegaria individual de una persona por una intención privada se hace universal en el grupo al adquirir la resonancia pública de todos cuantos sabemos que sufrimos del mismo mal y necesitamos la misma bendición. No hay egoísmo en la oración comunitaria, porque cada necesidad concreta, al ser expresada en el grupo, se hace símbolo y representante de todas las indigencias paralelas que llevamos los demás y llevan todos los hombres y mujeres.

La oración que mejor nos sale en grupo es la oración de alabanza. Los salmos se hicieron para cantarlos, y cantarlos no en filigrana de solista, sino en el clamor multitudinario de un pueblo entero en sus festividades y sus procesiones. Por eso nos gusta alabarte juntos con palabras que llegan a nuestros labios en herencia repetida de miles de labios que las han pronunciado antes, y que cada vez se enriquecen con una nueva bendición y una nueva gracia. La alabanza que te ofrece tu pueblo, Señor, es valiosa para ti, que la recibes, y para nosotros, que te la brindamos con la alegría de nuestra fiesta y la música de nuestras voces. Acepta muestras peticiones, nuestras acciones de gracias, nuestra adoración y nuestra alabanza. Sabemos que alabarte a ti es nuestra función como pueblo tuyo, y con toda el alma la cumplimos en la intimidad diaria del grupo consagrado a ti.

«Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.
«

Bendice a nuestro grupo, Señor. Somos pocos pero trabajamos mucho; somos distintos, pero buscamos la unión; incluso nos hacemos sufrir unos a otros a veces, pero nuestro amor puede más que nuestra envidia, y nuestro compromiso mutuo más que nuestras quejas. Bendícenos a lo largo del día en las actividades que nos reúnen para trabajar por tu causa, en momentos de tensión y de expansión, en la conversación y en el trabajo, en la responsabilidad y en la oración. Bendice nuestros planes, nuestras actividades, nuestro esfuerzo, para comprometer en unidad al grupo entero en lo que cada uno de nosotros hace a su manera. Bendice nuestro camino hacia la unidad con sus nobles ideales y su realidad terrena. Haz que de veras seamos la «compañía de los rectos», para que te agrade la alabanza de nuestra asamblea.

«Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.»

Día 1
Os cuento

«La pirueta 540»

[He leído la autobiografía del campeón del mundo de monopatín, Tony Hawk. Libro de juventud. “Vocación” temprana por el patín, entrega sin reservas, profesional a los 13 años, campeonatos y trofeos, rodillas, dientes, tobillos rotos, invención continua de nuevas piruetas y saltos, el “aéreo”, el “varial”, el “madonna”, el “cab disaster revert frontal”, cada uno con su nombre y número hasta el mítico “900” que pocas veces logra y le cuesta una costilla rota, luego urgencia y ansiedad ante la nueva ola más joven que desplaza a los veteranos (¡de 20 años!), retirada profesional a los 25, y autobiografía cuando aún se tiene toda la vida por delante. Algunas citas. Quiero entender ese mundo también.]

“Patinaba. Ese era mi único objetivo. El colegio nunca me afectó en exceso porque lo consideraba una mera formalidad.”

“Aparte del 900, que es la cumbre, uno de los trucos más difíciles que he tenido que aprender en la vida ha sido el 540 McTwist. Consiste en una rotación y media completa con un flip a la mitad. Subes por la rampa, coges la tabla, tiras y das la vuelta para volver a bajarla mirando al frente. Aprender el 540 se convirtió en una de las experiencias más frustrantes y terribles de mi vida. Era el truco de la década. Abría nuevos horizontes en el patinaje vertical. Lo más raro de un 540 es que tienes que separarte de la pared de la rampa y hacer el flip durante el giro. Si no lo ejecutas correctamente o le imprimes demasiada fuerza, puedes acabar muy mal. Yo estaba teniendo problemas con el 540. Me obsesioné con él como no me había obsesionado antes por nada. En el colegio me sorprendía garabateando de un modo inconsciente. Luego miraba lo que acababa de escribir y descubría que ponía: ‘Tengo que hacer el 540’. Pero no me salía. Me parecía imposible completar el giro. Me acobardaba a cada intento. Me iba acercando más y más y más. Estaba tan cerca de conseguirlo que todos los demás aspectos de mi vida quedaron anulados para concentrarme en ese truco. Por fin, a los dos meses, completé el peor 540 que puedas haber visto en tu vida. Pero lo hice. Acabé en cuclillas como una rana, lo que es una vergüenza, pero era el tío más feliz del mundo. Aunque me hubiera empotrado contra la otra pared y me hubiera roto la cabeza, mientras estuviera agonizando habría mantenido una sonrisa de satisfacción.”

“Cuando comencé a patinar con mi pequeña tabla de fibra de vidrio, no esperaba sacar ningún provecho de mi afición; el skate me llenaba y con eso tenía bastante. En la actualidad, da la sensación de que hay muchos skaters que desde el principio buscan un patrocinador y se olvidan de divertirse. Van por ahí como si alguien les debiera algo. A menudo veo patinar a chicos que tienen mucho talento, pero no parecen felices. Consiguen completar un truco dificilísimo y ni siquiera sonríen. No disfrutan, vuelan una distancia increíble con un aéreo y sin embargo, a juzgar por sus caras, cualquiera diría que les han diagnosticado una enfermedad terminal. Aunque yo era el número uno del mundo, nunca me consideré el mejor skater. Pero me divertía. Nunca tuve un plan de vida concreto. Prefería vivir día a día encajando los golpes.”

“Mi rutina diaria en vacaciones consistía en despertarme, comer, patinar, comer, hacer el indio, comer, patinar, comer, patinar, y quizá ir al cine o a un concierto. Cuando había algo en mi vida que no giraba en torno al patinaje, me costaba mucho descubrir qué debía hacer.”

“Mi estilo de patinar empezaba a quedar desfasado y me asustaba que la nueva hornada me dejase atrás. Las nuevas piruetas me parecían demasiado modernas para mi estilo. Yo estaba quemado por el esfuerzo que significaba tratar de modernizar mi patinaje.”

“Me rompí el tobillo. Los patinadores tenemos una razón para evitar a los médicos: normalmente te dicen que dejes de patinar. No sabría decir el número de veces que los médicos, mientras te examinan una lesión, te hablan como si no fueras a caminar nunca más. No comparten nuestro punto de vista. Para nosotros el patinar es divertido y compensa el dolor. Los quiroprácticos nos amaban. En cuestión de meses, nuestras columnas vertebrales tenían la forma de sacacorchos. El skate me ha convertido en la persona que soy.”

[En las 360 nutridas páginas del libro hay ilusiones, entusiasmo, velocidad, vida. Eché de menos alguna referencia a valores morales o religiosos. La única alusión a la religión en todo el libro es muy breve: “Mi mujer y yo no somos muy religiosos. Nos casamos por lo civil.” No hay más. No lo digo como crítica sino como información. Como noticia. Jóvenes de hoy viven sin referencia a valores que nosotros consideramos esenciales para vivir.][Un rasgo muy feliz es su relación con su padre. Su padre le apoyó desde un principio, cosa que no es corriente en estas “vocaciones” atípicas. Y él, en su timidez y su respeto, encontró la manera de decirle que le quería. Para mí es lo mejor del libro. Se entera de que su padre ha tenido un infarto, y vuela a socorrerle.]

– Papá. Quiero que sepas que te quiero.
– Sí, ya lo sé.
– Papá, te quiero.
– Ya te he oído. Sé que me quieres.
– Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí.
– Vale. De nada.
– Papá…
– Oye, ¿me has dicho que la ambulancia está en camino?

[Su padre sale del infarto. Años más tarde, en su última enfermedad, se repite el intento de expresión entre padre e hijo no dados a muchas palabras.]

“Le iba a ver todas las noches. Mi padre veía más televisión que cualquier persona que haya conocido jamás, y en aquellos tiempos emitían un anuncio de la marca de cerveza Bud Light en que un hijo (en edad legal para beber) y un padre están sentados junto a una nevera donde solo queda una cerveza. El hijo la ve y piensa en el modo de conseguirla: le dirá al padre lo mucho que le quiere. Cree que el padre, emocionado, le entregará la cerveza. El padre, un tipo listo, interrumpe al hijo diciendo: ‘No creas que te beberás mi Bud Light.’ Una noche decidí sincerarme con mi padre. Le dije lo mucho que le quería, que apreciaba todo lo que había hecho por mí y que no hubiese llegado donde estaba de no haber sido por lo mucho que me había ayudado. Él me contestó, en tono firme: ‘Gracias, Tony, pero no creas que te beberás mi Bud Light.’ Ese fue nuestro momento. No puedo rememorarlo sin reírme, y esa es una manera perfecta de recordar a mi padre. Fue la última vez que lo vi con vida. El día siguiente salía yo de gira.”

Tony Hawk, Occupation Skateboarder)

Alma en pena

“Estaba yo dirigiendo a un grupo de principiantes en su primera meditación Zen. Siempre es interesante ver como va reaccionando la gente. No faltan nunca algunos que se duermen, otro que se está rascando todo el rato, alguien que se levanta con toda tranquilidad y se va al baño. Pero lo mejor aquella vez fue una muchacha cuya actividad me dejó de una pieza. Se estiraba y encogía. Se daba vueltas y vueltas. Se echaba el largo pelo hacia atrás una y otra vez, bostezaba y suspiraba todo el rato. Un alma en pena no habría armado tanto lío.

Cuando acabó la sesión les invité a que compartieran su experiencia. Algunos habían ya decidido que aquello no era para ellos; otros estaban decididos a continuar con el curso. Pero la muchacha que había armado todo aquel lío me sorprendió. Dijo que había sido exactamente lo que se esperaba. Y que desde luego volvería puntual para la próxima sesión.”

Robert Allen, 365 Smiles from Buddha, p. 10)

Los niños torbellino

Laura siempre llegaba demasiado pronto. Paseaba arriba y abajo por el andén de la estación. Iban a llegar los huéspedes de Londres. Había sido idea de su marido, Harold, invitarlos al enterarse de un plan para dar vacaciones a quienes no las tenían. “Algunos de los niños serán de color”, advertía el prospecto. Laura y Harold eran ya mayores, pero aún tenían la ilusión de ayudar, y presentaron una solicitud. Se aprobó. Empezaron las dudas.¿Qué haremos con ellos todo el día?

– Jugarán en el jardín.
– ¿Y si llueve?
– Jugarán en casa.
– Espero que serán niñas.
– Ya veremos.

Laura llevaba prendida en la blusa una etiqueta con su nombre para que la reconocieran. ¿Me verán? ¿Les caeré bien? ¿Y si se ponen a llorar y quieren volverse a sus casas? Ella sabía que era torpe para esas cosas. Llegó el tren. De él se bajo una señora, que también llevaba su nombre prendido en la blusa, con aires de autoridad. La llamó y le presentó a dos niños. Sep y Benny. Benny era el menos negro. Mestizo. “Me llamo Laura.” Dio un beso a cada uno. Ellos no dijeron nada. Los puso a los dos en el asiento de atrás del cochepara que no hubiera preferencias, y arrancó.

Bajaron del coche. Benny se lanzó a los palos de golf de Harold que estaban en un rincón del salón y sacó uno. Laura se precipitó, le quitó el palo y sufrió al tener que empezar a decir “¡No!”. Sep había cogido un cuerno de caza antiguo que colgaba de la pared y empezó a soplar. “¡No! Vamos arriba a deshacer las maletas.”

– ¿Quién quiere la cama junto a la ventana?
– Yo no duermo junto a una ventana.
– Yo quiero dormir solo.
– Yo no duermo solo. Tengo miedo. En la misma cama, yo en un lado y él en otro.
– Yo voy a lavarme los dientes.
– Espera, vamos a comer. Te los lavarás después de comer.
– Me los lavo ahora.
– Y yo me baño ahora.

¿Cuándo iban a pasar los quince días? El primero era ya larguísimo. Y aún no había vuelto Harold. Cuando llega, Laura le cuenta:

– Me ha preguntado el negrito si esta era una casa particular. Le he dicho que sí, y me ha contestado que ya se lo imaginaba porque dormimos arriba y comemos abajo.
– Supongo que en sus casas tienen solo un piso.
– Me da vergüenza.
– Pues que no te dé.
– Es que, además, les dolerá cuando vuelvan a sus casas, ¿no te parece?
– Mira, los que organizan estas cosas saben lo que se hacen.
– Sí, y llevan años haciéndolo.
– Bueno, ya solo quedan catorce días, querida.

El día siguiente llovió. Trataron de jugar a serpientes y escaleras pero no sabían. Laura se puso a jugar con Benny.

– ¿No quieres jugar, Sep?
– Yo no gano nunca.
– Es cuestión de suerte.
– No, no me dejan ganar.
– No le dejan ganar porque es negro.

Harold llegó tarde y no esperó a quejarse:

– He estado toda la mañana tratando de llamarte por teléfono. ¿Qué ha pasado?
– Que uno ha cogido el teléfono de arriba, otro el de abajo y se han estado hablando todo el rato.
– Si les dejas hacer lo que quieran, los vas a estropear.
– Son solo quince días.
– Trece.
– Y en sus casas no tienen teléfono.
– Pero alguien puede llamar.
– Pocos nos llaman.
– Bueno, hoy me ha llamado Helena a la oficina. Quiere que lleves a los niños a tomar el té a su casa. Me ha asegurado que no tiene prejuicios de raza ni de color.

A Laura le horrorizó la idea de llevar a los niños a casa de Helena. Se sentía cohibida ante ella. Helena escribía novelas. Pero tiene que llevar a los niños. Harold le pregunta a su vuelta:

– ¿Qué tal se portaron?
– Bien. Me han hecho quedar bien. Jugaron con anzuelos imantados y peces de hojalata en una pecera, comieron anchoas que nunca habían comido y no hicieron ascos, y además le ayudaron a Helena a llevar las cosas del té al jardín. Incluso Sep dijo que alucinaba.
– ¿Y qué dijo Helena?
– Dijo que ella también alucinaba.
– No me lo creo. Mira que usar ella también ese lenguaje… El que alucino soy yo.
– Y dijo que eran unos niños torbellino.
– Eso ya es más probable.

El domingo dijeron que querían ir a la iglesia. Sentían curiosidad y querían cantar. Harold era agnóstico pero liberal. Le dijo a Laura:

– Llévalos a la iglesia.
– Llévalos tú.
– Yo no voy a la iglesia, ya lo sabes.
– Pues yo tengo que hacer la comida. Y firmamos que si ellos querían ir los llevaríamos. Tú verás.
– ¿A qué hora empieza?
– A las once.
– ¿No hay una función especial para niños a que puedan ir solos?
– No en agosto.

Ella se queda cocinando tranquila. Vuelven los tres, y los niños se lanzan a pelearse por un palo de cricket mientras Harold se sirve una cerveza.

– ¿Qué tal os fue?
– Hice el ridículo.
– ¿Se portaron mal?
– No. Pero mucha gente me conocía. Y a la salida el párroco me estrechó la mano y me dijo se alegraba de verme por ahí.
– Vamos, que alucinó.

Harold y Laura se miraron y se rieron. Como no lo habían hecho en años. Alucine. Tenía gracia la cosa.

Iba pasando la quincena. Pronto podría ella ir a la peluquería, atender al jardín, limpiar la casa. Les leía cuentos. Le hacían tocar el piano. Se tumbaban en la hierba.

– Sep no se mueve.
– ¿No te has fijado que tiene raquitismo?
– Lo siento.
– ¿Tú crees que se lo han pasado bien?
– No lo sé; pero tú y yo sí. Fíjate, nunca hemos hablado tanto en casa tú y yo, nunca has vuelto tú tan pronto del trabajo, nunca hemos estado tan ocupados y tan distraídos.
– No me va a gustar decirles adiós. Pero tú has tenido mucho trabajo.
– Espero no me salgan las lágrimas cuando se vayan.

En la estación fue Benny el que lloró. Sep tenía la mirada fija sin decir nada. Llegó el tren y bajó la encargada, los tomó de la mano y los sentó en el compartimento. Les dijo que saludaran con la mano cuando arrancó el tren, pero ellos miraban al otro lado. A Laura le dolía la cabeza y la garganta, y no sabía si era por cansancio o por sentir que había fracasado o por qué.

En casa la esperaba Harold.

– Me he tomado vacación hoy. ¿Quieres que vayamos a comer al Royal?
– Nunca lo hacemos.
– Es que… he reservado.
– Has hecho muy bien.
– Hala, arréglate y vamos.

Elizabeth Taylor, The Penguin Book of Modern Women’s Short Stories, p. 1, abreviado.]

Como Dios manda

Tres amigos se pasaron la tarde recogiendo nueces y llenaron un saco entero. Ahora el problema era repartirlas. Acudieron con el saco de nueces al Mullá Naserudín, a quien todos respetaban como sabio y santo, y le pidieron:

– Por favor, repártanos usted estas nueces entre los tres.
– ¿Y cómo queréis que lo haga? ¿Como lo haría un juez humano o como lo haría el mismo Dios?
– ¡Como Dios!

El Mullá se tomó su tiempo dividiendo el contenido del saco, y al final le dio tres cuartas partes de las nueces a uno, una cuarta parte a otro, y nada al tercero.

– ¡No hay derecho! ¡No esperábamos eso de usted! ¡Nos ha tomado el pelo!
– Despacio, muchachos. Si me hubierais pedido que os repartiera las nueces como lo haría un hombre, yo hubiera hecho tres partes iguales y os hubiera dado una a cada uno. Pero me habéis pedido que lo hiciera como lo haría Dios, y eso es lo que Dios hace. A uno le da mucho, a otro le da poco, y a otro, nada. Ahora, a callar.

Me contáis

Seguís enviándome interpretaciones del tema del sufrimiento. Se ve que nos concierne a todos. Pero no siempre estoy de acuerdo. Os cito:

“Los males físicos vienen de la naturaleza, y los morales del hombre. Dios no está en eso.” – Dios está en todo.

“El sufrimiento madura a la persona como un otoño dorado.” – ¿Le dirías eso a una madre que ha perdido a su hijo?

“Mañana entenderemos el sufrimiento de hoy.” – Mañana.

“Cuanto más pena, más gloria.” – Mañana.

“A cada uno lo que le toca.” –¿Y quién determina lo que me toca a mí?

Una vez era yo examinador en el examen oral de final de teología de un grupo de seminaristas. A uno, de quien yo esperaba un buen examen, le hice la pregunta sobre el sufrimiento y el mal en el mundo, recalcando que era la pregunta más difícil y delicada de todo el curso. Él la contestó diciendo solamente: “Es muy sencillo. Todo lo bueno viene de Dios, todo lo malo, del hombre.” No dijo más. Por aquellos días había habido en la región costera de Andhra Pradesh al sur de la India un maremoto que había matado a miles de personas y dejado a un millón sin hogar. Repetí su respuesta que todos los males venían del hombre, y añadí: “¿También el maremoto de Andhra Pradesh?” Él se calló. Le suspendí (léase “reprobé” en Latinoamérica).

Mi intención al hablar del sufrimiento era insistir en que no hablemos de él con ligereza.

Salmo

Salmo 111 – El justo
“El justo teme al Señor,
ama de corazón sus mandatos,
es clemente y compasivo,
reparte limosna a los pobres,
su caridad es constante.”

La búsqueda de la perfección no ha de ser por necesidad complicada. La santidad está al alcance, y la justicia se encuentra en casa. Amor a los mandatos del Señor y compasión para ayudar al pobre. El sentido común vale aun para la vida espiritual, y la sencillez del buen sentir encuentra atajos donde la razón sofisticada se pierde entre discursos. Basta con ser un hombre bueno. Un hombre justo. El corazón sabe el camino, y la sabiduría elemental del espíritu se apresta a seguirlo con naturalidad. Ahí está el secreto.

A veces pienso que complicamos demasiado la vida espiritual. Cuando pienso en la cantidad de libros espirituales que he leído, cursos que he hecho, métodos que he seguido, prácticas que he adoptado… no puedo menos de sonreírme benévolamente a mí mismo y preguntarme si tenía necesidad de aprobar tantos exámenes para aprender a orar. Y las respuesta que me doy a mí mismo es que todos esos estudios religiosos son muy dignos y útiles, pero pueden también convertirse en obstáculo cuando me pongo de rodillas y trato de rezar. Para ser justo no se necesita todo eso. No hace falta leer el último libro de la moda espiritual para encontrar a Dios en la vida. Por ese camino solo encontraré libros sobre Dios, pero no encontraré a Dios.

Tengo que volver a la sencillez del espíritu y la humildad de la mente. Volver al amor a Dios y al prójimo. Volver a la oración vocal y a las plegarias que decía de niño. Volver a temer al Señor y a amar sus mandamientos. Volver a ser clemente y compasivo en medio de un mundo complicado y difícil. Volver a ser lo que Dios mismo llama, pura y simplemente, “un justo”.

Muchas son las bendiciones que Dios acumula sobre la cabeza del justo:

“Su linaje será poderoso en la tierra,
en su casa habrá riquezas y abundancia;
jamás vacilará, no temerá las malas noticias,
su recuerdo será perpetuo.” 

También son bendiciones sencillas para el hombre sencillo. Prosperidad en su casa y seguridad en su vida. Las bendiciones de la tierra como anticipo de las del cielo. El justo sabe que la mano de Dios le protege en esta vida, y espera, en confianza y sencillez, que le siga protegiendo para siempre. Justicia de Dios para coronar la justicia del justo.

¡Dichoso quien teme al Señor!”

 

Día 15
Os cuento

Adrenalina

Han escalado una cumbre empinada en una alta montaña. Llevaban meses de preparación y horas de ascensión. Ha sido una subida laboriosa. Una vez arriba se preparan para llevar a cabo la tarea que los ha llevado allá. No han subido por subir. Han subido por bajar. Por bajar de una manera especial. No montaña abajo por donde había subido, sino tirándose desde el pico. ¿En paracaídas? Tampoco directamente. ¿En parapente? Esta vez, no. ¿Con esquís? Sería peligroso. ¿Entonces? Con nada. A cuerpo gentil. Caída libre. Al menos al principio, claro. Después, en el último momento, cuando ya no quede más remedio abrirán el paracaídas que está bien plegadito a la espalda, y aterrizarán sin contratiempo en el valle. Pero entre el pico y el paracaídas habrán disfrutado del más intenso placer del mundo: la caída libre.Han conseguido el récord del mundo en tiempo de caída libre desde una montaña. 27 segundos. Veintisiete. Para conseguir esos veintisiete segundos han necesitado meses, trabajos, entrenamiento, gastos, riesgos. Pero lo han conseguido. El campeón explica:

– Esto es lo único que me hace subir la adrenalina.
– ¿Todo por veintisiete segundos?
– Merecen la pena.
– ¿Y luego?
– Estamos preparando ya la caída de otro pico más alto.
– Para más adrenalina, claro.
– Sí, cada vez hace falta más para disfrutar.
– Veintiocho segundos.
– Por lo menos.
– Buena suerte.

Todos los deportes son nobles. Pero la vida no es adrenalina.

El monje «bambú»

Durante el reino del emperador Ming Shi Zong había en Shaolín un monje llamado Yi Shan. Su vida era el pintar bambúes. Cuando no los estaba pintando, estaba leyendo las obras de algún famoso pintor Song sobre el arte de pintar bambúes. Luego se pasaba ratos largos mirándolos. Durante todo el año, en la niebla de la mañana o en el crepúsculo dorado del sol poniente, en el calor del mediodía o en la lluvia de la tarde, observaba los bambúes, los cambios en sus hojas, los matices de sus colores. Se decía que podía pintar bambúes con los ojos cerrados.

Un día, Yi Shan fue a pintar bambúes a un bosquecillo cercano al monasterio. En él habían puesto los monjes una losa para un monumento que estaba todavía sin esculpir. Extendió el lienzo sobre la losa, mojó el pincel en la tinta, y cerró los ojos para concentrarse en su obra. Mientras estaba allí sentado, dos grandes lobos salieron del bosque. Al ver a un hombre solo ante los bambúes, se acercaron sigilosos para comérselo. Yi Shan seguía inmóvil sentado en su roca, con la espalda erguida, la mano izquierda sujetando el lienzo sobre la losa, y la derecha empuñando el pincel untado en tinta. Toda una figura. Los lobos no sabían qué pensar de la situación. Siempre que se habían encontrado con hombres en el pasado, los hombres se habían levantado a toda prisa, habían gritado, les habían tirado piedras, o se habían dado a una fuga precipitada. Pero la actitud de este hombre era tan extraña que los lobos se pararon con los ojos bien abiertos temiendo una trampa.

Mientras tanto, Yi Shan estaba absorto en tu trabajo, y no sospechaba que dos lobos hambrientos, pero un poco confusos al verlo, le acechaban por detrás. Cuando tuvo todo el cuadro claro en su mente, abrió los ojos y se dispuso a pintar. Con un gesto firme y rápido recorrió todo el lienzo, y toda una caña larga de bambú apareció en el lienzo de arriba abajo. Los lobos aullaron, se volvieron de un salto y echaron a correr.

Al oír sus aullidos, Yi Shan se llevó un gran susto, y le costó un rato serenarse y seguir con su tarea. ¿Qué había pasado? Los lobos, al ver el bambú que parecía ser totalmente de verdad, temieron que les iban a caer encima sus golpes, y se dieron a la fuga más precipitada. Yi Shan siguió pintando.

Cuando el cuadro estuvo terminado, Yi Shan lo colocó en el patio del monasterio contra una pared. Dos gorriones llegaron enseguida volando…, y se pegaron sendos golpes contra la pared. Cayeron al suelo inconscientes, pero recobraron los sentidos y salieron volando.

Al monje lo llamaban todos «Yi Shan Bambú».

[Narración de Zhang Shude, monje sobreviviente de la destrucción del Monasterio de Shaolín por Mao Ze Dong. Tales of the Shaolin Monastery, p. 156]

Perdóneme, Padre

«En 1992, mientras se celebraban los cinco siglos de algo así como la salvación de las Américas, un sacerdote católico llegó a una comunidad metida en las hondonadas del sureste mexicano.Antes de la misa, fue la confesión. En lengua tojolobal, los indios contaron sus pecados. Carlos Lenkersdorf hizo lo que pudo traduciendo las confesiones, una tras otra, aunque él bien sabía que es imposible traducir esos misterios.

– Dice que ha abandonado al maíz -tradujo Carlos.- Dice que muy triste está la milpa. Muchos días sin ir.
– Dice que ha maltratado al fuego. Ha aporreado la lumbre porque no ardía bien.
– Dice que ha profanado el sendero, que lo anduvo macheteando sin razón.
– Dice que ha lastimado al buey.
– Dice que ha volteado un árbol y no le ha dicho al árbol por qué.

El sacerdote no supo qué hacer con esos pecados, que no figuran en el catálogo de Moisés.»

[Eduardo Galeano, Bocas del tiempo, p.84]

Solo Dios sabe

[Taha Husein era ciego, y un lazarillo lo llevaba todos los días al gran patio del Azhar en El Cairo donde grupos de estudiantes se sentaban en el suelo, cada grupo con su maestro, recitando lecciones y escuchando explicaciones al aire libre.]

«Mientras los maestros se iban adentrando en sus lecciones con sus grupos respectivos de estudiantes, el Azhar se iba animando poco a poco, como si lo despertaran las voces de los maestros que explicaban sus cursos, y los diálogos, a veces violentos, que surgían entre ellos y sus alumnos. Porque los alumnos iban llegando, las voces subían de tono y el ruido lo llenaba todo. Los maestros tenían que subir el diapasón para llegar a las orejas de los discípulos, y pronto se les cansaba la garganta y se veían forzados a pronunciar las palabras sacramentales: ‘Solo Dios sabe la verdad’, que anunciaban el fin de la lección. Al pronunciarlas, acababa la clase y se levantaba inmediatamente la sesión. Entonces venía a por Husein su lazarillo, lo cogía de la mano y lo llevaba a otro corro para otra lección.»

[Me llamó la atención la fórmula con la que cada maestro acababa la clase: «Solo Dios sabe la verdad.» Humildad académica. Ojalá la hubieran tenido mis profesores.]

[Taha Husein, Los días, p. 136]

Eficiencia

Un escritor había escrito una novela en el ordenador, y antes de publicarla quiso cambiar el nombre del protagonista. De David a Paco. Bien fácil. Buscar y cambiar es algo que el ordenador hace con alegría, y lo hizo en todo el texto en un momento. Solo hubo una sorpresa. Se publicó la novela, y los lectores se encontraron que cuando el protagonista visitaba Florencia se paró a admirar «El Paco de Miguel Ángel».

Me encanta vengarme del ordenador.

Felicidad

«¡Qué feliz me siento al no estar obligado a ser feliz!» (Albert Camus)

Secreto

«Las aves acuáticas parecen pesadas.
Y sin embargo flotan.»
(Onitsura)

Arrugas. Tratamiento de belleza

[David Nobbs describe la muerte de su madre que le inspiró su mejor novela, Going Gently.]

«Solo he visto morir a una persona. Mi madre. Fue para mí una experiencia profundamente bella.

Le faltaba poco para su 95 cumpleaños cuando hubo que llevarla al hospital en todo el calor de agosto. Hasta aquel día había estado mentalmente activa, y hacía todos los días sin falta el complicado crucigrama del Daily Telegraph.

Volé a su lado. Esperaba encontrar una sonrisa, una falsa alarma, una recuperación rápida; pero me encontré con una anciana delicada, frágil, cansada, llena de arrugas. Supe que nunca volvería a casa.

Ya no hablaba. Yo me pasé todo el día a su lado con mi prima, y hablábamos entre nosotros y a ella, pero no había medio de saber si se enteraba de lo que le decíamos. El día siguiente estaba igual, pero de repente nos pareció que iba a hablar. Nos inclinamos hacia delante. Su voz era débil pero clara al pronunciar las últimas palabras que le oiríamos: ‘¿Se os ocurre otra palabra para decir «exilado»?’ Seguía resolviendo mentalmente sus crucigramas. ‘Refugiado’, sugerimos, y mi madre asintió con la cabeza. Yo apreté su mano. Ella me la apretó a mí. Espero supiera era la mía.

Al otro día ya no movía la cabeza. Una respiración tranquila, suave, en paz. Poco a poco esa respiración se hizo más lenta, más tranquila, más suave. Y entonces comencé a ver ante mis ojos una transformación para la que no estaba yo preparado. Todas las arrugas de su rostro comenzaron a desaparecer una a una. Mi madre había sido una campeona olímpica de preocupaciones que se le marcaban en las arrugas. Ahora, que todas sus preocupaciones habían desaparecido, se iban con ellas todas las arrugas de su rostro. Parecía años más joven, treinta, quizá cuarenta años más joven. Su piel quedó lisa y suave. Estaba guapísima.

Su respiración era aún más lenta. Luego dio un pequeño suspiro. Y ya no respiró más. ‘¿Cómo está?’, nos preguntó la enferma en la otra cama que se había interesado por ella. ‘Duerme.’ La enfermera nos llevó a una sala y nos trajo té. Muy británico. Muy bienvenido. Fuimos a casa de mi tía y llegamos justo a tiempo del almuerzo del domingo. Típico de mi madre. Nunca quiso ocasionar molestias.»

[I Didn’t Get Where I Am Today, p. 454]

Me contáis

Alguien, en conexión con el tema del sufrimiento que llevamos discutiendo, me ha enviado el poema de Borges que comienza:

«Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que, con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.»

Recibió el nombramiento de bibliotecario de la Biblioteca Central de Buenos Aires cuando ya era ciego. Los libros y la noche. Yo conozco y admiro el poema, y con frecuencia he citado de memoria ese cuarteto que descarta protestas o quejas donde otros encontrarían materia para rebelión o desesperación. La nobleza del alma cuenta siempre. Sigue el poema:

«Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que, con magnífica ironía,
me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que solo pueden
ver en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.»

Gracias por el poema.

Salmo

Salmo 112 – Fuerza en la debilidad
Voy entendiendo algo de tus modos de actuar con los hijos de los hombres, Señor, y una de las normas que sigues en secreto y proclamas en público es que tu poder se manifiesta en la debilidad. Cuando el hombre se alza en orgullo de autosuficiencia, es humillado; pero si reconoce su propia debilidad, la acepta y la manifiesta, tú llenas el vacío de su humildad con la plenitud de tu poder. La debilidad del hombre es el poder de Dios. Siempre ha sido así.

«El Señor levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa
como madre feliz de hijos.»

Dios saca fecundidad de nuestra esterilidad, y corona al pobre como príncipe de su pueblo. Ese es el Reino. Los valores humanos se truecan, y los cálculos intelectuales quedan trastornados. Se destruye la sabiduría de los sabios y se inutiliza la inteligencia de los inteligentes. La gloria de Dios brilla en la pequeñez del hombre.

Quiero tener acceso a tu poder, Señor; quiero sentir la fuerza de tu Espíritu cuando hablo en tu nombre y cuando actúo por tu causa. Y te agradezco que me hayas mostrado ahora la manera de traer tu poder a mis acciones. Yo tengo que desaparecer para que tú aparezcas, tengo que ser sombra para que tú seas luz, tengo que eclipsarme para que tú amanezcas. Mientras yo esté lleno de mi propia importancia, no haré más que poner obstáculos a tu poder. El día en que yo no sea nada, tú lo harás todo. Yo he de disminuir para que tú crezcas, como dijo alguien que preparaba tus caminos. Esa es la ley de profetas y apóstoles, de predicadores de tu palabra y trabajadores de tu Reino. Que yo me gloríe en mi debilidad, para que la plenitud de tu poder se ejerza en mí.

«¿Quién como el Señor Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar al cielo y a la tierra?»

Día 1
Os cuento

Oración por «anhélitos»

Me ha ocurrido algo bien divertido. Estaba yo trabajando en un escrito sobre distintos modos de oración, y quería citar el que San Ignacio de Loyola llama «oración por anhélitos» en sus Ejercicios Espirituales. Yo sabía lo que todo jesuita sabe sobre él, pero al ir a ponerlo por escrito quise documentarme más y acudí a Internet. Entré en Google, tecleé «Ignacio Loyola oración anhélitos», y pinché. Al momento tenía yo en la pantalla una serie de referencias sobre la oración por anhélitos de San Ignacio. Pinché, sin pensar, en la primera, y se me abrió al instante en pantalla. Me llevé un susto morrocotudo. Y luego me eché a reír. No podía salir de mi asombro. No adivináis lo que había pasado.

Allí, en la pantalla de mi ordenador, ante mis ojos atónitos, perfectamente impreso en todo detalle y extensión estaba… un capítulo entero de un libro mío. Sí, un libro mío. Con su portada en colores y mi nombre y apellido bien claros. Allí estaba.

Era verdad que yo había hecho una breve referencia a la «oración por anhélitos» en un libro mío hacía años. Sí, ya me acordaba. Pero ¿cómo diablos me salía ahora en mi ordenador? Ese libro no estaba en Internet, ni siquiera en la memoria de mi ordenador, pues lo había escrito en mi existencia pre-informática cuando yo escribía mis libros en una antigua máquina de escribir a golpe de tecla y con papel carbón para hacer copias. Está impreso y reimpreso, eso sí, pero ¿quién demonios lo había cogido, lo había informatizado y lo había colgado en la Web?

No cabía duda. Era mi libro. Se estaba riendo de mí desde la pantalla. Quieres anhélitos, pues ahí los tienes. Anda y cítalo si quieres. La primera autoridad en la materia.

Sí saqué una conclusión. Como yo era, por lo visto, la primera autoridad en esa materia en orden informático, no tenía por qué consultar a las demás. Cerré el buscador y seguí escribiendo.

Gracias, Brin y Page, fundadores de Google.

Por cierto, si queréis saber qué es «oración por anhélitos», pinchad en Google.

La importancia de lavar platos

«En Estados Unidos tengo un amigo llamado Jim. El invierno pasado vino a visitarme. Yo siempre friego los platos después de cenar, antes de sentarme a tomar un té. Una noche me preguntó Jim si podía fregar él, y le dije: ‘Hazlo, pero si vas a fregar los platos debes saber como hacerlo.’ Jim contestó: ‘¿Crees que no sé fregar platos?’ Le respondí: ‘Hay dos formas de fregar los platos. La primera es fregar platos para tener platos limpios, y la segunda es fregar los platos para fregar los platos.’ Jim estaba encantado y dijo: ‘Elijo la segunda forma: fregar los platos para fregar los platos.’

Desde entonces Jim supo como había que fregar platos, y le transferí la responsabilidad durante una semana. Después hizo una enorme propaganda acerca del fregar los platos para fregar los platos. Hasta que un día una amiga le dijo: ‘Si realmente te gusta tanto fregar los platos para fregar los platos, hay un armario lleno de platos limpios en la cocina. ¿Por qué no vas y los friegas?’.

Hace treinta años, cuando yo era todavía un novicio en la Pagoda de Tu Hieu, fregar los platos era una tarea muy poco agradable. Durante la Estación de Retiro, cuando todos los monjes volvían al Monasterio, dos novicios tenían que hacer la comida y fregar, a veces, para más de cien monjes. No había jabón. Solo teníamos cenizas, cascarillas de arroz, y cáscaras de coco, eso era todo. Lavar tan enorme pila de platos era una tarea ingrata, especialmente en invierno cuando el agua estaba helada. Entonces tenías que calentar un gran balde de agua antes de poder restregarlos. Hoy día se tiene una cocina equipada con jabón líquido, estropajos especiales, e incluso agua corriente caliente que hacen la tarea más agradable. Hoy es más fácil disfrutar fregando. Cualquiera puede hacerlo a toda velocidad para sentarse luego a disfrutar una taza de té.

Según el Sutra de la Atención Mental, mientras se friegan los platos uno debe estar solamente fregando los platos, lo cual quiere decir completamente atento al hecho de que se está fregando. A primera vista puede parecer un poco tonto. ¿Por qué poner tanta preocupación en algo tan simple? Pero de eso se trata precisamente. El hecho de que yo esté aquí lavando platos es una realidad maravillosa Estoy siendo totalmente yo mismo, siguiendo mi respiración, consciente de mi presencia y consciente de mis pensamientos y acciones. No estoy siendo zarandeado estúpidamente como una botella náufraga llevada de aquí para allá por las olas, o una hoja caída barrida por el viento.

Si mientras lavamos los platos estamos ya pensando en la taza de té que nos aguarda al acabar, o nos estamos apresurando a quitarnos los platos de encima como si fueran una molestia, entonces no estamos fregando los platos para fregar los platos, y lo que es más, no estamos alerta, no estamos conscientes, no estamos vivos mientras estamos fregando platos. No somos capaces de apreciar el milagro de la vida, allí, de pie y con las manos en el agua en la pila del lavadero.

Eso es lo triste. Si no sabemos disfrutar lavando platos, tampoco sabremos disfrutar tomando el té a continuación. Y si no disfrutamos tomando el té, tampoco disfrutamos viviendo. Nos perderemos siempre en el futuro, y no seremos capaces de vivir debidamente un solo momento de nuestra vida.»

[Thich Nhat Hanh, Vivir despacio, p. 34]

Un día, después de almorzar en casa de unos amigos, y cuando ellos se disponían a lavar los platos, les solté todo este rollo budista sobre el lavar platos. Inevitablemente me tendieron el trapo diciéndome: «Lava tú los platos.» Contesté budistamente: «Estoy disfrutando no lavando platos.» Más budista que el Buda.

