Nueva sección
A partir de esta fecha tendréis la oportunidad de enviar como documento adjunto a un amigo las tres primeras secciones, «Os cuento», «Me contáis» y «Meditación», de la página actual. Para ello se ha habilitado una nueva sección «Enviar a…» al pie de las ya existentes, y con pinchar en ella encontraréis las sencillas instrucciones de cómo hacerlo. Ha sido sugerencia de un lector, y la he aceptado enseguida, pues así es como la página ha ido creciendo. Comencé, hace ya tres años, cada mes; pronto pasé a cada quince días; luego la puse también en inglés; a ello añadí más tarde el mantener las «paginas atrasadas» a disposición de quien quisiera; y ahora viene esta facilidad de poder enviar directamente la página en pantalla a un amigo. Vamos creciendo, y el crecer da alegría.
Humor a alto nivel
Una vez estaba yo en la sala de espera del aeropuerto J F Kennedy en Nueva York aguardando el vuelo a Madrid, cuando vi al Reverendo Padre General de la Compañía de Jesús, Peter-Hans Kolvenbach, entrar en la sala para el mismo vuelo. Enseguida me levanté y me presenté a él como un humilde súbdito. Él, hombre práctico en medio de todos sus deberes y responsabilidades, se aprovechó de la ocasión y poniendo su cartera en mis manos me dijo con toda solemnidad: «¿Puede usted guardar los secretos de la Compañía de Jesús durante cinco minutos mientras yo voy al baño?» Yo, para no ser menos, apreté la cartera contra mi pecho y dije con la misma solemnidad: «Daré por ellos mi vida.» Él reaccionó al instante y me conminó: «No lo haga. No merecen la pena.» Y se marchó sonriendo. El humor es siempre bienvenido. Y cuanto más alto, mejor.
La generación del móvil
Suena un teléfono móvil. Todas las damas presentes en el pequeño grupo se abalanzan sobre sus respectivos bolsos en busca del aparatito a ver de quién es el que suena. Resulta ser el de la más joven, hija de una de las también presentes que, inevitablemente, tiene el suyo particular. Lo saca, lo conecta, y se aparta rápidamente del grupo para iniciar la conservación. La continúa fuera de tiro auditivo del grupo. Ríe, gesticula, grita, frunce el ceño. Acaba la conversación, cierra el aparato y vuelve al grupo. Su madre le pregunta,
– ¿Quién era?
– Una amiga.
– ¿De qué habéis hablado?
– De nuestras cosas.
Hay un breve silencio en el grupo, y la muy joven muchacha lo entiende, lo interpreta perfectamente, y lo contesta sin más con toda claridad ante todos: «Enteraros de una vez. Si a mí me ocurre algo se lo contaré a mis amigas, a las más cercanas primero, y luego a las demás. Y los últimos a quienes se lo diré serán mis padres.» Sus padres la oyen, y todos la oímos. No se habla más. Es una buena chica de muy buena familia. Tiene trece años.
Pararayos celeste
[Gioconda Belli vivió la revolución sandinista en Nicaragua como vivió después su vocación de poeta y escritora en California. Así es como describe la fuerza de su inspiración poética:]
«No consideraba mi poesía un mérito. Era agua que brotaba de una fuente interior y que yo encauzaba hacia la página sin esfuerzo. Se me daba de manera natural, como si la emitiera un órgano de mi cuerpo, una especie de antena olfatoria, amatoria, sensorial, que de vez en cuando se cargaba de electricidad y me dejaba sentir un relámpago de iluminación. Si tenía a mano papel, una pluma y silencio cuando el primer verso irrumpía en mi conciencia, el relámpago generaba un poema. Sólo tenía que dejarme llevar por la intuición primera, sabiendo que el poema en su totalidad existía en ese peculiar estado de ánimo, en ese momento de posesión.
Si no podía escribirlo en ese momento, si iba manejando [conduciendo] o estaba ocupada, el poema se perdía. Salía volando por la ventana. La electricidad del rayo se dispersaba y por más que quisiera reconstruirlo más tarde, no podía. Aunque recordara el primer verso, no podía reproducir la totalidad del poema. Una vez que se diluía el estado de gracia, no podía volver a experimentarlo. La calidad espontánea y de acto mágico con que se me manifestaba la poesía me impedía considerarla como el producto meritorio de una labor minuciosa. Yo me abandonaba sin más a mi función de pararrayos celeste.»
[«El país bajo mi piel», p.238]
El hilo de araña
El Buda Sakyamuni paseaba un día por el paraíso cuando, al inclinarse hacia el borde de un estanque, vio las dolorosas profundidades del infierno. Allí se debatía un célebre bandido capturado por los diablos. Se llamaba Kandata.
Pero el Buda sabía que un día, atravesando un bosque, aquel criminal había salvado a una araña a la que poco le faltó para aplastar. Por esta única buena acción, Sakyamuni, embargado por la piedad, decidió que había que indultar a aquel criminal. Una araña del paraíso tejía tranquilamente su tela cerca de él. El Buda cogió aquel hilo y lo deslizó por el agujero del abismo del infierno.
Kandata vio aquel hilillo brillante y se agarró a él. Empezó a subir por el hilo hacia la luz y los perfumes celestes. El esfuerzo era mucho. En un momento dado, Kandata, cansado, se detuvo un instante para descansar y miró hacia abajo.
Entonces vio que centenares, miles de condenados se habían agarrado al mismo hilo y subían con muchas dificultades detrás de él. Asustado, furioso, Kandata les gritó que aquel hilo era suyo y que tenían que soltarlo inmediatamente. Apenas pronunció aquellas palabras, el hilo se rompió.
Kandata volvió a caer con todos los demás en las profundidades de la noche y el dolor.
Sakyamuni, que lo había estado observando todo, reemprendió su tranquilo paseo por los prados del más allá.
[«El círculo de los mentirosos» por Jean-Claude Carrière, p.398]
Oportunidad
«Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, hubiera llegado a ser director de la banda del pueblo.» [Juan Carlos Onetti]
El miedo
Una mañana, nos regalaron un conejo de Indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.
[Eduardo Galeano, «El libro de los abrazos», p.99]
¿Se puede ser vegetariano?
Claro que sí. Es sano, ecológico y está de moda. Dicen que somos lo que comemos, y el comer carne de animales nos hace animales, es decir, violentos. Aunque también hay animales pacíficos, y Hitler era vegetariano. Y a ver si el comer plátanos me va a hacer aplatanado. No hay que exagerar los argumentos.
Yo fui diez años vegetariano, cuando viví de casa en casa en barrios pobres de Ahmedabad, mientras iba todos los días a dar clase de matemáticas en nuestra Universidad de San Javier pero no tomé una sola comida en ella en todo ese tiempo. Me fue bien de salud. Pero aprendí algo que es más importante que la dieta. Lo cuento.
Un día llegué a hospedarme con una familia parsi. Los parsis sí comen carne. Me preguntaron tímidamente el primer día: «¿Qué come usted?» Contesté: «Como de todo.» Respiraron de alivio, y me explicaron: «Menos mal. Nosotros también comemos de todo, pero tenemos que tener mucho cuidado y averiguar de antemano lo que comen nuestros invitados. Si son musulmanes, podemos preparar platos de carne, aunque no de cerdo, pero si son hindúes, nada de carne. Y si vienen mezclados, se complica el menú. Y si nosotros somos los invitados a una familia hindú, nos quedamos sin carne ni pescado ni huevos. Menos mal que usted come de todo. No tendremos problema.»
Desde entonces aprendí a responder cuando me preguntaban sobre qué comía yo: «Yo como lo mismo que aquellos que comen conmigo comen.» Parece un trabalenguas pero es una gran regla. El vegetariano, al comer solo verduras entre quienes están comiendo carne, puede resultar una especie de reproche mudo, de «soy más santo que vosotros», aunque no lo diga ni lo piense, e insista en decir, «No, no, no os preocupéis. Yo como cualquier cosa.» Pero complica la cocina.
Conocí en los Estados Unidos a un matrimonio indio en que la mujer era vegetariana y el marido carnívoro (por decirlo de alguna manera). La mujer era tan complaciente que le cocinaba chuletas de ternera a su marido, aunque ella no las probaba. Matrimonio ejemplar. Se divorciaron. A lo mejor es que no sabía darles el punto a las chuletas.
Siân Phillips, la mujer de Peter O’Toole, cuenta que el gran actor cómico Peter Sellers fue a hospedarse unos días en su casa. Para el primer almuerzo ella preparó un extraordinario Boeuf Bourguignon. Peter Sellers exclamó: «¿Pero nos os habían dicho que soy vegetariano?» Bajó ella con su madre a la despensa, volvió con una montaña de zanahorias, coles, patatas y cebollas, y empezó a pelarlas a la desesperada mientras arriba entretenía a los invitados con bebidas. El Boeuf Bourguignon se enfrió un poco, pero a Peter Sellers le encantó su plato, y pidió se lo hicieran todos los días que estuvo allí. Siân dice que consumieron pirámides de verduras. También dice que le añadían huesos de ternera en el fondo de la olla para hacerlo más sabroso. Es lo que, sin saberlo, le había encantado a Peter Sellers. «No le hará daño», pensó ella.
Salmo 66 – La plegaria del misionero
Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.
Esa es mi plegaria, Señor. Sencilla y directa en tu presencia y en medio de la gente con quien vivo. Bendíceme, para que los que me conocen vean tu mano en mí. Hazme feliz, para que al verme feliz se acerquen a mí todos los que buscan la felicidad y te encuentren a ti, que eres la causa de mi alegría. Muestra tu poder y tu amor en mi vida, para que los que la vean de cerca puedan verte a ti y alabarte a ti en mi.
Mira, Señor, las personas que viven a mi alrededor adoran cada una a su dios, y algunas a ninguno. Cada cual espera de sus creencias y de sus ritos las bendiciones celestiales que han de traer la felicidad a su vida como prenda de la felicidad eterna que le espera luego. Valoran, no sin cierta lógica, la verdad de su religión según la paz y alegría que proporciona a sus seguidores. Con ese criterio vienen a medir la paz y alegría de que yo, humilde pero realmente, disfruto, y que declaro abiertamente que me vienen de ti, Señor. Es decir, que te juzgan a ti según lo que ven en mí, por absurdo que parezca; y por eso lo único que te pido es que me bendigas a mí para que la gente a mi alrededor piense bien de ti.
Eso era lo que ocurría en Israel. Cada pueblo a su alrededor tenía un dios distinto, y cada uno esperaba de su dios que su bendición fuera superior a la de los dioses de sus vecinos y, en concreto, que le bendijera con una cosecha mejor que la de los pueblos circundantes. Israel te pedía que le dieses la mejor cosecha de toda la región, para demostrar que tú eras el mejor Dios del cielo, el único Dios verdadero. Y lo mismo te pido yo ahora. Dame una cosecha evidente de virtudes y justicia y paz y felicidad, para que todos los que me rodean vean tu poder y adoren tu majestad.
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros:
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.
Quiero que todo el mundo te alabe, Señor, y por eso te pido que me bendigas. Si yo fuera un ermitaño en una cueva, podrías hacerme a un lado; pero soy un cristiano en medio de una sociedad de hecho pagana. Soy tu representante, tu embajador aquí abajo. Llevo tu nombre y estoy en tu lugar. Tu reputación, por lo que a esta gente se refiere, depende de mí. Eso me da derecho a pedir con urgencia, ya que no con mérito alguno, que bendigas mi vida y dirijas mi conducta frente a todos éstos que quieren juzgarte a ti por lo que ven en mí, y tu santidad por mi virtud.
Bendíceme, Señor, bendice a tu pueblo, bendice a tu Iglesia, danos a todos los que invocamos tu nombre una cosecha abundante de santidad profunda y servicio generoso, para que todos puedan ver nuestras obras y te alaben por ellas. Haz que vuelvan a ser verdes, Señor, los campos de tu Iglesia para gloria de tu nombre.
La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor nuestro Dios.
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Nota editorial
Os recuerdo que desde el mes pasado tenéis en el menú una nueva sección, «Enviar a…», a través de la cual podéis enviar las tres primeras secciones de esta página, «Os cuento», «Me contáis», y «Meditación», a cualquier amigo con toda facilidad.
La competencia
Llamo por teléfono a un amigo a su casa. Me contesta una voz infantil. La reconozco. Es su hijo pequeño. Intento hablar con él pero me contesta con monosílabos. Ya me ha dicho que su padre no está en casa, y yo intento hablar un poco al menos con el hijo, por educación y por amistad. Sé que es simpático, me conoce y me habla mucho cuando nos encontramos, y siempre lo pasamos bien juntos. ¿Por qué estará hoy monosilábico?
Ya caigo. Está viendo la televisión. No, está jugando a uno de sus múltiples juegos de ordenador. Está colgado de la pantalla. No hay nada que hacer. No puedo competir con Nintendo. La atención total del niño está en este momento monopolizada por el último juego del mercado electrónico. Si continúo tratando de prolongar la conversación, me odiará. Cuelgo rápidamente. Le deseo que gane en el juego. Ya volveré a llamar a otra hora.
Menú vegetariano
[Una anécdota de Shunryu Suzuki -distinto del otro gran Maestro Zen, D.T. Suzuki, y por supuesto del Suzuki de los automóviles y las motos.]
Un discípulo suyo americano, Bob Halpern, se esforzaba por sentarse a estilo japonés, hacer todos los gestos apropiados y ser estrictamente vegetariano, en seguimiento de su maestro Suzuki. Un día salieron los dos juntos a pasear por la ciudad (esto era en California). Suzuki le dijo a Bob: «Vamos a comer, tengo hambre.» Bob empezó a buscar un restaurante donde pudieran encontrar comida vegetariana. «Comamos aquí», dijo Suzuki, dirigiéndose a una pequeña hamburguesería mientras Bob balbuceaba, «Pero, pero…»
Bob estudió el menú horrorizado.
«Hace mucho tiempo que no comes carne, ¿no es así?» le dijo Suzuki.
«No tomo, Roshi, hace dos años que no tomo productos animales, ni carne ni pescado ni huevos.» «Muy bien», dijo Suzuki, mientras se aproximaba la camarera. «Pide tú primero.»
«Tomaré un bocadillo de queso caliente.» Era lo más adecuado que pudo encontrar en el menú.
«Hamburguesa, por favor», dijo Suzuki, «con doble carne.»
Llegó la comida y ambos dieron un mordisco.
«¿Qué tal?» preguntó Suzuki.
«No está mal.»
«El mío no me gusta», dijo Suzuki, «cambiemos». Tomó el bocadillo de Bob y se lo cambió por la hamburguesa doble.
«Umm, bueno. Muy bueno. Me gusta el queso fundido.»
[«Vida y enseñanzas zen de Shunryu Suzuki» por David Chadwick, p.328.]
Reunión de Maestros
[Otro episodio del mismo libro, p.332]
«En el pequeño mundo del zen americano, en ese verano de 1968 se produjo un gran acontecimiento. Un grupo de ocho maestros zen veteranos acudió al Centro Zen de Shunryu Suzuki en California. En Japón, a un maestro no le gusta que otros maestros, in particular de otras sectas, vayan a hablar a su templo. No quieren confundir a sus estudiantes y son celosos. Pero esto era América. Llegaron los maestros, visitaron la sauna y el arroyo de agua caliente, hicieron caligrafía y conversaron. Luego se acomodaron en la plataforma que ocupaba toda la pared que se había levantado al final de toda la sala, llena de invitados, y hablaron por turno.
Como último acto, todos juntos, maestros y discípulos, hicieron «zazen», o la meditación en grupo, sentados todos en silencio recogido, vigilados por el maestro con un palo plano en la mano (el célebre «kyôsaku») para golpear en el hombro a quien se duerma en el intento. Bob Halpern era el que blandía el kyôsaku. Al comienzo soltó un grito al estilo samurai para mostrar a sus viejos maestros, Maezumi y Yasutani, allí presentes en el estrado, que no se había ablandado y que el espíritu zen no estaba dormido.
Se detuvo ante un estudiante que cabeceaba, colocó el ancho palo en su hombro y le dio un golpe en cada lado. Se inclinaron los dos saludándose a un tiempo, y siguió.
Mientras caminaba lentamente por el pasillo de linóleo granate, levantó su mirada para ver, a la luz de las lámparas de queroseno, el elenco histórico de transmisores de la doctrina y práctica del «dharma» en la tarima: Suzuki, Yasutani, Nakagawa, Shimano, Maezumi, Aitken, Richard, Kobun. Todos ellos cabeceaban, profundamente dormidos.»
Geometría
Un dicho de Shunryu Suzuki:
«Si quieres ser un círculo, primero tienes que ser un cuadrado.»
No tengo idea de qué quiere decir, pero me deleita.
El viaje
[Cuento breve de Cristina Fernández Cubas, en «Por favor, sea breve», Nº 8.]
Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en el barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de la celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía a la abadesa, si así lo hubiera deseado, que interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo.
Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo.
Por eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. «Si no le importa», dijo la abadesa tras los saludos de rigor, «me gustaría ver el convento desde fuera». Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. «Es muy bonito», concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento.
Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo noticias.
«¿No se ha tomado usted el vegetarianismo un poco a la ligera en su última página del 15 de enero, cuando es algo serio y de importancia para mucha gente?»
Sí que es serio e importante. El que yo lo trate con un poquillo de humor no le resta importancia. El humor es ya tan escaso, que cuando me sale lo cultivo con cariño como planta delicada. Pero no dejé de ser respetuoso. Me ha ayudado la anécdota de Suzuki que cuento hoy, y que también trata la hamburguesa con humor. En lo que insisto es el aspecto social del vegetarianismo, que no se suele considerar. En una sociedad que come de todo, el estrictamente vegetariano puede crear perplejidades. Viene a comer a casa de unos amigos. Saben que es vegetariano. Pero algunos vegetarianos comen huevos, y otros no toman ni leche ni queso. ¿Qué podrá comer él?
A uno conocí yo -y esto va con toda seriedad y con todo humor- que no tomaba carne, pero le gustaba untar el pan en la salsa del ragout de ternera aunque estuviera contaminada. Era un inglés llamado Tarlington. Y a otro que un día comió por equivocación sin enterarse un sandwich de huevo, y cuando se lo dijeron horas después, vomitó el pobre allí mismo del asco que le dio. Era un brahmán llamado Súndaram. Y a otro que pidió menú vegetariano en un avión, y le trajeron pollo, pues el menú vegetariano excluía sólo la carne de res. Era un indio llamado Mukesh.
Los jainistas no toman ni vegetales o tubérculos que crezcan bajo tierra, como la patata, la zanahoria o la cebolla, aunque algunos ya se reconcilian con la inocente patata que es casi inevitable. Recuerdo el temor con que el anfitrión de una comida con platos diversos para diversos comensales se acercó a una pareja jainista sentada ya a la mesa y les preguntó tímidamente: «¿Ustedes toman patatas o no?» Y el marido contestó: «Yo sí, mi mujer no.» Eso no facilita el servicio. Y otro jainista que pidió una sopa vegetariana en un restaurante del Japón, se la trajeron, la olió de cerca (modales aparte), le pareció que contenía consomé de pollo, llamó al maître, protestó, el maître llamó al jefe de cocina, él juró por sus dioses que no había pollo en la sopa, fueron todos a la cocina, examinaron las ollas, no aparecieron restos gallináceos, el cliente se convenció y admitió la pureza de la sopa, pero declaró que había perdido el apetito y se marchó sin pagar y se armó todo un escándalo en el restaurante. Para colmo este escrupuloso vegetariano escribió más tarde sus memorias, y en ellas contó este incidente con todo detalle, gloriándose de su vegetarianismo estricto e intacto. Comprenderéis que me tome las verduras con un poco de humor. Y conste que me gustan mucho.
Otro ejemplo de cómo tabués religiosos pueden crear complicaciones sociales. En mis años de vivir de casa en casa con familias hindúes, que mencioné también la vez pasada, me tocó una vez alojarme por unos días en casa de una familia de la rama hinduista de Swaminárayan, que son también muy estrictos en moralidad y costumbres. El dueño de la casa quiso llevarme en coche un día a algún sitio, y yo asentí enseguida. Pero él se quedó todavía dudando, y un poco cohibido. Va y me dice:
– ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Claro que sí.
– Es que, mire, vamos a ir en mi coche, y en mi coche suele ir con frecuencia a mi lado mi mujer. Hoy ella no vendrá, claro, pero a usted le tocará sentarse en ese asiento en el coche a mi lado…
– Bueno, ¿y qué?
– Es que nuestros monjes tienen prohibido por regla el sentarse nunca en el asiento en que antes se haya sentado alguna vez una mujer, y, claro, yo no sabía si ustedes tendrían también esa misma regla…
– No, no la tenemos.
– Uf, qué alivio. No sabe usted los problemas que tenemos cuando hay que llevar a un monje de los nuestros en coche.
– Me los imagino. Y me permite usted ahora una pregunta.
– Sí, claro.
– ¿Qué hacen sus monjes cuando tienen que viajar en un autobús, un tren, un avión?
– Tienen sus remedios. Se llevan unas telas y coberturas que colocan sobre el asiento mientras recitan ciertas oraciones, y luego pueden sentarse ellos.
– Entiendo. Quedan descontaminados los asientos y se apagan las vibraciones nocivas. ¿Pero no se les ocurre a ustedes, que también las mujeres podían objetar a sentarse donde antes se haya sentado un hombre y exorcizar el asiento antes de sentarse?
Esto también va con humor, claro.
Salmo 67 – Del Sinaí a Sión
Sabía que mi vida es una marcha, y siempre he querido que mi marcha sea del Sinaí a Sión, contigo como jefe. Sinaí era tu voz, tu mandamiento, tu palabra empeñada de llevar a tu Pueblo a la Tierra Prometida; y Sión es la ciudad firme, la fortaleza inexpugnable, el Templo santo. Mi vida también va, con tu Pueblo, de la montaña al Templo, de la promesa a la realidad, de la esperanza a la gloria, a través del largo desierto de mi existencia en la tierra. Y en esa marcha me acompaña tu presencia, tu ayuda, tu dirección certera por las arenas del tiempo. Me siento seguro en tu compañía.
Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo
y avanzabas por el desierto,
la tierra tembló,
el cielo destiló ante Dios, el Dios del Sinaí;
ante Dios, el Dios de Israel.
La peregrinación se hace dura a veces. Hay peligros y enemigos, está el cansancio de la marcha y la duda de si llegará alguna vez a su término, a feliz término. Hay nombres extraños a lo largo de la tortuosa geografía, reyes y ejércitos que amenazan a cada vuelta del camino. Los picos de Sasán le tienen envidia a la colina de Sión, y la enemistad de los vecinos pone asechanzas al paso del Arca que lleva tu Presencia. Pero esa misma Presencia es la que de protección y victoria en las batallas diarias de nuestra peregrinación de fe.
¡Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos!
Cantad a Dios, tocad en su honor,
alfombrad el camino del que avanza por el desierto;
su nombre es el Señor:
Alegraos en su presencia.
Padre de huérfanos, protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece;
Sólo los rebeldes se quedan en la tierra abrasada.
Mi peregrinación se afirma al saber que también es la tuya. Tú vienes conmigo. Tú eres el Señor del desierto como eres el Señor de mi vida. Tú llevas contigo a tu Pueblo, y a mí con él. Me regocijo como el último miembro de esa procesión sagrada, el Benjamín entre las tribus de Israel.
Aparece tu cortejo. Oh Dios,
el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario.
Al frente marchan los cantores;
los últimos los tocadores de arpa;
en medio, las muchachas van tocando panderos.
¡En el bullicio de la fiesta bendecid a Dios,
al Señor, estirpe de Israel!
Va delante Benjamín, el más pequeño,
los príncipes de Judá con sus tropeles,
los príncipes de Zabulón, los príncipes de Neftalí.
Ese es mi gozo, Señor, y esa es mi protección: andar en compañía de tu Pueblo. Sentirme uno con tu Pueblo, luchar en sus batallas, llorar en sus derrotas y alegrarme en la victoria. Tú eres mi Dios, porque yo pertenezco a tu Pueblo. No soy un viajero solitario, no soy peregrino aislado. Formo parte de un Pueblo que marcha junto, unido por una fe, un jefe y un destino. Conozco su historia y canto sus canciones. Vivo sus tradiciones y me aferro a sus esperanzas. Y como signo diario y vínculo práctico de mi unión con tu Pueblo, renuevo y refuerzo la amistad en oración y trabajo con el grupo con el que vivo en comunidad en tu nombre. Célula de tu Cuerpo e imagen de tu Iglesia. Son los compañeros que tú me has dado, y con ellos vivo y trabajo, me muevo y me esfuerzo, trabajo y descanso en la intimidad de una familia que refleja en humilde miniatura la universalidad de toda la familia humana de la que tú eres Padre.
Oh Dios, despliega tu poder;
tu poder, oh Dios, que actúa a favor nuestro.
A tu templo de Jerusalén
traigan los reyes su tributo.
En cierto modo, en fe y en esperanza, ya hemos llegado al fin del viaje. Ya estamos en Jerusalén, estamos en tu Templo, estamos en tu Iglesia. «Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría.» La alegría de saber que tenemos ya prenda de lo que seremos para siempre en plenitud perfecta. La alegría de un viaje que lleva ya en su comienzo el anticipo de la llegada. La alegría del viajero unida a la satisfacción del residente. Somos a un tiempo peregrinos y ciudadanos, estamos en camino y hemos llegado, reclamamos tanto el Sinaí como Sión por herencia. Contigo a nuestro lado, peregrinamos con alegría y llegamos con gloria.
Bendito sea el Señor cada día:
Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación.
Cómo preparar un examen
Un amigo mío se preparaba para un duro examen de alto nivel. Cinco examinadores en vista oral. Me empezó a decir lo poco que ellos valían y lo poco que sabían de la materia. Yo le paré en seco: «No hagas eso. No pienses eso. Si vas a tu examen pensando mal de tus examinadores, por mucho que les saludes y les sonrías al presentarte, llevarás escrito en tu frente el desprecio que sientes por ellos, y ellos lo leerán por inconscientemente que sea, y te corresponderán con el mismo desprecio, con lo cual el que saldrás perdiendo serás tú. Piensa que ellos son profesores dignos, que han estudiado, que saben la materia, que están cumpliendo con su deber y quieren hacerlo lo mejor posible, que son amigos tuyos y como tales los respetas y los aprecias. Desde ahora ya y hasta que entres en su presencia y para siempre, piensa bien de ellos, y tus pensamientos les llegarán y ellos pensarán bien de ti y todo saldrá bien y todos nos alegraremos.» Me dio las gracias y me hizo caso. Pasó el examen con la calificación más alta. Por unanimidad. Desde luego que se merecía el resultado por su preparación y por su valer. Pero también creo que una esquinita del buen resultado me la debe a mí.
Yo aprendí la lección cuando era profesor de matemáticas en la universidad de San Javier de Ahmedabad en la India. Había un profesor que cuando sonaba la campana para ir a clase se levantaba de su silla en la sala de profesores, tomaba la tiza y el borrador y el libro de texto, se dirigía a la puerta y decía en voz alta volviéndose a los demás profesores: «Vamos a enseñarles a esos desgraciados.»
Aquellos «desgraciados» lo odiaban. Ellos no le habían oído decir eso, pero no hacía falta oírle. Lo que se piensa, se refleja. Hablan los ojos, la cara, la expresión, el gesto. «Desgraciados.» Y le pagan en la misma moneda. «Ese profe es un desgraciao.» El profesor sabía la materia. Pero no sabía psicología. Y no amaba a sus alumnos.
No basta con hablar bien. Hay que pensar bien. Y, sobre todo, hay que querer bien. Y eso no precisamente como táctica para pasar un examen o dar bien una clase, sino como ley de vida. «Vamos a enseñarles a esos buenos muchachos. Tengo suerte de ser su profesor.» Y ellos de ser tus alumnos. «Amaos los unos a los otros.»
Nobleza nativa
Antonio Ruiz de Montoya fue un jesuita peruano del siglo XVI, fundador de varias de las célebres Reducciones del Paraguay. Así cuenta una de sus experiencias:
«La llave o puerta de toda la provincia era un pueblo distante una jornada. Asegurándome que sería muy bien recibido. Con esto partí por el río en canoas.
Llegué al lugar con sol. Dieron aquel día muestras de recibirme con gusto, pero fueron fingidas. Les signifiqué cómo sólo el deseo de su bien me había traído a sus tierras, para traer sus almas al conocimiento de su creador y de su hijo y redentor de los hombres, Jesucristo, que había bajado del cielo y tomado carne humana en las entrañas de la Virgen para librarnos de las penas del infierno. Y llegando a tratar de la eternidad de éstas, uno de ellos me atajó la plática diciendo a voces: ‘Este hombre miente.’
Yo quedé en mi choza, consolado de haber anunciado el Evangelio. Uno de los indios que me acompañaban entró en mi choza rogándome saliese de ella y nos fuésemos de allí, porque sin duda nos armaban alguna traición. Apenas salimos, cuando los enemigos comenzaron por las espaldas a llover sobre nosotros una nube de flechas. Cayeron a mis dos lados muertos siete indios mis compañeros.
Estaba junto a mí aquel indio que me había sacado de la choza, y viéndome cercado de tanta flechería y en manifiesto peligro, y viendo que distinguiéndome por el vestido habían de hacerme todos blanco de sus saetas, con una fineza grande y caridad por salvar mi vida, quiso exponer la suya a mayores riesgos. Sin hablarme palabra me arrebató de los hombros la ropa y de la cabeza el sombrero, y diciendo a los demás indios amigos, ‘Meted al Padre en el monte’, él, vestido de mi hábito, se puso en huida solo, por un campo a vista de los enemigos, para que, creyendo éstos que aquél era el sacerdote que buscaban corriesen todos en seguimiento suyo y descargasen sobre él la tempestad de sus flechas.
Con esa estratagema que al fidelísimo indio le dictó el amor tierno que me tenía, me dio tiempo para que yo me guareciese con los demás en el vecino bosque, que era muy espeso. En esa retirada oí gritar a los enemigos, viendo a mi buen indio con mi ropa y sombrero: ‘Ahí va el sacerdote, todos a él, tiradle y matémosle.’ Y fue singular providencia de Dios que, habiendo cargado sobre aquel pobre indio toda la furia de los enemigos, siendo flecheros tan diestros, y llovido una infinidad de saetas, ninguna le tocó. Quedé admirado de su lealtad, y más de la providencia divina.»
El Señor esté con vosotros
Las Noticias de los Jesuitas del Gujarat me han recordado un pequeño incidente que sucedió hace años y que nos hizo reír a todos los que lo presenciamos.
Para comenzar la eucaristía el señor obispo se acercó al micrófono e hizo la señal de la cruz pronunciando las palabras en voz alta, «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», pero le pareció que no se oían por los altavoces. De hecho el micrófono funcionaba bien y se oía todo, aunque él creyó que no. Entonces, para que diesen sonido, dijo, creyendo que solo le oía el sacristán que estaba a su lado, cuando de hecho le oyeron todos en la catedral: «Algo anda mal con este micrófono.» Y todo el mundo contestó dócilmente: «Y con tu espíritu.» Y siguió la misa.
El canto del pájaro
«Varias veces oí el canto de un pájaro ‘tui’. [Esto era en Nueva Zelanda.] Un canto de siete notas distintas, seguidas, que varía de distrito a distrito. Es uno de los pocos cantos de pájaro que han sido afectados por la contaminación acústica. El ‘tui’ es un gran imitador, y ahora ha sido contaminado por los ruidos de la civilización moderna: bocinas de coche, sirenas de policía, silbidos de máquinas de tren, explosiones de pólvora y otros semejantes. Una de las siete notas que le oí, entre otras que parecían de flauta, era como el descorchar de una botella de champán. Se dice que el ‘tui’ cambia de melodía cada mes, hacia el tiempo de la luna nueva.»
[The Fox Boy, Peter Walker, p.43]
El pianista del gueto de Varsovia
Primero leí el libro autobiográfico de Wladyslaw Szpilman, y luego vi la película de Roman Polanski sobre el libro. Lo que más me impresionó fue ver las fechas sobreimpresas en las imágenes de los tristes eventos del gueto de Varsovia y pensar: Yo entonces tenía quince años… y no me enteré de nada. Nada se sabía de aquello entonces. No había la información de ahora. Algo hemos avanzado en enterarnos de lo que sucede en nuestro tiempo.
Como suele suceder, el libro me gustó más que la película. Y no sin razón. Valga una prueba. La película muestra al padre de Szpilman que rehusa saludar a los soldados alemanes en la calle, y uno de estos lo tumba de una bofetada. La verdad del libro es muy distinta, y muy instructiva:
«Entre las muchas normas molestas impuestas a los judíos había una que no estaba escrita pero debía observarse de manera muy estricta: los hombres de ascendencia judía debían inclinarse ante los soldados alemanes. Esta obligación estúpida y humillante nos hizo hervir de rabia a mi hermano y a mí. Hacíamos todo lo que podíamos para eludirla. Dábamos largos rodeos por la calle solo para no encontrarnos con un alemán y, si no podíamos evitarlo, mirábamos a otra parte y hacíamos como si no lo hubiéramos visto, aunque eso pudiera costarnos una paliza.
La actitud de mi padre era por completo diferente. Elegía las calles más largas para sus paseos, y se inclinaba ante los alemanes con una gracia y una ironía indescriptibles, sintiéndose feliz cuando uno de los soldados, desorientado por su radiante sonrisa, le respondía con un atento saludo y le sonreía como se fueran buenos amigos. Al volver a casa por la noche no podía remediar hablarnos con naturalidad de su amplio círculo de amistades: le bastaba poner un pie en la calle, nos decía, para que lo rodearan decenas de conocidos. Él no podía hacer otra cosa que corresponder a tanta cordialidad y tenía la mano rígida de tanto saludar con el sombrero. Decía esto con una sonrisa traviesa, frotándose regocijado las manos.» [p.51]
Nota
Os recuerdo la facilidad introducida el mes pasado para enviar las tres primeras secciones de esta página Web a través del botón «Enviar a…» en el menú.
Susana Vásquez nos cuenta esta delicada historia:
«Nosotros somos una familia católica; yo siempre que paso frente a una iglesia me persigno como señal de respeto. Entonces mi hija, a esta altura con 4 años y despertando a la observación de su extraña madre y sus creencias y actitudes me pregunta: ‘Mami, ¿por qué tú haces eso?’ Yo, muy orgullosa de poder enseñarle, le digo: ‘Bueno, hija, lo que pasa es que ahí está Diosito.’
Entonces al pasar frente a una capilla católica, ella, cual buena aprendiz, decide imitar a su madre y se persigna, a su manera eso sí, con un Espíritu Santo cerca del Hijo y más cerca de su ombliguito.
Decidida a continuar su aprendizaje pasa frente a una iglesia evangélica, y hace igual; luego frente a una mormona, y yo sin pensarlo le digo: ‘No, aquí no porque ahí no está Di…’; y simplemente me callé al ver su carita esperando que terminara mi frase. Ahora simplemente la dejo que se persigne frente a cada iglesia que ve. Ella me dio una gran lección.»
[Y a todos nosotros.]
Salmo 68 – La carga de la vida
Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello.
Estoy cansado de la vida. Estoy harto del triste negocio del vivir. No le veo sentido a la vida; no veo por qué he de seguir viviendo cuando no hay por qué ni para qué vivir. Ya me he engañado bastante a mí mismo con falsas esperanzas y sueños fugaces. Nada es verdad, nada resulta, nada funciona. Bien sabes que lo he intentado toda mi vida, he tenido paciencia, he esperado contra toda esperanza… y no he conseguido nada. A veces había algún destello, y yo me decía a mí mismo que sí, más tarde, algún día, en alguna ocasión, se haría por fin la luz y se aclararía todo y yo vería el camino y llegaría a la meta. Pero nunca se hizo la luz. Por fin, he tenido que ser honrado conmigo mismo y admitir que todo eso eran cuentos de hada, y seguí en la oscuridad como siempre lo había estado. Estoy de vuelta de todo. He tocado fondo. Estoy harto de vivir. Déjame marchar, Señor,
Me estoy hundiendo en un cieno profundo
y no puedo hacer pie;
he entrado en la hondura del agua,
me arrastra la corriente.
Estoy agotado de gritar, tengo ronca la garganta;
se me nublan los ojos.
Siento el peso de mi fracaso, pero, si me permites decirlo, lo que de veras me oprime y me abruma es el peso de tu propio fracaso, Señor. Porque, si la vida humana es un fracaso, tú eres quien la hiciste, y tuya es la responsabilidad si no funciona. Mientras sólo se trataba de mi propia pena, yo me refugiaba en el pensamiento de que no importaba mi sufrimiento con tal de que tu gloria estuviera a salvo. Pero ahora veo que tu gloria está íntimamente ligada a mi felicidad, y es tu prestigio el que queda empañado cuando mi vida se ennegrece. ¿Cómo puede permanecer sin mancha tu nombre cuando yo, que soy tu siervo, me hundo en el fango?
Soy un extraño para mis hermanos,
un extranjero para los hijos de mi madre;
porque me devora el celo de tu templo
y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí.
