Los textos de Carlos G. Vallés
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Año 2002
Día 1
Os cuento

Personas «eco» y ganas de vivir

[Martín Prechtel habla así de su Maestro, Nicolás Chiviliu Tacaxoy, el chamán más famoso de la historia de los zutuhiles y de todo el sudoeste indígena de Guatemala:]

«Audible por lo menos a una distancia de más de un kilómetro sobre el agua, la risa de Chiv era su seña de identidad, que lanzaba una sensación de protección y amistad para todos nosotros. Combinaba las cualidades del barrito de un elefante, de la tos de un anciano, de la risa de una adolescente en el momento de captar la gracia de un chiste y del hondo suspiro de nuestra vieja diosa Madre del Maíz cuando se ha recolectado a su hijo el maíz y ella se queda sola en las montañas. Su risa contenía todo eso y más. Alegría, poder y pena, todo estaba allí. Cuando su risa descendía sobre una persona, la dominaba, y destruía todo pensamiento inútil de su mente agobiada, liberándola de la infelicidad, obligándola a reírse con él, pero conminándola a concentrarse en la cuestión que se trataba.

En el pueblo [Santiago Atitlán] lo más importante era la risa. En cualquier momento, cuando trabajaban jugaban o descansaban, a todos les gustaba reír. Les encantaba estar reunidos, bromear y reírse de las cosas de la vida.

Se llamaba «personas eco» a aquellas que reflejaban en sí mismas esa alegría del vivir. Se sabía quién era una «persona eco» por el hecho de que quien los veía tenía más ganas de vivir que antes.»

[«Los secretos del jaguar», pp. 118, 128, 142 -… y que el nuevo año nos traiga más ganas de vivir.]

Lección de dos bebés

Me paseaba yo meditativamente repasando la charla que iba a dar dentro de poco rato esa misma tarde. La charla iba a ser sobre el saber asumir la responsabilidad de nuestros estados de ánimo, es decir, que la mayor parte de lo que sucede no está en nuestra mano, pero lo que sí está siempre en nuestra mano es como nosotros decidimos reaccionar ante los acontecimientos que nos suceden, con enfado o con gusto, y como nos sentimos ante cada situación.

Iba a comentar la máxima de Epicteto que traduce así Quevedo:

«No son las cosas mismas
las que al hombre alborotan y le espantan,
sino las opiniones engañosas
que tiene el hombre de las mismas cosas.»

Es decir, que no debemos culpar de nuestros malestares a los acontecimientos que nos suceden, sino a nuestra reacción ante ellos. Lección difícil de aprender.

Caminaba yo en mi paseo por una calle ligeramente en cuesta, bien adoquinada con sólido pavimento firme en su suelo aunque irregular en la pisada. Bajando en dirección opuesta a mí venía una mamá con su bebé en el coche de niños que daba tumbos sobre los adoquines, con lo que el bebé lloraba a gritos y su mamá lo consolaba: «Sólo un poquito, mi vida, sólo un poquito y llegamos al paseo y verás qué bien vamos por allí.» Y procuraba llevar el cochecito con la mayor suavidad posible por los adoquines. El niño seguía llorando.

Seguí andando, y otra mamá con otro bebé en su coche bajaba por la misma cuesta dando los mismos tumbos sobre el irregular pavimento. El bebé iba pegando saltos en el cochecito, riendo y cantando a tono con los tumbos: «Bumpati bum, bumpati bum…», y su mamá reía con él y los dos disfrutaban.

Me dije: ilustración ideal para lo que voy a decir en público esta tarde. Los adoquines son los mismos, y un bebé llora y el otro canta al pasar por ellos. Se ve que Epicteto tenía razón: «No son las cosas mismas…». Ya tenía hecha yo con esto la introducción de mi charla. Y así lo hice. Les conté mi paseo por las calles de la ciudad y la reacción de los dos bebés. Y se rieron conmigo. Me hicieron buen servicio los adoquines.

Antes del móvil

[Eudora Welty, escritora norteamericana, cuenta las conferencias con teléfonos de manivela y palancas antes de los móviles.]

Esta misma señora era una de las que llamaban por teléfono a mi madre y hablaba por los codos. Yo sabía quién la llamaba cuando mi madre contestaba sólo de cuando en cuando cosas como «no hace falta que lo jures», o «¡no me digas!», o «faltaría más». Se quedaba de pie junto al teléfono, escuchando contra su voluntad, y yo me sentaba en las escaleras, cerca de ella. Nuestro teléfono tenía una barra que había que mantener apretada durante todo el tiempo de la comunicación. Cuando su amiga por fin se despedía, mi madre me pedía que le ayudara a soltar la barra porque se le habían paralizado los dedos de tanto apretar.

– ¿Qué te ha dicho? -le preguntaba yo.
– No ha dicho absolutamente nada -suspiraba mi madre,- tenía ganas de hablar, eso es todo.

[«La palabra heredada», p.17]

Dar en el blanco

El discípulo dio con la flecha en el blanco y lo mostró orgulloso al Maestro. El Maestro le preguntó: «¿Sabes por qué has dado en el blanco?» El discípulo explicó: «Sí. Tensé el arco ni un punto más ni un punto menos de lo necesario; apunté con exactitud al centro del blanco; respiré hondo; reposé tres instantes en la posición; solté la flecha al soltar la respiración y la seguí con el pensamiento. Así alcancé el blanco.» El Maestro sentenció: «Aún no has aprendido nada.»

Pasó el tiempo, y el discípulo volvió a dar en el blanco. Quedó inmóvil con su arco contemplando la flecha clavada. El Maestro se acercó y le preguntó: «¿Sabes por qué has dado en el blanco?» El discípulo contestó: «No». El Maestro sentenció: «Ahora has aprendido».

[El largo aprendizaje ha de llevar a la espontaneidad de la acción.]

Agradecimiento

[Un episodio resumido de la autobiografía de Martín Prechtel que he citado al principio.]

Una tarde al regresar me encontré con mi choza invadida por cinco policías uniformados de azul; no eran del pueblo, iban fuertemente armados y su semblante era hosco. Despedí a todos mis clientes, y cuando se hubieron marchado, el jefe de los policías ordenó a sus hombres que esperaran afuera en la calle, y se puso a hablar conmigo.

– Le he estado observando durante dos semanas.
– Sí, ya lo sé.
– ¿Ah sí? -dijo sorprendido, y continuó- : Así ya sabrá que me han enviado para descubrir algo incorrecto y detenerle y soltarle en un volcán de por ahí. Personalmente no puedo encontrar nada que sea motivo de queja. He visto a personas que entran aquí enfermas y salen curadas y nadie tiene nada malo que decir de usted. Así que me puse a pensar. Verá, tengo un dolor terrible en la espalda -me explicó agarrándose a los riñones- y he visitado doctores, curanderos, quiropracticantes y hospitales. Ahora estoy tomando codeína, Valium y Demerol, pero nada me sirve. Tengo dolores constantes. ¿Cree que me podría ayudar?

Un hombre que había sido enviado para arrestarme y asesinarme decidía que quería que le curara mientras cuatro guardias blancos hacían guardia en el exterior durante nuestra consulta.

– Por supuesto, capitán, puedo intentarlo, pero no se lo puedo garantizar. Quítese el uniforme, por favor, las pistolas, la ropa y demás, y échese en este petate. … Ya veo lo que le ocurre, amigo. Ha matado usted a alguien y eso le hace sentirse mal. El alma del muerto le causa dolor.

Intentó ponerse de pie, pero el dolor se lo impidió; pude agarrarle, calmarle y persuadirle para que me lo contara. No cabía duda de que había dado con la verdad. Me contó:

– Un vendedor del mercado al aire libre que hay en la estación de autobuses de la población costera de Mazatenango envió un mensaje urgente diciendo que estaban siendo robados a punta de pistola. Nos dirigimos allí a toda prisa y vi a un muchacho que se escapaba; el vendedor dijo que era el ladrón. Le grité al chico que se detuviera, pero continuó corriendo, así que saqué el revólver y le amenacé con disparar. Entonces se volvió y como vi que tenía una pistola, le disparé a la cabeza y le maté. Pero sólo había robado tres pomelos, y la pistola no era más que un trozo de madera pintada que parecía una pistola, y sólo tenía quince años…

Se echó a llorar, hablando entre sollozos amargos sobre sus propios hijos, uno de los cuales sólo tenía quince años, y sobre lo mal que se sentía por aquella muerte; decía que le habían ascendido al cargo que ahora tenía por matar enemigos del Estado.

Dejé que llorara mientras le preparaba una buena cantidad de medicina en mi fuego; luego le obligué a beber las infusiones hasta que se durmió profundamente sobre el petate. Durmió treinta y seis horas y se sintió bien. Le dije:

– Abandone el oficio de policía. No va con su forma de ser; acabará matándole. Debe dejarlo. En cuanto al pago, me ha dado la vida, el pago más alto que pueda darse. No me ha matado, así que estamos en paz.

Me miró, se puso a reír y se alejó con sus compinches.

Una noche, semanas después, mientras un anciano paseaba, un enorme perro que pertenecía a una de las pocas familias blancas residentes en el pueblo le atacó y le arrancó un pedazo de pantorrilla. El hombre, solo y desesperado en la oscuridad, mató al perro con su machete y casi se desangró. El amo blanco del animal le envió a prisión por matar al perro. No se hizo ninguna mención de las heridas del hombre, pero después de pasar un solo día en la prisión, el abuelo fue devuelto al pueblo, libre de cargos. Nunca antes se había oído hablar de ese tipo de liberaciones milagrosas. Nadie había salido de prisión sin que hubieran transcurrido años de peticiones, sobornos y burocracia, y resultaba increíble que le hubieran pagado el regreso en autobús a casa. A los indios en especial nunca se los trataba así. Sin embargo, durante los dos años siguientes todos mis parientes o amigos que tuvieron conflictos con el gobierno o la policía fueron inmediatamente exonerados, liberados o bien nunca fueron llevados a juicio.

Un día, mientras estaba yo en misión oficial fuera del pueblo, tuve que cambiar de autobús en Mazatenango. Mientras esperábamos, nos paseamos por el mercado del pueblo. Mientras mirábamos los tenderetes, me sentí complacido y asombrado al ver al capitán, veinticinco kilos más gordo y vestido con un mono, plantado en la parte superior de una caja detrás de montones de peras y mangos. Le flanqueaban dos guapas criaturas y sonreía abiertamente debajo del sombrero de paja. Nos estrechamos la mano al tiempo que nos cargaba de fruta.

– Tomé su sugerencia como un consejo, y dejé el cuerpo de policía. Sin embargo, esperé dos años. ¿Se dio cuenta? Me refiero a toda esa gente que no fue multada, golpeada o encarcelada. Me esforcé para que los dejaran en libertad, a ellos y a muchos otros; intenté ayudar en lo que pude, sin que se notara, antes de presentar la dimisión. ¡Así conseguí pagarle! Ahora me dedico a vender fruta.

Allí mismo, dos años antes, en ese mismo mercado, había matado a un muchacho. Ahora estaba allí sentado y vendía fruta, en medio de su familia, pobre pero en casa. Había convertido el dolor en vida al dejar en libertad a mi gente.

[p.303]

Poema

[Doy aquí la cita completa del pasaje de Epicteto que he iniciado arriba en traducción de Quevedo, y que es una de las páginas favoritas de mi vida por su sabiduría y su belleza.]

«No son las cosas mismas
las que al hombre alborotan y le espantan,
sino las opiniones engañosas
que tiene el hombre de las mismas cosas.

Como se ve en la muerte;
que, si con luz de la verdad se advierte,
no es molesta por sí, que si lo fuera
a Sócrates molesta pareciera.

Son en la muerte duras
cuando, necios, tememos padecella,
las opiniones que tenemos della.
Y siendo esto en la muerte verdad clara,
que es la más formidable y espantosa,
lo propio has de juzgar de cualquier cosa.

Por esto, cuantas veces
tu seso le turbaren ilusiones,
culparás a tus propias opiniones,
y no a las cosas mismas,
ya propias o ya ajenas,
pues ellas en su ser todas son buenas.

Por esto debes advertir en todo
que quien por su maldad o su desprecio
al otro culpa, es necio.
Que quien se culpa a sí, y a nadie culpa,
ya que no es ignorante,
es solamente honesto principiante.

Mas el varón que ni a sí ni a otro acusa
en cualquiera trabajo o accidente
es el sabio y el bueno juntamente.»

Me contáis

Elena Young, entre otras personas, me ha preguntado: «¿Sus meditaciones reflejan su estado de salud y de ánimo en este momento o es un tema que está desarrollando?»

Me agrada la pregunta, pues indica que notáis que lo que escribo refleja lo que siento, y eso es verdad. Mis «meditaciones» sobre los salmos sí reflejan mi estado de salud y de ánimo… en el momento en que las escribí. Los salmos me han acompañado durante toda la vida, y pronto convertí sus versos en expresión de mis propios sentimientos en toda la riqueza de la poesía hebrea y de mi humilde sentir. Así abarcan el abanico de la realidad humana desde la alegría más sublime hasta el pesar más hondo. Comenté así los 150 salmos y publiqué un libro, «Busco tu rostro», que ha sido felizmente el más leído de los míos. Al iniciar mi página Web me ocurrió tomar, en orden numérico, uno de esos salmos para cada página, y así los voy poniendo. Siempre hay personas -y me lo dicen- a quienes les encaja el talante del salmo que toca. Y todos los salmos son tan certeramente humanos que todos reconocemos en ellos pedazos de nuestra propia experiencia. Así los voy tomando según vienen. Pero no subordino mis comentarios a mi humor del momento. Estoy muy bien de salud y de ánimo, gracias a Dios. Y me ha venido muy bien la pregunta porque el salmo que hoy toca, el 43, es también universal y no viene escogido para este momento; tiene valor precisamente por ser permanente.