Chocolate

«Árboles de color canela, frutos dorados.
Manos de caoba envuelven las semillas blancas en paquetes de grandes hojas verdes.
Las semillas fermentan al sol. Después, ya desenvueltas, el sol las seca, a la intemperie, y lentamente las pinta de cobre.
Entonces, el cacao inicia su viaje por la mar azul.
Desde las manos que lo cultivan hasta las bocas que lo comen, el cacao se procesa en las fábricas de Cadbury, Suchard, Nestlé, o Hershey, y se vende en los supermercados del mundo: por cada dólar que entra en la caja, tres centavos y medio van a las aldeas de donde el cacao viene.

Un periodista de Toronto, Richard Swift, estuvo en una de esas aldeas, en las montañas de Ghana.
Recorrió las plantaciones.
Cuando se sentó a descansar, sacó de su mochila unas barras de chocolate. Antes del primer mordisco, se encontró rodeado de niños curiosos.
Ellos nunca habían probado eso. Les encantó.»

[Eduardo Galeano, Bocas del tiempo, p. 275]

Claro

«Es muy difícil predecir; sobre todo el futuro.» (Niels Bohr)

Identidad

«Soy aquel a quien algo sucede.» (Montherlant)

Haiku

«El arroyo de montaña
molió el arroz por mí
mientras dormía.»
(Issa)

«El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo.» (Marcos, 4, 26)

Pensar en polaco

[Me permito recordar las matemáticas.]

«Las matemáticas son un idioma en el que no pueden expresarse pensamientos imprecisos o nebulosos», dijo Poincaré; y como ejemplo de la influencia del idioma sobre el pensamiento, describió lo distinto que se sentía utilizando el inglés en vez del francés.

Creo que estoy de acuerdo con él. Es un lugar común decir que hay una claridad en el francés que no hay en otras lenguas, y supongo que esto lleva a diferencias en la literatura matemática y científica. Los pensamientos son conducidos en direcciones distintas. En francés, las generalizaciones me vienen a la mente y me estimulan a la concisión y la simplificación. En inglés se ve el sentido práctico; el alemán le impulsa a uno a buscar una profundidad que no siempre está ahí.

En polaco y en ruso el idioma se presta a una suerte de destilación, de desarrollo del pensamiento como un té cada vez más y más cargado. Los idiomas eslavos tienden a ser meditabundos, con alma, expansivos, más psicológicos que filosóficos, pero no son nebulosos ni se dejan arrastrar por las propias palabras tanto como el alemán, en el que las palabras y las sílabas se concatenan. Concatenan pensamientos que a veces no van bien juntos. El latín es, de nuevo, otra cosa. Es ordenador; la claridad está siempre ahí; las palabras están separadas; no se pegan como en alemán; es como un arroz bien hecho comparado con un arroz demasiado cocido.

En general mi propia impresión de los idiomas es la siguiente: cuando hablo alemán, todo lo que digo me parece exagerado; en inglés, por el contrario, me parece empequeñecido. Solo en francés me parece que tiene su justo tamaño, y en polaco también, porque es mi lengua materna y la siento tan natural.»

[Stanislaw M. Ulam, Aventuras de un matemático, p. 262]

[Y del mismo autor]

«Chen Ning Yang, el premio Nobel de física, cuenta un chiste que ilustra un aspecto de la relación intelectual entre físicos y matemáticos en el momento actual. Una tarde llegó un grupo de amigos a una ciudad. Necesitaban lavar la ropa, de manera que recorrieron las calles en busca de una lavandería. Encontraron un sitio con un cartel en el escaparate: LAVAMOS ROPA. Uno de ellos entró y preguntó: ‘¿Podemos dejar nuestra ropa para lavar?’ El dueño dijo: ‘No. Aquí no lavamos ropa.’ – ‘¿Cómo es eso?’, preguntó el forastero, ‘hay un cartel en su escaparate que dice que sí.’ – ‘Aquí hacemos carteles’, fue la respuesta. Algo así pasa con los matemáticos. Hacen carteles que esperan sirvan para cualquier contingencia. Los físicos los usan.» (p. 278)

La Fruta del Sol

Harare en Zimbabwe es la Ciudad del Sol. Sea lo que sea de sus otros atributos solares, hay una fruta a la que los verdaderos hijos y artistas del Sol adoran porque ha bebido sol y es el símbolo de sus rayos. Es la piña. La Fruta del Sol en la Ciudad del Sol. Es el objeto de este cuento.

Sucedió en un aparcamiento en desuso, junto a un mercado en el extrarradio, lleno ahora de suciedad y de gente, unos días antes de Navidad. Todo el mundo sabe que el mes de diciembre es el mes de las piñas en Harare, en el medio de los meses de verano. En la carretera, en puestos de verduras y fruta, en el gran complejo Mbare Msika podrás ver estos frutos grandes, dorados, alargados como una granada de mano que explota… solo para derramar jugo y dulzura en la boca y almíbar en las manos.

Ahora puedes visualizar en ese abigarrado terreno a un joven vendedor de piñas con pantalones cortos kaki y camisa roja, subido al remolque de un camión de siete toneladas, con las piernas sumergidas en la carga de piñas del camión. Apenas tendrá doce años, y tiene brazos y piernas curtidos por el duro trabajo. Él y el conductor, a las órdenes de un contratista tirano, han venido en el viejo camión desde Chirinda, cerca de Chipinge, a cansada distancia de quinientos kilómetros al sur.

Al principio solo hay unos pocos compradores que desde el suelo levantan las manos hacia él como si estuvieran rezando, y le dan billetes azules de dos dólares, rojos de diez dólares, y en algún caso raro hasta un billete verde de veinte dólares, según la piña sea verde y dura todavía, o amarilla y madura, pequeña o grande, media o entera, una o varias.

La clientela aumenta. El muchacho atiende a todos, y a veces no sabe qué hacer entre tantas manos que le acosan. No está acostumbrado todavía a los jaleos de la Ciudad del Sol. Eso sí, tiene mucho cuidado de no hacer enfadar a nadie y no hacer enemigos en la ciudad, porque sabe que según los legisladores del país vender piñas en la calle es ofensa criminal por la que toda la carga del camión podría ser confiscada. Por eso el muchacho está siempre alerta a la llegada de las Fuerzas del Orden, esos hombres violentos que llevan porras y esposas. Por eso nunca paran el camión en el centro de Harare sino en las afueras; si lo hicieran en el centro estarían seguros de que los arrestarían y que la carga de piñas sería echada al basurero…, es decir, sería repartida entre los parientes y amigos de los Agentes del Orden, y el muchacho y el conductor del camión serían amenazados con que si volvía a hacerlo probarían los fusiles sin más.

El muchacho sabe el coste exacto de cada una de sus piñas. Ahora tenía toda una fila de clientes. Los billetes caían en sus manos como hojas de árbol.

Todo iba bien hasta que un hombre bajo con calva y bigote se acercó y comenzó a hacerle preguntas. El muchacho acababa de recibir un billete de veinte y estaba buscando el cambio en los bolsillos a toda prisa y algo confuso. Seguía mirando a ver si venía la policía ahora que había vendido tantas piñas, porque le quitarían encima todo el dinero que había ganado. El hombre de la calva y el bigote seguía preguntando: «¿Cuánto vale una piña? ¿No me lo vas a decir de una vez?»

El muchacho tenía en las manos los billetes que se iba sacando de los bolsillos, mientras sostenía en la boca el billete de veinte que le habían dado. Miró con desesperación al hombre calvo del bigote como diciendo: «¿No ve usted que no puedo? Espere un momento, por favor.» Pero el hombre insistió: «¿Cuánto vale una piña, y cuántas has vendido esta mañana?»

Por fin el muchacho se pudo sacar el billete de entre los labios y contestó: «Las piñas grandes a ochenta céntimos una, y las pequeñas a sesenta.» Pero para entonces el hombre del bigote se había sacado un walkie-talkie del bolsillo interior de la chaqueta y hablaba con alguien invisible con gran furia. De inmediato apareció un Peugeot 504 color crema inconfundible, y dos policías de uniforme se bajaron de él. Le pusieron las esposas al conductor del camión mientras el hombre del bigote saltaba al remolque de las piñas y se las ponía al muchacho con las manos a la espalda.

Entonces, con un gesto que el pobre muchacho no olvidaría nunca, el hombre calvo del bigote partió una piña con solo las manos, dejó caer el chorro de almíbar sobre su chaqueta, camisa, y corbata, abrió bien la boca, separó los labios, y hundió sus dientes desnudos y amarillentos en la dulce carne de la piña.

[Musaemura Zimunya, A Pineapple Incident, abreviado.]

Me contáis

Pregunta: ¿Es lo mismo atención que concentración?

Respuesta: No es lo mismo. La atención es el darse cuenta, el notar, el tomar conciencia, y es lo que importa y hay que mantener siempre. La concentración es fijarse en un punto con la exclusión de todo lo demás, y tiene su lugar a veces pero no es ni debe ser la actitud ordinaria. Puede distraer del círculo cuando se concentra en el centro. El budismo lo explica con una antigua parábola.

El maestro le había ordenado al discípulo que tomase un cuenco lleno de aceite hasta el borde y pasease con él en las manos por todo el pueblo sin derramar una gota. Prueba de atención. Era día de fiesta en el pueblo, y había procesiones, festejos, música y vestidos coloridos por las calles. El discípulo caminaba por en medio de toda la fiesta con el cuenco de aceite en las manos.

Sucedió lo que tenía que suceder. El discípulo alzó la mirada y vio la fiesta. Y el cuenco en sus manos se inclinó y el aceite goteó. Ya no se podía disimular. El cuenco ya no estaba tan lleno, y las manos estaban grasientas con el aceite que chorreó.

Volvió el discípulo y lo vio el maestro. «Veo que se ha derramado un poco de aceite. Es lo que yo esperaba. Si no hubieses levantado la mirada a la fiesta, yo te habría despedido porque estés donde estés y hagas lo que hagas has de mirar a tu alrededor y notar el entorno. Y si se hubiese derramado todo el aceite también te habría despedido porque también habías de notar lo que llevabas en las manos. Lo normal era que se derramaran unas gotas, y es lo que tú has hecho. Has pasado el examen.»

Eso es el «darse cuenta», yagruti en sánscrito, sati en pali, awareness en inglés, y secreto de la serenidad y paz de ánimo en la lengua que sea. Fritz Perls resume su terapia Gestalt en la densa y feliz expresión, «a continuum of awareness«. De eso se trata.

Salmo

Salmo 113 – Ídolos en mis altares
Hay un verso en este salmo que me obsesiona, Señor, y me vas a perdonar si dejo a un lado por hoy los otros muchos bellos versos que tiene este salmo (o, mejor dicho, los dos salmos que se han unido accidentalmente para formar uno) y concentro mi fe y mi oración, con la esperanza de mi propio provecho espiritual, en ese solo verso que tú proclamas aquí y vuelves a repetir, palabra por palabra, en otro salmo más adelante. Suena como un refrán del cielo, como un principio de sabiduría espiritual, como una maldición bíblica de importancia radical para un pueblo en busca de la tierra prometida y para un corazón en busca de Dios. El refrán dice así:

«Quien fabrica un ídolo, será como él.»

Siento un escalofrío de arriba abajo cuando oigo esas palabras. Sé que los ídolos están hechos de piedra y madera; y a piedra y madera quedan condenados, por tanto, los que los hacen.

Hay fabricantes de ídolos en el sentido material de la palabra, artesanos que labran imágenes de la divinidad tal como se lo ordena la fecunda imaginación de adoradores devotos en todas las culturas y edades. Contra ellos se dirige la prohibición directa del salmo para reforzar el mandamiento del Señor a su pueblo que no se hagan imágenes de la divinidad, y para poner en ridículo la expresión de una piedad mal entendida en figuras sin vida.

«Sus ídolos son plata y oro,
hechura de manos humanas:
tienen boca y no hablan,
tienen ojos y no ven,
tienen orejas y no oyen,
tienen nariz y no huelen,
tienen manos y no tocan,
tienen pies y no andan,
no tiene voz su garganta.
Como ellos serán los que los hacen,
cuantos en ellos ponen su confianza.»

Y luego están los fabricantes de ídolos en el sentido más sutil de la palabra, tanto más peligroso cuanto más disimulado; y aquí es donde me veo a mí mismo y siento sobre mi cabeza todo el peso de la denuncia bíblica. Yo me hago ídolos en mi propia mente, y los adoro con fidelidad escondida y sumisión obediente. Ídolos son mis prejuicios, mis inclinaciones, mis gustos y preferencias; mis ideas fijas de cómo deben ser las cosas; mis principios y valores, por dignos y legítimos que parezcan; mis hábitos y costumbres; las experiencias pasadas que gobiernan mi vida presente; todo aquello que yo he supuesto, aceptado, fijado en mi mente como regla inflexible de conducta para mí y para todos por siempre.

Todo eso son ídolos. Ídolos de la mente. Piedra y madera, o aun oro y plata, pero en todo caso metal inerte y sin valor ante el alma viva. Ídolos mentales, ideológicos, culturales, incluso espirituales y aun devotos y religiosos. Todo el peso muerto de una larga vida. Todo el triste equipaje del pasado. Peso y obstáculo. Esclavitud y cadenas. Penosa herencia de mi alma pagana. No es extraño que mi vida espiritual no progrese cuando está atascada en sus ídolos.

Lo que me aterra es el castigo que se sigue a la adoración de ídolos. Hacerse como ellos. Tener ojos y no ver, tener oídos y no oír, tener manos y no palpar, tener pies y no caminar. Perder los sentidos, el contacto con la realidad, la misma vida. Ese es el castigo por adorar a los ídolos de la mente: dejar de estar vivo. Cesar de vivir. Mucho repetir y poco cambiar. Mucho pensar y poco vivir. Vivir de cadáver. Y eso es lo que me está sucediendo a mí.

Sigo adorando a mis antiguas ideas, manteniendo mis posiciones de siempre, postrándome ante el pasado… y pierdo la capacidad de vivir el presente. Me cargo la memoria de costumbres y rutina, y dejo de ver y de sentir y de andar. Me hago piedra y madera. Me hago cadáver. He adorado mi pasado, en busca de la seguridad y la tranquilidad, y me encuentro con la negra noche de la rigidez y la muerte. El ídolo es una idea fija, y cuando me agarro a una idea fija me quedo yo también fijo como un ídolo en piedra y madera.
A lo largo de toda tu revelación y tu trato con tu pueblo escogido, tú siempre odiaste a los ídolos, Señor. Hoy te ruego me libres de todos los ídolos de mi vida…, para que vuelva a andar.

 

Día 15
Os cuento

Solo sé que nada sé

Me pasan cosas inesperadas. Y encima divertidas. Esta fue otra vez el otro día en el metro. Iba yo sentado ensimismado en mis pensamientos. Paró el tren en una estación, se abrieron las puertas, y un grupo de muchachos entró y quedaron todos de pie enfrente de mí. Todos ellos con camisetas polo impresas y pintadas. Uno de ellos llevaba letras en griego. Me hizo gracia. De joven yo leía a Homero de corrida, y algo me habrá quedado en la cabeza. Las letras eran en mayúsculas: EN OIDA OTI OUDEN OIDA.

Las miré sin más como quien ve caracteres chinos. Hacían bonito de un lado al otro de la camiseta del joven en grandes letras blancas con fondo negro. Algo querrían decir, aunque no estaba yo ahora para descifrarlas. Las miré silenciosamente con antiguo agrado.

Pero de repente se me abrieron los ojos. Un relámpago súbito. Me dio un vuelco el corazón. Yo entendía aquello. Claro que sí. Bien sencillo. “En” es “uno”, “oida” es el tiempo aoristo pasado de “eido”, “saber”, “oti” es “que”, “ouden” es otra vez “no uno”, “nada”, y “oida” otra vez “oida”, saber. Ya está. SOLO SÉ QUE NADA SÉ. (Literalmente: Uno supe que no-uno supe.) ¿Y quién lo dijo? Sócrates, claro. Su respuesta favorita a preguntas indiscretas. Solo sé que nada sé. Me eché a reír.

No pude contenerme y le dije sin más al joven en voz alta con una sonrisa cómplice, señalando la camiseta con el dedo y pronunciando despacio palabra a palabra: “Solo… sé… que… nada… sé.” Y aquí se armó otra que tampoco yo esperaba. El joven se llevó las manos a la cabeza y me dijo ante sus compañeros que también me habían oído y habían visto mi gesto: “¡Me ha jodido usted!” (Eso no vino en griego.) “Yo lo sabía, pero estos no, y me había apostado con ellos que nadie lo sabía, y que les daría una cena si alguien lo averiguaba. ¡Y ahora viene usted y lo sabe!” El coro de amigos se puso a saltar y cantar en el metro: “¡Solo sé que nada sé! ¡Solo sé que nada sé!”

Se bajaron en la próxima estación. Me saludaron alegres al salir. A alguien le vino bien el que yo hubiese estudiado griego de pequeño. Solo sé que nada sé. Sócrates en el metro.

Arriba y abajo

Camus redefinió el mito de Sísifo. Puede interesarnos.

“Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza, el suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada.

Se ve todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar, ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a las piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hasta la cima, y baja de nuevo a la llanura.

Entonces Sísifo es superior a su destino. Al fin y al cabo, el obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Se salva con hacer lo que se hace. Sísifo se salva pensando momento a momento en lo que hace. Piensa en su ascenso durante el ascenso, y en su descenso durante el descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento, consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con su aceptación.”

[Albert Camus, El mito de Sísifo, p. 129]

Dicho con más sencillez, Sísifo no lo pasa ya mal porque ha aprendido a vivir el presente, que es el gran arte de la vida. Todos estamos empujando piedras, que es al fin y al cabo lo que hacemos de manera más o menos sofisticada a lo largo de nuestra terrena existencia. A ratos para arriba y a ratos para abajo. El obrero en su factoría y el oficinista en su despacho, el chófer en su coche y el escritor en su ordenador. Sin ironía ni cinismo, sino con tranquilidad y realismo y un poco de humor, podemos decir humildemente que estamos empujando piedras. Es decir, estamos viviendo el presente. Y Sísifo se ríe de los dioses.

Sísifo descansa

”Todo logro significa una servidumbre. Obliga a otro más alto.” (Camus)

Pequeños Sísifos

“Thich Nhat Hanh, el maestro Zen vietnamita contemporáneo, llevó en una ocasión a un grupo de niños a una gran ferretería que hay en Francia, el país donde reside. Antes de entrar en la tienda les dijo que lo único que iban a comprar era una bolsa de clavos para algo que él estaba pensando arreglar. Sin embargo, les dijo que podían dedicarse a mirar la tienda todo el tiempo que quisieran. Así que el maestro Zen y sus niños se pasaron horas mirando una estantería tras otra, un objeto tras otro, casi un clavo tras otro, contemplando todo lo que había en la tienda. Después se dirigieron a la caja, pagaron los clavos y se fueron. Para mí lo maravilloso de esta historia es que los niños no hicieron gala de una estoica fuerza de voluntad, sino que entraron sabiendo que solo iban a comprar unos clavos, y aun así pasaron un buen rato viendo todo lo que vieron, preguntando todo lo que preguntaron, y aprendiendo todo lo que aprendieron. Cada ocupación puede ser válida en sí misma si sabemos vivirla por sí misma.”

Gary Thorp, Momentos Zen, p. 51]

Sísifo en la cárcel

Voy a contar un caso extremo de aprecio de la vida aun en sus circunstancias más negras. Reg Kray se pasó la mayor parte de su vida en la cárcel por actos de violencia en su juventud, y sólo salió de ella a sus 67 años en “sentencia compasiva” por el cáncer terminal que le afligía y del que murió a los seis meses de estar en libertad. En la cárcel escribió su autobiografía, con toda la sinceridad de su dureza continuada y con toda la perspectiva de una vida entera. Y esto dice con auténtica claridad y sencillez:

“La lección más importante que he aprendido en la vida es el apreciar las bendiciones que nos trae y el acordarme que nadie se escapa de los problemas que nos presenta. Cada día nos enfrentamos a ellos, y debemos tratar a los problemas y a las bendiciones como una aventura que vivir. Esforzarnos por resolver los problemas y disfrutar el día.

El peligro de la vida en la cárcel –y en general de todas las vidas– es el jugar al juego de las esperas. Esperamos al nuevo día, esperamos a las comidas, esperamos a las visitas, esperamos a la noche, esperamos a que se acabe la sentencia que estamos cumpliendo. Mi consejo es que no caigas nunca en el juego de las esperas. Mira a la cárcel como si fuera un hotel barato, ya que no te ha tocado uno más caro. Estáte siempre ocupado y manténte siempre en forma. Ten contacto constante con tu familia y tus amigos, y usa el teléfono lo más que puedas. Nada de drogas. Acuérdate que has de ir cubriendo la distancia milla a milla, paso a paso, sea el camino largo o corto. Es mejor caminar con una mente alegre en cuanto puedas, y es dañoso hacer lo contrario. Trata de vivir cada uno de esos días plenamente, y nunca lo consideres como un día perdido en tu vida. Pásalo bien en el gimnasio o en cualquier actividad que prefieras. Haciendo eso cambias la desventaja en ventaja, y recobras el valor de ese día en tu vida. En fin, acuérdate de las palabras de Khalil Gibrán: ‘Rompe las esposas de la cautividad que tú mismo te impones.’ Si tu mente es libre, tú ya eres libre.”

[Reg Kray, A Way of Life, p. 229, 217]

Nos ha dado desde la cárcel el secreto, que nosotros ya sabemos, de vivir la vida como viene y disfrutarla tal y como es. El secreto de vivir bien la vida es vivirla momento a momento, paso a paso, día a día, con lo que ese día traiga y ese día se lleve. No caer en el juego de las esperas. Vivir el presente.

Aún hay esperanza

«Era el cuarto día del sesshin, retiro de meditación en todo el rigor del Zen bajo la dirección del maestro Shunryu Suzuki. Estábamos sentados sobre nuestras propias piernas dobladas a estilo japonés con dolor en las piernas y en la espalda, y con temores y dudas en la mente respecto de si valía la pena tanto trabajo o no.

Suzuki Roshi comenzó a hablar muy lentamente. ‘Los conflictos que están viviendo ustedes en este momento…’

Todos estábamos seguros de que a continuación iba a decir: ‘… desaparecerán cuando acabemos este retiro’; pero en cambio lo que dijo fue lo siguiente: ‘… seguirán con ustedes durante el resto de sus vidas.’

Por el modo en que lo dijo nos echamos a reír todos juntos.”

David Chadwick, “Para hacer brillar un rincón del mundo”, p. 41]

Las ventajas de no quejarse

“Cuando el soberano puede interpretar todos los lenguajes de la naturaleza, tiene que poner ese excepcional conocimiento al servicio de sus súbditos. Una historia persa, de origen sufí, nos da un ejemplo.

En los tiempos de Salomón, el mejor de los reyes, un hombre compró un ruiseñor que tenía una voz excepcional. Lo puso en una jaula donde al pájaro nada le faltaba, y este cantaba durante horas y horas, para admiración de los vecinos.

Un día en que la jaula había sido colocada en un balcón, se acercó otro pájaro, le dijo algo al ruiseñor y se fue volando. Desde aquel instante el incomparable ruiseñor permaneció en silencio.

El hombre, desesperado, llevó a su pájaro ante el rey profeta Salomón, que conocía el lenguaje de los animales, y le pidió que le preguntase por las razones de aquel mutismo. El pájaro le dijo a Salomón:

‘Antaño no conocía ni cazador ni jaula. Entonces me enseñaron un apetecible cebo y, empujado por mi deseo, caí en la trampa. El cazador de pájaros se me llevó, me vendió en el mercado, lejos de mi familia, y me encontré en la jaula del hombre que aquí ves. Empecé a lamentarme día y noche, lamentaciones que ese hombre tomaba por cantos de agradecimiento y alegría. Hasta el día que otro pájaro vino a decirme: “Deja ya de llorar porque es por tus gemidos por lo que te guardan en esta jaula.” Entonces decidí callarme.’

Salomón tradujo estas frases al propietario del pájaro. El hombre se dijo: ‘¿Para qué guardar un ruiseñor si no canta?’ Y lo puso en libertad. El pájaro volvió a cantar.”

Jean-Claude Carrière, Le circle des menteurs, p. 286]

Me contáis

Recibo esta historia vuestra:

“Se cuenta que en el siglo pasado, un turista americano fue a la ciudad de El Cairo, Egipto, con la finalidad de visitar a un famoso sabio. El turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuartito muy simple, repleto de libros. Las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y una silla. “¿Dónde están sus muebles?”, preguntó el turista. El sabio contestó la pregunta con otra pregunta: “¿Y dónde están los suyos…?” – ¿Los míos?”, se sorprendió el turista. “¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!! – “Yo también”, concluyó el sabio.”

La primera vez que recibí este cuento, me gustó y lo puse en mi página. La segunda y tercera, lo dejé pasar tras el debido agradecimiento. Pero ahora, la cuarta vez, me ha ocurrido algo. Me ha ocurrido que ya no me ha gustado. Es decir, me ha divertido, pues es un buen cuento, pero lo que pasa es que ya no estoy de acuerdo con él. Estoy más alerta a vivir el presente, y resulta que este cuento me saca del presente. Me hace estar de paso en la vida, sentirme turista en la tierra, ignorar el presente. Me hace perder contacto con la realidad, proyectarme al futuro, dejar de ser yo mismo. Ya sé que mi querida Santa Teresa estaba de acuerdo con el sabio egipcio y llamaba a esta vida “una triste noche en una mala posada”, pero, sea lo que sea la noche y la posada, es lo que Dios me ha dado y lo único que aquí tengo y pienso sacarle el mayor fruto posible. Es verdad que todo pasa, pero por ahora estoy donde estoy y considero mi deber pasarlo bien donde estoy. Ya que es solo una noche, vamos a animarla un poquillo. A la vida no se la gana insultándola. La tierra es mi hogar, esta vida es mi vida, y lo que haga hoy es lo único que puedo hacer hoy. Quiero tener muebles.

Y es que además necesito estanterías para mis libros. Hasta el sabio egipcio nos dicen que tenía el cuarto repleto de libros. Un turista de paso no los tendría.

Lo mejor, cuando me enviéis el cuento por quinta vez, me vuelve a gustar.

Salmo

Salmo 114 – Pasión y resurrección
Este salmo se rezó un Jueves Santo de camino hacia Getsemaní. Había acabado la cena; el grupo era pequeño, y el último himno de acción de gracias, el Hal-lel, quedaba por recitar; y lo hicieron al cruzar el valle hacia un huerto de antiguos olivos, donde unos descansaron, otros durmieron, y una frágil figura de bruces bajo la luz de la luna rezaba a su Padre para librarse de la muerte. Sus palabras eran eco de uno de los salmo del Hal-lel que acababa de recitar por el camino. Salmo que, en su recitación anual tras la cena de Pascua, y especialmente en este último rito frente a la muerte, quedó como expresión final del acatamiento de la voluntad del Padre por parte de Aquel cuyo único propósito al venir a la tierra era cumplir esa divina voluntad.

“Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del Abismo,
caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor:
‘¡Señor, salva mi vida!’.”

Me acerco a estesalmo con profunda reverencia, sabiendo como sé que labios más puros que los míos lo rezaron en presencia de la muerte. Pero, respetando la infinita distancia, yo también tengo derecho a rezar este salmo, porque también yo, en la miseria de mi existencia terrena, conozco la amargura de la vida y el terror de la muerte. El sello de la muerte me marca desde el instante en que nazco, no solo en la condición mortal de mi cuerpo, sino en la angustia existencial de mi alma. Sé que camino hacia la tumba, y la sombra de ese último día se cierne sobre todos los demás días de mi vida. Y cuando ese último día se acerca, todo mi ser se revela y protesta y clama para que se retrase la hora inevitable. Soy mortal, y llevo la impronta de mi transitoriedad en la misma esencia de mi ser.

Pero también sé que el Padre amante que me hizo nacer me aguarda con el mismo cariño al otro lado de la muerte. Sé que la vida continúa, que mi verdadera existencia comienza solo cuando se declara la eternidad; acepto el hecho de que, si soy mortal, también soy eterno y he de tener vida por siempre en la gloria final de la casa de mi Padre.

Creo en la vida después de la muerte, y me alienta el pensar que las palabras del salmo que hoy me consuelan consolaron antes a otra alma en sufrimiento que, en la noche desolada de un jueves, las dijo también antes de que amaneciera su último día sobre la tierra:

“Caminaré en presencia del Señor
en el país de la vida.”

Día 1
Os cuento

Usar y tirar

Había que instalar un nuevo teléfono en casa en la misma línea, y vino el técnico. Una vez instalado, yo le señalé el teléfono principal que seguía colgado en la pared y le dije: “Ese aparato lleva aquí más de treinta años. Modelo antiguo, fijo, numeración circular de disco, atado al cable, solo para escuchar y hablar sin ninguna de las últimas prestaciones de moda. ¿No le ha llegado ya a este la hora de cambiarlo aprovechando que le hemos traído uno nuevo de pareja?”

Me respondió: “Cámbielo usted si quiere, y tendrá desde luego marcado digital y desviación de llamada y rellamada y movilidad del aparato y terminal inalámbico y pitidos musicales al marcar y lucecitas rojas y verdes y todo lo que usted quiera. Pero yo le digo que ese aparato viejo que tiene usted ahí colgado en la pared hace treinta años es mil veces mejor que el nuevo que yo le acabo de montar sobre la mesa de su despacho, y que el viejo le durará muchos más años que el nuevo y le dará mejor servicio. Ya no se hacen teléfonos así. Cámbielo si quiere, pero pronto tendrá usted que volverme a llamar para cambiárselo por otro. Usted verá.”

Otro teléfono, el móvil me está asomando ahora por el bolsillo de la camisa. A los pocos días de comprarlo y a las pocas llamadas de usarlo, me dio un pitido y me lanzó un mensaje: “Tienes tantos puntos.” (Mi móvil me trata de tú. Así da gusto.) “Con tantos euros más puedes comprar en oferta el nuevo modelo ya en venta con conexión a Internet, información meteorológica puntual de cualquier parte del globo, los resultados de la liga de fútbol, y datos en tiempo real de la bolsa de Nueva York, Londres, y Tokio.” Tentado a comprarme el nuevo. Solo que el nuevo anunciará el super-nuevo que llegará enseguida también y traerá información adicional con las fases de la luna y eclipses solares. Y si no cedo a la tentación, se estropeará el que acabo de comprar para que tenga que comprar el nuevo. Todo está calculado. Usar y tirar.

Antes las cosas se hacían para que durasen. Ahora se hacen para que no duren. Antes se casaba uno para toda la vida. Ahora, como en el chiste de Mingote, el abogado de separaciones y divorcios te espera con la lista de sus honorarios a la salida de la boda en la iglesia y te da su tarjeta. Una al novio y otra a la novia, ya que somos iguales. Antes hacías la carrera de ingeniero y ejercías de ingeniero hasta que te jubilases. Ahora comienzas la carrera de ingeniero y sales de batería en una banda de jazz antes de pasar a vendedor de electrodomésticos y acabar de consejero esotérico en un grupo oriental. Usar y tirar.

Antes los valores morales eran para toda la vida. Ahora parecen ser de usar y tirar. Ten cuidado. Al comprar un móvil te has apuntado a la movida del usar y tirar. No te contagies.

El órgano de la enseñanza

El profesor anuncia en clase que va a estar ausente por unos días, pero que, gracias a los adelantos en comunicación, los alumnos no se perderán sus doctas explicaciones porque ha instalado en clase una gran pantalla donde aparecerá él a su hora y les explicará todo lo que tiene que explicar como si estuviera presente. Todos conformes.

El profesor vuelve de su viaje antes de lo pensado y va a la clase a ver qué tal funciona su enseñanza a distancia. La pantalla está iluminada con su figura en plena actuación. En frente de ella, en cada pupitre hay una grabadora dándole vueltas silenciosamente a la cinta. No hay nadie en clase. Tal para cual.

Antes ya se decía que enseñar consiste en traspasar conocimiento de las notas del profesor a las notas del alumno sin pasar por la cabeza de ninguno de los dos. Ahora pasa del aparato de última moda del profesor al de penúltima moda del alumno.

os griegos decían que el oído era el órgano de la enseñanza. Y al oír, desde luego, veían. La docencia era presencia.

Buen oído

Yo había leído en las crónicas africanas de Leni Riefenstahl (con los nubas) algo que ahora vuelvo a leer en las de Peter Matthiessen (con los bisambe). Debe ser verdad. Cuentan que los nativos van por la selva, a veces hasta a cincuenta metros de distancia unos de otros, y hablando en voz muy baja se oyen y se entienden unos a otros perfectamente y mantienen una conversación como la cosa más natural del mundo. No necesitan el móvil. Ni el vídeo. Tienen buen oído. Nosotros hemos perdido los oídos de la selva.

(Leni Riefenstahl, Memorias, p. 431. Peter Matthiessen, Los Silencios de África, p. 215)

Estás partido en dos

Bror Blixen, el marido liviano de Karen Blixen (la autora de “Memorias de África”) que le contagió la sífilis, narra también sus experiencias africanas. Sale a contratar obreros para sus cafetales, y va contando su experiencia:

Cabalgué hasta la aldea del jefe Kinanjui. Saludé cortésmente, le entregué unos regalos y le pregunté si podía asistirme en procurar doscientos jornaleros para talar árboles. Me hizo sentar, bebí su cerveza, que sabía mal, conversamos sobre nuestras vestimentas distintas; y después de un par de horas callados a la sombra de un árbol, él ya estaba dispuesto a discutir dónde y cuándo podíamos empezar a negociar. Escandalizado por el circunloquio de los trámites, volví a galope para preguntarle a mi amigo Holmberg, que estaba sentado en el porche bebiendo su trago vespertino, si estas negociaciones de veras tenían que durar varios días. Se rió y dijo que nunca había oído decir que durasen varios días. Solía tardarse como mínimo unos meses, o tal vez medio año.

Enfurecido, me fui de jefe en jefe. Aprendí a convertir el pánico en una sonrisa indulgente, hablaba de reses y de cultivo de maíz mientras pensaba en jornaleros colocados en largas filas. Nunca he sido deferente con tanta gente como durante aquellos meses. Pero mis pensamientos siempre estuvieron en otro sitio.

Kinunjui me dijo en una ocasión en la que yo estaba sentado delante de la fogata, a las puertas de su casa: “Hombre de fuera: tus pensamientos no están donde tú estás. Estás partido en dos, y partirás mis pensamientos y los de mi pueblo en dos.”

Le pregunté qué quería decir con eso. Me contestó preguntando que por qué sus hombres debían trabajar desbrozando la maleza para mí. Vivían en su aldea y no querían acarrear troncos de una tierra que les habían robado. Contesté que les pagaría con dinero, y que con el dinero ellos podían comprar cosas. Ellos no necesitaban nada, continuó él: si querían algo de las tiendas de los comerciantes hindúes, lo intercambiaban por maíz o carne. Lo único para lo que serviría mi dinero sería para pagar los impuestos que les imponían los ingleses: “Os hemos recibido como invitados en nuestro país. Respondéis a nuestra hospitalidad ofreciéndonos trabajar para vosotros con tal de pagar los impuestos que nos imponéis. Mi pueblo se ha vuelto un pueblo de sirvientes. Hombre de fuera, convive con nosotros, ven de caza con nosotros; pero no intentes que nuestros pensamientos vivan en dos mundos distintos.» Sus palabras me incomodaron.

Sus cafetales fueron una ruina. Su matrimonio también.

(Lennart Hagenfors, Tambores de África, p. 108)

La serpiente pitón y el león

Más experiencias aborígenes, ahora en Mali. Es Lisa St Aubin de Terán. Me fascinan sus libros.

“Al fin me dormí arrullada por el murmullo del aire acondicionado y de los mosquitos. La mañana siguiente me desperté tarde al oír voces junto a mi cuarto en el hotel. Parecía como si dos hombres estuvieran riñendo en el pasillo, pero se echaban atrás cuando uno le pedía al otro que fuera razonable. Esperé a que acabasen antes de salir a explorar las posibilidades del desayuno. Por fin, al quedar claro que aquello iba para largo, me aventuré a salir.

Un muchacho quinceañero en su uniforme beige bien nuevo y bien planchado estaba hablando con la aspiradora a dos voces. Lo que parecía una riña entre dos personas era solo él mismo enchufando y desenchufando su aparato en un diálogo divertido con su instrumento. Agarraba el tubo ancho de goma y sus anillos como si fuera una pitón gigante, y amenazaba al cuerpo de la aspiradora que se arrastraba agachado en la alfombra como si fuera un león maleducado en cautividad. Ese monólogo-diálogo entre el muchacho y la aspiradora tenía lugar con seriedad cómica todos los días en el pasillo enfrente de mi habitación mientras el muchacho limpiaba la moqueta.

Cuando me hice algo amiga de uno de los camareros del hotel me contó que aquel chico era nuevo. Haber conseguido trabajo en el hotel era como haberle tocado la lotería, y sería una gran ayuda económica para toda su familia. Además el muchacho estaría enormemente orgulloso de su nueva categoría como empleado de la limpieza en un gran hotel. Pero como había crecido en la selva, no tenía idea de lo que eran la electricidad y los cables, y no había visto una aspiradora en su vida. Claro que le habían explicado su funcionamiento, pero ahora tenía él que domar a aquel nuevo animal a su manera con los conocimientos y artes que había aprendido en su tribu desde su rito de iniciación en la pubertad.

Me dijo el camarero: “No le puedes explicar qué es una aspiradora. Es demasiado para él. Hay que dejarle que la maneje a su manera y que se las arregle con ella poco a poco, como si fuera una serpiente pitón y un león, según él sepa y entienda. Todos hicimos lo mismo cuando vinimos. Entendemos de serpientes y leones, pero nada de tubos de goma y motores que dan vueltas por dentro. Esto, para nosotros, es otro mundo. Si te fijas esta tarde, cuando ese chico acabe la jornada, verás varios niños colgados de la verja del jardín del hotel en la calle. Son sus hermanos y amigos de la aldea que han venido a ver a su héroe. Para vuestros niveles ganamos muy poco dinero, pero ese muchacho está manteniendo ahora por lo menos a veinte personas con su salario. Nuestras familias son grandes, pues nuestros padres tienen varias mujeres, y el trabajo es escaso.”

Memory Maps, Lisa St Aubin de Terán, p. 268)

Pensar daña al cerebro

(De la misma autora, esta vez desde sus experiencias en La Hacienda de Venezuela.)

“Antonio Moreno, el genial capataz de La Hacienda, me estaba siempre riñendo porque me decía que yo leía y pensaba demasiado. Insistía en que pensar era malo y dañaba al cerebro. Tenía la teoría de que si mirabas a las cosas de cierta manera, las entendías. Era ya viejo cuando me dijo eso, y aunque él no sabía leer ni escribir, era mucho más sabio de lo que yo nunca podría aspirar a ser.