Por ti y por mí, Señor, por tu honra y por la mía, no permitas que mi alma perezca en la desesperación. Levántame, dame luz, dame fuerzas para soportar la vida, ya que no para entenderla. Sálvame por la gloria de tu nombre.
Arráncame del cieno, que no me hunda,
líbrame de las aguas sin fondo.
Que no me arrastre la corriente, que no me trague el torbellino,
que no se cierre la poza sobre mí.
No pido más que un destello, un rayo de luz, una ventana en la oscuridad que me rodea. Un relámpago de esperanza en la noche del desaliento. Un recordarme que tú estás aquí y el mundo está en tus manos y todo saldrá bien. Que se abran las nubes, aunque solo sea un instante, para que yo pueda ver un jirón de azul y asegurarme de que el cielo existe y el camino queda abierto a la ilusión y a la esperanza. Hazme sentir la gloria de tu poder en el alivio de mi impotencia.
Yo soy un pobre malherido, Dios mío,
tu salvación me levante.
Alabaré el nombre de Dios con cantos,
proclamaré su grandeza con acción de gracias.
¡Señor!, reconcíliame de nuevo con la vida.
«Yo también soy iraquí»
Ayer, 15 de febrero, asistí, como uno más del millón y medio reunido, a la manifestación por la paz en Madrid. No entro en política, pero entiendo que vivimos en democracia, que democracia significa gobernar según la voluntad del pueblo, y que el pueblo ha manifestado que no quiere la guerra. Impresionaba, desde la Plaza de la Cibeles, ver todo el Paseo del Prado hasta Atocha, la Castellana hasta la Plaza de Colón, La Calle de Alcalá hasta la Puerta de Alcalá por un lado y la Puerta del Sol por otro, todo lleno de cabezas humanas y de banderas blancas de Paz.
Al andar lentamente entre la multitud me encontré de repente andando detrás de una muchacha que llevaba a la espalda un cartel con la frase, «Yo también soy iraquí», y una diana debajo. Se me saltaron las lágrimas. Una muchacha española se identificaba con un pueblo que sufre. Me acerqué, le señalé su cartel y le di la mano. No dije nada, y ella vio que yo tenía los ojos húmedos. Nos dimos un beso, y seguimos con la corriente humana. Se me vuelven a humedecer los ojos al escribir esto.
Sonrisas por teléfono
Se identificó por teléfono como la Madre Superiora de un convento y me pidió dirigiera unos Ejercicios Espirituales a su comunidad. Yo no podía sacar tantos días libres en mi agenda, y hube de contestarle que no me iba a ser posible. Pero noté que tenía una voz muy bella, y que hablaba con un tono de alegría y de gozo que contagiaba sonrisas por teléfono. Y se lo dije al final. Le dije: «Siento no poder ir, pero déjeme decirle una cosa. No sé si se lo habrán dicho alguna vez, pero tiene usted una voz muy bella y agradable, y habla usted con un tono de gozo que se le adivina la sonrisa y alegra a quien la oye y habla con usted.»
Se rió por el teléfono. Seguro que se sonrojó un poquito. Nos despedimos. Sospecho que se quedó más contenta que si yo hubiese podido aceptar sus Ejercicios.
Para qué sirven los idiomas
La camarera en el hotel me preguntó en tres idiomas si quería café o té con el desayuno.
Yo le contesté en tres idiomas que quería leche sola.
Me preguntó en tres idiomas si quería la lecha fría o caliente.
Yo respondí en tres idiomas que la quería fría.
Me trajo té caliente.
Le sonreí en tres idiomas.
Me sonrió en tres idiomas.
Me tomé el té caliente.
Era la imagen perfecta de cómo va el mundo.
Muchas lenguas y poco entenderse.
Al menos sonriamos.
En tres lenguas.
Dichoso quien trabaja en lo que le gusta
Marcel Reich-Ranicki, judío polaco y sobresaliente crítico literario en la literatura alemana escribe sobre sí mismo:
«Yo trabajaba desde la mañana temprano hasta tarde de noche, parte en la oficina del periódico y parte en casa. No tenía prácticamente ni un fin de semana libre. Las vacaciones a las que tenía derecho las tomaba solo en parte y a regañadientes. Trabajaba duro, muy duro. ¿Por qué lo hacía? Nadie esperaba que yo lo hiciera, y nadie me lo pedía. Muchas cosas de las que hacía ni siquiera necesitaba hacerlas yo mismo; podría haberlas delegado. ¿Para qué, entonces, este gran esfuerzo, esta incesante esclavitud?
¿Para servir a la literatura? Sí, desde luego. ¿Era mi ambición el continuar la tradición de la presencia de judíos en la historia de la crítica literaria alemana manteniendo un puesto adelantado ante los ojos del público? También. ¿Tenía mi pasión por escribir algo que ver con mi deseo de encontrar un hogar intelectual como creí haber encontrado en la literatura alemana? Sí, y quizá más de lo que yo me imaginaba.
Todas esas respuestas son correctas, y sin embargo ninguna de ellas da en el blanco. Si he de ser honesto, tengo que admitir que tras mi adicción al trabajo, porque eso es lo que era, no había otra cosa que el placer que mi trabajo en el periódico «Frankfurter Allgemeine» me daba día a día. Mi afición y mi trabajo, mi pasión y mi profesión, coincidían por completo.»
[«The Author of Himself», p.349]
¿Ayudó Shakespeare a evitar asesinatos?
Cuando estallaron los disturbios violentos en el Guyarat, donde he vivido y trabajado y publicado libros y artículos casi toda mi vida, un escritor del país escribió allí en una revista: «A pesar de todos los escritos de Carlos Vallés que han formado a la sociedad guyaratí a lo largo de tantos años, la violencia ha surgido en medio de esta misma ciudad y esta misma región.» Por entonces leí el libro de Marcel Reich-Ranicki que acabo de citar, y me encontré con estas reflexiones:
«¿Esperé yo en algún momento que la literatura pudiera educar a la gente o cambiar el mundo? Nadie que tenga el más mínimo conocimiento de la historia de la literatura podrá hacerse tales ilusiones. ¿Han evitado un solo asesinato las tragedias de Shakespeare? ¿Consiguió la obra de Lessing frenar el creciente antisemitismo en el siglo dieciocho? ¿Consiguió la «Ifigenia» de Goethe hacer más amables a los humanos? ¿Consiguió el «Government Inspector» de Gogol reducir la corrupción en la Rusia de los zares? ¿Consiguió Strindberg mejorar la vida conyugal de los suecos? Millones de espectadores en innumerables países han visto las obras de teatro de Bertolt Brecht. Pero Max Frisch dudó de que ni uno solo de ellos hubiera cambiado sus opiniones políticas o aun ni siquiera las hubiese vuelto a examinar por ello.
Nunca he creído seriamente que la literatura tenga un apreciable efecto pedagógico. Pero sí creo en la necesidad del compromiso por parte del autor. Aunque el escritor no pueda cambiar nada, ha de expresar sus convicciones.»
[p.377]
Lección de humildad literaria, pienso yo, y al mismo tiempo de no perder ánimo y comunicar siempre la esperanza, la alegría y la sonrisa, que eso sí podemos hacer todos y quizá sea el mayor servicio que podemos hacer.
El zen de las cerezas
Un caracol japonés subía lentamente por el tronco de un cerezo. Era febrero, o quizá marzo. El caracol se encontró con un insecto que le dijo: «Pero ¿a dónde vas? No es temporada. No hay cerezas en el árbol.» – «Las habrá cuando llegue», contestó el caracol sin detenerse.
[«El círculo de los mentirosos, Jean-Claude Carrière, p.387]
Es que el caracol era japonés, claro.
Un cuento del siglo XVII: Por amor de Dios
Venía de Salamanca un estudiante gorrón, tan corto de dinero como presumido de rostro, y queriendo entrar en su pueblo, en una villa por donde acertó a pasar un día, se entró en la casa de un barbero, y viendo que el maestro se estaba mano sobre mano, le dijo que le hiciese la merced de quitarle la barba.
El barbero llamó a su mujer, pidió un peinador limpio guarnecido, sacó un estuche dorado, afiló una navaja y aparejó la mejor tijera que tenía, poniéndole una silla de caderas, le hizo sentar en ella.
El estudiante, que no estaba acostumbrado a que le tratasen con tanta cortesía, y para tan chico santo como él era le parecía ser mucha aquella fiesta, porque su bienhechor no pecase de ignorancia, con voz humilde y baja le dijo: «Mire vuesa merced, señor, que estoy sin blanca, que pido limosna para poder ir a mi tierra, y que el trabajo que vuesa merced toma en quitarme el cabello ha de ser por amor de Dios.»
Oyólo el barbero y perdida la paciencia, vuelto para el pobre mancebo, con mucho enojo le dijo: «¡Cuerpo de Dios con el gorrón! ¿Y a eso venía ahora? Ya yo me espantaba que tan de madrugada venía algo de provecho a mi casa. Siéntese aquí.»
Alzóse pacíficamente el mozo de la silla en que estaba; sentáronle en un banquillo y, puestos otros lienzos de jerga, según eran gruesos y con el color de hollín, dejó la obra el maestro, y en su lugar entró el aprendiz a acabar lo que su amo había comenzado y por él debió de decirse, «En la barba del ruin se enseña.» La tijera era tal, y de modo la navaja, que a cada vuelta le iba desollando medio carrillo. Pero como el negocio era de balde, sufría y callaba.
En esta ocasión estaba en un corredor alto de la casa aullando un galgo del barbero, y de suerte que era enfado para todos cuantos le oían, y el dueño, que había menester poco para enojarse, comenzó a dar voces, diciendo: «Subid arriba y mirad qué tiene aquel perro y por qué está aullando.»
Oyólo el estudiante y, mirando al barbero, le respondió: «No se espante vuesa merced de que gruña y aúlle, porque le deben de estar quitando el pelo de por amor de Dios, como a mí.»
[Jerónimo de Alcalá, en la antología «Todos los cuentos» de Ramón Menéndez Pidal, p.401.]
Consulta: «Soy un religioso de edad, y me va muy bien en todo, pero solo me viene alguna vez la nostalgia de no sentir los fervores religiosos en la oración y sacramentos que sentía cuando era un joven religioso. ¿Tiene esto algún remedio?»
Sí que lo tiene. Y es el reconocer que cada edad es cada edad, y cada situación tiene sus características. Le oí una vez a un anciano sacerdote una ilustración que me permito repetir. Explicó: «Hace poco oficié una eucaristía de acción de gracias para una pareja que celebraba santamente las bodas de oro de su matrimonio y a la que yo conocía de toda la vida. No se me ocurrió decirles que tuvieran sexo ahora con la misma ilusión que lo tuvieron en su luna de miel hacía cincuenta años. Son muy felices tal como están ahora por los setenta años, como lo fueron cuando se casaron en sus veintes. Cada cosa a su tiempo.»
La luna de miel es una cosa, y las bodas de oro son otra. Y una no es «mejor» que la otra. Cada una es válida a su tiempo si sabemos apreciarla, y desencajada si la ponemos fuera de lugar. Querer tener una mentalidad de luna de miel en las bodas de oro es tan absurdo como querer tener una mentalidad de bodas de oro en la luna de miel. Cada cosa a su tiempo. El desear repetir experiencias anteriores lleva a la frustración. La juventud tiene sus riquezas, y la madurez y la vejez las suyas. No creemos invernaderos artificiales, sino sepamos caminar con la vida. Cada momento tiene su belleza. Y esto se aplica a muchas cosas en la vida.
Cuando me ordené de sacerdote en Pune y «descubrí» las bellezas del breviario, se las conté entusiasmado al director espiritual del seminario, el inglés padre Astbury. Me contestó secamente: «Vuelva usted dentro de cinco años y cuéntemelo.» Me desagradó oír eso entonces, pero hoy comprendo me estaba enseñando una lección y preparándome para la vida. Atesoremos todo, pero no añoremos nada. Querer repetir el pasado puede cerrarnos al futuro.
Otra cosa. A algunos no les ha gustado el ejemplo que conté la vez pasada de la niña a quien su madre permitió que se santiguara, no solo al pasar ante una iglesia católica, sino ante una iglesia protestante también. Me dicen que ante la iglesia católica hay que santiguarse porque allí está el Santísimo Sacramento, mientras que en las otras no lo está.
Yo sigo con la niña y su mamá. Cuando yo estaba en la India, al pasar ante un templo hindú yo juntaba las manos e inclinaba la cabeza en la señal de respeto india. Respeto a la Casa de Dios, casa de oración, casa de reunión de los que creen en Él. Dios no hay más que uno, y hacemos bien en saludarlo al pasar ante su casa…, ya que tenemos tanta prisa que no podemos entrar.
Salmo 75 – El azote de la guerra
Al comenzar la oración me viene a la memoria, Señor, que en este mismo momento hay guerras en curso, unas lejos, otras cerca, y otras en amenaza pendiente que atenaza al mundo. Guerras crueles, inhumanas, absurdas. Guerras que llevan años, y guerras que acaban de estallar sin previsión y sin causa ni razón o que amenazan con estallar ya a cada momento.
Nunca hay razón para una guerra. Nunca hay razón para derramar la sangre de hombres y mujeres que quieren vivir. Nunca hay razón para arruinar a las naciones y azuzar el odio y llenar de vergüenza a la historia humana haciendo sufrir sin causa y sin remedio a generaciones enteras. La guerra es la bancarrota social de la humanidad.
Tú solo, Señor, puedes parar y evitar guerras.
Tú eres deslumbrante, magnífico,
con montones de botín conquistados.
Los violentos duermen su sueño,
y a los guerreros no les responden sus brazos.
Con un bramido, oh Dios de Jacob,
inmovilizaste carros y caballos.
Tú eres terrible:
¿quién resiste frente a ti el ímpetu de tu ira?
Quebraste los relámpagos del arco,
el escudo, la espada y la guerra.
Desde los cielos pronuncias la sentencia,
la tierra se amedrenta y enmudece.
Vuelve a hacer que la tierra enmudezca, Señor. Que la tierra reconozca tu dominio con su silencio. Que callen las bombas y los misiles, y que las balas y las minas dejen de arar el rostro de la tierra. Que calle el tumulto de la guerra en los corazones de los hombres y en los campos de batalla. Que el silencio de la paz cubra la tierra. Que se vuelvan a oír los cantos de los pájaros en vez del tableteo de las ametralladoras. Que se destruyan las armas que amenazan destruir al hombre y a su civilización con él.
Y sobre todo, que se haga silencio en mi propio corazón, Señor, porque ahí es donde están las raíces de la guerra. Las pasiones que llevan a los hombres a buscar el poder, a odiarse unos a otros, a destruir y a matar, se hallan todas ellas en mi corazón. Por eso te pido que acalles la violencia en mí, el orgullo, y el odio.
Cuando leo noticias de guerras, hazme pensar en las guerras secretas de mi corazón. Cuando protesto públicamente contra la violencia, recuérdame que llevo semillas de violencia dentro de mí. Cuando veo correr la sangre, ábreme los ojos para que vea la sangre que yo hago correr en los duelos a muerte con seres a los que llamo hermanos. Acalla las tormentas que llevo dentro, para que sus truenos no salgan afuera; y establece la paz en mi alma para que sea signo y plegaria de la paz que deseo para todos los hombres en todos los lugares y en todos los tiempos.
Oh Dios, cuando surjas para liberar a los humildes de la tierra, Edom abandonará sus odios para alabarte, y los supervivientes de Israel bailarán para rendirte culto.
¡Que el clamor de la batalla dé paso a la alegría de la danza, Señor, Dios de la paz!
Oración cibernética
Al abrir el ordenador cada mañana aprovecho su lento despertar. Mientras se templa, yo junto mis manos ante el rostro y lo saludo con un lento y sentido «namasté», el gesto íntimo y sagrado que me he traído para siempre de la India.
Después acaricio despacio, con las dos manos separadas simétricamente, la pantalla plana del monitor, orgullo de mi mesa de trabajo, tocando suavemente sus bordes rectangulares, bajando por los lados y descansando al pie sobre su base firme y plana. Luego bajo las manos al teclado inalámbrico que descansa sobre mis rodillas para mayor comodidad ergonómica en la postura, y siento las cosquillas de sus teclas en las yemas de los dedos que tan bien se conocen del tacto diario y se saludan con las risas nerviosas de volverse a encontrar. Acuno al ratón inalámbrico suavemente en el molde de mis manos, toco uno por uno los altavoces, la impresora, el modem, la CPU. Vuelvo a juntar las manos ante la frente, inclino despacio la cabeza y permanezco unos instantes en comunión vivida con el aparato que es la prolongación de mis sentidos, y a través del cual se me abre el espacio y se me acerca el mundo. «Namasté.»
Es el ritual diario, meditación orgánica, contemplación práctica, oración cibernética. «Ayuddha-puya» lo llaman a eso en sánscrito en la India desde tiempo inmemorial. Literalmente, «Bendición de las armas» que practicaban los guerreros de antaño antes del combate, y que ahora se entiende como «Veneración de los instrumentos de trabajo», y la practican fielmente el labrador con su arado y sus bueyes, el carpintero con la sierra y el martillo, el barrendero con la escoba, el cocinero con los pucheros, el estudiante con sus libros de texto, el escritor con la pluma y el papel. Amar y venerar aquello que nos acompaña en la vida, que extiende nuestras facultades, que nos da el sustento y nos ocupa el día. Tan sencillo y tan profundo como eso. Yo lo hago cada día con mi ordenador. «Namasté.»
¿Qué hora es?
Este es un diálogo auténtico palabra por palabra entre Walther Lechler y David Gilmore mientras yo paseaba con ambos por los jardines de Bad Herrenalb en Alemania. Walther pregunta y David responde:
– ¿Qué hora es?
– No lo sé.
– Mira el reloj, que para eso lo llevas.
– [David consulta su reloj de muñeca y no dice nada.]
– Vamos, ¿qué hora es?
– Te he dicho que no lo sé.
– Y yo te he dicho que mires al reloj.
– Ya lo he mirado. Es muy bonito.
– Bueno, pero ¿qué hora es?
– En eso no me he fijado.
– Pues ya se entiende, hombre.
– Yo entiendo lo que se me dice.
– Lo digo ahora. Fíjate a ver qué hora es en tu reloj.
– Ya me he fijado.
– ¿Y nos dirás por fin qué hora es?
– Sí, claro, si queréis que os lo diga.
– Dilo, por favor.
– Las cinco y diez.
– Gracias.
Aparte de decirnos -por fin- la hora, David nos hacía reír y nos descubría a cada paso las incongruencias e inconsistencias de nuestro lenguaje. Claro que no hablaba siempre así, pero cuando lo hacía, había que prepararse. No había un momento aburrido con él. Me alegró la estancia.
La lágrima sin derramar
Estos versos de Gustavo Adolfo Bécquer me hicieron pensar:
«Asomaba a sus ojos una lágrima,
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjuagó su llanto,
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por mi camino; ella, por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún, ¿por qué callé aquel día?;
y ella dirá, ¿por qué no lloré yo?»
Me hicieron pensar que es mejor expresar los sentimientos que ocultarlos. Con delicadeza, con cariño, con tacto, pero es mejor hablar… o llorar, antes que callar. Una lágrima sin derramar hace más daño que una lágrima derramada.
También el silencio salva
Aunque, a veces, sí es mejor callarse, y este es un ejemplo. El padre Antonio Ruiz de Montoya cuenta que yendo con sus indios por la selva entre las Reducciones del Paraguay, se perdieron en el bosque, y anduvieron varios días «con harto sentimiento por no tener agua». Su situación llegó a ser crítica. Decidieron pararse un rato a rezar en silencio, cansados como estaban, y la oración literalmente les salvó la vida. Al quedar todos parados y en silencio oyeron el leve ruido de las aguas de un arroyo cercano que no habían oído mientras hablaban y caminaban, y a él se fueron enseguida y saciaron su sed. Ventajas del silencio. A veces también nos perdemos en la vida por no saber callarnos.
Vivir el presente
«El futuro no tiene sentido si no va a convertirse en presente. Hacer planes para un futuro que no va a ser presente es tan absurdo como hacer planes para un futuro que me encontrará ‘ausente’ cuando llegue porque entonces estaré planeando para otro futuro.
Esta manera de vivir la expectativa de una fantasía en vez de la realidad del presente es la especialidad de esos hombres de negocios que viven solamente para hacer dinero. Muchos ricos entienden más de cómo ganar dinero que de cómo usarlo y disfrutarlo. No llegan a vivir porque están siempre preparándose para vivir. En vez de ganarse la vida solo ganan ganancias, y cuando les llega el tiempo de relajarse son incapaces de hacerlo. Muchos hombres exitosos se aburren y se desploman cuando se retiran, y siguen trabajando solo para no aburrirse, y para que un hombre más joven no ocupe su puesto.»
[Alan Watts, «The Wisdom of Insecurity», p.35]
Agua corriente
«Para ‘tener’ agua corriente, hay que dejarla correr. Y lo mismo vale para la vida, y para Dios.»
[Ib., p.24]
Pregunta: ¿Valen para algo las oraciones por la paz, las oraciones contra la guerra?
Respuesta: Sí. Como valen las manifestaciones en las ciudades, las protestas en los periódicos, las recogidas de firmas, las audiencias del Papa a políticos, las vibraciones que salen del corazón y recorren el mundo buscando hermandad. Sí vale la tranquilidad y la esperanza y la sonrisa y el andar muchos con las manos juntas y el formar cadenas de libertad y el rezar sonriendo deseos de paz. Aunque no consigamos cambiar la historia, conseguiremos irla influenciando. Hay que desintoxicar al mundo, y vamos a hacerlo. La oración hace eso.
Y otra cosa. Alguien me felicita por no haberme muerto. Me escribe: «Con gran alegría me permito escribirle estas líneas luego de encontrar su dirección de e-mail en el último de sus libros. Dudaba que pudiera comunicarme con usted, pues creí que ya había fallecido.»
Hacía bien en dudar, porque si yo hubiera fallecido no le hubiera valido mi actual dirección de correo electrónico. Tomo nota, y cuando me muera le enviaré mi nueva dirección para seguir en contacto. Y sí me gustaría seguir en contacto por una cosa muy bonita que me dice: «El recorrido espiritual que he venido haciendo en mi vida podría resumirse en los títulos de los libros suyos que he ido leyendo.» Tendré que seguir escribiendo.
Salmo 74 – La copa de la amargura
Este salmo me atemoriza, Señor. Tu imagen de juez justiciero, con la copa del castigo en tus manos, acercándola inexorablemente a los labios del pecador y haciéndole beber las heces de la sentencia eterna, sin que nadie pueda salvarlo. Palabras de temor en salmo de oración.
El Señor tiene una copa en la mano,
un vaso lleno de vino drogado;
lo da a beber hasta las heces
a todos los malvados de la tierra.
Imagen temible de juicio y condena. Pero no quiero ignorarla, Señor; no quiero pasarla por alto, no quiero disimularla. La justicia es parte de tu ser, y la acepto y la adoro como acepto y adoro tu misericordia y tu majestad. Eres el justo juez, y la copa del castigo está en tus manos. Que no me olvida nunca de eso, Señor.
No pretendo escapar del castigo, ni podría aunque quisiera. «Ni del oriente ni del occidente, ni del desierto ni de los montes» le puede venir auxilio al pecador. Conozco mis maldades, y sé que mis labios se han condenado ellos mismos a tocar el borde de la copa de la maldición. Pero no pienso en esconderme y huir. Temo a la copa, pero me fío de la mano que la sostiene. Espero tranquilo la llegada del juez.
Espero sin miedo, porque pienso en otra copa, en otro cáliz, lejano en tiempo, pero cercano siempre a la realidad de la culpa y del perdón. Cáliz de amargura, sufrimiento y dolor. Cáliz de pasión y muerte. Y también ese cáliz estaba en tus manos en la soledad de un huerto donde los rayos tímidos de la luna fría se filtraban estremecidos por el ramaje de olivos venerables hasta el suelo consagrado por un sudor de sangre. El cáliz estaba lleno de licor de muerte. Y no pasó de largo. Fue bebido hasta las heces. Misterio del cáliz de la noche del huerto que perdona el cáliz de castigo destinado a mis labios.
Ésa es, Señor, la grandeza de tu misericordia y la gloria de tu redención. Te he alabado por los cielos y la tierra, por el sol y la luna, y te alabo ahora muchísimo más por la grandeza de tu obra de salvación, por haber redimido al hombre con la vida, la muerte y la resurrección de tu Hijo. Bendito seas, Señor.
Te damos gracias, oh Dios,
te damos gracias
invocando tu hombre,
contando tus maravillas.
La generación clónica
Una niña pequeña escuchó, a instancia mía, el principio de la Quinta Sinfonía de Beethoven con su repetido «sol-sol-sol-mííí». Tiene buen oído, y ella cantó enseguida: «Ta-ta-ta-chúúún.» Le dije eso era música clásica. Luego ella vio la colección de discos compactos de música clásica en mi casa y preguntó inocente señalando con el dedo: «¿Todo esto es ta-ta-ta-chúúún?»
Jóvenes de hoy me dicen que no distinguen a Bach de Beethoven o a Tchaichowski de Stravinski. Todos son iguales para ellos. Me da pena oírlo. Me suena a perderse una riqueza infinitamente variada. Pero enseguida caigo en la cuenta de que yo tampoco distingo al rock del pop ni a Enrique Iglesias de Julio Iglesias. Por lo visto también me estoy perdiendo algo.
Lo que nos es familiar es lo que distinguimos. Cuando los españoles vemos una foto de grupo de japoneses, nos parecen todos iguales; y cuando los japoneses ven una foto de grupo de españoles les parecemos todos iguales. Eso solo quiere decir que no nos conocemos. Aun así, hay que buscar la variedad dentro del grupo.
Cuando veo yo de espaldas a chicos jóvenes caminando por delante de mí, me parecen todos iguales. Y lo mismo si son chicas. Todas visten igual, peinan igual, andan igual, fuman igual, hablan igual (igual de mal). Una vez vi por detrás una muchacha que para mí era sin duda una sobrina mía. Fui a sorprenderla con una palmadita en la espalda, pero me contuve en el último momento y le miré la cara de perfil. ¡Era otra chica! Menos mal que me paré a tiempo.
Y no se diga cuando están en un macroconcierto ante el ídolo de turno. Todos ríen igual, gritan igual, se balancean igual con los brazos en alto al unísono. ¿Son una generación clónica? ¿O es que no los conozco?
Aprendiendo a volar
He leído recientemente varias autobiografías de célebres cantantes femeninas, desde Victoria Beckham («Learning to fly» – Aprendiendo a volar) hasta Martine McCutcheon («Who does she think she is?» – ¿Quién se cree ella que es?). Todas tienen varios rasgos en común. Comienzos difíciles, trabajo muy duro, ritmo vertiginoso, triunfo inesperado, colapso súbito de salud y de ánimo, vuelta al trabajo en solitario, cambio de pareja, vitalidad exuberante, deseo de entretener, entrega al público y a su trabajo. Escriben de muy jóvenes, a los veinte-y-pocos años, con ayuda de un redactor. Escriben bien y las he leído con gusto. También me han sacudido.
El rasgo que más me ha hecho pensar ha sido un rasgo que todas tienen en común, y es un rasgo por defecto. No mencionan a la religión para nada. Ni para alabarla ni para atacarla. Sencillamente la ignoran. En sus gruesos tomos no hablan en ningún momento de Dios, religión, Iglesia, la otra vida. Esos conceptos no forman parte de su vida. Y estas figuras son los iconos de nuestra juventud de hoy.
Como son tan jóvenes, aún podrán escribir tres o cuatro autobiografías cada una en la vida que les espera y que les deseo muy larga. Quizá en ellas nos digan algo sobre lo que a algunos de nosotros nos interesaría saber. Si siguen «aprendiendo a volar», me encantaría verlas volar más alto.
Pájaros clónicos también
Naserudín atrapó un día una cigüeña, le cortó las patas y el pico, y orgulloso de su obra exclamó: «Ahora sí que eres un pájaro de verdad.»
Cambio de ritmo
Marta tiene una tortuga y la envía a comprar pan. La tortuga vuelve al día siguiente y pregunta: «¿Me dijiste barra o chapata?»
Comunicación
«Para hablarle tenía que esperar a que pusieran los anuncios en la televisión porque le contrariaba que le interrumpiera su distracción.» Gioconda Belli.
El poder de la fe (débil)
El cordero tenía miedo de los lobos. Encontró una piel de tigre y se cubrió con ella. Un día vio un lobo de lejos y se echó a temblar. Se había olvidado de que llevaba la piel de tigre.
El poder del pensamiento
El maestro envió al discípulo a meditar en el jardín. Debía concentrarse y evitar toda distracción de ruidos o colores o gente que pasaba o aves que volaban, y mantener la mente vacía de todo pensamiento para lograr penetrar en el misterio del ser.
El discípulo se sentó en postura de loto, cerró lo ojos, sintió su respiración y quedó inmóvil, en su cuerpo y en su mente, sin dejarse llevar por distracción alguna que pudiera interrumpir su contemplación. Para ello se había preparado con larga disciplina, y todo su entrenamiento rendía ahora su fruto con la bendición de su maestro.
Pero de repente un pájaro cantó, y el discípulo no pudo impedir un temblor de impaciencia en su cuerpo. El pájaro volvió a cantar. El discípulo se inquietó y cayó en la cuenta de que se había quebrado su concentración. Abrió los ojos, miró al pájaro con ira… y en aquel instante el pájaro cayó muerto de la rama al suelo.
El discípulo se asustó y corrió a su maestro en busca de una explicación. El maestro le dijo: «Te ha sucedido esto para que comprendas el poder del pensamiento. Cuando has concebido la violencia en tu mente, has matado a la persona contra quien te excitaste. Aunque nadie lo sepa y ella siga viva, tú has herido a una relación y has dañado a la sociedad. Nunca pienses mal de nadie, porque el pensamiento obra ya en secreto y causa la muerte.»
Con esto, el maestro fue al jardín, recogió el pájaro del suelo, lo acarició en su mano y lo lanzó al vuelo. El discípulo comprendió la lección.
Guerra
Me sigue doliendo la guerra. Hasta que acabe. Y me seguirán doliendo todas las guerras del mundo. Que no acaban.
Me preguntáis, ¿por qué la catequesis no surge efecto más que hasta la primera comunión? Después, la mayor parte de los jóvenes se olvida, y los catequistas quedan frustrados con todas sus mejores intenciones.
Todos sabemos el problema. He llegado a oír que una pareja fue al juzgado a ver si podían arreglar una «primera comunión laica» para su niña. A esos no les duró la catequesis ni hasta la primera comunión.
Yo creo que en parte la dificultad viene de que presentamos nuestra doctrina esencialmente como nos la presentaron a nosotros, de una manera que estaba muy bien en nuestro tiempo, pero que no resulta tan efectiva cuando muchas cosas han cambiado. Conozco a una niña que, cuando le explicaron la lección del pecado original en la clase de catecismo, vino a casa y le dijo a su madre: «Mami, eso de Adán y Eva es una chorrada, ¿no?». No lo es, y a mí no se me ocurrió decir eso cuando aprendía el catecismo de pequeño, pero por lo visto así puede parecerles a los jóvenes de hoy. Sabemos que el Papa ha declarado que el darvinismo no es contrario a la doctrina católica. Pero no nos han explicado cómo presentar desde esa perspectiva el pecado original. Hay mucha teología por hacer, o al menos por comunicarnos al pueblo de Dios en nuestra vida diaria. Admiro y animo a todos los catequistas que se consagran a esta tarea fundamental. Su propia fe es el mejor modo de comunicarla.
Salmo 71 – Justicia para los oprimidos
La oración de Israel por su rey era una oración por la justicia, por el juicio imparcial y por la defensa de los oprimidos. Mi oración por el gobierno de mi país y por los gobiernos de todo el mundo es también una oración por la justicia, la igualdad y la liberación.
Dios mío, confía tu juicio al rey,
tu justicia al hijo de reyes:
para que rija a tu pueblo con justicia,
a tus humildes con rectitud.
Que los montes traigan paz,
y los collados justicia.
Que él defienda a los humildes del pueblo,
socorra a los hijos del pobre
y quebrante al explotador.
Rezo, y quiero trabajar con toda mi alma, por estructuras justas, por la conciencia social, por el sentir humano entre hombre y hombre y, en consecuencia, entre grupo y grupo, entre clase y clase, entre nación y nación. Pido que la realidad desnuda de la pobreza actual se levante en la conciencia de todo hombre y de toda organización para que los corazones de los hombres y los poderes de las naciones reconozcan su responsabilidad moral y se entreguen a una acción eficaz para llevar el pan a todas las bocas, refugio a todas las familias y dignidad y respeto a toda persona en el mundo de hoy.
Al rezar por los demás, rezo por mí mismo, es decir, despierto y traduzco a mi situación lo que he pedido para los demás en la oración. Yo no soy rey, los destinos de las naciones no dependen de mis labios y no los puedo cambiar con una orden o con una firma. Pero soy hombre, soy miembro de la sociedad, soy célula en el cuerpo de la raza humana, y las vibraciones de mi pensar y de mi sentir recorren los nervios que activan el cuerpo entero para que entienda y actúe y lleve la redención al mundo. Para mí pido y deseo sentir tan al vivo la necesidad de reforma que mis pensamientos y mis palabras y el fuego de mi mirada y el eco de mis pisadas despierte en otros el mismo celo y la misma urgencia para borrar la desigualdad e implantar la justicia. Es tarea de todos, y por eso mismo tarea mía que he de comunicar a los demás con mi propia convicción y entusiasmo, para lograr entre todos lo que todos deseamos.
Israel seguirá rezando por su rey:
Porque él librará el pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres;
él rescatará sus vidas de la violencia,
su sangre será preciosa a sus ojos.
Y el Señor bendecirá a su rey y a su pueblo:
Que dure tanto como el sol,
como la luna de edad en edad;
que baje como lluvia sobre el césped,
como llovizna que empapa la tierra;
que en sus días florezcan la justicia y la paz
hasta que falte la luna;
que domine de mar a mar,
del Gran Río al confín de la tierra.
Que reine la justicia en la tierra.
Una ópera y una lágrima
La ópera «Turandot» de Puccini canta la historia de una princesa china, Turandot, que no quería casarse, y cuando su padre el rey la instaba a que escogiese marido, se refugió en el ardid que se casaría con aquel príncipe que adivinase tres acertijos que ella propondría; y a los que no acertasen, les cortarían la cabeza.
Esperaba que con esa amenaza no se arriesgara nadie, pero tal era su belleza -y su riqueza- que varios príncipes perdieron la cabeza… primero por ella emocionalmente, y luego para ellos mismos físicamente.
Cuando todo parecía perdido, se presenta un príncipe sin nombre que adivina los tres acertijos. El último era:
«¿Cuál es el hielo
que prende el fuego?»
Respuesta: «Turandot.»
La frígida princesa se enfurece, pero el generoso príncipe le da una escapada. Ahora será él quien proponga un acertijo, y si la princesa lo resuelve antes de que amanezca el día siguiente, quedará libre de su compromiso de casarse. El acertijo es: «¿Cómo me llamo?»
La princesa tiene toda la noche para averiguarlo. La noche hecha célebre por el aria de Puccini «Nessum dorma» («Que nadie duerma en Pekín esta noche…») que han lloriqueado todos los tenores del mundo. Para complicar más las cosas, una esclava declara que ella sabe el nombre del príncipe pero no quiere decirlo. Sube la tensión.
Va a salir el sol, y Turandot y el príncipe comienzan un dúo en el que se van calentando las cosas. Antes de que el primer rayo amanezca, el príncipe canta: «No quiero que te cases conmigo por obligación. Por eso te voy a decir yo mismo mi nombre, y quedarás libre.» Ante tanta generosidad, la princesa, que ya se había ido animando con el dúo, declara que lo ama, escucha su nombre («Calaf», aunque dice que su verdadero nombre es «Amor»), se desmaya en sus brazos y todo acaba en boda.
Vi y escuché hace poco el Nessum dorma en un programa musical de televisión para niños (yo también soy niño), y cuando Fernando Argenta (hijo del mejor director de orquesta español de todos los tiempos, Ataúlfo Argenta) les iba explicando la trama de la ópera en toda su tensión de sentimientos, la cámara enfocaba a los niños que ocupaban todo el auditorio y que a ratos hacían gestos como si ellos estuvieran dirigiendo a la orquesta cuando tocaba. Y vi a una niña, en el momento trágico del drama, con su rostro grande e inocente llenando toda la pantalla, y una lágrima que asomaba tímida al borde sus ojos, aumentaba en tamaño transparente, y resbalaba después despacio dejando un rastro húmedo por su tierna, rosada mejilla hasta caer, temblando, sobre sus manos.
Fue la lágrima la que me hizo escribir esto.
El final de Turandot
Por cierto que Puccini se murió sin acabar su ópera. Otro músico, Franco Alfano, escribió el final, y así es como se representa ahora. Pero cuando Toscanini la dirigió, cortó en el lugar en que la dejó Puccini, y declaró: «La obra acaba aquí, porque aquí murió el maestro.»
Más vale un corte real que un redondeo artificial.
Travesura después de morir
Cuando Viktor Frankl, célebre por su libro «El hombre en busca de sentido» después de sobrevivir a Auschwitz, iba a ser sometido a una operación de corazón a sus 95 años con pocas probabilidades de sobrevivir, le dijo a su esposa Elly a quien tanto amaba: «Elly, te he dedicado uno de mis libros y lo he escondido en casa. Allí lo encontrarás.»