Salmo

Salmo 43: Oración por la Iglesia afligida
No es que nos ataquen, Señor, es que, sencillamente, no nos hacen caso. Nos ignoran. La Iglesia ya no cuenta para nada en la mente de muchos. La mayor parte de la gente deja a un lado sus enseñanzas, su doctrina, sus advertencias y sus mandatos. Ni siquiera se preocupan de atacarnos, de considerar nuestras reflexiones o responder a nuestros argumentos. No se dan por aludidos, y siguen su camino como si nosotros no existiéramos, como si tu Iglesia no tuviera nada que hacer en el mundo moderno. Nos dicen que no tenemos nada que decirle a la sociedad de hoy, y ésa es la peor acusación que podían hacernos. Son tiempos difíciles para tu Pueblo, Señor.

Esto nos ha pillado un poco por sorpresa, porque estábamos acostumbrados a que nos tuvieran respeto y consideración. La palabra de tu Iglesia era escuchada y obedecida, mandaba en las conciencias y trazaba fronteras entre naciones. Eran días de influencia y de poder, y aún conservamos su memoria.

«Oh Dios, nuestros oídos lo oyeron,
nuestros padres nos lo han contado:
la obra que realizaste en sus días,
en los años remotos.
Tú mismo con tu mano desposeíste a los gentiles,
y los plantaste a ellos;
trituraste a las naciones, y los hiciste crecer a ellos.
Porque no fue su espada la que ocupó la tierra,
ni su brazo el que les dio la victoria;
sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro,
porque tú los amabas.»

No pretendemos en modo alguno volver a ese fácil triunfalismo, pero sí nos sentimos arrojados de un extremo al otro. Antes éramos el centro del mundo, y ahora, de repente, parece que no existimos. En la expresión militar de tu Salmo, «Ahora, en cambio, nos rechazas y nos avergüenzas, y ya no sales, Señor, con nuestras tropas.»

Ésa es mi aflicción, Señor; ya no sales con nuestras tropas. No hablo de batallas con arcos y flechas, y menos con bombas y misiles; hablo de las batallas del espíritu, las conquistas de la mente, la defensa de los valores humanos y la victoria de la libertad sobre la opresión. Ya no luchas con nosotros. No sales con nuestras tropas. No sentimos el poder de tu diestra. Clamamos, y nadie escucha; imploramos, y nadie se da por enterado. La dignidad humana es violada y los derechos humanos son pisoteados. Y a ti parece como si no te importara.

«Nos haces el escarnio de nuestros vecinos,
irrisión y burla de los que nos rodean.
Nos has hecho el refrán de los gentiles,
nos hacen muecas las naciones.
Tengo siempre delante mi deshonra,
y la vergüenza me cubre la cara al oír insultos e injurias,
al ver a mi rival y a mi enemigo.»

No pedimos glorias externas, sino conversión de los corazones. No queremos honores públicos, sino eficiencia callada. No queremos triunfos personales sino amor y felicidad para todos. Tú lo hiciste, Señor, en tiempos antiguos, y puedes volverlo a hacer ahora.

«Despierta, Señor, ¿por qué duermes?
Levántate, no nos rechaces más.
¿Por qué nos escondes tu rostro
y olvidas nuestra desgracia y opresión?
Nuestro aliento se hunde en el polvo,
nuestro vientre está pegado al suelo.
Levántate a socorrernos,
redímenos por tu misericordia.»

 

Día 15
Os cuento

El subconsciente amigo

Mientras dormimos arreglamos muchos problemas. Y si no, ahí va lo que me acaba de pasar a mí. Estaba charlando con unos compañeros de hace muchos años, y uno de ellos, para cambiar de tema de conversación dijo, «Paulo maiora canamus». Nos reímos. Son tres palabras en latín que significan, «cantemos más alto», y son el final de un hexámetro de Virgilio en la Eneida, que en años de juventud citábamos, como acababa de hacer este compañero ahora, para elevar de tono la conversación cuando resultaba repetida o rebajada.

Nos reímos todos. Hacía siglos que no oíamos esa expresión. Todos la recordamos, y eso ya nos alegró los rostros y redimió la conversación. Y entonces otro añadió, «Ese es el final de un hexámetro de Virgilio. ¿Se acuerda alguien de las dos otras palabras latinas que preceden a «paulo maiora canamus», es decir, el principio del hexámetro? Yo sé que estaban ahí pero no puedo acordarme.»

Nadie se acordaba y nadie se preocupó por ello. Yo mismo me olvidé del incidente, y seguí la conversación y el resto de mis ocupaciones y acabé el día y me fui a dormir sin volver a pensar en el hexámetro virgiliano. Subrayo esto para decir que no es que le anduviese dando vueltas o tratando de recordar esas palabras o preocupándome en modo alguno por ellas, sino que sencillamente me olvidé del incidente y me acosté en paz aquella noche y dormí sin sueño alguno.

Y aquí viene lo del subconsciente. La mañana siguiente al despertar, antes de cualquier otro pensamiento o gesto u oración, antes de poner el pie en el suelo y pensar en qué día estaba, lo primero de todo y de manera clara y definitiva, dos palabras aparecieron en mi memoria: «Sicélides Musae». ¿Qué era aquello? Ah, sí. Ahora me vino a la memoria. Eran las dos palabras que faltaban, el principio del hexámetro de la Eneida. Claro, así era: «Sicélides Musae, paulo maiora canamus.»

Y junto con las palabras me vino a la memoria todo el contexto del episodio olvidado. Eneas, el héroe de la Eneida, viene de Troya, pasa por Cartago donde la reina Dido se enamora de él y quiere retenerlo, hasta que él, consciente de su destino, se libera de las intrigas de la reina y se embarca para Sicilia de donde seguirá hasta su destino en la fundación de Roma. Y el poeta apela aquí a «las musas de Sicilia» (que eso son las «Sicélides Musae») para acabar con el sórdido episodio de Cartago y seguir triunfalmente hacia Roma: «¡O Musas sicilianas, cantemos algo más alto!».

Misterios del subconsciente. Milagro del sueño. Operación secreta del chip de mi memoria que recibió la señal del «paulo maiora canamus», buscó en sus circuitos integrados durante la noche, y me presentó la respuesta en bandeja al abrir el ordenador de mi mente por la mañana.

Soñando se resuelven los problemas.

Pobreza

George Orwell consiguió fama y riqueza con su novela «1984», pero antes supo lo que es pobreza y hubo de pasar hambre. En su juventud vivió varios años de mendigo en las calles de París. Así describe el comienzo de su pobreza, cuando aún tenía seis francos (de los antiguos de poco valor) al día para vivir, que luego aun perdió y llegó a la miseria extrema:

«Descubres, por ejemplo, el secretismo a que lleva la pobreza. De repente ves que tus ingresos quedan reducidos a seis francos al día. Pero así, de entrada, no puedes admitirlo públicamente. Tienes que simular que sigues viviendo como siempre. Enseguida te envuelve eso en una red de mentiras, y aun con las mentiras no puedes arreglarte.

Descubres la precariedad extrema de seis francos al día. Te ocurren pequeños desastres que te roban la comida. Te has gastado tus últimos cinco céntimos en medio litro de leche, y lo estás hirviendo en el mechero de alcohol. Mientras hierve, una cucaracha se desliza por tu antebrazo; le das un papirotazo con la uña, y se cae derecha en la leche. No hay nada que hacer más que tirar la leche y quedarse con el hambre.

Vas al panadero a comprar una libra de pan, y esperas mientras la dependienta le corta una libra a otro comprador. Es torpe y se pasa algo de la libra. «Pardon, monsieur», dice, «supongo no le importará pagar dos céntimos más.» El pan cuesta un franco por libra, y tú tienes exactamente un franco. Cuando piensas que a ti también te pueden pedir que pagues unos céntimos de más y tendrías que contestar que no los tienes, huyes avergonzado de inmediato. Y pasan horas hasta que te atreves a entrar en una panadería.

Vas a la verdulería a gastarte un franco en un kilo de patatas. Pero una de las monedas que componen tu franco es una moneda belga, y el verdulero la rechaza. Desapareces de la tienda, y no vuelves a pisarla.

Te has metido en un barrio elegante, y ves de lejos a un amigo de tus tiempos de prosperidad. Para evitarlo te metes en el primer café. Una vez dentro tienes que tomar algo, y te gastas tus últimos cinco céntimos en un café negro. Estos ejemplos pueden multiplicarse por cien. Son parte del proceso de la insolvencia.

Descubres lo que es pasar hambre. Con pan y margarina en tu estómago vas y te pones a mirar los escaparates. Por todas partes hay comida en enormes cantidades que llegarán a estropearse y que parece te insultan a la cara; jamones colgando, cestos llenos de pan recién hecho, enormes bloques amarillos de mantequilla, ristras de salchichas, montañas de patatas, inmensos quesos de Gruyère como ruedas de molino. Te sientes pequeño y miserable ante tal despliegue de comida. Piensas en agarrar una hogaza y echarte a correr y engullírtela entera antes de que te pesquen; pero no lo haces por pura vergüenza.

Descubres el aburrimiento que es inseparable de la pobreza; los ratos en los que no tienes nada que hacer y en los que, por estar mal alimentado, no puedes interesarte en nada. Solo la comida puede sacarte de ese estado. Descubres que un hombre que se ha pasado una semana comiendo solo pan y margarina no es ya un hombre, sino solamente un estómago con algunos órganos adyacentes.

Esas es la vida con seis francos al día. Miles de personas en París la viven. Son los suburbios, por así decirlo, de la pobreza.»

[«Down and Out in Paris and London», p.14]

Proverbio irlandés

«Cuando cobras fama de madrugador, puedes dormir hasta el mediodía.»
Se ve que los irlandeses se parecen a nosotros con nuestro propio refrán: «Cobra buena fama, y échate a dormir.»

Jade

Un joven en la antigua China quiso hacerse joyero. Para ello se presentó a un maestro joyero y le suplicó lo admitiese como aprendiz. El joyero lo aceptó, le puso una piedra de jade en la mano, le dijo cerrase la mano y la mantuviese así durante un año.

No fue fácil para el joven aprendiz pasarse un año entero con la piedra en la mano sin soltarla nunca ni de día ni de noche, soportando las bromas y el ridículo antes sus amigos y conocidos. Pero aguantó todo el año, se presentó al maestro, abrió por fin la mano, y le devolvió la piedra.

Ahogando las ganas que tenía de protestar por tan larga e inútil prueba, dijo respetuosamente al maestro: «La primera lección ha sido dura. Decidme, ¿puedo comenzar mi verdadero aprendizaje ahora?» El maestro tomó otra piedra y fue a ponérsela en la mano. El aprendiz protestó que ya había tenido bastante con un año y no estaba dispuesto a pasarse otro año en tan inútil penitencia. Pero el maestro insistió, le colocó la piedra en la palma de la mano y le cerró los dedos sobre ella.

Entonces el discípulo exclamó: «¡Pero esto no es jade!» Y el maestro le respondió: «Ya has acabado el aprendizaje.»

Leyenda india

El arquitecto de un nuevo templo en las alturas de los Himalayas instruyó así al escultor que debía esculpir la imagen de la divinidad en el altar central: «Quiero que sea la imagen de Dios y la imagen de todos los hombres y mujeres que han existido, existen y existirán. Que todos se reconozcan en ella, y que todos reconozcan en ella la imagen del Dios que los creó.»

El escultor comenzó su trabajo. Tomó el bloque de mármol, y fue esculpiendo en él los rostros de los peregrinos que venían al templo. No todos distintos y por separado, sino tomando el bloque entero cada vez y esculpiendo un rostro encima del otro, siempre sobre el mismo bloque de mármol. Llegaba un peregrino, esculpía su imagen hasta la perfección, y cuando este se marchaba, venía el siguiente y trabajaba su imagen sobre la anterior. Y así uno y otro y otro.

El bloque era grande al empezar, pero al diseñar en él el rostro de un peregrino sobre el del anterior, había que rebajar rasgos, pulir superficies, limar ángulos. Cada vez salía el nuevo rostro perfecto, pero cada vez el bloque se hacía más pequeño.

Un día el escultor llamó al arquitecto y le dijo su tarea había concluido. Fueron al templo, y allí, en el centro del santuario, en el altar central, se encontraba el nicho de la divinidad que había de presidir el templo. Y el nicho estaba vacío.

El arquitecto entendió. La imagen perfecta de Dios es la no imagen. La plenitud se encuentra en el vacío. El infinito se toca con el cero. La totalidad surge de la nada. Y cada peregrino al llegar tras una larga peregrinación al templo sagrado y mirar al altar, veía su propio rostro reflejado en el fondo de mármol pulido del nicho vacío.

Me contáis

Alguien me escribe: «Estoy pasando una mala racha. Me encuentro aburrido, desganado, depresivo. ¿Qué he de hacer para salir de este bache?»

Contesto: «No hay fórmulas mágicas. La vida tiene sus baches y sus altos. Ten paciencia. Todo pasará.»

Me vuelve a escribir: «Perdone, pero esto no se va. Estoy sin ganas de vivir, y llevo ya para rato. ¿Qué hago?»

Contesto: «Cuanto más vueltas le des, más se enconará la herida. Ya sé que no es fácil, pero trata de pensar en esto lo menos posible y seguir una vida normal. A todos nos llegan malos momentos. Y acaban por pasarse si no nos agarramos a ellos. Puedes escribirme todo lo que quieras, pero que eso no aumente tu fijación.»

No quise citarle a San Ignacio para no parecer doctrinal, pero en sus Ejercicios Espirituales dijo así hace siglos: «El que está en desolación trabaje por estar en paciencia, y piense que será presto consolado. El que está en consolación piense como se habrá en la desolación que después vendrá.» A todos nos hace falta.

Salmo

Salmo 44: Canto de amor
Romance de un rey y una reina, esponsales de un príncipe y una princesa, alianza entre Dios y su Pueblo, unión de Cristo con su Iglesia. Este es un poema de amor entre tú y yo, Señor; es nuestro cántico privado, nuestra fiesta de amor espiritual, nuestra intimidad mística. No es extraño que me sienta inspirado y las palabras fluyan de mi pluma:

«Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.»