Hace poco tuve noticias de él, y vive todavía con 107 años, habiendo sobrevivido a todas las calamidades que el hombre y la naturaleza pueden crear. Si me viera ahora, volvería a sacudir su noble cabeza en reproche a mi impenitente leer y escribir, aunque ahora, después de un cuarto de siglo, he comenzado a entender el camino del silencio. Desde que tuve noticias de él llevo su imagen dentro de mí, y lo veo mirando a través de sus cataratas las laderas de Tempé, más allá del molino de caña de azúcar de La Hacienda.”
(p. 285)

Me contáis

Esto ha tenido gracia. Alguien me ha enviado un bello poema invitándome a que lo publique aquí. Claro que lo publico. Y es que me ha resultado muy familiar al leerlo. El original del poema es inglés, de Sidney Carter, y yo lo traduje al castellano y lo publiqué en un libro mío, y es esa traducción mía la que me citan ahora a mí y la que voy a poner aquí. Por eso digo que me resulta familiar, y es que alguien la ha tomado de mi libro y la ha pasado felizmente a otros sin mencionar su origen, y esos me la han pasado a mí sin saber que el origen era yo. Me alegro les gustaste. También a mí me gusta. Se llama “El Evangelio en Presente de Indicativo”, y es así:

Tus doctos tratados no son evidencia;
lo que yo deseo es Voz y Presencia.
Hace veinte siglos, ¿qué sé qué pasó?
Lo que pasa ahora quiero saber yo.

Para tus sermones no tengo paciencia:
solo me interesa Vida y Evidencia.
No digas que dicen…, dijeron…, dirán…;
muéstrame al que viene a partir el pan.

Yo soy el que soy, y Él es el que es:
todo lo demás no tiene interés.
Tú eras…, él era…, tú serás…, él fue…,
nosotros seríamos… ¿quién sabe?… ¡tal vez!

Tú hablas en pretérito pluscuamperfecto;
yo quiero el presente vivido y directo.
Me das argumentos del tiempo pasado:
todo eso es antiguo, viejo, y olvidado.

No quiero un bautismo de segunda mano:
quiero ser testigo, discípulo, hermano.
Grabaciones viejas no sirven de nada:
el programa en vivo es lo que me agrada.

No me hables de cosas que turban la mente:
¡quiero el Evangelio en tiempo presente!
No vengas con citas, habla sin demora
y dime tú mismo: ¡Jesús vive ahora!

¿A que es bien bonita? En ese mismo libro tomé otro poema inglés de Raymond Hearn, de 13 años, publicado en el libro “Salmos por jóvenes”, y también lo traduje yo mismo y lo publiqué a continuación. También voy a ponerlo aquí (¡antes de que me lo envíe alguien!).

¿Quién es Dios?
¿Es uno, tres o dos?
¿Es de verdad?
¿O es de madera?
¡Ojalá lo supiera!

¿Está en la luna y el sol?
¿Está en el rock and roll?
¿Está en los prados verdes?
¿Está cuando ganas y cuando pierdes?
¿Es de verdad?
¿O es de madera?
¡Ojalá lo supiera!

¿Nació en un establo?
¿Me oye cuando le hablo?
¿Sabe lo que es amar?
¿Sabe lo que es penar?
¿Es de verdad?
¿O es de madera?
¡Ojalá lo supiera!

Si tú lo sabes, dímelo por favor.
Quiero darle mi amor.
Si nadie me lo dice, me entra la depresión.
Dolor del corazón.
¡Quiero saber de Dios la verdad verdadera!
¡¡¡Ojalá la supiera!!

Salmo

Salmo 117 – Alegría pascual
Voces de Domingo de Pascua, gritos de victoria sobre la muerte, confianza en el poder de Dios, regocijo en el triunfo común y proclamación de este día como el más grande que ha hecho el Señor. Eso es este salmo rebosante de gloria y de gozo.

“¡Abridme las puertas del triunfo!
El Señor está conmigo y me auxilia;
no me entregó a la muerte.
La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
Este es el día en que actuó el Señor;
sea nuestra alegría y nuestro gozo.”

Esta es la liturgia de Pascua en el corazón del año. Pero para el verdadero cristiano, cada domingo es Pascua y cada día es domingo. Por eso cada día es Pascua, es“el día que ha hecho el Señor, el día en que actuó el Señor.”Cada día es día de victoria y alabanza, de regocijo y acción de gracias, día de ensayo de la resurrección final conquistando al pecado, que es la muerte, y abriéndose a la alegría, que es la eternidad. Cada día hay revuelo de ángeles y alboroto de mujeres en torno a la tumba vacía. ¡Cristo ha resucitado!

“Este es el día en que el Señor ha actuado.”¡Ojalá pudiera decir yo eso de cada día de mi vida! Sé que es verdad, porque, si estoy vivo, es porque Dios está actuando en mí con su infinito poder y su divina gracia; pero quiero sentirlo, palparlo, verlo en fe y experiencia, reconocer la mano de Dios en los sucesos del día y sentir su aliento a cada paso. Este es su día, glorioso como la Pascua y potente como el amanecer de la creación; y quiero tener fe para adivinar la figura de su gloria en la humildad de mis idas y venidas.

“La diestra del Señor es excelsa,
la diestra del Señor es poderosa.
No he de morir:
viviré para contar las hazañas del Señor.”

Que la verdad de fe penetre en mi mente y florezca en mis actos: cristiano es aquel que vive el espíritu de la Pascua. Espíritu de lucha y de victoria, de fe y de perseverancia, de alegría después del sufrimiento y vida después de la muerte. Ninguna desgracia me abatirá y ninguna derrota me desanimará. Vivo ya en el día de los días, y sé que la mano del Señor saldrá victoriosa al final. “El Señor está conmigo, no temo: ¿qué podrá hacerme el hombre?”

Yo solo no puedo conseguir el espíritu de Pascua por mi cuenta. Así como el Domingo de Pascua me encuentro en medio de los fieles que proclaman su fe y robustecen la mía con la unión de su presencia y la voz de sus cantos, así ahora también, día a día, necesito a mi alrededor al grupo amigo que afirme esa misma convicción y confirme mi fe con el don de la suya. Invito a la casa de Israel, a la casa de Aarón y a todos los fieles del Señor a que canten conmigo la gloria de Pascua para que todos nos unamos en el estrecho vínculo de la fe y la alegría.

“Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.
Diga la casa de Aarón;
eterna es su misericordia.
Digan los fieles del Señor:
eterna es su misericordia.
Dad gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.”

 

Día 15
Os cuento

Memorias de un usuario del Metro

Viajo con frecuencia en el Metro, y me ocurren cosas. El otro día entré en el vagón y estaba lleno. Sentados enfrente mío había tres muchachos que por el hablar y las letras de sus camisetas parecían rusos. Yo quedé de pie agarrado a la barra. Ahora ya no es frecuente que un joven se levante para dejarle el asiento a un viejo. Por eso me sorprendió cuando uno de los rusos se levantó y me ofreció su asiento. Lo acepté agradecido. Al llegar mi estación me levanté para salir y le dije al muchacho: “Spasibo.” Es la única palabra que sé en ruso. “Gracias.” Sonrieron los tres. Yo también. No sabían que estoy preparando un libro sobre emigrantes. Con gestos así nos entenderíamos todos mejor.

Otro día también estaba lleno el Metro y yo estaba cansado. En el vagón hay unos asientos claramente señalizados y reservados para mujeres, viejos, y discapacitados. Se lo indiqué educadamente a un muchacho que ocupaba ese asiento, y él vio el aviso pero se encogió de hombros y siguió sentado. Una chica al lado, que lo vio, se levantó enseguida y me ofreció su sitio, aunque no era reservado. Le di las gracias y me senté. Entonces el muchacho se levantó y le ofreció su sitio a la chica que se había quedado de pie. Ella no hizo caso y siguió de pie.

En el Metro está prohibido fumar. Un hombre en un vagón debería estar impaciente porque sacó una cajetilla, se metió un cigarrillo en la boca, y preparó en la otra mano el encendedor. Respetaba las reglas y no fumaba mientras estaba dentro, pero por lo visto se proponía encender el cigarrillo sin demora en cuanto saliese fuera. El tren llegó a la estación, pero la puerta tardó en abrirse. El hombre se impacientó y empezó a darle golpes a la puerta. Había calculado ya el tiempo para fumar y se le hacía duro esperar más. Al fin se abrió la puerta, y él salió corriendo y encendió el cigarrillo. Una vez que se había puesto el cigarrillo en la boca le era imposible reprimirse.

En un trayecto largo me puse a leer un libro que me había traído en previsión. Al pasar página y levantar la mirada vi sentada enfrente de mí a una mujer. Se estaba enjugando una lágrima. No supe qué hacer. Ella suspiró calladamente. Sacó del bolso un pequeño pañuelo y se secó los ojos. Llegó mi estación, y me levanté para salir. Mirándola a ella le dije a mi Ángel de la Guarda que la consolase. ¿Qué más podía hacer? Hay tantas lágrimas en la vida…

Cómo reñir a una hija

[De la vida de Frank Sinatra contada por su hija Tina.]

“Mi padre me riñó solo una vez. Y lo hizo con tanta delicadeza como eficiencia. Yo tenía quince años y –sin decírselo a mis padres– había quedado en ir en moto con mi amigo Roger. Él no tenía mucha experiencia, y no se usaban cascos entonces. Yo sabía que hacía mal en ir, pero quería un toque de “libertad”. Roger iba despacio cerca de la cuneta, cuando de repente un coche giró y nos cortó el paso. La moto impactó, y Roger y yo salimos volando por encima del coche. Roger se rompió la ingle, mientras que yo caí sobre el lado derecho de mi cara y patiné sobre el asfalto donde me desmayé. Acabé a seis metros del punto de impacto, en mitad de la calzada.

Cuando volví en mí vi –cosas de la suerte– al tío Dean [el actor Dean Martin, amigo de Sinatra] a mi lado. Él volvía a su casa después de un partido de golf, y se había parado como un buen samaritano a atender a aquellos dos jóvenes tumbados en el asfalto. Cuando me reconoció, se arrodilló y gimió: ‘¡Dios mío!’. Entonces me entró miedo.

Yo le dije: ‘Ya sé que vas a llamar a alguien, pero ¿podrías, por favor, hacer que fuera a mi madre?’ Él dijo que sí, pero los dos sabíamos que habría que decírselo a mi padre, y cuanto antes, mejor.

Me curaron en el hospital y me llevaron a casa. Yo estaba llena de miedo. Mi padre vino directo del estudio de cine a casa y habló con mi madre. Recuerdo perfectamente como yo los oía hablar en voz baja en el recibidor. Yo tenía todo el lado derecho de la cara hecho un arañazo, y esperaba eso suavizaría el enfado de mi padre. Pero para cuando llegó a mi cuarto, mi madre le había convencido ya de que yo no sufriría daños permanentes. Su preocupación y su angustia habían ya dejado paso al mero enfado paterno. Sabía que yo podía haberme roto una pierna o aun podía haber muerto, y todo por una tontería que yo sabía desde el principio no merecía la pena.

Me dio un beso, me dijo ‘¿Qué tal?’, y concentró todo su enfado en pocas palabras: ‘Un poco torpe, hija mía. Yo creía que eras más inteligente.’

Yo estaba afligida y llorosa por mí misma, pero reconocí que tenía razón. No he vuelto a montar en moto en mi vida.”

[Tina Sinatra, My Father’s Daughter, p. 127]

El Llanero Solitario

“Un día mi padre me llevó a comprarme un helado en el complejo comercial junto al Central Park. Íbamos chupando nuestros helados cuando vimos a una madre y su hija pequeña ante el mostrador de la tienda de juguetes, en plena negociación sobre una elaborada muñeca Madame Alexander.

– Mamá, por favor…
– Lo siento, cariño, pero es demasiado cara.

Salieron de la tienda, y mi padre me sonrió y me dijo: ‘Vamos a ello.’ Compró la muñeca y echamos a andar por la calle. Cuando las alcanzamos, mi padre le tocó en el hombro a la niña, y le ofreció la muñeca en la caja abierta. Ella abrió unos ojos como platos, y la tomó en sus brazos. Su madre se quedó tan sorprendida que no se fijó en quién era mi padre. No cayó en la cuenta de que era Frank Sinatra.

Mi padre era el Llanero Solitario, y no esperó a que le dieran las gracias. Nos metimos en el coche y desaparecimos, pero no antes de que yo viera en la cara de la madre el gesto atónito de reconocer de repente a mi padre cuando entraba en el coche. Y el gesto de la niña, que me ha quedado para siempre.”
[p. 171]

Los cuentos del Mulá que hacen reír y hacen pensar

El Mulá Naserudín llevaba a su niño pequeño en su cochecito, y al ver que el niño lloraba y berreaba, decía una y otra vez inclinándose hacia él: “Tranquilo, Naserudín. Con calma, Naserudín. No te agites, Naserudín. Todo pasará, Naserudín.” Una señora que iba por el paseo y lo vio, se acercó a él, e inclinándose también hacia el niño le dijo: “Qué papá tan bueno tienes, pequeño Naserudín, y qué bien te trata.” El Mulá le corrigió: “Perdone, señora, el niño se llama Amir. Naserudín soy yo.”

Naserudín le pregunta al policía:

– ¿Podría usted, por favor, decirme donde estoy?
– Sí, está usted en el cruce de la Calle de la Estación con la Avenida de la Libertad.
– Gracias, muchas gracias. Pero ¿en qué ciudad?

Naserudín lleva un carro cargado de paja, pero el carro vuelca al llegar a la granja. El granjero le dice:

– No se preocupe. Vamos primero a cenar, y ya vendremos luego a enderezar el carro.
– Es que a mi padre no le gustaría.
– ¡Por Dios! Ya es usted bien mayor para preocuparse por lo que diga su padre.
– Es que a mi padre no le gustaría.
– ¿Y dónde está su padre?
– En el carro, debajo de la paja.

A pesar de llevar armas, al Mulá Naserudín le robó todo lo que llevaba un ladrón en el camino.

– ¿Te robó?
– Sí.
– ¿Todo lo que llevabas?
– Sí.
– ¿Pero no llevabas armas?
– Sí. Llevaba una espada y una cimitarra.
.- ¿Y no te defendiste?
-¿Cómo iba a defenderme? ¿No ves que tenía las dos manos ocupadas?

Un discípulo le pregunta a Naserudín:

– Maestro, ¿cuál es la diferencia entre la iluminación y la liberación?
– Que una dura para siempre, y la otra no.
– ¿Y cuál es la que dura para siempre?
– Ah, eso no lo sé.

[Me encanta ese cuento.]

El anticipo

[Cuento de Henri Lopès, del Congo, abreviado.]

“No quiero”, dijo la pequeña poniendo mala cara.

“Sí quieres, Francoise, mira.” Carmen misma tomó un gajo de la mandarina con cara de felicidad. La niña replicó: “Pues cómetela toda tú.” Carmen le ofreció un gajo con la delicadeza de un sacerdote ofreciendo la Sagrada Hostia, pero la niña volvió la cabeza. “Si no te la comes, Francoise, tendré que decírselo a tu mamá.” Pero no le valió.

Carmen tenía prisa. Y tenía que ver a la madre para otro asunto. Pero sabía que no debía interrumpirla cuando estaba en la otra habitación jugando al bridge con sus amigas. Solo le quedaba una solución. Hacer con la niña lo que su madre hacía con ella.Con una mano le abrió la boca a la niña, y con la otra le metió un gajo de la mandarina. Francoise se enfureció y chilló. Por el pasillo se oyó el taconeo airado de su madre.

– ¿Qué pasa aquí?
– No quiere comer.
– No la fuerces. Dale unas uvas, que le gustan.

Carmen trajo las uvas, y pensó sería el momento de hablar de lo que tenía que hablar, pero luego se calló y decidió esperar. Ella se cuidaba de Francoise desde que tenía dos meses, y la consideraba más hija suya que de la señora. La cambió, la acostó, le cantó. Nguè kélé mwana ya mboté. Duerme, niña, duerme.

Mientras cantaba, sus pensamientos estaban lejos. Pensaba en su hijo, de la misma edad que Francoise, pero diferente. Francoise era una niña sana y fuerte, mientras que su propio hijo había estado ya varias veces a punto de morirse. Francoise no tenía miedo a nada, hablaba con toda tranquilidad con los mayores, daba órdenes a los sirvientes y hasta elegía con desparpajo los trajes que quería ponerse. Su Héctor era tímido, no se atrevía a hablar con desconocidos, y la tristeza se le notaba en los ojos. Y sin embargo los dos tenían casi la misma edad. No se trataba de envidia, pero Carmen quería que su hijo tuviera una buena educación. Eso no sería posible si no cambiaba la sociedad y la naturaleza humana.

Aquella mañana había estado a punto de quedarse en casa sin ir al trabajo. Su pobre niño había estado toda la noche quejándose que le dolía la tripa. Tenía diarrea y había vomitado tres veces. Sufría mucho, respiraba con dificultad, y tenía la frente cubierta de sudor. Ella se asustó recordando los dos hijos que ya había perdido. Le entró el pánico. El dispensario estaba cerrado por la noche, en el hospital no la recibirían, y un médico costaría un dinero que ella no tenía. Por fin el niño se durmió y ella pudo salir. Tenía que andar dos horas de Makélékélé a Mipla para llegar al trabajo, y la señora exigía que estuviese puntualmente en casa a las 7’30. Pensó en llevarse al niño con ella, pero ya lo había hecho una vez, y la señora le riñó y le dijo que le pagaba para cuidarse de Francoise y no de su hijo. Y le había amenazado con echarla del trabajo si faltaba un solo día. Por eso hoy encargó a la abuela del niño que lo llevara al médico, y fue al trabajo.

A mediodía le llegó un recado de la abuela con la medicina que había prescrito el médico. Ahora tenía que comprarla. ¿De dónde sacar dinero para pagarla?Cuando Francoise se durmió, Carmen se quedó en la cocina esperando a que la señora acabara la partida de bridge con sus amigas. Tarde ya, llegó la señora a la cocina y le dijo:

– ¿Todavía estás aquí, Carmen?
– Es que… es que… necesito dinero, señora.
– ¡Otra vez! ¡Si te pagué hace diez días!
– Mi hijo está enfermo, señora. Necesita una medicina.
– Escuchad eso, escuchad eso. Ahora resulta que yo soy la agencia de salud pública y tengo que dar dinero para medicinas. Si no podéis cuidar de vuestros hijos, ¿para qué los tenéis?
– Señora, los blancos…
– Además si tu hijo está enfermo es porque no le das bien de comer. No me haces caso, y eso es lo que pasa.
– Sólo por esta vez…
– Hoy no tengo dinero en casa. Además, así aprenderás a ahorrar y tener un fondo para emergencias.
– ¿Y qué es eso…?

Al fin la señora le dio unas aspirinas y le prometió le adelantaría unos francos el día siguiente. Carmen salió. Quiso correr, pero no había dormido aquella noche ni había comido nada en el día, y no pudo. Le pasaban los coches y ella seguía andando como podía. Mañana le darían dinero y traería la medicina para Héctor. Con esa ilusión se acercaba a su casa, cuando oyó el canto de las mujeres:

Mwana mounou mê kouenda hé!
Hector hé.
Mwana mounou mê kouenda hé!

¡Oh, mi hijo ya no está!
¡Oh, mi Héctor!
¡Mi hijo ya no está!

Ya no haría falta la medicina.

Me contáis

Con frecuencia me decís: “Reza por mí, que tengo un examen este miércoles”, “reza por que consiga el empleo”, “reza para que acierte en la decisión que tú sabes”, “rece por mí, me voy a operar”, “rece por mí que hoy es mi cumpleaños”.

Rezo siempre. Y lo hago a mi manera. Los jainistas tienen (casi iba a decir “tenemos” porque me consideran jainista honorario) la costumbre diaria de rezar por todos los seres vivos.

“Me inclino ante todos los seres vivientes,
deseo comunicar mi energía a todos los seres vivientes,
me abro a recibir la bendición de todos los seres vivientes.”

En esos seres vivientes entran todos, desde luego, y así mi oración es cósmica, universal, ecuménica; pero entran, naturalmente, según su cercanía a mí. Los más cercanos, los que conozco, los que me lo decís, los que recuerdo, los que forman parte de mi vida y mi historia y mi entorno y mis ilusiones reciben, naturalmente, más vibraciones, y así adquiere sentido el decir “reza por mí” y el afirmar la relación con “rezo por ti”.

Decir en una carta (o en un “emilio”) “rezo por ti” es una manera delicada y cristiana de decir “te quiero”; y decir “reza por mí” es decir “no me olvides”.

 ¿No habías caído en la cuenta? Rezo mucho por ti.

Salmo

Salmo 116 – Breve plegaria
Este es un gran salmo con una larga lección. Porque es el más breve. Y, con todo, tiene la fuerza y la belleza del más largo. Nos recuerda las palabras de Jesús: “Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.” (Mateo 6, 7) Por eso tampoco ha de ser largo su comentario.

La oración no es larga por necesidad; y, si siento de veras lo que rezo, la intensidad del sentimiento puede compensar con creces la brevedad de la plegaria.

Pongo en mi oración una palabra de alabanza, la presencia del grupo y el horizonte de la humanidad entera, mi fe en la misericordia de Dios y la fidelidad de su promesa de salvación… y surge la oración perfecta.

“Alabad al Señor todas las naciones,
aclamadlo todos los pueblos:
firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.”

Ese es el salmo entero. La vida entera.

Día 1
Os cuento

La paloma

De las varias anécdotas que he oído sobre el nuevo Papa escojo la siguiente. El obispo Casaldáliga fue llamado a Roma por el entonces cardenal Ratzinger para que diera explicaciones de algunas de sus actitudes y expresiones. El obispo acudió, se explicó, y añadió: “La paloma tiene dos alas. Yo soy en este momento su ala izquierda, y usted es su ala derecha. Para volar, la paloma necesita las dos alas.” Todos somos paloma. Aunque sólo sea una plumita pequeña.

Se resecó la caña

Kalapi fue un príncipe poeta de la India que cantó el amor y la belleza y la nobleza. Uno de sus poemas lo llevo en la memoria desde que me lo aprendí al estudiar la lengua guyaratí. Tiene actualidad para los contribuyentes de Hacienda.

El rey había salido de cacería. Iba de incógnito. Cabalgó y oteó y disparó y falló y acertó, y llevaba todo el cansancio del día cuando vio la casa humilde de un campesino junto a sus campos, y se dirigió a ella en busca de una sombra y un descanso. Se apeó, llamó, entró.

La hospitalidad de los pobres se manifestó de inmediato. La mujer le hizo sentar a la sombra, se dirigió al campo donde crecía verde y esbelta la caña de azúcar, cortó de un machetazo la mejor y derramó el jugo virgen de resplandor dorado y dulzura espesa sobre el vaso grande que ofreció a su huésped bajo su espuma blanca. No sabía que era el rey, pero cada visitante era un rey para los habitantes del campo.

El rey bebió. En todos sus banquetes de palacio nunca había probado bebida tan deliciosa. Se le llenó la boca, se le alegró el paladar, se le derritió de placer la garganta. Sorbo tras sorbo se abría su cuerpo a la invasión de la suavidad, al hechizo de la dulzura, al sabor de la naturaleza. Gozo regio en mitad del campo. El rey se sintió feliz.

Pero entonces le surgió un pensamiento en la mente. ¡Qué riqueza la de estos campos! Parece gente tan pobre, pero tienen aquí un tesoro. Y sin embargo pagan muy pocos impuestos. Ya sé lo que haré. En cuanto vuelva a palacio llamaré al recaudador de impuestos y le daré orden de que duplique el impuesto que paga esta gente.

Mientras el rey daba vuelta en su cabeza a esos pensamientos, había acabado el vaso, y la mujer le preguntó si quería otro. Él contestó que sí. La mujer, machete en mano, volvió al campo y cortó de un golpe la caña de azúcar más prometedora. Pero ante su asombro, del corte no salió ni una gota. Cortó otra y otra, pero todas estaban secas. Entonces la mujer suspiró y dijo:

“A nuestro rey en su trono
se le endureció la entraña;
y al azúcar en el campo
se le resecó la caña.”

No cabía otra explicación sino que el rey en su palacio se había vuelto cruel, y al secarse su corazón, se secaba la caña de azúcar en los campos de su reino.

El rey quedó atónito. La mujer no sabía que él era el rey. Él no había expresado su pensamiento. Pero de alguna manera su decisión oculta había afectado a los campos a su alrededor. El pensamiento es parte de la naturaleza. Y la mujer del campo lo sintió sin saberlo. El rey confesó. La mujer cortó otra caña. Brotó el jugo.

lEl príncipe poeta compuso su romance más popular.

Otro poeta indio

“Una mariposa ha venido a posarse en mi estantería enfrente de mí hace varios días. Allí está tranquila mientras yo trabajo en mi mesa. Es mi compañera desde que murió Asha, mi mujer.

Veo entrar a mi amigo Someshwar. Viene a hacerme compañía estos días. Pero yo noto cierta inquietud al verlo entrar, ya que él sabe que yo siento afecto por su hermana, Bela. Y no quiero tratar de eso ahora.

Él espera y empieza suavemente. “Acabarás casándote otra vez, como todos. Y yo sé que quieres a mi hermana. Y ella te quiere. Para mí sería una alegría.”Tiene razón, pero yo sigo callado. Yo le prometí a Asha que no volvería a casarme, pero ahora veo que sí debo casarme, y casarme con Bela. Pero no puedo decidirme.

– Ya lo sabes. Yo tengo la responsabilidad de que mi hermana se case bien, y, ya sabes también, no puede esperar mucho.
– Dame tiempo.
– Te informo que alguien ha pedido ya su mano. Tú lo conoces. Dwijen. Y no creo te agrade verla casada con ese. Ella y yo te preferimos a ti.
– Déjame calmarme.
– No me importa esperar si me das tu promesa.
– Espera.
– Espero. Pero tengo que cumplir con mi responsabilidad. ¿Prometes?
– Prometo.
– Voy a decírselo a Bela.

Someshwar se marchó. Lo que después sucedió fue realmente increíble. Yo escuché la voz de Asha: “Entonces mi responsabilidad también acabó. Gracias. Me voy.’

Y la mariposa voló alegre por la ventana.”

Banaphool, Neem Tree, p. 20]

Liberación interior

“La esencia del Zen me recuerda ese viejo cuento sobre el rey que quería escoger al más sabio de sus súbditos para primer ministro. Cuando el escrutinio llegó a los tres últimos, les puso la última prueba. Los colocó en una habitación de palacio en cuya puerta había instalado un cierre complicado. El primero que consiguiese abrir la puerta, sería el elegido.

Uno dibujó cantidad de esquemas de las más ingeniosas cerraduras para ir probando una tras otra. Otro se dedicó a fórmulas matemáticas para averiguar la combinación del candado. El tercero esperó un rato sentado en una silla mientras los otros dos trabajan, luego se levantó, se dirigió a la puerta, le dio a la manilla, y la puerta se abrió. No había estado nunca cerrada.

¿Cuál es la moraleja del cuento? Nos creemos que vivimos en una cárcel y nos dedicamos a redecorar las paredes constantemente. Pero no es una cárcel. No está cerrada. No necesitamos salir de la celda y luchar por cambiarnos a nosotros mismos y conseguir a la desesperada la libertad, sencillamente porque ya somos libres.”

Charlotte Joko Beck, Everyday Zen, p. 146]

Lección de piano

“Hace muchos años yo estudiaba piano en el Conservatorio Oberlin. Era una buena alumna; no extraordinaria, pero sí muy buena. Y lo que más deseaba era estudiar con un profesor que era sin duda el mejor. Tomaba alumnos ordinarios y los convertía en pianistas fabulosos. Por fin conseguí estudiar con el maestro.

Cuando fui a dar clase con él, me encontré con que enseñaba con dos pianos. Ni siquiera me dijo hola. Sencillamente se sentó ante su piano y tocó cinco notas. Luego me dijo: ‘Hazlo tú.’ Yo había de tocarlas exactamente como él las había tocado. Las toqué, y él dijo, ‘No’. Nos pasamos así una hora. Y cada vez él decía, ‘No’.

En los tres meses siguientes llegué a tocar unos tres compases, quizá medio minuto de música. Yo pensaba que sabía bastante, había incluso sido solista con orquestas sinfónicas. Pero eso fue lo que hicimos durante tres meses, y yo sufría todo el rato. Él tenía todas las características de un gran maestro, el empuje arrollador y la determinación decidida de hacer que el alumno viera. Por eso valía tanto. Al cabo de tres meses, un día me dijo: ‘Bien’. ¿Qué había sucedido? Que yo había aprendido a escuchar. Y él decía que si sabes escucharlo, sabes tocarlo.

¿Qué había sucedido en esos tres meses? Yo tenía el mismo par de orejas con que había empezado, y nada les había pasado a mis orejas. Lo que yo tocaba no era técnicamente difícil. Lo que había sucedido es que por primera vez en la vida yo había aprendido a escuchar…, y eso que llevaba muchos años tocando el piano. Aprendí a prestar atención. Eso era lo que le convertía en un gran maestro: enseñaba a sus alumnos a prestar atención. Después de estudiar con él, escuchaban de verdad. Cuando lo oyes, lo tocas. Y de su estudio salían siempre pianistas de absoluta maestría y perfección.”

Ib. p. 9]

No tengo tiempo

“Y así comenzamos a entender la importancia de practicar en el Zen. La práctica no es algo a que nos apuntamos, como a clases de natación. La gente me dice: ‘Este semestre no tengo tiempo para practicar, Joko, estoy demasiado ocupada. Cuando tenga más tiempo, volveré a practicar.’ Eso demuestra que no entienden qué es el practicar. Practicar es precisamente estar ocupado cuando se está ocupado, y sentir la tensión de no tener tiempo. Eso es todo.”

[Ib. p. 79]

Meditación

“De vez en cuando alguna estudiante de Zen viene a hablar conmigo, y medita muy bien en las sesiones, pero se queja: ‘¡Es tan aburrido! Estarme sentada y no hacer nada. Solo oír el tráfico por la ventana…’ Pero de oír el tráfico por la ventana es de lo que se trata. Hacer lo que haces. Suzuki Roshi dijo una vez: ‘No estés tan seguro de que quieres llegar a la iluminación. Desde tu punto de vista es aburridísimo. Hacer lo que haces.’ Se acabó el drama.”

[Ib. p. 161]

Novedad

Un día una mujer fue a ver a Swami Ramdas y le dijo:

– Mi maestro me ha dado un mantra para mi oración y mi perfeccionamiento, pero veo que no me está resultando. Por eso vengo a usted, que es maestro de maestros, para que me dé otro mantra más poderoso que me ayude de veras en mi camino espiritual.
– De acuerdo. ¿Y cuál es el mantra que te dio tu maestro?
Hari Om, Hari Om, Hari Om.
– Ya comprendo. Lo conozco. Es un mantra muy poderoso. ¿Y tú deseas uno mejor?
– Sí, maestro, si puede ser.
– Ya lo creo que puede ser.
– ¿Podéis darme un nuevo mantra?
– Sí, desde luego.
– ¿Cuál será mi nuevo mantra?
– Anótalo bien. Tu nuevo mantra será, Hari Om, Hari Om, Hari Om.

Me contáis

Alguien me ha contado que un amigo suyo fue al psiquiatra, y el psiquiatra le recomendó leer un libro mío para apoyar el tratamiento. Ya lo sabéis. Todos estamos un poco tocados. A veces me han dicho directamente que me consultan como a un psiquiatra. No lo soy. Pero amo a la vida y me gusta comunicar ese amor a quien se me acerque. Eso es todo.

Salmo

Salmo 115 – Renovación de votos
“Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.”

Me alegro, Señor, de haber hecho los votos. Me alegro de aquel día en mi juventud cuando, con abierta generosidad y feliz entusiasmo, te consagré públicamente mi vida en pobreza, castidad y obediencia. Me siento orgulloso de aquel momento, y lo considero un nuevo nacimiento en tu servicio y en servicio a todos los hombres y mujeres por ti. Me congratulo de haber hecho los votos, y quiero renovarlos hoy en agradecimiento por aquel día y con la clara determinación de que, si no los hubiera hecho entonces, los haría ahora. Vuelve a aceptar la consagración de mi vida, Señor, como la aceptaste aquel día, y prolóngame la alegría que esta consagración ha traído a mi vida.

Ahora sé algo más, acerca de la pobreza, la castidad y la obediencia, de lo que sabía el día en que pronuncié esas tres palabras en voz alta en presencia de mis hermanos, de rodillas ante tu altar. He medido con mis propias caídas la profundidad de mi entrega, y he aprendido a fuerza de errores el sentido práctico del ideal excelso.

Incluso siento dudas a veces, no sé qué contestar a las preguntas que otros me hacen, oigo hablar de nuevas interpretaciones y enfoques modernos, y a veces me cuesta reconocer el sentido original entre el nuevo vocabulario. Pero yo sé bien lo que me digo, lo que estas tres palabras sagradas han significado para mí en mi vida y lo que significan en la historia y la tradición del pueblo de Dios, del que somos parte como representantes y siervos. Me he entregado a ti, en cuerpo y alma, para la gloria de tu nombre y el servicio de los demás. Ese es el resumen claro y definido. Lo que ahora te pido es la gracia de que esa convicción se traduzca en acción en mi conducta diaria, y mi entrega verbal se haga compromiso real.

Ese es el sentido de la renovación de votos. No es costumbre anual, sino privilegio diario. Disfruto pronunciando esas tres palabras juntas, una y otra vez, en el silencio de mi alma ante ti y en la compañía de mis hermanos, cuando todos recordamos nuestro vínculo común y volvemos a consagrar nuestras vidas. Y con esas palabras va una oración a pedirte que el espíritu que esos votos encarnan se haga cada vez más fuerte en mí y en el grupo, que mi entrega y mi servicio se reafirmen con mayor entender y gozar, según crecen los años, para que mi consagración inicial vaya adquiriendo nuevo sentido sin olvidar nunca el antiguo.

“Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.”

 

Día 15
Os cuento

Bautismo y la contribución a Hacienda

He bautizado a un recién nacido. Sus padres le llamaron Javier. A mí me gusta el nombre, y lo dije. Yo me eduqué en el Colegio de San Francisco Javier en Tudela de Navarra, y peregriné de allí al Castillo de Javier con recuerdos imborrables para toda la vida. Y he vivido en la India, terreno de Javier. Me vino bien para la homilía del momento.

Recité ante los asistentes al bautismo algunos versos de los que me quedan aún en la memoria de aquella memorable obra de teatro de José María Pemán, “El divino impaciente”, en los que Javier defiende su constancia en sus estudios en París cuando sus compañeros quieren atraerle a una vida ligera, y dice con versos como ya no se escriben ahora:

“Sé en mi voluntad poner
todo el peso y el poder
con que se aploma y se agarra
en las breñas de Navarra
mi Castillo de Javier.”

También les hablé de la mejor maravilla del Castillo de Javier que es su Cristo sonriente. Una antigua talla de tamaño natural de Cristo crucificado, con una bella sonrisa en los labios como símbolo y ayuda para saber sonreír en medio de todas las pruebas que nos trae la vida.

Luego les dije: “Me voy a permitir un dato profano que no encaja del todo en este santo lugar y esta sagrada ceremonia, pero tiene algo que ver con el recién nacido. Sé muy poco de economía, y aquí hay varios de vosotros que sabéis mucho más que yo, pero voy a citar un dato que acabo de leer, y es nada menos que un cálculo del Departamento del Tesoro en Estados Unidos según el cual, si el nivel de pagos de la Seguridad Social continúa como ahora, una persona nacida a principios del siglo veintiuno deberá pagar a Hacienda en impuestos el 82% de todo lo que gane en toda su vida, lo que es inconcebible. Y añade que en Europa la situación es aún peor. Eso nos indica que este pequeño Javier no lo va a tener fácil en su vida y va a necesitar todo el apoyo, la cercanía y el cariño que le podamos dar todos los que le queremos.”

Sonrieron los asistentes. El bebé lloró un poquito.

Javier, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.

El lápiz de Gandhi

«Uno de los colaboradores de Gandhi, Kálelkar, ha contado como en una sesión en Bombay del Congreso Nacional de la India, que es la organización más importante de opinión nacional, se encontró una tarde a Gandhi que estaba buscando algo a la desesperada. Cuando le preguntó qué buscaba y se enteró de que solo se trataba de un lápiz, le ofreció el suyo y le rogó que no perdiera el tiempo en esas menudencias. Pero Gandhi insistió que no valía cualquier otro lápiz, y añadió: ‘Vosotros no entendéis. Yo no puedo perder ese lápiz. Me lo dio en Madrás el hijo pequeño de Natesan, ¡y me lo trajo con tanto cariño! No puedo perderlo.’

Otro de los colaboradores de Gandhi, Yehanguir Patel, nos cuenta otro episodio de lápiz más complicado todavía. Una mañana se encontró a Gandhi examinando de cerca un pequeño lápiz que alguien había preparado para su uso. Gandhi dijo: ‘Sea quien sea el que le ha sacado punta a este lápiz, estaba enfadado cuando lo hacía. Fíjate que cortes más hondos y más irregulares ha hecho.’ Yehanguir contestó que a él no le parecía tan mal, pero que si Gandhi insistía, se enteraría de quién lo había hecho. En el desayuno Gandhi miró a todos alrededor suyo, y cuando su mirada llegó a Manu, le preguntó: ‘Has sido tú quien ha afilado mi lápiz esta mañana, y estabas enfadada cuando lo hiciste, ¿no?’ Ella contestó: ‘Sí, estaba enfadada.’ Gandhi dijo: ‘Por favor, no le saques punta a mi lápiz cuando estés enfadada. Luego me duele a mí’.

Vibraciones. La sensibilidad de Gandhi notó el enfado, y su mirada supo de quién era. El hombre de paz siente la violencia.»
(Hinduism and Ecology, Vinay Lal, p. 192)

El poder de las sandalias

C. Rayagopalachari fue el primer Gobernador General indio de la India, después el último inglés, Mountbatten, y tuvo una gran influencia en toda la India por su sabiduría, su nobleza, sus escritos y las anécdotas de su vida.Una vez la mujer del zapatero al que Rayagopalachari le compraba las sandalias, se le vino a quejar de que su marido se emborrachaba y cuando estaba borracho le pegaba. Él llamó al zapatero, pero este negó rotundamente ambos cargos, y cuando se le exigió que lo dijese bajo juramento, juró uno tras otro por todos los dioses del Olimpo indio que la acusación no era verdad. El juramento parecía exonerarlo. Pero entonces Rayagopalachari tuvo una súbita inspiración. Se quitó las sandalias que llevaba puestas, las colocó delante del zapatero y le conminó:

– Tú has hecho estas sandalias, ¿no es así?
– Sí, las he hecho yo.
– Coloca ahora tu mano sobre esas sandalias y jura por ellas que tú no te has emborrachado ni le has pegado a tu mujer.

El hombre se derrumbó, aceptó su culpa y juró no volver a beber en su vida. Cumplió su promesa, y fue nombrado zapatero oficial del juzgado. Jurar por las sandalias es cosa seria para el zapatero. Más que jurar por los dioses.