Sobrevivió a la operación, pero no recobró la conciencia y murió tres días después. Su biógrafo, Haddon Klingberg, cuenta lo sucedido entonces en su libro «La llamada de la vida» (p.387).
«Elly me contó la historia del libro que Viktor había escondido en el piso. Justo después de su muerte peinó todo el piso buscándolo, una y otra vez, intentando imaginar cada rincón donde él podría haberlo escondido. No estaba en ningún sitio, y ella se sentía frustrada. Viktor había estado completamente lúcido hasta el momento de la operación, y ella estaba convencida de que el libro estaba en algún lugar del piso, tal y como le había indicado.
Finalmente, Elly dio con el libro cuando no lo estaba buscando. Viktor estaba completamente familiarizado con la rutina de Elly en la casa. Cada pocos meses, Elly sacaba los libros atesorados de la estantería contigua al escritorio de Viktor, donde él colocaba todas las ediciones en diferentes lenguas de sus libros. No estaban catalogados de una manera sistemática, pero Viktor conocía cada libro y el lugar que ocupaba y sólo se fiaba de Elly para tocarlos. Parece ser que dio por sentado que ella seguiría sacándoles el polvo incluso después de que él no estuviera. Y así lo hizo ella.
Cuando Elly sacó cada una de las hileras de libros para sacarles el polvo, detrás de un estante con las ediciones de «El hombre en busca de sentido», había un libro fuera de lugar, aunque podía haber sido empujado sin querer detrás de los otros, pero era una copia de su «Homo Patiens» de 1950. En este ejemplar, al igual que en otros, tras las páginas del título y del copyright, había una página que se dejaba en blanco para la dedicatoria. Cuando abrió el libro, se descubrió el misterio: ése era el libro que Viktor había dejado especialmente para ella y que le había dedicado en sus últimos días.
La dedicatoria decía: ‘Para Elly, que consiguió convertir a un hombre que sufría en un hombre que amaba. Viktor’.»
La cosecha de algodón
El joven ingeniero agrónomo fue a comentar sus proyectos sobre el terreno que había comprado y arreglado con el viejo don Laureano, un criollo que vivía en el campo de al lado.
– ¿Ha visto, don Laureano, mi campito?
– Sí, ¿cómo no lo voy a ver? Lindo lo ha dejado, patroncito.
– Bueno, don Laureano, yo le quería preguntar qué opina usted sobre la posibilidad de que este terreno me dé algodón. ¿Cree que este campito me dará buen algodón?
– ¿Algodón, patroncito? No, mire, no creo que este campo le pueda dar algodón. Fíjese, no. Los años que hace que yo vivo aquí y nunca vi que este campo diera algodón.
– ¿Y maíz? ¿Usted cree que me puede dar maíz?
– ¿Maíz, patroncito? No, mire. No creo que este campito le pueda dar maíz. Por lo que yo sé, este campito lo que le puede dar es algo de pasto, un poco de leña, sombra para las vacas, y con suerte, alguna frutita de monte. Pero maíz, no creo que le dé.
– ¿Y soja, don Laureano? ¿Me podrá dar soja este campito?
– ¿Soja, patroncito? Mire, no le quiero engañar. No creo que este campito le pueda dar soja.
– Bueno, don Laureano, yo le agradezco todo lo que usted me ha dicho. Pero ¿sabe usted una cosa? Lo mismo me gustaría hacer una prueba. Voy a sembrar algodón en el campito y vamos a ver lo que resulta. A pesar de lo que usted me ha dicho que no ha visto que en este campo se diera nunca algodón.
– Bueno, bueno, patroncito. Si usted siembra…, si usted siembra es otra cosa.
[Mamerto Menapace, «Cuentos desde la cruz del sur», p.17 abreviado.]
El cuentero
Lo llaman «cuentero», que desde luego suena mejor que «cuentista». Él cuenta cuentos y los cuenta melodiosamente. Y a todos les gustan en veinte países. Yo me había leído docenas de ellos. Pero al cuentero no lo había visto nunca. Supe que venía a Madrid y me enteré de dónde y cuándo iba a hablar en público. Asistí ayer. Al final me acerqué a él y le dije mi nombre. Se le alegró el rostro con una luz súbita, me abrazó y nos sentimos hermanos como ambos sabíamos que éramos. Él también había leído mis «cuentos», que eso es al fin y al cabo todo lo que escribo. No necesitamos más. Después me dijo que la sorpresa de verme le quitó la palabra. Le dije que no hacía falta decir nada. Ver su rostro al verme a mí fue toda una fiesta. Seguiremos contando cuentos. Somos cuentistas. Y supongo habrás adivinado quién es. Mira el cuento anterior. Mamerto Menapace, abad benedictino del monasterio de Los Toldos, Argentina.
En la lavandería
Escucha, Marga, y te cuento. No te preocupes por preparar café. Siéntate y escucha. Mira, hoy tocaba lavar y cogí la ropa de la señora para quien trabajo, bajé al sótano donde están las máquinas para todos los pisos, la metí en la lavadora y me senté en el banco a esperar. Al poco rato vino otra muchacha, y dejó la ropa sucia sobre el banco donde yo estaba. Yo, sin querer, rocé la ropa, y ella enseguida la retiró un poco para que no me tocase. Ella era blanca, ya entiendes.
Por lo visto se creía que yo les iba a contagiar la peste a sus amos, o qué sé yo, y me dieron ganas de darle una bofetada, pero me contuve. Me calmé y le dije: «Hermana, por qué apartaste tan rápidamente esa ropa de mi lado, y pareces tan agitada?» Ella se puso toda colorada y me dijo: «Era sólo para hacerte sitio.» Y yo, bien tranquila le dije: «Eres una mentirosa.» Ella bajó la cabeza.
«Hermana», le dije, «tú trabajas en una casa como yo. ¿Me contestarías si te hago unas pocas preguntas?» Ella dijo que sí con la cabeza. Lo primero que le pregunté fue cuánto le pagaban cada semana, y no te lo vas a creer, pero le pagaban menos que a mí que soy negra, y eso no es fácil. Luego le pregunté, «¿No te pide tu señora, primero amigablemente y luego poco a poco exigiéndolo, que hagas tareas extra que no están en el contrato?» Y ella dijo que sí con la cabeza. Yo seguí, «¿Y dime, no te mete apretujado todo el trabajo de ocho horas en sólo cinco para decir que sólo es a tiempo parcial y pagarte la mitad?» Y volvió a decir que sí.
Yo añadí, «Mira, yo no soy tu enemiga, y no te enfades conmigo, pero tú no eres libre.» Ella me contestó rápidamente, «Sí que soy libre.» Yo le dije, «Entonces qué te parece que vaya yo esta noche a tu casa a cenar contigo.» Contestó, «Es que yo vivo con otra gente, y no sé si…». Yo la corté, «Si eres libre, puedes escoger a tus amigos sin miedos.»
«¿Cómo es así», insistí, «que los señores para quienes trabajo me dejan amasar con mis manos la carne picada de sus pastelillos, pero me mandan colgar mi abrigo en la cocina, en vez del salón junto a los suyos?» Para entonces ella estaba toda desorientada y me dijo, «Oh, es todo tan confuso que yo no lo entiendo.»
Le dije, «Se te va a aclarar si continuamos. Mira, ahora cuando pongas las manos en toda esa ropa sucia para meterla en la lavadora, ¿cómo no ves que es mucho más seguro y tiene mucho más sentido que pongas tu mano en la mía y seamos amigas, aunque yo sea negra?» Bien, pues sin más me dio la mano y me dijo, «Quiero ser tu amiga.»
Me alegré de no haberle dado una bofetada. El buen Dios sabe cómo arreglar bien las cosas y que haya paz. Ahora puedes darme el café, Marga.
[«In the Laundry Room» por Alice Childress, en «The Unforgetting Heart», p.133]
Paul Claudel fue uno de los héroes intelectuales de mi juventud con su profundo catolicismo, su poesía, y su estilo tan elegante y tan brillante. Su frase, «Tout ce qui arrive est adorable», ha sido una de mis citas favoritas de por vida. Alguien que lo sabe me ha enviado recientemente un artículo en que aparecen varias de sus cartas en la correspondencia que mantuvo durante veinte años, a carta por semana, con la joven Françoise de Marcilly. Las cartas son profundas y bellas, pero un párrafo me ha dolido:
«He apreciado mucho -escribe el poeta a la muchacha- lo que dices de Bach, pero nunca he podido amar a este músico. Me fastidia. Y, además, es protestante y eso me basta. ¿Qué puedo esperar de bueno de un protestante?»
¿Cómo pudo Claudel escribir eso? Claro que su actitud se reflejó luego en la de sus amigos. Y tal para cual. Esto dice en otra carta:
«Ida Rubinstein y Strawinsky me han pedido hacer para ellos un nuevo oratorio, y he escrito el primer acto con el tema ‘Tobías’, que ha quedado bastante bien. Entonces Strawinsky ha cambiado de opinión y me ha escrito ¡que sus principios religiosos le impedían poner en música un drama tomado de la Sagrada Escritura!»
Me gusta Strawinsky, me fascina Bach, y seguiré citando a Claudel. «Tout ce qui arrive est adorable.»
Salmo 72 – La amargura de la envidia
Mi corazón se agriaba…
y envidiaba.
Me da vergüenza a mí mismo, pero no puedo remediarlo. ¿Por qué me quemo por dentro cuando mi hermano triunfa? ¿Por qué me entristecen sus éxitos? ¿Por qué me resulta imposible alegrarme cuando otros lo alaban? ¿Por qué he de forzarme a sonreír cuando me veo obligado a felicitarle? Quisiera ser amable y educado, reconozco que su trabajo es diferente al mío, que sus éxitos no me hacen ningún daño.
Incluso veo perfectamente que sus triunfos deberían alegrarme, porque también él, a su manera, trabaja por tu Reino como yo lo hago; y así, cuando le salen bien las cosas, le salen también a ti y a mí, y todo eso redunda en tu gloria. Pero, en vez de ver en ello tu gloria, veo solamente su gloria personal, y eso me irrita. Y luego me irrito por haberme irritado. No hay tristeza más triste en el corazón del hombre que la que le hace entristecerse cuando las cosas le salen bien a su hermano.
Y, sin embargo, esa tristeza anida en mi corazón. Simiente amarga. Vergüenza íntima. Envidia inconfesable. El sufrimiento más irracional del mundo y, sin embargo, el más real, universal, diario. Apenas pasa un día, una hora, sin que las garras inútiles de la envidia hagan sangrar a mi corazón indefenso.
Entonces trato de justificar mi locura y encubro con planteamientos filosóficos la necedad de mis quejas. ¿Por qué sufren los justos? ¿Por qué ganan los malvados? ¿Por qué ese hombre, que ni se acuerda de ti, me ha ganado a mí, que te rezo todos los días? ¿Por qué permites que un hombre sin religión triunfe, mientras fieles sinceros quedan en la miseria? ¿Por qué está el mundo al revés? ¿Por qué no hay justicia en la tierra?
¿Por qué te quedas impasible, como si esto no te importase nada? ¿Por qué me pierdo yo en el fracaso y el olvido, mientras que seres a los que no quiero juzgar, pero que a todas luces se saltan tus reglas y aun tus mandamientos, cosechan éxitos y acaparan admiración? ¿Por qué yo, que te sirvo de toda la vida, me quedo atrás en el mundo mientras otros que sólo te sirven de palabra se me adelantan en todo y disfrutan de la popularidad que a mí se me niega?
Yo por poco doy un mal paso,
casi resbalaron mis pisadas:
porque envidiaba a los perversos,
viendo prosperar a los malvados.
Para ellos no hay sinsabores,
están sanos y orondos;
no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás.
Por eso su collar es el orgullo,
y los cubre un vestido de violencia.
Insultan y hablan mal,
y desde lo alto amenazan con la opresión.
Su boca se atreve con el cielo,
y su lengua recorre la tierra.
Dicen, «¿Es que Dios lo va a saber,
se va a enterar el Altísimo?»
Así son los malvados;
siempre seguros acumulan riquezas.
Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón
y he lavado en la inocencia mis manos?;
¿para qué aguanto yo todo el día
y me corrijo cada mañana?
Meditaba yo para entenderlo,
pero me resultaba muy difícil.
Esa es mi tentación, Señor, y ante ti la descubro con toda sinceridad y humildad. Acepto tu juicio, reconozco mi ignorancia, adoro el misterio. Sé que eres justo y misericordioso, y no me toca a mí pedirte cuentas o exigir que tus opiniones se ajusten a las mías. Tienes al tiempo a tu favor (y donde digo tiempo, digo eternidad); sé que amas a todos los hombres y sabes muy bien qué es lo mejor para cada uno en todo instante, y qué es lo mejor para mí, que observo todo eso y siento las cosas profundamente y quiero robustecer mi fe contemplando tu acción entre los hombres. Eres libre para distribuir tus gracias como lo deseas, y en lo que haces por uno hay bondad para todos si logro entender con la mente lo que ya creo con el corazón.
Suaviza en mí ese ímpetu que siento de compararme a los demás, ese falso instinto de sentirme amenazado por sus éxitos y desplazado por sus logros. Enséñame a alegrarme con las alegrías de mis hermanos, a sonreír con su sonrisa, a tomar como hechos a mí los favores que les haces a ellos. Recuérdame que siempre he de respetar tus juicios, aguardar tu hora, creer en la eternidad.
Y, sobre todo, Señor, dame la gracia de que no me ponga nunca a clasificar a la gente, a declarar a unos buenos y a otros malos, a encerrarlos en celdas ideológicas que sólo mi orgullo intelectual ha erigido. Tú eres el único que conoces de veras el corazón del hombre, tú eres Padre y tú eres Juez.
A mí me corresponde amar a todos los hombres como hermanos y liberarme de la carga que en mala hora me he echado yo mismo sobre mis espaldas de juzgar las conciencias de los hombres sin conocerlas. Quiero ser feliz estando donde estoy y siendo lo que soy pues me basta saber que estoy a tu lado y tú me amas y me defiendes.
¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Yo siempre estaré contigo;
tú agarras mi mano derecha,
me guías según tus planes
y me llevas a un destino glorioso.
Andar hacia atrás
Esta es la última travesura de mi ordenador. Estaba yo escribiendo un libro y quería imprimir sólo las tres últimas páginas para contrastar unos datos. Le di la orden: Imprimir 273-275. Le di a la tecla, se encendieron luces, se sacudieron las entrañas de la máquina y comenzaron a salir las páginas impresas.
Pero no paraban. Yo había pedido sólo tres, la 273, la 274 y la 275, pero aquí iban saliendo ya media docena y esto no paraba. ¿Qué había pasado? Me fijé y vi que las páginas se estaban imprimiendo en orden descendente: 273-272-271-270-… ¡teníamos para rato! Encendí todas las luces rojas mentales de emergencia, y vi el entuerto. Yo no había marcado bien los números, y por falta de apretar bien una tecla, en vez de marcar 273-275 había marcado 273-75, con lo cual el ordenador tan serio iba imprimiendo desde la 273 hacia abajo hasta la 75, ¡nada menos que ciento noventa y nueve páginas!
Me precipité sobre el instrumento, frené, paré, desconecté, hasta que la impresora se paró con un gemido de protesta. No le gusta que se la interrumpa cuando está haciendo un trabajo. Lo siento. Pero no tuve más remedio.
Sí, ya lo sé, la culpa era mía. Pero, caray, ¿no podía el ordenador haberse dado cuenta? Claro que a él le da lo mismo ir para adelante que para atrás, imprimir tres páginas o doscientas. Pero ¿no podía sospechar que yo no estaba tan loco como para andar hacia atrás? ¿No podía haberme sacado unos de esos letreritos que tanto le gusta sacar de «¿Está usted seguro de que…?» antes de seguir?
Cuando me serené caí en la cuenta de que el ordenador me había hecho un favor. Me había enseñado una lección muy práctica. No, no me refiero a fijarme bien cuando le doy una orden, sino algo más original que ni a mí ni a ninguno de mis profesores y amigos electrónicos se les ha ocurrido. Y es que es mejor imprimir al revés. ¿Por qué? Porque si imprimo al derecho diez páginas de una a diez, se me colocan la segunda encima de la primera, la tercera encima de la segunda…, la décima encima de la novena, y luego yo tengo que ponerlas en orden inverso con riesgo de traspapelarlas o de que se corra la tinta si me precipito. En cambio imprimiendo al revés, de la diez a la una, ellas se me colocan al derecho por sí mismas. La última en imprimirse es la número uno, y todas las demás han quedado ya en su orden debajo de ella. Me ahorran el trabajo.
Gracias, querido ordenador. Eres un encanto.
Esperar lo inesperado
«La primera regla del «ZEN DEL ORDENADOR» es «Espera lo inesperado». Nadie quiere que le recuerden algo diez minutos antes de terminar, pero el accidente inesperado es lo que nos devuelve al momento presente -y esa es la gran lección de la vida. Si perdemos algo que dábamos por supuesto, caemos en la cuenta de repente de su valor. Si se nos presenta una crisis, nos vemos forzados a obrar inmediatamente. El Zen es lo que nos ayuda a vivir en el momento presente con equilibrio -a evitar el pánico y conservar la calma, a ser agradecidos por lo que tenemos y mantener la perspectiva. Eso se practica en el ordenador.»
[Philip Toshio, «Zen Computer», p.55]
La llave de la felicidad
Lao Tzu daba un largo paseo todos los días antes de salir el sol por las colinas del reino de Su Wen en compañía de discípulos que lo acompañaban respetuosos. Sólo había una condición para reunirse al paseo, y era que no había que hablar nada. Ni siquiera el maestro hablaba. Hablaba sólo la naturaleza en el lenguaje callado de su mejor hora.
Un día se unió un nuevo discípulo, siguió al grupo, aceptó la condición del silencio, admiró la naturaleza en su despertar de la noche al día, recorrió los senderos, respiró el amanecer, y al divisar el primer rayo de sol no pudo contenerse y exclamó: «¡Qué maravilla!»
Los discípulos contuvieron el aliento apenados por que alguien había desobedecido y perturbado al maestro quebrantando su regla. Volvieron del paseo, y el discípulo predilecto dijo al maestro en nombre de todos: «Os pido perdón, maestro, por el nuevo discípulo que ha estropeado hoy vuestro paseo con su comentario. No le permitiremos que vuelva a acompañaros.»
Lao Tzu le contestó: «Veo que sí ha estropeado tu paseo y el de todos vosotros, pues estáis apenados. Pero mi paseo no lo ha estropeado. Yo no doy a nadie la llave de mi felicidad. Sé disfrutar mi paseo en silencio, y sé disfrutarlo cuando alguien quebranta la regla del silencio y habla. La llave de mi felicidad está en mí, no en lo que hagan los demás. Ha sido un bello paseo. Y el nuevo discípulo puede venir cuando quiera.»
Identificación convincente
Geoff Hurst, el delantero centro del equipo de fútbol de Inglaterra, que metió tres goles en la final de la Copa del Mundo contra Alemania en 1966 ganando así el partido, pasó a ser héroe nacional desde aquel momento.
«Tienes que aprender a ser una celebridad, y eso lleva tiempo y paciencia. Recibí miles de cartas, unas que me felicitaban y otras que me pedían consejo. Una madre me pidió que le escribiese a su hijo pequeño para decirle que para ser futbolista profesional tenía que comer col todos los días. Le escribí al muchacho que el secreto de mi éxito era el comer col todos los días -que no era verdad, claro. Nunca me ha gustado la col.
Por Navidades fui a unos grandes almacenes a comprarme una pluma estilográfica. Mientras estaba yo hablando con la dependienta caí en la cuenta de que había sido descubierto. Se corrió la voz en la tienda de que yo estaba allí, y en pocos minutos se formó cola. Yo firmé pacientemente todos los autógrafos… hasta los de quienes venían por segunda o tercera vez. ¡Y todavía no había comprado la pluma con que firmaba! Por fin, cuando se acabó la cola, me volví a la dependienta y le dije: «Lo siento. Compro la Parker ahora, de todos modos. ¿Puedo pagar con un cheque?» Ella contestó profesionalmente: «Sólo si puede usted presentar una identificación convincente, señor.»
En otra ocasión me encontré con tres vagabundos en la estación de tren de Euston. Se me acercaron. Uno de los tres me dijo, «¿No es usted Geoff Hurst? Le vi en televisión cuando usted metió los tres goles, aunque yo estaba lejos.» «Lejos, ¿en algún paraíso exótico de vacaciones?» «Bueno, en la cárcel de Pentonville, señor.»
Lo más significativo de su historia es que de aquellos tres goles históricos que le dieron la copa a Inglaterra, uno, el decisivo, no fue gol. El balón rozó la línea de gol, pero no entró. El árbitro suizo y el juez de línea ruso lo dieron por gol, pero la televisión demostró después que no había sido, y el mismo Hurst piensa que no fue gol. Él no tuvo la culpa, pero nunca ha conseguido tener amigos alemanes.
[Geoff Hurst, «1966 and all that», p.162]
Voy a explicártelo todo
La muchacha estaba sentada frente a una mesa en una terraza sobre el mar. Vestía de blanco y era rubia, y estaba muy bronceada por el sol. Al lado de la mesa había montada una sombrilla giratoria de tela azul que el camarero se acercó a ajustar para definir bien la sombra. El camarero no preguntó nada, sólo se inclinó, y la muchacha pidió un refresco.
La muchacha miraba de vez en cuando a la puerta que daba a la terraza, y después miraba al reloj. Volvía entonces a mirar el mar y se quedaba así sin moverse. En uno de esos momentos abstraídos entró el muchacho. Se detuvo un instante en la puerta de la terraza para orientarse entre las mesas ocupadas, pero enseguida localizó a la muchacha bajo la sombrilla azul.
– Disculpa si te he hecho esperar.
– Llegué hace poco. El camarero no ha traído aún lo que pedí. Pero dime. ¿Qué me querías decir
– Lo mismo.
– ¿Qué me querías decir?
– Me gusta verte. Me gusta verte más que nunca. Te sienta bien el vestido blanco.
– Ya me lo has visto tantas veces.
– Nunca te lo he visto como hoy. Debe de ser por el sol y por el mar.
– ¿Pero qué querías?
– Debe de ser por los ojos limpios con que te lo veo hoy.
– No sé a qué se deben tantos misterios. Lo mejor es que ya me lo digas todo de una vez.
– No se trata de misterios. Se trata de saber cómo decirlo.
– ¿Por qué no sabes cómo decirlo?
– Por tantas cosas. Me pareció que el vestido te caía bien.
– Ya me habías visto el vestido muchas veces.
– ¿Nunca te has fijado en que hay ciertas coas que ya hemos visto muchas veces y que de repente da la impresión de que fuese la primera?
– Nunca me había fijado en eso. Pero ¿qué querías decirme? Me pediste que estuviese aquí a las cuatro. Me telefoneaste dos veces. Has venido a la playa para eso. ¿Para qué, en fin, has venido?
– Pero he estado explicándote por qué he venido.
– Pero falta lo más importante. Falta que digas, por ejemplo, que todo se ha acabado entre nosotros. Falta decir que esa otra amiga tuya ha logrado lo que quería. Falta decir que ya no puedes amarme. Falta decir eso, pero tienes que preparar el terreno, porque el valor nunca ha sido tu fuerte.
– Nada de eso es verdad. No intentes cambiar de tema.
– Nunca es el momento indicado.
El sol había bajado un poco y extendía ahora una estela de luz por las aguas. Un barco a vela la atravesó y por un momento fue como si lo envolviesen las llamas. La muchacha no sabía ya qué preguntar. El muchacho se quedó en silencio mirando el mar. Tenía una respuesta precisa, pero ésta le daba miedo, como si él mismo no la supiese. Después dijo:
– El médico ha sido claro. Había un reloj en la consulta y miré la hora. Eran las cinco en punto. Estaba tranquilo y me fijé. Tengo dos o tres meses a lo sumo. Los días contados. Y es extraordinario cómo ahora todo me parece diferente. Como tu vestido blanco. Más hermoso tal vez. Creo que ahora voy a vivir más intensamente. Día a día. Y tres meses a lo sumo.
– ¡Espera! ¿Tres meses cómo?
La muchacha, súbitamente iluminada le puso la mano en el brazo y lo miró fijamente. Él la miró también y ambos se quedaron intentando entenderse en silencio. El sol se derramaba desde lo alto e inundaba ahora toda la mesa. El muchacho cogió el vaso y bebió un trago despacio. La muchacha repitió:
– Dilo otra vez. Déjame entender. Dilo otra vez, para entenderlo todo muy bien.
– Vas a decir que todo esto es estúpido y yo sé bien que lo es. Pero si lo pensamos mejor, la estupidez es solamente nuestra.
– Sí. Pero explícame todo muy bien. Desde el principio. Despacito.
– La explicación es sencilla. Voy a explicártelo todo. Lo haré.
Era una tarde de mucho sol. Las aguas brillaban hasta el límite del horizonte, un barco a vela pasaba por la estela de luz. El aire estaba caliente. Y casi no llegaba allí la brisa del mar.
[«Una terraza sobre el mar» de Vergilio Ferreira en «Antología del cuento portugués» por Joâo de Melo, p. 295. Abreviado.]
Me habéis referido a una información del Vaticano en Internet que me ha resultado oportuna, por el salmo que me tocaba comentar a continuación. Es el discurso del Papa el día 7 de febrero pasado a 37 obispos del Brasil que habían ido a Roma para su visita quinquenal. Los titulares eran: «Juan Pablo II pide evitar la burocratización.» Decía el reportaje: «Juan Pablo II constató el exceso de organismos y reuniones que obliga a muchos obispos a permanecer con frecuencia fuera de sus diócesis. Este fenómeno tiene consecuencias negativas tanto en la cercanía del obispo con los sacerdotes como en otros aspectos pastorales, como podría ser el caso de penetración de las sectas. El Santo Padre pidió a lo obispos evitar la multiplicación excesiva de los organismos y la burocratización de los organismos y comisiones subsidiarias.»
El Papa relaciona la burocratización de organismos de la Iglesia con la penetración de las sectas. Quizá somos muy eficientes y poco fervientes. Algo puede tener esto que ver con el salmo que sigue, y donde se lamenta que ya no quedan profetas en Israel.
Salmo 73 – ¡No tenemos profeta!
Esa es la angustia de Israel, la tragedia del Pueblo de Dios, el dolor de la historia: ¡No tenemos profeta!
Ya no vemos nuestras enseñas, no tenemos profetas;
No hay nadie entre nosotros que sepa hasta cuándo.
Si al menos tuviéramos un jefe, un líder religioso como Moisés, que estuviera en contacto con Dios, que nos comunicara su voluntad, que nos interpretara esta situación en que estamos y que nos parece absurda, que diera un sentido a nuestros sufrimientos y señalara con autoridad divina una dirección de esperanza…; si al menos hubiera un profeta entre nosotros que nos revelara nuestros fallos y guiase nuestras vidas por el camino de la redención, podríamos encontrar resignación en nuestras penas, luz en nuestras dudas y fuerza para caminar. Pero no hay ningún profeta, no hay luz, no hay esperanza y el Pueblo de Dios sufre en la oscuridad perpleja de su oculto destino. Ovejas sin pastor. Rebaño a la deriva. Angustia histórica de una sociedad que quiere liberarse y no sabe por dónde empezar. Israel que se ha quedado una vez más sin profetas. ¿Quién lo guiará?
¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados
y está ardiendo tu cólera contra las ovejas de tu rebaño?
Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo,
de la tribu que rescataste para posesión tuya,
del monte Sión donde pusiste tu morada.
Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio;
el enemigo ha arrasado del todo el santuario.
No entregues a los buitres la vida de tu tórtola
ni olvides sin remedio la vida de tus pobres.
Piensa en tu alianza.
Que el humilde no se marche defraudado,
que pobres y afligidos alaben tu nombre.
Tu pueblo está hoy sin profeta, Señor. Ese es nuestro dolor y nuestra pena. Es verdad que no faltan operarios de buena voluntad entre nosotros: hay organizadores y administradores y oficiales y encargados y todos ellos hacen su trabajo con interés y competencia; y los necesitamos y los apreciamos; y todo eso funciona bien, y así es como debe ser, y estamos agradecidos por todo. Pero no hay profeta. Nos falta la voz del desierto, el pensador valiente, el abridor de caminos. Echamos de menos a Isaías, a Elías y a Juan Bautista. Nosotros mismos hacemos lo que tenemos que hacer con fidelidad y constancia, sí, pero sin espíritu, sin valentía, sin ilusión. Seguimos la rutina diaria y cumplimos con nuestro deber; pero nuestra mirada se arrastra por los surcos del camino, en vez de levantarse al resplandor de las estrellas. Es triste un mundo sin profetas.
El mundo necesita tu presencia, Señor; tu presencia a través de hombres y mujeres que hablen en tu nombre y obren con tu poder. Nuestros jóvenes están a la espera de nuevos modelos de santidad; nuestros corazones anhelan nuevas aventuras de acción evangélica. Queremos tener un puesto en el mundo, no ya como una asociación respetable, sino como levadura dinámica en una sociedad inerte. Queremos que se muestre el poder de tu brazo en la crisis profunda que hoy atraviesa la humanidad. ¿Por qué no hablas, Señor, por qué no actúas?
Hasta cuándo, Dios mío, nos va a afrentar el enemigo?
¿No cesará de despreciar tu nombre el adversario?
¿Por qué retraes tu mano izquierda
y tienes tu derecha escondida en el pecho?
Actúa, Señor, actúa a través de tus escogidos. Envía profetas a tu pueblo, envíale mensajeros, envíale santos. Que su voz nos sacuda y nos despierte y nos haga ver las indigencias espirituales de nuestro mundo y la manera de remediarlas con nuestra presencia cristiana. Tus profetas salieron siempre del pueblo, de entre las filas de los campos y los pastoreos, de la fe profunda de humildes creyentes, del eterno anonimato de las canteras de la esperanza. Haz sonar tu llamada, Señor, y convoca a tus emisarios. Y luego danos a nosotros ojos para reconocerlos y corazón para seguirlos. Que tus profetas revitalicen una vez más a tu pueblo, Señor.
Tú, Dios mío, eres rey desde siempre,
tú ganaste la victoria en medio de la tierra.
Tuyo es el día, tuya la noche;
tú colocaste la luna y el sol.
Tú plantaste los linderos del orbe,
tú formaste el verano y el invierno.
Levántate, oh Dios, defiende tu causa:
Recuerda los ultrajes continuos del insensato;
no olvides las voces de tus enemigos,
el tumulto creciente de los rebeldes contra ti.
Tú obras a través de tus profetas, Señor.
Gracias, Señor, por los profetas de antes.
Envíanos, Señor, nuevos profetas ahora.
Espantar gatos
Me acaba de ocurrir algo divertido. Volvía yo a casa al mediodía y no había nadie en la calle. Sólo una señora mayor de porte distinguido que se me ha acercado tímidamente y me ha dicho, «¿Podría usted hacerme un favor?» A mí se me ha hecho tan extraño aquello que no he contestado. Ella ha insistido educadamente, «¿Me entiende usted en español, verdad?» El caso es que aquí mismo en España la gente que no me conoce no me toma por español, los mendigos me llaman «Mister», y si alguien me detiene para preguntarme dónde está una calle, me pregunta en inglés. No sé qué facha tengo. Le he asegurado a la dama (que era española) que sí que la entendía, y me ha expuesto su trance.
«Mire usted, se me ha escapado el gato de casa y se ha metido en ese jardín de la casa de al lado con la verja alta de hierro por donde él ha podido pasar pero yo no. Y me preocupa naturalmente que el gato esté allí. He llamado a la casa pero no hay nadie. Si yo me acerco al gato desde este lado de la verja, él se queda tan tranquilo donde está porque me conoce. Pero si usted se acerca a él desde la verja y lo asusta por entre los barrotes, estoy segura de que él saltará la verja y se vendrá conmigo a refugiarse en mi casa. ¿Le importaría acercarse a mi gato desde aquí y espantarlo, por favor?»
Me han pedido muchas cosas en la vida, pero nunca espantar gatos. Para todo hay que estar preparado. Me he acercado a la verja y he visto al gato. Era un ejemplar precioso. Angora puro con unos ojos intensos que me miraban desafiadores. No teniendo mucha experiencia en la materia he metido la mano por entre los barrotes de la verja y la he agitado, pero el gato no se ha movido. La he metido más adentro a través de las ramas de un rosal, y me he pinchado con una espina. La he sacado con una gotita de sangre en un dedo. La dama casi se desmaya, pero ahora era ya cuestión de honor.
Llevaba yo en la otra mano el último número de la revista «THE TABLET» con un artículo precioso del Cardenal König sobre el Vaticano II que me acababa de dejar un compañero, lo he enrollado bien, lo he metido por las rejas y se lo he sacudido al Angora en los bigotes. ¡Santo remedio! No sé si ha sido el efecto del Cardenal König, del Vaticano II o del miedo de torcerse los bigotes, el caso es que el gato ha saltado limpiamente, se ha escurrido bajo mis pies y se ha metido en su casa ante la sonrisa agradecida de su dueña. Para colmo, la dama me ha dicho «Thank you» en inglés. Yo me he sonreído, y espero os sonriáis conmigo. Y si tenéis algún gato díscolo… ya sabéis a quién llamar.
Las Meninas de Velázquez
Mingote dice que éste es el mejor chiste que ha dibujado en toda su vida. Y es mucho decir. El dibujo es sencillamente el cuadro de Las Meninas de Velázquez tal y como es con los personajes familiares de la Infanta Margarita, las damas de honor, los reyes Felipe IV y Mariana de Austria en el espejo, y el bufón y el perro. En primer plano el pintor mismo a quien Mingote ha pintado con el pincel en la mano y la cara tristemente aburrida mientras dice debajo: «Es que hay días en que no se le ocurre a uno nada.»
Es verdad que la escena del cuadro es absolutamente ordinaria. Y sin embargo el cuadro es innegablemente genial. La joya del Museo del Prado. El secreto es convertir una escena diaria en una realidad vivida. Velázquez ha pintado en otros cuadros caballos y batallas, reyes y Cristos inigualables; pero también sabe tomar un momento intrascendente y hacerlo inmortal. Ése es, para mí, el ejemplo de vida. Hacer cosas sencillas, y vivirlas con arte. Aun en los días en que no se nos ocurre nada.
Del cuadro al soneto
Algo parecido ocurre con el célebre soneto de Lope de Vega, «El soneto de los sonetos», que también es una maravilla y tampoco dice nada. Va sólo desgranando verso a verso lo que va haciendo sin grandes ideas ni metáforas excelsas, pero al final el conjunto resulta una obra sublime porque ha convertido también una vulgaridad ordinaria en una obra de arte.
Un soneto me manda hacer Violante;
en mi vida me he visto en tal aprieto.
Catorce versos dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante,
y estoy en la mitad de otro cuarteto,
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando,
y aun parece que entré con pie derecho
pues fin con este verso le estoy dando.
Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que estoy los trece versos acabando.
Contad si son catorce, y está hecho.
En realidad, no ha dicho nada. No es como aquellos eternamente célebres sonetos suyos, «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?» o «Cuando en mis manos, Rey Eterno, os miro». No hay, en éste, maravillas de lenguaje ni profundidad de ideas. Es casi una narración en sí aburrida. También aquí podía haber dicho Lope de Vega: «Hay días en que a uno no se le ocurre nada.» Pero al ir contando paso a paso lo que va haciendo da sentido al incidente mínimo, y con él a la vida entera. La vida se vive verso a verso. Parece prosaica, pero al final resulta un magistral soneto.
Quizá Lope de Vega, Velázquez y el gatito tengan algo en común. También yo andaba esta mañana tratando de empezar esta página Web y no sabía cómo hacerlo. «Hay días en que a uno no se le ocurre nada.» Y ha venido el gatito. No es nada, pero nos hemos reído, ¿verdad? La vida se compone de cosas intrascendentes. Alegremente vividas. Ése es el secreto.
Zen en la Calle Cuarenta y dos
«Nuestro primer centro Zen en América estaba situado en Providence, Rhode Island. Pasado un tiempo, se instaló en el apartamento que había justo debajo de la sala de meditación un grupo de rock and roll ¡Tocaban a todo volumen! Su práctica diaria molestaba a muchos estudiantes Zen. ‘Maestro, su música es tan ruidosa ¡molesta mi meditación! ¿Les podemos pedir que paren?’ Para mi esos músicos de rock eran grandes bodhisattvas. Les dije a mis alumnos: ‘No os preocupéis por ellos ¿de acuerdo? Encontrar la tranquilidad en el seno de la tranquilidad no es la verdadera tranquilidad. La verdadera tranquilidad se produce en el ruido.’ Sí, el tener un lugar tranquilo para meditar es algo deseable. Pero no debemos apegarnos únicamente a la experiencia de tranquilidad, porque la vida no es siempre así. Si nuestra mente no se mueve, incluso la calle Cuarenta y dos de Nueva York puede ser un maravilloso centro Zen.»