¡Qué bello eres, príncipe de mis sueños!:

«Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.
Dios te ha ungido con aceite de júbilo.
A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.»

Y te oigo decir de tu escogida:

«¡Qué bella eres, hija del rey, princesa de Tiro,
vestida de perlas y brocado, enjoyada con oro de Ofir,
con séquito de vírgenes entre alegría y algazara!»

El corazón de la religión es el amor. Estudio, investigación, saber y discusiones ayudan, sin duda, pero me dejan frío. Deseo conocerte, Señor, pero a veces el conocimiento se queda en puro conocimiento, y al estudiarte a ti me olvido de ti. Por eso hoy quiero dejarlo todo a un lado y decirte, pura y simplemente, que eres maravilloso, que llenas mi vida, que sé que me amas, y que yo te amo más que a ninguna otra cosa o persona sobre la tierra. Eres lo más atractivo que existe, Señor, y tu belleza me fascina con el encanto infinito que solo tú posees. Te amo, Señor.

Te amo desde mi niñez. Descubrí tu amistad en mi juventud, me enamoré de tus evangelios y aprendí a soñar cada día con el momento de encontrarte en la Eucaristía. Si alguna vez ha habido un idilio en la vida de un joven, ¡este lo fue! Para mí la fe es enamorarse de ti, la vocación religiosa es sostener tu mirada, y el cielo eres tú. Esa es mi teología y ése es mi dogma. Tu persona, tu rostro, tu voz. Orar es estar contigo, y contemplar es verte. La religión es experiencia. «Venid y ved» es el resumen de los cuatro evangelios y de toda la escritura. Verte es amarte, Señor, y amarte es gozo perpetuo en esta vida y en la otra.

Mi amor ha madurado con la vida. No tiene ahora la impetuosidad del primer encuentro, pero ha ganado en profundidad y entender y sentir. He aprendido a callar en tu presencia, a confiar en ti, a saber que tú estás en el andar de mis días y en el esperar de mis noches, contentándome con pronunciar tu nombre sagrado para sellar con fe la confianza mutua que tantos años juntos han creado entre nosotros. Te voy conociendo mejor y amando más según vivo mi vida contigo en feliz compañía.

Tú has hablado de una boda, de esponsales, de esposo y esposa, de príncipe y princesa; tú mismo has escogido una terminología que yo no me hubiera atrevido a usar por mí mismo, y te lo agradezco y hago míos los vocablos del amor en la valentía de tus expresiones. Has escogido lo mejor del lenguaje humano, las expresiones más intensas, más íntimas, más expresivas, para describir nuestra relación; y ahora yo me apropio ese vocabulario con reverencia y alegría. El amante sabe escoger palabras, acariciarlas, llenarlas de sentido y pronunciarlas con ternura. De ti he recibido esas palabras, y a ti te las devuelvo reforzadas con mi devoción y mi amor. ¡Bendito seas para siempre, Príncipe de mis sueños!

«Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.»

Día 1
Os cuento

Los sastres de Ahmedabad

Un gran escritor indio, Umáshankar Yoshi, solía decir que los editores son los grandes bienhechores de los escritores, no porque publican sus obras, sino porque les empujan a escribir y les proponen temas para que escriban. Eso es verdad, y a mí mismo algunos libros me han salido por indicación de sabios editores. Pero en general no me salen así. Tiene que ser un tema personal que me llegue al alma a mí primero, se me imponga y salga como por sí mismo al papel.

Una vez en una reunión pública con intelectuales para debatir temas del presente, me propusieron con insistencia que escribiese yo un libro sobre la globalización. Tema candente, amplio y de mi agrado. Yo contesté: «Tenéis razón; es un tema actual, profundo y urgente, y no hay día que no se presente de alguna manera. Pero no me inspira. No me ha llamado a la puerta, no me ha tocado, no me sale. No puedo escribir libros de encargo. No soy un sastre que le das las medidas y la tela y te hace un traje. No trabajo así. Quizá algún día me salga de dentro, y ese día tendréis el libro. Pero ahora, no.»

Acabó la reunión, y un resumen de ella con las palabras que yo había dicho salió en los periódicos al día siguiente. Poco después recibí una visita inusual. Era una delegación de los sastres de Ahmedabad. No podía imaginarme yo a qué venían. Los recibí con toda la amabilidad del mundo, nos saludamos, nos sentamos, y delicadamente les pregunté qué deseaban de mí.

El jefe de la delegación me soltó a bocajarro: «¿Qué tiene usted contra los sastres que se mete con nosotros públicamente? ¿No es nuestro oficio tan honorable como cualquier otro? ¿Qué tiene de malo el ser sastre? ¿Por qué dijo usted en público que no quiere ser sastre? ¿Por qué está mal hacer las cosas como un sastre? Nos ha herido su ataque y pedimos explicaciones.»

Me dieron ganas de reír, pero comprendí que eso hubiera empeorado aún más la situación. Los buenos sastres se habían sentido tocados en su amor propio cuando se enteraron de que yo no quería ser sastre. Y no era eso tampoco. Si yo fuera sastre, haría trajes a medida con todo cuidado, pero lo que quería decir era que el escribir libros no es como hacer trajes. El traje se hace de encargo. El libro sale de la inspiración.

Hablamos, y los buenos sastres se aplacaron y se despidieron en paz. Pero entonces fui yo el que me quedé pensando. ¿No será que también los buenos sastres, los grandes sastres, los maestros del arte sartorial obran por inspiración y logran a veces ajustes fabulosos que a todos asombran, trajes que son verdaderas obras de arte tan únicas como una joya o como un poema? ¿Y no sucede también que el escritor escriba a veces por rutina, por necesidad, por encargo, y le salgan libros rutinarios de fábrica como los trajes de temporada repetidos y salidos de una misma máquina?

A fin de cuentas tenían razón los sastres.

Nobleza

El actor Alec Guiness en su autobiografía, «Positively Final Appearance» (p.200), cuenta con regusto una experiencia sobre nobleza en el juego. El cricket es el deporte por excelencia de los ingleses, y los héroes históricos del cricket se cuentan por el número de «carreras» que consigue un jugador en una entrada (o manga) del partido. Conseguir cien es ya un éxito en un partido que se ovaciona locamente y se premia después ampliamente. El récord mundial lo tiene Don Bradman, uno de los grandes jugadores de todos los tiempos, con 334 carreras. Y aquí viene el episodio que nos cuenta el actor:

«Hoy en el periódico viene una noticia que alegra el corazón. Después de tantos años con informes de mal genio o envidias o estafas en el mundo de los deportes, nos llega hoy la noble hazaña de Mark Taylor, capitán del equipo de cricket de Australia. Jugaba ayer contra el Pakistán y consiguió 334 carreras, que igualaba el récord mundial de Don Bradman jugando contra Inglaterra en 1930. Y en ese momento se retiró, aunque podía haber seguido tranquilamente, para no dejar en la sombra a Bradman. Eso, en mi opinión, se merece un título de nobleza. ¿Habría esperanzas de que tal caballerosidad se extendiera por los campos de cricket y de fútbol, de golf y de tenis?»

Fábula

La liebre se encontró con la leona y empezó a jactarse en su presencia: «Yo soy mayor que tú, y aquí tienes la prueba: cada año yo doy a luz a muchos hijos, mientras que tú no puedes tener más que uno.» A lo que la leona contestó: «Es verdad, pero es un león.»

Humor cibernético

Estaba yo consultando una página Web en inglés, cuando el ordenador se me ofreció a traducírmela al castellano. Le dije que sí, más por curiosidad que por otra cosa, y ahí van, con humor y gratitud, y sin ninguna crítica ni ridículo, que bastante ha hecho y más hará el pobre, algunas muestras de la traducción mecánica.

«Estas doctrinas las introdujo en Inglaterra el tocino.» Me hizo pensar. No encajaba. Se me ocurrió pensar en como se dice «tocino» en inglés. «Bacon». Ya lo tengo. Sir Francis Bacon, pensador y escritor inglés del siglo diecisiete fue quien introdujo tales doctrinas en Inglaterra. Me fui al texto inglés para verificar mi intuición. Así era. «These doctrines were introduced in England by Bacon.» Buen trabajo.

«Estas noticias se encuentran en los tiempos de la York nueva.» Ya me estaba entrenando. Los «tiempos de la York nueva» era naturalmente el periódico «The New York Times».

«Idries Shah estaba sobre el sufí más famoso allí estaba en el oeste. No había cualquier persona alrededor, y él tenía varios ataques del corazón y estaba sobre morir por una década antes de que él lo hiciera realmente.» Buen párrafo.

«Primero tuve que calcular hacia fuera si deseé resolver los que están que salían de la tradición deteriorada, o completamente el delusional unos, así que calculé que no estaba digno de el viaje.» Desde luego no merecía la pena.

«Si de Khidr pedido por qué él no dijo Idries dar para arriba fumo antes de que le matara solamente.» Original: «I should have asked Khidr why he didn’t tell Idries to give up smoking before it just killed him.»

Y para acabar. «Si usted desea leer encima más sobre Idries Shah, usted puede chascar encendido la otra materia abajo.»

Me contáis

Me habían preguntado si aquello era «pecado». Contesté que no. Me respondieron: «En España no será pecado, pero en Nicaragua, sí.» Pecado local. Y ambos hablábamos con igual seriedad, responsabilidad, información y buena fe. No me preguntéis qué era «aquello».

Salmo

Salmo 45: ¡Callad!
«Callad, y sabed que yo soy Dios.»

¡Qué bien me viene ese aviso, Señor! Al escucharlo de tus labios siento que todo mi bienestar espiritual, mi avance y mi felicidad dependen de eso. Si aprendo a callarme, a quedarme tranquilo, a relajarme, a dejar con fe y confianza que las cosas sigan su curso, estaré en disposición de aprender que tú eres Dios y Señor, que el mundo está en tus manos, y yo con él, y que en esa revelación es donde se encuentran la paz y la alegría del alma.

Sin embargo, he de confesar que eso es lo que peor sé hacer: estarme quieto. Siempre estoy moviéndome, apresurándome, ocupándome y preocupándome. Siempre haciendo cosas y trazando planes y urgiendo reformas y volviéndome loco y volviendo loco a todo el mundo con toda clase de actividades sin cuento. Incluso en mi vida de oración, no ceso de pensar y planear y controlar y examinar y tratar de mejorar siempre lo que hago, con el prurito de conseguir mañana más perfección que hoy y asegurarme de que sigo adelante en mi noble empeño. Soy un perfeccionista nato, y quiero tener garantías de que todo lo que yo haga, sea en mi profesión o en la oración, ha de ser, sin falta, lo mejor que yo pueda hacer. Esa misma insistencia destruye el equilibrio de mi mente y me hace imposible encontrarte a ti con paz.

Quiero dirigir mi propia vida, por no decir el futuro de la sociedad y los destinos de la humanidad. Quiero ser yo el que lleve los mandos. Y por eso estoy siempre moviéndome, tanto en la avalancha de mis pensamientos como en el torrente de mis actividades. Y esa misma prisa me ciega para no ver tu presencia y me hace perderme la oferta de tu poder y de tu gracia. No veo, porque estoy demasiado ocupado con verme a mí mismo. Lleno mi día de actividad febril, y no dejo tiempo para estar contigo. Entonces me siento vacío sin ti, y apiño aún más actividades para cubrir mi vacío. ¡Esfuerzo inútil! Mi desengaño crece, y mi distancia de ti aumenta. Círculo vicioso que atenaza mi vida.

Entonces oigo tu voz: «Estáte quieto, y verás que yo soy Dios.» Me dices que me calme, que frene, que entre en el silencio y la quietud. Quieres que yo afloje mis controles, que tome las cosas con calma, que invite a la tranquilidad. Me pides que me siente y que te mire. Que vea que mi vida está en tus manos, que tú diriges el curso de la creación, que tú eres Dios y Señor. Sólo en la paz de mi alma podré reconocer la gloria de tu majestad. Sólo en el silencio puedo adorar.

Conozco el sentido de esas palabras cuando tú las dirigiste a Israel: «Dejad de luchar, y veréis que yo soy Dios». Deponed las armas, parad vuestras luchas, dejad de empeñaros en defender vuestros feudos y conseguir vuestras victorias. Dejadme a mí, y veréis entonces que yo soy Dios y os protejo y os defiendo. Mucho he luchado, Señor, por tu causa. Enséñame a dejar de luchar.

Tu brazo extendido calmó las tormentas del mar, Señor. Extiéndelo ahora sobre mi corazón para que clame las tormentas que se incuban en él como en la negrura de un cielo de invierno. Calma mis emociones, cura mi ansiedad, apaga mis miedos. Haz que la bendición de paz descienda a tu mando sobre mi atribulado corazón. Pronuncia otra vez la palabra de consejo y poder que me posea: «Estáte quieto». Y en el silencio de la admiración y la quietud de la fe sabré que eres mi Dios, el Dios de mi vida.

 

Día 15
Os cuento

Sentido de la vida

Acabo de ver dos películas de Errol Flynn de tiempos de mi juventud, y las dos sobre la India: «Kim de la India» y «La carga de la brigada ligera» que inmortalizó Tennyson con su poema. Y también había yo leído hace poco con gran sentimiento y aprecio la autobiografía de Errol Flynn («My Wicked, Wicked Ways», 1959), lo cual dio más realce a la experiencia. La pantalla mostraba un hombre lleno de vida y alegría; pero la autobiografía revelaba una persona atormentada y atribulada. Lo tuvo todo, pero no fue la suya una vida fácil. Voy a dar sus palabras, su confusión ante la vida (llegó a intentar suicidarse), y un episodio al final que redime su tristeza.