Cuando el gobierno inglés en la India metió a Rayagopalachari en la cárcel como preso político, él se llevó estos libros consigo: El Mahabharata, la Biblia, las tragedias de Shakespeare y los escritos de Platón. Se lavaba la ropa todos los días él mismo hasta los noventa años. Cuando murió a los noventa y cuatro, el médico se inclinó hacia él en la cama y le preguntó: «¿Cómo se encuentra usted?» Él respondió: «Me siento muy feliz.» Y plácidamente murió.

Otro caso de conciencia

Todo el mundo sabe que el número pi (3.14159…), la relación de la circunferencia al diámetro, es trascendental, es decir, que no puede expresarse como la raíz de una ecuación con coeficientes racionales o irracionales. Ya que no se puede expresar en decimales de manera finita, matemáticos en todas las edades se deleitaron en descubrir construcciones geométricas que daban aproximadamente su valor.

Un día se me presentó un alumno de mi clase de matemáticas en la universidad, y me mostró una construcción geométrica aproximada de pi que él se había inventado. Era muy ingeniosa. Tanto que no parecía la hubiese descubierto un estudiante. Él me aseguró que era original, yo se la mostré al editor de la revista matemática en lengua guyaratí, Suganitam, en la que yo colaboraba estrechamente, y, como a él también le gustó, decidimos publicarla con el nombre del muchacho que la había descubierto.

Pocos días después, leyendo el último número de la Mathematical Gazette, me encontré allí con la construcción de marras. Incluso la figura y las letras de allí eran las mismas. Evidentemente el muchacho había leído la revista antes que yo y lo había copiado todo de allí. Le confronté con la evidencia, pero el la negó. Insistió en que su construcción era original y que no había leído la revista. Sin embargo la evidencia era tal que en el siguiente número de Suganitam lo dijimos sencillamente.

Pasaron los años y este buen muchacho emigró a América a seguir allí sus estudios. A los pocos días de llegar a Nueva York me escribió sin más una carta para confesar que sí que había copiado su construcción de pi de la Mathematical Gazette años atrás. ¿No dice esto mucho de las zozobras del emigrante?

Por cierto, la Biblia dice que el valor de pi es 3. (1 Reyes 2, 23) Aproximación infalible.

Para siempre

«No avanzamos en la vida soñando con un maravilloso futuro o recordando las proezas que hicimos en el pasado. Avanzamos siendo lo que somos y sintiendo hasta el fondo lo que nuestra vida es ahora mismo. Tenemos que sentir nuestra ira, nuestra pena, nuestros fracasos, nuestros temores; todos ellos pueden ser nuestros maestros cuando los aceptamos sin huir de ellos. Cuando nos escapamos de la realidad, no podemos aprender, no podemos crecer. Y no es que esto sea difícil de entender, es difícil de hacer. Los que perseveran son los que avanzan en sabiduría y compasión.

¿Hasta cuando dura este ejercicio? Para siempre.»

[Charlotte Joko Beck, Everyday Zen, p. 132]

El árbol margosa

«El árbol ‘nim’ (margosa) tiene muchos usos medicinales en la India. Algunos le arrancan y cuecen su corteza. Otros machacan sus hojas entre dos piedras. Otros las fríen. Las usan para curar granos, picores, eccemas, sabañones. Es remedio infalible para enfermedades de la piel.

Otros se comen las hojas, solas o fritas con berenjenas. Son buenas para el hígado. Otros mastican sus ramas más tiernas, lo que les da una dentadura sana.

Los médicos tradicionales no paran de alabar sus virtudes. Los que pueden, lo plantan cerca de su casa.

Un día llega otro personaje. Mira fascinado al árbol. No le arranca la corteza ni se come las hojas ni mastica las ramas. Sencillamente lo mira. ¡Que belleza, qué armonía, qué colores, qué suavidad! Lo sigue mirando. No es un médico. No es un farmacéutico. No es un enfermo.

Es un poeta.»

[Banaphool, Neem Tree, p. 1]

Me contáis

Me han contado este episodio familiar. Una muchacha joven tiene un pelo precioso, suave, brillante, largo hasta la cintura. Es el orgullo suyo y de toda su familia. Pero la adolescencia trae sus roces, el enfrentamiento con los padres, la crisis de personalidad, la necesidad de ser diferente, la rebelión declarada. Un día la muchacha se va a la peluquería sin anunciar nada en casa, se corta la cascada de pelo desde la altura de las orejas y vuelve desafiadora a su casa con el pelo corto para disfrutar del impacto de su declaración de independencia.

Su madre la ve y le dice: “Has hecho muy bien, hija mía. Te favorece mucho ese corte de pelo. Te felicito.” Y dirigiéndose al padre le pregunta: “¿Qué te parece a ti?” El padre mira distraído y contesta: “No me había fijado.” A la muchacha “se le cae el pelo”, esta vez de verdad.

No sé si el episodio es verdadero, pero en todo caso sí que enseña varias lecciones de convivencia familiar. Los interesados las sacarán. Y me encanta me contéis cosas de esas.

Salmo

Salmo 118 – La oración del joven
«¿Cómo podrá un joven andar honestamente?
Cumpliendo tus palabras.»

Tu palabra. Es esta una larga meditación, el salmo más largo de todo el salterio -ya que los jóvenes son generosos en dar su vida y su tiempo- y está centrada en la Santa Ley. Para resaltar sus diversos aspectos, este reposado estudio usa diversas palabras con el mismo sentido fundamental: leyes, estatutos, mandatos, voluntad, decretos, preceptos, promesas, palabra. Estas ocho palabras se van tejiendo en estrofas acrósticas, según las letras del alfabeto hebreo, con la repetición amorosa del joven estudiante que quiere penetrar los secretos de la Ley divina y el misterio de la vida humana.

«Bendito eres, Señor; enséñame tus leyes;
mis labios van enumerando los mandamientos de tu boca;
mi alegría es el camino de tus preceptos,
más que todas las riquezas;
medito tus decretos y me fijo en tus sendas;
tu voluntad es mi delicia, no olvidaré tus palabras.»

Tu divina voluntad, Señor, es la luz de mi vida. Quiero conocerla, aceptarla, llevarla a la práctica día a día y hora a hora. Quiero penetrar en la profundidad de tus designios y alegrarme por la ejecución de tus deseos. Quiero identificarme con tu voluntad.

«¡Cuánto amo tu voluntad!
Todo el día la estoy meditando.»

Y toda la vida. Contemplación y estudio que nunca acaban, porque tu voluntad es tu propia esencia, eres tú mismo en la infinitud de tu ser. Contemplación y estudio que son entendimiento y adoración y traen la sabiduría y el gozo al corazón del joven que entrega a ello lo mejor de su vida., y así se atreve a decir con optimismo y alegría:

«Soy más docto que todos mis maestros,
porque medito tus preceptos;
soy más sagaz que los ancianos,
porque cumplo tus leyes.»

Enséñame, Señor, a reconocer tu voluntad en las leyes de la naturaleza y en los accidentes de la vida, en las normas que rigen a los pueblos y en los sucesos que llenan el día, en las órdenes de la autoridad y en los impulsos de mi propio corazón. Tu voluntad es todo lo que sucede, porque tú estás en todas las cosas y tu dominio es supremo. Verte a ti en todas las cosas y reconocer tu voluntad en todos los acontecimientos es el camino de la sabiduría, la felicidad y la paz. Hazme aprender esa lección fundamental en la meditación reposada de las profundidades de tu Ley.

«Que llegue mi clamor a tu presencia;
Señor, con tus palabras dame inteligencia.
De mis labios brote la alabanza,
porque me enseñaste tus leyes;
mi lengua canta tu fidelidad,
porque todos tus preceptos son justos.
Tu voluntad es mi delicia.»

Que tu voluntad haga siempre mis delicias, Señor.

Día 1
Os cuento

Existo por defecto

Me ha dolido esta frase de un adolescente: “Existo por defecto.” Como cuando en unos impresos te dan varias opciones, y si no escoges ninguna se pone automáticamente la primera opción “por defecto”. Sin hacer tú nada. Sin comprometerte, sin decidirte, sin escoger. “Existo por defecto.”

Es verdad que no escogemos nuestro nacimiento. Pero una vez que estamos aquí, lo ratificamos, lo abrazamos, lo celebramos. La suerte de estar vivos. La suerte de ser personas. La suerte de ser.

Encontrarle sentido a la vida es la única manera de vivirla. Sin dirección no hay caminar. Sin objetivo no hay entusiasmo. Sin ideales no hay ilusión.

Sigfried Sassoon en “Memorias de un oficial de infantería” de la Gran Guerra cuenta que ante el sinsentido de la guerra los soldados se inventaron una cantinela que cantaban entre bomba y bomba:

“Estamos aquí porque estamos aquí,
porque estamos aquí porque estamos aquí.
Estamos aquí porque estamos aquí,
porque estamos estamos aquí.”

Humor resignado ante la situación insostenible. La guerra no tiene sentido. Eso vale para la guerra, pero no para la vida. Estamos aquí porque Alguien nos ha puesto aquí para que vivamos y crezcamos y nos amemos y nos alegremos. Estamos aquí para dar la bienvenida a cada día, sonreír a cada amanecer, abrazar cada oportunidad, crecernos ante cada adversidad. Estamos aquí para vivir plenamente la vida que se nos ha dado, compartirla con todos, sentirla en el corazón, agradecerla a quien nos la dio, hacerla fructificar en amor y alegría. Existo por gratitud, existo por esperanza, existo por ilusión.

Se lo dije al joven. Sonrió levemente. Ojalá lo piense.

Horarios

“¿Qué es lo primero que hace usted al levantarse por la mañana? ¿Descorrer las cortinas? ¿Darse la vuelta para apretarse contra su pareja? ¿Abrazar la almohada? ¿Saltar de la cama y hacer diez flexiones para que circule la sangre? No, lo primero que hace, tanto usted como todo el mundo, es consultar la hora. Desde su lugar en la mesilla de noche, el reloj nos señala el rumbo, nos dice no solo dónde nos encontramos con respecto al resto de la jornada sino también cómo hemos de reaccionar. Si es temprano, cierro los ojos e intento volver a dormirme. Si es tarde, me levanto de la cama y voy de cabeza al baño. A partir de ese primer momento de vigilia, el reloj manda. Y sigue haciéndolo a lo largo del día, mientras corremos de una cita a otra, de una hora límite a la siguiente. Cada momento forma parte de un programa y, dondequiera que miremos, la mesilla de noche, la cafetería de la empresa, el ángulo de la pantalla del ordenador, nuestra propia muñeca, el reloj sigue con su tictac, marcando nuestro avance, instándonos a no quedarnos rezagados.”
(Carl Honoré, Elogio de la lentitud, p. 26)

El mismo autor cita a Plauto, dramaturgo romano del año 200 antes de Cristo: “¡Los dioses confundan al primer hombre que descubrió la manera de distinguir las horas, y confundan también a quien en este lugar colocó un reloj de sol para cortar y destrozar tan horriblemente mis días en fragmentos pequeños! Ni siquiera puedo sentarme a comer a menos que el sol se marche. La ciudad está tan llena de esos malditos relojes…”. [p. 44]

Al menos Plauto tenía el consuelo que al ponerse el sol dejaban de funcionar los relojes de sol, y podía descansar por la noche.

Tiempo libre

“En Sokoyi, durante una sesión de preguntas con Suzuki Roshi, un joven preguntó: ‘¿Qué debe hacer un practicante de Zen en su tiempo libre?’ Suzuki lo miró perplejo, repitiendo, ‘¿Tiempo libre? ¿Tiempo libre?’ Lo volvió a repetir y luego comenzó a reír a carcajadas.”

(Shunryu Suzuki, Para hacer brillar un rincón del mundo, p. 24)

“A menudo, cuando hablaba, Suzuki Roshi miraba a su alrededor y preguntaba: ‘¿Comprenden?’ Recuerdo que una vez agregó: ‘Si creen que comprenden, no han comprendido’.”

(Ib. p. 121)

No hacer nada

Conocí en Bombay al P. Enrique Heras, célebre en la India por sus estudios históricos y arqueológicos. Hoy me he encontrado con esta carta que escribió a un discípulo suyo poco antes de morir de cáncer del hígado:

¿Quieres saber lo que estoy haciendo? Estoy haciendo lo que nunca había hecho en toda mi vida: nada. Contemplo el maravilloso paisaje de los montes de Kodaikanal desde la ventana de mi habitación en la enfermería del Colegio del Sagrado Corazón, digo misa tarde cuando puedo, me alimento de algo de comida y de meditar sobre Cristo. Él me ha enviado esta enfermedad para que me parezca más a él y así pueda disfrutar más con él en el cielo. Ya no puedo salir a mis paseos por el monte, pues solo cinco o diez pasos me dejan extenuado. Quizá si me mandas esos chocolates suizos que tanto me gustan podré recobrar mis fuerzas y salir a pasear…”.

Lector de nubes

“Vivía, en la década del treinta de este siglo, en Damasco, un humilde zapatero judío a quien encarcelaron por un crimen no cometido. Haim Anan, que así se llamaba, sabía los Salmos y el Cantar de los Cantares de memoria y solía recitarlos en la sinagoga y en las fiestas porque su voz era un portento de gracia y tenía calidad de oboe y suavidad de seda. Lo detuvieron sin preguntas ni contemplaciones y lo arrojaron a una oscura celda de la que lo trasladaron a un campo de trabajos forzados fuera de la ciudad.

Haim Anan pidió un libro de oraciones en hebreo y papel y lápiz para escribir, pero todo le fue negado. Cada vez que insistía en su inocencia y pedía libros de la Biblia para leer, recibía con sarcasmo la siguiente respuesta: ‘Lee las nubes, lee el aire. Considera los barrotes del ventanuco de tu celda como las líneas verticales de una página estrecha. Nunca saldrás de aquí.’

Al amanecer, tanto en verano como en invierno, lo sacaban con otros reclusos para llevarlo a la cantera. Haim tenía los tímpanos rotos por las explosiones. El día en que se olvidó de sí, el día en que dejó de pensar dónde estaba y por qué, ese mismo día las nubes empezaron a adquirir ante sus ojos, contra el fondo azul profundo que las había formado y que acabaría por disolverlas, formas de letras, aspectos de pasajes bíblicos, caras de versículos, rostros de personajes legendarios como Jacob o Sansón, Débora o Bathseva. Le bastaba elevar la vista al cielo en los descansos o entre golpe y golpe de maza para leer, en el viaje de las nubes, felicidades en marcha hacia la promesa de la vida.

Sus ojos de místico absorto en la lectura de las nubes le ganaron el respeto de todos, fue liberado, y volvió a su taller de zapatero. Lloró de dicha, ya que, encima del horizonte, extendiéndose en estrías blancas y finas, casi transparentes, había podido leer el pasaje de Reyes 8:12 que dice que el Creador ‘ama la niebla’ y hace de las nubes su habitáculo constante, pues nada podía encerrarlo ni contenerlo, como consignaba la Biblia a propósito de la inauguración del templo salomónico.

Decía: ‘El Creador escribe con nubes precisiones inauditas, rápidas bellezas, tenues maravillas que el viento dispersa y el clima distribuye. La mitad de mi vida he sido zapatero y la otra mitad lector de nubes, y el haber ayudado al pie a flexionar su marcha sobre la tierra ha permitido a mi cabeza reflexionar sobre el cielo. Bendito sea Él, dibujante de atmósferas, soplador de brisas, creador de nubes’.”
(Mario Satz, Historias de la Kábala, p. 215)

El Buda feliz

“¿Has visto alguna vez un Buda ceñudo?”
(Robert Allen, 365 Smiles from Buddha)

El rey bueno

Vishvayit fue un rey virtuoso y piadoso, uno de los más claros ejemplos de amor al prójimo. Por una sola falta leve y fugaz cometida durante su existencia, Vishvayit fue llevado después de la muerte al infierno, donde debía permanecer algún tiempo.

Cuando Yama, dios de la muerte, consideró que el rey ya había cumplido con su castigo, se dispuso a sacarlo de aquel lugar de expiación. Pero, una vez en el umbral, los demás condenados detuvieron a Vishvayit, rogándole que se quedara más tiempo, porque su presencia mitigaba las penas que tenían que sufrir, tal era el hálito de bondad que de él emanaba.

Vishvayit afirmó que ni en el cielo ni en el paraíso del dios Brahma un hombre podía ser más feliz que allí donde pudiera mitigar las penas de otros seres, y se negó a salir del infierno mientras aquellos miserables sintieran consuelo con su presencia.

Entonces pidió que, por la gracia de sus buenas obras, los habitantes del infierno fueran liberados. Yama accedió, y cuando Vishavayi subió al cielo, subieron con él todos sus compañeros de allá abajo.”

Enrique Gallud Jardiel, Cuentos mitológicos de la India, p. 233)

Me contáis

Me han contado varios chistes matemáticos. Espero los disfruten los del gremio.

¿Qué le dijo la curva a la asíntota?
¡No me toques!

¿Qué le dijo un vector a otro?
¿Tienes un momento?

¿Qué es un niño complejo?
El hijo de una madre real y un padre imaginario.

¿Te gustan los polinomios?
Hombre, hasta cierto grado.

En una fiesta de funciones estaban las algebraicas, las trigonométricas, las de variable compleja, y la exponencial de e elevado a x que se había quedado sola en un rincón. Le preguntaron: “¿Por qué no te integras?” Y contestó encogiéndose de hombros: “Me da lo mismo.” [¿Cuál es la integral de e elevado a x?]

En mi página anterior, al dar el valor de pi en la Biblia, escribí mal la cita. No es 1 Reyes 2, 23 sino 7, 23. La pila de agua lustral en el Templo de Salomón “era enteramente redonda; tenía diez codos de borde a borde, y un cordón de treinta codos medía su contorno.” 30 dividido por 10 es 3. El valor bíblico de pi.

Salmo

Salmo 119- Canción del emigrante
“¡Ay de mí, desterrado en Masac,
emigrante en Cadar!”

Nombres extraños, Masac y Cadar. Tierras extrañas para el emigrante que ama a su patria y se ve llevado por las circunstancias a vivir en sitios lejanos, entre gente que no conoce y con una lengua que no entiende. El fenómeno de nuestro siglo. La crisis de nuestra civilización. El desterrado, el expatriado, el refugiado. El emigrante. Grupos enteros de hombres y mujeres desplazados de su tierra en busca de trabajo, de justicia, de vida. Cicatrices de nuestro tiempo en la faz de la humanidad.

Rezo por todos aquellos que han emigrado lejos de su lugar de origen, de sus amigos y familia, de sus tierras. Por todos aquellos que han tenido que construir una casa lejos de su propia casa y tienen que vivir en una cultura ajena a la suya. Por todos aquellos que provienen de un país, mientras que sus hijos nacen en otro; que sufren en sus propias familias la tensión de albergar dos tradiciones bajo un techo. Por todos aquellos que sueñan con la tierra prometida mientras acampan en el desierto.

Rezo por todos los emigrantes del mundo, para que preserven sus raíces al mismo tiempo que dan flores nuevas; para que encuentren amistad y den cariño; para que sus vecinos se hagan sus amigos; y para que sus peregrinaciones sirvan para recordarles a ellos y a la humanidad que todos somos uno. Rezo por que no se consideren ya emigrantes, sino que se encuentren a gusto y en su casa, se integren estén donde estén, y prosperen en cualquier tierra con el calor de la esperanza y la fuerza de la fe.

Al rezar por ellos caigo en la cuenta de que también estoy rezando por mí mismo. También yo soy un emigrante. También yo vivo en Masac y Cedar, lejos de mi casa y entre gente que no habla mi lengua. El lenguaje del espíritu se desconoce por aquí abajo. La sociedad en que vivo habla el lenguaje del dinero, el éxito, el poder, la violencia. Yo no entiendo ese lenguaje y me encuentro perdido en mi propio mundo. Ansío llegar a otras tierras y ver otros paisajes. Sé que estoy en camino y siento complejo del exiliado junto con la impaciencia del peregrino.

Deseo para mí la síntesis que he pedido para los demás. Quiero preservar mis raíces y dar flores nuevas; valorar mi cultura y asimilar las de otras razas; amar a mi patria y amar también mi destierro; demostrar con resignación activa la esperanza que puede convertir el desierto en un jardín, y en cielo la tierra.

Hoy soy un emigrante para llegar a ser ciudadano del cielo por siempre.

 

Día 15
Os cuento

Es para tu bien

Empezaba a llover y el papá solícito que empujaba el cochecito del niño pequeño se aprestó a desplegar de arriba abajo el capuchón largo de plástico transparente que iba a proteger al niño de la lluvia. Lo desabrochó, lo estiró, lo ajustó, lo fijó no sin alguna dificultad, y se irguió satisfecho para seguir empujando el cochecito. Pero el niño era de otra opinión. Con sus piernas le empezó a dar patadas a la burbuja de plástico, la desencajó, la empujó, la apartó.

El papá con toda la paciencia del mundo procedió a armar otra vez la protección para la lluvia. Y el niño, ¡paf!, de una patada la rechazó. Hubo un tercer intento y un tercer rechazo. El papá sentenció: “Es para tu bien. Te vas a acatarrar. Cuando seas mayor lo entenderás.” Pero el niño tenía otro concepto de lo que era para su bien, y prefirió la lluvia. Disfrutaba con el chaparrón. Cuando sea mayor ya entenderá.

Yo, humildemente, propuse en mi interior no decirle nunca a nadie que algo que alguien hacía por él o ella era “para su bien”. A lo mejor prefiere mojarse. Y si no, que se acatarre. Cuando sea mayor ya aprenderá.

Buen oído

Cierta vez, hablando de ir a la playa a contemplar el mar, Suzuki Roshi dijo: “Si están alerta, pueden oír el cambio de la marea.”

(David Chadwick, Para hacer brillar un rincón del mundo, p. 101)

«El hombre que salvó mi alma»

[Tony Hendra, humorista inglés, cuenta cómo siendo joven iba a casa de su tío Ben quien le enseñaba la doctrina cristiana con gran celo.]

“Ben había colocado al bien y al mal en el centro de mi escenario espiritual por medio de una antigua técnica católica: el miedo. O como preferimos llamarlo posmodernos: el sentimiento de culpa. No me convenció el rigor doctrinal de Ben, sino que bajo su tutela desarrollé impresionantes reservas de culpabilidad católica, millones de barriles, una reserva para toda la vida.”

[Pero la mujer de Ben se enamoró de Tony, y cuando tenía sexo con él por primera vez los sorprendió Ben mismo.]

“Me mandó que rezara el rosario repitiendo cincuenta veces que era un pecador y que necesitaba una seria intervención divina ahora y en mi lecho de muerte. Ben aceleró hasta el Gloria final y volvió a tomar asiento: ‘Tenemos que llevar este asunto a un sacerdote. Pero no cualquier sacerdote. Vamos a un monje benedictino en el sur de Inglaterra que sabe tratar estos casos. El padre Joseph Warrilow en la abadía de Quarr en la isla de Wight.’

El padre Warrilow era toda una institución, y su aspecto el de una aparición. Primero las sandalias. Eran enormes y sobresalían de la sotana negra, blanda y batiente en un ángulo de sesenta grados. Los gruesos calcetines negros no podían ocultar el par de pies más planos que pueda imaginarse. Sus grandes manos, nudosas y rojas como langostas de roca, salían de unas deshilachadas mangas negras, y un cuello descarnado se elevaba del negro hábito, mostrando una formidable nuez.

Una carnosa nariz triangular sostenía unas gafas de pasta antediluvianas. Y la corona de gloria: unas orejas gigantescas de alas cartilaginosas, y un cráneo más bien puntiagudo y rasurado al cero. Unos largos labios abultados se estiraban en una plácida sonrisa. El padre Joseph Warrilow era lo más próximo a un personaje de cómic que se puede encontrar en la vida real.Le conté todo. Parecía aburrido con mi historia. Inevitablemente llegamos a lo que yo más temía, el punto de no retorno, el desgraciado final. Para sorpresa mía esto no mereció más respuesta que todo lo anterior. Siguió moviendo los labios, sus ojos siguieron cerrados. No movió los labios ni parpadeó con mayor rapidez. Nada pareció merecer el shock o el horror que yo había anticipado.

– No has hecho nada verdaderamente malo, querido Tony. El amor de Dios te ha traído aquí antes de que se produjera un mal real. El único pecado que has cometido es el de egoísmo.

Murmuró las palabras de la absolución y me hizo una pequeña señal de la cruz en la frente con su gran pulgar.

– Ninguna penitencia. Creo que ya la has tenido de sobra, ¿verdad?

Me dirigió una pequeña sonrisa de complicidad. ¿Cómo lo sabía?

– Nos volveremos a ver y hablaremos y hablaremos. Que Dios te bendiga querido amigo.

Y una vez más el abrazo, el remolino de las faldas, el crujido de las supersandalias por el linóleo. Luego el silencio, la paz.

[Siguen los encuentros entre Tony y el monje benedictino. Tony se enfervoriza primero. Después pierde la fe. Pero el monje sigue tratándole lo mismo. Tony llega a pensar en suicidarse. “No hacía mucho mamá me había contado que mi abuelo paterno se había suicidado. Yo me había horrorizado ya que significaba que el papá de mi papá estaba en el infierno. De pronto comprendí. El suicidio sería mi condenación. Pero de una manera o de otra, si yo ya estaba condenado por mi falta de fe, ¡qué diferencia podía haber?” La paciencia del monje le va acercando otra vez a Dios. “El padre no se cansaba de decirme que tenemos que erradicar el miedo de la religión.” Se confiesa otra vez con el padre Warrilow al cabo de muchos años.]

– ¿Cuánto hace que no te confiesas?
– Veintiocho años.
– ¿Y qué quisieras confesar?
– Me he emborrachado muchas veces, he consumido muchas drogas, hice al amor con muchas mujeres, ¿quiere saber los detalles?
– No. ¿Has herido a alguien? ¿Le has quitado algo valioso a alguien? ¿Has cometido algún delito?
– Soy incapaz de amar.
– Querido Tony, únicamente podrás amar cuando comprendas cuán amado eres.

Susurró las palabras de la absolución. Cerré los ojos mientras me hacía la señal de la cruz en la frente con el pulgar, y me devolvió a aquel niño de catorce años sentado en este mismo sitio, en esta misma habitación, siendo absuelto por este mismo hombre con la misma cruz y el mismo pulgar. Con todo lo que ahora sé, supe que él intuyó lo que le sucedería a aquel chico desconocido.

Él volvió a poner su mano sobre la mía y los dos guardamos silencio. Su mano era más vieja, la piel más débil, pero tan grande y huesuda y cálida como siempre. Permanecí sentado largo rato sintiendo que su paz fluía hacia mí a través de todos esos años.”

[El monje muere. Tony asiste a sus funerales, y entonces ve la cantidad de gente de todas las edades que había venido a dar las gracias a aquel hombre que había entendido, amado y ayudado a todos. Titula su libro, “El hombre que salvó mi alma.”]

La vista desde arriba

“El obrero trabaja en una gran factoría donde se fabrican grandes máquinas para usos humanos por toda la tierra. Hay muchos obreros en los grandes talleres, y cada uno se especializa en su tarea concreta que conoce y lleva a cabo a la perfección. Y los elementos que cada uno fabrica se van uniendo luego y ensamblando hasta formar el producto final y completo que irá a facilitar y enriquecer la vida a hombres y mujeres en lugares remotos.

El obrero trabaja allí inclinado sobre su mesa de trabajo. Su tarea es fabricar tornillos de una longitud determinada y un grosor exacto, y lo hace con precisión absoluta y concentración total. Un tornillo tras otro, siempre de las dimensiones prefijadas y siempre en la cantidad requerida. Hace a la perfección su trabajo.

El día es largo, y el trabajo monótono. El calor lleva el sudor a su cuerpo, la grasa de las máquinas se va pegando a su piel, el ruido de los talleres ensordece sus oídos y embota su cerebro mientras él trabaja y trabaja en sus tornillos para llenar a tiempo la cuota diaria.

El peligro del obrero es que trabajando el día entero entre máquinas, llegue a ser él mismo una máquina. Hace bien lo que hace, pero no sabe para qué sirve, ni qué importancia tiene, ni cuánto vale en sí. Trabaja mecánicamente, y su vida se hace más y más mecánica.

Haz una cosa, obrero fiel de los talleres del mundo. Haz tu trabajo bien, desde luego, calibra tus instrumentos, afina los ajustes, comprueba cada corte. Trabaja las horas que has de trabajar, fabrica todos los tornillos que has de fabricar. Pero si quieres salvarte de convertirte en una máquina más en los talleres de las máquinas, haz una cosa, por favor. Cuando finalice tu tarea, cuando acabe el trabajo, cuando calle el taller, haz una cosa. Deja a un lado tus ropas de trabajo con las manchas del día. Date un baño que devuelva la frescura a tu cuerpo. Ponte ropas limpias, péinate bien, levanta tu rostro, y luego haz una cosa.

Sube al piso de arriba de la fábrica. Al piso de las oficinas y los teléfonos y los papeles, al piso donde todavía hay luz cuando habéis cerrado los talleres y donde todavía hablan y escriben los ingenieros y sus ayudantes y sus secretarias. Y vete a ver al jefe. Sí, al director de toda la fábrica, al que planea y dirige toda la producción de todo el complejo industrial, al amo, al dueño. Busca su oficina, llama a su puerta y entra sin miedo. Salúdale con respeto, dile quien eres, pide permiso para sentarte, y hazle una pregunta. Dile a tu jefe: “Señor, yo trabajo hace años en su fábrica y hago bien mi trabajo y estoy satisfecho con él. Fabrico tornillos con las especificaciones que se me piden. Y lo hago bien y estoy orgulloso de mi trabajo y de nuestra empresa. Pero, ¿podría usted decirme una cosa? ¿Podría usted decirme para qué se usan esos tornillos? ¿De qué sirven, en dónde encajan, en qué productos se emplean? Y luego, ¿a dónde van esos productos, quién los usa, como ayudan a la gente a facilitar su trabajo y mejorar su vida? Dígamelo, por favor. Explíqueme todo el plan de nuestra fábrica, todo lo que hacemos, todo lo que producimos, y así yo me sentiré mejor al hacer los tornillos pues sabré que lo que yo hago tiene una finalidad, que es parte de todo un plan de progreso, que merece la pena, que tiene sentido.”

La vida es una factoría. Nos pasamos la vida haciendo tornillos. Nos aburrimos, nos mecanizamos, nos quejamos de que esto no tiene sentido. Perdemos ilusiones, perdemos entusiasmo, perdemos vida. ¡Quién se va a entusiasmar fabricando tornillos! Estamos en peligro de mecanizar nuestras vidas y materializar nuestras mentes. Pero tenemos el remedio a mano. Lavarnos, limpiarnos, arreglarnos, y subir al piso de arriba a ver al Jefe. Para volver a ser humanos, a ser personas, a estar vivos, tenemos que ir a ver al Jefe. Él nos da la visión, la perspectiva, el sentido de la vida. Y luego podemos volver a nuestro trabajo con gozo porque sabemos su secreto y nos gloriamos de nuestra empresa. Estamos construyendo el mundo.”

Rabindranath Tagore, Santiniketan)

Acertijo Zen

– Maestro, ¿Cuál es la primera lección de la iluminación?
– XYZ.
– ¿Y la última?
– ABC.
– Gracias, Maestro.

Me contáis

Me habéis enviado los resultados de la encuesta de la Fundación BBVA entre tres mil universitarios españoles en su capítulo de la confianza que les merecen las instituciones. La última de todas es la Iglesia Católica. Estamos perdiendo a la juventud. Ante los jóvenes la Iglesia no parece tener autoridad, relevancia, credibilidad. No forma el criterio ni fija los valores. No cuenta. El obispo emérito de Valencia, Rafael Sanus Abad, escribe en Vida Nueva: “Nos envuelve una ola de indiferencia religiosa que va invadiendo todo y a todos. Para millones de españoles que, según las estadísticas, se confiesan católicos, Dios no significa nada en su vida, no tiene cabida en ella.”

Los jóvenes escuchan a sus cantantes y contemplan a sus estrellas de cine. En el Foro de Davos este año, junto a economistas, capitalistas y políticos, se reunieron actores de cine, deportistas y cantantes de rock. Una canción como “Give peace a chance” de los Beatles o “Blowing in the wind” de Bob Dylan ejerce mayor influencia sobre la juventud que una encíclica desde Roma. La película Hotel Rwanda, según su director Don Cheadle, “puede tener trascendencia en cuanto a su impacto social para que la gente se vuelva más consciente de lo que está pasando en el mundo. Hasta que todo el mundo no tome cartas en el asunto y alce su voz frente a las autoridades y diga que no puede ser, este tipo de cosas seguirán ocurriendo. Confiamos en que la película produzca ese efecto.” Los valores humanos parecen fraguarse hoy en espacios distintos.

Por otro lado, como compensación, también me habéis enviado este párrafo de una pastoral conjunta de los obispos del País Vasco y Navarra que reaccionan de esta manera ante la situación:

El descrédito de la institución eclesial nos preocupa, pero puede conducirnos a un amor a la Iglesia más purificado de adhesiones casi absolutas. La disminución de los sacerdotes es un gran mal, pero acelera la formación y promoción del laicado y cura a nuestra Iglesia del clericalismo. La apatía religiosa puede desanimar a muchos, pero puede motivar en otros creyentes una entrega más auténtica al Evangelio. La extensión de la increencia nos aflige, pero puede conducirnos a purificar la imagen que tenemos de Dios. Las dificultades de la evangelización nos frustran, pero pueden estimularnos a encontrar experiencias humanas significativas para nuestros interlocutores. En suma, nuestra experiencia humana de desvalimiento puede y debe ser el espacio en el que, por el Espíritu, acontezca una experiencia de Dios.”

Salmo

Salmo 120 – Mis flaquezas
“El Señor es tu guardián,
tu defensa a tu derecha.”

Conozco el sentido de esa imagen de la guerra de otros tiempos, Señor. Yo estoy firme con la lanza o la espada en mi diestra, dispuesto a descargar el golpe, mientras mi brazo izquierdo sostiene el largo escudo que protege mi cuerpo. En esa postura quedan defendidos la parte frontal de mi cuerpo y el lado izquierdo, pero el lado derecho queda al descubierto mientras arrojo la lanza o esgrimo la espada en mortal cuerpo a cuerpo. Tú, mi guardián, lo sabes, y por eso te colocas a mi derecha para proteger con tu escudo lo que yo dejo al descubierto con el mío. Ese es mi flanco vulnerable, el punto débil de mi defensa, y tú me lo cubres. Gracias, Señor, por saber tan bien los peligros de la guerra, los peligros del mundo; por conocer tan bien mis puntos flacos y prestarte a defenderlos con tu presencia. Ahora puedo ir a la guerra. La campaña diaria de mi vida en la tierra.

Tengo debilidades, Señor, y me alegra saber que tú las conoces mejor que yo mismo. Tengo buenas intenciones y buenos deseos, pero también tengo genio y orgullo, pasiones y violencia, envidia y codicia, y nunca sé lo que haré ante un ataque súbito o una oposición inesperada. Mi flanco derecho está al descubierto, y cualquier flecha enemiga puede hacer blanco en mi cuerpo expuesto. Ponte a mi derecha, Señor, y cúbreme.

Haz que caiga en la cuenta de mis puntos flacos, de las brechas en mis defensas. Abre mis ojos para que vea esos defectos que tengo y que mis amigos conocen a la perfección, y que yo soy el único que no veo. Hazme ver lo que todos ven en mí, lo que tantas veces les molesta de mí sin que yo caiga en la cuenta, lo que todos ellos comentan entre sí sin decírmelo nunca. Ayúdame a tomar nota de mis fallos más frecuentes, para acordarme de ellos; y tú sigue protegiendo en el futuro esas esquinas de mi personalidad que sabes son las más débiles y peor defendidas. Mantén la alerta constante a mi alrededor, Señor, pues siempre me quedan flancos expuestos, y necesito tu escudo que me proteja en los momentos de peligro.

“El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tus entradas y tus salidas,
ahora y por siempre.”

Día 1
Os cuento

La garra del león

En la comunidad matemática siempre se han ido proponiendo problemas nuevos y se han ido publicando las soluciones según se iban conociendo. Un célebre problema en tiempos pasados fue el de la curva “brachistochrone”, es decir, la del descenso más rápido para una esfera de un punto a otro más abajo aunque no en la vertical, que por cierto no es el plano inclinado entre los dos puntos, pues en este caso la línea recta no es la distancia más rápida entre dos puntos aunque sea la más corta.

Llegó una solución anónima a quien había propuesto el problema, que era nada menos que Johann Bernoulli. La solución no llevaba nombre, pero era tan clara y elegante que el matemático pronunció enseguida la célebre frase latina: “Ex unge agnosco leonem” (Conozco al león por su garra). El león era Newton. La solución era la cicloide.

El ejemplo enseña. El trabajo bien hecho deja su huella. Aunque no se firme, se conoce su autor. La Pietà de Miguel Ángel lleva el nombre del escultor esculpido en la cinta del manto de María. Pero no hace falta. La obra revela al genio.

Oración: Que cada obra mía, en su pequeñez, lleve el sello de mi personalidad.

Lección: La línea recta no es siempre el camino más rápido entre dos puntos. Ni en la geometría ni en la vida. Las rectas engañan.

maginación: ¿Te explicas cómo una curva puede ser más rápida que una recta en la caída? Es fácil con un poco de imaginación.

El nombre es la persona

Escribe la Reina Noor de Jordania, norteamericana de nacimiento:

“El regalo más valioso que el Rey (Hussein) jamás me hizo fue mi nombre. Se habían propuesto varios nombres árabes para mí pero ninguno encajaba. Un día, mientras estaba yo sentada con él en Asmilla, el Rey súbitamente dijo ‘Noor’.

Noor. En árabe quiere decir ‘luz’. Yo me llamaría Noor Al Hussein, ‘Luz de Hussein’. A lo largo de las siguientes semanas y meses se fue haciendo una transición profunda en mi mente y en mis sueños. Poco a poco me fui haciendo Noor.

Mi familia tuvo más problema en aceptar mi nuevo nombre, sobre todo mi madre. Eso se comprendía perfectamente. Ella era quien me había dado mi nombre y llevaba veintiséis años llamándome Lisa. Le di permiso para usar mi antiguo nombre por un tiempo, pero luego me puse firme. Sentí que al seguir llamándome Lisa se negaba a admitir mi nueva identidad y mi nueva vida. Ya no era yo una muchacha americana sino la Reina de Jordania. Lo que ella no entendía, hasta que yo se lo expliqué con fuerza, era que yo había adquirido un compromiso al casarme con el Rey Hussein, y que si ella me amaba y me apoyaba, tenía que reconocer y aceptar también ese compromiso. No volvió a llamarme Lisa.”

[Leap of Faith, Queen Noor, p. 97]

“A nuestro primer hijo lo llamamos Hamzah en honor a un tío favorito del Profeta Mahoma. Nuestro hijo recibió su nombre en una ceremonia familiar presidida por el Sheik de Jordania que era el jefe religioso. Mi marido entregó el niño al Sheik, y el Sheik entonces cantó suavemente la llamada a la oración del muecín primero en un oído del niño y luego en el otro, y después pronunció su nombre también en un oído y en el otro. Una vez hecho eso, devolvió el niño a su padre. Desde que Hamzah nació, yo sólo le hablé en árabe. Al principio yo no sabía mucho, así es que aprendimos juntos.” (p. 186)

“El día del décimo aniversario de nuestra boda, Hussein me dejó esta carta debajo de la almohada:

‘Este es un día muy especial en un mes muy especial de un año muy especial. Llevamos diez años casados. Con la bendición de Dios seguiremos creciendo y madurando juntos muchos años. Bodas de plata, de oro, ¿quién lo sabe?