[«La Brújula del Zen», Seung Sahn, p.126]
Nuevo libro
Acaba de salir mi último libro «Peregrino entre hindúes» cuya reseña podéis ver en la sección «¡Nuevo libro!»
«Mis abuelos siempre decían que se sentían estafados por la vida.» Eso me has dicho, y me ha dolido. Sé que la vida es dura, y que la suya tuvo su medida de sufrimiento, de incomprensión y de penalidades. Y que tú no quieres ser así ahora que vas ya avanzando en años. No lo serás. Mira, te voy a contar una de mis experiencias cuando andaba yo viviendo de casa en casa como huésped ambulante en la India. En una de esas familias había un ancianito que ya no hacía nada por sus muchos años, y se pasaba la mayor parte del día sentado sencillamente sin hacer nada en un rincón en el único cuarto grande de la casa por donde pasaban pequeños y mayores todo el día en sus constantes idas y venidas. Él los veía y les sonreía.
Yo le pregunté cariñosamente un rato que nos encontramos solos, «¿Qué hacéis, abuelito, allí en ese rincón todo el día?» Y él me contestó: «Yo veo a todos y les sonrío cuando pasan. Quiero que me vean contento y satisfecho tal como estoy. Es mi manera de decirles que la vida merece la pena. Que yo he pasado por todo, que lo he visto todo, que sé todo lo bueno y lo malo, y que al final, con la autoridad de la experiencia y la credibilidad de que no voy a mentir al fin de la vida, les digo que todo es largo y difícil, sí, que hay altos y bajos y días buenos y días malos, pero que la vida es buena, que todo está bien al final, que merece la pena vivirla. Esa es mi misión ahora, y la cumplo con gusto. La vida merece la pena. Que lo sepan.»
No hay cosa más bella que trasmitir con el rostro alegre el mensaje que la vida merece la pena.
Salmo 70 – Juventud y vejez
Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza
y mi confianza, Señor, desde mi juventud.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti;
en el seno, tú me sostenías;
siempre he confiado en ti.
No me rechaces ahora en la vejez;
me van faltando fuerzas; no me abandones.
Tú eres parte de mi vida, Señor, desde que tengo memoria de mi existencia. Me alegro y me enorgullezco de ello. Mi niñez, mi adolescencia y mi juventud han discurrido bajo la sombra de tus manos. Aprendí tu nombre de labios de mi madre, te llamé amigo antes de tener ningún otro amigo, te abrí mi alma como no se la he abierto nunca a nadie. Al repasar mi vida, veo que está llena de ti, Señor, en mi pensar y en mi actuar, en mis alegrías y en mis penas. He caminado siempre de tu mano por senderos de sombra y de luz, y esa es, en la pequeñez de mi existencia, la grandeza de mi ser. Gracias, Señor, por tu compañía constante a lo largo de toda mi vida.
Ahora los años se me van quedando atrás, y me pongo a pensar, aun sin quererlo, en los años que me quedan .La vida camina inexorablemente hacia su término, y mi mirada se fija en las nubes de la última cumbre, que parecía tan lejana, y ahora, de repente, se asoma cercana e inminente. La edad comienza a pesar, a hacerme sentirme incómodo, a dibujar el molesto pensamiento de que los años que me quedan de vida son ya menos de los que he vivido. Apenas había salido de la inseguridad de la juventud cuando me encuentro de bruces en la inseguridad de la vejez. Mis fuerzas ya no son lo que eran antes, la memoria me falla, los pasos se me acortan sin sentir, y mis sentidos van perdiendo la agudeza de que antes me gloriaba. Pronto necesitaré la ayuda de otros, y solo el pensar eso me entristece.
Más aún que el debilitarse de los sentidos, siento el progresivo alargarse de la sombra de la soledad sobre mi alma. Amigos han muerto, presencias han cambiado, lazos se han roto, mentalidades han evolucionado, y me encuentro protestando a diario contra la nueva generación, sabiendo muy bien que al hacerlo me coloco a mí mismo en la vieja. Cada vez queda menos gente a mi lado con quien compartir ideas y expresar opiniones. Me estoy haciendo suspicaz, no entiendo lo que otros dicen, ni siquiera oigo bien, y me refugio en un rincón cuando los demás hablan, y en el silencio cuando dicen cosas que no quiero entender. La soledad se va apoderando de mí como el espectro de la muerte se apodera, una a una, de las losas de un cementerio. La enfermedad que no tiene remedio. La marea baja de la vida. El peso del largo pasado. La vecindad de la última hora. Tonos grises de paisaje final.
Me da miedo pensar que, de aquí en adelante, el camino no hará más que estrecharse y no volverá ya a ensancharse jamás. Tengo miedo de caer enfermo, de quedarme inválido, de enfrentarme a la soledad, de mirar cara a cara a la muerte. Y me vuelvo a ti, Señor, que eres el único que puede ayudarme en mis temores y fortalecerme en mis achaques. Tú has estado conmigo desde mi juventud; permanece conmigo ahora en mi vejez. Tú has presidido el primer acto de mi vida; preside también el último. Sosténme cuando otros me fallan. Acompáñame cuando otros me abandonan. Dame fuerzas, dame aliento, dame la gracia de envejecer con garbo, de amar la vida hasta el final, de sonreír hasta el último momento, de hacer sentir con mi ejemplo a los jóvenes que la vida es amiga y la edad benévola, que no hay nada que temer y sí todo a esperar cuando Tú estás al lado y la vida del hombre descansa en tus manos.
¡Dios de mi juventud, sé también el Dios de mi ancianidad!
Dios mío, me instruiste desde mi juventud,
y hasta hoy relato tus maravillas;
ahora, en la vejez y las canas,
no me abandones, Dios mío.
Lo que Dios quiere saber
He citado en mis libros a Viktor Frankl que tanto bien hizo a muchos con su libro «El hombre en busca de sentido» y sus otros libros que muchos felizmente conocéis. Lo que no es tan conocido es el breve poema de un poeta alemán, Julius Sturm, que Frankl mismo cita diciendo que es el mejor resumen de su propia vida y enseñanza. Aquí está en alemán y en español:
Über Nacht, über Nacht,
Kommen Freud und Leid.
Und eh’ du’s gedacht
Verlassen dich beid’.
Und gehen dem Herrn sagen
Wie du sie betragen.
Noche tras noche vienen,
alegría y dolor.
Y antes de que lo adviertas
se despiden los dos;
para contarle a Dios
cómo los has tratado
al decirles adiós.
Vienen de noche cuando más se siente su presencia en la soledad del espíritu y la oscuridad de los sentidos. Vienen los dos, viene el gozo y viene la tristeza, que ambos son visitantes ineludibles en la vida humana. Y se marchan pronto. Ambos se despiden antes de advertirlo. Se apaga el resplandor del entusiasmo, y se aleja la nube del penar. ¿Y a dónde van? Van a contarle a Dios cómo los hemos tratado. Nada más. Cuando llegó el gozo, ¿nos aferramos a él con abrazo desesperado para no dejarlo marchar nunca? ¿O le dimos la bienvenida, sí, pero con libertad nuestra y suya de entrar y salir cuando quisiera? Cuando llegó el dolor, ¿lo resistimos con quejas y protestas tratando de echarlo de malos modos? ¿O le abrimos la puerta delicadamente, dejándola entreabierta también para cuando quisiera marcharse? Eso es todo lo que Dios quiere saber.
Todos los días
[De la biografía de Viktor Frankl, «La llamada de la vida» por Haddon Klingberg, p.373]
¿Con qué asiduidad rezaba Viktor? Después del Holocausto, al menos cada mañana. Al levantarse el día, Viktor se encerraba en su estudio, se colocaba las filacterias y las cajas de cuero negro con las palabras sagradas y rezaba sus oraciones. Tras su muerte, le pregunté a Elly [su mujer, que era católica] si realmente rezaba esas oraciones todos y cada uno de los días. «Desde luego», asintió ella. «No dejó de hacerlo ni un solo día. Cada mañana, durante más de cincuenta años. Pero nadie lo sabía.»
Sed del corazón
«La sed es la prueba de que el agua existe.» [Viktor Frankl citando a Franz Werfel]
«Hicístenos, Señor, para ti; e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti.» [San Agustín]
También la dinamita ayuda
«Durante la Segunda Guerra Mundial sucedió que tuve que viajar durante cuarenta y cinco días en un barco cargado de dinamita que formaba parte de un convoy de unos cincuenta barcos japoneses que se dirigía a Indonesia. Los submarinos americanos merodeaban alrededor y nos torpedeaban sistemáticamente. Veía como, día tras día, uno tras otro iban desapareciendo todos los barcos del convoy.
Pronto sólo quedamos unas pocas unidades. Un miedo aterrador se apoderó de los que me rodeaban. Algunos cayeron presas de la locura y se tiraron al mar, incapaces de vivir esperando la muerte.
Sin embargo, yo continuaba haciendo zazen [meditación] sobre la dinamita tranquilamente. Sólo la práctica de la meditación podía liberarme interiormente de ese ambiente.
Un día llegó nuestro turno, el largo cigarro del torpedo alcanzó nuestro carguero y éste explotó. Salí proyectado hacia el mar. Encontré un madero flotando y me agarré a él. Al día siguiente un torpedero japonés me recogió.
En el campo de batalla, estando en las trincheras también practiqué zazen.»
[Taisen Deshimaru en «Zen verdadero», p.32]
[Me he quedado con ganas de saber si también hacía meditación cuando estaba agarrado al madero en el mar.]
Camaradas
[Cuento de Nadine Gordimer en Jump, p.91 abreviado.]
Cuando la señora Hattie Telford desactivó la alarma de su coche, un grupo de jóvenes se le acercó por detrás. Negros. Pero no había que temer; esto no era una calle en la ciudad. Era un área universitaria donde esos jóvenes, como ella, eran parte de una multitud que se dispersaba después de una conferencia sobre Educación Popular. Ellos eran los que iban a ser educados, y ella una de las personas del comité mixto, activistas blancos y negros, en el estrado.
«Camarada, ¿vas a la ciudad?» No, iba precisamente en dirección opuesta, pero en el espíritu de aquella reunión donde estos jóvenes andarían por alguna esquina cantando cánticos de libertad, aplaudiendo y pateando, les dijo, «Adelante. Subid.»
Los otros se acomodaron detrás, y el que había hablado se sentó a su lado. Pensó en qué hablar. Preguntas. ¿De dónde venís? ¿Quién os avisó? ¿Cómo habéis venido? ¿Os habéis quedado sin almuerzo?
Detrás parecía que ni respiraban. «Tenemos hambre.» Ella dudó un momento. «Mirad, vivo aquí cerca. Vamos a mi casa y comemos algo.» «Eso es una buena idea.» Pareció que el vacío en el asiento de atrás del coche se relajaba.
La siguieron por la entrada de la verja evitando el perro aunque ella les aseguró que no les haría nada. Entraron por la cocina que era más directo, cosa que no hubiera hecho si fueran negros adultos en vez de jóvenes, porque los adultos podían tomarlo a insulto, y los llevó al comedor, y allí dejó a los cuatro mientras ella se fue a la cocina a hacer café y ver qué había en la nevera para hacer sándwiches. Ellos habían saludado a la muchacha en su propia lengua común, pero cuando acabaron de preparar los sándwiches y el café, la dueña de la casa no quiso que pareciera que la muchacha les servía, y llevó ella misma la pesada bandeja al comedor.
Ellos están sentados a la mesa, callados. El comedor es lujoso, techo dorado, cortinas pesadas, candelabros antiguos, y una escultura magnífica de un león en madera. Ella reparte platos y vasos. «Comed, por favor. Me temo que sólo es carne fría, pero hay salsa picante si queréis. ¿Leche todos? ¿Está muy cargado el café? Hay veces que se me va la mano. ¿Le echo agua caliente?»
Van comiendo. Ella trata de hablar con algunos individualmente, pero cae en la cuenta que no saben inglés. Se calla. Hay miradas rápidas, y le pasan el azucarero vacío. Va rápida a la cocina y vuelve con él lleno. Son jóvenes, tienen hambre, necesitan carbohidratos. Le apena lo pobre de la comida. Se fija en la bandeja de fruta. «Tomad fruta, la que os apetezca.
No saben qué hacer con platos y vasos en esta habitación que los blancos por lo visto no usan más que para comer, no para cocinar o dormir. «¿Estás todavía en el colegio?» le pregunta al único que le ha hablado algún inglés. Claro que no. Ninguno de ellos ha estado en el colegio hace años. «¿Qué haces, entonces?» «Detenido desde junio. Seis meses. «¿Y tú?», pregunta a otro. Baja la cabeza. Debería saberlo. A estos muchachos de color no se les pregunta si están en un equipo de fútbol o si han ido a Europa de vacaciones.
El muchacho que habla inglés quiere preparar por correspondencia el examen de entrada en la universidad. En medio de los silencios de la mesa, de las manchas de café y las cáscaras de plátano, todos saben que nunca conseguirá los papeles necesarios y nunca dará el examen. Ella los mira y no quiere creer lo que ya sabe. Ninguno de ellos irá a la universidad. Se están limpiando las manos húmedas de la fruta frotando disimuladamente una con otra.
«¿Os gusta mi león? ¿No es precioso? Lo hizo un artista de Zimbabwe…» Y entonces se le revela la realidad. Se le revela en la mirada del muchacho que habla inglés. Su mirada distante, lenta, silenciosa, revela lo que les ha abrumado. El espacio, los candelabros antiguos y caros, las cortinas pesadas, la escultura del león… todo eso en el comedor era un nivel de impacto indescifrable para ellos. Lo único real para ellos había sido su hambre y los sándwiches que habían comido.
[Luz Hernáez nos envía este bello cuento.]
El dueño de una tienda estaba colocando un anuncio en la puerta que decía «Cachorritos en venta». Esta clase de anuncios siempre atrae a los niños, y pronto un niñito apareció en la tienda y preguntó: «¿Cuál es el precio de los perritos?» El dueño contestó: «Entre $30 y $50». El niño metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas: «Sólo tengo $2.37. ¿Puedo verlos?»
El hombre sonrió y silbó. De la trastienda salió su perra corriendo seguida por cinco perritos. Uno de los perritos se quedaba bastante atrás. El niño señaló al perrito rezagado que cojeaba. «¿Qué le pasa a ese perrito?», preguntó. El hombre le explicó que cuando el perrito nació, el veterinario le dijo que tenía una cadera defectuosa y que cojearía el resto de su vida.
El niño se emocionó mucho y exclamó: «¡Ése es el perrito que yo quiero comprar!». Y el hombre replicó: «No, tú no vas a comprar ese cachorro. Si tú realmente lo quieres, yo te lo regalo.» El niño se disgustó y, mirando directo a los ojos del hombre, le dijo: «Yo no quiero que usted me lo regale. Él vale tanto como los otros perritos y yo le pagaré el precio completo. Le voy a dar ahora mis $2.37, y 50 centavos cada mes hasta que lo haya pagado del todo.»
El hombre contestó: «Tú en verdad no querrás comprar ese perrito, hijo. Él nunca será capaz de correr, saltar y jugar como los otros perritos.» El niño se agachó y se levantó la pierna del pantalón para mostrar su pierna izquierda, cruelmente retorcida e inutilizada, sostenida por un gran aparato de metal. Miró de nuevo al hombre y le dijo: «Bueno, yo no puedo correr muy bien tampoco, y el perrito necesitará a alguien que lo entienda.»
El hombre estaba ahora mordiéndose el labio, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sonrió y dijo: «Hijo, sólo espero y rezo para que cada uno de estos cachorritos tenga un dueño como tú.»
En la vida no importa quién eres, sino que alguien te aprecie por lo que eres, y te acepte y te ame incondicionalmente.
Salmo 69 – ¡No tardes!
Sé que existe la virtud de esperar, Señor, pero también sé que hay ratos en la vida en los que la espera no es posible, la urgencia del deseo se impone a toda paciencia y pide a gritos tu ayuda y tu presencia. Mi capacidad de aguante es limitada, Señor, muy limitada. Respeto, desde luego, tus horarios secretos, y adoro tu divina voluntad; pero ardo en impaciencia, Señor, y es inútil que trate de ocultar la vehemencia del deseo con el velo de la conformidad. Sé que estás aquí, que puedes hacerlo, que has de actuar… y no puedo soportar el retraso de tu intervención cuando profeso creer en la prontitud de tu amor.
Dios mío, dígnate librarme;
Señor, date prisa en socorrerme.
Me doy cuenta de que los días se acortan cuando llega el invierno. Al llegar el invierno de la vida, mis días son también cada vez más cortos, y me da miedo pensar que mi vida puede desvanecerse antes de que yo logre lo que quiero lograr y llegue a donde quiero llegar, antes de que llegue hasta ti y logre la plenitud en tu presencia. El miedo que me enfría los huesos es el pensar que pronto puede ser ya muy tarde, que cuando despierte puedo haber perdido para siempre la oportunidad, que mi vida puede quedar sin lograrse y mis ideales sin conquistar. Sí, desde luego, confío que en tu misericordia no me rechazarás; pero temo que la plenitud de la vida, los sueños de mi fe, los deseos de mi corazón, queden sin cumplirse en la breve existencia que me ha tocado. Por eso suplico: date prisa, Señor; ¡no tardes!
¿No he esperado ya bastante? ¿No has contado los largos años de mi formación, mis estudios, mis oraciones, mis vigilias, las horas que he pasado en tu presencia, la vida que he gastado en tu servicio? ¿No basta con todo eso? ¿Qué más he de hacer para conseguir tu gracia y cambiar mi vida? Siempre las mismas debilidades, los mismos defectos, el mismo genio, las mismas pasiones. ¡Ya me he aguantado bastante a mí mismo! Quiero cambiar, quiero ser una persona nueva, quiero darte gusto a ti y hacer la vida agradable a los que viven conmigo. No espero milagros, pero sí pido una mejoría.
Quiero sentir tu influencia, tu poder, tu gracia y tu amor. Quiero ser testigo en mi propia vida de la presencia redentora que mi fe adora en ti. Quiero hacerlo bien, quiero ser cariñoso, quiero ser fiel contigo y amable con todos. A pesar de todas mis limitaciones, que reconozco, quiero ser leal y sincero. Y para eso necesito tu ayuda, tu gracia y tu bendición.
Yo soy un pobre inútil:
Dios mío, socórreme, que tú eres mi auxilio y mi liberación.
¡Señor, no tardes!
«Es que lo nuestro es distinto»
Ella estaba enamorada de él. Él estaba enamorado de ella. Ella no podía vivir sin él. Él no podía vivir sin ella. Querían casarse y casarse enseguida. Sin embargo eran tales las diferencias, las circunstancias, las evidencias, y era tan joven todavía la edad de ambos y tan corta su experiencia en la vida que lo menos que se les podía pedir era que esperasen un poco y se aclarasen. Pero no estaban dispuestos a esperar. Se habían aclarado y se habían decidido. Su amor era verdadero, y era eterno. No podía fallar. Se casaban cuanto antes.
Les dije que el amor podía ser verdadero, pero que una relación tan breve no podía ser garantía de la continuidad de por vida que requiere el matrimonio. Les cité casos que ellos conocían de matrimonios que habían comenzado muy bien y acabado muy mal. Les expliqué que la naturaleza humana es inconstante, que sentimientos pueden cambiar, que la relación más fuerte puede romperse, y que eso les ha sucedido a otros y podía sucederles a ellos, sobre todo dado el poco tiempo desde que se conocían. Pero ambos me contestaron con una sonrisa inatacable: “Pero es que lo nuestro es distinto.”
Les dije, delicadamente para no herir sus sentimientos tan fuertes, que mi vida era ya larga y había visto muchas parejas, y había oído siempre la misma respuesta, “Pero es que lo nuestro es distinto”, y que todas creen que son distintas, pero la naturaleza humana tiene rasgos universales y es bueno saberlo, y en su caso harían muy bien en darse más tiempo y conocerse mejor y esperar un poco antes de una decisión prematura. Pero me contestaron mirándose el uno a la otra: “Pero lo nuestro es distinto.”
Fui cruel. Les enseñé el primer chiste que el genial Quino pone a toda página en una de sus colecciones. Ha dibujado treinta y seis parejas, chico y chica en casto abrazo, todas ellas idénticas, copia exacta unas de otras en perfecto calco repetido treinta y seis veces en toda la página, y una pareja entre las treinta y seis habla en el dibujo para expresar lo que todos los enamorados en la página sienten, y el novio y la novia de la pareja se dicen simultáneamente y mutuamente embelesados: “¿Cómo hacerle comprender al mundo que lo nuestro es maravillosamente distinto?”
El chiste es claro y el dibujo evidente. Lo comprendieron. Se rieron beatíficamente. Y volvieron a decir inconmovibles: “Sí, pero es que lo nuestro es distinto.”
Lo siento, Quino.
Esquizofrenia
[Janet Frame, escritora neozelandesa que pasó varios años recluida por diagnosis equivocada en un psiquiátrico, cuenta su crisis y su liberación. Era maestra en un colegio cuando desesperó de la vida:]
Después de tres semanas, al pensar que tenía que ir otra vez a enfrentarme con las clases, supe que el suicidio era mi único escape. El sábado por la tarde arreglé mi cuarto, puse todo en orden, me tragué un paquete entero de somníferos y me tumbé en la cama a morir. Mi desesperación era definitiva.
El día siguiente, hacia el mediodía, me desperté con un rugido en los oídos y sangrando por la nariz. Mi primer pensamiento no fue ni siquiera un pensamiento sino un sentimiento de admiración, alegría y gratitud por estar viva. Me levanté. Vomité una y otra vez. Volví a la cama y me volví a dormir. Me desperté a eso de las diez de la noche. Vomité otra vez. Volví a dormir. La mañana siguiente, el lunes que yo tanto había temido, me desperté con solo un ligero dolor de cabeza. Fui al colegio. Estaba tan encantada de estar viva cuando había intentado matarme, que ahora las clases apenas eran problema. Sentí que ya nunca más volvería a intentar quitarme la vida.
[Publicó un libro, “La Laguna y otros cuentos”, del que un crítico influyente escribió, “es una pérdida de tiempo haber publicado tal libro”. Fue recluida en el psiquiátrico por la esquizofrenia grave que según los médicos padecía, y su madre dio permiso por escrito para que le practicaran una lobotomía, que era operación grave y dudosa pero, según le decían, necesaria:]
Todos me decían que era mejor para mí volver a ser “normal” que no tener fantasías de ser escritora. Pero fue precisamente el escribir lo que me salvó. Yo había visto la lista del quirófano para la lobotomía, con mi nombre en ella, y varios de los nombres antes del mío tachados ya. Debía andar yo muy cerca cuando una tarde el superintendente del hospital, el doctor Blake Palmer hizo una visita inesperada a mi sala y, ante el asombro de todos, se dirigió a mí. Señaló el periódico que llevaba en la mano: “He decidido no operarla a usted. Quédese como está. ¿Ha visto usted la ‘última hora’ en el Star de esta tarde? Ha ganado usted el Premio Hubert Church por su libro ‘La Laguna y otros cuentos’.” Sonreí, aunque no tenía idea de qué era ese premio. “Sí, y queda usted dada de alta desde este momento. Nada de lobotomías.”
[Años más tarde análisis más exactos revelaron que nunca había tenido esquizofrenia, que no debía haber sido internada en un psiquiátrico, y que si de algo sufría ahora era de haber estado en el hospital. Y acaba con humor:]
Ahora ya no podía refugiarme en mi “esquizofrenia” para defenderme, llamar la atención u obtener ayuda. Ahora yo era yo misma, y volví a escribir.
[Janet Frame, “An Angel at My Table”, pp. 188, 221, 375, 385.]
La Fruta del Cielo
Hubo una vez una mujer que había oído hablar de la Fruta del Cielo y la codiciaba. Fue y preguntó a cierto derviche a quien llamaremos Sabar: “¿Cómo puedo encontrar esa fruta, para poder inmediatamente obtener el conocimiento?” “Lo mejor que podrías hacer sería estudiar conmigo”, dijo el derviche, “pero si no lo quieres hacer, tendrás que viajar con toda resolución, y a veces con mucho desasosiego, por todo el mundo.
La mujer lo dejó y buscó otro consejero Arif el Sabio, después encontró a Hakim el Noble, más tarde a Hajzub el Loco, y posteriormente a Alim el Místico y a muchos otros. Pasó treinta años en su búsqueda. Por fin llegó a un jardín, y allí, en medio de él estaba el Árbol del Cielo, y de sus ramas colgaban las brillantes Frutas del Cielo. De pie, al lado del árbol, estaba Sabar, el primer derviche al que había preguntado.
“¿Por qué no me dijiste cuando nos encontramos por primera vez que tú eras el Custodio de la Fruta del Cielo?”, le preguntó la mujer. “Porque eras tú la que tenías que encontrarlo”, contestó el derviche. “Además, el Árbol produce fruta solamente una vez cada treinta años.”
[Wisdom of the Idiots, Idries Shah, p.11]
Fidelidad
Najmaini (“El hombre de las Dos Estrellas”) despidió a un estudiante con estas palabras:
– Tu fidelidad se ha puesto a prueba. La encuentro tan firme y segura que tienes que retirarte.
El estudiante dijo:
– Me iré, pero no puedo entender como la fidelidad pueda ser razón para despedirme.
Najmaini dijo:
– Durante tres años la hemos puesto a prueba. Tu fidelidad al conocimiento inútil y a los juicios superficiales es completa. Por eso tienes que irte.
[Ib. p.155]
La doctora y el indio
Los asistentes a la clase de etnolingüística hablaban sin mirarse en voz baja. Aquel día la doctora Dusseldorff, alemana especialista en la cultura de los indios del Chaco, iba a presentar una disertación sobre el tema Lengua y Cultura del Chaco Argentino. Entró acompañada del antropólogo de la cátedra. Se contaba con un indio “toba”. No podía tardar. A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo, corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. Su aspecto era muy pulcro. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento. La doctora le preguntó:
– Por favor, señor, ¿cómo se dice “pescar”?
– Sokoenagan.
– Muy bien. Así que eso es “pescar”.
– No. “Yo voy a pescar”.
– Ah, bien, la primera persona verbal. ¿Cómo decimos “él pesca”?
– Niemayé-rokoenagan.
– ¿Pesca o está pescando?
– Es pescador pero está sentado, todavía no fue a pescar. No pesca, pero va a ir a pescar.
– ¿Cómo se dice “pez”?
El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. Al fin dijo: “Si el pez está ahí y yo lo veo, se dice de una manera; si no lo veo, se dice de otra. Y otra si…” La doctora le interrumpió y dijo: “Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quiere, profesor, podemos continuar con implementos y armas.”
El antropólogo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos. De repente el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. El indio le habló en voz baja. “Por supuesto, por supuesto”, el antropólogo intentaba reír, y nos informó a todos, “Nos está pidiendo permiso para quitarse el saco [la chaqueta] y estar más cómodo para reconocer el arco.”
Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos cuando contestaba pasivamente las preguntas de la doctora.
El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensó el arco. Una energía insospechada hasta entonces irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco. Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.
El indio había colocado la flecha en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un altorrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta, al ir bajando, alcanzó casi la altura de la frente del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiró el saco y se lo colgó del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas que se les habían caído. Rápidamente se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración del indio. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron los últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban la posibilidad de conseguir otro informante. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.
[“El dueño del fuego” de Silvia Iparaguirre en “Cuentos literarios tradicionales”, p.83, abreviado.]
Con alguna frecuencia me citáis a mí mismo frases de mis mismos libros para defender vuestras opiniones en contra de mí mismo. Me viene bien otro cuento de Idries Shah.
Un maestro Sufí fue visitado por un perplejo Buscador-de-la-Verdad, quien le dijo: “Tengo sólo una pregunta que hacer. ¿Por qué es que, donde vaya, siempre me parece recibir diferentes consejos de los Sufís?”
El maestro contestó: “Ven a caminar conmigo por este pueblo y veremos qué podemos descubrir acerca de este misterio.”
Fueron al mercado, y el Sufí le preguntó al verdulero: “Dígame, ¿qué hora de oración es?” El verdulero dijo: “La hora de la oración matutina.”
Continuaron su paseo. Después de un tiempo, el Sufí le preguntó a un sastre: “¿Qué hora de oración es?” El sastre contestó: “La hora de la oración del mediodía.”
Luego de pasar más tiempo en conversación y compañía con el Buscador, el Sufí se aproximó a otro hombre, un encuadernador. Le preguntó: “¿Qué hora de oración es?” El hombre respondió: “Es la hora de la oración vespertina.”
El Sufí se volvió a su compañero y le dijo: “¿quieres continuar el experimento o ya estás convencido de que, de hecho, la misma pregunta puede producir distintas respuestas, y todas corresponder a la verdad?”
[“Reflexiones” por Idries Shah, p.11]
Salmo 76 – El brazo derecho de Dios
¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad,
o la cólera cierra sus entrañas?
Y me digo: ¡Qué pena la mía!
¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!
Perdona la vehemencia con que hablo, Señor; pero, cuando veo la distancia que hay entre tu poder y mi miseria, entre tus promesas y mis fracasos, no dejo de sentir que hay algo ahí que no funciona, y expreso la frustración de mis entrañas en la dureza de mis palabras. ¡Me has fallado, Señor! ¡Me has desilusionado del todo! ¿De qué han servido todos mis esfuerzos, mis oraciones, mis esperanzas? Soy la misma calamidad que he sido siempre, nada ha cambiado en mí, nada ha mejorado, mi mal genio sigue hiriendo a los demás, mi arrogancia me hiere a mí mismo, mis pasiones están más fuertes que nunca, y mis caídas se multiplican con la edad. ¿Dónde está tu poder, tu misericordia, tu gracia? ¿Qué ha sido de la mano que creó el mundo? ¿Se ha atrofiado tu brazo derecho? ¿Has perdido la influencia que tenías en los asuntos de los hombres? ¿O has perdido quizá el interés?
Hablo en mi nombre y en el nombre de los amigos y compañeros con quienes comparto el trabajo del Reino y con quienes comento día a día la desilusión que se apodera de nosotros cuando comparamos la sinceridad de nuestros esfuerzos con la escasez de nuestros resultados.
¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
¿Se ha agotado ya su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
Cuando me envuelve la nube del desengaño, siento en mis huesos el desánimo y la desesperación. Los sueños no se hacen realidad, los ideales no se alcanzan, el Reino no llega. Conozco mis defectos, y conozco los fallos del género humano; pero también conozco la seguridad de tus promesas y el poder de tu brazo.
Tú, oh Dios, haciendo maravillas
mostraste tu poder a los pueblos;
con tu brazo rescataste a tu pueblo,
a los hijos de Jacob y de José.
No dejes que tu brazo cuelgue inerte, Señor. El brazo que dividió a las tinieblas de la luz, que abrió las aguas del mar, que derrumbó murallas y allanó caminos, puede hacer mucho más que eso: puede llevar a la realidad, en la vida de los hombres y en la historias de la raza humana, lo que esas maravillas externas anunciaban y prefiguraban para el reino del espíritu y de la gracia. Allí es donde tus proezas han de afirmarse, donde tu brazo derecho ha de mostrar su poder.
Que nunca se diga de ti, Señor, ni siquiera en la oración obediente de un amigo fiel, que tu brazo derecho se ha atrofiado.
Transparencias en fundas de plástico
Claro que me apetecía asistir a una clase de matemáticas. Después de haber enseñado la asignatura toda mi vida y de haberme retirado, me apetecía ver cómo las enseñaba un profesor joven con todos los adelantos de ahora. Acepté la invitación. Me senté al fondo de la clase, miré y escuché.
El profe venía armado con papeles. Transparencias en abundancia. El aparato estaba dispuesto, y él iba poniendo una tras otra con todo el desarrollo del teorema de turno, y las acompañaba con sus explicaciones línea a línea, resolvía dudas, señalaba pasos difíciles. Llegó a su tiempo al final del teorema, debidamente subrayado en la pantalla iluminada. Y así otro teorema y varios problemas. Al final recogió las transparencias en sus fundas de plástico, y salimos.
La clase fue perfecta. Pero yo me pregunté, ¿qué echo en falta aquí? Ya lo sé. Yo, cuando daba clase, tenía que sacudirme las manos al final. Las tenía todas cubiertas de tiza. Claro. No había transparencias entonces. Sólo un enorme tablero negro y tizas, muchas tizas. Yo llenaba el tablero de ecuaciones, las borraba, lo volvía a llenar, y así todo el rato. Había trabajo físico. Y había manos llenas de polvo blanco al final.
Pero había algo más. Al no llevar el teorema en fundas de plástico, yo tenía que ir haciéndolo ecuación a ecuación en la pizarra, deduciendo en el momento cada paso del anterior. Podía equivocarme. Me equivocaba. Me corregían los alumnos. A veces se me escapaba un error sin notarlo, y no salía el resultado. Tenía que dejarlo para el día siguiente. Había riesgo y había fracasos. Todo eso daba realidad y credibilidad a la enseñanza. Eran matemáticas en vivo.
Con un teorema largo llegaba a crearse una expectación en la clase que llegaba a la emoción intensa. ¿Saldrá el teorema? ¿Acabará bien? ¿Me habré equivocado en algún paso y no llegaremos al final? Había más suspense que en una novela de Agatha Christie.
A veces, tras un largo y difícil teorema que duraba toda la hora y acababa justo con el resultado exacto en el momento de tocar la campana de fin de clase, los alumnos aplaudían con fervor y yo sonreía entre el sudor y la tiza. Vivíamos la emoción de los grandes teoremas de la matemática. Ahora los alumnos no aplauden. ¿Quién va a aplaudirle a una transparencia?
Más plástico
[Esto cuenta Gary Thorp en «Momentos Zen», p.58]
«Algunas personas llegan a proteger los objetos de su hogar hasta tal punto que no pueden disfrutar de ellos. En una ocasión fui con un amigo a visitar a sus padres, que vivían en una casa muy cara de seis habitaciones en el lujoso barrio de Nob Hill de San Francisco. Los muebles y los objetos decorativos estaban fabricados por selectos diseñadores y eran muy valiosos. ¡Y cada uno estaba cubierto con un plástico! Las pantallas de las lámparas estaban cubiertas con bolsas de plástico, los sofás y las sillas aparecían protegidos con una cubierta transparente de vinilo, y sobre el suelo y las alfombras había largas láminas de plástico.
Yo pregunté ingenuamente si era que iban a pintar la casa, y la madre de mi amigo pareció impaciente y ofendida al explicarme que no estaban pintando sino que siempre protegían su casa de aquel modo. Yo apenas podía creer que pudieran vivir así. Se sentaban, andaban y comían sobre plástico.
La madre nos preguntó si queríamos probar una de las deliciosas naranjas que acababa de comprar en el mercado. Mi amigo, su hijo, asintió con la cabeza, y entonces su madre le pidió que por favor no se la comiera dentro de casa, así que mi amigo salió por la puerta trasera para ir al jardín.»
[Comento yo: Claro, tampoco había que manchar el plástico.]
Haiku
«Al extender
esta desgastada alfombra,
cuenta un millar de historias.»
[Ib. p.29]
Proverbio chino
«Cuando buscamos al Buda en las cumbres de las montañas, nos perdemos al Buda del valle.»
Saber escuchar
– Escucha -dijo el hombre-. Escucha. Solo he venido a aclararte una cosa.
– Sí -dijo ella-. Aclarar las cosas. Me da risa. Tiene gracia. Mira, si hay alguien aquí que vaya a aclarar las cosas, esa soy yo: porque soy yo quien va a aclarar las cosas. Y vuelve con Jeannette y dile que sé muy bien lo que anda diciendo de mí. No quiero meterte en esto, pero díselo de mi parte. Puedes quedarte al margen: no hace falta que le digas que me lo has dicho tú. No tienes ni que contarle que me has visto…
– Escucha -dijo él-. Escucha. ¿Me harías el favor de escucharme un minuto?
– Sí, escucha -dijo ella-. Eso está bien. Escucha. Ya he pasado por eso de escuchar. Puedes decírselo a todos de mi parte, ¿sabes? Puedes decirle a la señorita Jeannette que cuesta mucho eso de hacer comentarios sarcásticos sobre los vestidos rojos de las demás. Tiene mucha gracia, claro que sí. Mira, cuando le pida que me pague lo que llevo, entonces será el momento de hacer comentarios graciosos. Puedes decirle eso.
– ¿Quieres hacerme un pequeño favor? -preguntó él- ¿Quieres…? ¿Quieres escuchar solo…?
– Sí, favores -dijo ella-. A mí nadie tiene que hacerme favores. Yo me gano la vida y no tengo que pedir favores a nadie. Y si no les gusta, ya saben lo que pueden hacer. El escaparate de Tiffany’s, ¿sabes? ¿Yo rompí el cristal? No es para tanto. A la porra todos.
– Si quisieras escucharme -dijo él-. Escucha…
– Lo que a mí me pasa -siguió ella-, es que soy demasiado buena. Siempre me lo han dicho: «Lo que a ti te pasa es que eres demasiado buena», dicen. Y mira ahora lo que ella va diciendo de mí. Muy bien. Vuelve con Jeannette y quédate con ella.
– Escucha, cariño -dijo él-, ¿No quieres escuchar a tu amigo un…?