«Allí estaba yo, en la cumbre del mundo. Tenía riquezas, amigos, era conocido internacionalmente y las mujeres me buscaban. Podía tener todo lo que puede comprarse con dinero. Y sin embargo me encontré con que allí, en la cumbre del mundo, no había nada. Estaba yo sentado en la cumbre, sí, pero debajo no había montaña. Ya sé que a muchos a quienes les cuesta ganar cinco mil dólares al año les parecerá extraño que yo diga que nada me importaban mis ingresos de $200.000 por película, que eso no me decía nada, y que me daba asco a mí mismo. Yo era sólo el playboy de occidente.

[La confusión:]
Un día llamé a mi ayuda de cámara, y le dije, «Alexandre, quiero que pongas este monograma en cada una de mis chaquetas de traje en el bolsillo del pañuelo.»
«¿Por qué?», me preguntó.
«Una buena pregunta», le dije. «¿Por qué? Eso es lo que quiero saber y no encuentro respuesta. ¿Por qué? Por eso quiero que hagas bordar este monograma en todos mis trajes.»
Yo había dibujado un signo de interrogación, así: «?».
Esta era mi propia confusión, y ella se hizo mi marca de fábrica. Mi propio cuestionarme a mí mismo. ¿Por qué? ¿Cómo se hace un hombre lo que es? ¿Quién se hace? No lo sé. No lo supe nunca. Pero me acosaba tanto esa pregunta que tenía que llevar ese símbolo para satisfacer mi propia curiosidad o por mi propio tormento, o para hacer pensar a la gente. Todavía llevo un signo de interrogación en el bolsillo del pañuelo en todos mis trajes. I todavía me sigo preguntando por qué.
Llegué a entender la total inconsecuencia de la existencia de los humanos en la tierra.»

[El incidente:]
«Una fría noche, después de una representación en Cincinnati, dejé el teatro de mal humor. No me gustaba la obra de teatro, y no sabía qué estaba yo haciendo allí, en esa ciudad, con un trabajo tan poco convincente.
Me sentí como un perro, pasada ya su vida; es decir, que profesionalmente estaba yo ya en el ocaso de mi carrera. La depresión me embargó de lleno.
Al salir del teatro, una anciana tullida en silla de ruedas obstruía la salida. Me excusé, y traté de pasar de largo. Ella me agarró por el brazo y dijo suavemente, «Gracias, muchas gracias.»
¿Qué favor le había hecho yo? Quizá le había dado un par de entradas para la representación y no me acordaba, o si no ¿qué sería?
Me dijo, «Gracias por todas las maravillosas horas de felicidad que usted me ha dado. Si conociera usted mi vida, sabría lo que le digo.» Yo estaba confundido. Ella me besó la mano y me dijo, «Ahora váyase a casa y duerma.»
Yo salí pensando, «Quizá mi vida no ha sido tal desastre después de todo.» Cualquiera que lleva unos momentos de felicidad a otra vida humana no ha perdido el tiempo en este mundo que por lo demás está lleno de temor y de oscuridad. Quizá no había sido todo inútil. Quizá no era una pérdida de tiempo.
Quizá todo lo que yo soy en este mundo y todo lo que he sido y he hecho viene a ser no más que un toque de color en un mundo prosaico. Y eso es ya algo.

» [Comento: Lo que a fin de cuentas alegra la vida es el haber alegrado la vida de otros. Y todos podemos hacer eso.]

Cita

«My padre podía enviarme a cualquier colegio. Pero nadie podía hacerme estudiar.» Errol Flynn.

Maestro y discípulo

En la India, un discípulo profesaba una confianza tal en su guru que cruzaba los ríos más caudalosos caminando sobre las aguas sólo con repetir el nombre de su guru.

Éste, al ver como su discípulo atravesaba un río andando mientras pronunciaba su nombre, se dijo, «Mi nombre es sin duda todopoderoso y puedo hacer cualquier cosa en el universo.» Con eso él también se dirigió al río y comenzó a caminar por sus aguas repitiendo en voz alta, «Yo, yo, yo…».

Se ahogó, porque no sabía nadar.

Cuento

[«Mi amigo y su acostumbramiento» de Felipe Justo Cervera, Argentina, resumido.]

En las aventuras del barón de Münchhausen se cuenta que en una ocasión, durante la guerra contra los turcos, cargó tan larga e incansablemente sobre el enemigo dando mandobles a diestra y siniestra que al final su brazo, pese a que la batalla ya había terminado, seguía involuntaria e inconteniblemente dando sablazos de arriba abajo. No tuvo más remedio que llevar el brazo en cabestrillo una semana para curarse de tan extraño mal de acostumbramiento.

A un amigo mío le pasó algo parecido, aunque peor en las consecuencias pues nunca encontró un cabestrillo adecuado.

Le ocurrió que, al igual que el barón con los turcos, él arremetió con el status y el dinero. Y dedicó su vida a conseguir ambos. Llegó a la conclusión de que no había otra cosa, otro anhelo, otro ideal más importante y trascendente que ése. Y lo consiguió.

Eran tan rápidas y cortas las horas de los días de mi amigo que nunca tuvo minutos disponibles para detenerse a mirar una puesta de sol. Nunca pudo perder tiempo tampoco recostándose en el pasto cuando la primavera enloquece el campo. Nunca pudo quedar en su casa una tarde de lluvia para saborear tortas fritas por él amasadas.

Sí sé que a fin de cada mes mandaba puntuales cheques a la parroquia del barrio, a las Hermanas de Santa Lucía, el SEPIC, al CEMIC y al MISEC, y que les solicitaba recibo para poder así descontarlo de réditos.

Como su vivir era tan agobiante, cuando sólo contaba cuarenta y seis años falleció de un ataque al corazón. Pero como tenía todo bien organizado, inmediatamente llegó su alma al cielo. Allí lo detuvo San Pedro y le requirió la entrada. Entonces mi amigo abrió su carpeta y mostró los recibos de obras de caridad.

San Pedro se los devolvió con frialdad e insistió: «¡La entrada!» Mi amigo le rogó que le aclarara en qué consistía, pues seguramente entre sus bienes debía estar. Y San Pedro se lo dijo. Debía traer: diez sonrisas dadas sin que mediara ningún interés; un libro de cuentos de hadas gastado por él de tanto usarlo; cincuenta tardes perdidas en su hogar sin hacer nada; una prueba de amor hacia su esposa; un trozo de pan dado por él personalmente a un mendigo, y no a través de un sirviente; un dibujo de barcos y piratas y brujas y castillos hecho por sus hijos cuando niños…»

Mi amigo se alejó muy triste de la puerta del cielo, y desde entonces nunca he podido saber dónde se encuentra.

Me contáis

Me ha hecho gracia la pregunta: «¿Ha leído usted Harry Potter?» Resulta que sí que lo he leído. El primer volumen. «Harry Potter y la piedra filosofal.» Y me ha divertido mucho y me ha enseñado mucho. Voy a resaltar una lección. Harry Potter era un gran mago, y él no lo sabía. Todos valemos más de lo que creemos. El niño que podía haber crecido ignorado en un barrio perdido sin que ni él mismo se diera cuenta de lo que era, es rescatado por las circunstancias, la aventura, la vida, y pasa a ser el centro de la acción en su entorno, y la semilla de la imaginación en los que lo leemos y sabemos que nosotros también podemos evocar la magia si nos hacemos como niños.

A todos nos hace falta una «Nimbus Dos Mil». Y si no sabes lo que es una «Nimbus Dos Mil», pregúntaselo a cualquier niño o niña. A mí el primero en contármelo fue un niño de cuatro años.

Muestra de sabiduría del niño. ¿Cuál es la diferencia entre una estalactita y una estalagmita? Que la estalactita tiene una ‘c’, mientras que la estalagmita tiene ‘g’.

Y luego: «En Hogwarts había ciento cuarenta y dos escaleras: unas amplias y abiertas, otras estrechas y aviejadas; unas que daban a un sitio distinto los viernes; otras con un escalón fantasma en el medio que había que acordarse de saltar. Luego había puertas que no se abrían si no se lo pedías de buenas maneras o les hacías cosquillas en un punto exacto, y puertas que no eran realmente puertas sino paredes que disimulaban. También era difícil acordarse dónde estaba cada cosa, porque todas parecían moverse a placer. Los personajes de los cuadros se iban a visitar unos a otros, y Harry estaba convencido de que las armaduras andaban.» (p.144)

Salmo

Salmo 46: Tú escogiste nuestra heredad
«El Señor nos escogió nuestra herencia.»

Tú dividiste la Tierra Prometida entre las tribus de Israel, Señor, y tú has determinado las circunstancias de historia, familia y sociedad en que yo he de vivir. Mi tierra prometida, mi herencia, mi «viña» en términos bíblicos. Te doy las gracias por mi viña, la acepto de tu mano, quiero declararte, directa y claramente, que me agrada la vida que para mí has escogido, que estoy orgulloso de los tiempos en que vivo, que me encuentro a gusto en mi cultura y feliz en mi tierra. Es fantástico estar vivo en este momento de la historia, y me alegro de ello con toda el alma, Señor.

Oigo a gente que compara y se queja y preferiría haber nacido en otra tierra y en otra edad. Para mí eso es rebelión y herejía. Todos los tiempos son buenos y todas las tierras son sagradas, y el tiempo y el espacio que tú escoges para mí son doblemente sagrados a mis ojos por ser tú quien los has escogido en amor y providencia como regalo personal para mí. Me encanta mi viña, Señor, y no la cambiaría por ninguna.

Amo mi cuerpo y mi alma, mi inteligencia y mi memoria tal como tú me los has dado. Mi viña. Muchos a mi alrededor tienen cuerpos más sanos e inteligencias más agudas que la mía, y yo te alabo por ello, Señor, al verte mostrar destellos de tu belleza y tu poder en la obra viva de tu creación que es el ser humano. Hay racimos más apretados y uvas más dulces en otros viñedos alrededor del mío. Con todo, yo aprecio y valoro el mío más que ningún otro, porque es el que tú me has dado a mí. Tú has fijado el que debía ser mi patrimonio, y yo me regocijo en aceptarlo de tus manos.

Tú me preparas cada día los acontecimientos que salen a mi encuentro, las noticias que leo, el tiempo que me espera y el estado de alma que se apodera de mí. Tú me preparas mi heredad. Tú me entregas mi viña día a día. Enséñame a arar la tierra, a dominar esos estados de alma, a tratar a los que encuentro, a sacar provecho de todos los acontecimientos que tú me envías. Soy hijo de mi tiempo, y considero este tiempo como don tuyo que quiero aprovechar con fe y alegría, sin desanimarme ni desconfiar nunca. El mundo es bello, porque tú lo has creado para mí. Gracias por este mundo, por esta vida, por esta tierra y por este tiempo. Gracias por mi viña, Señor.

Día 1
Os cuento

Buenos modales

La impresora del ordenador me avisa que cambie el cartucho, pues se le está acabando la tinta. No le hago caso, porque sé que son puras amenazas sin fundamento. Sigo imprimiendo, y al cabo de muchas páginas vuelve a aparecer la amenaza: «La tinta en el cartucho de impresión escasea.» Sigo imprimiendo sin hacer caso. Una tercera amenaza. Ni caso. Se cansa de amenazarme, y al fin, cuando había impreso el doble de páginas de antes que apareciera la primera amenaza, noto que una página se imprime débilmente, y entonces sí, cambio la tinta. Si hubiera hecho caso la primera vez, hubiera perdido medio cartucho.

Y aquí viene lo bueno. El ordenador contraataca. Se venga. Cuando pongo el cartucho nuevo en la impresora, me suelta en pantalla otra de sus ventanillas insultantes: «Cartucho de tinta incompatible.» Y no imprime. Lo saco, lo vuelvo a meter. La misma pancarta insolente. Incompatible. Lo saco, lo miro bien, compruebo: «Cartucho de tinta para la impresora HP Deskjet 950». Es la mía. Pero me dice que no encaja. Veremos. Apago el ordenador. Vuelvo a encenderlo. Meto el mismo cartucho de tinta exactamente como antes. Imprime perfectamente. Como si tal cosa.

Yo sé que lo ha hecho por pura venganza por no haberle hecho yo caso primero. Se guarda todo el resentimiento y se aprovecha de la primera ocasión que tiene para fastidiar. En eso sí que funciona bien. Se ha equivocado dos veces, al decirme que no había tinta y al decirme que era incompatible. Y no da el brazo a torcer. Lo menos que podía hacer era sacar una de esas ventanitas suyas en que dijera: «Me equivoqué. Pido disculpas.» Pero de eso nada. No le han enseñado buenos modales. Y eso es una pena, porque dicen que un día nos mandarán los ordenadores.

Al menos podía disculparse Bill Gates.

Humor

Me ha hecho reír este incidente que cuenta Paul Theroux en su libro «Sir Vidia’s Shadow» (La sombra de Sir Vidia), que es una especie de biografía combinada del premio Nobel de literatura, V.S. Naipaul (célebre por su seriedad de carácter) y su propia amistad con él.

«Ved Mehta es un distinguido escritor de la India afincado en Nueva York. Lo más célebre de él es que es totalmente ciego. Cuentan que cierto neoyorkino dudaba de que fuera ciego, y al ver a Ved Mehta en una reunión en Nueva York, rodeado de un grupo de gente que le escuchaba atentamente, decidió probar si su ceguera era total o no. Siempre había dudado de su ceguera, ya que Mehta describía con todo detalle los rostros de la gente en sus escritos, y mencionaba colores y texturas con sutileza delicada y con distinciones precisas.

El hombre se acercó disimuladamente a Ved Mehta que estaba sentado en medio del grupo, y según el escritor seguía hablando, comenzó a ponerle caras raras. Se inclinó hacia él y agitó las manos delante de sus ojos. Le puso un palmo de narices y sacudió sus dedos bien cerca de él.

Con todo, Mehta siguió hablando tranquilamente con frases bien hechas, sin tropezar en su improvisado monólogo.

El hombre hizo un último intento. Puso su cara a un palmo de la de Mehta y le sacó la lengua. Pero Mehta siguió hablando como si tal cosa, como si aquel hombre no existiera.