Le doy gracias a Dios por nuestro amor y por los hijos con que nos ha bendecido. Y te doy las gracias a ti también por todo ello. Sé que yo debería haberte dado más, pero conozco mis debilidades. Lo que sí sé es que tengo suerte de que estés a mi lado con tu cariño, tu entrega, tu coraje y tu pureza. Todas las mejores cosas de la vida se hacen más valiosas con el tiempo. De los años pasados tengo las memorias más felices, y espero que los años que vienen sean aún mejores.

Siempre me siento orgulloso de ti al verte a mi lado. Le pido a Dios que te bendiga año tras año y te dé fuerza y coraje, felicidad, satisfacción, y la alegría de darnos y recibir entre nosotros lo mejor que tenemos. Gracias, Noor, por ser lo que eres. Dios me bendijo a mí al juntarnos hace diez años para nuestra vida como esposo amante y esposa amada. Contigo a mi lado, yo celebro cada día. Feliz décimo aniversario, y que le sigan otros muchos. Con todo mi cariño, Hussein’.” (p. 288)

Mirar sin ver

Hasán, hombre rico y poderoso, abandonó su fortuna y su rango para estudiar con el maestro Abdul Efendi. El maestro decidió darle cuanto antes una pequeña lección. Le llamó y le dijo: “Ve al mercado y tráenos diez kilos de entrañas de cordero sobre tus espaldas.”

Hasán lo hizo, quedó manchado con la carga y hubo pasar por toda la ciudad de esa guisa. Como era conocido le dio mucha vergüenza y pasó un verdadero suplicio al mirar y verse mirado por cada persona.

Cuando llegó, el maestro le ordenó fuera sin cambiarse de ropa a pedir un caldero prestado para hacer sopa con todo lo que había traído. Otra vez hubo de atravesar la ciudad con el mismo apuro de antes. Cuando volvió, el maestro le ordenó se lavase y se pusiese ropa limpia. Entonces le dijo: “Ahora vuelve por el camino que has recorrido dos veces, y pregunta a los transeúntes si han visto a un hombre cargado con entrañas de cordero o con un caldero.”

El fue y repitió la pregunta a todos con quienes se encontró, pero todos le contestaron negativamente. Nadie se había fijado en tal hombre, y nadie lo había reconocido. Así se lo refirió al maestro, y este le dijo: “Como ves, nadie te ha visto. Es decir, que te han visto sin verte. Nadie te ha reconocido. Eras tú quien proyectabas tu mirada sobre los demás. Aprende a ser lo que eres, a no proyectar tus miedos, y a reírte alegremente de los demás.”

Alejandro Jodorowsky, La sabiduría de los cuentos, p. 15)

Educación

”En Afganistán el tema central de todo era la guerra. Hasta en los libros de matemáticas. En los libros de texto para niños de colegio – pues los talibanes imprimían libros solo para niños, no para niñas – los colegiales no aprendían a contar el número de manzanas o de tartas, sino el número de balas que puede disparar un Kalashnikov. Los problemas del libro de texto eran como este: ‘El pequeño Omar tiene un Kalashnikov con tres cargadores. Cada cargador tiene veinte balas. Dispara dos terceras partes de las balas y mata a veinte infieles. ¿Cuántos más infieles podrá matar con las balas restantes? ‘”

(Asne Seirstad, El librero de Kabul, p. 62)

Meditación de la espera

No sabes cuánto va a durar. Estás en la sala de espera de un médico, una oficina del gobierno, un aeropuerto o una estación de tren – mejor aún si hay huelga de celo. Sabes muy bien que el médico acabará por verte, que te llegará el turno en la ventanilla, que el avión despegará y que el tren llegará a la estación. Pero no puedes hacer nada para acelerar el proceso. Estás enfrentado al paso inevitable del tiempo, a la duración, a la espera.

Mucha gente encuentra difícil aguantar esta situación. Muchos tratan de evitar el choque con el tiempo leyendo revistas, novelas, ensayos, tomando notas, usando el móvil, trabajando con el portátil, observando el mundo alrededor. Es decir, se ocupan en algo, llenan el vacío de tiempo con actividades, con pensamientos, con tareas.

Tú debes hacer exactamente lo contrario. No hagas nada. No te irrites ni te aburras. Déjate flotar en el tiempo, sabiendo que pasará, inexorablemente, en ti mismo y sin ti mismo. Disuélvete sin ansiedad en esa pasividad total. Lo que haya de suceder, sucederá, y nada depende de ti. Tú estás ahí vacío, amorfo, quieto, indiferente, soñando, ausente. El tiempo pasa sin tenerte en cuenta, y todo este intermedio llegará a su fin. Entonces puedes hacer el descubrimiento que no hace falta “matar el tiempo”. Se muere por sí mismo.

(Roger-Pol Droit, 101 Expériences de philosophie quotidienne, p. 77)

Juegos Zen

Los discípulos traviesos colocan un cubo con agua en precario equilibrio sobre la puerta medio abierta para que caiga sobre el primero que la empuje y se rían todos. Broma clásica.

Llega el primer visitante, bien alerta a todo el entorno como buen estudiante de Zen, pasa con cuidado por la puerta sin empujarla, y el cubo no cae. Buen Zen.

Llega el segundo, abre la puerta y simultáneamente recoge el cubo en sus manos alzadas antes de que se derrame el agua. Mejor Zen.

Llega ahora el Maestro. Entra sin más, empuja la puerta, se remoja de arriba abajo y se ríe a carcajadas de buena gana. Perfecto Zen.

Dos espadas

El Maestro coloca dos espadas en mitad del río con el filo hacia la corriente.

La primera es tan afilada que todas las hojas que dan contra ella arrastradas por la corriente se cortan en dos. Maravilla.

La segunda es más afilada todavía pero con tal curvatura que crea un breve remolino a su alrededor y todas las hojas que llegan hacia ella se apartan y siguen flotando incólumes. Mayor maravilla.

Tema con variaciones

El discípulo se entrena durante un año y logra partir el bambú en dos de un solo golpe maestro de espada estando el bambú firmemente plantado en la tierra.

Se entrena dos años y parte el bambú de un golpe estando el bambú al aire colgado de una cuerda.

Se entrena tres años y lo parte sólo con su voz, un grito salvaje que hace temblar el valle y partirse al bambú.

Luego llega el maestro y lo parte tranquilamente a hachazos.

Son todo casos del Tema con Variaciones del mismo motivo: el monje que tras largos esfuerzos y ejercicios de por vida consigue al fin cruzar el ancho río andando sobre las aguas sin hundirse…, y el que lo cruza pagándole simplemente el pasaje al barquero.

Más sencillo.

Eso es Zen.

Me contáis

Gracias por esta carta que me citáis de una muchacha en una revista:

“Tengo 16 años y hace dos fines de semana dejé de lado los libros, el botellón, el equipo… es decir la rutina, y me fui de convivencia con algunos compañeros del colegio. Nunca pensé que descubriría tantas cosas en un fin de semana. ¿Alguna vez has hecho un paréntesis en la vida? ¿Alguna vez te has parado y has intentado descubrir quién eres? ¿Alguna vez has dejado de lado tu vida para descubrir qué vives y si verdaderamente vives? Quizá no lo has hecho, quizá jamás lo hagas, y no es por falta de tiempo sino por miedo. Nos aterroriza descubrir que nuestra vida no hay tenido sentido, que todo lo que hemos hecho, dicho, querido a lo largo de los años… no ha sido nada. Parémonos, miremos a nuestro alrededor descubramos si esto es lo que queremos vivir, si somos nosotros y quiénes somos. Encontremos los planos de nuestros sueños y construyámoslos, no nos dejemos llevar por la corriente de la vida. Nademos por ellos.”

Lo dice una muchacha de 16 años.

Salmo

Salmo 121- Ciudad de paz
Jerusalén, tu nombre es “Ciudad de Paz” y, si embargo, no has visto la paz desde que te fundaron. Estás destinada a ser la ciudad donde todas las tribus se reúnan para unirse y, sin embargo, a través de la historia sólo han venido a ti para luchar. Tus muros han sido edificados y destruidos una y otra vez, un templo nuevo se erigió sobre las ruinas del antiguo, muchos gobernantes se han sentado en el trono de David, y hoy la policía armada patrulla tus calles día y noche.

Jerusalén, ¿qué ha sido de tu paz? ¿Por qué ha huido siempre de tus murallas, a pesar de proclamarla con tu deseo y con tu nombre? ¿Por qué está tu historia llena de sangre, y tu cielo sigue ennegrecido por el odio? ¿Es tu nombre “Ciudad de Paz” o “Ciudad de Terror”? ¿No eres tú el corazón de las tribus de Israel, la cuna de la fe del hombre, la patria de todos los hijos de Dios? ¿Por qué eres ahora noticia en los periódicos en vez de ser bendición en la plegaria? ¿Por qué has de ser protegida tú, cuyo deber y privilegio era proteger a todos cuantos vinieran a ti?

Seas lo que seas, Jerusalén, yo siempre seguiré de camino hacia ti. Peregrino perpetuo de tu eterno encanto. Siempre soñando en tus puertas, peregrinando a tu templo, escudriñando el horizonte para ver cuándo aparece el perfil de tus torres contra el cielo azul. Para mí tu nombre resume todo a lo que aspiro llegar en esta vida y en la otra: justicia, felicidad, salvación, paz. Tú eres símbolo y esperanza, fantasía y plegaria, piedra y poesía. Siempre camino hacia ti, y me lleno de alegría cuando oigo decir a mis hermanos: “Vamos a la casa del Señor.”

 Te deseo todo lo mejor del mundo, Jerusalén. Deseo que tus mercados prosperen y tus jardines florezcan, que tus pueblos se unan y tus torres permanezcan. Y, sobre todo, te deseo que hagas honor a tu nombre y tengas paz y la des a todos aquellos que vengan a buscarla en ti desde todos los rincones del mundo.

Desead la paz a Jerusalén:
‘Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios.’
Por mis hermanos y compañeros voy a decir:
‘La paz contigo.’
Por la casa del Señor nuestro Dios
te deseo todo bien.”

 

Día 15
Os cuento

¿Eso es todo?

El pasado 2 de julio tuvo lugar en nueve grandes ciudades de nueve países del mundo el multiconcierto Live-8 promovido por el cantante irlandés Bob Geldof. Hace veinte años el mismo Geldof había organizado el concierto Live Aid para recoger fondos que aliviasen la hambruna de Etiopía. Todo empezó un día en que el cantante estaba un día viendo televisión cuando se proyectaron escenas patéticas y espeluznantes de niños famélicos en aquella región. Escribió en su autobiografía:

Desde los primeros segundo quedó claro que se trataba de un horror de dimensiones monumentales. Las imágenes eran de gente tan encogida por el hambre que parecían seres de otro planeta. Sus brazos y piernas eran tan delgados como palos, sus cuerpos eran esqueletos. Venas hinchadas y unos ojos enormes, desorbitados, que miraban sin ver. La cámara pasaba mecánicamente de uno a otro, parándose de vez en cuando en una persona que me miraba directamente a mí mientras yo estaba en mi cómodo cuarto rodeado de todas esas cosas inútiles de la vida moderna que nos place llamar necesarias. Sus ojos miraban a los míos.

Había una mujer famélica tan débil que lo único que podía hacer era sostener tristemente a su hijo moribundo. Había un hombre esquelético que sostenía algo envuelto en un saco que parecía un atijo de palos pero que en realidad era el cadáver apretado de su hijo. Y había niños con sus cuerpos frágiles y vulnerables como si fueran bebés prematuros pero con la conciencia de lo que les estaba pasando dejándose ver opacamente en sus ojos. Todo alrededor se escuchaba el murmullo de la muerte, como un ronco quejido, o el volar de las moscas.

Desde los primeros segundos del reportaje vi con toda claridad que se trataba de una tragedia que el mundo de alguna manera se las había arreglado para que no se notara hasta que había alcanzado tales proporciones que ya era un escándalo internacional. Se podía escuchar eso en el tono con que hablaba el presentador. No era el tono desapasionado y neutro de siempre de la BBC. Era la voz de un hombre que expresaba desesperación, dolor y rechazo absoluto por lo que estaba viendo y tenía que contar. Al final del reportaje se calló y estuvo un rato en silencio. Mi mujer Paula se echó a llorar y se precipitó a la escalera a ver cómo estaba nuestra hija que dormía tranquilamente en su cuna.

Había decenas de miles de gente en el campamento de Etiopía donde se había filmado el reportaje, y había un puñado de trabajadores de agencias de ayuda europeas que distribuían cantidades miserables de comida. Una enfermera joven tenía la espeluznante tarea de escoger a los pocos centenares de individuos que iban a sobrevivir. Estaban sentados en un recinto rodeado de una valla baja esperando la comida. Fuera de ese recinto había miles de sus compañeros de pie y en espera de nada. Habían sido condenados a muerte y estaban mirando a los pocos que ahora tenían una pequeña oportunidad de sobrevivir al menos por algún tiempo. No había enfado en sus rostros, ni amargura ni protesta. Solo había la dignidad vacía de aguardar la muerte en silencio.

Me sentí molesto, impaciente, furioso, pero sobre todo y más que todo eso sentí vergüenza. Habíamos dejado que pasara esto, y el permitir que continuara ahora que sabíamos que estaba pasando, sería asesinato. Enviaría dinero. Enviaría más dinero. Pero eso no era suficiente. Para exculparme de toda complicidad en este mal yo tenía que dar algo de mí mismo.

Yo era solamente un cantante pop. Yo no podía ayudar al hombre vacilante a que llevase su carga. Todo lo que podía hacer era dar las ganancias de mi próximo disco a Oxfam. ¿Y de qué serviría eso? Sería una suma miserable. ¿Y si les pidiera a otros cantantes que hiciéramos un disco juntos?

Comenzó a llamar a las estrellas. Se encontró con que sus agentes se oponían mientras que los cantantes mismos se prestaban cuando se les pedía directamente. Pronto vio que se había metido en una tarea mucho mayor de lo que se había imaginado.

Nunca me paré a pensar, “¿Por qué estoy haciendo esto?” Lo que sí pensaba era, “¿Por qué yo?”. Hacía cuatro semanas yo había estado en mi despacho con la cabeza entre las manos y casi lloraba de desesperación. Ahora, como escribió la revista Life a finales de 1985, “Cuando te encuentras con este hombre no puedes menos de preguntarte, «¿Por qué él?” Por lo visto fue que Dios se equivocó de puerta al llamar y cuando le salió este salvaje irlandés pensó, «Bueno, qué diablos, ya me valdrá con este.”

Lo llamaron san Bob, a pesar de su recio lenguaje. Estuvo con la Madre Teresa que le agarró la mano y le dijo: «Acuérdate de esto: Yo puedo hacer cosas que tú no puedes, y tú puedes hacer cosas que yo no puedo. Pero los dos tenemos que hacer lo que podemos.”

Fue a África y a su vuelta escribió: “La sacudida al volver al mundo que yo reconocía como el mió propio fue sorprendente. Nadie puede apreciarla del todo si no ha hecho él mismo esta transición del horror de la hambruna africana a la profusión diaria de riquezas en nuestro mundo de occidente. Si yo hubiera pensado sobre esto en el avión de vuelta, supongo me habría dicho que volvía a la vida normal. Pero de repente Londres no me pareció normal. Cosas que yo había dado por supuestas, la abundancia y variedad de la comida, la elaboración cuidada de aun los vestidos más básicos, la sofisticación de los hogares en que vivimos con electricidad y agua corriente fría y caliente… todo esto resultaba ahora una bendición maravillosa y desproporcionada.

Llegaron los cantantes, surgieron las muchedumbres, contribuyeron las compañías, cooperaron las aerolíneas, facilitaron los gobiernos, trabajaron los voluntarios, rugieron los medios de comunicación, se alinearon los VIPs, se recogieron más de cien millones de dólares, se compraron alimentos, se enviaron, se distribuyeron. Pero toda la buena voluntad y la generosidad y la eficiencia del mundo no pudieron resolver los problemas de África, o mejor dicho los del mundo entero, ya que el hambre de una persona es la negligencia de la otra y todos somos parte de una situación que lamentamos yque deseamos corregir.

Bob Geldof acaba su autobiografía, escrita hace veinte años, con el reconocimiento de que el inmenso esfuerzo produjo escasos resultados. La hambruna volvería, y él lo sabía. Se salvaron algunas vidas y se mejoraron algunas condiciones, pero siguió el sufrimiento y siguióla muerte. La hambruna siguió azotando a África. Estaba él un día paseando con un amigo y evaluando todo el programa y sus efectos, cuando espontáneamente se dijeron el uno al otro, “¿Y eso es todo?” Dice que esa es la pregunta que le persigue siempre. Es también el título de su libro: “¿Eso es todo?” Is that it? en inglés.Poco después de leer su autobiografía estaba yo un día ante el televisor, y por lo visto cosas buenas aparecen también en él de vez en cuando. Estaba distraído cuando de repente reconocí la cara que llenaba la pantalla. ¡Pero si es Bob Geldof! me dije.Lo había reconocido por las fotos del libro. Le estaban entrevistando acerca de su concierto y su trabajo en África, y este fue el breve diálogo que oí:

– ¿Cómo valora usted todo su trabajo en Etiopía?
– Fracaso total.
– ¿Cómo se siente usted ante ese fracaso? Frustrado y furioso.
– ¿Piensa usted seguir con ese trabajo?
– … ¡Sí!…

Lo hizo. Veinte años más tarde volvió a hacer en nueve ciudades lo que había hecho en dos. Con una diferencia. Esta vez no se recaudaron fondos. Todos los conciertos fueron gratis y no hubo “teletón”. Esta vez se trataba de crear conciencia, sacudir indolencias, inspirar a los jóvenes, llamar la atención del mundo entero, de los políticos, de los gobiernos, y así urgir medidas concretas y crear actitudes que ayuden a África y a todos nosotros con ella. No es que Geldof sea san Bob ni mucho menos, pero a todos nos viene bien una sacudida venga de quien venga.

Sabemos que la pobreza no se erradica con conciertos. Sabemos que la corrupción y la ineficiencia y los intereses creados y la falta de solidaridad son la raíz del sufrimiento humano. Sabemos que a veces somos ingenuos y que nuestra buena voluntad no nos va a llevar muy lejos. Incluso sospechamos que algunos de los asistentes a conciertos “para hacer que el hambre sea historia” como era el lema de este concierto, no saben siquiera de qué va el concierto. Sabemos que dentro de veinte años habrá más conciertos porque habrá más hambrunas en la tierra. Sin embargo hemos de seguir y seguiremos haciendo todo lo que podamos, cada uno en su sitio, para disminuir la distancia entre ricos y pobres, tanto en las personas como en los países y en los continentes.

La pregunta nos seguirá siempre: ¿Eso es todo?

Karma Cola

[“Karma Cola” es el célebre libro de Gita Mehta en el que comenta con humor irreverente la Conferencia Mundial sobre el Futuro de la Humanidad en Delhi, a la que asistieron desde el presidente del tribunal supremo hasta obispos católicos y cuyo tema fue el sentido del “karma”. La siguiente cita da el tono:]

«Tiene su ironía que de todos los términos de filosofía hindú que han llamado la atención de los americanos el de mayor circulación es karma. Krishna lo define ante Aryuna: “Tienes que obrar como guerrero porque tienes que obrar. Solo la acción (karma) te salvará de la esclavitud de la acción.”

Eso es karma. Acción. O es lo que era antes. Pero ya no es eso. Karma ahora es algo que se siente como una vibración. La terminología se adapta a las necesidades de los usuarios. Ejemplos:

“Ya no viajo más a Londres. El Karma allí es demasiado denso.”

“Anoche me estrellé con el coche. Tengo mal Karma.”

“Aquel joven es peligroso. Tiene un Karma oscuro.”

“Puedes apostar. Este juego tiene un Karma bajo.”

“Mi hija se llama Rani. Nació en Goa, y unos amigos míos que viven en Los Ángeles tuvieron también una hija esa misma noche, y sin que nos comunicásemos la llamaron Rani. Tenemos un Karma muy cercano.”

Ya a todo se llama karma. Coincidencia, oportunidad, fatalidad. Menos mal que el panteón hindú no se toma las cosas en serio y no nos castigan como Júpiter o Jehová por usar mal las palabras.”

(Gita Mehta, Karma Cola, p. 99)

Nadie se escapa al karma

Rávana, rey de Shri Lanka, era un gran devoto de Shiva, y en su fervor le había hecho la solemne promesa de ir diariamente al monte Kailasha, morada de Shiva, a adorarlo allí. Pero el Kailasha está en los Himalayas, que caen un poquito lejos de Shri Lanka, y con el tiempo el rey se cansó de su peregrinación diaria y decidió simplificarla. Tenía que ir al Kailasha de todos modos, pues Shiva, cuyo nombre es “El Fácil de Aplacar” (Asutosh) se llama también “El Fácil de Irritar” (Rudra) y hay que tener cuidado con sus enfados. Pero Rávana tenía gran fuerza y poderío debido a su vida ascética y a los méritos que había acumulado con sus enormes penitencias, con lo cual podía levantar montes y cambiarlos de sitio. Dicho y hecho. Llegó al Kailasha, lo arrancó de cuajo, lo cargó sobres sus hombros, lo llevó hasta su misma isla de Shri Lanka al lado de su palacio y lo plantó allí. Con eso le resultaba fácil la peregrinación diaria.

Pero la promesa es la promesa y el karma es el karma. No se escapa uno de él tan fácilmente. Llegó el rey felizmente al ya cercano monte y empezó a subir. Pero no acababa de subir. Según subía él, crecía también el monte y no acababa la peregrinación. Además cuesta arriba. No llegaba a la cima donde estaba la morada de Shiva. Peor que antes. Rávana tuvo que volver a cargar con el monte y devolverlo a su sitio. Con el karma no se juega.

Tres deseos

El genio al salir de la botella dice a su liberador:

– Pide tres deseos, y se te concederán.
– Mi primer deseo es que escoja yo bien mis otros dos deseos.
– Concedido. Ahora pide los otros dos.
– Ya no tengo deseos.

Me contáis

Me preguntas: ¿Qué hacer para no pensar en lo que no quiero pensar?

Respondo: Dejarte pensar en ello. Cuanto más rechaces el pensamiento, más vendrá. Acuérdate de aquel guru que prometía la iluminación con el solo ejercicio de no pensar en un mono durante cinco minutos. No querer pensar en un mono es la mejor garantía de que vas a pensar en un mono. Te pasas cinco minutos viendo monos. En cambio si dejas venir al pensamiento, se va. La frase bella y certera de Krishnamurti: “Escucha los deseos de tu corazón como escuchas el viento entre los árboles.” Escúchalos. No los rechaces. Como el viento entre los árboles. En paz con la naturaleza. Y contigo mismo. El mono se cansa pronto y se va.

Salmo

Salmo 122 – La oración de mis ojos
Mis ojos hablan al volverse a un lado y a otro, y hoy son mis ojos los que rezan al volverse hacia ti, Señor.

“A ti levanto mis ojos,
a ti, que habitas en el cielo”.

Mis ojos miran hacia arriba, porque, en figura y en descripción humana, tú estás en los cielos, y los cielos están en lo alto. A lo largo de la rutina del día, llevo de ordinario la vista baja para ver donde piso, o mirando justo enfrente de mí, no para ver a la gente, sino para no chocar con ella. Veo gente y tráfico, edificios y habita­ciones, libros y papeles, colores pintados y palabras im­presas. Veo mil imágenes en un instante. Al único a quien no veo es a ti. He abierto los ojos, pero siguen cerrados.

Cuando hablo con la gente, caigo en la cuenta de que mis ojos también hablan. Me traicionan. Declaran, sin mi permiso, mis gustos y repugnancias, mi interés o mi aburrimiento, mi placer instantáneo o mi genio enfurecido. Un guiño de los ojos puede decir más que todo un discurso. Una mirada de amor puede encerrar más afecto que todo un poema amoroso. Los ojos hablan en silencio, con ternura, con eficacia. Son mis mejores embajadores.

Hoy mis ojos se vuelven hacia ti, Señor. Y eso es oración. Sin palabras, sin peticiones, sin cantos. Sólo mis ojos vueltos al cielo. Tú sabes leer su lengua y entender su mensaje. Mirada tierna de fe y entrega, de confianza y amor. Sólo mirarte a ti. Volver los ojos despacio hacia arriba. Siento que me hace bien. Mis ojos me dicen que les gusta mirar hacia arriba, y yo les dejo seguir su inclinación, y acompaño la dirección de su mirada con los deseos de mi alma. También a mi alma le gusta mirar hacia arriba, Señor.

“Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,
como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos en el Señor Dios nuestro,
esperando su misericordia”.

Día 1
Os cuento

La reina de la calzada

La niña está a punto de cruzar la calle con todo su tráfico vertiginoso cuando su mamá le dice:

– Dame la manita para cruzar.
– Quiero cruzar solita.
– No. Mira los coches y las motos. Puedes hacerte daño.
– No me haré. Yo sé cómo andar.

La mamá le toma la manita y cuando el semáforo cambia a verde comienza a cruzar con la niña la ancha calle donde todos los coches han parado impacientes con motores jadeantes ante el semáforo gimiendo por arrancar en sus prisas. Al llegar a mitad de la calle la mamá se distrae, la niña se suelta de su mano y se lanza a cruzar el resto de la calle corriendo y bailando y agitando los brazos y mirando para todos lados con una alegría que da vida de repente al paso de cebra, a los coches, al semáforo y a todos los que esperan y cruzan en el asfalto. La mamá corre detrás de la niña, la alcanza cuando ha llegado ya al otro lado del cruce y le agarra la mano con sobresalto. La niña ríe alegre.

Yo también temblé por un momento al ver a la niña correr como loca. Pero pronto sonreí con ella. Y estoy seguro de que todos los que la vieron sonrieron. A nadie que la viera se le ocurriría ni por un instante hacerle daño. Fue por un momento la reina de la calzada. Pronto se hará mayor y conducirá un coche. ¿Se acordará entonces de cómo bailaba ante los coches de niña?

Memorias de un niño judío rumano

“La guerra había hecho crecer a muchos niños extraños –como yo. Amalia cantaba como un pájaro. No lo hacía en ningún idioma concreto, sino en un idioma propio, una mezcla de palabras que recordaba de su casa, sonidos de pastoreo, voces del bosque y oraciones del monasterio. La gente lloraba al escucharla. Era difícil saber sobre qué estaba cantando. Siempre parecía que narraba una larga historia plagada de detalles secretos. La gente escuchaba, cansada de la guerra y de sí misma.

Nadie sabía en aquel momento qué hacer con la vida que había salvado. No había palabras, y las que quedaban de casa sonaban insípidas. Únicamente en los niños pequeños quedaba una cierta frescura en el habla. Digo niños pequeños porque los de doce o trece años ya estaban corruptos, traficaban, cambiaban dinero, robaban y saqueaban como los mayores.

Entonces aún no sabíamos que el lenguaje de los niños era un lenguaje nuevo que se había encarnado en todo su ser, en la manera de estar de pie o sentarse, de cantar o bailar. Su idioma era directo, sin ninguna pretensión.

Shiko era un niño cuya memoria no conocía límites. Le enseñaron los Salmos y los recitaba al estilo antiguo. Su oración era diferente de todo lo que los oídos podían haber escuchado hasta entonces. No era una oración de llanto ni de súplica, sino que era una oración sencilla, sin florituras ni modulaciones, una oración directa que, posiblemente, solo los antepasados conocían. Shiko cautivaba todas las miradas. Daba a la gente lo que necesitaba en aquel momento: un poco de la fe olvidada y una conexión con los seres queridos que habían perdido. Era difícil saber si entendía lo que decían sus labios. En cualquier caso, su oración era tan clara y perfecta que la gente lloraba como niños.

Lo que a mí me quedó grabado de aquellos años son, principalmente, fuertes sensaciones corporales. Hambre de pan. Hasta el día de hoy, me levanto por la noche con mucha hambre. Los sueños de hambre y de sed se repiten todas las semanas. Todo lo que ocurrió se grabó en las células de mi cuerpo y no en mi memoria. Las células recuerdan más que la memoria. Durante muchos años después de la guerra no caminé por en medio de la acera: siempre iba pegado a las paredes, siempre por la sombra y siempre a paso ligero, como si me estuviera escabullendo. No lloro fácilmente, pero una simple despedida me hace llorar con desesperación.En el bosque el miedo a los espacios abiertos retorna. Mis piernas se ponen tensas, tengo que retroceder agachado hacia los márgenes del bosque porque estos son más seguros. Acelero el paso para intentar salvarme. Hay veces en que basta el olor de una comida, o humedad en los zapatos, o un ruido repentino, para devolverme a los años de la guerra, y entonces tengo la impresión de que la guerra no ha acabado, continúa sin yo saberlo; y ahora que he despertado sé que desde que comenzó no ha cesado.

– ¡La guerra ha terminado!
– La guerra no ha terminado. Siempre estamos en guerra.
– ¡La tortura ha terminado!
– La tortura no ha terminado. Quien ha sido torturado, siempre está torturado.

He escrito más de veinte libros sobre aquellos años. A veces me parece que aún no he comenzado. En otras ocasiones tengo la sensación de que la memoria completa, detallada, todavía se esconde en mí, y que cuando emerja brotará fuerte y vigorosa durante muchos días. Por ejemplo, un fragmento de una caminata de castigo que ya hace años intento describir, sin éxito. Hace días que vamos arrastrándonos por los caminos sumidos en el fango. Una larga caravana rodeada de soldados rumanos y ucranianos que nos azotan con látigos y disparan sus fusiles. Mi padre aferra mi mano con gran fuerza. Mis cortas piernas no tocan el suelo, pero el frío del agua me hiela las piernas y la cintura. Oscuridad alrededor y, excepto la mano de mi padre, no siento nada; en realidad tampoco su mano, porque la mía ya está paralizada. Lo sé: sólo un pequeño movimiento y me ahogaré, y ni siquiera mi padre podrán rescatarme. De esta forma se han ahogado ya muchos niños.

Por la noche, cuando la caravana se para, mi padre me saca del barro y seca mis piernas con su abrigo. He perdido los zapatos hace tiempo, y caliento por un instante los pies en el forro. Este débil calor duele tanto que saco deprisa los pies. El rápido movimiento, por alguna razón, irrita a mi padre. Una irritación amarga. Me da miedo, pero sigo negándome aponer los pies en el forro. Mi papá nunca se enfada conmigo. Mi mamá me pegaba a veces pero mi padre nunca. ‘Si papá se enfada es señal de que moriré pronto’, me digo a mí mismo aferrando su mano. Se calma y dice: ‘No hay que ser mimado.’ Esta frase la utilizaba mucho mi madre, pero ahora suena extraña: como si papá estuviera equivocado, o tal vez yo. No suelto su mano y me quedo dormido, pero no por mucho tiempo.

Cuando la oscuridad reina todavía en el cielo, los soldados ponen en marcha la caravana con latigazos y disparos. Mi padre me agarra la mano mientras tira de mí. El barro es profundo y no siento el suelo. Aún estoy adormecido y el miedo es borroso. ‘Me duele’, exclamo. Mi padre ha oído mi grito y reacciona enseguida: ‘No lo hagas más pesado para mí’. Estas palabras ya las he oído más de una vez. Tras ellas vienen las terribles caídas y el intento inútil de salvar al niño que se ahoga. No sólo los niños se hunden en el barro, también hombres altos caen y desaparecen.

La primavera ha derretido las nieves, y el barro será más profundo a medida que pasen los días. Mi padre abre la mochila para tirar unas cuantas prendas al barro. Ahora su mano me aferra con mucha fuerza. Por la noche me masajea las manos y los pies y los seca con el forro de su abrigo, y por un instante me parece que no sólo papá está conmigo, sino también mamá, a la que tanto amaba.

Basta con un objeto viejo abandonado a un lado del camino para que asciendan del abismo en mi memoria cientos de pies arrastrándose en una larga caravana, y quien caiga, nadie lo levantará. Los adultos recuerdan nombres y personas y fechas. Los que éramos niños entonces recordamos sensaciones y emociones sin nombre y sin fecha. Las llevamos para siempre en el cuerpo.

En 1944 volvieron los rusos y ocuparon Ucrania. Tenía doce años. Una superviviente que me había visto y advirtió mi desamparo se arrodilló para preguntarme: ‘¿Qué te ha pasado niño?’ ‘Nada’, le contesté.”

[Aarón Appelfeld, Historia de una vida, p. 86]

Memorias de una muchacha española

[Irene Villa, que también tenía doce años cuando perdió las dos piernas en un ataque terrorista, escribe así:]

“Recuerdo que una vez se le ocurrió a un periodista publicar que me gustaba el chocolate y que deseaba ir a Suiza en cuanto me curara. Estuve los seis meses de estancia en el hospital y unos cuantos más recibiendo chocolatinas suizas. Hasta en Suiza se enteraron y me invitaron formalmente a conocer el país. No dejaban de mandarme chocolatinas. Tabletas y más tabletas de chocolate. Era increíble. Creo que debía de ser la niña más mimada de España. De hecho, me sentía la niña más querida de España. Y me sigo sintiendo así.”(Irene Villa, Saber que se puede, p. 97)

“En muy poco tiempo me sentí totalmente integrada y tengo muy buenos recuerdos de esa época. Lo único que me agobiaba un poco era que mis compañeros de universidad no paraban de repetirme que por ser quien soy, iba a encontrar trabajo enseguida. La verdad es que tenían parte de razón. Pero no tenían que estar continuamente recordándomelo. Sí que es verdad que cuando terminé la carrera me llovieron las ofertas. Pero no sé si fue esa presión que recibí a lo largo de la carrera o el hecho de verme aún muy jovencilla para ponerme a trabajar lo que me llevó a rechazarlas todas. Además, siempre he querido que se me valorara como profesional, no que buscaran sólo en mí el tirón que podía provocar mi presencia.

Siempre he corrido el riesgo de que me lo dieran todo hecho. A diferencia de lo que puedan pensar muchos, lo considero un riesgo. Porque en esta vida, lo que no cuesta esfuerzo no tiene ningún valor. Es contradictorio que lo diga una persona que ha sufrido las consecuencias de un cruel destino. Cierto que he tenido que superar una serie de barreras que no todo el mundo tiene. Pero el hecho de ser una persona conocida me ha puesto las cosas mucho más fáciles que a los demás. Sin embargo, yo he sabido colocarme en el lugar que me correspondía. He sabido estar junto a los demás en la misma línea de salida. En igualdad de condiciones. Nunca he creído en los favoritismos. Ni siquiera para los que tenemos cierto tipo de dificultades. Ya nos ocuparemos nosotros de superarlas.

Si hay algo por lo que merece la pena luchar, es por la igualdad. Yo aún lo sigo haciendo. Por eso no quería ningún privilegio. Perfectamente podía haber aprovechado la oportunidad de colocarme donde más me apeteciera sin habérmelo ganado. Pero siempre he tenido muy claro que cuando quieres algo de verdad, tienes que ganártelo. Primero, porque es la única forma de merecerlo. Y segundo, para evitar que algún día alguien venga a recordarte que ‘te lo han regalado’. Creo que la lucha es el verdadero sabor del triunfo. Sobre todo la lucha por la dignidad.”(p. 137)“Mi madre siempre recuerda una anécdota que dejó sin palabras a su protagonista. Resulta que habíamos salido a uno de los múltiples viajes que nos dejaron hacer los médicos cuando permanecía aún ingresada en el hospital, y entre tanta muestra de cariño y tanta solidaridad, se acercó un hombre mayor y me dijo:

– Ay, ¡pobrecita!, ¡está malita!

A lo que yo no pude por menos que contestar:

– De malita nada; lo único que me pasa es que no tengo piernas.

Os podéis imaginar la cara que puso el pobre hombre. A mí aún no se me ha borrado. Mi madre no sabía dónde meterse.”(p. 105)

Me contáis

Gracias por la conferencia de Thich Nhat Hanh que me habéis enviado y en la que cuenta entre otros cosas lo siguiente:

“Hoy he desayunado con un monje novicio. Estábamos sentados en silencio enfrente a una gran ventana que se abría al paisaje de fuera. Estábamos bien sentados y bien callados, y yo eché la leche en los tazones con calma y con atención. Vi la leche como leche, como el don de la vaca, y me sentí agradecido.

Me sentí feliz al beber ese vaso de leche. Solo bebo un vaso pequeño y sin azúcar. Tomo un trozo de pan, lo rompo, lo huelo, siento su fragancia, tomo un mordisco, lo mastico. Soy consciente de que estoy masticando el pan como soy consciente de que a través de la ventana de enfrente se ve el cielo azul, el bosque, los pájaros que cantan, y me centro en el momento presente y en este pan que me sabe tan bien. No me lo trago enseguida, lo mastico treinta, cuarenta, cincuenta veces y el pan me entrega todo su sabor y su dulzura.

Luego tomo otro pedazo de pan y lo unto en la leche y luego lo tomo y siento en mi boca la fragancia de la leche, su riqueza, su suavidad, y la mastico junto con el pan. No tiene azúcar ni chocolate ni nada. Es solo leche. Pan y leche. Sabe mucho mejor así que no bebida de un trago. El bocado se deshace en la boca.Os invito a que vengáis a mi choza y toméis así conmigo la leche y el pan.”

Salmo

Salmo 123 – Atrapado en la trampa
En mis malos ratos, pienso, Señor, que la vida es una trampa. Perdóname por decir esto ante ti, que has hecho la vida y eres el responsable de su funcionamiento; pero a veces me siento como atrapado en las redes de una existencia sin valor y sin sentido, como un pájaro en el lazo del cazador. De nada me sirve agitar las alas o mover frenéticamente las piernas. Estoy apresado en la tenaza de acero de mi duda mortal. No puedo ir a ningún sitio. Quizá es que no hay ningún sitio adonde ir.

De todas las depresiones que sufro, este sentido de impotencia es la mayor prueba. No puedo hacer nada. No soy nada. Un pedazo de arcilla, una masa inerte, un vacío existencial. Mi vida no cuenta para nada, si es que puede llamarse vida. No le supongo nada a nadie, y menos a mí mismo. Mi llegada a este mundo no ha cambiado en nada la faz de la tierra, y tampoco la cambiará mi salida. El viento va y viene, pero al menos columpia a las flores y hace cantar a los árboles. Yo no valgo ni para eso. No cuento para nada. Veo la vida como un juego cruel en el que me echan de aquí para allá, sin que siquiera me pregunten adónde quiero ir y qué quiero hacer. O, más en profundidad el hecho descarnado es que yo mismo no sé adónde quiero ir ni lo que quiero hacer. Las raíces de mi impotencia se hunden en mi propio ser. Eso es lo que me desespera.