– Amigos -dijo ella-. Amigos. Tengo amigos estupendos. Ahí van, apuñalándote por la espalda. Eso es lo que gana una por ser buena. Por ser una buenaza gordinflona. Eso es lo que soy. Trabajo todo el día y no le pido nada a nadie. Y, además, tengo el corazón delicado. Preferiría estar muerta. ¿Qué motivo tengo para vivir? Contéstame, por favor. ¿Qué motivo tengo para vivir?
– Escucha -dijo él-, escucha…
Apareció un camarero. Revoloteó a su alrededor.
[«Diálogo a las tres de la mañana» por Dorothy Parker en «Narrativa completa» p.70, abreviado.] [¡Y menos mal que abreviado!]
Me pediste delicadamente mi número de teléfono. Te expliqué delicadamente que no lo pongo en público porque mi tiempo es limitado y nunca he tenido ni tengo secretario, hago todo mi trabajo yo mismo, y lo hago a gusto, y no podría hacerlo con un teléfono abierto a mi lado. Te dije esperaba lo entendieses. Y lo entendiste. Pero al final de mi emilio sí te di de todos modos mi número de teléfono. Me gusta ser caballero. Y también lo entendiste.
Al día siguiente me llamaste. Y me llamaste muy delicadamente. Fue para oír mi voz. A mí también me gustó oír la tuya. De veras. Me alegró tu voz. Me dijiste que era solo para saludarme. Nos saludamos. Fuiste breve, delicada, encantadora. Ahora fui yo el que me quedé con ganas de hablar más contigo. Lo hiciste muy bien.
Salmo 77 – Historia de la salvación
Conozco la historia, Señor, y sé la lección que nos enseña. Sé que la marcha de tu pueblo escogido de Egipto a Canaán es diseño y figura de mi propia vida de nacimiento a muerte, y ahora vuelvo a vivir esa historia en mi corazón y me voy reconociendo en mi propia travesía del desierto.
La historia es un romance, y el romance tiene un tema y un estribillo. El tema es tu bondad y tu poder en ayudar a tu pueblo; y el estribillo es la ingratitud del pueblo que, en cuanto recibe un nuevo favor, encuentra una nueva queja, duda de tu poder y se declara en rebeldía. ¿Aprenderé, por fin, yo también la lección?
Hizo portentos a vista de sus padres,
en el país de Egipto, en el campo de Soán:
hendió el mar para abrirles paso,
sujetando las aguas como muros;
los guiaba de día con una nube,
de noche con el resplandor del fuego.
Esos portentos bastaban para fundar la fe de un pueblo para siempre. Sin embargo, su efecto no duró mucho. Sí, Dios nos ha sacado de Egipto; pero ¿podrá darnos agua en el desierto?
Hendió la roca en el desierto
y les dio a beber raudales de agua;
sacó arroyos de la peña,
hizo correr las aguas como ríos.
Nuevas maravillas para robustecer la fe. Y, sin embargo, nuevas dudas y nuevas quejas. Sí, nos ha dado agua; pero ¿podrá darnos pan?, ¿podrá darnos a comer carne en el desierto?
El hirió la roca, brotó el agua
y desbordaron los torrentes;
pero, ¿podrá también darnos pan,
proveer de carne a su pueblo?
Dios hizo llover sobre ellos maná,
les dio un trigo celeste,
y el hombre comió pan de los ángeles;
les mandó provisiones hasta la hartura.
Hizo soplar desde el cielo el Levante
y dirigió con fuerza el viento Sur:
hizo llover carne como una polvareda,
y volátiles como arena del mar;
los hizo caer en mitad del campamento,
alrededor de sus tiendas.
Ellos comieron y se hartaron:
así satisfizo él su avidez.
Sin embargo ellos siguieron quejándose,
con la comida aún en la boca.
Esa es la historia de la veleidad de Israel. Portento tras portento: queja tras queja. Fe pasajera que creía un instante, para dudar otra vez el siguiente. Pueblo de dura cerviz, eternamente cerrado ante el poder y la protección de Dios que cada día veían y cada día olvidaban.
Y, con todo, volvieron a pecar
y no dieron fe a sus milagros.
Su corazón no era sincero con él,
ni eran fieles a su alianza.
¡Que rebeldes fueron en el desierto,
enojando a Dios en la estepa!
Volvían a tentar a Dios,
a irritar al Santo de Israel,
sin acordarse de aquella mano
que un día los rescató de la opresión.
Triste historia de un pueblo rebelde. Y triste historia de mi propia alma. ¿No he visto yo en mi vida tu poder, tu protección, tu providencia? ¿No te he visto actuar yo en mi historia personal, Señor, desde el milagro del nacimiento, a través de la maravilla de la juventud, hasta la plenitud de mi edad madura? ¿No me has rescatado tú de mil peligros? ¿No me has alimentado con tu gracia en mi alma y energía en mi cuerpo? ¿No me has hecho sentir tantas veces la belleza de la creación y la alegría de vivir? ¿No has demostrado tú hasta la saciedad que eres mi amigo, mi protector, mi padre y mi Dios?
Y, sin embargo, yo dudo. Me olvido, me enfado, me quejo, me desespero. Sí, me has dado libertad, pero ¿puedes darme agua? ¿Puedes darme pan? ¿Puedes darme carne? Me has llamado a la vida del espíritu, pero ¿puedes enseñarme a orar? ¿Puedes llevarme a la contemplación? ¿Puedes corregir mis vicios? ¿Puedes controlar mis pasiones? ¿Puedes evitar mis depresiones? ¿Puedes darme fe? ¿Puedes darme felicidad?
A cada favor tuyo le sigue una queja mía. Cada nuevo despliegue de tu poder me lleva a una nueva duda. Hasta ahora me has sacado adelante, pero ¿podrás sacarme en el futuro? Has hecho mucho, pero ¿podrás hacerlo todo? ¿Podrás hacerme de veras ferviente, libre, comprometido, entregado, espiritual, alegre, feliz? ¿Podrás? Y si es verdad que puedes, ¿por qué no lo muestras ahora y me transformas de una vez en esa persona ejemplar y radiante con que sueño ser?
Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna.
Los hizo entrar por las santas fronteras
hasta el monte que su diestra había adquirido;
ante ellos rechazó a las naciones,
les asignó por suerte su heredad;
instaló en sus tiendas a las tribus de Israel.
La historia de la salvación tiene un final feliz. Permíteme anticipar esa felicidad en mi vida, Señor.
Cinco raquetas
De Liszt se cuenta que solía decir: «El concierto soy yo.» Un poco presuntuoso. Pero un mucho de verdad. No importa la pieza que se toque ni el piano en que se toque. Lo que importa es quién la toca y como la toca y como se encuentra él mientras la toca. Si él disfruta al tocar, disfruto yo al oírlo.
Entre los directores de orquesta me gusta especialmente Zubin Mehta. No solo por ser muy bueno y por ser indio, sino porque disfruta al dirigir, y me contagia a mí su entusiasmo al verlo.
El malabarista belga Serge Percelli, de familia circense y vocación de espectáculo insiste en que no basta hacerlo bien, sino ser un artista. No es el juego lo que cuenta, sino la persona. Dice: «Tienes que aprender a ser un artista actuando ante el público. No basta hacerlo bien. Yo podía haber hecho esto mismo hace diez años, pero nunca hubiera disfrutado tanto en mis actuaciones como lo hago ahora. Sé que el público está deseando ver algo, pero ante todo desea ver a alguien que se está divirtiendo en el escenario.»
Hacía malabarismos con raquetas de tenis. Llegó a tener cinco en el aire al mismo tiempo. Dominaba el juego y le iba muy bien. Entonces se animó a probar con seis. También le salió perfectamente. Pero el público, aquella noche, se quedó frío. ¿Por qué? Porque las seis raquetas en el aire le causaban tensión, y él ya no se divertía. Volvió a las cinco.
Cuando yo enseñaba matemáticas, procuraba divertirme en clase. Si mi divertía yo, se divertían los alumnos. Cuando hablo en público procuro divertirme. Si me divierto yo, se divierten todos. Cuando escribo, también me divierto. Y si no me he divertido al escribir una página, la borro. Prefiero quedarme con cinco raquetas.
Divertíos cuanto podáis. Para que se diviertan quienes os tratan. Es el gran servicio ante la tensa sociedad de hoy.
Los plátanos no vuelan
El presentador de televisión inglés, Des O’Connor, pone un título un poco extraño a su autobiografía: «Los plátanos no vuelan.» Se me hizo raro al hojear el libro en una librería, y lo iba a devolver al estante sin comprarlo cuando me entró la curiosidad de ver al menos la explicación del título. La encontré. Él nació con raquitismo y huesos débiles que le obligaron a llevar desde pequeño unas pesadas y complicadas abrazaderas de metal en la piernas para poder andar de alguna manera. A los seis años se las arregló para desabrochar las abrazaderas y mantenerse en pie unos minutos agarrado a una silla.
«Desde aquel día», escribe, «mi padre pasaba al menos una hora cada día tratando de que yo lograse andar sin ayuda. Yo casi siempre acababa en el suelo. Mi padre se caía a mi lado y nos reíamos para ocultar nuestra frustración. Una tarde mi padre me puso de pie junto a una silla, dio unos pasos en la habitación y me enseñó un plátano. Eso era un lujo. Me encantaban los plátanos. Conseguí dar un par de pasos, y me caí. Él volvió a mostrarme el plátano. Me volví a caer. Otra vez. Y otra. Mi padre me dijo:
– Puedes hacerlo. Puedes andar si realmente quieres. Puedes comerte este plátano si vienes y lo coges.
– No puedo. Échame el plátano.
– No. Eso no se puede hacer.
– ¿Por qué no?
– Porque… bueno… porque los plátanos no vuelan.»
A los seis meses logró cruzar la habitación sin ayuda. Llegó a ser un buen jugador de fútbol. Y el más célebre presentador de la televisión inglesa. Y yo me compré el libro.
La generación cibernética
La niña en el dibujo, que está sobre el suelo pintando monigotes en el papel, con todos los dedos y hasta la cara manchados de colores, mira un momento hacia arriba y le invita a su pequeño amigo: «Anda, ven aquí tú también y pinta conmigo.» Su pequeño amigo le responde altivamente desde la silla en que está sentado frente al ordenador con las piernas colgando: «Es que yo solo dibujo con software.» [The New Yorker]
Pastelillos de arroz
En la cumbre de la montaña vivía el maestro zen. En el valle había dos monasterios de monjas zen, el Monasterio del Este y el Monasterio del Oeste. La diferencia entre las monjas del Este y del Oeste era que las del Este pronunciaban en sus rezos el nombre de la deidad como Kwan Seum, mientras que las del Oeste lo pronunciaban como Kwan Seoon. Y se peleaban.
A tanto llegó la discordia que decidieron de común acuerdo recurrir al maestro de la montaña. El las escuchó y anunció que bajaría el día siguiente a las once de la mañana a dar su veredicto.
Era lo justo. Pero las monjas quedaron inquietas. Las del Este pensaron, ¿Si perdemos, a pesar de tener la razón? Hay que hacer algo. Sabían que al maestro de la montaña le gustaban los pastelillos de arroz. Se preparan rápidamente y son deliciosos. Dicho y hecho. Los hicieron, los pusieron en una gran bandeja y se los llevaron al maestro de la montaña. El maestro se entusiasmó: «¡Con lo que me gustan los pastelillos de arroz! Y aquí en la montaña no los consigo nunca. Gracias, gracias.» Y comenzó allí mismo a comerlos.
Mientras los comía le dijeron las monjas: «Nosotras somos del Monasterio del Este. Pronunciamos el nombre sagrado como Kwan Seum. Esa es la verdadera pronunciación, ¿no?» «Desde luego, desde luego», contestó el maestro entre bocado y bocado. «¿Quién iba a decir otra cosa?» Las monjas se fueron contentas, y el maestro quedó más contento todavía.
Las monjas del Monasterio del Oeste tampoco estaban ociosas. ¿Si perdemos a pesar de tener la razón? Hay que hacer algo. Sabían que al maestro le gustaban los fideos revueltos. Lleva mucho tiempo el prepararlos, pero son deliciosos. Dicho y hecho. Los hicieron con gran cuidado, los pusieron en un gran cuenco y, aunque era ya muy tarde, se los llevaron al maestro de la montaña. El maestro se entusiasmó: «¡Con lo que a mí me gustan los fideos revueltos! Y aquí en la montaña no los consigo nunca. Gracias, gracias.» Y se puso a comérselos allí mismo.
Mientras comía le dijeron las monjas: «Nosotras somos del Monasterio del Oeste. Pronunciamos el nombre sagrado como Kwan Seoon. Esa es la verdadera pronunciación, ¿no?» «Desde luego, desde luego», contestó el maestro entre bocado y bocado. «¿Quién iba a decir otra cosa?» Las monjas se fueron contentas, y el maestro quedó más contento todavía.
El día siguiente a las once de la mañana quinientas monjas se reunieron en la Sala Principal de Buda. El maestro se sentó en el trono, murmuró plegarias, hizo inclinaciones, miró a ambos lados y pronunció sentencia: «El Libro de los Pastelillos de Arroz dice que Kwan Seum es lo correcto; mientras que el Libro de los Fideos Revueltos dice que Kwan Soon es lo correcto.»
Las monjas comenzaron a insultarse diciendo, «¡Vosotras le habéis dado pastelillos!» «¡Vosotras le habéis dado fideos!» El maestro calmó el alborozo y les dijo: «Cuando recéis, rezad. Cuando cantéis, cantad. ¿Qué importa la pronunciación? ¿Qué importan las palabras? Sólo haced lo que hacéis. Es lo único que importa.» Con eso descendió del trono y regresó a la montaña.
[«La Brújula del Zen» Seung Sahn, p.178]
Haiku
«Sin meta alguna,
el aroma de la cáscara de limón
impregna el aire.»
[«Momentos Zen», Gary Thorp, p.85]
Alguien me pregunta delicadamente: «¿Por qué no hay conversiones de musulmanes al cristianismo?» Un amigo musulmán me iluminó una vez en este punto. Me dijo: «Ustedes los cristianos llevan su religión en la cabeza. Para ustedes la religión es cuestión de fe, de creer, de aceptar una doctrina. Nosotros los musulmanes llevamos nuestra religión en el cuerpo. Nuestra oración son posturas y voces, nuestra fuerza es el grupo unido en postración en el lugar santo, nuestra disciplina es el ayuno del Ramadán, nuestra caridad es la limosna, nuestra dirección es la Meca, nuestro ideal ir en peregrinación allí. Todo nuestro cuerpo participa en nuestras prácticas religiosas. Cambiar de religión sería casi cambiar de cuerpo. Y eso no se hace.» Ambos coincidimos en que la religión ha de estar ante todo en el corazón. Y en que no se trata de proselitismo sino de ecumenismo. Queremos aprender unos de otros. A mí personalmente me ha ayudado la idea de mi amigo musulmán. El cuerpo es importante.
Otro me pide le dé una definición de qué es «delicadeza», palabra que él oportunamente ha notado que yo uso mucho. Se me ocurre decir: «Delicadeza es caer en la cuenta de que otras personas existen… y obrar en consecuencia.» Ojalá lo hiciéramos siempre así.
Salmo 78 – El enemigo en casa
¡Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad!
Leo un peligro moderno en la alarma antigua. Los gentiles han entrado en tu heredad. Una mentalidad pagana ha aparecido en círculos religiosos. El racionalismo se ha infiltrado en tu Iglesia. Se rebaja la autoridad, se minimiza el dogma, se ignora la tradición, se desoye a la obediencia. Todo queda racionalizado, secularizado, desmitificado. Visión secular de credo religioso. La razón por encima de la fe. El hombre por delante de Dios. Ese es el peligro del mundo religioso hoy. Penetración pagana en el santuario de Jerusalén.
Y ése es el peligro de mi propia vida. Yo vivo en medio de ese santuario, pero también a mí me afectan ahora esos vientos paganos que soplan en él. Todo el mundo piensa así, ésa es la tendencia moderna; los teólogos de moda defienden ese punto de vista, todos los entendidos se acogen a la interpretación liberal. Ese es el peligro. Los asaltos desde fuera del santuario son más fáciles de rechazar, porque se les reconoce como tales. En cambio, es mucho más difícil resistir la tentación sigilosa desde dentro, que en un principio parece inocente y amiga. Esta causa mayores estragos, porque llega disfrazada y ataca en la oscuridad.
Quiero para mí la totalidad de la fe, Señor. No quiero medias tintas, no quiero ambigüedades ni verdades a medias. Quiero que el santuario de mi alma quede libre de toda influencia pagana. Quiero par mí la integridad de tu palabra y la totalidad de tu revelación. No quiero enturbiar verdades eternas con modas pasajeras. Quiero la pureza de tu santuario y la dignidad de tu templo. Quiero que la Ciudad Santa sea y permanezca santa para siempre. Quiero que mi fe resplandezca sin sombras y sin intermitencias. Quiero ser moderno por ser eterno, y actual por ser tradicional. Quiero estar al tanto de las últimas investigaciones desde la firmeza de mis antiguas convicciones. Quiero que sea la fidelidad a ti, Señor, la que rija mi vida por siempre.
Restaura en tu Iglesia, Señor, la firmeza de tu revelación. Purifica nuestros pensamientos y robustece nuestras creencias. Limpia tu santuario y santifica tu ciudad. Haz que resplandezca la fe de los creyentes con el fulgor de tu verdad.
Entonces nosotros, pueblo tuyo,
ovejas de tu rebaño,
te daremos gracias siempre,
contaremos tus alabanzas
de generación en generación.
Misa a las once
El párroco de Chiloé, la gran y bella isla al sur de Chile, me contó sus primeras aventuras en su nueva parroquia. La misa de los domingos era a las 11, y así la mantuvo él las primeras semanas. Luego llamó a los responsables de la comunidad y les propuso:
– Hasta ahora veo que la misa de los domingos es a las 11.
– Ya, padre.
– ¿Tendrían dificultad en tenerla a las 10 en vez de las 11?
– No, padre.
– Entonces el próximo domingo ¿vendrán todos ustedes a las 10?
– Ya, padre.
– Los espero a las 10.
– Ya, padre.
Los esperó a las 10 y no vino nadie. Y a las diez y media tampoco. A las 11 se presentaron todos como siempre y se tuvo la misa. El párroco se reunió con los representantes a la salida y les dijo:
– Veo que prefieren la misa a las 11 como antes.
– Ya, padre.
– Entonces, ¿por qué no me lo dijeron cuando les pregunté?
– Por no enojarlo, padresito.
Y el padresito no se enojó. Estaba aprendiendo a comprenderlos.
Los Ángeles de Charlie
Están dando esa película en Madrid. «Los Ángeles de Charlie.» Han llenado las calles de publicidad, con tres niñas haciendo acrobacias policíacas en motos galácticas.
Iba yo por mi paseo diario a las 7 de la mañana, cuando tres muchachas en tres motos con tres cascos se han parado justo donde yo pasaba, han desmontado y se han quitado los cascos. Yo no he resistido el impulso, las he mirado y les he dicho alegremente: «¡Los Ángeles de Charlie!»
Se han echado a reír mientras yo seguía mi camino, feliz con mi travesura. Pero me ha sorprendido que me llamaban para que volviera: «¡Señor, espere por favor!» Y me han dicho entre risas: «Mire, es que hoy tenemos una entrevista de trabajo que es importante para las tres, y estamos nerviosas, y hemos dicho que a ver si nos pasaba algo por la mañana que nos trajera la buena suerte, y esto debe de ser eso ¿verdad?» – «¡Seguro que sí!» les he contestado, «Ya sabéis que nada se resiste a los Ángeles de Charlie.» Un beso a cada una, y adelante. ¡Buena suerte!
¡Ojalá les salga bien la entrevista! Aunque, a pesar de todo, no pienso ir a ver la película. Me han dicho que no merece la pena. Y además, ya he besado a los Ángeles.
Reglas de oro
Des O’Connor, que desde hace cuarenta años lleva en solitario y en la hora de máxima audiencia su propio programa de televisión, reflexiona sobre su trabajo. Y su reflexión puede aplicarse a cualquier trabajo:
«He tratado de seguir unas pocas reglas básicas, pero reglas de oro. Cuando la gente viene a un espectáculo no quiere que la insulten, no quiere que la eduquen, y desde luego no quiere ser bombardeada con porquerías. No te pases de listo. Relájate lo más que puedas, y disfruta. Sé tú mismo, y piensa en el público como individuos, porque eso es lo que son. Piensa en cada persona como en un amigo, no como un desafío. Si esas personas ven que te caen bien, se te abrirán con más facilidad. El afecto dura más que la admiración.»
[«Bananas can’t fly!», Des O’Connor, p.388]
Añado que eso vale para un médico en su consulta, para un camarero en su café, para un vendedor en su tienda, para un abogado en su bufete, para un taxista en su taxi, para un informático en su ordenador, para un expendedor en su ventanilla, para un escritor en su teclado. Todos tratamos de una manera o de otra con gente, y todos podemos entretener… o fastidiar. Es mejor relajarse y disfrutar. Y tratar a cada persona como persona. Todo se sigue de ahí.
Hijo de su padre
[José Zorrila confiesa que no supo sacar ganancia económica de su «Don Juan Tenorio», y sufrió severas estrecheces económicas en toda su vida. Aun así mantuvo siempre una caballerosidad y una honradez a toda prueba como muestra este episodio en su autobiografía.]
El presbítero Nebreda era un hombre alto, enjuto y vigoroso. Comprendí yo que vacilaba en exponerme el asunto desagradable que conmigo venia a tratar. Para ahorrarle el trabajo tendí mi juego sobre la mesa diciéndole: «estoy dispuesto a aceptar, sin discusión y sin restricción, todos los compromisos contraídos en vida por mi difunto padre. Tienda usted, pues, sus cartas como yo tiendo las mías, y nos ahorraremos tiempo y palabras.»
Su fisonomía dejó claramente traslucir el asombro que le causaba mi franca declaración; y ¡Dios se lo perdone!, temiendo aún una emboscada de este mal discípulo de los jesuitas, me dijo:
– Permítame usted que le entere de lo que se trata.
– Se trata de la honra de mi padre, y yo, ni en vida ni después de su muerte, me creo con derecho a juzgar sus acciones; las acepto todas como buenas, y toda responsabilidad que por ellas me quepa. Yo no sé de mi padre sino que soy su hijo, y entre mi padre y yo, no acepto más juez que Dios.
Viniéronsele a Nebreda las lágrimas a los ojos: convirtieron mis palabras en amigo sincero al desconfiado acreedor; y, tendiéndome los brazos, exclamó conmovido:
– Veo que sé yo más que usted de su señor padre y sus asuntos…
– ¿Cuánto debe mi padre a la Indiana de Covarrubias, de quien es usted administrador?
– Tanto… y con esta escritura que quizá…
– Su escritura de usted es buena para mí.
– Está hecha.
– Pues ya que no somos acreedor y deudor, hablemos como amigos y quédese usted unos días de huésped mío.
Aceptó el bravo presbítero mi invitación, y entramos en pormenores.
[José Zorrilla, «Recuerdos del tiempo viejo», p.231]
La teología del barro
«Dicen los arqueólogos que los hindúes más antiguos hacían las imágenes de sus dioses sólo en barro, nunca en piedra o mármol. El barro dura poco, y la imagen ha de cambiarse por una nueva al cabo de algún tiempo. Quizá un resto de esta costumbre es la ceremonia que vemos todos los años en Bombay [Mumbai] cuando en la fiesta de Ganesh Chaturthi, después de rendir culto a imágenes de barro o escayola del dios Gánpati, se sumergen en el mar en procesión solemne, y allí se hunden, se disuelven y desaparecen. Y se hace otra imagen para otro año.
La teología del barro es digna y profunda. Una sola imagen, por bella que sea, no capta la infinitud de Dios. Está bien tenerla y venerarla por un tiempo, y está bien igualmente dejar que se disuelva y dé lugar a otra imagen, a otro aspecto, a otro rostro de la divinidad que nunca agotamos con nuestros diseños. Dejarle a Dios que cambie, que muestre en la limitación de nuestras formas y colores algo de lo ilimitado de su realeza y su riqueza. Dejarnos avanzar a nosotros mismos y adentrarnos en el respetuoso entender de Dios que nos llevará cada vez a una nueva visión y a un nuevo amor.
El secreto de avanzar en el conocimiento de Dios es estar dispuestos a llevar cada año al mar la imagen del año anterior.»
[De mi libro «El tambor de la vida», p.11]
Cuento para pensar
– ¿Qué desea?
– Quiero hablar con el señor. Fue él quien me mandó llamar.
– ¿Ha venido por algún anuncio, ¿no?
– Sí, un anuncio que me reclamaba.
– ¿Y quién le digo al señor que es?
– Dígale que es Nuestro Señor Jesucristo.
La mujer se alejó dejando la puerta entreabierta. El hombre oyó el ruido de pasos en el corredor y después golpear una puerta.
– Hay aquí un hombre que quiere hablar con usted.
– ¿Quién es?
– Dice que es Nuestro Señor Jesucristo.
– No lo conozco… Ay, ya sé… espere… dígale que pase.
– ¿Ha venido usted por el anuncio en el que pedía un modelo para el Cristo de mi alegoría ‘Nuestro Señor ha vuelto al mundo’?
– Sí, señor.
– ¿Y usted, con ese pelo cortado a cepillo, la barba rapada, cree que se ajusta a lo que pido? ¿O se piensa que basta con tener hambre, el rostro escuálido y los ojos lánguidos y soñadores? ¿Lo ha traído solamente la necesidad o qué? ¡Pedazo de idiota! ¿Por qué se rapó la cabeza y se cortó la barba?
– No he sido yo, han sido ellos.
– ¿Ellos? ¿Quiénes?
– Los guardianes. Me prendieron. Me dijeron que yo era un vagabundo. Me raparon la cabeza y me cortaron la barba. Y me dijeron que si volvían a prenderme, me mandaban no sé adónde. Fue entonces cuando un compañero me dijo que usted quería hablar con Nuestro Señor Jesucristo. Por eso he venido.
– ¿Y por qué había de venir usted?
– Porque… ¿Sabe?… Yo soy él.
– ¿Qué? ¿Qué usted es el propio Nuestro Señor Jesucristo?
– Lo soy aunque no me crea. Ya me ocurrió la otra vez. En Judea también me creyeron muy pocos. Por eso me prendieron y me crucificaron. Pero ya los he perdonado. Y le he pedido a mi Padre que me deje volver.
– Cuente…
– Mi Padre no quería dejar que viniese. «No, Hijo Mío -me dijo él- es inútil, como ya lo fue en la otra ocasión. Y esta vez te tratarán peor. En vez de clavarte en una cruz tendrás que arrastrarla toda tu vida. Sufrirás la tortura del hambre y de la cárcel. No, no lo permito.» Pero yo le expliqué: «La culpa es tuya, Padre, porque me hiciste nacer sin pecado, no me dejaste correr los riesgos de los demás hombres y me diste el poder de hacer milagros. Si no me sentían igual a ellos, ¿cómo habría de redimirlos?»
– ¿Y tu Madre? ¿Y Nuestra Señora?
– Nuestra Señora se limitó a llorar como todas las madres cuando ven partir a un hijo hacia una aventura peligrosa. Pero no me descorazonó sino que, por el contrario, me dijo: «¡Ve, Hijo, es tu obligación! Una tarea debe llevarse hasta el final, y tú te has quedado a medio camino. ¡Estaré siempre a tu lado!»
El pintor se alejó en silencio y comenzó a pintar. Cuando acabó su trabajo y alzó los ojos del cuadro, no vio a nadie.
[«Resurrección» de Domingos Monteiro en «Antología del cuento portugués», p.247, abreviado. ]
¿De veras, Irene, que no has entendido el haiku del limón de la vez pasada? ¡Con lo que me gusta a mí! «Sin meta alguna / el aroma de la cáscara de limón / impregna el aire.» En el oriente se dice que el tener una «finalidad» estropea la «actualidad». Se trata de vivir el presente sin trampas de futuro. Y de ser naturales en lo que hacemos. El limón es lo que es, y llena el aire sin más. ¿No te está salivando la boca como a mí de solo pensarlo? Ojalá fuésemos así.
Salmo 79 – Por la Iglesia
Siento confianza, Señor, al ver que puedo dirigirme a ti hoy con las mismas palabras que tú inspiraste en otras edades; que puedo rezar por tu iglesia la oración que el salmista rezó por tu pueblo cuando tu palabra se hacía Escritura y cada poeta era un profeta.
Conozco la imagen de la vid y los sarmientos y el muro alrededor y la destrucción del muro y su restauración a cuenta tuya para protegerla. Me veo a mí mismo en cada palabra, en cada sentimiento y rezo hoy por tu vid con palabras que han sonado en tus oídos desde el día en que tu pueblo comenzó a llamarse tu pueblo.
Sacaste una vid de Egipto,
expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste;
le preparaste el terreno,
y echó raíces hasta llenar el país,
su sombra cubría las montañas,
y sus pámpanos los cedros altísimos;
extendió sus sarmientos hasta el mar
y sus brotes hasta el Gran Río.
¿Por qué has derribado su cerca
para que la saqueen los viandantes,
la pisoteen los jabalíes
y se la coman las alimañas?
Dios de los Ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo,
fíjate, ven a visitar tu viña,
la cepa que tu diestra plantó
y que tú hiciste vigorosa.
La han talado y le han prendido fuego:
con un bramido hazlos perecer.
Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti;
danos vida, para que invoquemos tu nombre.
La vid, los pámpanos, las montañas, la cerca. Destrucción y ruina; y el hombre a quien escogiste y fortaleciste. Términos de ayer para realidades de hoy. Tú inspiraste esa oración, Señor, y tú la preservaste en escritura santa para que yo pudiera presentártela hoy con nuevo fervor en palabras añejas. Te complaces en oír esas palabras, tuyas por su edad y mías en su urgencia; y si te complaces en oírlas, es porque quieres hacer lo que en ellas dices y quieres que yo te vuelva a decir.
Con esa confianza rezo, y disfruto al rezar en unión de siglos con palabras de otro tiempo y vivencias del mío. Bendita continuidad del pueblo de Dios que sigue en peregrinación por el desierto del mundo.
Señor Dios de los Ejércitos, restáuranos,
que brille tu rostro y nos salve.»
¿Estás en el móvil?
Me contó que en su casa hay tres teléfonos móviles. Tres personas que los necesitan estén donde estén durante el día. Lo que pasa es que con tres personas y tres móviles, a veces una se confunde de móvil y se lleva el que no es el suyo, con lo cual sus llamadas le llegan a otra, cosa que puede crear complicaciones. También les ocurre a veces que alguien tiene que salir de casa y no encuentra por ningún sitio su móvil. Eso sucede en una casa grande con muchas habitaciones y muchos muebles. Pero han encontrado un método eficaz para resolver al momento la situación. Llaman a ese móvil esquivo desde otro móvil, y escuchan a ver de dónde viene el sonido del móvil que recibe la llamada. Basta con localizar la habitación, lanzarse hacia ella, seguir el sonido, identificar el mueble, abrir el cajón, atrapar el instrumento, cancelar la llamada, y salir tranquilamente a la calle con el móvil en la mano. De algo han de servir los tres móviles. Siempre hay uno desde el que se puede llamar.
Oí la frase al andar por la calle. Alguien hablaba por su móvil y le preguntaba a alguien: «¿Estás en el móvil?» Me sacudió la expresión. «Estás.» «Estás en el móvil.» Es decir, «existes» en el móvil, «vives» en el móvil, «habitas» en el móvil, «te alojas» en el móvil. Así como «estás en tu casa», «estás en la oficina», «estás en la calle» o «estás en el coche»: «¿Estás en el móvil?» Es ya una manera de estar, una manera de ser. Si no tienes móvil, no puedes «estar». No existes. Quizá, si tienes dos móviles, tienes dos existencias. Y puede ser que también esto sea verdad.
Comprenderéis que escribo así porque todavía no tengo móvil. Me estoy resistiendo. Pronto claudicaré. Por eso me he apresurado a escribir esto. Luego ya será tarde.
La flauta Zen
«Esa frívola vida llevé yo varios años. Dinero, coches, compañías, clubes nocturnos. Luego mi armadura a prueba de bomba comenzó a fallarme. Ahora veo que era inevitable. La mente puede aguantar hasta tanto abuso, y no más. Después comienza a resquebrajarse y a buscar a la desesperada algo que tenga sentido en la vida.
La primera indicación de que algo andaba fuera de su sitio me vino cuando comencé a ver destellos de mí mismo y mis amigos. ¡El mismo guión! ¡Aburrido y falso! Estaba cayendo en la cuenta de que mi vida era una farsa, pero no tenía idea de qué podía ser una vida «auténtica». ¿Cómo iba yo a reconocer lo auténtico cuando lo viera?
Vi que no había ni una fibra de personalidad en nosotros. Éramos clones unos de otros. Nuestras vidas las había modelado la sociedad y la cultura en que habíamos crecido. Nadie lo cuestionaba.
Una noche estos inesperados sentimientos de disociación se hicieron tan fuertes que hube de salirme del club nocturno. Me acuerdo que navegué por la multitud en busca de oxígeno. Una vez fuera, caminé sin más por Oxford Street. El andar siempre ayuda. En una hora llegué hasta Hyde Park. Avancé entre árboles, y llegué a un claro que me era familiar. La última vez que había estado allí fue hacía siete largos años, el 5 de julio de 1969. Había miles de personas aquel día. Hacía calor y yo estaba tumbado en la hierba con mi novia. Nos habíamos reunidos todos aquellos para oír a los Rolling Stones. El concierto era en memoria de Brian Jones que se había ahogado hacía poco. Mick Jagger, vestido todo de blanco, leyó el poema Adonais de Shelley y echó a volar a miles de mariposas blancas. Fue un gran momento.
Ahora, muy solo en la extraña oscuridad, me quedé de pie escuchando los ruidos del lejano tráfico de Park Lane, y miré a la corona de luces de la ciudad.
Viendo la superficialidad de mi vida me sentí agobiado por la tristeza y por un sentimiento aplastante de soledad. Tenía que haber algo distinto en la vida.
No tuve una gran Epifanía esa noche. Sólo el romper de la marea de años de sentimientos reprimidos tras el dique de lo que ahora veía como una existencia artificial. Después de haberme pasado años tratando de llenar con todo cuidado cada grieta y cada agujero en mi vida, me encontré totalmente vacío. Era la hora de cambiar. Pero cambiar ¿a qué?» [Blowing Zen, p. 34]
[Ray Brooks que escribió esa sentida experiencia, encontró la «autenticidad» que buscaba… aprendiendo a tocar shakuhachi, que es la flauta Zen. El consejo que le dio su maestro fue, «Aprende a escuchar con todo tu ser. Escuchar es el portal de la liberación» (p. 66). Y la lección de vida de la flauta: «El Zen no quiere decir más que vivir la vida ordinaria en cada momento.» (p. 57)]
Subir a la cumbre
Los vientos y las lluvias de los monzones azotaban la cumbre. Nadie subía por el camino más que una viejecita frágil y encorvada sobre su bastón. Un pastor desde su choza en la falda de la montaña le dijo: «No podréis llegar a la cumbre con esta tormenta.» Pero la anciana contestó sin aflojar el paso: «Mi corazón ha estado allá toda mi vida. Ahora solo estoy llevando mi cuerpo a reunirse con él. Eso es fácil.»
«Donde está tu tesoro, allí está tu corazón.» (Mateo 6, 21)
Jurar en voz baja
«Las discusiones entre el célebre director de cine, Samuel Goldwyn, y su segundo inmediato, William Wyler, eran tan ruidosas que Merrit Hulbert, que tenía su despacho al lado, pidió que le cambiaran de sitio. Entonces Goldwyn y Wyler accedieron a una tregua.
‘Mira, Willie’, dijo Goldwyn, ‘desde ahora cada vez que nos reunamos, cada uno de nosotros pondrá un billete de cien dólares sobre la mesa, y el primero que levante la voz pierde los dos billetes.’ ‘Vale’, dijo Wyler.
El resultado fue que Hulbert se quedó en su despacho, mientras, en el despacho de al lado, se intercambiaban insultos como susurros.» [David Niven, Bring on the Empty Horses, p. 136]
[Comentario: La palabra y el tono con que se dice deben coincidir. No vale insultar en voz baja.]
Puntualidad
«Dios es quien da cuerda a nuestros relojes de sol.» [Lichtemberg]
El diamante bienhechor
Un pobre encontró en el camino algo que brillaba; lo recogió, lo lavó, lo enseño a todo el mundo en el mercado, y todos le dijeron que era rico, que había encontrado un diamante muy valioso y que si lo vendía podía vivir toda su vida a sus anchas con el capital.
Él esperó a venderlo, pero entre tanto no hubo problema porque todos le prestaban dinero o le fiaban sus compras ya que querían ganarse a un buen cliente para el futuro. Así compró una casa y un negocio, hizo fortuna y creó una familia feliz.
En su lecho de muerte reveló el secreto. El diamante lo perdió el mismo día que lo encontró, después de habérselo enseñado a todos. Pero en la vida es lo mismo tener un diamante o que todos se crean que tienes un diamante. Nadie volvió a ver el diamante.
Y aquí viene el pensamiento inquietante: alguien puede portarse como si tuviera un diamante. Sin tenerlo.