El pobre hombre cayó en la cuenta por fin de que se había equivocado, se sintió incómodo, y le pidió a su acompañante que lo llevara a casa. Al salir, le dijo a su acompañante: «Yo siempre había creído que Ved Mehta fingía su ceguera, o al menos la exageraba. Pero ahora estoy convencido de que es totalmente ciego.»

«Pero ése no era Ved Mehta», le contestó su acompañante, «era V.S. Naipaul.»
[p.294]

Cita breve

«Soy tan supersticioso que desconfío de la buena suerte porque sospecho que me va a traer mala suerte.» (V.S. Naipaul).

Zen

El Maestro Dogo tenía un discípulo que se llamaba Soshin. Cuando Soshin entró como novicio, era natural que esperase recibir lecciones de Zen de su maestro como un estudiante las recibe en el colegio. Pero Dogo no le daba ninguna lección en particular, y eso desanimaba y desalentaba a Soshin.

Un día le dijo al Maestro: «Hace ya algún tiempo que vine aquí, pero aún no he oído ni una palabra sobre la esencia de la doctrina Zen.» Dogo contestó: «Desde que llegaste no he cesado de darte lecciones sobre la esencia del Zen.»
«¿Qué lecciones me habéis dado?»
«Cuando me traes una taza de té por la mañana, la tomo; cuando me sirves la comida, la acepto; cuando te inclinas delante de mí, me inclino yo ante ti. ¿De qué otra manera esperas que te enseñe la esencia del Zen?»

Soshin agachó la cabeza, y estuvo un rato pensando en las intrigantes palabras del Maestro. El Maestro le dijo: «Si quieres ver, ve sin más de inmediato. En cuanto empiezas a pensar, te pierdes.»

[«Zen and Japanese Culture», D.T. Suzuki, p.13]

No hay mal que por bien no venga

«Lo que me llevó a ser escritor fue la extrema torpeza manual que he sufrido de siempre. La atribuyo a un defecto que tanto mi hermano como yo heredamos de mi padre: tenemos sólo una articulación en el pulgar. La articulación de abajo, la más alejada de la uña, es visible, pero es pura apariencia; no podemos doblarla. Sea como sea, la naturaleza me impuso desde mi nacimiento la incapacidad absoluta de fabricar nada con las manos. Me arreglaba bien con el lápiz y la pluma, y todavía puedo hacer el mejor nudo de corbata que jamás adornó el cuello de un hombre, pero con una herramienta, con una paleta, con una escopeta, con un gemelo de la manga de una camisa o con un sacacorchos, nunca he logrado aprender a hacer nada. Esto fue lo que me forzó a escribir. Yo deseaba hacer cosas, barcos, casas, máquinas. Estropeé muchas hojas de cartón y muchas tijeras, y sólo conseguía tener que abandonar mis esfuerzos con lágrimas. Como último recurso hube de acogerme a escribir cuentos, sin sospechar entonces el universo de felicidad en el que así entraba. Puedes hacer mucho más con un castillo en un cuento que con el mejor castillo de cartón que jamás fue ensamblado en un cuarto de niños.»
[C.S. Lewis, «Surprised by Joy», p.15]

Me contáis

El cuento del jade (ver 15 de enero) me ha traído comentarios de gente a quien ha deleitado sin más como a mí, y gente que pide se le explique. El maestro del jade manda al aspirante novato que guarde un año entero en su mano una piedra de jade. Después del año el aspirante vuelve y pide comenzar el entrenamiento. El maestro le da otra piedra para que la guarde en la mano otro año. El aspirante protesta pero la toma en la mano. Y al tomarla exclama, «¡Pero esto no es jade!» Y el maestro de dice que ya ha terminado su aprendizaje.

El jade es la vida, y la vida no se aprende con preceptos sino con vivirla. El arte del discernimiento, que es el arte de la vida, se aprende con la experiencia, con la paciencia, con el tacto, con el sentir de las cosas, con el acariciar las circunstancias, con el atesorar en la mano todo lo que nos llega. Y así sabemos lo que hemos de aceptar y lo que hemos de rechazar, lo que hace bien y lo que hace daño, lo que es jade y lo que es una piedra vulgar. El tacto del alma es el gran sentido de la vida.

Salmo

Salmo 47 – La ciudad de Dios
Sión es Jerusalén, la de la tierra y la del cielo, la patria del Pueblo de Dios, la Iglesia, la Tierra Prometida, la Ciudad de Dios. Me regocijo al oír su nombre, disfruto al pronunciarlo, al cantarlo, al llenarlo con los sueños de esta patria querida, con los paisajes de mi imaginación y los colores de mi anhelo. Proyección de todo lo que es bueno y bello sobre el perfil en el horizonte de la última ciudad en los collados eternos.

Grande es el Señor y muy digno de alabanza
en la ciudad de nuestro Dios.
Su Monte Santo, una altura hermosa,
alegría de toda la tierra;
el monte Sión, vértice del cielo,
ciudad del gran rey.
Entre sus palacios, Dios descuella como un alcázar.

Una ciudad tiene baluartes y monumentos y jardines y avenidas, y la ciudad de mis sueños tiene todo eso en perfección de dibujo y en arte de arquitectura. Símbolo de orden y de planificación, de convivencia humana en unidad y de utilización de lo mejor que puede ofrecer la naturaleza para el bienestar de los hijos de los hombres. La ciudad encaja en el paisaje, se hace parte de él, es el horizonte hecho estructura, los árboles y las nubes mezclándose en fácil armonía con las terrazas y las torres de la mano del hombre. Ciudad perfecta en un mundo real.

Me deleito en mi sueño de la ciudad celeste, y luego abro los ojos y me enfrento al día, dispuesto a recorrer en trajín necesario las calles de la ciudad terrena en que vivo. Veo callejuelas serpenteantes y rincones sucios, paso al lado de oscuros edificios y tristes chabolas, me mezclo con el tráfico y la multitud, huelo la presencia pagana de la humanidad sin redimir, oigo súplicas de mendigos y sollozos de niños, sufro en medio de esta burla trágica y viviente de la Ciudad, la «polis», la «urbs», que ha transformado el sueño en pesadilla y el modelo de diseño en proyecto para la miseria humana. Lloro en las calles y en las plazas de la atormentada metrópolis de mis días.

Y luego vuelvo a abrir los ojos, los ojos de la fe, los ojos de saber y entender con una sabiduría más alta y un entender más profundo… y veo mi ciudad, y en ella, como signo y figura, discierno ahora la Ciudad de mis sueños. Sólo hay una ciudad, y su apariencia depende de los ojos que la contemplan. También esta ciudad mía, con sus callejones angostos y su atormentado pavimento, fue creada por Dios, es decir, fue creada por el hombre que fue creado por Dios, que viene a ser lo mismo. Dios vive en ella, en el silencio de sus templos y en el ruido de sus plazas. También esta ciudad es sagrada, también a ella la santifican el humo de los sacrificios y el bullicio de las fiestas. También es ésta la Ciudad de Dios, porque es la ciudad del hombre, y el hombre es hijo de Dios.

Ahora vuelvo a alegrarme al pasar por sus calles, mezclarme con la turba y quedarme atascado en los embotellamientos de tráfico. Esté donde esté, canto himnos de gloria y alabanza a plano pulmón. Sí, ésta es la Ciudad y el Templo y la Tienda de la Presencia y la morada del Gran Rey. Mi ciudad terrena brilla con el resplandor del hombre que la habita, y así como el hombre es imagen de Dios, así su ciudad es imagen de la Ciudad celestial. Este descubrimiento alegra mi vida y me reconcilia con mi existencia urbana durante mi permanencia en la tierra. ¡Bendita sea tu Ciudad y mi ciudad, Señor!

Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones;
fijaos en sus baluartes, observad sus palacios,
para poder decirle a la próxima generación:
«Este es el Señor nuestro Dios».
Él nos guiará por siempre jamás.

 

Día 15
Os cuento

Sonreír, respirar, caminar

Son ideas del monje Thich Nhat Hanh, definido como «un cruce entre una nube, un caracol y un tractor», el primer monje que fue en bicicleta en Vietnam y de quien Thomas Merton dijo: «Sólo la forma con que ha abierto la puerta y ha entrado en la habitación ya nos muestra su sabiduría.»

«Podemos sonreír, respirar, caminar… de modo que esas actividades nos pongan en contacto con la abundante felicidad que está a nuestro alcance.

Tu sonrisa te hace feliz a ti y a los que te rodean. Nada puede hacer más felices a nuestros familiares que el obsequio de nuestra felicidad, de nuestra sonrisa; no existe ningún costoso regalo que se le pueda comparar. Y ese presente precioso no nos cuesta nada.

¿Cómo acordarse de sonreír cuando estás despierto? Puedes colgar algo que te lo recuerde -una ramita, una hoja, un dibujo o algunas palabras inspiradas- en tu ventana o en el techo, encima de tu cama. Cuando hayas desarrollado la técnica de sonreír probablemente no necesitarás recordarlo. Sonreirás en cuanto escuches el canto de un pájaro o veas que la luz del amanecer se cuela por tu ventana. Sonreír te ayuda a afrontar el día con amabilidad y sabiduría.

Respirar es para mí un inolvidable placer. Con sólo respirar y sonreír podemos ser muy felices porque cuando respiramos conscientemente nos recuperamos a nosotros mismos y encontramos la vida en el presente.

En nuestra ajetreada sociedad es una suerte poder respirar conscientemente de vez en cuando. No es necesario que estemos sentados en la sala de meditación para practicarlo, también podemos hacerlo mientras estamos trabajando en la oficina o en casa, mientras estamos conduciendo o sentados en el autobús, estemos donde estemos y en cualquier momento del día.

Meditar caminando puede ser muy agradable. Caminamos despacio. Meditar caminando es disfrutar realmente del paseo, caminar no para llegar a algún sitio sino por el simple placer de caminar. El propósito es el de vivir el presente y así, concentrados en nuestra respiración y en el caminar, disfrutar de cada paso.»
[«Hacia la paz interior», pp. 8, 10, 17, 19, 20, 21, 22, 41]
Sonreír, respirar, caminar.
Es bien útil.
Es bien sencillo.
Es bien difícil.
Pruébalo.
[He estado sonriendo mientras escribía esto. ¿Me lo habéis notado?]

Una galleta

[Una experiencia divertida e instructiva del mismo monje.]

«Cuando tenía cuatro años mi madre solía traerme una galleta al volver del mercado. Me iba al patio de delante y me la comía muy despacio, a veces tardaba media hora o cuarenta y cinco minutos en comerme la galleta. Tomaba un pedacito y miraba el cielo. Tocaba al perro con un pie y cogía otro pedacito. Disfrutaba de estar ahí, con el cielo, la tierra, los matorrales de bambú, el gato, el perro, las flores. Podía hacerlo porque no tenía muchas preocupaciones. No pensaba en el futuro, no añoraba el pasado. Vivía plenamente en el momento presente, con mi galleta, mi perro, los matorrales de bambú, el gato y todas esas cosas.

Podemos tomar nuestros alimentos tan lenta y deliciosamente como yo tomaba la galleta de mi infancia. Quizá tengáis la sensación de que habéis perdido la galleta de vuestra infancia, pero estoy seguro de que sigue ahí, en algún rincón de vuestro corazón. Ahí permanece todo y podéis hallarlo si lo deseáis intensamente. Comer concentradamente es una de las prácticas de meditación más importantes. Podemos comer de tal manera que recuperemos la galleta de nuestra infancia. El momento presente está henchido de alegría y felicidad. Si os mantenéis atentos, lo veréis.»
[p.33]

Cita breve

«El que aguanta, gana.» Camilo José Cela.

Humor (teológico)

Me han contado que San Pedro congregó a todos los recién llegados a la eternidad para organizar la multitud que se agolpaba, y les ordenó: «Los que hayan cometido sólo pecados veniales, a mi derecha; los que hayan cometido pecados mortales, a mi izquierda; y los que no hayan cometido ningún pecado, al centro.»

Se congregaron dos grupos grandes a derecha e izquierda, y un hombre quedó solo en el centro.

Ante la situación, San Pedro decretó: «¡Todos al cielo!» Hubo un alboroto de alegría, pero un fuerte grito sobresalió por encima de todos. Era el hombrecillo del medio que gritaba: «¡No hay derecho! ¡Esto es injusto! Si lo hubiera sabido, también yo me habría divertido…»

Cuento

[«El momento anterior al disparo» de Nadine Gordimer, abreviado.]

Marais van der Vyver mató de un tiro a uno de sus jornaleros. Un accidente. Pero él sabe que la noticia se esparcirá. Sabe que la historia del granjero blanco que mata de un tiro a un negro que trabaja para él encajará exactamente con la versión que los negros tienen de Sudáfrica. Podrán utilizarla en sus campañas de boicot de los blancos y pro derogación de sus privilegios; será otra prueba de su verdad acerca del país. La noticia se convertirá en pancarta contra el apartheid, en parte de la estadística de la brutalidad blanca contra los negros.

La comunidad de granjeros blancos se hace cargo de cómo debe sentirse. Saben, al leer la prensa del domingo, que al referirse a Van der Vyver diciendo que está «terriblemente afectado», que «subvendrá a las necesidades de la viuda y los hijos», ninguno de los que quieren acabar con el poder blanco le creerán. Y con qué ironía reirán si incluso el granjero dice del jornalero (según un periódico): «Era mi amigo, siempre me lo llevaba de caza.»

Aquel día también había salido de caza con el muchacho negro que saltó a la parte de atrás de la furgoneta como siempre lo hacía. Le gustaba ir allí de pie. Iba inclinado hacia delante, apoyado sobre la cabina. Van der Vyver tomó un bache a excesiva velocidad. La sacudida disparó el rifle que llevaba al lado. La bala perforó el techo y por azar penetró en el cerebro del muchacho por la garganta.

Resulta obvio por la calidad del féretro y sus adornos que el granjero ha puesto el dinero para el entierro. Y un buen entierro significa mucho para los negros. La madre del muerto es una mujer que no debe de llegar a los cuarenta años. Sus padres ya trabajaban para Van der Vyver padre, cuando Marais, al igual que la hija, era una criatura. Ella mira fijamente la tumba. Nada hará que levante la vista; no hay que temer que la levante; no hacia él. También él mira fijamente la tumba.