Estoy atrapado, alma y cuerpo, en una trampa que yo mismo he puesto. Quizá esperaba demasiado de la vida, de mí mismo, de ti, Señor, si es que puedo hablarte cuando ni siquiera tu existencia me dice nada (y perdóname por decirte esto, pero es sólo para marcar el límite de mi desesperación). Tenía esperanzas que no se han cumplido y sueños que no se han hecho realidad. La vida me ha estafado con toda la cruel indiferencia de un juego de azar. Estoy sumido en la miseria de un vivir sin sentido.

La única oración que puedo hacer hoy, Señor (y aun ésa la he de tomar prestada palabra por palabra del salmo, ya que yo no tengo fuerzas para crear hoy mi oración), es pedirte que me saques pronto de las tinieblas en que estoy, para que pueda hacer mías de verdad las palabras que tú has inspirado:

«Hemos salvado la vida
como un pájaro de la trampa del cazador;
la trampa se rompió y escapamos.
Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra».

¡Rompe la trampa pronto, Señor!

Día 1
Os cuento

Hacer ruido en domingo

En la calle están en obras. Llevan toda la mañana desde bien temprano y hacen todo el ruido que quieren. Martillos, taladradoras, motores, gritos. Aquí no hay quien pare. Pero yo tengo que seguir trabajando en mi cuarto escribiendo y leyendo y pensando y jurando. Para colmo es domingo y yo creía que los domingos estábamos a salvo de ruidos porque cesan los trabajos urbanos, pero no ha sido así. No perdonan. Siguen y siguen, y sus taladros me están ya taladrando los oídos. ¿Cuándo acabarán?

No acaban. Yo sí acabo con la primera fase del trabajo matutino, recojo papeles, apago el ordenador y salgo a la calle. Allí me toca pasar al lado de los ruidosos trabajadores de la mañana. Y veo lo que pasa. Ha habido una avería inesperada en las tuberías del agua, es bastante seria y, si no se arregla pronto, el barrio entero se quedará sin agua. Y es domingo, con lo que estaríamos todos sin agua hasta el lunes. Pero por lo visto hay equipos de emergencia y han sido avisados y se han presentado y están trabajando contra reloj cuando el resto de la sociedad se sienta a descansar el domingo. De modo que me estaban haciendo un favor sin yo saberlo.

El ruido es inevitable. Si hay que averiguar dónde está la avería y llegar hasta ella y repararla y taparla, hay que retirar los tejidos de la anatomía urbana y practicar la cirugía mecánica que necesitan. Y es lo que están haciendo. Todo eso lleva ruido.

Me quedo un momento de pie mirando a los obreros en su trabajo. Aprovecho que el ruido cesa por unos instantes, me acerco a ellos y les digo bien alto para que me oigan todos: “¡Gracias por venir en domingo! ¡Gracias por darnos agua! ¡Y perdonen la molestia que esto supone para ustedes y para sus familias!”

Me miran sorprendidos, y uno de ellos me dice: “Usted nos da las gracias, pero otros nos maldicen. Un vecino incluso ha bajado a decirnos que paremos de hacer ruido, que es domingo y tiene derecho a dormir. Gracias por darnos las gracias.”

No les dije que yo también había pensado como esos otros vecinos. A veces nos quejamos sin saberlo de los que nos hacen el bien. Gracias por hacer ruido.

Preparar la charla

Suzuki Roshi iba a dar una conferencia en una ciudad de Estados Unidos, y sus discípulos en ella estaban preparando la sala. Mientras limpiaban y barrían y colocaban sillas, cayeron en la cuenta que el mismo Maestro Suzuki estaba entre ellos trabajando y limpiando. Se rieron por la sorpresa y le dijeron: “Nosotros estamos preparando la sala para su conferencia. ¿Qué hace usted aquí?” Y el Maestro contestó: “Yo estoy preparando mi conferencia.”

Taxista con buen oído

Anécdota del Maestro Rodrigo, autor del Concierto de Aranjuez:

“Hace ya muchos años tomé un taxi y el conductor se empeñó en no cobrarme. ‘Que no, hombre, que no; pero si le tendría que pagar yo a usted cada vez que escucho el Concierto de Aranjuez.’ Esas pequeñas cosas son las que te hacen sentirte feliz.”

El Maestro no supo nunca que en el centenario de su nacimiento el ayuntamiento de Aranjuez decretó que el reloj de la Plaza Mayor tocara los primeros compases del Concierto de Aranjuez al dar la hora, los cuartos, las medias y los tres cuartos. La vecindad acogió la medida con orgullo y todos tarareaban los primeros compases del Concierto con sonrisas y agrado cada vez que sonaba el reloj de la torre. Pero a los pocos días la melodía comenzó a cansar, luego molestó y al fin irritó a todos con su cantinela obstinada, que por bella que fuera resultaba inaguantable al repetirse cada cuarto de hora. Al ayuntamiento llegó la petición popular que o suprimía la música o apedreaban el reloj. Se suprimió la música.

Cuidado con la rutina.

El Maestro Rodrigo era ciego. Hacia el fin de su vida escribió: “La ceguera no me ha producido desaliento. A veces, eso sí, he notado que me faltaba algo de independencia. Y eso de no poder ver las pinturas, los paisajes o el cine me ha producido un cierto desasosiego. Sobre todo durante la adolescencia. Después uno se acostumbra a todo. La vida ha sido generosa conmigo.”

(Concierto de Una Vida, p. 220)

Madre e hijo

Kuki Gallmann es una italiana valiente que vive en Kenia con su marido, su hijo y su hija, y las tierras que ama y los animales que cuida. Los hijos se crían en libertad aborigen, pero llega el día en que el mayor, Emanuele, tiene que ir a un colegio. Y va. Su madre escribe en su diario:

“Te has ido, mi pequeño, enfundado en tu uniforme de colegial, con el pelo corto, tu maleta hecha por mí con el último cariño, tus ojos llenos de sueños infantiles. ¿Qué derecho tenía yo a abandonarte en ese colegio solitario, en ese jardín anónimo, en ese mundo extraño para ti que hasta entonces habías vivido en la selva con libertad y gozo?”

Luego continúa en su libro:

“Sin embargo, visto en perspectiva, el colegio le dio a Emanuele algo que nunca hubiera podido conseguir entre árboles y leones: la capacidad de vivir, el sentido de liderato, la fuerza para sobrevivir en un mundo indiferente y hostil, la seguridad de arreglárselas por sí mismo, de ganarse amigos y dejar marca en su entorno.Las reglas del colegio no me permitían verle más que una vez cada dos meses, pero nos las arreglábamos para comunicarnos. Yo dejaba mensajes y chocolates debajo de una piedra secreta en los alrededores, y él los recogía con la emoción de la aventura añadida al toque de cariño. Él desarrolló su amor por los animales, sobre todo las serpientes.

– Ya sabes, mamá, el regalo que quiero para mi cumpleaños.
– Cualquier cosa menos una serpiente.
– Me prometiste que lo que yo quisiera.
– Pero no una serpiente.
– Es lo único que quiero.
– No se venden.
– De eso me encargo yo.

Me llevó a un parque de serpientes donde las vendían. Emanuele conocía al encargado, quien le hizo rebaja y le dijo le hacía el honor de venderle, no una domesticada, sino una fuerte y salvaje.

La llamamos Kaa, como en Rudyard Kipling.

– ¿Aprenderás a cuidarla, mamá?
– ¿Yo?
– Sí, cuando yo esté en el colegio tendrás que cuidarla tú. Es muy fácil. Y no es venenosa. Es muy dulce.
– A ti te lo parece.
– Algún día, mamá, aprenderás la belleza escondida de las serpientes.

Emanuele se hizo un experto en serpientes conocido en todo el país. Eran toda su ilusión. Su colección fue aumentando. Hasta en el colegio atrapaba y guardaba serpientes. Un día recibí una carta del director del colegio en que me decía:

“Estimada Sra. Gallmann:
Le quedaría profundamente agradecido si usted lograra persuadir a su buen hijo de que procure no olvidarse sacos llenos de serpientes en el dormitorio.”Un día sucedió lo inevitable. Llegó a su colección una serpiente venenosa aunque yo se lo había prohibido. Y otra y otra. Lo consulté con su padre y con su hermana. Concluimos que Emanuele era maduro y competente, que sabía lo que hacía, que era un buen profesional en la materia y podíamos fiarnos de él. En el jardín de casa tenía ya un foso con todo un criadero de serpiente de muchas clases, y las tenía catalogadas científicamente.

– Mamá, voy a ordeñar a las serpientes.
– Odio que lo hagas.
– Es necesario. Hay que sacarles el veneno para estudiarlo. Lo he hecho docenas de veces y no pasa nada.

Él le hizo una caricia a su hermana pequeña, se dio media vuelta y desapareció por las escaleras. Yo me quedé mirándolo. Me embargó un sentimiento extraño. Él era joven, apuesto y valiente. Ya no me pertenecía. Vivía su vida.

Yo me estaba duchando cuando Mapengo, el encargado de las serpientes con Emanuele, llamó insistentemente a la puerta.

– ¿Qué pasa?
– Un pequeño problema, señora.
– ¿Emanuele?
– Sí.
– ¿Una serpiente?
– Sí.
– ¿Víbora bufadora?
– Sí.
– ¿Le ha picado?
– Sí.
– ¿Dónde está él?
– En la cocina.

No me paré a pensar. No podía permitirme ponerme histérica. Estaba sola, lejos de toda ayuda, a ocho kilómetros del único médico. Fue como dividirme en dos personas, una que se desesperaba por la angustia del peligro de muerte de su hijo y otra que organizaba con eficiencia y rapidez la búsqueda de ayuda.

Emanuele se sentó. Quedó rígido con las piernas estiradas. Tenía la piel gris y los ojos acristalados. Le pasé la mano por delante de los ojos. Estaba ciego. Murmuró con dificultad: ‘Mamá, me estoy muriendo.’ En aquel momento yo volví a darle a luz. Tenía diecisiete años. Se fue.

Lo peor era ahora el silencio en casa donde siempre había habido voz, ruido de pasos, canciones en el aire. Lo peor era su motocicleta inútil, su sitio vacío en la mesa, su cama sin tocar, las ventanas a medio cerrar en su cuarto. Lo peor eran las cartas que seguían llegando a su nombre, la invitación de la universidad en Estados Unidos a la que nunca iría ya, el dolor callado de Mapengo, su ayudante. Lo peor eran las fotos que llegaron de sus últimos días y sus últimas fiestas. Lo peor era que él ya no estaba allí.

Las serpientes eran su pasión. ¿Hubiera sido mejor privarle de ella para salvar su vida? Yo no tenía derecho a imponerle mis normas para evitarme a mí misma mi propio dolor. Él vivió su vida.

Le dije a Mapengo que había que dejar libres a todas las serpientes. Eran ya varios cientos. Las metimos en sacos y fundas de almohadas. Mapengo y todos los niños se subieron a la furgoneta. Llegamos a las fuentes con suelo húmedo junto al río y salieron todos, y cada niño cargó con un saco cantando y bailando. Dos ciervos nos miraban con ojos líquidos y miles de libélulas cruzaban los charcos con sus vuelos de flecha. Poco a poco fuimos liberando a las serpientes. La cobra a la que Emanuele le había salvado la vida cuando la atropelló un camión, la pitón más larga que fue un récord cuando la midió, las labio-blanco, las silbadoras, las de hierba, las víboras. La última que soltamos fue la víbora que lo mató.”

(Kuki Gallmann, I Dreamed of Africa.)

Me contáis

Gracias por esta cita de Thich Nhat Hanh que me habéis enviado:

«Ahora vamos a pensar cómo desayuna la gente en la ciudad. Desayunan a toda velocidad. No ven a quien está sentado a su lado, a quien está sentado enfrente. Ni siquiera ven lo que comen porque tienen la cabeza oscurecida por sus ideas, sus preocupaciones, su aburrimiento y su mal humor. El periódico extendido ante la cara al comer es una barrera de aislamiento. No vemos a los demás. Y el periódico se convierte en el plato principal del menú del desayuno. No vemos a nadie, no vemos a la familia, no notamos cuando se va cada uno, nos perdemos la oportunidad de estar en familia.

Recuerdo que cuando yo estaba en Nueva York, estaba desayunando un día y alguien me trajo el periódico. La edición del domingo del New York Times. ¿Sabéis cuánto pesa? Dos kilos. ¿Cómo vas a poder desayunar y manejar al mismo tiempo dos kilos de periódico? Lo anuncian diciendo: ‘No necesita usted leerlo todo, pero le gustará saber que todo está allí.’ Más bien parece indigestión que desayuno. No es la manera de empezar bien el día.»

Salmo

Salmo 124 – Perseverancia
«Los que confían en el Señor son como el monte Sión:
no tiembla, está asentado para siempre.»

La vista de una montaña siempre me alegra el alma. Adivino que será porque la montaña representa solidez; aguante, perse¬verancia, y yo necesito esa cualidad en mi vida. Una montaña so¬bre el horizonte es lo que yo querría ser en mis ideas y en mi con¬ducta: firme y constante. Por eso me gusta sentarme sobre rocas y contemplar la cumbre de piedra que se alza frente a mí: esa pos¬tura y esa larga mirada es una oración para que la firmeza de la montaña se comunique a mi vida.

«El monte Sión no tiembla.»

Yo no puedo decir lo mismo. Cualquier viento de adversidad me sacude y me derriba. Como también cualquier brisa de adulación ligera me levanta en el aire, para estrellarme luego con mayor violencia contra el suelo. Dudo, vacilo, temo. Pierdo el valor y no tengo constancia. Empiezo mil empresas y las dejo todas a medias. Prometo esfuerzo diario, y lo interrumpo al día siguiente. No puedo confiar en mí. Y ahora tú, Señor, me señalas el único camino que lleva a la constancia: con¬fiar en ti. «Los que confían en el Señor son como el monte Sión». La confianza en ti es mi apoyo y mi fortaleza.

Enséñame a confiar en ti, Señor, para que mi vida se asiente y se ordene. Enséñame a fiarme de ti, ya que no puedo fiarme de mi mismo. Enséñame a escalar el monte Sión con el deseo y con la fe, para encontrar en su cumbre lo que no encuentro en mi valle. Enséñame a buscar apoyo en la roca eterna de tu palabra, tu pro¬mesa, tu amor, para que halle en ti lo que echo de menos en mí. Haz que llegue yo a sentir en mi vida la realidad de esas bellas palabras de tu salmo:

«Jerusalén está rodeada de montañas:
así rodea el Señor a su pueblo ahora y para siempre.»

 

Día 15
Os cuento

Gesto ecuménico

Un jesuita indio amigo mío me cuenta que tuvo que ir a asistir a una reunión en el norte de la India. Él es párroco en una iglesia del sur. Pensó en llevarles algún regalo de su viaje al norte a sus amigos del sur. ¿Qué les llevaría? La mayor parte de los vecinos del pueblo eran hinduistas y eran muchos. No era fácil el regalo.

En el norte de la India fluye el Ganges, río sagrado para todos los hindúes, que lo consideran como procedente del cielo a través de la melena de Shiva, se bañan en él, veneran su agua, la guardan en sus casas, la beben en la hora de la muerte. De hecho los organizadores de aquella reunión habían programado un día una excursión para todos los participantes a las orillas del gran río. Allí le vino la idea a mi amigo. Compró un recipiente de cinco litros, lo llenó de su propia mano con agua del Ganges, lo llevó luego con mucho cuidado y no sin bastante molestia en su largo viaje de vuelta hasta el sur, y una vez en su pueblo fue de casa en casa repartiendo el agua bendita.

Me cuenta que el regalo les ha gustado a todos, y que le ha ayudado mucho a ser apreciado en el pueblo. Él se considera párroco de todos, cristianos e hindúes.

Al leer su carta me he acordado que un amigo hindú, después de leer un libro mío, me resumió así su impresión: «Me siento como si me hubiera bañado en el Ganges.» Mi amigo jesuita les ha devuelto el cumplido.

«Y Dios creó al hombre del barro de la tierra»

El título del libro me atrajo: «Zen y el arte del alfarero». Las manos y el barro. Artesanía prehistórica y utilidad doméstica. Meditación y concentración. Forma y vacío. En la India había visto yo al alfarero imprimir velocidad a su rueda, colocar la masa de barro húmedo en el centro, hacer surgir de ella formas milagrosas con el toque de sus dedos, luego sostener la vasija nueva en sus manos. y estrellarla contra el suelo en una carcajada que acompañaba y concluía la demostración a los turistas. Ahora leo en el libro:

«El alfarero medita con sus manos en la vaciedad de toda forma; muere y vuelve a nacer con cada paso por el fuego. Las vasijas se contienen a sí mismas en los museos. Una vasija es una vasija. Tierra hecha mundo para el hombre.

Cuando algo pasa de mano en mano se hace un sacramento. El cuenco de barro pasa la historia de la familia de generación en generación.

El cubo de la rueda permanece inmóvil cuando todo gira.

El Maestro Hisamatsu enumera las reglas del arte japonés del Zen: Sin regla, sin complejidad, sin orden, sin simetría, sin mente, sin fondo, sin obstáculo, sin agitar. Claro que eso no te explica cómo hacer la vasija.

Aprendí pronto a no lamentar vasijas mal hechas; y mucho más adelante lo que es mucho más difícil e importante, que es no regocijarme ni gloriarme por vasijas bien hechas.

Del pino,
aprende a ser pino;
del bambú,
a ser bambú.

La persona, según tiempos y culturas, se ha centrado en el entendimiento con el acto de fe, en el corazón con el sentimiento, en el vientre (hara) con el centro de gravedad del cuerpo. Mi pequeña taza de barro contiene el cosmos entero en su pequeño espacio. Meditación en acción.

Yo me busco el barro en su yacimiento, lo excavo yo mismo, relleno con ramas y terreno adyacente la herida hecha a la tierra, envuelvo y transporto personalmente el material a mi taller, nunca lo compro preparado en una tienda. El arte del alfarero comienza en la tierra.

Coloco la masa con exactitud en el centro de la rueda. Mi cuerpo entero participa en la acción. Aunque esté enseñando a otros, no hablo. Tomo las manos del aprendiz para que sienta el barro. No permito que se toque música en el estudio o se mastique chicle o menos que se fume.

Nuestro cuerpo-mente sabe más de lo que podemos expresar en palabras. Hacen falta años para que los maestros encuentren palabras que digan lo que están haciendo. Como un ciego ‘lee’ el camino con la punta de su palo de ciego, así nosotros los alfareros leemos el mundo y el molde con la punta de los dedos. ‘Vemos’ el interior de la vasija, palpamos la curvatura al henchirse, dialogamos con el barro que cambia de forma, sentimos como nuestro cuerpo entero responde al tacto. El cuerpo entero toma parte en cada movimiento por pequeño que sea.

El barro también tiene su memoria, por todo lo que se le ha hecho hasta este primer momento de ensayar su forma. Por eso hay que tratarlo con delicadeza para que vaya integrando sus nuevas experiencias sin violencia alguna. Cualquier herida en su masa dejará cicatriz por mucho que volvamos a juntar los bordes.

La rueda con pedal es mejor que la rueda con motor, más personal, más sensible, más comunicativa. La de motor arrasa con su mecanismo.

La curva de la vasija se prolonga hasta el infinito a través de su apertura como una parábola. La vasija afecta al contenido. Afecta a nuestra existencia. Lo notamos cuando una vasija se vende o se regala o se rompe. El espacio que deja sigue recordando su existencia.

Una buena vasija crea su propio espacio. Es al espacio interior lo que una roca es a un paisaje. El barro es el don de la tierra para el hombre.»

(Kenneth R. Beittel, Zen and the Art of Pottery.)

Guión de vida

Albert Camus en sus «Carnets» (II, 300) se propone a sí mismo este plan para un libro:

«Un teniente, pianista que vive para su arte. Fabrica un piano mudo con tablas de cajones. Toca de seis a ocho horas por día. No pierde una nota. En algunos pasajes se le ilumina la cara.»

Parece un programa muy inocente. Pero no lo es. Porque después de ese breve guión, Camus añade:

«Es lo que hacemos todos (¡todos!) con la vida.»

Repite la palabra «todos».

Trágico.

Rutina

El rey y la reina eran felices pero no tenían hijos. El rey decidió marcharse una temporada a vivir de incógnito entre su gente para olvidarse del dolor de no tener descendencia. Una noche en una choza de un descampado se le acerca una gitana y se acuestan juntos.

Sigue meses de vagabundo, y un día oye de la gente en un pueblo la noticia de que la reina en palacio está embarazada. Vuelve enojado, pues, aunque sí quería un heredero para el trono, no quería que fuera de otro hombre. Llega a palacio y se encierra en su dormitorio.

La reina se le presenta vestida de gitana y muestra en su mano la moneda real que el rey le había dado aquella noche y que solo el rey podía dar. Ella, disfrazada, había sido aquella gitana. Se ríen y se abrazan. Ya tenían descendencia. La sorpresa, la travesura, la novedad, la noche, la aventura habían abierto las puertas a la vida.

La moraleja del cuento no es que los reyes se puedan acostar con gitanas, sino que la rutina es el mayor enemigo de la vida, y un poco de imaginación puede alegrar esa vida.

Quizá eso valga también para la vida espiritual.

Sin pestañear

La tropa invasora se apoderó de todo el pueblo, y todos los habitantes se sometieron a los soldados pues ya no podían resistir. El altivo general invasor recibió la obediencia de todos, pero también se le dijo que el Maestro que seguía en el templo se negaba a rendirle pleitesía. Hizo que lo trajeran a su presencia, y le intimidó sacando su espada, blandiéndola en su rostro y diciéndole:

– ¿No sabes que aquí ante ti está quien puede atravesarte el pecho de lado a lado sin siquiera pestañear?
– ¿Y no sabe usted que aquí ante usted está quien puede dejarse atravesar el pecho de lado a lado sin siquiera pestañear?

Adivina qué sucedió después.

La piedra filosofal

Se pasó toda su vida en busca de la piedra filosofal. La piedra que convertiría en oro todo lo que tocara, que se encontraría en una playa perdida medio escondida entres las arenas, entre conchas y piedrecillas y restos sin valor, que era sola una y única en el mundo, que solo podía usarla con efecto quien la encontrara, que le aseguraría prosperidad y felicidad para el resto de su vida.

Buscó y buscó y buscó. Playa tras playa y costa tras costa y país tras país. Andaba, miraba, se agachaba, tomaba una piedra en la mano, la examinaba, la tiraba al mar, tomaba otra, la tiraba, tomaba otra, la tiraba, tomaba otra, la tiraba. Bien lejos entre las olas del mar para que no volviera a aparecer.

Tantas piedras tiró que su brazo adquirió la costumbre, y cuando encontró la piedra filosofal, la miró y la tiró al mar instintivamente. solo para darse cuenta demasiado tarde de que aquella era la única y verdadera piedra filosofal.

La rutina otra vez.

Me contáis

Gracias por enviarme esta canción de Bob Dylan, en especial por sus últimos versos:

«Are you ready, are you ready?
Are you ready, are you ready?

Are you ready to meet Jesus?
Are you where you ought to be?
Will he know you when He sees you
Or will he say, ‘Depart from me’?

Are you ready, hope you’re ready,
Am I ready, am I ready?

Am I ready to lay down my life for the brethren
And to take up my cross?
Have I surrendered to the will of God
Or am I still acting like the boss?

Am I ready, hope I’m ready.
Are you ready?

Have you got some unfinished business?
Is there something holding you back?
Are you thinking for yourself
Or are you following the pack?

Are you ready, hope you’re ready.»

Salmo

Salmo 125 – Torrentes en el desierto
«Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar;
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de can¬tares»
.

La vida es como marea que sube y baja, y yo he visto muchas mareas altas y mareas bajas en ritmo incesante a lo largo de muchos años y cambios y experiencias. Sé que la esterilidad del desierto puede trocarse de la noche a la mañana en fertilidad cuando se desbordan los «torrentes del Negueb». Torrentes secos del sur, a los que una súbita lluvia primaveral llenaba de agua, cubriendo de verde sus riberas en sonrisa espontánea de campos agradecidos. Ese es el poder de la mano de Dios cuando toca una tierra seca… o una vida humana.

Toca mi vida, Señor, suelta las corrientes de la gracia, haz que suba la marea y florezca de nuevo mi vida. Y, entretanto, dame fe y paciencia para aguardar tu venida, con la certeza de que llegará el día y los alegres torrentes volverán a llenarse de agua en la tierra del Negueb.

Es ley de vida: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares». Ahora me toca trabajar y penar con la esperanza de que un día cambiará la suerte y volveré a sonreír y a cantar. En esta vida no hay éxito sin trabajo duro, no hay avance sin esfuerzo penoso. Pa¬ra ir adelante en la vida, en el trabajo, en el espíritu, ten¬go que esforzarme, buscar recursos, hacer todo lo que honradamente pueda. La tarea del sembrador es lenta y trabajosa, pero se hace posible y hasta alegre con la promesa de la cosecha que viene. Para cosechar hay que sembrar, y para poder cantar hay que llorar.

¿No es mi vida entera un campo que hay que sembrar con lágrimas? No quiero dramatizar mi existencia, pero hay lágrimas de sobra en mi vida para justificar ese pen¬samiento. Vivir es trabajo duro, y sembrar eternidad es labor de héroes. Sueño con que la certeza de la cosecha traiga ya la sonrisa a mi rostro cansado; y pido permiso para tomar prestado un canto de la fiesta del cielo para irlo ensayando con alegría anticipada mientras siembro aquí abajo.

«Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas»
.

Día 1
Os cuento

Se alegran los corazones

Otra de mis aventuras en el metro. Y es que lo uso mucho. Solo con las cosas que me pasan en él amortizo el billete. Pero son de verdad. Inesperadas. Y divertidas. A veces incuso atrevidas como esta. Pero me salió bien.

Estaba yo sentado en el metro en espera de mi destino cuando en una estación entró más gente y una muchacha quedó parada enfrente de mí mirando de lado. Tenía aspecto mexicano. En su perfil se dibujaba un gran lunar negro. Ambas cosas se juntaron y surgió la memoria.

Saltó en mi memoria la canción mexicana. No la canté, desde luego, que tampoco quiero riesgos innecesarios, pero sí la recordé, y luego me puse a tararear muy bajito la melodía. Solo la melodía sin la letra, y muy bajito y con la boca cerrada. Pero para quien sepa la melodía, le surge sin remedio la letra en la mente. Recordáis la canción:

«Ese lunar que tienes,
cielito lindo,
junto a tu boca.
No se lo des a nadie,
cielito lindo,
que a mí me toca.»

Repito que no pronuncié la letra, y solo murmuré la melodía. Y muy bajito. Luego esperé. Pensé que la muchacha o me largaría una bofetada o me daría un beso. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Solo sonrió levemente. Y siguió mirando de perfil. Luego se acarició suavemente el lunar con el dedo. A idea. Conspiración perfecta.

Llegó mi estación y yo me bajé. Ella aprovechó el asiento vacío y se sentó en él. Una vez fuera sí me permití cantar por la calle:

«Ay, ay ay ay,
canta y no llores,
porque cantando se alegran,
cielito lindo,
los corazones.»
(Se repite la estrofa subiendo de escala «los corazones» al final.)

Espero que al llegar ella a su casa tendría alguien a quien contárselo. Todos contentos. Así se alegran los corazones.

Por cierto, ¿no constará esto como una contribución original a la integración de los inmigrantes en el extranjero? Aquella muchacha seguro que se sintió bien aquel día. Y yo también.

Campeón de tenis
Wolfgang Flür, de la banda KRAFTWERK que popularizó la música electrónica a fines del siglo pasado, cuenta en su autobiografía «Yo fui un robot» un episodio que le motivó en su carrera para dejar precisamente el grupo y encontrarse a sí mismo:

«Sin duda os acordáis de la terrible tragedia de aquel vuelo de Swiss Air en 1998. Al surcar el avión el Atlántico Norte en un vuelo nocturno de Nueva York a París, se declaró un fuego electrónico en la cabina que se llenó de humo, los pilotos no pudieron ver nada y el aparato se precipitó al mar desde gran altura. Doscientos veintiséis pasajeros murieron inmediatamente y descansan en el fondo del mar.

Pero un hombre no murió, estaba en la cómoda cama de su hotel en Nueva York viendo las noticias de la mañana en televisión, cuando allí se enteró del destino trágico del avión en que él debería haber volado. El campeón suizo de tenis le contó a un reportero de la televisión que él había ya perdido el campeonato y había decidido tomar ese vuelo para llegar temprano de vuelta a Suiza, pero que su entrenador le había convencido que se quedase un día más para ir de compras con él.

Cuando cayó en la cuenta de que se había salvado de la muerte por los pelos, su idea de la vida cambió en segundos. Vio que seguía vivo, y que hasta entonces había carecido de sentimientos. Había estado dando vueltas al mundo de avión en avión, ansiando victorias en las pistas de tenis, siempre queriendo ser el mejor, el primero, el definitivo. Eso era en lo que había creído y lo que había necesitado. Incluso había llegado a creerse que eso era lo que le hacía feliz -junto con mucho dinero que ganaba y gastaba en extravagancias, siempre en busca de estímulos más excitantes.

Aquella mañana vio claro por primera vez qué es lo que significaba estar vivo. Comenzó a desear cosas más sencillas, y a sentirse feliz al hacer cosas normales. Él se había imaginado que estaba sentado en ese avión, que el piloto había anunciado por los altavoces la terrible catástrofe a la que se precipitaban, y que entonces pensó cuánto hubiera luchado él por poder cruzar la calle una vez más, por escuchar los ruidos de todos los días, por oler la hierba recién cortada o contemplar un cielo azul de verano con plumas de nubes, por beber una taza de café recién hecho, por abrazar a su novia y sentir el perfume de su pelo. Hubiera dado cualquier cosa por sentirse en el ambiente familiar de su casa, por oír la risa de un niño.

La experiencia le había sacudido, y explicó allí mismo que quería cambiar toda su vida desde aquel día, y que ‘el deseo de ganar siempre’ había dejado de ser importante para él. Se proponía llevar una vida más modesta, concentrándose en lo que realmente importa, y disfrutando las bellezas de la naturaleza. Quería responder de manera distinta al privilegio de estar vivo que se le daba por segunda vez.

Ese hombre tuvo suerte de poder empezar otra vez desde el principio. Yo desearía que todos aquellos que han perdido la realidad de sus vidas la recobraran -sin un golpe tan trágico, desde luego. Pero por lo visto a veces necesitamos una sacudida así para sacarnos de nuestro sopor.»

(Wolfgang Flür, Kraftwerk, I Was a Robot, p. 15)

Feliz de existir

Otra anécdota del mismo:

«Mi madre me recordaba que cuando yo tenía cinco años le pregunté un día a mi hermano gemelo, ‘Winfred, ¿tú estás de veras contento de existir?’ Me decía que mi hermano se lo pensó un rato largo, y al fin contestó sabiamente, ‘Sí, Wolfgang, sí que en realidad estoy contento de existir.’ Y que yo estuve enseguida de acuerdo y añadí, ‘Yo también.’ Aun en edad tan precoz era ya importante para mí saber que las personas cercanas a mí fueran felices. Aunque Winfred metió ese ‘en realidad’ por medio en su respuesta, siendo como era más pensativo y callado que yo.»
(p. 21)

Inmortalidad

«Hay millones de gente que ansían la inmortalidad y no saben qué hacer una tarde de domingo con lluvia.»
(Maurice Chevalier)

Iluminación

«Para conseguir la iluminación hacen falta tres cosas:
Una determinación decidida de conseguirla.
Una fe total de que se conseguirá.
Una duda absoluta de todo.»
(Hakuin)

Un clavel blancoMientras hacían un ramo de flores el discípulo aprovechó para preguntarle al maestro:

– ¿Como se obtiene la liberación, maestro?
– Colocando un clavel blanco aquí entre los rojos.
– Maestro, no habéis contestado a mi pregunta.
– Sí que he contestado.
– No lo entiendo.
– Tu pregunta se contesta según cada momento, y en este momento se trataba del clavel blanco.
– ¿Cómo?
– La liberación se obtiene haciendo en cada momento en plenitud y con atención lo que se está haciendo.
– Y ahora estamos haciendo el ramo de flores.
– Que queda perfecto con el clavel blanco.
– Aquí está, maestro.
– Y por cierto, muchacho. Nunca alcanzarás la liberación si cuando estás haciendo un ramo de flores piensas en la liberación.

La secretaria

Estaba en mi despacho con Lucrecia, la muchacha que se había presentado en respuesta a mi anuncio pidiendo una secretaria. Decía que sabía mecanografía, taquigrafía, archivo. y que además tenía facultades de percepción extrasensorial. Podía leer el pensamiento de las personas.

– ¿De veras que las tiene?
– De veras.

Abrí la ventana. Señalé la muchedumbre que caminaba, presurosa, por la calle. Le pedí:

– Léales el pensamiento.
– No puedo leer ni un pensamiento.
– ¿Ve usted?
– Pero no es por lo que usted cree. Es que ni uno de ellos piensa.

(P. García, Grandes minicuentos fantásticos, p. 245)

Me contáis

Pregunta: He celebrado mis bodas de oro como religiosa y estoy feliz con mi vocación, pero me acongoja una pregunta que no me he atrevido a hacer a otros. ¿Por qué no puedo sentir de mayor el fervor en la oración que sentía de novicia?

Respuesta: Porque ahora eres mayor y ya no eres novicia, querida. No le vas a pedir a una pareja bien casada que sienta al celebrar las bodas de oro lo que sentía en la luna de miel cincuenta años antes. Cada cosa a su tiempo.

Te voy a decir algo que no se suele decir pero que es verdad y puede ayudarte. El cristianismo es la única religión que se funda enteramente en el amor de Dios. Es verdad que en la religión hebrea el Antiguo Testamento decía ya: «Amarás a Yahvé, tu Dios, sobre todas las cosas», pero, por lo que sabemos de los hebreos del Antiguo Testamento, temían a Yahvé más que lo amaban. Lo mismo vale de Alá y los musulmanes. Los budistas no aman a Buda ni los confucionistas a Confucio. Los jainistas no aman a Mahavir ni los parsis a Zoroastro. Los aztecas no amaban a Uitzilópochtli ni los incas al Sol o a la Luna. En cambio nosotros los cristianos amamos a Jesús y ese es el centro y la vida de nuestra religión.

Esa es nuestra gran fortaleza porque el amor es la mayor fuerza del mundo, y el amor a Jesús nos ha dado vírgenes y mártires, consagración y servicio, entrega y alegría como nada en el mundo. Pero también tiene una debilidad: el amor, por más que «obras son amores y no buenas razones», incluye también los sentimientos, y estos no pueden mantener siempre su primera intensidad y se van calmando a lo largo de la vida. Eso no nos lo dijeron en el noviciado y por eso nos asalta el sentido de culpa cuando nos vemos menos fervientes en la oración de lo que nos recordamos éramos felizmente en el noviciado y aun años después. Pero ahora ya lo sabes. En cambio la fidelidad, la confianza mutua, la memoria de una vida juntos afianza la fe y consagra la alegría. La pareja fiel sigue felizmente unida en las bodas de oro. Aunque no sientan lo mismo al juntar las manos como cuando lo hicieron por primera vez.

*Me contáis que en una encuesta realizada recientemente por los jesuitas de Chile entre jóvenes católicos «tan solo cinco jóvenes de los 650 encuestados, es decir, un 0,8%, están de acuerdo con la posición de la Iglesia en materia de moral sexual, matrimonial y familiar.» No llega ni al uno por ciento. Me ha recordado la anécdota que también me contasteis cuando visité vuestro país poco después de la visita del papa Juan Pablo II a Santiago de Chile. En su reunión a los jóvenes, según me contasteis, tuvo lugar el siguiente diálogo multitudinario con el papa preguntando y los jóvenes contestando:

– ¿Queréis el mundo del poder?
– ¡¡¡NOOO!!!
– ¿Queréis el mundo del dinero?
– ¡¡¡NOOO!!!
– ¿Queréis el mundo del sexo?
– ¡¡¡SÍÍÍ!!!

Y allí acabó el diálogo por aquel día. Tendrá que seguir el diálogo.

Salmo

Salmo 126 – Oración del que trabaja demasiado
«Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!».
.

Gracias, Señor, por este oportuno aviso. Trabajo de¬masiado. Trabajo, porque me considero indispensable; trabajo para conseguir fama; trabajo para llenar el tiempo; trabajo para no tener que enfrentarme conmigo mismo. Y luego tapo todas esas miserias diciendo que trabajo por ti y por tu gloria y para servir a mis hermanos y hermanas en el mundo. El trabajo es para mí un vicio, sólo que lleva un nombre digno, y así puedo sentirme orgulloso de él mientras me emborracho con su droga. Me alegro, Señor, de que me hayas puesto al descubierto, denunciado mi vicio y proclamado su inutilidad. Te has reído cariñosamente de mis madrugones y mis largas horas de trabajo, y has echado abajo mi reputación con una sonrisa. Sin que nadie más se entere, Señor, pero quede claro entre tú y yo que me alegro de veras de ello, y siento mis hombros aligerados de la pesada carga que yo había puesto sobre ellos sin más ni más.

«Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas».

No es que haya que dejar de trabajar; tengo que estar en mi oficina más o menos como el centinela ha de estar en su puesto si ha de velar sobre la ciudad. Pero en realidad eres tú, Señor, quien guardas la ciudad y cons¬truyes la casa y llevas el trabajo de mi oficina, y tu pre¬sencia aligera mi carga según repartimos responsabi¬lidades y yo dejo suavemente que el peso caiga sobre ti.

Probablemente, aún seguiré madrugando por las mañanas, ya que una larga costumbre no se suprime fácilmente, pero sí tomaré ahora el trabajo con una pícara sonrisa y ánimo secretamente despreocupado. Vamos a divertimos, vamos a seguir con el juego, vamos a poner cara seria como si todo el mundo dependiera de lo que yo hago. Pero, por dentro, a reírse. El trabajo es un juego, y como juego quiero tomarlo y jugarlo sin preocupación y sin tensiones. Nada de matarme por ganar, sino disfrutar del partido amistoso, sin que importe el resultado. Sólo con eso ya me siento mejor y más descansado; y, sobre todo, más cerca de ti, Señor, y aún más a gusto con mi trabajo. ¿Sabes lo que adivino? Que ahora que aflojo las riendas y acorto las horas y tomo a la ligera el trabajo… ¡me va a salir mejor todavía!

 

Día 15
Os cuento

Avería

Se me estropeó el ordenador. Con frecuencia falla en alguna cosa, y yo creo que lo hace para darse importancia y llamar la atención. No podemos vivir sin él, y él quiere recordárnoslo con frecuencia para mantener su dignidad. También es verdad que los fallos suelen ser fáciles de arreglar con darle a unas teclas u otras, y luego con apagarlo y volverlo a encender. Son solo rabietas de adolescente inmaduro que se pasan pronto y se olvidan de inmediato.

Pero esta vez no. Ni teclas ni programas ni apagar ni encender. Se atascó y se atascó. Tuve que llamar al técnico. Le expliqué como pude la situación y le pregunté cuál sería la causa y el remedio. Él sabe mucho de ordenadores y es muy sincero. Me contestó: “No tengo ni idea de por qué pasa esto. Vamos a intentar remedios.”