Buen negocio
Un judío entra en la tienda de un amigo y le dice:
– Préstame ahora mismo veinte mil francos en metálico.
– ¿Veinte mil francos?
– ¡Sí, veinte mil! Te los devolveré en diez minutos con quinientos francos de interés.
– En diez minutos no vas a poder ir muy lejos. No tendrás ni tiempo de salir a la calle.
– No tengo ninguna intención de irme de tu tienda.
El comerciante acepta y entrega veinte mil francos en efectivo a su amigo. Este se los mete al punto en el bolsillo y coge el teléfono. Tras haber marcado un número, discute algunos minutos con un interlocutor y, satisfecho, cuelga el aparato.
– ¡Acabo de conseguir un contrato formidable! -dice devolviendo los veinte mil francos con los intereses.
– Pero ¿para qué necesitabas una suma semejante sólo para telefonear? -pregunta el comerciante sin salir de su asombro.
– Porque, para discutir, a la hora de hacer negocios, uno se siente distinto cuando tiene dinero en el bolsillo.
[Alejandro Jodoroswsky, La alegría de los cuentos, p. 112]
[Y viene a ser la misma lección del diamante.]
Una verdadera lástima
– Ha sido la mayor sorpresa que me he llevado en toda mi vida -le dijo la señora Marshall a la señora Ames-. En toda mi vida. El martes por la noche íbamos a cenar con ellos, pero recibí esa carta de Grace desde esa pequeña localidad de Connecticut, diciéndome que estaría allí por un período indeterminado y que cuando volviera probablemente alquilaría un apartamento de una habitación con una pequeña cocina. Ernest se alojaba en su club.
– Pero ¿qué han hecho con su piso? -preguntó la señora Ames con ansiedad.
– Parece ser que se lo ha quedado la hermana de Ernest, con muebles y todo. Pero eso habrá sido terrible para la hermana de Ernest
– Oh, terrible. Piensa en lo que sienten quienes les conocían, en lo que siento yo. Nada me había deprimido tanto jamás. ¡Si hubiera sido cualquiera en vez de los Weldon!
– Eso es lo que dije yo.
– Eso es lo que dice todo el mundo ¡Pensar que los Weldon se separan! Y yo que siempre le decía a Jim; ‘Mira, por lo menos hay un matrimonio feliz, bien avenido y con una casa preciosa.’ Y entonces, inesperadamente, van y se separan. No puedo entender qué le ha llevado a ese extremo. ¡Es demasiado atroz!
– Sí, esas cosas siempre son una desgracia. Es una verdadera lástima.
*
La señora de Ernest Weldon iba de un lado a otro de la ordenada sala de estar. Como cada noche. Se sintió fatigada de súbito. Se tendió en el sofá y se llevó una mano delgada al cabello castaño deslustrado.
El señor Weldon caminaba calle abajo casi doblado por la cintura, luchando contra el viento procedente del río. Cuando llegó a su piso, se dijo una vez más que no le gustaba. En cuanto vio aquel comedor, comprendió que siempre tendrían que desayunar con luz artificial, lo cual le desagradaba. Llamó al timbre y la señora Weldon le abrió la puerta.
– ¡Hola! -dijo ella con jovialidad. Se obsequiaron mutuamente con cálidas sonrisas.
– ¿Qué tal? -le preguntó él-. ¿Todo el día en casa?
Se besaron ligeramente.
– Bien, ¿qué has hecho hoy? -preguntó el hombre.
Ella había esperado esa pregunta, y antes de que él llegara había pensado en como iba a contarle los pequeños acontecimientos de su jornada: la mujer que había tenido una discusión con la cajera en la tienda de comestibles, la nueva ensalada preparada por Delia para la comida, con un éxito solo moderado, la visita a Alice Marshall, que entre sorbo y sorbo de té le informó de que se había confirmado el nuevo embarazo de Norma Matthews. Pero ahora, pensándolo bien, parecía un relato prolijo y aburrido, y a ella le faltaba la energía necesaria para empezar. Además, él ya estaba alisando su periódico.
– Oh, no he hecho nada especial -replicó con una risita-. ¿Y tú? ¿Has tenido un buen día?
– Pues… -empezó a decir él. Había pensado vagamente en contarle cómo por fin había logrado rematar el asunto de Detroit, y lo satisfecho que parecía J.G. Pero su interés se desvaneció en el mismo momento en que abrió la boca para hablar. Además, ella estaba ocupada en romper un hilo suelto del fleco de lana de uno de los cojines. – Sí, ha sido un día bastante bueno.
– ¿Estás cansado?
– No mucho. ¿Por qué? ¿Quieres hacer algo esta noche?
– No había pensado en ello, pero si quieres… -dijo ella con vivacidad-. Lo que tú digas.
– No, lo que tú digas -le corrigió él.
El tema quedó zanjado. Hubo un tercer intercambio de sonrisas y luego él se ocultó casi por completo detrás de su periódico.
– La cena – dijo alegremente la señora Weldon poniéndose en pie.
– Vaya, así que tenemos sopa de tomate – observó su marido.
– Sí, te gusta, ¿verdad?
– ¿A mí? Oh, sí, claro.
Ella le sonrió.
– Sí, pensé que te gustaría.
– A ti también te gusta, ¿no?
– Por supuesto. Me gusta muchísimo. La sopa de tomate me entusiasma.
– Sí, no hay nada mejor que una sopa de tomate caliente en una noche fría -comentó él. Su mujer asintió.
– Yo también creo que es agradable – le confesó. Probablemente habían tomado sopa de tomate tres veces al mes durante su vida matrimonial. Al fin y al cabo, ¿de qué hablaban los matrimonios cuando estaban a solas?
Volvieron a la sala de estar, y el señor Weldon se acomodó de nuevo en el sillón y extendió el brazo para coger el segundo periódico.
– Estás completamente segura de que no quieres hacer nada especial esta noche? -Le preguntó él solícitamente-. ¿No te apetece ir al cine o a cualquier otra parte?
– Oh, no, a menos que a ti te interese.
– No, no, no me interesa en absoluto. Solo pensé que a lo mejor querrías…
– No, si no te interesa ir a ningún sitio, a mí tampoco.
Trescientas veladas como aquella al año. Siete veces trescientas da más de dos mil.
*
– ¿No crees que debe de haber otra mujer? – preguntó la señora Ames a la señora Marshall.
– No, no puedo creer que haya sido eso. Ernest Weldon no es de esos hombres.
– No creo que… -empezó a decir la señora Ames, y vaciló -. No creo que… -repitió- que Grace haya tenido alguna relación… o algo por el estilo.
– ¡Cielos, no! -exclamó la señora Marshall-. Grace Weldon dedicó su vida entera a ese hombre. No puedo comprenderlo. Se llevaban a las mil maravillas. Parece como si se hubieran vuelto locos para hacer una cosa así. No puedes figurarte cómo me ha afectado. ¡Es atroz!
– Sí, -dijo la señora Ames-, es una verdadera lástima.
[Dorothy Parker, Narrativa Completa, p. 25. Abreviado.]
Anaines Rodríguez me envía este escrito de Eduardo Galeano sobre un tema que nos afecta a todos.
«Los que trabajan tienen miedo de perder el trabajo.
Los que no trabajan tienen miedo de no encontrar nunca trabajo.
Quien no tiene miedo al hambre, tiene miedo a la comida.
Los automovilistas tienen miedo a caminar, y los peatones tienen miedo de ser atropellados.
La democracia tiene miedo de recordar, y el lenguaje tiene miedo de decir.
Los civiles tienen miedo a los militares; los militares tienen miedo a la falta de armas; las armas tienen miedo a la falta de guerras.
Es el tiempo del miedo.
Miedo de la mujer a la violencia del hombre, y miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Miedo a los ladrones, miedo a la policía.
Miedo a la puerta sin cerradura, al tiempo sin relojes, al niño sin televisión.
Miedo a la noche sin pastillas para dormir, y miedo al día sin pastillas para despertar.
Miedo a la multitud, miedo a la soledad, miedo a lo que fue y a lo que puede ser.
Miedo de morir, miedo de vivir.»
Salmo 80 – Recuerda tu liberación
«Yo soy el Señor Dios tuyo,
que te saqué del país de Egipto.»
Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad. Por eso el gran mandamiento que Dios da a Israel es: ¡Acuérdate de Egipto! Si os acordáis de Egipto, os acordaréis del Señor que os sacó de Egipto, y seréis su pueblo, y él será vuestro Dios.
Lo que nos hace ser un pueblo es nuestro origen común en Cristo, nuestra liberación, nuestra redención, nuestra salida de Egipto. También nosotros éramos esclavos, aunque no nos gusta recordarlo. Damos por supuesta nuestra independencia y nuestra libertad, el progreso de la raza humana y los avances de la sociedad; todo eso nos parece normal y como que se nos debe; nos olvidamos de nuestros orígenes, y así perdemos los vínculos que nos unen entre nosotros y con Dios. Nos hemos olvidado de Egipto y hemos dejado de ser un pueblo.
«Es una ley de Israel,
un precepto del Dios de Jacob,
una norma establecida para José,
al salir de la tierra de Egipto.»
Acuérdate del pasado, acuérdate de tus orígenes, acuérdate de tu liberación. Acuérdate de Belén y de Jerusalén y del Calvario. Acuérdate, en los fondos de tu propia historia personal, de tu esclavitud a las pasiones, vicios y pecado. Esclavitud personal y cautividad universal de la que nos redimió la acción salvífica que nos hace uno en Cristo. Era es nuestra raíz, nuestra historia, nuestra unidad. La memoria nos une, mientras que el olvido nos dispersa y nos condena a ser grupos separados y facciones opuestas. Una persona sin memoria ya no es persona. Un pueblo sin historia no es pueblo.
Dame, Señor, la gracia de la memoria. Hazme recordar lo que he sido y lo que he llegado a ser por tu gracia. Haz que tenga siempre ante los ojos la pobreza de mi condición y el esplendor de tu redención. Tú rompiste mis cadenas, tú subyugaste mis pasiones, tú curaste mis heridas, tú restauraste mi confianza. Tú me diste una nueva vida, Señor, y esa nueva vida se expresa en la nueva identidad que tengo como miembro de tu pueblo escogido. También yo he salido de Egipto, y no he salido solo, sino en compañía de una alegre multitud que festejaba la misma liberación, porque todos habían estado bajo el mismo yugo.
Para llegar a ser yo mismo he de sentirme miembro de tu pueblo. Acepto el mandamiento que me obliga a recordar mi pasado, y pido gracia para cumplirlo y establecer así las esperanzas del futuro sobre la firmeza del pasado. Soy uno con tu pueblo, uno en la liberación, uno en la esperanza, y uno en el final de la gloria por siempre.
Tú eres mi Señor, mi Dios, que me has sacado de Egipto.
El papel sirvió para algo
Iba yo por la calle y en una esquina un repartidor de propaganda con un fajo de papeles en la mano me ofreció uno de ellos. Mi primer instinto fue pasar de largo. A mí no me interesaban ni el gimnasio ni la hamburguesería ni la academia de lenguas extranjeras que sus papeles anunciarían. ¿Para qué cogerlos?
Pero le miré a la cara. Me dio pena. Le vi demacrado, cansado, triste. Pobre muchacho. De algún país lejano había venido, buscaba empleo que no iba a encontrar fácilmente pues parecía joven, inexperto, desautorizado. Y alguien le había dado unos euros por repartir esos papeles.
Él lo hacía fielmente. No los tiraba, no los imponía, no los daba a cualquiera. Se fijaba, suplicaba, los entregaba con cuidado. Hacía bien su trabajo que era repartir los papeles. Y yo pensé que si su trabajo era repartir, la manera de ayudarle era recoger yo uno al menos. Alargué la mano y lo tomé.
Al tomarlo le miré a los ojos. Él me miró también y me sonrió. Me dijo «gracias, señor». Él siguió repartiendo papeles, y yo seguí adelante. Pero me paré un momento, saqué mi lápiz, y en la parte de atrás del mismo papel que él me había dado escribí brevemente esta nota para que no se me olvidase. Al fin, el papel había servido para algo.
Los ojos de mamá
[David Niven, el actor británico, cuenta en su autobiografía el dolor que, en medio de sus triunfos en el cine, le trajo la muerte de su mujer. Estaban en una fiesta en casa de un amigo cuando ella abrió una puerta creyendo era un armario de ropa, y era una escalera empinada a la bodega por la que cayó ella. Murió en el quirófano. Tenía 25 años y le había dado dos hijos.]
«Aquellos días horribles se arrastraron irremediablemente. Se hicieron semanas y meses. Amigos intentaban valientemente amortiguar mi desesperación, y tuve suerte de tenerlos. Aun así, después de mi trabajo en Universal Studies yo caminaba solo horas y horas por la playa a oscuras, esperando quizá que una ola compasiva me sumergiera en el Pacífico. Después me iba a la cama a dar vueltas y vueltas atormentado hasta el amanecer cuando el agotamiento se apoderaba de mí. Un par de horas de sueño profundo eran brutalmente interrumpidas por el despertador, y una vez más me machacaba el cruel descubrir que no había sido todo un sueño.
Las Navidades a solas con los niños era algo que yo había temido. Aunque no paraban de preguntar a otros cuándo iba a volver su madre, un extraño radar les impidió preguntármelo a mí. Yo sabía que algún día me harían la pregunta directa y yo tendría que responder, así es que decidí posponer la prueba hasta entonces.
En Nochebuena, con el árbol lleno de luces y regalos de buenos y cariñosos amigos, yo estaba sentado en los escalones del patio cuando de repente me invadió una hola de desesperación. Un brazo pequeño me rodeó el cuello. Mis dos hijos estaban a mi lado.
– ¿Te sientes muy solo? – preguntó el mayor, y cuando yo asentí con la cabeza, añadió, Mamá ya no volverá, ¿verdad?
– No, ya no volverá.
– ¿Se ha ido al cielo?
– Sí…, así es…, se ha ido al cielo.
La estrella de la tarde lucía muy brillante sobre el distante océano. Él miró hacia ella y dijo:
– Veo allá arriba brillar los ojos de mamá.»
[David Niven, The Moon’s a Balloon, p. 269]
Aprender a escuchar
[El mismo David Niven cuenta el mejor consejo que le dieron en su carrera de actor. Se lo dio Charlie Chaplin después de ver su primera película. Es consejo para la vida.]
– Y ¿cuál es su opinión, señor Chaplin?
Su respuesta fue el mejor consejo a un principiante en mi profesión.
– No sea usted como la mayoría de los actores. No se contente con sencillamente estar en escena esperando que le toque hablar. Aprenda a escuchar.
Escuchar el incienso
[«Escuchar el incienso.» Ese es el sorprendente título de un capítulo en el libro Blowing Zen de Ray Brooks. Resulta que es todo un arte en el Japón, el koh-do o «el camino del incienso». Así es como una amiga japonesa le explica los misterios del incienso:]
«El espiral y la fragancia del incienso purifican el ambiente, y por eso el incienso ha sido siempre parte importante de todos los ritos budistas. Los japoneses creemos que la fragancia despierta al Buda que llevamos dentro, y que sus espirales de humo llevan elevan nuestras oraciones hasta el cielo.
No es de sorprender que fue la nobleza en nuestro país la que luego comenzó a utilizar el incienso para fines no religiosos. Los nobles comenzaron a desarrollar nuevas y sutiles fragancias y buscaron especies exóticas de maderas aromáticas. Con ellas perfumaban elegantemente sus casas y sus vestidos, e incluso inventaron un juego de salón en el que se quemaban varios tipos de incienso y se debía identificar cada fragancia.
Mi madre quemaba incienso todos los días y me preguntaba qué clase era. Eso me educó la nariz. Y todos los sentidos. Sentir el incienso eleva el alma.» (p. 122)
La japonesa y el francés
«El ojo escucha; la voz ve.» (Paul Claudel)
Inicio de Página
Que la organice
[Ray Brooks cita también el siguiente cuento, p. 130]
El Diablo y su ayudante iban sin más por un camino, cuando, de repente, se encontraron con un hombre que estaba predicando a la multitud. El ayudante del Diablo se volvió a él y le dijo: «Escúchale. Está diciendo que ha encontrado la Verdad. Apresémosle cuanto antes.» El Diablo se rió y contestó: «No, no, no. Déjale en paz. Déjale que la organice.»
Seguridad ciudadana
«Triturad las perlas, y se acabarán los ladrones.» (Chuang Tzu)
¿Por qué no has escrito?
Aquella noche le escribió una carta a su mujer. No vuelvo a casa. Estoy ya muy distanciado de ti y no puedo volver. Desde luego que lo siento y que siempre has sido una esposa magnífica. Pero estos viajes tan largos y tan constantes en estos inviernos tan exigentes han acabado con todo. ¿Lo entiendes?
Así siguió otras dos páginas. Cuando acabó, puso la carta en un sobre de avión, pegó el sello, volvió a salir con el frío que hacía y llegó al primer buzón en la calle. Estaba sellado con silicona, como todos los otros en la huelga de correos, pero él rompió el sello con un trozo de botella rota que encontró en la acequia, y echó la carta.
Sabía el caos en que estaba sumido el correo por la huelga. Su carta desde los Estados Unidos podría no llegar nunca a Inglaterra. Él mismo había tenido que romper el sello del buzón para echar la carta, y nadie vaciaba los buzones esos días.
Recibió una carta de su mujer en Londres de hacía quince días. ¿Por qué no has escrito? Una postal al menos. Unas líneas. ¿Cómo quieres que no me preocupe? Probablemente habría habido otras cartas después, que ya no le llegaron. De todos modos él volvería a Inglaterra ese fin de semana, después de una ausencia de mes y medio. Se forzó a no pensar en la carta que había mandado.
Tomó el avión en Chicago el viernes por la tarde, y llegó a Londres por la mañana temprano. No había colegio los sábados, y su mujer con los tres niños le esperaba en Heathrow. Los niños estaban incómodos por los eternos diez metros que tenía que andar hasta llegar a ellos, y luego se le echaron entusiasmados en sus brazos. Su mujer le abrazó y se aferró a él. Lo vio enseguida: no había llegado la carta.
Se puso a vigilar la llegada del cartero. A veces se despertaba por la noche alarmado. Incluso se las arregló para trabajar en casa la primera semana -para dar el último toque a los informes, según dijo. Pero no llegó la carta. La segunda semana, cuando ya tenía que ir a la oficina, leía la cara de su mujer al volver a casa. Tampoco hubo señal. Dios sabe como interpretaría ella la manera como él la miraba: él la sorprendía mirándola de frente cuando se descuidaba, y ella entonces sacaba una sonrisa lenta y ruborizada, como la sonrisa de una chica que te pesca cuando la miras desde otra mesa en un bar. Le impresionó tanto esa sonrisa que vino a casa con un ramo de flores. Ella le abrazó, y se acunaron como en otros años. Él vio lo guapa que era todavía, lo joven, lo atractiva.
Su ansiedad por la carta fue reemplazada poco a poco por la confianza de que ya no llegaría. Quizá estaba borracho cuando la fue a echar, quizá el buzón estaba fuera de servicio, o la carta no entró y se le cayó en la nieve, y el papel se deshizo. Estaba a salvo. Menos mal que no había quedado en nada con la otra mujer. Llevó a sus hijos a una exposición de coches, a su mujer y a su madre a una obra de teatro, y se sintió deprimido ahora que ya no tenía la preocupación de la carta.
Una mañana, cosa de un mes después, su mujer recogió del suelo el correo y vio una carta con la letra del marido. Llevaba dos matasellos y debía ser de hacía unas seis semanas. La abrió y la leyó. La volvió a leer. Era una carta tranquila y razonada en la que le comunicaba el hecho de que ya no iba a volver. La volvió a poner en el sobre arrugado y manchado y la rompió. Se fue hasta la puerta del jardín, anduvo hasta la parada del autobús donde había una papelera en un poste de la luz, y echó allí los trozos de la carta, entre los billetes usados que habían echado por su boca cuadrada.
[Nadine Gordimer, Why haven’t you written?, p. 220. Abreviado.]
Marta D. Ojeda me envía esta anécdota.
Dicen que una vez había un ciego sentado en la vereda, con una gorra a sus pies y un pedazo de madera que, escrito con tiza blanca, decía: POR FAVOR AYÚDEME, SOY CIEGO.
Un publicista creativo que pasaba frente a él se detuvo y observó unas pocas monedas en la gorra. Sin pedirle permiso tomó el cartel, le dio vuelta, tomó una tiza y escribió otro anuncio. Volvió a poner el pedazo de madera sobre los pies del ciego y se fue. Por la tarde el publicista volvió a pasar frente al ciego que pedía limosna, su gorra estaba llena de billetes y monedas.
El ciego reconoció sus pasos y le preguntó si había sido él el que reescribió su cartel, y qué había puesto. El publicista le contestó: «Nada que no sea tan cierto como tu anuncio, pero con otras palabras.» Sonrió y siguió su camino.
El ciego nunca lo supo, pero su nuevo cartel decía: HOY ES PRIMAVERA, Y NO PUEDO VERLA.
Cambiemos de estrategia cuando no nos sale algo, y veremos que puede también cambiar el resultado.
Salmo 81 – Juez de jueces
La justicia en el mundo ya no es justicia, Señor. Los caminos de los hombres se han torcido, y aquellos que habían de tomar tu puesto para resolver disputas y traer la paz se han corrompido y han cedido a la corriente de egoísmo que les hace buscar ganancias sórdidas traicionando a la justicia a la que juran servir. Los tribunales de justicia se han hecho a veces guaridas de opresión. Los pobres buscan alivio en la justicia, y sus penas aumentan en vez de resolverse. Falta la honradez en aquellos que más deberían tenerla.
«¿Hasta cuándo daréis sentencia injusta
poniéndoos de parte del culpable?
Proteged al desvalido y al huérfano,
haced justicia el humilde y al necesitado,
defended al pobre y al indigente,
sacándolos de las manos del culpable.
Pero sois ignorantes e insensatos,
camináis a oscuras,
Mientras vacilan los cimientos del orbe.»
En nombre de los oprimidos, Señor, pido justicia. Da sabiduría y valor a tus jueces para que reconozcan la inocencia, denuncien la culpa y pronuncien sentencia sin temor ni favor. Haz que vuelvan a inspirarle confianza a tu pueblo y enciendan un rayo de esperanza en una sociedad que ha perdido el sentido de la equidad. Que vuelva a reinar la justicia sobre la tierra Señor, como señal y prenda de tu divina justicia en los cielos.
«Levántate, oh Dios, y juzga la tierra,
porque tú eres el dueño de todos los pueblos.»
El secuestro del yo
¿Qué tienen de común estas expresiones?
No me gusta conducir por el centro, porque si te descuidas te ponen una multa.
Con tantas opciones uno no sabe qué hacer.
¿Qué te dijo papá?
¡Vete tú a saber!
Tienen en común que, aunque es la primera persona singular la que habla en todas ellas, no aparece en ninguna. La primera debería decir: «No me gusta conducir por el centro, porque si me descuido me ponen una multa.» Pero no quiero suponer un descuido mío y se lo paso a mi interlocutor: «Si te descuidas (tú), te ponen una multa (a ti)». La última frase usa el mismo truco. «¡Vete tú a saber!» Debería decir: «Yo no lo sé», pero antes de confesar mi ignorancia te la cargo a ti: «¡Vete tú a saber!»
La segunda frase escapa del «yo» al «uno». En vez de confesar, como es el caso de hecho, mi propia confusión y decir: «Con tantas opciones yo no sé qué hacer», me escabullo una vez más y se la cargo al impersonal: «Uno no sabe qué hacer.»
En la tercera frase es el papá quien le habla al niño, pero para reforzar su autoridad no le dice, «¿Qué te dije yo?», sino «¿Qué te dijo papá?» Y también es sabido que los monarcas y los papas recurren al «nosotros» o «nos» para mayor impresión.
Nosotros creemos que todo eso es debilitar el yo. El lenguaje que uno usa denota su personalidad. Si no tienes cuidado, te haces daño a ti mismo.
Líos de lenguaje
[El lenguaje puede traer sus confusiones, como en el caso que cuenta el doctor Luis Jiménez de Diego en su libro «Memorias de un médico de urgencias», p. 56]
«En muchas ocasiones el nerviosismo provocado por la situación es el responsable de que ocurran escenas grotescas, como fue la de aquella señora que acudió al área de Pediatría acompañando a una pequeña niña enferma. La enfermera que esa mañana se encargaba de esa sección mostrando una bolsa de plástico, la que se usa para guardar las pertenencias de los enfermos, indicó a la señora:
– Enseguida pasará el médico para atender a su hija. Mientras, aquí tiene esta bolsa. Quite la ropa a la niña y póngala aquí dentro.
Tras estas palabras, la enfermera se dirigió a la camilla cercana para hacer una extracción de sangre a otro paciente. Cuando terminó la misma, al volverse, quedó estupefacta al ver que la madre había metido a la pobre criatura en la dichosa bolsa dejando sus ropitas cuidadosamente dobladas sobre la camilla de exploración.»
La dama de los chimpancés
[Jane Goodall ha recibido el Premio Príncipe de Asturias de este año por su trabajo con los chimpancés en África, que a todos nos interesa ya que nuestro ADN difiere del de los chimpancés en apenas un 1 por ciento. Lo que pocos conocen es la dimensión mística de su trabajo. La cuenta ella misma en su autobiografía cuyo título en inglés es Reason for Hope: A Spiritual Journey, que en castellano han traducido «Gracias a la vida», que está muy bien pero omite el importante aspecto del «Viaje espiritual». La gente sigue teniéndole miedo al misticismo.]
«Hace muchos años, en la primavera de 1974, visité en París la catedral de Notre-Dame. No había mucha gente y dentro se respiraba paz y tranquilidad. Contemplé en silencio, admirada, el gran rosetón, que resplandecía con el sol de la mañana. De repente la catedral se llenó de música; eran los acordes, magníficos, de un órgano que había empezado a tocar para una boda que se estaba celebrando en un rincón, lejos. Era la Tocata y fuga en re menor de Bach. Siempre me había fascinado aquella obertura; pero en la catedral, llenando toda su vastedad, fue como si penetrara y poseyera todo mi ser. Como si la música misma tuviera vida.
Aquel momento, un momento de eternidad captado en un instante, fue quizás lo más cerca que he estado nunca de experimentar el éxtasis, el éxtasis del místico. Era difícil creer que aquel momento plasmado en el tiempo era sólo el resultado del baile azaroso de partículas de polvo primigenio. Puesto que no puedo creer que todo ello se deba al azar, debo admitir al anti-azar. Y, por lo tanto, debo creer en la existencia de un poder guía en el universo, es decir, tengo que creer en Dios. (p. 11)
Es posible que mi experiencia en Notre-Dame fuera una especie de llamada a la acción. Creo que oí, en una versión adaptada a unos oídos mortales, la voz de Dios. No oí palabra alguna, sólo el sonido. Palabras o no, la experiencia fue muy impactante. Cuando miro hacia atrás, mi visita a Notre-Dame me parece un hito fundamental en mi camino. (p. 103)
Aquel momento de éxtasis en la catedral siempre ha estado presente en mí, en lo más hondo de mi ser. (p. 246)
¿Resulta arrogante, presuntuoso quizás, pensar que tal vez pude haber escuchado la Voz de Dios? En absoluto. Todos la oímos, todos oímos esa silenciosa vocecilla que conocemos tan bien, diciéndonos lo que tenemos que hacer. Ésa es, creo, la Voz de Dios. Mi experiencia en la catedral de Notre-Dame fue sobrecogedora, y sumamente reveladora. Es la silenciosa vocecilla que ahora oigo y que me invita a compartir escribiendo este libro.» (p. 247)
Lenguaje universal
«De aquellos días recuerdo uno en particular -escribe la Dama de los chimpancés en el mismo libro- y lo hago con un sentimiento casi reverencial. Estaba tumbada de espaldas, entre hojas y ramas del suelo tropical. Allí arriba, a cierta altura, el chimpancé al que había llamado Barbagris comiendo higos. Una se ve transportada en el tiempo, tal vez al mundo de la primera infancia, cuando todo es natural y pleno de cosas maravillosas.
Lo que ocurrió a continuación sigue estando aún hoy, casi cuarenta años después, tan vivo en mi memoria como lo viví entonces. Mientras Barbagris y yo estábamos allí sentados, divisé en el suelo el fruto rojo ya maduro de una palmera de aceite. Alargué el brazo y se lo ofrecí en la palma de la mano. Él me miró y se estiró para cogerlo. Lo dejó caer, pero me cogió suavemente la mano. No fueron necesarias las palabras para comprender su mensaje tranquilizador: no quería el fruto, pero había entendido mi motivación, sabía que mis intenciones eran buenas. Aún hoy recuerdo la suave presión de sus dedos. Nos habíamos comunicado en un lenguaje mucho más antiguo que las palabras, un lenguaje que unía nuestros respectivos mundos. Y me embargó una profunda emoción. Me quedé en silencio, acompañada por el murmullo del agua, aferrada aún a aquella experiencia para que pudiera penetrar en mi corazón para siempre.» (p. 89)
La chimpancé experta en relaciones «humanas»
[Y este es el pasaje más divertido del libro:]
«Una hembra chimpancé que vivía en el seno de un gran grupo cautivo en un zoológico de Holanda llegó a ser, para asombro de muchos, una auténtica experta en restablecer relaciones pacíficas. Siempre que dos machos adultos se sentaban tensos después de un conflicto y evitaban mirarse uno al otro, una tensión evidente recorría todo el grupo. Esta vieja hembra empezaba entonces a desparasitar a uno de los rivales, y muy lentamente se iba acercando al segundo macho sin despegarse del primero. Luego dejaba de ocuparse del primer compañero y repetía la maniobra con el rival. Al cabo de un rato los dos machos estaban tan cerca uno de otro que ambos respondían y se ponían a asear y desparasitar a la vieja hembra simultáneamente. Y cuando, en un momento determinado, ella era ya lo único que los separaba, se iba apartando muy quedamente y entonces los dos machos, calmados por la sesión de mimo y aseo, y sin que ninguno de ellos tuviera que ser el primero en romper el empate, empezaban a desparasitarse uno al otro.» (p. 141)
[Para algo sirve el tener piojos.]
No me habéis contado nada especial, pero sí me ha ocurrido otra vez (que ya me pasó antes y lo conté) algo divertido. Alguien me ha enviado un cuento para que pudiera ponerlo yo aquí. Comencé a leer el cuento y poco a poco -pues el cuento era largo- fui notando algo extraño en él. Me resultaba familiar. De repente caí en la cuenta. ¡El cuento era mío! Estaba copiado palabra por palabra de un libro mío. Alguien lo había tomado de allí, lo había copiado con exactitud absoluta sin cambiar ni una palabra, se lo había enviado a otro sin citar la fuente, y éste me lo enviaba a mí con todo cariño e inocencia esperando que me gustaría. ¡Claro que me gustó!
Salmo 82 – ¡No estés callado, Señor!
«¡Señor, no estés callado,
en silencio e inmóvil, Dios mío.»
Tú eres un Dios activo, Señor. Te he visto actuar desde la energía omnipotente de la creación, cuidando a diario a tu pueblo y haciéndote presente en la tierra con el soplo del Espíritu, en la iniciativa de tu gracia y el poder de tu brazo. Tú fuiste nube y comuna de fuego, tú fuiste viento y tempestad, tú abriste mares y derrumbaste muros, tú mandase ejércitos y ganaste batallas, tú ungiste a reyes y gobernaste naciones, tú inspiraste la virtud e hiciste posible el martirio. Tú eras el mayor poder del mundo, Señor, y los hombres y mujeres lo sabían y lo reconocían con reverente temor.
En cambio ahora, por el contrario, estás callado. El mundo va por su lado, y tu presencia no se hace sentir. La gente hace lo que quiere, y las naciones se gobiernan como si tú no existieras. No se cuenta contigo. Y tú estás callado. No se ven por ningún lado nubes de luz ni columnas de fuego. No se oyen las trompetas de Jericó ni se sienten los vientos de Pentecostés. No se te hace caso, no cuentas para nada; la gente, sencillamente, te ignora. ¿Es que nos has abandonado, Señor?
Y cuando pienso en mi propia vida, me encuentro con la misma situación. Hubo un tiempo en que yo sentía tu presencia y notaba tu poder. Tú me hablabas, me inspirabas, me guiabas. Era el entusiasmo de mi juventud y el fervor de mis años mozos, y en aquellos días tú eras tan real para mí como mi amigo más íntimo, y tomabas parte en mis planes y decisiones, en mis alegrías y penas, con un realismo que era al mismo tiempo fe y experiencia. Eran días de felicidad y de gloria. En cambio, ahora hace mucho ya que estás callado. No oigo tu voz. No siento tu presencia. Estás ausente de mi vida, y yo sigo, sí, haciendo lo que siempre hacía y creyendo lo que siempre he creído; pero como por costumbre, por rutina, sin convicción y sin entusiasmo. Cuando hablo de tu poder, hablo del pasado; y cuando exalto tu gracia, hablo de memoria. Te has borrado de mi experiencia, te has callado en mi vida.
Vuelve a hablar, Señor. Vuelve a ser alguien real y tangible para mí y para todos los que aman tus caminos. Ocupa el lugar que te pertenece en el mundo que has creado y en mi corazón, que sigue consagrado a ti. Haz callar a los que hablan de su ausencia y de tu muerte. Rompe el silencio, y que se entere el mundo de que estás aquí y estás al frente de todo lo que existe.
«Que reconozcan que tú solo, Señor,
eres excelso sobre toda la tierra.»
El año nuevo indio
[El Año Nuevo indio cae este año el 24 de octubre. Esto he escrito yo para la revista de los jesuitas indios JIVAN.]
La fiesta son cinco días que se llaman EL TRECE DE LA RIQUEZA, EL CATORCE DE LA OSCURIDAD, LA HILERA DE LUCES, EL AÑO NUEVO, EL DÍA DEL HERMANO. El trece y el catorce son el fin de la quincena oscura de la luna, ya que el año nuevo comienza la noche de luna nueva para crecer con ella en luz y alegría.
El primer día se honra a Lakshmi, diosa de la riqueza, y a los instrumentos que la crean. El agricultor venera a los bueyes y al arado, el carpintero a la sierra y el martillo, el cocinero a sus pucheros, y el negociante a sus libros de cuentas. Para nosotros éste es el día en que ofrecer nuestros respetos al ordenador, saludarlo con las manos juntas, acariciar la pantalla, el teclado, el ratón, la torre y el módem con todo cariño y agradecer sus servicios. El es mejor antivirus para todo el año.
El segundo día recuerda a Yama, el dios de la muerte. Integra en la vida el lado oscuro de las cosas, los obstáculos, las penas, la muerte, aliviando el sufrimiento y suavizando el dolor. Cualquier hostilidad, calumnia, ataque personal o enemistad larvada queda neutralizada al tejerse en la trama total de la vida. A Yama se le llama «El huésped supremo», porque llega sin anunciarse, como buen huésped, y para cuya visita nos preparamos recibiendo durante nuestra vida a todos los huéspedes que vengan de improviso y a todas las dificultades que se presenten sin anunciarse. La hospitalidad a todos y a todo es el corazón de la espiritualidad india.
La hilera de luces es el centro de la fiesta. Todo el país se viste de luz. Es la noche en que Rama y Sita volvieron de su destierro a su trono, y el pueblo entero encendió lámparas votivas de barro a lo largo de toda la región para alumbrarles el camino. Itinerarios de luz para nuestra vida y alegría de visión para el futuro. Y a la luz la acompañan las tracas y cohetes que mantienen despierta a la noche.
Luego viene el día de año nuevo. Día de oraciones y saludos. Ante todo la visita al templo para recabar la bendición de Dios para todo el año y para todos los que amamos. Y luego la visita de casa en casa. Todos van a ver a todos. Las manos juntas, la cabeza inclinada, los labios abiertos en sonrisa y palabra: ¡Feliz año! Los muchos años que yo viví en Ahmedabad, me pasaba ese día en bicicleta yendo de casa en casa, saludando a amigos, sonriendo a rostros, tomando dulces, bebiendo té, acariciando calles, amando a la ciudad. Día de alegría y cariño universal de todos para todos.
El último día de la fiesta es el Día del Hermano. También tiene que ver con Yama, el dios de la muerte. En ese día él fue a comer a casa de su hermana gemela Yamuna. Ella le preparó una comida a su gusto, y luego le pidió la bendición a la que tenía derecho después del banquete: «Prométeme que cualquier hermano que vaya a comer a casa de su hermana en este día no morirá muerte prematura.» «Concedido», accedió Yama, y nació la costumbre. En este día en la India todo hombre que tenga una hermana va a comer a su casa y recibe su bendición con la promesa de Yama. La fiesta del más bello y más noble de todos los amores en la tierra, el amor de hermana y hermano. Todo jesuita indio que tenga una hermana hará bien en ir a comer ese día a casa de su hermana. Y quizá nuestras queridas Hermanas religiosas podrían invitarnos ese día a comer en sus conventos para honrar su nombre de hermanas y hacernos sentirnos sus humildes y agradecidos hermanos con sus cuidados y su bendición.