Nunca se sabrá la verdad, ni cuando acumulen los recortes de periódico, las evidencias, las pruebas, ni cuando miren las fotografías y vean su rostro (¡culpable!, ¡culpable!, ¡tienen razón!); nunca se sabrá lo que ha de saberse. Ni siquiera sabrán que no lo saben. Que no saben nada. Que no saben la verdad. El joven negro desgraciadamente muerto de un disparo por la negligencia de un blanco no era el peón del granjero; era su hijo.
[El salto, p.107]

Me contáis

Varios me habéis dicho que mis «emilios» de contestación a los vuestros son telegráficos. Es verdad. El tiempo impera y abrevio mensajes. Pero quizá me equivoque. Claro que hay dudas que no puedo resolver y penas que no puedo aliviar. Pero sí puedo reposarme ante cada mensaje, establecer contacto lejano pero real con quien me escribe, contemplar la pantalla, sentir a quien teclea ante otra pantalla, dejar que la comunicación me llegue, y dejarme responder desde dentro suavemente, delicadamente, íntimamente, tranquilamente al ritmo de los dedos que transmiten el cariño por el teclado. Es un nuevo modo de comunicación. Me propongo aprenderlo.

Salmo

Salmo 48 – El enigma eterno
Oíd esto, todas las naciones, escuchadlo, habitantes del orbe,
plebeyos y nobles, ricos y pobres:
Mi boca hablará sabiamente y serán muy sensatas mis reflexiones;
prestaré oído al proverbio
y propondré mi problema al son de la cítara.

El problema es el enigma eterno de todos los tiempos y todas las edades. ¿Por qué sufren los justos mientras los malvados triunfan? ¿Es para tentar nuestra fe, para probar nuestra paciencia, para aumentar nuestros méritos? ¿Es para ocultar a nuestra mirada los caminos de Dios, para sacudir nuestro orgullo, para desautorizar todos nuestros cálculos humanos? ¿Es para decirnos que Dios es Dios y no hay mente humana que pueda atreverse a pedirle cuentas? ¿Es para recordarnos la pequeñez de nuestro entendimiento y la mezquindad de nuestros corazones?

¿Por qué sufren los justos, y los malvados triunfan? Todas las filosofías han atacado el problema, todos los hombres sabios y todas las mentes privilegiadas han tratado la cuestión. Tomos y tomos, discusión tras discusión. ¿Es Dios injusto? ¿Es el hombre estúpido? ¿Es que la vida no tiene sentido?

Los hombres han analizado el problema con su mente. El salmo lo canta con la cítara. Y ese gesto del salmista está lleno de sabiduría y de conocimiento del hacer humano. La profundidad del misterio de la vida del hombre y la mujer sobre la tierra no es para pensarla, sino para cantarla; no puede expresarse con ecuaciones, sino con mística; no es algo para ser estudiado, sino para ser vivido.

Sí, hay cosas que no entiendo en la vida, muchas situaciones que no comprendo, muchos enigmas que no llego a descifrar. Ahora puedo escoger entre devanarme los sesos tratando de encontrar respuesta a preguntas que generaciones de sabios no han podido contestar… o tomar la vida tal como viene, con realismo y humildad, y contestar a sus preguntas viviéndolas con delicadeza y entrega, con responsabilidad personal y sentido social, con honradez en mis acciones y compromiso en el servicio. Eso es lo que prefiero. Prefiero tratar enigmas con la cítara que con la espada. Prefiero vivir la vida antes que gastarla en razonar cómo debo vivirla. Prefiero cantar a discutir.

Acepto el enigma de la vida, Señor. Me fío de tu entender cuando falla el mío, y pongo mi vida y la de todos los hombres en tus manos con alegría y confianza. Esa es mi manera práctica de mostrar en mi vida que tú eres Señor de todo y de todos.

A mí Dios me salva…,
y me lleva consigo.

Día 1
Os cuento

Juventud

Estaba yo hablando con un muchacho de veintitrés años sobre una cosa y otra, cuando él dijo entre frase y frase: «No entiendo a los jóvenes.» Me costó un poco situarme. ¿Qué había dicho? Que no entendía a los jóvenes. ¿Y quién lo había dicho? Un muchacho de veintitrés años. ¿Y no era eso un joven? Como tal hablaba yo con él. Para mí yo era un viejo hablando con un joven. Pero por lo visto no para él. Él no se consideraba joven. Y tenía veintitrés años.

El tiempo siempre pasa rápido, pero ahora está aumentando su velocidad. Es decir, que las cosas cambian más rápidamente. El otro día llamé por teléfono a casa de un amigo, y una voz infantil me contestó, «Enrique padre no está en casa. Puede dejarme a mí el recado.» Era Enrique hijo, naturalmente, que apenas tiene cuatro años. A los cuatro años yo no sabía aún que existía. Ahora el muchachito maneja el teléfono, el mando a distancia de la televisión, la pantalla de los juegos electrónicos y el teclado del ordenador de juguete del último cumpleaños. Y supongo no conduce el coche de su papá porque no le llegan los pies al acelerador. Esta generación viene con ganas. Y mi amigo de veintitrés años ya no la entiende. Para los nuevos «jóvenes» él es un viejo.

El cambio se acelera. Alegrémonos de que así sea. Y aprendamos a vivir con él. No perdamos el tiempo discutiendo si es bueno o malo, o defendiendo que «nuestros tiempos» sí que fueron los auténticos, y no éstos. Cada tiempo es lo que es. Lo que sí es importante para mí, para mi amigo de veintitrés años y para Enriquito es que nos entendamos.

Y el primer paso para entendernos es reconocer que no nos entendemos.

A propósito de «nuestros tiempos»

«Aquí nos guarda milagrosamente la Virgen en la aflicción de la peste, y no por falta de pecados. Todo es asesinos y ladrones, que ya del sexto mandamiento no se hace ni caso.»

Esto lo escribía Baltasar Gracián a su amigo Lastanosa en carta fechada en Zaragoza el día 21 de marzo del año 1652, hace tres siglos y medio. Acaba la carta con gracia: «Pero, como digo, agua bendita hay para todos.»

Siguen cambiando los tiempos

Allen Klein en su libro «Reír es sano» cita esta carta aparecida en un periódico:

Queridos mamá y papá:
Siento no haber escrito antes, pero todo mi material de escritorio quedó destruido cuando se incendió el dormitorio. Acabo de salir del hospital, y el doctor dice que pronto me restableceré del todo. Me he instalado en casa del chico que me rescató, ya que casi todas mis cosas quedaron destruidas por el fuego.
¡Ah, sí!: ya sé que siempre habéis querido tener un nieto, de modo que os alegrará saber que estoy embarazada y que pronto tendréis uno.
Os quiere,
Mary.

P.D.: No ha habido ningún incendio, mi salud está perfectamente y no estoy embarazada. En realidad, ni siquiera tengo novio. Sin embargo, he sacado un «muy deficiente» en Francés y un «insuficiente» en Matemáticas y en Química, y quería asegurarme de que lo vierais con la perspectiva justa.
[p.42]

Humor

Un chiste casi negro del mismo libro, «Reír es sano», p. 243:

El señor Pinsky convenció a su hermano para que cuidara de su gato siamés mientras él hacía un viaje de negocios al extranjero. El señor Pinsky quería mucho a su gato, pero a su hermano no le ocurría lo mismo. En cuanto regresó de su viaje, telefoneó a su hermano para preguntarle por el gato. El hermano le espetó con brusquedad: «Tu gato ha muerto.» Y colgó.

Durante varios días, Pinsky fue presa de un enorme desconsuelo. Finalmente, reunió fuerzas para telefonear de nuevo a su hermano:

– Fue innecesariamente cruel y poco cuidadoso por tu parte decirme que mi gato había muerto de un modo tan brusco.
– ¿Y qué esperabas que hiciera?
– Podías haberme dado la noticia de una manera más suave. Primero, podías haberme dicho que el gato estaba jugando en el tejado. Más tarde, habrías podido decirme que se había caído. A la mañana siguiente podrías haberme llamado y decirme que se había roto una pata. Luego, al venir a recogerlo, me habrías podido decir que había muerto durante la noche. Pero supongo que ser tan civilizado no va contigo. ¡En fin!… Por cierto, ¿cómo está mamá?
El hermano permaneció un momento silencioso, y luego respondió: «Está jugando en el tejado.»

Cuento

[No es propiamente un cuento, sino una propuesta didáctica de Thich Nhat Hanh, a quien ya he citado en la Web con su doctrina de «sonreír y respirar de forma consciente» como remedio a nuestras ansiedades y problemas; pero pongo aquí su propuesta en forma de cuento porque, aunque no sea práctica en la realidad, sí puede resultar iluminadora en su enseñanza. Tomémosla como una parábola.]

Os recomiendo que habilitéis una salita de vuestra casa y la llaméis «sala de respiración». Ha de ser un lugar donde estar a solas y practicar sencillamente la respiración y la sonrisa, sobre todo en los momentos difíciles. Esta salita debería respetarse como si fuera la Embajada del Reino de la Paz, no podemos violarla con iras, gritos o sentimientos negativos. Es para toda la familia.

La sala se adorna con una campanilla de agradable tañido, algunos cojines o sillas y algún florero que os evoque la naturaleza. Si te sientes agobiado sabrás que lo mejor que puedes hacer es dirigirte a esa sala, abrir suavemente la puerta, sentarte, hacer que suene la campanilla y empezar a respirar conscientemente. La campanilla no sólo ayudará a la persona que esté en la sala de respiración sino también a los demás.

Imagina que tu marido está enfadado. Como ha estado aprendiendo a practicar la meditación sabe que lo mejor que puede hacer es ir a esa sala, sentarse y practicar. Tú tal vez ni sepas a dónde ha ido, pues estabas en la cocina atareada pelando zanahorias. Sufres porque habéis discutido. Estás pelando zanahorias con cierta furia porque la energía de enfado la expresamos con nuestros movimientos.

De pronto oyes una campana y recuerdas qué es lo que debes hacer. Sin dejar de pelar zanahorias inspiras y espiras conscientemente. Te sientes mejor y ya eres capaz de sonreír pensando en tu marido. Piensas que en ese instante está sentado en la sala de respiración, respirando y sonriendo. Y eso es maravilloso. De pronto notas que la ternura se va apoderando de ti y te sientes mucho mejor. Respiras tres veces, sigues pelando zanahorias, aunque ahora con un ánimo muy distinto.

Vuestra hija, que había presenciado la escena, sabe que la tempestad está amainando. Se había encerrado en su habitación y esperaba en silencio. Pasada la tormenta ha escuchado la campanilla y sabe lo que significa. Se siente aliviada y quiere mostrarles su aprecio a sus padres. Va lentamente hacia la sala de respiración, abre la puerta, entra en silencio y se sienta junto a su padre para demostrarle su apoyo. Ese simple gesto reconforta muchísimo a su padre. Siente que el problema se ha solucionado, puede sonreír de nuevo y hace sonar otra vez la campanilla.

Desde la cocina escuchas la segunda campanilla, dejas el cuchillo y te vas a la sala de meditación. La puerta de la sala estaba abierta, tu marido te esperaba, entras. Él toca la campanilla por tercera vez. Es una escena hermosa.
[p.61]

Me contáis

Muchos me preguntáis una y otra vez sobre Yoga, Zen, Tao, Tai Chi, Sufismo y demás prácticas orientales, y a ver si un católico puede tomar parte en ellas. Por lo visto hay mucho miedo, escrúpulo y recelo. Son miedos injustificados. ¿Os ha entrado alguna sospecha con el cuento de la campanilla y las zanahorias que acabo de contar? Espero que no. Y así son las prácticas orientales. A todos nos pueden hacer mucho bien. Y enseñarnos un poco de humildad al ver que algo podemos aprender de los demás.

Alguien que me escribe con frecuencia [no te he podido contestar directamente a ti, Martha, porque el correo electrónico me ha rechazado tu dirección, y por dos veces ya. Ya me dirás.] me dice lo siguiente: «Acabo de leer su página de 15 de marzo, y por primera vez no le encuentro sentido. ¿SONREÍR? ¿Es posible sonreír cuando el mundo se hunde, la guerra, la recesión, la economía en el piso, y la impotencia del ser humano ante tanta calamidad? ¿Sabe usted que asesinaron al Arzobispo de Cali, Colombia? ¡Yo no quiero sonreír! ¿Por qué voy a hacerlo?»

Contesto que crisis las ha habido siempre, y que si por ellas vamos a dejar de sonreír, no sonreiríamos nunca. Lo cual es absurdo. Menos mal que el mismo día y en la misma remesa de correo electrónico recibí (de Mª Carmen Montes) un ANTIVIRUS CONTRA LA TRISTEZA con música, canto y baile en la pantalla. Se ve que hay talantes para todo. Yo prefiero el baile.

Salmo

Salmo 49 – Sangre de animales
Este es mi peligro, Señor, en mi vida de oración, en mis tratos contigo: la rutina, la repetición, el formalismo. Recito oraciones, obedezco las rúbricas, cumplo con los requisitos. Pero a veces mi corazón no está en lo que rezo, y rezo por mera costumbre y porque me da reparo el dejarlo. Voy porque todos van y yo debo ir con ellos, e incluso siento escrúpulo y miedo de que, si dejo de rezar, te desagradará a ti y me castigarás; y por eso voy cuando tengo que ir y digo lo que tengo que decir y canto cuando tengo que cantar, pero lo hago un poco en el vacío, sin sentimiento, sin devoción, sin amor. Cuerpo sin alma.

Y lo peor, Señor, es que a veces pongo precisamente todo el cuidado en los ritos de la liturgia porque he sido negligente en la observancia de tus preceptos. Me fijo en los detalles de tus ceremonias para compensar el haberme olvidado de mi hermano. Me afano en el culto porque he fallado en la caridad. Y me temo que no te hace mucha gracia esa clase de culto.