Tecleó, repasó, desplegó ventanas y aventuró opciones. No, no es esto. Vamos a ver de otra manera. Otras teclas y otras ventanas. Tampoco. Más despliegues de las entrañas del ordenador. Parece mentira las cosas que lleva dentro y las cosas que pueden hacerse con él. Con tanta víscera no es extraño alguna se retuerza de vez en cuando. Pero no sabíamos cuál.

De repente se hizo la luz, se amansó la pantalla, se disciplinaron las líneas y volvió la obediencia inmediata de letras a teclas. Todo iba bien. El técnico sonrió y me hizo probar a mí para convencerme. Funcionaba a la perfección. Asunto concluido.

Le pregunté: “¿Puedes decirme ahora lo que has hecho y los pasos que has seguido para remediar el problema, y así, si vuelve a presentarse lo puedo corregir yo mismo?” Él se rió y me contestó: “Es que ni yo mismo sé lo que he hecho. Yo intento caminos y pruebo soluciones, y cuando sale, sale. Siempre acabo resolviendo el problema pero nunca hay un remedio fijo. Hay que ir probando hasta que sale. Y cada situación es distinta.”

Le di las gracias por haberme arreglado el ordenador y por la lección que me había enseñado. ¿No es así la vida? Cada problema es distinto. No tiene soluciones prefabricadas. Hay que intentar, probar, fracasar, volver, perseverar, solucionar. Y sin saber cómo ni por qué. Y sin copiar a nadie ni a nosotros mismos. Al fin todo se arregla y la vida sigue. Hasta la próxima.

Menú ecuménico

Cuando Jacqueline du Pré, la violonchelista, se enamoró de Daniel Barenboim, el pianista, hubo un problema de familia. Barenboim era judío, y la familia de Jacqueline era cristiana, lo que creó ciertos momentos tensos. Uno de ellos lo cuenta el hermano de Jacqueline, Piers:

Al final de marzo Jacqueline decidió traer a Daniel a cenar a casa. Toda la semana se nos pasó fregando y frotando hasta que toda la casa brillaba. Estábamos la mar de excitados. Mamá le había telefoneado a Jacqueline para averiguar qué le gustaba de comer a Daniel, y ella le había asegurado que le gustaban los mismos platos que a ella misma.

Mamá trabajó sin descanso para que todo estuviera perfecto. Jacqueline y Daniel llegaron a última hora de la tarde con una gran botella de vodka. Después de unas presentaciones algo nerviosas, Daniel encontró el piano de cola de mamá (que era profesora de piano), y pronto la música llenó toda la casa. Mamá estaba en su elemento. Danzaba de un lado a otro cantando. Cuando la comida estuvo lista fuimos todos al comedor y encendimos las velas. Después de los entremeses, mamá sacó con orgullo la gran fuente con la carne y la colocó ceremoniosamente en mitad de la mesa. Entre murmullos de aprobación tomó el cuchillo y se dispuso a trinchar. Dijo:

    • Ahora, vamos a ver, ¿quién querría un buen trozo de…? – Pero de repente su voz cambió de alegría a terror.
    • ¡O, no! – se ahogó. – Acabo de caer en la cuenta. Perdón. Tú no comes cerdo, ¿verdad? – Miró a Daniel y luego tristemente a la carne de cerdo que había estado preparando todo el día.
    • Claro que no como cerdo, Iris, – contestó Daniel. – ¿Qué está usted haciendo? ¿Quiere hacerme cometer un horrible pecado?

Mamá no sabía qué hacer. Daniel aguantó su mirada, ceñudo. Nadie habló ni se movió. El silencio era ensordecedor. Luego, muy despacio, Daniel dejó que una sonrisa comenzase a cambiarle la cara y dijo:

    • ¿Por qué no voy a comer cerdo, Iris? Sobre todo si está tan bien preparado. Además tengo hambre, así es que déme, por favor, una buena porción.
      Todos nos echamos a reír, y la tensión se deshizo.

Jacqueline se convirtió al judaísmo para casarse con Daniel. Nuestros padres comenzaron a recibir cartas horribles de toda clase de gente. Decían cosas como esta: “Jacqueline se condenará por toda la eternidad por haber renunciado a Jesucristo.” “Si ustedes no la paran, tendrán que responder ante Dios.” Eran cartas crueles. Les pedían que se las reenviasen a Jacqueline, pero nunca lo hicieron. Ante todo querían protegerla. Necesitaban saber algo. ¿Qué era el judaísmo? ¿Era un culto ocultista, una secta? Papá anunció un día: “Vamos a hacer lo único que hay que hacer en la duda. Llamar al párroco.”

Sigue Jacqueline: “El Reverendo Gordon Harrison, párroco de St James, vino un día a tomar el té y hablar con nosotros. Cuando le enseñamos algunas de las cartas, suspiró. Papá tenía su bloc de notas preparado para anotar todo. El pastor, alto y delicado, explicó que el judaísmo no era una secta, sino que los judíos eran el pueblo escogido por Dios entre todos los demás. Si Jacqueline se convertía, sería miembro de ese pueblo escogido, así como sus hijos. También indicó que Jesús, por supuesto, era judío. Eso tranquilizó a mi padre.”

La conversión al judaísmo requiere al menos un año de estudios de la religión y la Biblia y de celebrar todas las fiestas judías del calendario en todo el año, y algunos rabinos exigen cinco años de vivir en una familia judía antes de la conversión. Y luego, aun en el mejor de los casos, hay que esperar seis meses hasta casarse. Pero Jacqueline y Daniel, que habían ido a Israel para animar a las tropas en la Guerra de los Seis Días, fueron dispensados de todo. Todo, conversión y boda, se hizo en veinticuatro horas. Jacqueline contó como parte de la ceremonia de la conversión era el entrar completamente desnuda en una piscina por un lado, sumergirse y salir por el otro, con solo dos rabinos como testigos. Pero que en su caso, cuando salió del agua, ¡había docenas de rabinos! Escogió el nombre de la Sulamita del Cantar de los Cantares. Llegó con el pelo mojado a la boda.

(Hilary du Pré, A Genius in the Family, p. 193)

Ayuno ecuménico

El incidente del menú ecuménico me recordó a mí otro incidente semejante en mi vida en la India. Iba yo una vez andando por las calles de Ahmedabad en una tarde cuando alguien me llamó desde una ventana. Era Gautam, un alumno mío en la universidad, que no solo destacaba en mi clase de matemáticas, sino que tenía una voz maravillosa con la que en reuniones y excursiones cantaba todos los cantos del repertorio religioso o cinematográfico con un gusto exquisito. Vivía en aquella calle, me vio pasar y me llamó.

En la India se aprecia mucho que una persona que de alguna manera representa a Dios entre físicamente en una casa. Las pisadas del sacerdote santifican la morada. Aquel muchacho era hinduista pero tenía esa fe, y me acogió en su piso con verdadera alegría. Más aún, me invitó a cenar. La hospitalidad india es fabulosa. Yo no acostumbro cenar fuera, pero vi lo que aquello significaba para él, y acepté. Y aquí vino lo divertido.

Aquel día era sábado, y los sábados por la noche Gautam ayunaba. Esa clase de ayuno semanal, en un día u otro al mediodía o por la noche pero siempre fijo, es corriente en la India, y quien lo guarda lo observa a rajatabla. La familia de Gautam cenaba, pero Gautam no, y así me lo dijo. Pero luego añadió algo que me enterneció: “Yo no ceno nunca los sábados, y ya sabe usted lo estricto que es eso. Pero hoy Dios le ha traído a usted a mi casa, es usted mi huésped, y la hospitalidad exige que no solo le de yo a usted de comer sino que le haga compañía en la mesa. Voy a cenar con usted. Y ya me perdonará Dios por haber roto mi ayuno.”

Yo sabía lo que el ayuno significaba, y aprecié el gesto. No me he olvidado nunca. Recuerdo a Gautam, a su talento, a su voz, y a su gesto. Que no nos separe nunca el menú.

Sabiduría

    • ¿Hace muchos años que salisteis de la cárcel?
    • Sí, son ya muchos años.
    • ¿Y te acuerdas tú mucho de ellos?
    • Apenas, la verdad.
    • ¿Y tú?
    • Yo sigo odiando a mis carceleros.
    • Entonces tú no has salido todavía de la cárcel.
    • El Maestro me enseñó que el Buda es mi propia mente.
    • Yo tuve el mismo Maestro.
    • ¿Y qué os enseñó?
    • Que el Buda no es mi propia mente.

El árbol quería ser eterno y florecía primavera tras primavera con toda su fuerza y toda su ilusión. Hojas y flores y frutos y sombra. Pero también veía que sus hojas eran cada vez menos y sus flores menores y sus frutos escasos. Y temía por su mortalidad. Un día el jardinero le dijo:

    • Yo te puedo enseñar la manera de ser inmortal.
    • ¿Y cuál es?
    • Es algo dura para ti, pero es segura.
    • Estoy dispuesto a todo para alargar mi existencia.

El jardinero cortó el árbol. Entregó su madera al carpintero. El carpintero hizo tablones y postes. Con los tablones y los postes se construyó un puente sobre el río. Y hoy la gente sigue pasando por él.

“Si el grano de trigo no muere…”.

Los animales se quejaban de los humanos:
“Se llevan mi leche”, decía la vaca.
“Se llevan mis huevos”, decía la gallina.
“Se llevan mis carnes”, decía el cerdo.

El único que no se quejaba era el caracol. Andaba lento bajo su concha protegiendo con cuidado su andar. Y dijo: “Menos mal que yo llevo bien escondido lo que tengo y nunca se me lo podrán llevar. Yo tengo tiempo. Que no se enteren.”

Me contáis

Cité aquí hace algún tiempo un párrafo de la pastoral de los obispos de Pamplona, Tudela, Bilbao, San Sebastián, Vitoria, de este año sobre el estado de la Iglesia, y ahora alguien me envía el texto entero y voy a citar otros pasajes de los obispos que nos hacen pensar. Es un documento eclesial extraordinario por su sinceridad y claridad.

“Este documento quiere ser una lectura creyente de la noche por la que pasan nuestras iglesias. (5)

Resulta patente y preocupante la débil presencia en nuestras iglesias de jóvenes y de la generación entre los 30 y los 50 años. (7)

Entre los más jóvenes la costumbre de la Misa dominical apenas ha existido en la historia de su vida. (8)

Hay un grupo de bautizados cuyos vínculos con la fe y la Iglesia son más tenues, casi inexistentes. Muchos de ellos afirman creer en Dios. Pero su rostro no tiene trazos vigorosos para ellos. Es una especie de sol mortecino. El nombre de Dios no les es ni familiar ni movilizador. Más que creer en Dios, creen que Dios existe. Esta creencia no tiene influencia ninguna en su diario vivir. Algunos tienen de Él una imagen nebulosa y desdibujada, de rasgos apenas personales. ‘Tiene que haber Algo’ es su expresión socorrida. Otros están incluso cercanos al agnosticismo: ‘creo que existe, pero no estoy muy seguro’. Jesucristo es para ellos un personaje de una talla mental y moral excepcional pero no están muy convencidos de que sea el Hijo de Dios. Del Evangelio aprecian casi exclusivamente sus valores morales de signo humanista. El conjunto del mensaje cristiano les parece una construcción mental tejida, a lo largo de los siglos, en tormo al recuerdo de Jesús. La oración no tiene cabida en sus vidas, salvo en momentos muy críticos y angustiosos. Son católicos sin Iglesia, sin Cristo Salvador y sin Dios Padre. (9)

La fe cristiana va debilitándose implacablemente en todo el occidente europeo. He aquí un hecho unánimemente reconocido por los observadores. Todos estos países sin excepción registran un notable debilitamiento. Estamos pasando en Europa un riguroso invierno religioso y eclesial. (15)

Numerosos cristianos, incluso practicantes, ponen graves reparos ante los criterios eclesiales relativos a la moral sexual, familiar y a la ética de la vida humana. (15)

El abandono de la Eucaristía dominical por parte de muchos es palpable y cuantificable. La práctica dominical ha descendido en diez puntos a lo largo de los diez últimos años. (18)

Las encuestas detectan un 24% de nuestra juventud que se adhieren a esta respuesta: ‘Paso de Dios; no me interesa el tema; para mí, Dios no existe.’ (19)

El riesgo de que se interrumpa la cadena de la transmisión de la fe en la familia es hoy real entre nosotros. (21)

La Iglesia, como institución, está padeciendo una grave crisis. Son horas bajas las actuales para la credibilidad de la Iglesia. En los últimos años, la imagen de la Jerarquía ha sufrido un notable descenso en la escala de la valoración social. (22)

La percepción global que albergan la mayoría de los cristianos respecto de la situación de nuestra Iglesia es preferentemente pesimista. Una parte notable de nuestra gente cree que la Iglesia no va bien. Su experiencia personal, la opinión recogida en su entorno, la imagen recibida a través de la mayoría de los medios de comunicación le confirman en esa percepción. El presente es crudo; el futuro es sombrío. El pesimismo prevalece. La autoestima colectiva decrece. (35)

En tiempos no tan lejanos veíamos cómo ‘las piedras se convertían en hijos de Abrahán’. Hoy contemplamos cómo muchos hijos de Abrahán se convierten en piedras.” (43)

Salmo

Salmo 127 – Comida en familia
Es una gracia de Dios comer juntos, sentarse a la me­sa en compañía de hermanos, tomar en unidad el fruto común de nuestro trabajo, sentirse en familia y charlar y comentar y comer y beber todos juntos en la alegre intimidad del grupo unido. Comer juntos es bendición de Dios. El comedor común nos une quizá tanto como la capilla. Somos cuerpo y alma, y si aprendemos a rezar juntos y a comer juntos, tendremos ya medio camino andado hacia el necesario arte de vivir juntos.

Quiero aprender el arte de la conversación en la mesa, marco elegante de cada plato en gesto de humor y cortesía. Nada de comidas de negocios, nada de prisas, preocupaciones, sandwiches en la oficina mientras sigue el trabajo: eso es insultar a la mente y atacar al cuerpo. Cada comida tiene también su liturgia, y quiero ajus­tarme a sus rúbricas por la reverencia que le debo a mi cuerpo, objeto directo de la creación de Dios.

La buena comida es bendición bíblica a la mesa del justo. Por eso aprecio la buena comida con agrade­cimiento cristiano, para alegrar lo más terreno de nuestra existencia con el más sencillo de los placeres en su vi­sita diaria a nuestro hogar. ¿No han comparado el cielo a un banquete personas que sabían lo que decían? Si el cielo es un banquete, cada comida es un ensayo para el cielo.

Que la bendición del salmo descienda sobre todas nuestras comidas en común al rezar y dar gracias:

«Comerás el fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.

Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperi­dad de Jerusalén

todos los días de tu vida».

Día 1
Os cuento

Diez millones

Me llegó un correo muy halagador. Alguien había leído mi página Web y le había gustado. Buen comienzo. Luego venían más cosas. Era el secretario de una viuda cristiana de un jeque musulmán en Afganistán que quería dedicar su herencia a obras de caridad en la Iglesia. Creía que yo era la persona indicada para distribuir ese dinero pues mi página le había inspirado confianza. Diez millones de dólares para los más pobres. Yo debía contactar al secretario y seguir sus instrucciones. La viuda se fiaba de mí.

Mis amigos y yo nos divertimos. Otra estafa electrónica por si hubiera pocas. Esta vez con un toque personal de credibilidad trabajada con mi página Web por medio. Mis amigos me instaban a contestar para seguir divirtiéndonos ya que por ahora no se veía ningún riesgo. No había pistas. Pero el Sherlock Holmes en mí se agitó enseguida. La dirección del correo electrónico era un “yahoo.com” que podía venir de cualquier parte del mundo. El lenguaje era educado. Las citas del Evangelio correctas. Luego también había un número de teléfono. Allí hubo más suerte. El prefijo internacional nos llevó a… ¡Nigeria! Un poco raro. Una viuda cristiana de un musulmán afgano con secretario en Nigeria apelando a una dirección en España. Adelante. Habían dado el nombre del secretario, y lo metimos en Google. Salió al instante: “Nombre usado por mafias nigerianas para estafas internacionales por Internet.” ¡Vaya con la viuda! Se quedó sin mi respuesta.

Solo me he quedado con la curiosidad de saber qué hubiera pasado si yo hubiera dicho que sí. ¿Alguien quiere diez millones de dólares?

Si quieres a alguien, díselo

[Piers du Pré, hermano de la violonchelista Jacqueline du Pré, cuenta su última entrevista con su madre cuando le diagnosticaron cáncer terminal:]

Se me hacía difícil rezar por mi madre. Todo lo que podía hacer era pedir que no sufriera. Al acercarse el fin supe que tenía que estar yo a solas con ella un rato. Tenía que decirle que la quería mucho y que apreciaría siempre todo lo que había hecho por mí, todo lo que me había dado, la ilusión por la vida, el entusiasmo, la capacidad de ser yo mismo. Pero ahora estaba todo el rato rodeada de gente.

Entonces mi hermana Hilary me llamó por teléfono a la oficina para decirme que los médicos la habían instalado un dosificador automático de diamorfina. Me angustié. La diamorfina la dejaría inconsciente. Ya no volvería a ser ella misma. Yo necesitaba tener mi rato a solas con ella antes de que la droga surtiera efecto. Salí volando de la oficina y conduje como un loco hasta su casa. Llegué de un salto a su cuarto, pero ya era tarde. Estaba en la cama con una sonrisa antinatural en su rostro, los ojos acristalados y desenfocados. Traté de hablar con ella pero no se estableció la comunicación.

Pocos días más tarde, Hilary me llamó por la noche. Salté, me vestí, cogí el coche. La enfermera me dijo el desenlace estaba cercano. Mi padre le había cogido la mano a mi madre y le miraba a los ojos. Yo le cogí la otra mano. Estaba fría pero no la solté. La respiración se le hacía penosa. Yo recé por lo bajo: “Por favor, querido Padre Dios, que muera tranquila.” Cada respiración parecía la última, pero luego de repente venía otra. El único sonido en el cuarto era el ronroneo de la maldita máquina de la morfina.

Madre murió poco después del amanecer del 27 de septiembre 1985. Yo nunca tuve mi rato a solas con ella.”

(Piers du Pré, A Genius in the Family, p. 354)

El espejo

[Otra memoria de Piers, esta vez con su abuela:]

Íbamos en grupo toda la familia por el interior del teatro, y al final del pasillo había un espejo que cubría toda la pared. Todos doblamos la esquina menos la abuela. Su vista ya no era buena, y no podía distinguir que lo que se veía en el espejo de frente era su propia imagen. Al verla venir hacia sí, se apartó primero a la derecha y luego a la izquierda para hacerle sitio, y le pidió perdón a la imagen del espejo que se movía al mismo tiempo. Ella se paró, se movió rápida hacia el otro lado, volvió a moverse, pero siempre estaba la “otra” persona enfrente. La abuela se plantó y dijo con fuerza: “Usted perdone, pero estoy tratando de pasar al otro lado. ¿Puede dejarme, por favor?” Se volvió hacia la izquierda, y también se volvió la imagen. La abuela se enfadó: “Por lo visto lo encuentra usted divertido, ¿no es eso?”

Nosotros nos doblábamos de risa. “No tiene gracia”, siguió la abuela. “No sé por qué os reís. Y usted, ¿quiere dejarme el paso libre de una vez?” – “Abuela”, le dije. “Es un espejo, y te estás hablando a ti misma.” Ella miró con cuidado, se cercioró, se volvió a mí y me espetó: “Seguro que habéis puesto ese espejo a idea para confundirme, ¿no es así?”

(p. 194)

Una estantería cara

“Una ventosa tarde de diciembre unos amigos me invitaron a ir a su apartamento, el cual yo todavía no conocía. Después de recibirme calurosamente en la puerta, entré a la sala de estar y casi choqué con un enorme e imponente piano Steinway de gran cola. Se alzaba negro y reluciente, llenando por completo casi toda la habitación, como un poderoso caballo de carreras fuera de lugar. Después de pasar con mucho cuidado alrededor de aquel imponente instrumento, encontramos un sofá y unas sillas adosadas a una lejana pared y nos sentamos para tomar el té y mantener una agradable conversación.

Al cabo de veinte o treinta minutos me atreví a preguntar sobre el piano. No tenía ni idea de que ninguno de mis amigos tuviera talento para la música y deseaba saber de veras quién de los dos lo tocaba. Mi pregunta pareció avergonzarles un poco y resultó ser que ninguno de ellos había ni siquiera rozado nunca el teclado del piano. No sabían música. El único propósito del enorme instrumento era ser una elegante estantería sobre la que exhibir un montón de fotografías familiares encuadradas en marcos de plata. Nunca se abría el piano.”

(Gary Thorp, Momentos Zen, p. 77)

La leche derramada

“Constantemente entran y salen personas y objetos en nuestras vidas. El flujo de la existencia. Cuando se te cae la leche, se te rompe un vaso, se te rasga un pañuelo, te sorprendes y te enojas contigo mismo. ¿Cómo he sido tan torpe? Desearías que no hubiera sucedido. Pero, bien pensado, esos accidentes te ayudan a apreciar más las cosas que se van y a sentir la transitoriedad de la vida.

El budismo señala que todo cuanto vemos o experimentamos es impermanente y susceptible de ser afectado por la naturaleza transitoria de la existencia. Esa es la primera ley del budismo. Lo único de lo que realmente podemos depender es que todas las cosas son inestables y temporales, lo cual no es exactamente lo que a la mayoría de la gente le gustaría oír.

Los poetas de los haikus desarrollaron este aspecto transitorio de la existencia en una elevada forma de arte, intentando transmitir a través de diecisiete sílabas en tres líneas la esencia de un breve momento de su vida y congelarlo para siempre, haciendo que nosotros también pudiéramos compartirlo.

Cuando limpies la leche que has derramado o recojas los cristales del vaso roto o remiendes el pañuelo rasgado, intenta centrarte en el hecho de que las cosas no duran para siempre. Aunque se diga que vivimos en una sociedad de ‘usar y tirar’, reconocemos que algunas de las cosas que hay en nuestra vida son irreemplazables: las queridas fotografías, cartas íntimas, una imagen, un cuadro.

El budismo nos muestra que en realidad nada es reemplazable. Es decir, que todo lo es. Cada cosa en nuestra existencia es valiosa y única, tiene su propia naturaleza y espíritu. Y cada una desaparecerá a su debido momento y a su manera. Aprende a disfrutar. Y aprende a dejar. Solo cuando has apreciado totalmente puedes despedirte totalmente.”

(p. 73)

Haiku

“Todos somos haikus:
Vivimos diecisiete sílabas;
Tres líneas.” (p. 153)

(Son diecinueve sílabas.)

La tortuga

Todo el pueblo veneraba al Maestro que les había enseñado el camino de la verdad, el secreto de la vida y el misterio de la eternidad. Todos escuchaban sus enseñanzas y admiraban su doctrina. Él resolvía todos los problemas del pueblo y dirigía todas las conciencias. Todos tenían confianza en él y veneraban su sabiduría.Un día les asaltó una pequeña curiosidad y, ya que él les había resuelto todos los grandes enigmas de la vida y de la muerte, fueron a preguntarle algo más sencillo pero que les tenía un poco intrigados a todos.

– Maestro, en el lago junto a nuestro pueblo hay una tortuga que solo muy de cuando en cuando saca la cabeza del agua y debe ser muy vieja. ¿Puede usted decirnos qué edad tendrá?
– Sí. Esa tortuga saca la cabeza una vez cada quinientos años, y yo le he visto sacar la cabeza cuatro veces, de modo que al menos tiene dos mil años.
– ¿Cómo quiere usted que le creamos una cosa tan absurda?
– Si me creéis cuando os digo cosas mucho más difíciles sobre la vida y la eternidad, ¿por qué no me creéis ahora en esto que es mucho más fácil?

Yo creo que el Maestro estaba esperando esa ocasión para abrirles de veras los ojos a todos y reírse un poco con ellos. No sé si le entendieron. A mí me encanta su sabiduría.

El Espantapájaros

Los campos de Hori estaban rebosantes de trigo. La mies dorada estaba lista para la guadaña. Era un gran día para Hori y su familia. Todos tenían ganas de llegar a los campos lo antes posible y empezar la siega. Él había colocado un Espantapájaros en mitad de los campos para proteger al trigo de los pájaros. Pero al acercarse vio de lejos que alguien estaba cortando la mies con una guadaña. Podía oír el silbido de la guadaña al cortar el aire y segar las espigas. Un miedo indefinido se apoderó de él.

“¿Quién eres tú, bastardo?”, gritó Hori envalentonándose. “¿Por qué no me contestas?” Y agitó su propia guadaña hacia el extraño. De repente algo como un esqueleto se levantó al otro lado de los campos. Una sonrisa se dibujó en el rostro del aparecido que los miraba a todos. Entonces oyeron su voz: “¡Soy yo, el Espantapájaros!” Y agitó su guadaña en el aire. Todos se asustaron y palidecieron. Se quedaron inmóviles sin saber qué hacer. No sabían si estaban vivos o muertos hasta que Hori habló:

“¿Cómo te atreves a hablar tú que no eres más que un Espantapájaros? Yo te hice con mis propias manos para que protegieses la mies. Yo junté unos palos de bambú y les puse encima las ropas del señor inglés, esas ropas raras y ridículas que él le dio a mi padre en despedida cuando se marchó. Tu cara la hice con una vasija rota de barro que había en mi casa, la pinté y le puse el sombrero del inglés encima. Tú eres un esqueleto de bambú sin vida, ¿cómo te atreves a cortar mi cosecha?”

El Espantapájaros seguía sonriendo como si la perorata de Hori no le hubiera causado la menor impresión. Cuando Hori se acercó vio que el Espantapájaros había cortado ya una cuarta parte de la mies. Estaba de pie sobre las gavillas, apoyado en la guadaña y sonriendo. A Hori le volvió loco el verlo así. Se acercó a él y le dio un empujón. Pero el Espantapájaros no se movió de su sitio, mientras que Hori rebotó en él y se cayó de espaldas al suelo.

“Con que te crees que eres más fuerte que yo, ¿no, Espantapájaros? Tú que eres una pura creación de mis manos. Yo te hice sólo para que espantases a los pájaros con tu figura. ¿Quién te ha dado vida?”

“Yo mismo me la di. El día en que tú cortaste la caña de bambú para hacer mi esqueleto y trajiste las ropas extrañas del señor inglés para vestirme y me pintaste los ojos, la boca, la nariz y las orejas en esa vasija rota de barro – ese mismo día la vida irrumpió a través de todo ese material. Yo soy la suma total de todos esos elementos, y he estado aquí aguardando pacientemente a que madurara la mies. No he hecho nada malo. Cuando ha llegado el momento, he segado mi parte, y eso es lo que ves. No hay por qué enfadarse.”

“No, no voy a permitir eso. Esto es una conspiración contra mí. No acepto el que digas estar vivo. Es una pura imaginación. No te permitiré tomar ni una sola hierba de aquí. Tú eres un puro Espantapájaros y no estás vivo.”

“Ahora escúchame. ¿Quién es el Espantapájaros, tú o yo? ¿En qué sentido estás tú más vivo que yo? Tu vida es puro aburrimiento, repetición, condicionamiento, rutina. Te han impuesto a ti hábitos y costumbres como tú me impusiste a mí las ropas del inglés, y te han fijado esa sonrisa en los labios como tú me pintaste una sonrisa en los míos. Tú eres un Espantapájaros hecho por la sociedad como yo soy un Espantapájaros hecho por tus manos. El campo es de los dos.”

El Espantapájaros siguió segando la mies en su parte del campo mientras Hori sonrió… con la sonrisa del Espantapájaros.

(El Espantapájaros, por Surendra Prakash, abreviado.)

Me contáis

Veo que a algunos os ha preocupado la pastoral de los obispos que cité la vez pasada. Os honra la preocupación, pero os animará también ver la honradez y claridad con que hablan. El último cuarto de siglo no ha ido bien para la Iglesia, pero el hecho de que caigamos en la cuenta y lo digamos es también señal de que las cosas pueden ir mejor. Para eso he puesto el cuento del espantapájaros. Y el de la tortuga. Para que nos sacudan un poquito y nos hagan pensar.

Salmo

Salmo 128 – Mis enemigos
Me resulta duro admitirlo, aun ante mí mismo, pero es un hecho que no puedo seguir pasando por alto, y ha¬ré bien en confesármelo a mí mismo: tengo enemigos. Hay personas a las que no agrado, personas que se me oponen, personas que tratan de poner obstáculos a mi trabajo y estropear mis éxitos. Hay personas que me critican a mis espaldas, que se alegran cuando fracaso y se entristecen cuando las cosas me salen bien. No es que yo tenga manía persecutoria, sino que simplemente veo y admito esta desagradable realidad. No les gusto a to¬dos, y a mí me conviene saberlo.

« ¡Cuánta guerra me han hecho desde mi juventud!
En mis espaldas metieron el arado, alargaron los surcos».

La imagen es brutal, pero la realidad no es menos inhumana. Araron mi espalda como el labrador ara sus campos con una hoja de acero. Llevo las cicatrices del odio en los tejidos del alma. Y quiero llegar a aceptar la realidad de los sufrimientos que me han causado otros, sin que yo sienta enemistad personal o amargura interna por la conducta enemiga de seres a los que llamo her¬manos.

No pienso en ellos hoy, sino en mí mismo. El hecho de tener enemigos me humilla. Yo creía ser una persona de primera, creía ser atractivo y agradable a todos. Y resulta que no lo soy. No lo digo para culpar a nadie, y menos a mí mismo, sino simplemente para hacer constar el hecho y derivar de él la humildad que me corresponde. No les gusto a todos. Lástima, pero así es. Acepto la carga y aprendo la lección.

Lo interesante es que puedo aprender más cosas sobre mí mismo de mis enemigos que de mis amigos. Los que me quieren bien me halagan con su afecto y su aprecio, mientras que aquellos que se me oponen me revelan mis puntos flacos con sus críticas y sus ataques. Si me fijo en los mensajes ocultos tras la oposición que encuentro en mi trabajo, puedo aprender a conocerme mejor que con muchas horas de autoexamen.

El conocimiento propio es un tesoro, y el mejor sitio para encontrarlo es la crítica de mis adversarios. No trato de justificar la penosa situación que sufro, sino de sacar de ella un valioso fruto para mi alma. Quiero avanzar en el conocimiento propio estudiando las reacciones que mi conducta provoca en los demás, no ya la reacción favo¬rable de mis amigos, sino, con mayor interés, la des¬favorable de mis enemigos.

Gracias, Señor, por los que se me oponen. Me están ayudando a conocerme mejor.

 

Día 15
Os cuento

Proporción de uno a once

He leído que en una entrevista a un trabajador le preguntaban: “¿Cómo ve usted la vida?” Y él contestó: “Once meses al año trabajando para tener un mes de vacaciones disfrutando.” Me dolió. Comprendo que el trabajo puede no ser agradable, que es cansado un trabajo físico repetido todos los días, que quizá los que trabajamos con comodidad sentados ante una mesa no nos hacemos cargo de la tensión y frustración que pueden suponer el trabajar al aire libre en un andamio.

Todo eso es verdad. Pero el ver a la vida, desde donde sea, en proporción de uno a once entre gozo y pena es triste. Y lo más triste es que quienes tienen también un trabajo cómodo y reposado tampoco lo viven siempre a gusto y sufren a veces por la tensión entre el trabajo que no les gusta y la diversión que les gusta. También en despachos elegantes hay depresiones laborales. Seis días contra un domingo, o cinco contra un fin de semana. Siempre es una proporción débil. Siempre hace daño. No se puede polarizar a la vida.

El secreto de la vida es encontrarse a gusto con ella a cada momento, aceptar la realidad tal y como es, vivir el presente. El vivir para un fin de semana destroza la semana. Si no disfruto del lunes y del martes tampoco voy a disfrutar del sábado y el domingo. Haz lo que haces. Vive lo que vives. Entrar y salir.

Once meses soñando en las vacaciones. ¿No será eso también un peligro para que luego se estropeen las vacaciones?

Leyenda hebrea

Noé les contó sus planes ante el diluvio a sus tres hijos, Sen, Cam y Jafet. Sen tenía muchos árboles en sus campos, y decidió cortarlos enseguida y vendérselos a su padre para que construyera el arca. Con el dinero se pasó unos buenos días de juerga por las viñas, que ya sabemos que eso le gustaba. Cam cortó también sus árboles para tener una buena calefacción de leña en su casa los días antes del diluvio. Jafet dejó a sus árboles tal y como estaban. No sabía bien lo que les iba a pasar, pero confiaba en que la naturaleza que los había hecho crecer, se cuidaría de ellos a su manera. Y cuando llegó el momento se metieron todos en el arca.

Cuando pasó el diluvio, Jafet volvió a sus campos. Los árboles estaban un poco sucios con tanto barro, pero las aguas habían fertilizado las tierras y en poco tiempo los árboles adquirieron nueva vida, hojas limpias, flores esplendorosas, hermosos frutos. Jafet les vendió frutos a Sen y a Cam y prosperó como agricultor. Hay que fiarse hasta del diluvio.

Leyenda india

Kanappa era un cazador en las regiones montañosas del sur de la India que se gloriaba en su fuerza y su puntería y vivía él y toda su tribu de las presas que cazaba cada día. No creía en Dios y no entraba nunca en un templo y solo se fiaba de su brazo y de sus flechas.

Al avanzar en edad ya no tenía tantas fuerzas como cuando era joven, y a veces se le hacía difícil cargar con los cuerpos de los animales que mataba. Un día logró tantas presas que al volver cargado con ellas le pesaban tanto que apenas podía andar. Pero luego notó una cosa extraña. Al pasar delante de una montaña en el camino se le aligeraba cada vez más el peso y podía caminar con facilidad, mientras que al alejarse de la montaña la carga se le volvía a hacer pesada y apenas podía avanzar. Entonces decidió dejar la carga en el suelo y acercarse a investigar qué había en aquella montaña.

Llegó al pie del monte, subió por su ladera, atravesó los bosques que lo cubrían y al fin llegó a la cumbre. En la cumbre se encontraba un templo de Shiva, abandonado y cubierto de maleza. El cazador entendió. De allí venía la fuerza que él había experimentado. Limpió la maleza, restauró el templo, invocó el nombre de Dios. Y le volvieron sus fuerzas.

Creyente y practicante

[Peter Ustinov cuenta:]

No hay pescado que sepa como el pez que tú pescas. Es mi experiencia en mi barco, Nitchevo, que es mi inspiración en mis días buenos, mi salvación en los malos. El capitán que con él vino, José Pérez Jiménez, es parte de él. Estaba a bordo cuando yo compré el barco, y hemos envejecido juntos. Su mujer, Carmen, es una rubia belleza española tocada de melancolía y humor, que navega con nosotros y es la que nos cocina los peces que pescamos.

José tiene la nariz aguileña de un torero, y les habría inspirado confianza a los navegantes del siglo de oro de España. Su pasión por el mar vibra en su austero silencio como el de un monje para su Dios, y su anarquía controlada es totalmente y exclusivamente española. La respuesta de Salvador Dalí cuando le preguntaron si creía en Dios encajaría perfectamente con su actitud tan española: “Soy practicante pero no creyente.” Aunque muchos lo dicen al revés: “Soy creyente pero no practicante.” Probablemente las dos cosas significan lo mismo.

Él había leído en la Guía Baedeker que la isla de Mikonos tenía algo así como trescientas iglesias y capillas para una población de dos mil habitantes, y volviéndose hacia mí como un grande de España y señalando la oscura niebla que se cernía sobre la isla, sentenció: “Tantas iglesias, y tan poca luz.”

(Peter Ustinov, Dear Me, p. 290)

Pregunta

– Maestro, ¿cómo es que aceptáis a unos para ser discípulos vuestros y darles el conocimiento espiritual, y a otros no?
– Eso lo deciden ellos mismos.
– ¿Cómo es eso?
– Tú ya lo has decidido.

Juventud

”Melania”, entró mi hija Natasha diciéndole a una amiguita cuando ambas cumplían cuatro años y pasaban saltando por mi biblioteca, “te presento a mi papá. Tiene cien años de edad.” Envejecemos a ritmos distintos.

(Carlos Fuentes, En esto creo, p. 117)

De pequeños. y de mayores

“Al terminar la escuela primaria de mi pueblo, mi hermano Pancho me llevó a La Plata para completar mis estudios. Muchas veces lloré durante la noche en esa ciudad que luego llegó a estar tan entrañablemente unida a mi destino. En los penosos días que precedieron al comienzo de las clases, tuve uno de los dolores más grandes. Me había llevado al bosque una paletita de lata, una humilde imitación de la paleta de un pintor, comprada por mi hermano en la ferretería del pueblo. Tenía pastillas de acuarelas que para mí eran un tesoro, con las que copiaba láminas de almanaques. Recuerdo una troika en la nieve de una Rusia lejana y misteriosa.

Pregunté cómo ir hasta el famoso bosque de La Plata y allí me fui con las acuarelas, un frasco con agua, un par de pinceles y un cuaderno de hojas blancas. Me senté en el pasto entre los enormes eucaliptos y empecé a pintar uno de esos troncos descascarados, con sus cambiantes matices de verdes, ocres y marrones, imbricados de una manera que me conmovía. Todo era plácido en aquella mañana y, por el poder de la belleza, había olvidado mi melancolía.

De pronto se produjo un cataclismo: yo tenía menos de doce años y estaba solo, en una ciudad desconocida, cuando sorpresivamente apareció un grupo de muchachotes, de unos quince años, que riéndose de mí, me arrebataron la paleta, pisotearon las humildes pastillas de acuarela, me rompieron los pinceles y arrojaron lejos la botellita con agua; riéndose, hasta que se fueron.

Durante un tiempo que me pareció infinito, yo permanecí sentado en el césped, mientras me caían las lágrimas. Luego logré levantarme y volví lentamente hacia mi pensión, pero me perdí y tuve que preguntar varias veces dónde estaba mi calle.

Cuando por fin llegué, entré en mi cuartito y permanecí todo el día en la cama. Tiritaba como si tuviese fiebre, o quizá la tuve.”

(Ernesto Sabato, Antes del fin, p. 37)

Más escenas de infancia

[Una página del diario de una niña china. No es ficción.]

“Esta tarde quiero escribir mi diario, pero no encuentro mi bolígrafo. Pregunto a mis hermanos, pero no saben dónde está. Lo busco en el sitio donde estuve escribiendo mi diario al día anterior y tampoco aparece. Se lo pregunto a mi madre. Me responde que ayer vio que me había dejado mi cuaderno y mi bolígrafo sobre la cama y, como tenía miedo de que los perdiese, los guardó en un cajón. Pero sigo sin encontrar el bolígrafo. Tengo el corazón destrozado.

A lo mejor podéis pensar: ‘¿Qué más da? ¡Sólo es un bolígrafo! ¿Cómo te puede causar tanta tristeza?’ ¡Si supierais cuánto he tenido que sufrir para conseguir este boli! Estuve ahorrando de mi paga durante dos semestres. Algunos de mis camaradas tenían dos o tres bolígrafos, pero yo no tenía ninguno y no pude resistir la tentación de comprarme uno.

Mis dificultades para obtener este bolígrafo son el reflejo de todas nuestras dificultades. Mi madre me dio dinero para que comprara pan. Llevaba días comiendo únicamente arroz amarillo. Preferí pasar hambre y ahorrar, y así pude comprar el bolígrafo. ¡Lo que me hizo sufrir ese bolígrafo!