La parada de autobús
El niño se empeñó en subir al autobús. Lloraba y pataleaba y gritaba. ¡Autobús! ¡Autobús! ¡Autobús! Andaba por la calle con sus padres, en aquel momento pasaban por delante de una parada de autobús, y entonces justamente llegaba el autobús, se paró junto a la acera y abrió sus puertas. El niño se lanzó hacia él, y su madre tuvo que usar toda su fuerza y su cariño para no dejarle subir. ¡Autobús! ¡Autobús! ¡Autobús!
– No, hijo, que ahora no vamos en autobús.
– Vamos a casa que está aquí al lado.
– El autobús va muy lejos.
– Además cuesta dinero.
– Otro día iremos.
– Iremos los tres bien lejos a donde tú quieras.
– Pero hoy no.
– Hala, que van a cerrar la puerta.
Mientras el papá y la mamá le argüían por turno, y el niño protestaba y tiraba de la mano de su madre con todas sus fuerzas, yo me puse a pensar. Llegará un día, querido niño, en que no te gustará montar en el autobús, y sin embargo tendrás que hacerlo. Tendrás que sacarte el billete, hacer cola, aguantar la lluvia, esperar a que venga tu número de autobús mientras pasan todos los otros, maldecir a todo el gremio de transportes públicos, subirte como puedas cuando llegue el tuyo pues va lleno a reventar, agarrarte a las barras para no caerte mientras arranca de sopetón, cuidar de que no te roben la cartera del bolsillo, contar las paradas, abrirte paso a codazos hasta la puerta y salir donde aún tienes que andar un buen trecho porque el autobús no te deja a la puerta de tu casa.
Pero seguí pensando. Tenía razón el niño, al fin y al cabo. Si tomo el autobús como un juguete, me divierto con él. Si lo tomo en serio, sufro. La próxima vez que me toque, voy a subirme como un niño.
Una historia verdadera del Padre Brown
[El actor Alec Guiness cuenta así su primera atracción al catolicismo al que luego se convirtió:]
«Luego vino la película El Padre Brown, filmada en Borgoña, y en la que tuve una pequeña experiencia que siempre me alegra al recordarla. Las escenas nocturnas habían de filmarse en un pequeño pueblo en una colina a pocas millas de Macon. Los andamios y los focos, junto con el barullo de siempre, habían atraído a niños y vecinos que se congregaron por todo el lugar. A mí me habían reservado un cuarto en el pequeño hotel de la estación, a unos tres kilómetros de distancia. Cuando anocheció yo estaba ya aburrido, y, vestido con la negra sotana del sacerdote católico representando al padre Brown, subí el pedregoso y serpenteante camino al pueblo. En la plaza había chicos gritando, jugando a batallas con palos por espadas y tapas de lata por escudos; y en un café estaban Peter Finch, Bernard Lee y Robert Hamer tomando el primer Pernod de la tarde. Yo me uní a ellos para un modesto Kir, y cuando descubrí que no me iban a necesitar por cuatro horas al menos, me volví a la estación. Era ya oscuro.
No habría andado mucho cuando oí pasos que se apresuraban por detrás y una vocecita que gritaba, ‘Mon père!’ Un chico de siete u ocho años agarró mi mano con fuerza, y la fue columpiando arriba y abajo mientras seguía charlando sin parar. Estaba muy excitado, saltaba y bailaba, pero no me soltaba la mano. No me atreví a hablar, no fuera que mi espantoso francés le asustara. Aunque yo era un completo desconocido, él me había tomado evidentemente por un sacerdote, y como tal se fiaba de mí. De repente, con un, ‘Bonsoir, mon père’ y una rápida reverencia de medio lado, desapareció por una apertura en el seto. Él había tenido una feliz y tranquila vuelta a casa, y yo me quedé con un extraño sentido de calma y euforia.
Seguí mi camino y reflexioné que una Iglesia que podía inspirar tal confianza en un niño, haciendo que sus sacerdotes, aun desconocidos, fueran tan fáciles de abordar, no podía estar tan llena de intrigas y crímenes como con frecuencia se la representaba. Fue entonces cuando comencé a sacudir mis antiguos y adquiridos prejuicios.»
[Blessings in Disguise, p. 36]
«El puente sobre el río Kwai»
[Sigue Alec Guiness:]
«Mi hijo Matthew, que tenía once años, cayó con la polio y quedó paralizado de la cintura para abajo. Su futuro era incierto, y yo, en mi ansiedad, me acostumbré a entrar en una oscura y pequeña iglesia católica en el camino a casa. No iba a rezar, implorar o adorar; sencillamente me sentaba diez minutos para conseguir un poco de paz. Después de haber ido varios días, le propuse un pacto a Dios. ‘Si se cura’, le dije, ‘no me opondré a que se haga católico si algún día lo desea.’ Me pareció era el supremo sacrificio por mi parte.
Tres meses más tarde, el muchacho andaba aunque algo rígido. Para las Navidades jugaba al fútbol. Poco después me tocó cumplir con mi parte del pacto. Nos mudamos a las afueras de Londres, y no encontramos más que un colegio católico. El rector nos dijo: ‘Aquí casi todos los alumnos son católicos. Si su hijo viene, casi seguro que cuando tenga dieciséis años pedirá ser recibido en la Iglesia católica. Todos los no católicos lo hacen. No se le hará ninguna presión, se lo aseguro, pero lo más probable es que suceda. ¿Se opondrá usted?’ Yo dudé un momento y dije, ‘No.’ A los quince años mi hijo se hizo católico.
Más adelante me fui a pasar unos días a un monasterio trapense. El monje encargado de mí me explicó su vida y me preguntó qué pensaba yo sería lo más difícil en la vida de un monje. Contesté enseguida, ‘Los otros monjes.’ Él afirmó solemnemente, ‘¡Sí!’ Quedé como el primero de clase.
La vida en la abadía me causó una profunda impresión. Si esto era lo peor que Roma ofrecía, valía la pena. Meses después fui recibido en la Iglesia católica, y experimenté lo que innumerables convertidos antes y después que yo habían sentido, que había ‘llegado a casa’.
Lo único que me irritó fue el leer un artículo en un periódico católico francés que decía que se me había aparecido la Virgen sobre un muro en el jardín. Me confirmó el arzobispo de Portsmouth, y el padrino de la confirmación fue Peter Glenville. Según el ritual de entonces, el padrino tenía que poner su pie sobre el mío en la ceremonia. Pero Peter se equivocó y le pisó al arzobispo. Nos lo pasamos bien.
Pocos meses más tarde, mientras estábamos rodando A Bridge on the River Kwai (El puente sobre el río Kwai) en Ceilán, mi mujer, Mérula, dio también el paso a Roma, y sólo me informó después de haberlo dado.»
(pp. 37-44)
Alguien que cree en ti
[Al principio de su carrera como actor, Alec Guiness había conseguido un pequeño papel en una obra de teatro en la que la primera actriz era la gran Edith Sitwell. Pero aun de esa obra le anunciaron que le cesaban el contrato aquel mismo día y se quedaba en la calle.]
«Cuando fui al teatro aquella noche para mi última representación, me sorprendió encontrarme a Edith Sitwell en la entrada de actores. Pensé que habría venido a probarse algún traje, aunque era raro a esa hora tan pronto. La saludé lo más alegremente que pude, no sabiendo si ella se habría enterado ya de que me habían despedido. ‘He venido a verte, Alec. Me han dicho que siempre llegas pronto. Ven afuera un momento.’ Me llevó a la Calle Waterloo. ‘Sé lo que te han hecho esta mañana, y lo siento. Aunque es probable que todo sea para bien. Tú no eres el actor para ese papel. Quizá dentro de diez años, pero no ahora. He venido para decirte que yo sí creo en ti; que Tony Guthrie cree en ti, y Johnny Gielgud también. Dentro de diez años no andarás con papeles como este, a no ser que lo quieras. Para entonces tendrás un nombre entre los mejores y serás un buen actor. Eso es todo. Buenas noches.’ Me besó y se metió en un taxi que la estaba esperando. Tener alguien que cree en ti salva la vida.» (p. 162)
[Por cierto, Edith Sitwell también se hizo católica, y la revista Time escribió, «¿Es esta una ocasión de regocijo eclesiástico o de funeral artístico?» Edith Sitwell le dijo a Alec Guiness: «Enciende una vela por mí algún día en Farm Street.» Farm Street es la célebre iglesia de los jesuitas en Londres.]
Desfile militar
[El general Lance Perowne fue asesor militar para la película «El puente sobre el río Kwai», y esta es una de las cosas Alec Guiness cuenta de él:]
«Cuando el teniente general Lance Perowne se hizo cargo del ejército en Birmania, lo primero que hizo fue visitar el hospital militar, una serie de chozas miserables de bambú abiertas a todos los vientos. Pasó por en medio de las camas improvisadas en las que yacían varias docenas de soldados heridos, y cuando llegó al final se volvió al oficial médico y le dijo, ‘Está bien. Ahora me voy a marchar por media hora; cuando vuelva quiero que todo el mundo aquí esté afeitado.’ (Todos ellos llevaban barba.) Cuando volvió se encontró con que todos los hombres se acariciaban la cara. ‘Está bien’, dijo. ‘Ahora me marcho otra media hora, y mientras estoy fuera todos tienen que cortarse las uñas.’ Cuando volvió estaban todos mirándose a los dedos. ‘A fin de cuentas’, me dijo, ‘cada hombre debería estar orgulloso de sus manos y cuidarlas bien, como su mejor herramienta.’ Después le dije al oficial encargado que cuando yo volviera, en otra media hora, cada soldado debería estar firme al pie de su cama. Desde luego que él dijo que eso era imposible dada la lastimosa condición en que estaban. Pero hicieron el esfuerzo, y yo les hice desfilar a todos. Y no por organizar un desfile. Estoy seguro de que muchos hubieran muerto si yo no les hubiera hecho levantarse aquel día’.»
(p. 224)
Me habéis contado varias veces el cuento del barbero. El barbero le dice a un cliente que él está convencido de que Dios no existe porque hay muchos que sufren en el mundo. El cliente sale a la calle, vuelve a entrar y le dice al barbero:
– Los barberos no existen.
– ¿Cómo dice usted eso?
– Porque he visto en la calle a un hombre con barba.
– Pero yo, el barbero, sí existo. Lo que pasa es que ese hombre no viene a mí.
– También Dios existe. Lo que pasa es que la gente no va a él.
No me ayuda el cuento. También hay gente que va a Dios, y sufre.
O el cuento del herrero. Está haciendo una espada a golpes y explica: «Yo le doy golpes a este acero, y así es como se convierte en una espada. De la misma manera Dios nos envía los golpes del sufrimiento para que tengamos buen filo.»
Tampoco me convence. ¿No podía Dios hacer ya el acero con filo? Y más aún sufro cuando me cuentan el cuento de una madre que pierde a su hijo pequeño, y un santo la consuela (¿?) revelándole que si su hijo se hubiera hecho mayor, hubiera sido un drogadicto.
O, uno más. El amigo que enseña a su amigo deprimido por sus fracasos un billete de 100 euros nuevo. ¿Cuánto vale? 100 euros. Luego lo arruga en sus manos y lo pisotea en el suelo. ¿Cuánto vale? 100 euros. Y le regala el billete arrugado con el consejo: «Para que te acuerdes cuando sufres y te deprimes. Siempre vales lo mismo.»
Todos estos son cuentos para contarlos cuando no sufrimos a gente que no está sufriendo. Pero no valen para usarlos ante el verdadero sufrimiento. Yo jamás le diría a esa madre que su hijo iba a llevar mala vida. Ni le intentaría decir a quien sufre una depresión que todo se arregla con un billete de 100 euros arrugado. El sufrimiento es algo más profundo y más serio, y lo primero que requiere es tratarlo con respeto. Odio la superficialidad. También agradezco de corazón la buenísima voluntad de quienes me han enviado esos cuentos.
Salmo 83 – Amor al templo de Dios
«¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los Ejércitos!»
Al pronunciar esas palabras mágicas, Señor, pienso en cantidad de cosas a la vez, y varias imágenes surgen de repente en feliz confusión del fondo de mi memoria. Me imagino el templo de Jerusalén, me imagino las grandes catedrales que he visitado y las pequeñas capillas en que he rezado. Pienso en el templo que es mi corazón, en las visiones gloriosas del Apocalipsis y en cuadros clásicos de la gloria del cielo. Todo aquello que puede llamarse tu casa, tu morada, tu templo. Todo eso lo amo y lo deseo como el paraíso de mis sueños y el foco de mis anhelos.
«¡Dichosos los que viven en tu casa!»
Ya sé que tu casa es el mundo entero, que llenas los espacios y estás presente en todos los corazones. Pero también aprecio el símbolo, la imagen, el sacramento de tu santo templo, donde siento casi físicamente tu presencia, donde puedo visitarte, adorarte, arrodillarme ante ti en la intimidad sagrada de tu propia casa.
«¡Vale más un día en tus atrios
que mil en mi casa!»
Me veo a mí mismo en el silencio de mi mente, en la libertad de mi fantasía, en la realidad de mis peregrinaciones, en la devoción de mis visitas, arrodillado ante tu altar que es tu presencia, tu trono, tu casa. Disfruto estando allí en presencia física cuando puedo, y en imaginación siempre que lo deseo. Un puesto para mí en tu casa, un rincón en tu templo.
«Hasta el gorrión ha encontrado una casa,
y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor de los Ejércitos,
Rey mío y Dios mío.»
Estar allí, sentirme a gusto junto a ti, verme rodeado de memorias que hablan de ti, dejarme penetrar por el olor de incienso, cantar himnos religiosos que conozco desde pequeño, contemplar la majestad de tu liturgia, inclinarme al unísono con tu pueblo ante la secreta certeza de tu presencia…; todo eso es alegría en mi alma y fuerza en mis miembros para vivir con plenitud de fe, esté donde esté, con la imagen de tu templo siempre ante mis ojos.
Me encuentro a gusto en tu casa, Señor. ¿Te encontrarás tú a gusto en la mía? Ven a visitarme. Que nuestras visitas sean recíprocas, que nuestro contacto sea renovado y nuestra intimidad crezca alimentada por encuentros mutuos en tu casa y en la mía. Que mi corazón también se haga templo tuyo con el brillo de tu presencia y la permanencia de tu recuerdo. Y que tu templo se haga mi casa con la frecuencia de mis visitas y la intensidad de mis deseos en las ausencias.
«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo.
¡Señor de los Ejércitos,
dichoso el hombre que confía en ti!»
La tierra es plana
Acabo de pasar un buen rato con un buen amigo. Venía de la India. Era jainista. Me ha traído la especialidad jainista de los khákhada, que son unas tortas grandes, planas, circulares, delgadas, crujientes, incoloras, inodoras, insípidas y deliciosas precisamente porque llenan la boca sin saber a nada y satisfacen el hambre sin pensar que se ha comido. Jainismo puro. Las hemos disfrutado mientras charlábamos.
Lo primero que me ha preguntado es una antigua duda jainista. Sus escrituras dicen que la tierra es plana. Los geógrafos dicen que es redonda. Sus escrituras añaden que el negar una sola parte mínima de ellas es negar todas, así como el echar una gota de veneno en un vaso de leche envenena toda la leche. Por eso un buen jainista debería defender que la tierra es plana. ¿Qué pensar?
A la gota de veneno y la leche le contesto citando nuestra epístola del apóstol Santiago: «Quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos. Pues el que dijo ‘No adulteres’, es el mismo que dijo ‘No mates’.» (Santiago 2, 10) Una gota lo estropea todo. Decimos lo mismo. Y luego le explico mi respuesta. Si con faltar a un solo precepto, falto a todos, digo yo, con lógica jesuítica, que con observar un solo precepto observo todos, porque quien hizo uno hizo los demás también. Ya me sé el latín que «Bonum ex integra causa; malum ex quocumque defectu», pero el latín ya no se usa, y no lo traduzco. Y si queremos parábolas también tenemos que una gota de desinfectante («Dettol» usábamos en la India) en un vaso de agua infectada la desinfecta a toda. Por comparaciones, que no quede.
A lo de la tierra plana o redonda le digo que también tenemos paralelo. La Biblia dice que Dios hizo el mundo en seis días y descansó el séptimo, mientras los cosmólogos dicen que tardó un poquito más. Entendemos que los días pueden ser edades, y que la sagrada escritura no es un manual de cosmología.
La segunda pregunta es sobre la reencarnación. Me pone otra comparación. (Era indio.) Un padre con dos hijos no va, desde el principio, a ponerle a uno en una choza y a otro en un palacio. Ningún padre haría eso. Dios tampoco puede hacerlo. Por eso, si uno nace en familia rica, devota y educada, y otro en familia pobre con sida y miseria, no es porque Dios los ponga ahí arbitrariamente, sino porque uno fue bueno y otro malo en su vida anterior, y consiguientemente reciben ahora premio o castigo. La creencia en la reencarnación fomenta la justicia.
Le contesto que ese es el argumento principal a favor de la reencarnación. Luego le doy el principal argumento en contra, y para colmo le digo que me lo enseñaron en la India maestros hindúes. A quien ha nacido pobre o enfermo o -lo que en la India es peor todavía- paria, los que creen en la reencarnación le dicen que eso es por haber sido una mala persona en su vida anterior. Eso es inhumano. Bastante desgracia tiene con ser pobre, enfermo o paria, para que ahora encima vengan y le digan que se lo tiene bien merecido por haber sido malo. A su desgracia añaden el insulto. Eso es intolerable. La creencia en la reencarnación fomenta la injusticia.
La tercera pregunta es sobre las divisiones dentro del jainismo. Los hay Sthanakvasis, Daheravasis, Digámbaras, Swetámbaras, Terapanthis, Murtipujaks. ¿No podrían ser todos uno? Contesto. ¿Y no podríamos católicos y protestantes y luteranos y anglicanos y adventistas y episcopalianos… ser todos uno? Fue la plegaria de Jesús. «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.» (Juan 17, 22) Al menos tú y yo, jainista y cristiano, somos uno en afecto y en mutuo entendimiento. ¿Verdad?
Ha sido un diálogo memorable. Él era indio en la mejor acepción de la palabra. Inteligente, respetuoso, pacífico. Nada de discutir o refutar o protestar. Solo entender y asimilar. Y yo, por mi parte, lo mismo. Nos hemos despedido como hermanos. Con mucha alegría. Quizá por ahí es por donde vaya el verdadero ecumenismo.
Oír con los nervios
«¿Es posible que nos estemos envenenando con música? Mi grupo, mis amigas y yo desde que éramos adolescentes, oíamos música de baile, día y noche, y era música romántica y sentimental. Era un desear, un soñar, un ansiar, un anhelar…, y un esperar también, porque de alguna manera había una promesa: ‘Un día te encontraré…’. Vivíamos envueltas en sueños.
Pero desde entonces la música ha cambiado. Sus ritmos ya no acunan o mecen o se desmayan; ahora golpean y atacan y machacan, y el sonido es tan fuerte que tienes que oírlo con los nervios. Una vez me marchaba yo de una fiesta en Nueva York porque la música era tan fuerte que yo ya no podía más, y una mujer negra que entraba entonces me preguntó: ‘¿Qué te pasa, cariño?’ Se lo dije, y me contestó: ‘Es que a esta clase de música no hay que oírla con los oídos, hay que oírla con todo el cuerpo, hay que oírla con los nervios.’
¿Con los nervios? Así que mi pregunta es, cuando alguien va y mata o hiere o tortura, podría ser que lo que le lleva al crimen sea la música que le ha enloquecido? Los chamanes han usado la música hace miles de años para crear estados especiales de sentimiento, marchas militares excitan a los jóvenes a matar, las iglesias usan música de inspiración para mantener juntos a los fieles, y es sabido también que buenos maestros espirituales usan la música para la meditación; pero es una cosa tan delicada que ha de ser usada con mucho cuidado por especialistas y en circunstancias especiales. Pero nos inundamos con música de todo tipo, nos empapamos, con frecuencia la enchufamos directamente al cerebro con máquinas diseñadas para ese fin -y nunca preguntamos qué consecuencias va a tener. Yo al menos creo -y sé que hay otros que creen lo mismo- que es hora de que nos lo preguntemos.»
[Doris Lessing, Under My Skin, p. 378]
Soltarse
Un hombre se perdió de noche en un edificio alto, no sabía donde estaba, confundió una ventana con una puerta, estuvo a punto de caerse por ella, pero consiguió agarrarse al alféizar por fuera y mantenerse un rato colgando a la desesperada para salvar su vida. Al fin no pudo más, hubo de soltarse y cayó. Cayó al suelo… que estaba a medio metro de sus pies.
¿Por qué les gustará a los maestros Zen contar esta historia?
Leer
«Yo leía y leía y leía. Leía para salvar la vida.» [Doris Lessing]
La niña y el antílope
[El kudu es uno de los animales más bellos de la creación. No he podido resistir la descripción que Doris Lessing hace de su encuentro con uno en África cuando tenía nueve años.]
«Tengo un recuerdo, un recuerdo muy particular y especial de hace muchos años. Mi hermano pequeño y yo sabíamos que a los antílopes les gusta pasar las horas de calor a la sombra de un hormiguero de montículo que ofrece un fresco refugio. Fuimos juntos sin hacer ruido a uno de esos hormigueros con huellas de animales, asegurándonos de que no pisábamos ramas caídas ni hojas secas. Encontramos un buen observatorio sobre una roca protegida por las ramas. Subimos con cuidado, ya que era un sitio que bien podía haber escogido también una serpiente. Esperamos. Eran como las seis de la mañana, y el sol acababa de salir. No era fácil para una niña de nueve años y su hermano pequeño estar sentados sin movimiento alguno. Mi hermano se divirtió imitando la llamada de las palomas. Llegaron a las ramas del árbol encima mismo de nosotros, y se posaron torciendo sus cuellos a un lado y a otro, y mirándonos a nosotros. Pero como no encontraron a ninguna otra paloma, se fueron otra vez volando.
Oímos un ligero sonido, y de repente ahí estaba. Un kudu macho, avanzando despacito por entre helechos y rocas. Se paró y miró nervioso a su alrededor. Sabía que había algún peligro, navegó su gran cornamenta en espiral, miró hacia atrás por encima del hombro, por donde el sol hacía brillar su piel. Podíamos ver sus grandes ojos líquidos, sus pestañas oscuras…, estábamos sentados sin respirar, tensos por el esfuerzo de no hacer el más mínimo ruido.
El antílope permaneció allí, alzado, nervioso, uno a dos largos minutos. Nunca habíamos estado tan cerca de un kudu vivo. No estábamos haciendo nada malo, aparte de ser niños humanos que estaban donde no debían estar, y que, probablemente, estábamos emitiendo señales de peligro sin saberlo.
El kudu seguía en su sitio, se volvió hacia el camino por donde había venido, y otra vez se volvió hacia nosotros. Estábamos viendo como el animal sentía y vivía su propia vida, las amenazas constantes, el observar siempre a un posible enemigo, siempre alerta, escuchando, volviendo la cabeza a un lado y a otro. Sí, allí estaba, en plena madurez de su belleza, había sobrevivido, y no tenía nada que temer de nosotros que no llevábamos escopeta. Pasó un largo rato, o lo que se nos hizo como un largo rato, mientras esperábamos, y el kudu miraba y escuchaba. ¿Nos estaba viendo a nosotros? Sí, pero ¿qué veía en nosotros? Su mirada seguía observando.
De repente -¿qué fue ello?- ¿un aliento de viento desde lejos? ¿O habíamos hecho nosotros algún ruido sin saberlo? El kudu se volvió y se precipitó hormiguero abajo, no con el pánico de la urgencia que ya conocíamos cuando el terror se apoderaba de las piernas de un antílope, pero lo bastante deprisa para desaparecer de ese sitio peligroso, el hormiguero, donde sospechaba algún tipo de peligro, aunque él nunca supo que no lo había habido.»
(p. 115)
El teatro y la vida
[Un recuerdo más de Doris Lessing:]
«Cuando Robert Shaw hizo de pareja con Mary Ure en la obra de teatro The Changeling, llegaba el momento en que él decía de ella en escena, ‘¡Yo amo a esa mujer!’ Yo asistía a la representación, y él dijo esas palabras con tal pasión que arrancó un gran aplauso unánime del público. Todo el teatro sabía que en la vida real eran marido y mujer. Y que se querían de verdad.» (p. 328)
Vuelve a salir el tema del sufrimiento. Y volverá a salir, porque todos sufrimos. Hoy me pregunta alguien que por qué aparezco siempre feliz en mis libros y aquí en la Web, cuando yo también sin duda he tenido y tengo que sufrir. Claro que sufro en la vida. He contado en mis libros tiempos de prueba y de crisis en mi vida y no los oculto. Pero en el día a día cultivo el buen ánimo, y es lo que quiero trasmitir. Ya hay bastante sufrimiento como para aumentarlo.
La queja más corriente, que me repetís, es, ¿Cómo permite Dios esto? Los buenos, sufrimos, y los malos se lo pasan bien. Es también la queja más antigua. Job: «¡Irrisión es el justo!» (12, 12) Salmos: «Los impíos sonríen.» (72, 8) El poeta Kársandas Mánek escribió esta estrofa que muchos cantan en la India:
«¡Qué injusticias las que brotan
donde tus Reinos están!
En tu mar, las piedras flotan;
las flores, al fondo van.»
En la India se explican dos concepciones de Dios. Saguna Brahma y Nirguna Brahma. Es decir, «Dios con atributos» y «Dios sin atributos». El «Dios con atributos» es el Dios familiar de nuestra devoción, concreto, cercano, antropomórfico. Con él dialogamos, le hacemos peticiones, le damos gracias, nos quejamos. El «Dios sin atributos» es el Dios conceptual de nuestra filosofía, abstracto, distante, teológico. Ante él callamos, veneramos, adoramos, acatamos.
Nos instruyen que al comienzo de nuestra vida espiritual nos ayuda relacionarnos con el «Dios con atributos» como Padre, como Amigo, como Buen Pastor siempre a nuestro lado en todos nuestros gozos y aflicciones. En cambio, según avanzamos en la vida conviene ir pasando suavemente al «Dios sin atributos», al Absoluto, al Trascendente, al «Uno sin segundo» (a-dvaita), al «Todo Otro», más cercano en su lejanía y más real en su misterio. Del diálogo al silencio, de la familiaridad a la reverencia, de la devoción a la adoración. Cesan las quejas.
Os aseguro que el «Dios sin atributos» también llena el alma. Y da Paz y Alegría. Y esa es mi respuesta a la pregunta con que comenzaba.
Salmo 84 – Justicia y paz
«Voy a escuchar lo que dice el Señor:
Dios anuncia la paz a su pueblo
y a sus amigos y a los que se convierten de corazón.»
La paz, Señor, es tu bendición sobre la faz de la tierra y sobre el corazón del hombre. El hombre en paz consigo mismo, con sus semejantes, con la creación entera y contigo, su Dueño y Señor. Paz que es serenidad en la mente y salud en el cuerpo, unión en la familia y prosperidad en la sociedad. Paz que une, que reconcilia, que sana y da vigor. Paz que es el saludo de hombre a hombre en todas las lenguas del mundo, el lema de sus organizaciones y el grito de sus manifestaciones. Paz que es fácil invocar y difícil lograr. Paz que, a pesar del anuncio de los ángeles en la primera Navidad, nunca acaba de llegar a la tierra, nunca acaba de asentarse en mi corazón.
«La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan.»
La justicia es la condición de la paz. Justicia que da a cada uno lo suyo en disputas humanas, y justicia que justifica los fallos del hombre ante el perdón amoroso de Dios. Si quiero tener paz en mi alma, he de aprender a ser justo con todos aquellos con quienes vivo y con todos aquellos de quienes hablo; y si quiero trabajar por la paz en el mundo, he de esforzarme por que reine la justicia social en las estructuras de la sociedad y en las relaciones entre clase y clase, entre individuo e individuo. Sólo la verdadera justicia puede establecer una paz permanente en este afligido mundo.
La palabra bíblica para describir a un hombre bueno es «justo». La justicia es el cumplimiento de mi deber para con Dios, con los hombres, y conmigo mismo. La delicadeza de reconocer a todos los hombres como hermanos para concederles sus derechos con generosidad alegre. He de imponer la justicia aun a mis palabras, que tienden a ser injustas y despectivas cuando hablo de los demás, y a mis pensamientos, que condenan con demasiada facilidad la conducta de los demás en los tribunales secretos de mi mente. Sólo entonces brotará la justicia en mis obras y en mi trato con todos, y yo seré «justo» como deseo serlo.
Si afirmo la justicia en mi propia vida, tendré derecho a proclamarla para los demás en el terreno público, donde se fraguan injusticias y se trama la opresión. Igualdad y justicia en todo y para todos. Tomar conciencia del duro abismo que separa a las clases y a los pueblos, con la determinación, tanto emotiva como práctica, de promover la causa de la justicia para que sobreviva la humanidad.
La justicia traerá la paz. Paz en mi alma para calmar mis emociones, mis sentimientos, mis penas y mis alegrías en la ecuanimidad de la perspectiva espiritual de todas las cosas; y paz en el mundo para hacer realidad el divino don que Dios mismo trajo cuando vino a vivir entre nosotros. La justicia y la paz son la bendición que acompaña al Señor dondequiera que vaya.
«El Señor nos dará lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará delante de él,
y la paz sobre la huella de sus pasos.»
La obligación quita el gusto
Un amigo me ha comunicado el método para acabar con el tabaco, el alcohol, la música estridente de los conciertos y las discotecas de hoy, y todas las drogas desde la marihuana hasta las últimas drogas de diseño. Es muy sencillo. Será rápido y eficaz. No hay más que ponerlo en marcha para liberar a nuestra juventud del peligro que amenaza su salud y su existencia.
Se trata sencillamente de hacer todo eso obligatorio. Todo joven, él o ella, de los 15 a los 20 años habrá de escuchar a todo volumen con el doble de decibelios aguantables al oído humano música rock, rap, pop y crack cuatro horas por la mañana de 10 a 2, y cuatro horas por la tarde, de 6 a 10, sin parar y esté haciendo lo que esté haciendo sin poder cesarla un solo momento. En casos extremos se extenderá la obligación a cuatro horas por la noche, de 2 a 6 de la madrugada.
Habrá de fumar sin parar esas mismas cuatro horas por la mañana y por la tarde, en cadena, un cigarrillo tras otro. Y beber alternando cerveza, whisky, ginebra y ron, un vaso tras otro. Y la correspondiente droga con cada trago, le apetezca o no, esté solo o en compañía.
No solo eso, sino que cada joven deberá preparar un examen detallado sobre todos los cantantes desde el siglo pasado, grupos, cantautores, solistas, estrellas, sus nombres, sus discos, sus canciones con fecha, letra y música, número de conciertos dados y de discos grabados, galardones ganados, vida privada, ropa preferida, lenguaje usado, gestos característicos, modelo de coche y de motocicleta, gafas, gorra, peinado y calzado.
Me ha dicho mi amigo que está seguro de que el plan resultará. Basta con obligarlos para que no lo hagan. Yo no estoy tan seguro. ¿No lo hacen ya todo eso obligados unos por otros y todos por todos?
Sentido de la vida
[Haddon Klinberg, biógrafo de Viktor Frankl, cuenta como, al salir del campo de concentración, Frankl sintió la necesidad de amistad y la convicción de que si él se había salvado era para algo.]
«Viktor se dirigió a casa de sus amigos Paul y Otti Pötzl. Presa de la pena y de la desesperación, Viktor necesitaba imperiosamente alguien a quien poder abrir su corazón. Después de una breve reunión, ambos salieron al balcón del apartamento, que daba a unos jardines. Allí comunicó Viktor a Paul las terribles muertes de sus padres y de su mujer. Viktor, el estoico, lloró y lloró en presencia de su amigo. Cuando se hubo calmado, se volvió y le dijo:
– Paul, tengo que decirte algunas cosas, y sé que si hay alguien que puede entenderme, eres tú. Cuando todo esto le sucede a alguien, cuando a una persona la ponen a prueba de esta manera, debe de haber un motivo, debe tener un sentido. Tengo la impresión, y me resulta casi imposible describirla, de que algo me espera, de que, en este momento, se espera algo de mí. Tengo la impresión de que estoy destinado a algo, a hacer algo.
Su fe en el sentido incondicional de la vida, y en la necesidad de que exista una causa o el amor más allá de uno mismo, dejaban en él las esferas teóricas para alcanzar los territorios íntimos de la convicción personal.»
[«La llamada de la vida», p. 179]
Sentido de la danza
«El sentido y la finalidad de la danza es la danza. Lo mismo que la música, se verifica en cada momento de su desarrollo. No se toca una sonata para llegar al último acorde, y si el sentido de las cosas fuera solamente un fin, los compositores escribirían solo finales. En esto, Bach y Mozart son un buen ejemplo, pues sus composiciones sencillamente cesan cuando acaban de decir lo que tenían que decir. Beethoven, Brahms y Wagner son especialmente culpables de ir trabajando y alargando finales y conclusiones colosales, haciendo explotar los mismos acordes una y otra vez, y estropeando así la pieza por no querer dejarla.»
[Alan Watts, The Wisdom of Insecurity, p. 116]
Error sexista
«Aristóteles podía haberse ahorrado el error de decir que las mujeres tienen menos dientes que los hombres con solo haberle pedido a la señora Aristóteles que abriera la boca y contarle los dientes.»
(Bertrand Russell)
Mi madre
[De André Gide, Great Short Stories of the Masters, p. 99. Abreviado.]
Cuando acabé el colegio, mi madre decidió llevarme al «mundo». Pero a ella la habían sacado de sus raíces de Rouen para traerla a París, y aquí nunca había tratado de conocer a nadie excepto algunos primos remotos y las esposas de algunos colegas de mi padre en la Facultad de Derecho. Además, el mundo que podría interesarme a mí, el mundo de escritores y artistas, no era su mundo, y ella estaría en él fuera de lugar.
He olvidado cuál fue el primer salón al que me llevó. En él conocí a cantidad de personas, y la conversación era, como suele ser en casi todas estas reuniones sociales, un tejido de mentiras y disimulos. Lo que me impresionó fue, no tanto las otras damas, sino mi madre. Apenas la reconocí. Ella, de ordinario tan modesta, tan reservada, tan asustada de sus propias opiniones, aparecía estar en el salón con plena confianza, y, sin ser demasiado asertiva, estaba totalmente a gusto.
Quedé lleno de admiración y asombro, y se lo dije a mi madre en cuanto estuvimos fuera, habiendo escapado de aquella Feria de las Vanidades. Aquella noche hube de cenar con otros, pero volví enseguida a casa porque me sentía impaciente por estar con ella. Mi madre estaba en el balcón. Se había quitado los lujos y estaba en traje de casa. Parecía estar sumida en pensamiento: nunca le gustaba hablar de sí misma. Comenzó a decir con gran dificultad:
«¿Es verdad lo que me dijiste al salir de la fiesta? ¿De veras crees que lo hice bien? ¿Fui yo tan…, bueno, tan distinguida como las otras señoras?»
Cuando yo comencé a asegurarle que así era, ella continuó con tristeza: «Si tu padre me hubiera dicho eso al menos una vez… Nunca me atreví a preguntárselo, y me hubiera cambiado toda la vida el saber que cuando salíamos juntos, él…».
Se detuvo un momento; yo la observé cómo intentaba retener las lágrimas. Luego, en voz muy baja, casi inaudible, continuó: «… él se sentía orgulloso de mí.»
Me habéis preguntado sobre el sentido del cuento Zen de la vez pasada en el que un hombre se cae de noche por una ventana, se agarra mientras puede, se suelta al fin y cae al suelo… que estaba a medio metro de sus pies. ¿Por qué cuentan este cuento los maestros Zen?
Lo cuentan para que nos soltemos. ¿De qué nos tenemos que soltar? De todo. ¿Qué es todo? Todo. No pasa nada con soltarse. Se toca tierra. El desprendimiento es el arte de la vida.
También os intrigó a algunos el «Dios con atributos» y el «Dios sin atributos» de la teología india. Quizá os suene más familiar otra terminología también popular en la India. Bhakti Marg, o «Camino de la Devoción», y Gnana Marg, o «Camino del Conocimiento». La devoción establece la oración, la petición, la confianza, el cariño. El conocimiento llega al «nada, nada» de san Juan de la Cruz o al «no es esto», «no es esto» de la India. Todo ayuda a su tiempo.
Algunos, también, interpretaron mal la palabra «antropomórfico» al hablar de Dios. Como si quisiese decir «sin forma», pero no es así. «Sin forma» es «amorfo», mientras que «antropomórfico» quiere decir «en forma de hombre» (anthropos + morphe), es decir, un Dios «hominizado». Proyectamos sobre Dios la imagen que tenemos de nosotros mismos. Voltaire dijo: «Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, y el hombre se vengó haciendo a Dios a su imagen y semejanza.» Nos olvidamos de que Dios es distinto, infinito, absoluto, transcendente. A eso venía el «Dios sin atributos».
Os recuerdo pongáis vuestra dirección de e-mail al escribir, para que os pueda responder personalmente.
Salmo 85 – Enséñame tu camino
«Enséñame, Señor, tu camino,
para que siga tu verdad.»