¿Comeré yo carne de toros,
beberé sangre de cabritos?

Sé que no necesitas mis sacrificios, mis ofrendas, mi dinero o mi sangre. Lo que tú quieres es la sinceridad de mi devoción y el amor de mi corazón. Ese amor a ti que se manifiesta en el amor a todos los hombres y mujeres por ti. Ese es el sacrificio que tú deseas, y sin él no te agrada ningún otro sacrificio. Tus palabras son duras, pero son verdaderas cuando me echas en cara mi conducta:

Tú detestas mi enseñanza,
y te echas a la espalda mis mandatos.
Sueltas tu lengua para el mal,
tu boca urde el engaño;
te sientas a hablar contra tu hermano,
deshonras al hijo de tu madre.
Esto haces, ¿y me voy yo a callar?

Lo reconozco, Señor; con frecuencia me he portado mal con mis hermanos; ¿y qué valor pueden tener mis sacrificios cuando he herido a mi hermano antes de llegarme a tu altar? Gracias por decírmelo, Señor; gracias por abrirme los ojos y recordarme cuál es el verdadero sacrificio que quieres de mí. Nada de toros o machos cabríos, de sangre o ritualismo, de rutina o rigidez, sino amor y servicio, rectitud y entrega, justicia y honradez. Servirte a ti en mi hermano antes de adorarte en tu altar.

Y una vez que sirvo y ayudo a mi hermano en tu nombre, quiero pedirte la bendición de que, cuando yo me acerque a ti en la oración, te encuentre también a ti, encuentre sentido en lo que digo y fervor en lo que canto. Libérame, Señor, de la maldición de la rutina y el formalismo, de dar las cosas por supuestas, de convertir prácticas religiosas en rúbricas sin alma. Concédeme que cada oración mía sea un salmo, y, como salmo, tenga en sí alegría y confianza y amor. Que sea yo auténtico con mis hermanos y conmigo mismo, para así poder ser auténtico contigo.

Al que sigue buen camino
le haré ver la salvación de Dios.

 

Día 15
Os cuento

El cuerpo extraño

A un amigo mío le han puesto una prótesis en la rodilla y me cuenta cómo va volviendo a andar. Ya anda bien y sin apoyos, pero le cuesta subir escaleras, le cuesta mucho más el bajarlas, y sobre todo le choca el pensar que lleva un material extraño en la rodilla. El médico le ha dicho: «Mientras considere usted a la prótesis como un cuerpo extraño dentro del suyo, no andará bien. La manera de andar bien después de la operación es aceptar la prótesis, tomarla como algo suyo, como parte de su pierna y de su cuerpo y de todo su ser, y entonces volverá a andar con naturalidad y facilidad. Ese es el secreto.»

Me hizo pensar. Primero en el cuerpo. Es parte de mi ser, y sin embargo me habían educado a considerarlo como enemigo, como tentación, como extraño. No lo es. Mi rodilla soy yo, y si está lastimada soy yo el que está lastimado en ella. Y soy yo ahora quien doy la bienvenida a la ayuda que viene de fuera pero que hago mía y acepto e integro en mi cuerpo para mi bien. Hacerla «sentirse en casa» es la mejor manera de que mi casa vaya bien.

Después pensé en la naturaleza. Tampoco es una extraña. Es, de alguna manera, parte de mí y yo parte de ella. A veces me molesta, me afecta el frío o me agobia el calor, me moja la lluvia o me azota el viento. Sufro y no ando a gusto. Quizá el secreto para andar a gusto sea el sentirme uno con ella.

Y pienso en la personas que conozco. Nadie es un extraño. Bienvenidos todos a mi vida. Vamos, todos juntos, a andar bien. ¿No es verdad que todos formamos un cuerpo?

La candela

«Rabindranath Tagore, uno de los mayores poetas de la India, vivía en una pequeña casa-bote. Solía pasarse meses enteros en esa casa-bote porque le gustaba mucho vivir allí.

Una noche de luna llena estaba él leyendo en su habitación, que era una pequeña cabina, a la luz de una candela, y estaba leyendo sobre estética. ¿Qué es la belleza? La luna llena lucía en la noche, se reflejaba en el lago, y todo el lago parecía de plata. Era una noche silenciosa, no se veía ni se oía a nadie, y sólo se oía el canto de un pájaro lejano. De vez en cuando un pájaro volaba sobre el bote o un pez saltaba en el agua. Tales ruidos no hacían más que realzar más todavía el silencio. Y el poeta estudiaba volumen tras volumen en busca de la definición de la belleza.

Por fin, cansado y agotado a media noche, apagó la candela de un soplo…, y se llevó la sorpresa de su vida. Al apagar la candela los rayos de luna entraron por la ventana y por la puerta entreabierta. La pobre luz de la candela había desterrado a la luna. De repente oyó al pájaro cantar desde la orilla, oyó el silencio a su alrededor, vio a un pez saltar y volver a esconderse en el agua. Nunca había visto una noche tan bella. Unas nubes blancas surcaban el cielo y realzaban el lago y la luna y el pájaro. Se sintió transportado a otro mundo.

Escribió en su diario: «¡Soy estúpido! He estado buscando la definición de la belleza en libros, y la belleza estaba aquí llamando a mi puerta. Yo buscaba la belleza a la luz de una candela, y la candela me impedía ver la luna. Así es como mi pequeño ego me impide ver a Dios. ¡Y Dios me está esperando fuera! Todo lo que necesito es cerrar los libros, apagar la candela de mi ego, salir fuera…, ¡y ver!»
[Osho, «This is it», p.141]

Cita breve

«Sabiduría es dolor transmutado.» Rudolf Steiner.

Lingüística

[Ahora que todos hablamos en varias lenguas nos puede ayudar esta experiencia divertida de la escritora Judith Krantz en su autobiografía. Llevaba una temporada en París sin haber logrado dominar el francés, cuando un episodio inesperado la lanza a la conquista del lenguaje.]

«Cuando ya acababa el otoño recibí la noticia de que mis vestidos de invierno habían por fin llegado de Nueva York. Tenía que ir a las aduanas a recogerlos, y allí descubrí que la enorme maleta que mi madre me había enviado estaba cerrada con llave, y yo no tenía la llave. Traté de explicarle al inspector de aduanas que la maleta contenía solamente vestidos viejos míos, pero él insistió en abrirla con una palanca, rompió la cerradura y la tapa, y se puso a examinar una por una cada prenda pasada de moda de mi vestuario.

De repente, al contemplar tal vandalismo, algo explotó en mi cabeza, detonado por la estúpida tozudez y pura vileza de aquel imbécil, y, sin aviso alguno, comencé a insultarle a gritos furiosos y espontáneos… ¡en francés! Yo tenía tanta razón que me elevé sin más a las alturas de una elocuencia furiosa. Luego en el taxi de vuelta al Boulevard Lames no paré de hablarle desesperadamente al taxista, contándole con toda violencia verbal mi desgracia, sin caer en la cuenta siquiera de que le estaba hablando en francés. Después de arrastrar mi maleta hasta el séptimo piso -era uno de aquellos días en que cortaban la electricidad y el ascensor no funcionaba- les conté la historia desde el principio a todos los que quisieron escucharla, y lo hice en un francés rápido, ilustrado, detallado, enriquecido. Me rodeaban sorprendidos, sin acabar de creerse lo que veían, encantados de oírme hablar en su lengua sin que esta vez yo les dejara hablar a ellos.

Me costó un poco caer en la cuenta de lo que pasaba. De repente entendí que en unas pocas horas yo era una criatura transformada. Todo había encajado ante el estallido del trueno con el inspector de aduanas. Ahora sabía yo cómo contar una historia en su lengua, sabía cómo quejarme en su lengua. Por fin podía hablar yo su lenguaje maravilloso. Los franceses adoran el francés con una pasión y una ferocidad que un americano nunca entenderá. Para ellos, uno no es humano del todo si no habla francés. Por fin había yo cumplido la promesa que le había hecho a mi madre de aprender francés, y, lo que era más importante, había por fin doblado la esquina y entrado por la puerta sin la cual nunca hubiera llegado a ser parte de la familia con quien vivía ni de la vida francesa.

Nunca paré. Cada día mi francés mejoraba de manera dramática. Resultó que yo tenía buen oído para lenguas, y que, ahora que me atrevía a hablarlo libremente, me venían a la memoria todas las lecciones que Mademoiselle Gaillrand había tratado de enseñarme en tres años de colegio: vocabulario, gramática, verbos… ¡incluso el uso del subjuntivo! La inmersión total en el francés había por fin conseguido lo que todos los ejercicios escritos de clase de francés hacía cuatro años no habían logrado. Mi acento era puro acento parisino, ya que no había adquirido otro antes.

Cuando por fin hablé francés de verdad, descubrí que no era solo cuestión de saber cómo usar la gramática o el vocabulario, sino también el tono de las cuerdas vocales, los movimientos de la cabeza, los hombros y las manos, la forma de los labios, la inclinación de la cabeza, la longitud de la sonrisa, el juego de los ojos. Es un lenguaje fuertemente corporal, tan diferente de mi manera ordinaria de comunicarme como el teatro Kabuki, y me transformó en alguien que yo nunca hubiera podido ser en inglés. El francés me dio una segunda personalidad.»
[p.118]

Me contáis

[Un amigo me envían este bello cuento, que reproduzco abreviado, y luego cito lo que yo le contesté a mi amigo.]

Es la historia de un herrero que se entregó a Dios. Durante muchos años trabajó con ahinco, practicó la caridad, pero, a pesar de toda su dedicación, nada parecía andar bien en su vida, muy por el contrario, sus problemas y sus deudas se acumulaban día a día.

Un amigo se compadeció de sus sufrimientos y expresó su extrañeza de que, sirviendo tan bien a Dios, sufriera tanto. El herrero contestó: «En este taller yo recibo el acero aún sin trabajar, y debo transformarlo en espadas. ¿Sabes tú cómo se hace esto? Primero caliento la chapa de acero a un calor infernal, hasta que se pone al rojo vivo; enseguida, sin ninguna piedad, tomo el martillo más pesado y le aplico varios golpes, hasta que la pieza adquiere la forma deseada; luego la sumerjo en un balde de agua fría, y el taller entero se llena con el ruido y el vapor, porque la pieza estalla y grita a causa del violento cambio de temperatura. Tengo que repetir este proceso hasta obtener la espada perfecta; una sola vez no es suficiente.»

El herrero hizo una pausa y continuó: «Sé que Dios me está colocando en el fuego de las aflicciones. Acepto los martillazos que la vida me da, pero la única cosa que pienso es: Dios mío, no desistas, hasta que yo consiga tomar la forma que tú esperas de mí.»

Mi respuesta:
Muy bello cuento. Pero mucha gente que sufre me escribe en su sufrimiento, y cuando el sufrimiento es fuerte y real, los cuentos no ayudan mucho. Me objetan contra el cuento del herrero y otros semejantes: Si Dios quería que yo fuese espada, ¿por qué no me hizo espada desde el principio en vez de atormentarme a golpes? Los cuentos bellos y bien intencionados como éste, valen para contárselos a otros cuando nosotros no sufrimos. Pero no explican el sufrimiento. El sufrimiento verdadero -y hay muchísimo sufrimiento profundo en el mundo- no tiene respuesta, y yo huyo de las respuestas fáciles. Hace años encontré a un sacerdote que había tratado de consolar a muchos con consideraciones e historias como la del herrero, que hay muchas y muy bellas. Luego le tocó a él en su vida una pena grande, y me dijo: «Una cosa he sacado de esta prueba: Nunca jamás volveré a tratar el sufrimiento con explicaciones facilitonas.» No me he olvidado de aquello. [Más arriba he puesto a idea la cita de Rudolf Steiner, «Sabiduría es dolor transmutado.» Es verdad, pero tampoco explica el dolor.] La única ayuda que conozco es acompañar al que sufre. Es lo que hizo Jesús con nosotros. Sufrir con nosotros. Pero queda la pregunta: ¿Y por qué hemos de sufrir nosotros para empezar? Sigue siendo un misterio. Y ante el misterio sólo queda la aceptación, la compasión y el silencio. Espero lo entenderás. Un gran abrazo.

Salmo

Salmo 50 – Mi pecado y tu misericordia
Contra ti solo pequé.

Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Contra ti solo pequé. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y ti solo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amista y he herido tus sentimientos.

Contra ti solo pequé.

Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes o yo a las suyas, si tienen algo contra mí, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido a tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a ti. Esa es mi triste distinción.

Contra ti solo pequé.

Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo…; en cualquier caso, era yo contra ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante ti, Señor.

Contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.
En la sentencia tendrás razón,
en el tribunal me condenarás justamente.

Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia.

En la culpa nací;
pecador me concibió mi madre.
Yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado.

Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia.

Pero, si yo soy pecador, tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a ti con dolor en el corazón.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad;
por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.
Rocíame con el hisopo y quedaré limpio;
lávame y quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra ti, mi reconciliación ha de venir de ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu;
devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso.

Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de ti y de tu misericordia y de tu bondad.

Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de ti me lleve a acercarme más a ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia.

Enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu pueblo, Señor.

Señor, por tu bondad, favorece a Sión;
reconstruye las murallas de Jerusalén.