Mi querido bolígrafo me dio un sentimiento de fuerza, me hizo entender la diferencia entre una vida feliz y una vida triste. Cada vez que lo veía era como si viera a mi madre. Como si ella misma me animara a estudiar más para ingresar en el colegio de niñas. Pero he defraudado a mi madre, soy un peso inútil. Llevo en la escuela una vida que no vale la pena vivir Ni siquiera he conseguido ingresar en el colegio de niñas. ¿Para qué vivir?

Pero tengo confianza. Tengo que triunfar, es imprescindible. Encontraré un buen trabajo y seré feliz.”

(Pierre Haski, El diario de Ma Yan, p. 109)

Hasta morir

”Hay un joven al que siempre recuerdo cuando vuelvo imaginariamente a los días de trabajo en la estación de tren de Calcuta. Se encontraba al final de un andén, recostado en el suelo, desnudo. Debía tener trece años de edad. Estaba tan delgado que se le marcaban perfectamente cada una de las costillas. Respiraba con dificultad. Las comisuras de los labios resecas, ajadas; la boca bien abierta, como si intentara coger la mayor cantidad de aire posible. Era evidente que estaba enfermo de tuberculosis, pero en un estado tan avanzado que difícilmente podría recuperarse.

Lo recogí con la ayuda de Concha, una voluntaria española. Lo pusimos en una camilla y lo llevamos hasta un taxi. Yo iba en el asiento trasero junto al joven, tomándolo de la mano, y Concha viajaba delante, junto al conductor. Apenas el joven sintió que alguien se estaba preocupando por él, que no terminaría sus días solo, entre los viajeros, los vendedores ambulantes y los perros sarnosos de la estacón de tren, cerró los ojos, sonrió levemente y se dejó morir.”

(Hernán Zin, La libertad del compromiso, p. 107)

Me contáis

Me preguntáis mucho sobre la oración, y os honra la pregunta. Es el alimento de nuestra vida. Lo que pasa es que he escrito un libro entero sobre ella, «Cuéntame cómo rezas», y me tienta el citarme a mí mismo. Cedo a la tentación para decir algo que me han provocado vuestras consultas y que con frecuencia me encuentro con ganas de decir:»Salía yo a dar una conferencia a religiosos y religiosas sobre la oración. Bajaba en el ascensor, cuando éste se atascó en un piso, y ni se abría la puerta, ni bajaba ni subía. Apreté el botón de emergencia, sonó una alarma y me rescataron. Le dije al encargado:

– Se me atascó el ascensor al bajar.
– ¿En qué piso?
– En el cuarto.
– Sí, es en el cuarto en el que se atasca.

Salí dispuesto a no volver a tomar el ascensor, y pensé cómo comenzar mi charla. Entonces caí en la cuenta de que el ascensor me había dado la idea. «No te atasques en el cuarto piso.» Todos empezamos, todos seguimos, todos llegamos al cuarto piso., y todos nos atascamos por allí, y ni hacia delante ni hacia atrás. Hay más pisos en el edificio, más «moradas» en el Castillo Interior de santa Teresa, más intimidades en Dios y más misterios en la vida.

La oración nos ha de resultar agradable por lo que es en sí misma, que es el trato con Dios, y por lo nos supone para nosotros que es el sustento de nuestra vida. Sé que en la oración hay luces y sombras; sé, como hijo de Ignacio, que hay «consolación» y «desolación», y como enamorado desde joven de san Juan de la Cruz, que hay noches oscuras de los sentidos y del alma misma, y que la oración es prueba y la vida es larga, y el novio con frecuencia se hace esperar.

Todo eso es verdad y es bien sabido. Pero si alguien piensa que la oración ha de ser dificultosa y penosa, no estoy de acuerdo con él. Al contrario, creo que la primera norma en la oración y su primer principio es que, aparte de ratos o temporadas de oscuridades necesarias, la oración ha de ser agradable y alegre: y si no lo es, ni es oración ni va a durar mucho. La oración es amistad con Dios, y si la amistad se hace una carga, deja de ser amistad, y pronto acabarán los encuentros. Pasarlo bien en la oración es el secreto para perseverar en ella.» (p. 11)

Salmo

Salmo 129 – Desde lo más profundo
«Desde lo más profundo grito hacia ti, Señor».

Sea cual sea la oración que yo haga, Señor, quiero que vaya siempre precedida por este verso: «Desde lo más profundo». Siempre que rezo, voy en serio, Señor, y mi oración brota de lo más profundo de mi ser, de la realidad de mi experiencia y de la urgencia de mi salvación. Siempre que rezo, lo hago con toda mi alma, pongo toda mi fuerza en cada palabra, toda mi vida en cada petición. Cada oración que hago es el aliento de mi alma, el latir de mi corazón, el testamento de mi existencia. En ella van mi derecho a vivir y mi esperanza de eternidad.

Voy de veras cuando rezo, Señor; no se trata de mera costumbre, rutina, necesidad de guardar las apariencias o de dar buen ejemplo; no es eso lo que me hace buscar tu presencia y caer de rodillas ante ti. Es la necesidad de ser yo mismo, en toda la pobreza de mi ser y la grandeza de mi esperanza, la que me lleva a ti, porque sólo ante ti en oración es como puedo encontrarme a mí mismo. Por eso rezo, Señor.

Conozco mi indignidad, Señor, conozco mi miseria, conozco mi pecado. Pero también conozco la prontitud de tu perdón y la generosidad de tu gracia, y eso me hace esperar tu visita con un deseo que me brota también de lo más profundo de mi ser.

«Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora».

Observa mi interés, Señor, comprueba mi ansiedad. Te necesito como el centinela necesita la aurora, como la tierra necesita el sol. Te necesito como el alma necesita a su Creador. Cuando rezo, rezo con toda el alma, porque sé que tú lo eres todo para mí y que la oración es lo que me une a ti un vínculo existencial y diario. Por eso rezo, Señor.

Y hoy rezo en especial por mis rezos, oro por mis oraciones. Quiero realzar ante mí y ante ti su sentido y su importancia. Rezo para que cada oración mía siga saliendo de lo más profundo de mi ser, y para que tú sigas viendo en cada petición mía una petición en la que va toda mi vida y todo mi ser

«Desde lo más profundo grito hacia ti, Señor».

Día 1
Os cuento

Museo de antigüedades

Visitaba yo el museo de objetos antiguos más grande de la India. Vasos, calderas, lámparas, imágenes. Algunos, nos contaba el guía, tenían mil años. Objetos sencillos de uso diario. Objetos de cocina, objetos de culto, los alicates afilados que cortan la indispensable nuez de areca o las vasijas de traer agua del pozo con bordes anatómicamente contorneados a la cintura de la mujer que los lleva. Distintas de las vasijas de la leche que tienen la boca más ancha para dar espacio a dos ubres de la vaca al ordeñar. Cientos de ellas.

¡Cuánta historia en esas curvas, cuántas familias en esos marcos, cuántos recuerdos en esas arcas! Cuántas manos se habrán cerrado sobre el mango de ese cuchillo, en cuántas bocas habrá entrado esa cuchara, cuántos rincones habrá iluminado esa lamparilla de aceite. Mil años. Se sentía todo el recinto palpitar con el rumor de las conversaciones, el calor de los encuentros, el secreto de las confidencias. Historia lenta y sentida de todo un pueblo.

¿Qué quedará de nuestros cubiertos de plástico, nuestros platos de cartón, nuestros circuitos de silicona? Se acabó la historia larga, la tradición vivida, la huella del tiempo. Ahora todo viene y todo va. Vivimos sin historia y morimos sin herencia. Usar y tirar.

En el museo había un objeto único: una custodia tradicional para la exposición del Santísimo Sacramento en una iglesia católica. Entre Shivas danzando y Vishnus bendiciendo, entre Budas y Krishnas, entre lámparas y candelabros estaba el objeto cristiano con sus rayos de sol emanando del centro eucarístico para la luz y el amor. Quién sabe de qué iglesia, de qué siglo, de qué expolio, de qué desguace, de qué accidente de la historia procedía el objeto sagrado. Pero allí estaba la sagrada custodia, antigua, digna, noble, cargada de fe, y encuadrada en el ambiente extraño y cercano. El guía señaló: “El Señor Jesús.” Lo dijo bien.

Los pendientes de jade

“Mi padre tenía un par de bonitos gemelos de jade que había traído de Singapur. Un día le dije:

– Papá, tú no usas esos gemelos. ¿Por qué no me los das a mí?
– ¿Y se puede saber, querida hija mía, qué harías tú con ellos?
– Me haría unos pendientes.
– No seas tonta, Suma. No quedarán bien como pendientes. Y no vas a encontrar a un joyero que quiera perder el tiempo transformando unos gemelos en pendientes.
– Eso me toca a mí.

Mi padre me dio los gemelos. Yo pregunté a un par de joyeros en Madrás pero no les interesó. Una amiga me sugirió mirara en el barrio de Mylapore, y un sábado por la mañana encontré a un viejo joyero en una callejuela de Mylapore que se mostró dispuesto a hacer el trabajo.

Lo hizo tan bellamente que yo estaba en las nubes de contenta. Y lo mejor fue que mi mismo padre estuvo de acuerdo en que los gemelos habían quedado magníficos como pendientes.

Dos años más tarde iba yo un día por una calle de Mylapore con una compañera de universidad y llevaba los pendientes de jade. Nos habíamos parado a ver un escaparate cuando de repente noté que alguien me estaba tocando la oreja izquierda. Me llevé un susto y me aparté y miré. Era el viejo joyero que estaba examinando el pendiente. Se sonrió y me dijo: ‘No te enfades. Sólo estaba mirando si mis pendientes habían quedado bien.’ Y siguió su camino.

Se lo conté a mi padre aquella tarde, y él me dijo: ‘Eso es lo que se llama un buen perfeccionista. Me gustaría conocerlo.’ El sábado siguiente fuimos y lo buscamos. Pero nos dijeron que aquella semana había cerrado la tienda y se había vuelto a su pueblo.

Aquella noche mi padre nos llamó a mi hermano Romesh y a mí a su despacho. Le contó a Romesh el episodio del joyero y añadió: ‘Eso es lo que os he estado tratando de enseñar toda la vida a vosotros dos. La excelencia en todo lo que hacéis. Si algo merece la pena hacerse, merece la pena hacerse bien.’ La lección me quedó de por vida. Más valiosa aún que los pendientes.”

(Sumangali Chettur, Tea with Pandit Nehru, p. 124)

La voz delata

[Ved Mehta es un escritor indio, ciego casi de nacimiento, y quizá por eso tiene más valor la voz para él.]“Traté de recordar todo lo que había sabido de pequeño de mi tía Rasil. Yo era probablemente el único en toda la familia que no había sentido nunca ninguna simpatía por ella, y creo que eso tenía algo que ver con su voz, nasal, aguda, desagradable. Le dije a mi padre:

– Nunca quise a la tía Rasil. Su voz me desencajaba. Siempre he creído que hay una relación entre la voz y el carácter de la persona, aunque también os he oído a vosotros decir que la tía Rasil era una de las mujeres más bellas de todo el Punjab. Claro que yo no pude ver nunca su rostro, pero su voz me resultaba muy desagradable siempre.
– Su voz sería un resto de la pobre muchacha que había sido de pequeña en su pueblo en las montañas de Simla que se le quedó cuando se convirtió en una persona rica. Pero ese era su único defecto. Su belleza era extraordinaria.
– Yo lo único que recuerdo de ella es que tenía una voz como la de la bruja en un programa de radio para niños que yo escuchaba de pequeño. Por eso yo la tenía por bruja.
– Debió causarte mucha impresión si tanto la recuerdas.
– Es que yo, no sé por qué, pero siempre pensé que ella era muy importante para ti. Ahora no sé si es que te embrujó a ti… de alguna manera.

Bueno, bueno, hijo mío. No seas injusto con ella o conmigo.

Yo pensé que me había pasado un poco. No tenía derecho yo a juzgar a mi padre. Pero me dominaba la curiosidad y me mortificaba el haber sido tan inocente y no haber caído en la cuenta a pesar de tantas señales, y seguí:

– Querría saber más, pero eres tú quien decides si quieres contármelo o no.
– Sí, sí. Algo has adivinado y no puedo ocultártelo. Pero prométeme que nunca lo hablarás con tu madre mientras ella y yo vivamos.
– Jamás pensaría yo en contar tales cosas.
– Cuando tu madre y yo ya no estemos, haz lo que quieras.

Mi padre y mi tía habían sido amantes. Mi padre me lo contó todo. Mi madre también lo sabía. Pero los hindúes nos llevamos nuestros secretos de familia al crematorio. Yo lo he contado para exorcizar esa memoria de mi vida. Al menos me explicó mi recuerdo de la voz de mi tía. Voz de bruja. Era la amante de mi padre. La voz delata.”

(Ved Mehta, The Red Letters, p. 44)

El ciego y el maestro

Un ciego habló del Maestro Bankei (1622-1693) y dijo lo mejor que de él sabía decir:

“Soy ciego y no puedo ver el rostro de aquel con quien hablo. Debo, pues, juzgar su sinceridad por su voz. Mi experiencia es que cuando oigo a alguien felicitar a un amigo por su éxito, noto un dejo de envidia en su voz y cuando escucho pésames en sociedad, percibo también una nota secreta de placer.

Pero eso no me sucede con Bankei. Cuando expresa alegría sólo hay alegría en su voz; y cuando expresa tristeza sólo es tristeza lo que escucho.”

Comento:

“Mi voz se forma en las entrañas de mi conciencia, surge a través de redes y tejidos, de diafragma y pulmones, de tensión y volumen, y se hace lenguaje inteligible en el milagro vocal de la encrucijada palpitante que es mi garganta. En esa voz está todo lo que yo soy, y ella me identifica con exactitud de huella dactilar ante la máquina futurista de ciencia ficción, y ante los oídos afinados del sabio invidente.

Mi voz delata mi estado de ánimo. Y me gusta saberlo, para aprender a modularla. Al oír mi propia voz caigo ahora en la cuenta de lo que tiene de falsa, de hueca, de cumplido engañoso o de etiqueta ensayada. Digo una cosa cuando siento otra, y las palabras son cumplidas porque van censuradas, pero la voz escapa toda censura y tiembla con la mentira oculta del semitono traicionero.

Quiero escuchar mi propia voz para analizar mi conciencia, tamizar mis sentimientos, afinar mi pesar. Quiero oírme hablar para saber cómo suena mi voz, cómo vibran mis vocales, cómo se articulan mis frases. Quiero detectar las disonancias afectivas entre lo que siento y lo que digo. Quiero eliminar todo rastro de divergencia entre el sentir de mis entrañas y el sonido de mi voz. Quiero cantar con voz llena el aria de mi vida, sin que le quede la menor duda ni a mí ni a nadie de que siento lo que pienso y digo lo que siento. Que la voz sea verdad para que la vida sea testimonio.”

(Y la mariposa dijo… p. 62)

Sin palabras

“En una ocasión, en el invierno de 1981, mientras caminaba con mi mujer por las calles de Praga, vimos a un niño dibujando los edificios que tenía a su alrededor. Uno de sus dibujos me gustó y decidí comprarlo. Cuando extendí la mano con el dinero, me di cuenta de que el niño no llevaba guantes, a pesar de la temperatura de 5 grados bajo cero.

“¿Por qué no llevas guantes?”, le pregunté. “Para poder agarrar bien el lápiz”, me contestó. Y empezó a contarme que adoraba Praga en invierno, ya que era la mejor estación para dibujar la ciudad. Se puso tan contento con la compra, que decidió hacer un retrato de mi mujer, sin cobrarle nada a cambio.

Mientras esperaba que terminara el dibujo, me di cuenta de que había sucedido algo muy extraño: Habíamos estado hablando durante casi cinco minutos, sin que ninguno supiese hablar la lengua del otro. Nos entendíamos sólo a base de gestos, risas, expresiones faciales y la voluntad de compartir algo.

La simple voluntad de compartir algo hizo que consiguiéramos entrar en el mundo del lenguaje sin palabras, donde todo es siempre claro y no existe el menor riesgo de ser mal interpretado.”

(Paulo Coelho)

Me contáis

Con frecuencia me preguntáis sobre el sentido de los cuentos Zen que a mí tanto me gustan, y varios me habéis preguntado por el de la tortuga que conté en noviembre. A mí me gustan esos cuentos porque me sacuden la mente, me sacan de la rutina, me abren horizontes que no conocía en mi vida, me dejan –como a vosotros– con la sensación de no haber entendido nada y sin embargo de haber tocado con las puntas de los dedos algo muy importante que algún día se me revelará del todo. Y entre tanto me dejan el humor, la intriga, las cosquillas, la curiosidad, la travesura, la aventura de adentrarme por donde no entiendo y de perderme por donde se llega a la luz.Voy a contar tres de los que más me sacuden, y los dos primeros ya los que contado alguna vez aquí, no así el tercero.

– La peregrinación ha sido maravillosa, Maestro.
– ¿Por qué ha sido tan maravillosa, hijo mío?
– Porque he visto la estatua del Buda mayor del mundo.
– Entonces debes ser muy fuerte.
– ¿Por qué decís eso, Maestro?
– Porque veo que todavía la llevas sobre los hombros.

– Maestro, ¿cuál es la diferencia entre iluminación y liberación?
– Que una es sólo temporal, mientras que la otra dura para siempre.
– ¿Y cuál es la que dura para siempre?
– Ah, eso no lo sé.

– Maestro, ¿podéis indicarme la dirección del camino de la Verdad?
– Sí. El Norte… o el Sur.
– ¿Podríais ser un poco más concreto, Maestro?
– Sí, sí, claro. El Este… o el Oeste.
– Gracias, Maestro.

Invito preguntas.

Salmo

Salmo 130 – Plegaria del intelectual
Demasiadas palabras, Señor, demasiadas ideas. Hasta la oración he traído el peso de mis razonamientos, la carga irracional de la razón. Tengo el vicio del silogismo, soy esclavo de la razón y víctima del intelectualismo. Enturbio mis oraciones con mis cálculos y emboto el filo de mis peticiones con la verborrea de mis discursos. Reconozco mi defecto y quiero volver a la sencillez y a la inocencia del niño que todavía vive en mí. Eso me da alegría.

«Mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas que superan mi capacidad,
sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre».

Acallo mis deseos, Señor. Acallo mi mente, mis con­ceptos, mis conocimientos, mis teorías, mis elucubra­ciones. He pensado tanto, tantísimo, en mi vida que del entendimiento que me diste para encontrarte he hecho un obstáculo que no me deja verte. Me doy por vencido, Señor. Doma mi razón y refrena mi pensamiento. Acalla mi entendimiento y pacifica mi mente. Acaba con el ruido de mi alma que no me deja oír tu voz dentro de mí.

Déjame descansar en tus brazos, Señor, como un niño en brazos de su madre. ¡Cuánto me dice esa imagen! Cierro los ojos, desato los nervios, siento el cálido tacto, el cariño, la protección, y me quedo dormido en plena sencillez y confianza. Esa es la oración que mayor bien me hace, Señor.

 

Día 15
Os cuento

¡Gloria a Dios en las alturas!

Cuentan que un Ángel, la noche de la primera Navidad, iba a ir en el grupo de ángeles que les cantaron a media noche en el campo a los pastores el “Gloria a Dios en las alturas…”, pero se retrasó, y como el tiempo de la tierra pasa muy deprisa comparado con la eterna tranquilidad del cielo, para cuando llegó a Belén se encontró con que la Sagrada Familia ya no estaba allí, y sus compañeros del coro angélico tampoco aparecían por ninguna parte.

En cambio se encontró en Belén con algo que no esperaba. Todo el mundo estaba llorando, en cada casa había luto, las calles estaban teñidas de sangre, la risa de los niños pequeños había desaparecido del pueblo. ¿Qué habría sucedido? ¿Cómo podía ser que el sitio donde él venía a cantar alegría estaba sumido en tanta tristeza? ¿Se habría equivocado de lugar?

El buen Ángel se sentó en una piedra en la plaza del pueblo, y como las únicas palabras que había aprendido en lengua humana eran “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”, se puso a cantarlas despacito con la melodía que había ensayado con sus compañeros en el cielo para la noche de Navidad en Belén.

Se acercó un hombre y le recriminó: “¿Cómo puedes cantar con alegría cuando todos estamos sufriendo? ¿No ves que los soldados de Herodes han matado a todos nuestros niños?”

Él se calló por un rato sin entender nada, pero luego volvió a cantar despacito su melodía que era lo único que sabía. Otro hombre le oyó y le riñó: “¿Qué es lo que cantas? ¿Cómo puede haber gloria en el cielo cuando no hay paz en la tierra?”

Luego se le acercó una mujer anciana y encorvada. Se le quedó mirando un rato y escuchó su canto. Se le saltaron las lágrimas, se le acercó al oído y le dijo bajito para que nadie protestara si la oían: “Tienes razón, hijo mío, tienes razón. No sé quién eres, pero tienes razón. Pase lo que pase y venga lo que venga, tenemos que mantener la paz en el alma y saber que eso es la gloria de Dios. Gracias, hijo mío, por recordárnoslo en medio de nuestra tribulación, aquí, en Belén de Judá.”

Hoy, después de tantas Navidades, ese mismo Ángel ha venido a la tierra, se ha encontrado el mismo panorama de sangre por las calles, de luto en las familias y llanto en las plazas, lo sabe ya todo, lo entiende ya todo, y ha seguido cantando despacito y en voz baja, para que no le riña nadie y al menos le entienda alguno, las palabras que hace dos mil años aprendió en nuestra lengua: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz.”

Mi Ángel de la Guarda me lo ha contado.

¿Os gustó?

Lágrimas. de gozo

[Piers du Pré, simpático hermano de la violonchelista Jacqueline du Pré a quien he citado varias veces por su genialidad y personalidad en mi Web y en mis libros, cuenta una experiencia transformadora:]

“En el verano, mi mujer y yo invitamos a dos buenos amigos, John y Gill Sandeman, a pasar un fin de semana con nosotros. Cuando llegaron, algo desentonó desde el principio: se habían traído sus Biblias. En la comida nos metieron el rollo de cómo habían encontrado su nueva fe de cristianos.

El domingo, en el desayuno, John preguntó de repente: ‘Piers, ¿por qué tú y tu mujer no venís ahora por la mañana con nosotros a nuestra reunión de nuevos cristianos?’ Yo había pensado pasarme el día instalando la nueva calefacción, y, en cualquier caso, si iba a ir a la iglesia sería en mi parroquia. Le contesté, ‘No, John, tengo que seguir trabajando en casa.’ No me iba yo a meter en ese lío.

Después del desayuno, John me volvió a invitar, y yo volví a negarme. Luego, cuando ellos dos estaban ya entrando en su coche, me preguntó por tercera vez. Y yo, ante mi propio asombro, me encontré con que le respondía, ‘Vale.’ Mi mujer me miró sin creérselo, y yo fui a cambiarme.

Al cabo de una hora llegamos a una casa de un piso en Marlow, y yo me sentí totalmente fuera de sitio. Yo me había vestido de domingo con mis mejores galas para ir a la iglesia, mientras que aquí todo el mundo iba vestido de casa. Para mí una iglesia era un edificio noble, y esto era una vulgar sala de estar. No había libros litúrgicos sino solo unas hojas sueltas. El Pastor se levantó y empezó la sesión. Alguien rasgueó una guitarra, y todo el mundo se puso a cantar. Yo traté de seguir la melodía pero no me salió muy bien. Cuando acabó el canto, yo me senté, pero todo el mundo comenzó a cantar otra vez. Al fin llegó una lectura, que era la del sembrador y la semilla que cayó en terreno pedregoso. Me pareció que iba dirigida a mí. Luego el sermón, más cantos, y se acabó la sesión. Era mi señal. Me levanté y me marché.

Pero no te puedes escapar sin más. Bob Woollard, el Pastor del grupo, esperaba a la salida y se me presentó. Cuando le dije quién era yo, me dijo, ‘Sí, ya, llevamos meses rezando por usted.’ Me sentí herido en mi orgullo. ¿Quién diablos piensa que yo necesito oraciones? Le contesté apretando los dientes, ‘Muy amable por su parte; muchas gracias.’ Hablamos un poco más, y él me miró y me dijo, ‘¿Por qué no rezamos juntos unos momentos, aquí mismo?’

Y entonces sucedió. Me eché a llorar. Alguien me alcanzó una silla, pero yo seguía a todo llorar. Varios exclamaban alrededor, ‘¡Aleluya!’, ‘¡Hosana!’, ‘¡Alabad al Señor!’. Bob me preguntó si deseaba entregar mi vida a Jesús. Dije que sí.

Por la noche, de vuelta a casa en el coche, caí en la cuenta de que estaba rezando en voz alta, cosa que yo no había hecho en la vida. En cuanto llegué a casa, encontré la Biblia. Comencé a leer el Nuevo Testamento. No podía dejarlo. Por primera vez en la vida entendía claramente todo lo que leía. Lo que antes yo llamaba una religión se estaba convirtiendo a toda velocidad en una relación vibrante con Dios a través de su Hijo, Jesús. Apenas dormí aquella noche.

Unas días más tarde, papá y mamá volvieron de Francia, y yo no puede esperar a comunicarles mi entusiasmo. Sabía que el mejor momento sería en cuanto tuviesen una taza de té en sus manos. En cuanto llegaron a la cocina les dije, ‘Tengo algo que contaros.’ ‘Sé que lo tienes’, dijo mamá. ‘Era obvio desde que te vi. Tienes todo el rostro encendido. Dime, monito revoltoso.’

Les conté todo sin ahorrar detalle. Mamá se contagió con mi entusiasmo. Dijo, ‘He rezado tanto por ti, viejo trapo.’ Papá no las tenía todas consigo, pero después de mirar a mamá estuvo de acuerdo en que era algo bueno.

Mamá y yo nos pasamos muchas magníficas horas leyendo y explorando las Sagradas Escrituras juntos. Yo nunca había podido compartir con ella su música, ella era profesora de piano y yo no daba una nota, pero al fin teníamos algo que podíamos compartir y que nos entusiasmaba igualmente a ambos.”

(Piers du Pré, A genius in the Family, p. 336)

Fronteras de la fe

[El padre Thierry Becker, sacerdote de la diócesis de Orán en Argelia vuelve a una parroquia que había sido abandonada por falta de fieles en Tiaret, y cuenta con alegría y profundidad su presencia en la ciudad en medio una población de árabes y aborígenes negros con apenas algunos cristianos:]

“¿Qué puede hacer un sacerdote en Tiaret? Es lo que se preguntan los habitantes que conocen mi existencia. Pues bien, yo no hago nada. No tengo ninguna actividad, ni profesional ni asociativa, y apenas parroquial. ¿Podría empezar algunas actividades parroquiales estando yo solo?

Sólo quedan en los alrededores tres familias de origen cristiano, personas valientes y de avanzada edad que sufrieron la guerra de la independencia. Yo mantengo esa memoria despierta, el recuerdo de esos viejos cristianos, de su origen y de una relación con el Señor que permanece en sus vidas, pero que no lo saben expresar, sabiendo que esto les hace diferentes de los demás. Yo estoy aquí para escucharles, para ser su interlocutor al que puedan hablar desde el fondo de su corazón. Uno de sus hijos, para poder casarse hubo de hacerlo con una joven musulmana, ya que no hay chicas cristianas, y para ello hubo de abrazar el Islam como manda la ley, pero sigue considerándose cristiano.

Me encuentro agradables sorpresas. Al ir a pedir un documento en una oficina y declarar que era sacerdote cristiano, la secretaria exclamó: ‘¡Hay cura en Tiaret! ¡Qué buena noticia!’ Otro día el presidente de una reunión a la que yo asistí y que me conocía dijo en público: ‘Doy gracias al sacerdote por haber venido. Nos honra.’ A veces los musulmanes me saludan por la calle, y me hace sentir la frase del Evangelio: ‘¿No está el Reino de Dios entre nosotros?’

También la oposición me ayuda. Mi presencia como kafir (impuro) en medios religiosos tradicionales es rechazada, aunque sólo vaya yo a dar el pésame después de un funeral, y oigo recitar las suras contra los infieles refiriéndose a mí para purificar el lugar manchado por mi presencia. También hay quienes con buena voluntad me presionan para que me haga mahometano y alcance la verdadera fe. Estos son retos que me ayudan a purificarme y ahondar y ser más y más sincero en mi propia fe. Es una buena escuela.

Es una buena ocasión de conocer el Islam, al margen de cualquier reacción u oposición, recordando la afirmación del sabio musulmán contemporáneo Amadou Hamparé Ba: ‘Si el otro no te comprende, es que tú no le has comprendido El día en que tú le comprendas, él te comprenderá’.”

(Selecciones de teología, Vol 44, Nº 174, p.110)

Habla una madre

[Ya que la Navidad es la fiesta de un recién nacido, voy a citar las primeras experiencias de una madre en su diario:]

“Nació la víspera del Día de Reyes. El mejor regalo del mundo. La sorpresa y el cariño y el cuidado y el ir aprendiendo momento a momento a ser madre creyendo que lo sabía todo y teniendo que descubrir todo.

El primer baño a mi hija recién nacida. Increíble. Me atreví. La he bañado. Lo estuve meditando durante media hora. ¡Casi llego a deshojar una margarita! Al final preparé todo lo que aconseja el manual, incluida mi mayor dosis de valentía, y con toda la delicadeza que mis puntos me permitieron, afronté esta ardua y complicada labor.

Recé para que no se escurriese ente mis manos, para no darle con el grifo de la bañera. Procuré evitar el jabón en sus ojitos. ¡No paraba de moverse! Parece que lo del baño, por el momento, no va con ella.

¡Qué momento más mágico el de después del baño! Tumbadita, envuelta en una toalla calentita, parecía un Moisés… Untarla de cremas es un placer. ¡Qué bien huele! Tuve precaución con su ombliguito, cuyo aspecto aún resulta algo difícil de describir. Un pelín desagradable. Cuando ya parecía tener todo bajo control y estaba a punto de terminar de vestirla me sorprendió con un impetuoso chorro de pis. Aquello parecía un yacimiento de petróleo. ¡¡¡Dios mío!!! ¡Vaya cantidad! Pero si apenas mamaba… Puede que aún sean restos de líquido amniótico. Seguro que es imposible. ¡Qué burradas digo! Volví a empezar con gran ternura y paciencia. Pobrecita, qué sabía ella. Eso le pasa a cualquiera.

Te tengo a mi vera, siempre a la verita mía (como dice la canción). Estás dormidita. Has comido y ahora descansas. ¡¡¡Qué milagro tan grande!!! Parece increíble que hayas estado dentro de mí y ahora tengas tu independencia y seas una incipiente personita. ¡¡¡Gracias, Dios, por tanto!!!

¿Cómo se sentirá mi bebé en este mundo tan nuevo y diferente al que ha llegado? ¿Qué le gusta y qué le molesta? ¿Me querrá ya o todavía no sabe qué es eso? Qué complicado es entenderla cuando todavía no sé distinguir sus llantos, como cuentan los manuales, cuando dudo de todo y tengo que buscar urgentemente un resquicio de seguridad donde sea. La única certidumbre la tengo cuando visitamos al pediatra y me dice que todo va bien o cuando la peso en una balanza que me prestaron en la farmacia y compruebo que ha engordado unos gramos.

Es peculiar ese aroma a bebé que puedo respirar en cada rincón de la casa. ¿De qué harán los polvos de talco? ¿Y esas cremas para su cuerpecito? ¿De qué estarán hechas esas colonias tan llenas de ternura y de caricias?

Te necesito tanto. ¡Cuánto tiempo mal aprovechado y vacío sin mi hija! Gracias por ser y estar.

¡¡¡Todavía me tiemblan las piernas!!! Casi la lío. Y gorda. Hoy he vuelto a nacer. Entre los tres y los seis meses, los pediatras y otras madres amigas recomiendan cambiar el tipo de bañera, de la de plástico a la de los mayores. Tenía todo preparado: las cremas, los polvos de talco, la toalla, el pijama… Hasta mi mejor ánimo. Por mucho que la bañe no acabo de acostumbrarme y eso que la abuela me ha enseñado varios trucos para hacerlo bien y tranquila. Que no me inclinara sobre el bebé y que lo tuviera todo listo. Coloqué la alfombra antideslizante. No puse mucha agua, ni ésta estaba demasiado caliente (lo comprobé con el codo). Y aun así… pasó

Ya puede imaginarse. ¡Sí! Se me escurrió entre las manos, como un pececillo y a mí me bajó la sangre a los pies de golpe. Me quise morir. ¡Qué inepta! “Pa’ haberla matao!” Reaccioné. La niña lloraba desconsoladamente. ¡Qué angustia! Fue al intentar enjabonarla con la mano que tenía libre. Le entró jabón en los ojos y al aclarar la perdí. Dio una vuelta y a mí se me revolucionó el alma. Ocurrió esta mañana, pero todavía me siento culpable. Desastre, patosa, inútil…

A veces siento como si no mereciese ser madre. Son tantos los miedos, tantos los temores. Un bebé no es una muñeca con la que juego a ser mamá. Se trata de mi hija y debo cuidarla y protegerla. Pienso que no estoy suficientemente preparada. Me asusta lastimarla. No saber reaccionar en el momento que me necesite. Que me falte valor o la rapidez que precise para ayudarla. Nadie enseña a ser madre. Nadie.

Pero ahora me arrepiento de haber sentido miedo. Miedo de ser madre. Miedo de fallar a mi hija. De no estar completa, madura, de no ser capaz de darle todo lo que merece. Soy su madre, y basta.”

[María de Nazareth también fue madre.]

(Belinda Washington, El placer de lo pequeño, Diario de una madre, p. 22 ss.)

Cuento de Navidad (breve)

“Los pastores tampoco supieron qué hacer con el oro, incienso y mirra que les dio san José.

Me contáis

Veo que el cuento de la tortuga os sigue intrigando. El cuento quiere decir que pretendemos saber demasiado, y nos convendría tener un poco más de humildad teológica. Hablábamos una vez en grupo sobre el misterio de la Santísima Trinidad con gran reverencia y respeto subrayando la trascendencia del misterio y las limitaciones de nuestro entendimiento. Una buena monja encargada de la formación de otras mostró extrañeza ante nuestras delicadas tentativas de místico entender, y dijo con voz pedagógica: “¿Por qué os andáis con tantos rodeos y remilgos? La Santísima Trinidad es algo bien sencillo. Un triángulo, que es Dios, y tres vértices que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Solo es un triángulo y hay tres vértices. No hay más que hablar. ¿No os lo habían explicado?”

Sí, buena hermana, sí. El triángulo es imagen de la Trinidad y se ve en muchas representaciones de ella. Pero Euclides no era Santo Tomás y la geometría no es teología. Tres ángulos y un triángulo no son tres personas y un Dios. La primera disposición para hacer teología es la humildad.

Los hebreos y los musulmanes tienen mucha menos teología dogmática que nosotros. Alá es Alá y Yahvé es Yahvé, y su voluntad es suprema y su reino absoluto. Y poco más que hablar. Nosotros elucubramos mucho y nos perdemos un poco.

Cuando el padre Anthony de Mello se examinó en el seminario de Pune de su examen final “de universa philosophia et theologia” al que se llevaban todas las materias que se habían estudiado en todos los cursos de toda la carrera del sacerdocio, le preguntaron el tema del Espíritu Santo. La fórmula en latín era exactamente, “Spiritus Sanctus procedit a Patre Filioque non per generationem sed per spirationem.” (El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no por generación sino por espiración.) Durante una hora contestó brillantemente y en latín al aluvión de constantes y afiladas preguntas con que los cinco examinadores le bombardearon sin tregua. Al final le dieron la máxima calificación y le felicitaron efusivamente. Todos los presentes aplaudieron. Tony comentó al salir: “El examen ha ido magnífico, y tanto los examinadores como yo dominábamos bien la materia. Al final de la hora todos hemos caído en la cuenta que ni ellos ni yo teníamos la menor idea de lo que habíamos estado diciendo.”

Algo de esa humildad y de ese humor nos vendría muy bien a todos, y eso es lo que nos quiere enseñar la sabia tortuga. A ver si puede retirarse a descansar bajo el agua… otros quinientos años.

“Si no os hacéis como niños…”.

Salmo

Salmo 131 – Una morada para el Señor
David tenía un corazón noble. Tenía sus fallos, sin duda, pero redimía los impulsos de sus pasiones con la nobleza de sus reacciones. No podía tolerar que el Arca del Señor, símbolo y sacramento de su presencia, descansara bajo una tienda de campaña cuando él, David, se albergaba ya en un palacio real en la Jerusalén conquistada. Cuando cayó en la cuenta de ello, reaccionó con su típica vehemencia:

“No entraré bajo el techo de mi casa,
no subiré al lecho de mi descanso,
no daré sueño a mis ojos
ni reposo a mis párpados
hasta que encuentre un lugar para el Señor,
una morada para el Fuerte de Jacob.”

Desde aquel momento, la obsesión de Israel fue encontrar una morada digna para el Arca que habían traído a través del desierto con liturgia de trompetas y fragor de batallas.

“Levántate, Señor, ven a tu mansión,
ven con el arca de tu poder.”

El Señor aceptó la invitación de su pueblo y escogió a Sión para que fuera su casa:

“Esta es mi mansión por siempre;
aquí viviré, porque la deseo.”

La mansión del Señor. La gloria y el orgullo de Israel. Si el primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas, una consecuencia práctica será edificarle una morada más magnífica que todas las demás moradas. Esa es la fe que ha dado lugar a las manifestaciones más bellas del arte y la imaginación del hombre, que con su celo y su esfuerzo ha cubierto de templos todos los rincones del orbe habitado. Los edificios más majestuosos de la tierra son tus templos, Señor, y todos los creyentes sentimos la satisfacción que David sintió cuando hizo su voto. La mejor morada del mundo ha de ser la tuya. Un templo digno de ti para tu estancia en la tierra.

Lo que ahora nos preocupa, Señor, es el otro pensamiento. No el tuyo, sino el de los hombres y mujeres. Tú ya tienes una morada digna en la tierra, pero muchos hombres y mujeres no la tienen. Muchos de tus hijos e hijas no tienen un techo sobre sus cabezas para protegerse del calor y del frío, del viento y de la lluvia. El juramento de David pesa todavía sobre nuestras cabezas en esta su dimensión humana que nuestras conciencias han abierto ante nuestros ojos. ¿Cómo puedo dormir en una cama blanda cuando mi hermano duerme en la plaza pública bajo un cielo implacable? ¿Cómo puedo construirme una casa con madera de cedro cuando el Arca del Señor, los pobres del Señor, viven en chabolas con paredes de papel de periódico y techos de trozos de plástico, inútiles ante la lluvia?

Lo que hacemos por el más pequeño entre los hombres, lo hacemos por ti, Señor. Encontrarles morada a tus hijos es encontrártela a ti. Renuevo el juramento de David en nombre de toda la humanidad, y te ruego no nos dejes permanecer en complacencia culpable mientras nuestros hermanos y hermanas sufren el azote del tiempo en su vida sin techo.

“Acuérdate, Señor, de David
y del juramento que te hizo.”

Fundación González Vallés

Contacta con nosotros

12 + 11 =