Hoy pido que me guíes, Señor. Me encuentro a veces tan confuso, tan perplejo, cuando tengo que decidirme y dejar al lado una opción para tomar otra, que he comprendido al fin que es mi falta de contacto contigo lo que me hace perder claridad y perderme cuando tengo que tomar decisiones en la vida. Pido la gracia de sentirme cerca de ti para ver con tu luz y fortalecerme con tu energía cuando llega el momento de tomar las decisiones que marcan mi paso por el mundo.
A veces son factores externos los que me confunden. Qué dirá la gente, qué pensarán, qué resultará…, y luego, todo ese conjunto de ambiente, atmósfera, prejuicios, modas, crítica y costumbres. No sé definirme, y me resulta imposible ver lo que realmente quiero, decirlo y hacerlo. Te ruego, Señor, que limpies el aire que me rodea para que yo pueda ver claro y andar derecho.
Y, más adentro, es la confusión interna que siento, los miedos, los apegos, la falta de libertad, la nube de egoísmo. Allí es donde necesito especialmente tu presencia y tu auxilio, Señor. Libérame de todos los complejos que me impiden ver claro y elegir lo que debería elegir. Dame equilibrio, dame sabiduría, dame paz. Calma mis pasiones y doma mis instintos, para que llegue a ser juez imparcial en mi propia causa y escoja el camino verdadero sin desviaciones.
Guíame en las decisiones importantes de mi vida y en las opciones pasajeras que componen el día y que, paso a paso, van marcando la dirección en la que se mueve mi vida. Entréname en las decisiones sencillas para que cobre confianza cuando lleguen las difíciles. Guía cada uno de mis pasos para que el caminar sea recto y me lleve en definitiva a donde tú quieres llevarme.
«Enséñame, Señor, tu camino,
para que siga tu verdad.»
África
He estado hablando con un muchacho que lleva trabajando varios años como voluntario en un país de África y había venido un mes a España. Le he preguntado qué es lo que más le costaba. No os imagináis lo que me ha contestado. Yo creía que sería el trabajo o el clima o la pobreza o la lengua o el calor o los mosquitos o la soledad o la inseguridad. De todo esto había, pero al preguntarle yo qué es lo que más le costaba en su experiencia ya bastante larga, él se ha centrado en el momento presente de su vuelta a España y me ha contestado: «Lo que más me cuesta es que yo quiero hablar de África, y aquí no le interesa a nadie.»
Lo explica. Claro que hay gente que se interesa, y gente que ha ido como él a tierras lejanas, y gente que ayuda y gente que quiere saber. Pero al encontrarse con amigos y parientes y conocidos y nuevos contactos, cuando dice que viene de África le dicen, «¿Qué tal por allá? Mucho calor, ¿no?», y cambian de conversación. Y eso le duele.
Se trata de interés personal, de pertenecer al género humano, de vivir testimonios, de aprovechar la ocasión, de ver por nuevos ojos, de escuchar vidas, de abrazar ideas, de aprender compromiso. Oportunidad única de ampliar horizontes y ensanchar el alma. Y contestan, «Mucho calor, ¿no?».
Yo contrasto su experiencia de vida con la mía, su novedad con mi tradición, su aventura con mi rutina, su inseguridad con mi seguridad, su juventud con mi vejez, sus dudas con mis certezas, sus sueños con mis recuerdos, su ilusión con mi ilusión, su sonrisa con mi sonrisa. Da gloria oírle hablar.
¿Sabéis lo que me ha dicho luego que era lo que más le había gustado de nuestra conversación? Que yo le había hecho muchas preguntas.
Nace un hacker
«Tenía que aprobar química en su primer año. Si no aprobaba, no se graduaba. Estaba en el laboratorio de química un día cuando su mente comenzó a ajustar las piezas de la respuesta a su problema. Allí la tenía bien enfrente suyo. El ordenador Macintosh en la mesa de la profesora. Cayó en la cuenta que no era un sistema aislado sino parte de la red del colegio. Esto era algo que él entendía. Estaba al borde de su primer asalto de hacker, y la recompensa era enorme. Se graduaría a tiempo junto con todos sus compañeros.
Tenía que cronometrar la acción al segundo. Si saltaba un instante antes, lo estropeaba todo. La profesora llegó a la clase con un montón de papeles de la última prueba de la clase. Si las autoridades del colegio se preocupaban por la seguridad de la red, no se lo habían dicho a la profesora de química. Echó los papeles a un lado, y se sentó enfrente del ordenador. El muchacho agarró su lápiz y su cuaderno y pasó por todo el pasillo entre las mesas hasta el frente de la clase. Desde luego que nadie sospechó nada.
La profesora echó una mirada al teclado y se preparó a teclear la contraseña con dos dedos como siempre hacía. Eso requería concentración. Se concentró. En aquel momento él le lanzó una serie de preguntas como si le importaran los compuestos y las ecuaciones de química. El hidrógeno elemental, ¿es diatónico? El reaccionante en un reemplazo ¿es siempre un elemento? ¿Importa que un elemento se ponga antes o después en el lado significativo de la ecuación?
La profesora, como siempre, mantuvo la concentración. Prefería hacer una cosa tras otra. El muchacho miraba por encima de su cuaderno y del hombro de la profesora mientras ésta escribía. Y lo anotaba en su cuaderno. Lo que ella escribía era el identificativo y la contraseña para entrar en la red. Se volvió despacio con una cara como si no hubiera oído o entendido bien lo que había preguntado.
– Lo siento. ¿Preguntabas algo?
– Sí. Quería saber si el hidrógeno es diatómico.
– Claro que sí. No lo olvides.
– Lo intentaré. Gracias.
El día siguiente llegó pronto al colegio y se fue a otra clase donde también había un Macintosh. Saltó al ordenador, metió el nombre de la profesora, la contraseña, y le dio a Enter. Tan sencillo como eso. Encontró la página. La revisó hacia abajo, encontró su nombre y marcó dos veces. En menos de 30 segundos tenía todo su historial en química. Arriba de todo estaba su nota en el último examen. Era 63. Un toque al ratón, otro a la tecla Delete, otro arriba a los números y ¡Bingo!: tenía 73. Era lo justo para levantar su promedio y sacar un aprobado por los pelos. Nadie notó el cambio de un dígito. Resuelto el problema de la graduación. Recibiría el diploma junto con todos los demás de su clase.
Este muchacho llegó a ser el célebre hacker ‘Genocidio’, nombre que se dio a sí mismo, no por ninguna simpatía con Hitler, sino precisamente para resaltar cómo nos hemos hecho inmunes a los horrores de asesinatos en masa y hay que combatir esa mentalidad.»
[Dan Verton, The Hacker Diaries: Confessions of Teenage Hackers, p.5]
La espada del samurai
«Una vez que te has sentado bien ante el ordenador, el Zen del Ordenador te pide que te dirijas al aparato físicamente. Al comenzar y al terminar, haz este sencillo gesto ante el ordenador: inclina la cabeza.
En el arte samurai de la espada, los samuráis se inclinan profundamente ante sus espadas siempre antes y después de sus entrenamientos. Esas inclinaciones son una manera de aceptar la función de la espada y su importancia en la vida, y de reconocer que el uso de ese instrumento es fundamentalmente un ejercicio espiritual.
A lo largo de horas y horas de perfeccionar sus técnicas, el samurai se conecta con los principios que guían el universo -equilibrio, armonía, la unidad de todas las cosas. Aprende no solo el equilibrio físico sino también el equilibrio mental y emocional -cuándo luchar, cuándo no luchar, cuándo atacar, cuándo volver la otra mejilla. Llega a entender la transitoriedad de la vida, sabiendo que un simple golpe de la espada puede acabar con una persona, y así busca mantener la armonía aprendiendo a resolver el conflicto sin tener que luchar. Cae en la cuenta de que, en la batalla, él y su oponente no son combatientes separados cuanto pares de opuestos unidos en la danza del yin y el yang que hacen el universo. Para el samurai, cuando la espada está en sus manos, alberga su alma.
Ahora el Zen te propone que mires el ordenador del mismo modo: que veas al aparato como parte de tu formación espiritual. En el Zen, la práctica espiritual no se limita al lugar de oración; no acaba nunca. Esta práctica debe informar cada parte del día, incluyendo todas las horas que nos pasamos ante el ordenador. A través del Zen, comenzamos a integrar nuestro trabajo en el ordenador con nuestra vida espiritual.»
[Philip Toshio, Zen Computer, p. 41]
Por primera vez
Esta anécdota es histórica, aunque se cambien los detalles con que se cuenta una y otra vez. Y nos enseña una lección importante en nuestro deseo de ayudar a los demás.
Una señora iba a diario a Misa y daba siempre una limosna a un pobre sentado a la puerta de la iglesia. Un día la señora se encontró con que no había traído ningún dinero y se lo dijo así al mendigo a la salida: «Perdone. Hoy no le puedo dar nada porque no he traído dinero.» Él le contestó: «Hoy me ha dado usted más que cualquier otro día. Hoy me ha hablado usted por primera vez.»
Los pobres también son personas.
Ceremonia
«Leopardos irrumpen en el templo, y beben hasta el fondo de los cántaros del sacrificio. Esto se repite una vez, y otra, hasta que, por último, puede ser esperado con anticipación, y se convierte en parte de la ceremonia.»
[Franz Kafka, «Parábolas y paradojas», p. 65]
La lección
El sombrero era horrible. Una solapa de terciopelo púrpura le bajaba por un lado y le subía por el otro; el resto era verde y parecía un almohadón con el relleno fuera. Era patético. Ella lo tomó en sus manos y se lo puso despacio en la cabeza. Era nuevo y le había costado setenta dólares.
– Este sombrero me quedaba en la tienda mejor que todos los otros. No me convencía al principio, pero el sombrerero me dijo, «Si me pregunta usted, ese sombrero le hace algo a su cabeza, y su cabeza le hace algo a ese sombrero», y eso me convenció. Al fin y al cabo somos gente noble. Tu bisabuelo tenía una plantación con doscientos esclavos negros. Y este sombrero me ha costado setenta dólares.
Así le habló ella a su hijo que iba a acompañarla en el autobús y que protestó enseguida: «Ya no hay esclavos ni debió haberlos habido nunca. No hables de eso. Todos somos iguales. Y ese sombrero harías bien en devolverlo a la tienda antes de ponértelo.»
A su hijo le molestaba que su madre despreciase a los negros, le fastidiaba tener que acompañarla en el autobús cuando iba a la clase para reducir peso y tener que ir a buscarla a la vuelta, y hoy le reventaba especialmente ese sombrero de setenta dólares que se había puesto. Quería a toda costa darle una lección a su madre, pero no sabía cómo. Ella estaba orgullosa de su sombrero, orgullosa de sus ejercicios para perder peso, orgullosa de su raza blanca. Había que hacer algo.
Estaban esperando al autobús. El muchacho sentía un deseo urgente de rebelarse ante su madre. De repente se quitó la corbata. Se desabrochó la camisa. Ella protestó:
– ¿Por qué quieres avergonzarme?
– Si no sabes quién eres, al menos aprende dónde estás.
– Pareces un mendigo.
– Entonces lo seré.
– Me vuelvo a casa. Si no puedes hacer ni esto por mí…
– Mira, ya ha vuelto a mi categoría.
Y con eso se volvió a poner la corbata con una mueca y dijo:
– En el autobús a nadie le importa quién eres.
– A mí me importa quién soy.
Llegó el autobús, y el muchacho se sentó adrede al lado de un negro. Su madre se sentó aparte, consciente de su dignidad. Él se puso a pensar y a imaginar situaciones en las que podría irle dando lecciones a su madre. Visualizó mentalmente una escena en la cual, al llegar el autobús a su parada, él se quedaría sentado, y cuando ella le dijese, «Vamos. ¿No bajas?», él la miraría como si fuera una desconocida y ella quedaría en ridículo. Pero le dio pena dejarla sola y esperó. Se imaginó también que se hacía amigo con algún negro distinguido, un profesor o un abogado, y lo traía a casa a tomar el té. O fantaseó que su madre enfermaba y sólo podía conseguir un médico negro. Mejor todavía, que un día él traía a casa una joven negra bien guapa y le decía a su madre que se iba a casar con ella.
El autobús se paró, bajaron algunos pasajeros y subieron otros, entre ellos una mujer negra. Era una mujer enorme enfundada en un vestido verde de crepé con zapatos rojos. También ella podía perder peso. Llevaba un sombrero horrible. Una solapa color púrpura le bajaba por un lado y le subía por el otro; el resto era verde y parecía un almohadón con el relleno por fuera. Él lo vio.
Se le abrieron los ojos. La visión de los dos sombreros idénticos le hizo sonreír de lado a lado. Se le iluminó toda la cara de alegría. No se quería creer que el destino le había puesto en las manos la lección que quería enseñarle a su madre. Y mejor que en todas las fantasías que había imaginado. Se acercó a ella y le dijo bajito: «Mira, mamá. Esa señora lleva un sombrero como el tuyo.»
[Flannery O’Connor, Great Short Stories of the Masters, p. 538. Abreviado.]
Me decís que a veces me repito. Tenéis toda la razón del mundo. Yo lo vi primero en otros. Oí una vez una gran conferencia a un conocido agente social en el Guyarat. Hablando contra el tabaco, que se cultiva mucho en la región por ser plantación lucrativa, dijo con énfasis: «¡En el Guyarat se siembra tabaco y se cosecha cáncer!» Me pareció una frase feliz con un mensaje claro. Diez años después le oí al mismo orador en otra charla, y al poco rato dijo: «¡En el Guyarat se siembra tabaco y se cosecha cáncer!» Sonreí para mis adentros. La primera vez la frase me sacudió por la novedad. La segunda vez por la continuidad. Hay que seguir insistiendo. Porque lo siguen cultivando.
El ejemplo más perseverante que conozco en oratoria sagrada es el del benemérito jesuita español Francisco Zubeldia que llegó a la India ya de mayor y no consiguió aprender bien la lengua guyaratí. Pero tenía un gran celo apostólico, preparó con la ayuda de catequistas nativos una charla sobre Jesucristo, la aprendió de memoria y la fue repitiendo por todo el estado de colegio en colegio (de no católicos, por supuesto) declamando siempre la misma charla como si fuera la primera vez. A lo largo de su vida y a lo ancho de todo el estado del Guyarat con su población de treinta millones, llegó a dar la misma charla millares de veces. Fue la labor de su vida. Es una buena receta para la variedad. O cambias de tema, o cambias de auditorio. Que cambien ellos.
Las buenas ideas, las buenas frases, los buenos cuentos son pocos. Mi profesor del «Tratado de Dios» en teología decía que Dios Padre sólo tiene una idea: el Verbo. Esa es su expresión única, completa y definitiva, y allí está todo. Cuanto más sencillos seamos en nuestras ideas, más nos acercaremos a Dios. Y mi profesor de astronomía nos contaba en clase que cuando Kepler estudiaba el cosmos y encontraba varias explicaciones para describir una situación estelar, escogía siempre la teoría más sencilla porque, decía, esa sería sin duda la más próxima a la verdad. Y Einstein, en su teoría de la relatividad, escogió también el sistema de ecuaciones más sencillo diciendo que Dios no se hubiera perdido la oportunidad de escoger ese ante otros más complicados al hacer el mundo.
Por cierto, esto de Kepler creo que ya lo había escrito yo alguna vez antes en algún sitio…
Salmo 86 – Sión, Madre de pueblos
«Se dirá de Sión:
uno por uno, todos han nacido en ella;
el Altísimo en persona la ha fundado.»
Se me ensanchan las fronteras del corazón, Señor, cuando rezo esa oración y sueño en ese momento. Seres de todas las razas que se juntan, porque todos vienen de ti y son uno en ti y van a ti. Ese es tu plan, y yo lo abrazo con fe abierta y deseo ferviente. Todas las razas son una. Todos los hombres se encuentran. Todos son hijos de la misma madre. Esa es la meta de unidad hacia la que caminamos. El sello de hermandad. El árbol de familia. El destino supremo de la raza humana.
«El Señor escribirá en el registro de los pueblos:
éste ha nacido allí.»
Todas las razas nacen en la Ciudad Santa. Todos los hombres y mujeres son compatriotas míos. Los miro a la cara y reconozco los rasgos de familia bajo la alegre variedad de perfiles y colores. Leo en cada rostro la respuesta de hermandad en el sentimiento que surge a un tiempo en mí y en la otra persona, impulsado por una misma sangre. Me siento hermano de cada hombre y cada mujer, y confío en que mi convicción me salga a los ojos y vibre en mis palabras para que proclame el mensaje de la unidad en alas de la fe.
No hay fronteras, no hay aduanas, no hay límites. Nadie es extranjero ante nadie. La naturaleza aborrece la burocracia. Lazos de familia trascienden códigos legales. La unidad es nuestro patrimonio. Nuestra sonrisa es nuestro pasaporte. Libertad para viajar, para reunirse, para encontrarse frente a frente con cualquier ser humano y sentirse uno con él. Y valor y fe para olvidar nuestras diferencias y reconocer nuestro destino común. Todos somos hijos de Sión
Dame un corazón ecuménico, Señor. Enséñame a amar a todos los hombres y respetar a todos los pueblos.
«Contaré a Egipto y Babilonia entre mis fieles;
filisteos tirios y etíopes han nacido allí.»
Hazme sentirme a gusto en todas las culturas, seguir siempre aprendiendo y abrazar con comprensión y afecto todo cuanto has creado en cualquier parte del mundo. Llévame a descubrir tu presencia en el corazón de cada persona, y hazme aprender tu nombre en todas las lenguas del mundo. Robustece mis raíces y ahonda mis fuentes, con la seguridad de que al hacerlo así me estoy acercando a todos mis compañeros de existencia, porque nuestra fuente común está en ti.
«Y cantarán mientras danzan:
¡Todas mis fuentes están en ti!»
«Y guíe nuestros pies por el camino de la paz»
(Lucas 1, 79)
[He escrito este artículo para el número de Navidad de la revista de los jesuitas indios, JIVAN.]
Muchas veces he oído estas palabras que suenan tan bien en cualquier lengua de la India: «Venga, por favor, y pisen sus pies el umbral de mi casa para que quede santificada.» El toque sacramental de los pies de un hombre venerado en el piso de la casa bendice a todos los que viven en ella. Las Leyes de Manu establecen que si un hombre de Dios entra en una morada y permanece en ella el tiempo suficiente para ordeñar una vaca, todos los inquilinos alcanzarán la salvación. El tacto santifica.
Los pies, claro, están descalzos. Pies que andan llanuras, cruzan ríos, escalan montañas, alcanzan fronteras y proclaman con su paso, sus suelas endurecidas, sus heridas de espinas y su cansancio de caminos el Evangelio de la Paz a los pueblos del mundo. «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies de los que evangelizan la paz!» (Isaías 52, 7)
La gente piadosa en las aldeas de la India tiene la costumbre de lavar los pies del guru que llega. Los pies llevan la carga del evangelizar. Merecen respeto, cuidado, cariño, devoción. Se les da masaje, se les acaricia, se les besa, y luego se tocan con la frente mientras la gracia fluye del cielo a la tierra a través del cuerpo humano. Nosotros sabemos que la Magdalena le hizo eso a Jesús.
También al saludar a una persona mayor en la India se inclina el que saluda, y tocándole la punta de los pies se lleva simbólicamente a la frente el polvo que proclama su misión. El polvo de los pies santifica. A los predicadores del Evangelio se les instruyó que sacudieran el polvo de sus pies al abandonar los pueblos que no hubieran merecido su tacto. Gestos gemelos en tierras lejanas. Los pies nos guían en el camino de la paz.
Cuando hace años estudiaba yo en Madrás, mi «primera iglesia» en la India (en terminología de Ignacio que llamaba a Manresa su «primera iglesia» in preferencia a Loyola donde nació), uno de los pilares de la Universidad de San Javier, el alavés padre Amézcua, consentía en venir de paseo con nosotros, humildes seminaristas, con la condición de que llevásemos zapatos cerrados, y… ¡calcetines! Nadie venía entonces a tocarnos la punta del pie, es decir, del zapato, a pesar de lo bien lustrado que estaba. Nos costó aprender las costumbres y acercarnos al pueblo.
Nadando un día en el Lago Trevor del Monte Abu con un grupo de amigos, otro añorado jesuita, el padre Carricas de Cascante que se nos marchó pronto al cielo, me dijo mirando a mis pies desnudos: «Tienes unos pies muy feos.» Yo recuerdo haberle contestado ya entonces: «En la India no hay pies feos.» Evangelizan la paz.
Ahora viajamos en coche, en tren, en avión. Hemos perdido el toque de los pies. Hemos de usar, desde luego, todos los medios modernos, pero hemos de buscar también manera de recobrar el mensaje de los pies que traen la paz. Como esta vez, en un tren:
Viajaba yo un día, desde Madrid, en tren. Los asientos eran unos enfrente de otros, de dos en dos. Un joven se sentó a mi lado, mientras los dos asientos enfrente nuestro quedaban vacíos. Pronto el joven levantó sus pies y los puso sin más, con zapatos sucios y todo, sobre el asiento enfrente suyo. Yo me revolví por dentro, pero me callé. Luego se me ocurrió una cosa. Yo también levanté despacio mis dos pies y los puse, con zapatos y todo, sobre el asiento de enfrente, paralelos a los pies de mi joven compañero de viaje. Él lo entendió. Se volvió despacio hacia mí y sonrió. Yo me volví despacio hacia él y sonreí. Luego los dos a un tiempo, reposadamente, rítmicamente, gozosamente levantamos los pies de los asientos, los mantuvimos por un momento en el aire, y los bajamos lentamente hasta el suelo. Y nos reímos. Todo un ballet. Y luego lo mejor: El muchacho era negro, y yo era blanco. Y nuestros pies nos habían unido. Nos habían enseñado. Nos habían evangelizado. Benditos pies.
Vivir vidas ajenas
Al fenómeno le han dado ya un nombre: «Vivir vidas ajenas.» Ya habéis adivinado a qué se refiere. La práctica televisiva de programas continuados en los que se contempla en directo la interacción de varios personajes y se siguen las vicisitudes de sus múltiples relaciones en vivo y en directo. Es decir, se viven las vidas de otros. Existencias prestadas.
Transcribo las consideraciones de José María Rodríguez Olaizola, SJ, en «Sal Terrae», junio 2003, p. 447:
«¿Cómo es posible que no conozcamos muchos aspectos de la vida de personas con las que tratamos cotidianamente y, sin embargo, nos sepamos al dedillo detalles minúsculos y muchas veces íntimos de la cotidianeidad de gentes con las que jamás intercambiaremos una palabra (a Dios gracias)? ¿Cómo es posible que las vidas privadas de personajes extraños se conviertan en algo interesante para millones de personas? ¿Por qué los únicos nombres que todos conocemos son los coreados por hordas vociferantes en los platós televisivos de programas de muy deficiente calidad?
Sólo hemos de tener la paciencia de sentarnos un día entero ante el televisor, provistos de un mando que nos permita cambiar de canales. A lo largo de la jornada puede uno ir asistiendo a programas matutinos en los que «reinas» de la mañana hablan de problemas domésticos, de riñas cotidianas o de amores complicados, con una amplia gama de personajes surrealistas. Antes de comer, un poco de «Corazón de temporada», con personajes más conocidos, más públicos, menos anónimos, desgranando sus amores y divorcios, cuernos y litigios, pleitos o embarazos. En la sobremesa, de nuevo las «reinas» de la tarde introducen paneles de personajes que vienen a hablar de cuestiones tan jugosas como «mi madre quiere ser más atractiva que yo», «estoy enamorado del hermano de mi novia», «durante años engañé a mi mujer con su hermana», «a mis hijos no les gusta que me prostituya», «mi mujer no entiende que me gusten otras mujeres», «no puedo dejar de comer», «quiero reconciliarme con mis hijos», «me gusta el sexo en grupo», o similares planteamientos, aireados en un espacio animado en el que realmente es difícil aventurar si existe esa gente o si son todos actores pagados de un «show» truculento e increíble. Toman el relevo los rostros vespertinos…; sin embargo el plato fuerte se reserva para las noches…
Las vidas ajenas triunfan porque las propias tienden a la monotonía. Porque muchos hombres y mujeres aprenden a ser más espectadores y menos actores de la propia vida. Porque se olvida que hay causas por las que merece la pena luchar, o se ha perdido la fe en que merezca la pena intentarlo. Porque a veces uno desea no pensar, no razonar, no ver, tal vez por comodidad, tal vez por miedo, tal vez por impotencia. Porque la vida de esos personajes mediáticos no me implica, ni me exige, ni me envuelve, ni me interpela, mientras que la vida de quien tengo cerca podría hacerlo.
Hay que resistirse a las vidas ajenas, no porque sean buenas o malas, sino porque la propia vida puede ser mucho más rica, llena de matices, de pasión y de riesgo. Hay suficientes causas que merecen la pena para dar sentido a los sueños, las luchas, los deseos, las ideas y las creencias de hombres y mujeres que quieren creer en algo. La propia vida es un camino tan interesante, tan lleno de posibilidades, de luchas que están por hacer, que es una pena perder demasiado tiempo en vidas de papel.»
Comer carne los viernes
Me he encontrado, después de varios años, con un pariente mío de mi misma edad. Fue médico en su tiempo y ahora, ya retirado, le aflige una debilidad mental que afecta su conducta. Aunque mantiene intacta una aguda inteligencia dialéctica que puso a prueba mis esfuerzos para tranquilizarle durante la visita. Nos reunimos con otros dos miembros de la familia e intentamos reanudar la familiaridad interrumpida. No nos esperábamos su brusco comenzar:
– El infierno…
– ¿Qué quieres decir?
– Que si hay infierno. Tú eres cura y lo sabes. Sabía que venías a verme y tienes que aclarármelo. – No te preocupes que a ti eso no te toca. Siempre has sido una persona buenísima y siempre has ayudado a todos. Y todos los que estamos aquí lo sabemos.
– Pero hay mandamientos que ya sabes…; y en mi juventud yo…
– Sí, ya me lo imagino. Dios lo sabe todo y lo perdona todo, sobre todo a ti, que nunca has hecho daño a nadie y sí mucho bien a muchos. Has llevado siempre una vida ejemplar que te debería hacer seguir viviendo con alegría.
– Pero ¿hay infierno o no? No te escapes y contesta directo.
– Hombre, si te pones así, sí que lo hay. Para un católico la existencia del infierno es dogma de fe inalterable. No puedes ser católico y negar la existencia del infierno.
– Con que hay infierno, y dices que no me preocupe. Muchas gracias.
– Ya sabes lo que dicen teólogos serios que sí que hay infierno pero que está vacío. – ¡Eso no es verdad! Al menos están ahí los demonios que son ángeles caídos, y estarán por toda la eternidad. ¿Te parece poco?
– Lo siento, desde luego. No habrán pensado en eso esos teólogos. Pero en cambio también es doctrina de la Iglesia que de nadie se pude decir con certeza que está en el infierno, ni si quiera de Judas. Claro que la existencia del demonio también es dogma de fe católica.
– Además yo digo que si Dios por una parte nos amenaza con el infierno y con aquello de que «Ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; y estrecha es la entrada y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la encuentran;» y luego resulta que no hay nadie en el infierno de la perdición eterna, entonces Dios nos estaría engañando con una amenaza falsa, como a los niños se les asusta con el coco que no existe, y eso sería indigno de Dios.
– Mira, para ir al infierno se necesita un pecado mortal no perdonado, y ¿sabes lo que decía el teólogo católico inglés Ronald Knox con humor anti-galo? Que un pecado mortal requiere una mentalidad tan refinada que solo lo puede cometer un francés.
– ¿…?
– Y el Cardenal de París le contestó con el mismo sentido del humor, y aceptando el cumplido, que sí, claro, pero que aun para un francés el pecado mortal era algo tan complejo que… bueno… en todo París él calculaba que a lo más se podía cometer un pecado mortal al año como mucho.
– Así es que aquí, menos, ¿no?
– Claro. Digamos que aquí ninguno.
– Pero yo no tengo ese humor para reírme del infierno. Al contrario, me daría más miedo todavía reírme de él.
– Pues te cuento otro chiste a ver si te anima. Llega a las puertas del cielo un hombre que había llevado una vida dudosa en la tierra, y le pregunta a san Pedro, «¿Se puede?» – «Sí, sí, pasa hijo mío.» – «¿Pero usted sabe quién soy yo?» – «Claro que lo sé.» – «¿Y lo que hice allá abajo?» – «Sí, sí, también lo sé. Lo sé todo.» – «¿Y entonces…?» – «Mira, aquí admitimos a todos así es que no te preocupes; pero vas a tener que prometerme una cosa. ¿Ves ese edificio cerrado en medio de nubes? Pues no te acerques por allí, no veas a nadie, y sobre todo que no te vea nadie de los que están allí.» – «¿Y eso por qué?, si puedo preguntar.» – «Mira, hijo mío. Allí están los del Opus. Ellos se creen que son los únicos que vienen al cielo; y si te ven a ti por aquí… les amargas la eternidad.» ¿Te ha hecho gracia?
– Sí, pero no puedo reírme de cosa tan seria.
– Cuando el Papa suprimió las leyes de ayuno y abstinencia, y en particular anuló la prohibición de comer carne los viernes de cuaresma, con lo cual ya no era pecado el comerla, dicen que Lucifer en el infierno llamó a consulta a los diablos más sabios y les preguntó, «¿Y qué hacemos ahora con los que están aquí condenados por toda la eternidad por haber comido carne los viernes de cuaresma?»
Aquí se sonrió un poco. Pero enseguida le volvió la cara seria, tensa, austera, severa, que denotaba al exterior su tensión interior. Escrúpulos religiosos le habían marcado de por vida. Al menos conseguí que se sonriera por un momento.
Fácil y difícil
«Afirmar que Dios es infinito es fácil; pero ver, respetar y aceptar las consecuencias de esa afirmación, es arduo y sumamente penoso.» (Juan Manuel Pérez Charlín)
Cantar sin fecha
– ¡Qué sabio eres, mi ruiseñor, que has cantado tan bellamente el día de Año Nuevo! – Yo no sabía que era Año Nuevo, mi amo, ni sé lo que es el Año Nuevo. Yo sencillamente canté. Vuestra es la interpretación.
– Y tuya la naturalidad. Cantar sin fecha.
– Cantar cuando me sale el cantar.
– ¡Feliz Año Nuevo!
– ¡Feliz día siempre!
¿Qué hace usted cuando se le estropea el ordenador? – Llamo por teléfono al servidor y se lo digo. Hoy lo he llamado. Llevaba varios días sin poder abrir el correo electrónico. Ni enviar ni recibir. Y se iría aumentando la pila de mensajes. He marcado el número de socorro. Después de mucho esperar con la musiquilla del teléfono en la oreja, me ha contestado una señorita cansada, «Le atiende Nuria», me ha hecho abrir ventanas, pinchar solapas y teclear letras. Al final me ha dicho:
– Es un problema emblemático.
– Perdone, no entiendo. ¿Quiere eso decir que les está pasando a muchos?
– Sí, eso.
– Es decir, que tienen la culpa ustedes.
– Bueno sí, si lo pone usted así.
– ¿Y ya ha quedado arreglado para mí?
– Sí, es decir, no. Siga usted intentando abrir el correo y se le abrirá en el transcurso de la tarde.Ha transcurrido la tarde y no se me ha abierto. Pero ahora contesto más profundamente a tu pregunta. ¿Qué hago yo cuando he hecho todo lo que tengo que hacer? ¿Qué siento? ¿Qué me digo a mí mismo?
Renuevo mi humildad. No soy más que polvo y cenizas como Abraham ante Yahvéh. Admito mi levedad metafísica. Reconozco mi dependencia de otros seres de la creación. Quedo sumido en la conciencia de mi ignorancia. Acepto que otros piensen mal de mí cuando ven que no contesto a sus correos ya que no saben que no los he recibido. Justa penitencia por mis pecados. Pacifico mi alma ante la impaciencia de imaginar cuántos correos se amontonan, cuándo podré recibirlos, cómo contestaré. Me admiro de sobrevivir sin abrir cada día el correo electrónico, de cortar la adicción, de romper la puntualidad, de no perecer ante la incertidumbre de cuánto durará la crisis. Me sorprende que no he perdido el apetito. Intento una sonrisa, y veo con alivio que todavía puedo sonreír a pesar de la crisis aguda de credibilidad del ser. Le sonrío a mi ordenador, sentadito como está sobre su secreto y su misterio. Y sobre mis mensajes. La vida sigue. El cosmos gira. La eternidad espera. En el curso de la existencia se me volverá a abrir el correo electrónico. No ha pasado nada.
[Voy a tener que hacer una advertencia sobre el salmo que sigue a continuación. El salmo es triste, y como tal lo comento pues a todos nos llegan las horas de prueba en la vida. Pero en este momento no estoy triste. Me ha sucedido eso con algún otro salmo de tristeza o sufrimiento, que, al ponerlo aquí en mi página, os habéis preocupado por mí y me habéis preguntado con cariño que a ver qué me pasaba. No me pasa nada. A quien le pasa es a David. Pero me identifico con cada uno de sus salmos según vienen con los momentos de mi vida que cada uno ha representado. A todos nos toca de todo. Y siempre habrá alguien a quien le toque más de cerca en este momento.]
Salmo 87 – Soledad, enfermedad y muerte
«Has alejado de mí a mis conocidos,
me has hecho repugnante para ellos.
Alejaste de mí amigos y compañeros;
mi compañía son las tinieblas»
El peso de la soledad me abruma. Me encuentro solo en el mundo. No me siento cercano a nadie, no hay nadie a quien de veras pueda considerar de los míos. Veo multitudes y me muevo entre la gente, pero todos me son extraños en un mundo hostil. No veo caras, no escucho saludos. La humanidad tiene prisa, y los hombres y mujeres se evitan unos a otros en la actividad frenética de un trajín sin sentido. Estoy rodeado de gente, pero no siento cordialidad. Hablo con los demás, pero no hago contacto. Dicen que en el futuro los robots sustituirán a los hombres y mujeres. ¿Es que no lo han hecho ya?
«Me has colocado en lo hondo de la fosa,
en las tinieblas del fondo.
Tu cólera pesa sobre mí,
me echas encima todas tus olas.»
Me siento abandonado, rechazado, traicionado. Todas mis esperanzas se han desvanecido como el humo. Mis sueños se han estrellado en la desesperación. Repito oraciones que antes me decían mucho, pero hoy me suenan a vacío. Pronuncio el santo nombre de Dios, pero muere en mis labios. Nada resulta, nada tiene sentido. Sólo queda la oscuridad y el vacío. Dejadez y apatía. Enfermedad y muerte.
«Mi alma está colmada de desdichas,
y mi vida está al borde del abismo;
ya me cuentan con los que bajan a la fosa,
soy como los caídos que yacen en el sepulcro,
de los cuales ya no guardas memoria,
porque fueron arrancados de tu mano.»
No tengo voluntad de vivir. Y no tengo valor para morir. La muerte me aterra con el negro interrogante de lo que me espera al otro lado de la tumba. Cuando mi fe lucía en toda su brillantez, disfrutaba yo de la vida y desafiaba a la muerte, porque vivir era caminar hacia ti, Señor, y morir era encontrarte en el abrazo final de una eternidad feliz. Pero ahora mi fe se ha oscurecido, y me encuentro odiando la vida y temiendo la muerte. ¿Qué me espera después de ese momento fatídico? Si no estoy seguro de mí mismo en esta vida, ¿cómo lo voy a estar para la siguiente? Si mi existencia se ha hecho una carga en este mundo, ¿qué será en el Reino de las Sombras?
«¿Harás tú maravillas por los muertos?
¿Se alzarán las sombras para darte gracias?
¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia,
o tu fidelidad en el reino de la muerte?
¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla,
o tu injusticia en el país del olvido?»
¿A dónde me enviarás, Señor, cuando me despida yo de esta existencia que es la única que conozco, por miserable que sea? ¿Me enviarás al «País del Olvido»? ¿Es que mi existencia no es más que un tránsito de la nada a la nada? ¿Soy yo menos que los pájaros que hienden el azul del cielo con la alegría de sus alas, menos que las flores del campo que tienen al menos su día de gloria en el esplendor de sus colores? ¿No cuento para nada ante ti? Y tú, ¿te quedas tan tranquilo contemplando indiferente la agonía de mi alma?
«¿Por qué, Señor, me rechazas
y me escondes tu rostro?
Desde niño fui desgraciado y enfermo,
me doblo bajo el peso de tus terrores;
pasó sobre mí tu incendio,
tus espantos me han consumido:
me rodean como las aguas todo el día,
me envuelven todos a una.»
Esta es la historia de mis sufrimientos, Señor, y a nadie se la contaría más que a ti. Lo que sí te pido es que veas la fe que se esconde tras mis propias quejas, mi confianza en ti que se expresa en la misma libertad con que te hablo. No me hubiera atrevido a hablarte así si tú mismo no hubieras puesto las palabras de tu salmo en mi boca. Gracias por haberme dado esa libertad, Señor. Gracias por tu salmo, que es tuyo en la divina inspiración de tu palabra, y mío en la agonía de mi experiencia. Ahora te ruego que acortes la prueba y me devuelvas la vida.
«Señor, Dios mío, de día te pido auxilio,
de noche grito en tu presencia;
llegue hasta ti mi súplica,
inclina tu oído a mi clamor.»