Día 1
Os cuento

Desahogo

[Me permito un pequeño desahogo tras la frustración de tantas direcciones ilegibles, borrosas, incompletas, omitidas en cartas de correo ordinario que deseo contestar pero no puedo, o lo hago pero sin poder enviarlas, o las envío sin saber si llegarán porque llevan la dirección del remitente mal escrita y no puedo descifrarla. Acabo de recibir una de estas, la he contestado, y en el sobre de mi respuesta he puesto lo que yo intenté descifrar en la dirección que había escrito a mano el remitente, añadiendo en varias líneas todas las posibles lecturas alternativas de los garabatos del remite que me ocurrían para estudio del cartero en un sobre que parecía más un cuestionario para una oposición que un sobre de correo. Luego he pegado cuidadosamente el sello. Y esto es lo que he escrito dentro en mi respuesta:]

Querida…:
Me has hecho pasar un mal rato con tu dirección postal según la escribes en el remite de tu carta. No se lee bien en el sobre. Y no la has puesto dentro. Y yo tengo que contestar docenas de cartas por mí mismo, y por lo visto a la gente le parece que su nombre y su dirección son tan claros y evidentes y naturales que cualquiera los puede leer. Yo, no. Con frecuencia lo que hago es cortar con tijeras la dirección del sobre del remitente y pegarla tal como está en el sobre de mi respuesta, con lo cual lo único que hago es traspasarle el problema al cartero. A él, al menos, le pagan por eso. Pero en tu caso no he podido hacer ni eso porque tu dirección, además de estar oscura y diminutamente escrita, está cubierta de matasellos por todas partes y por los sellos que has pegado encima, y no puedo separarla y cortarla. Esto me ha pasado tantas veces que comprenderás mi frustración.

Otras veces personas que me han escrito varias cartas se creen que yo me sé de memoria las direcciones de todas las personas que me han escrito a lo largo de toda mi vida, y omiten alegremente toda referencia a su ciudad o su calle o su apellido. Me encanta la confianza, pero no cuando me reduce a la impotencia.

Hasta en el correo electrónico me sucede con frecuencia que recibo un emilio, envío mi respuesta automáticamente a la dirección que ha puesto el remitente… y el servidor de correo electrónico la rechaza porque la dirección está mal puesta, y me dice brutalmente en la ventana correspondiente en inglés: «This address has permanent fatal errors.» Y yo no tengo manera de decirle al remitente que su vida está llena de errores fatales, porque no le llega mi mensaje.

También me pasa con gente que me escribe a mi página Web, pero no ponen su dirección electrónica esperando que yo les conteste públicamente en la próxima página. Pero la página es pública, como digo, y la consulta hecha puede no prestarse a una contestación pública; y yo quiero contestar pero en privado a la persona que me la hizo, pero no puedo porque no ha puesto su dirección.

Lo peor es que la gente se cree luego que yo no he contestado, cuando sí que lo he hecho pero se ha perdido la carta, o no lo he hecho pero sólo porque no tenía una dirección o una dirección legible a que contestar.

Y más de una vez me ha sucedido algo horrible. Recibo una carta. La contesto inmediatamente con todo interés y alegría, la firmo con cariño, voy a poner el sobre… y entonces caigo en la cuenta de que la carta, por olvido del remitente, no traía dirección alguna ni dentro ni fuera. Y me quedo yo con mi respuesta escrita en la mano… y sin poder mandarla. Desesperante.

Esta misma carta no sé si te llegará, con todo el tiempo que me he tomado en contestarte y con todas las alternativas que he puesto en el sobre para orientar al cartero y desearle suerte. Aunque casi estoy deseando que no te llegue, porque si te llega y la lees me vas a poner verde en tu próxima. Me lo merezco. Pero, por favor, pon tu dirección clara en tu próxima para que nos entendamos.

Y con esto se me acabó el papel. Perdona que no conteste a tus preguntas. Abrazos.

Superman

[Christopher Reeve ha tenido el valor de escribir su autobiografía con el título «Still Me» («Sigo siendo yo»), título que explica con la emocionante intervención de su esposa, Dana, ante la incomprensión de su propia madre.]

«Los médicos me habían explicado mi condición [después de la caída de caballo que lo dejó inmovilizado de los hombros para abajo para toda la vida sin siquiera poder respirar sin estar conectado a una máquina]. ¿Por qué no morir y evitarles las molestias a todos?

Dana entró en la habitación. Se acercó a mi lado y nos miramos a los ojos. Yo pronuncié mis primeras claras palabras ante ella: «Quizá deberíamos dejarme ir.» Dana se echó a llorar. Dijo: «Voy a decir esto una sola vez: yo te apoyaré hagas lo que hagas, porque es tu vida y es tu decisión. Pero quiero que sepas que yo estaré contigo todo el tiempo, venga lo que venga.» Luego añadió las palabras que me salvaron la vida: «Tú sigues siendo tú. Y yo te quiero.»

Si ella hubiera desviado la mirada o se hubiera detenido o dudado por poco que fuera, o si yo hubiera percibido que lo hacía por «nobleza» o para cumplir una obligación, no sé si yo hubiera salido adelante. Porque ya había yo caído en la cuenta que yo iba a ser una pesada carga para todos, que había arruinado mi vida y la de los demás. No era justo para nadie. Lo mejor sería desaparecer tranquilamente.

Pero lo que Dana dijo hizo que la vida pareciera posible, porque sentí la profundidad de su amor y de su entrega. Supe en aquel momento que ella estaría a mi lado para siempre.

Mi madre había venido de Princeton y fue conducida inmediatamente a la Unidad de Cuidados Intensivos. Me vio inconsciente e inmovilizado, y le dijeron que tenía solo una débil probabilidad de sobrevivir. Ella se alteró y comenzó a declarar con fuerza que los médicos debían desconectar los cables. Le dijeron que se calmase, que esperara y viera cómo se desarrollaban los acontecimientos. Desde luego que ella no quería que yo muriese, pero sencillamente no podía ni pensar en verme vivir en condiciones tan terribles. Ella sabía que yo había llevado siempre una vida muy activa, y que para mí el ser activo y el estar vivo eran una misma cosa. En el pasado yo también habría estado de acuerdo con ella.

Mi madre siguió insistiendo hasta que hubo una verdadera disputa. Ella le habló al capellán del hospital y a los médicos, pero evitó enfrentarse a Dana porque sabía que Dana defendía decididamente que era decisión mía y sólo mía. En un momento de desesperación, mi madre le dijo al padre de Dana: «Mañana lo hacemos.» Él le contestó: «Espera un momento. Tú no harás cosa semejante.»

Dentro, en la UCI, yo quedé protegido de la controversia que se desarrollaba fuera. Entre todos habían convencido a mi madre a que se calmase y pensase bien las cosas.

Un día casi toda mi familia estaba reunida alrededor mío, y mi pequeño hijo Will estaba jugando en el suelo. Levantó la vista y dijo: – «Mamá, papá ya no puedo mover los brazos.» Dana dijo:

– Es verdad; papá no puede mover los brazos.
– Y papá ya no puede moverse y andar.
– Es verdad. Papá ya no puede moverse y andar.
– Y papá no puede hablar.
– Es verdad. Papá no puede hablar ahora, pero luego podrá.

Entonces Will hizo una pausa, puso una cara con una mueca de concentración, y exclamó alegremente: «¡Pero papá sí que puede sonreír!» Todos dejamos de hacer lo que estábamos haciendo, y nos miramos unos a otros.»
[pp. 28, 33]

Ser quienes somos

Un relato hasídico cuenta que Rabbí Zousya pronunció estas palabras en su lecho de muerte: «En el mundo que viene, la pregunta que me van a hacer no será: ¿por qué no has sido Moisés? No. La pregunta que me van a hacer es: ¿por qué no has sido Zousya»
[«El círculo de los mentirosos» de Jean-Claude Carrière, p.108]

Me contáis

Andrés Borthagaray me envía una cita de Thomas Keating, abad cisterciense en EE.UU. que resume las causas del declive de la contemplación en occidente a favor de la meditación.

– La desgraciada tendencia a rebajar los «ejercicios espirituales» a un método de meditación discursiva. (Ignacio de Loyola)
– El enfrentamiento de la Iglesia establecida con el Quietismo y su radical condena de esta corriente. El Quietismo consiste en «dejar hacer» y abandonarse a la guía de la gracia. Esto generó un miedo latente ante toda mística, haciendo que cayera en descrédito.
– El Jansenismo. Se acerca al Determinismo en que el hombre poco puede hacer para cambiar su condición.
– La sobrevaloracón de las visiones y revelaciones privadas y la consecuente desvalorización de la liturgia.
– El confundir la auténtica contemplación con fenómenos como la levitación, el hablar en lenguas, los estigmas y las visiones.
– El confundir la mística con la beatería.
– La desfiguración de la imagen de los místicos y la equiparación de la mística con un ascetismo divorciado de la realidad.
– El incremento del legalismo eclesiástico.

Keating concluye que la erradicación de la contemplación fue definitiva cuando se llegó a afirmar que era una temeridad aspirar a la oración contemplativa.

Para mí es importante el tema. Es el secreto de la atracción que el oriente ejerce hoy sobre occidente, y la clave de la revalorización de occidente si ha de producirse ante el oriente. Siento que en cabeza se mencione a mi padre San Ignacio, aunque reconozco la crítica. San Ignacio era contemplativo y era místico, pero sus hijos no hemos heredado esa faceta de él. Si me hubiera llegado a tiempo esta cita, la hubiera incluido en mi libro «Evangelio, ¡ahora!», que es todo él sobre este tema.

Salmo

Salmo 51 – La lengua y la navaja
Metáfora violenta en la oración antigua:

La lengua del malvado es navaja afilada.

Corta, rasga, hiere. La calumnia y el insulto y la mentira. Dondequiera que toca, hace daño. Relámpago de peligro y golpe de muerte. Filo envenenado de orgullo y desprecio. La lengua del hombre es más dañina que cualquier arma en sus manos.

El salmo define el mal: «palabras corrosivas». Eso me hace despertar alarmado ante la conciencia de mi falta de responsabilidad. La crítica o el chisme que tan fácilmente dejan mis labios, que yo dejo escapar en broma y sin darle importancia, que defiendo como práctica universal y ligereza perdonable, son, en realidad, golpe duro, inhumano y cruel. Soy cruel cuando hablo mal de otros. Soy brutal cuando murmuro, y sin corazón cuando critico. Echo por tierra reputaciones, pongo en peligro relaciones de otros entre sí, mancho el buen nombre de los demás. Y la mancha queda, porque los hombres tienden a creer el mal e ignorar el bien. Mi lengua es instrumento de destrucción, y yo no lo sabía.

Tu lengua es navaja afilada,
autor de fraudes;
prefieres el mal al bien,
la mentira a la honradez;
prefieres las palabras corrosivas,
lengua embustera.

Purifica mi lengua, Señor. Cura mi lenguaje y doma mis palabras. Recuérdame, cuando abro la aboca, que puedo hacer daño, y haz que todo lo que yo diga sirva para ayudar y no para dañar. No quiero herir a nadie con el filo impenitente de palabras de acero.

Ayúdame, Señor.

 

Día 15
Os cuento

Alergias

Estoy en la sala de espera de la alergóloga. He saludado al entrar a los varios que esperan, me he sentado, y he echado una mirada alrededor. Enfrente de mí está una muchacha joven con su madre. Ha tomado una de las revistas que se amontonan en la mesa del centro. Y está pasando las hojas con una furia que contrasta con el ambiente tranquilo de la sala. Agarra una hoja, y casi al instante, sin leerla ni apenas mirarla, la pasa violentamente, agitadamente, sonoramente, con un ruido de papel enojado que llena toda la sala como una explosión. Y otra. Y otra. Y otra. Acaba así en un momento con toda la revista, se levanta, la deja, coge otra y vuelve a trabajarle las hojas con la misma velocidad y violencia una por una hasta el final. Y otra revista. Y otra. Y otra. A este paso acabará pronto con toda la mesa.

Está nerviosa la chica. Y lo comprendo. La alergia es enfermedad de juventud. Pero no es sólo el miedo al diagnóstico lo que la agita. Es el miedo a la vida. Es verdad que ella lo sabe ya todo, pero por eso mismo no sabe qué hacer ya con lo que le queda… que es toda su vida. Lo ha visto todo, lo ha probado todo, lo tiene todo, se ha desengañado de todo… y ya no sabe qué desear para el futuro. Pasa las hojas de las revistas rápidamente porque ya no le dicen nada. Necesita emociones más fuertes. Todo más rápido, más atrevido, más apretado. La música más alta, la bebida más activa, la droga más eficaz. Espiral sin término. Y ella lo sabe, lo teme, lo vive…, y sigue pasando las hojas de las revistas con loco ademán.

Yo soy alérgico a la flor del olivo, y he venido a tratarme. La alergóloga es la que me ha dicho, quizá para consolarme, que la alergia es enfermedad de juventud. Me dejo consolar.¿Quién le curará la alergia a la muchacha?

Para los que aman a los libros

«Cuando yo tenía once años y mi hermano Kim trece, nuestros padres nos llevaron a Europa. En el Hôtel d’Angleterre en Copenhagen, Kim dejó un libro abierto y boca abajo en la mesilla de noche como había hecho casi cada noche toda su vida desde que aprendió a leer. El día siguiente, al volver a la habitación del hotel, se encontró con el libro cerrado, un trozo de papel para marcar la página en que había estado abierto, y la siguiente nota, firmada por la camarera, sobre la cubierta del libro: «SEÑOR, NO LE HAGA NUNCA ESTO A UN LIBRO.»

Mi hermano quedó atónito. ¿Cómo podía haber llegado a suceder que se pudiera decir de él, lector tan devoto que había llegado a esconder un libro y una linterna bajo las sábanas cada noche en el internado después de apagarse las luces (crimen que se castigaba con una buena paleta de madera…), que era alguien que no amaba a los libros? Yo compartí su humillación. No puedo imaginarme una familia más devota de los libros que los Fadimans. Sin embargo, a excepción de mi madre, aquella joven camarera danesa nos hubiera acusado a todos de atormentar corporalmente a los libros.»

A mi marido, que también ama a los libros a pesar de que es un incorregible «doblador de libros», le dijo una vez su compañero de cuarto en la residencia universitaria: «Jorge, si algún día le rompes el espinazo a uno de mis libros, sábete que estás al mismo tiempo rompiéndome a mí el espinazo.»
[Anne Fadiman en «Ex Libris», p.31, 33]

[Caigo en la cuenta de que mientras abría yo el ordenador para copiar este párrafo, he mantenido el libro abierto boca abajo sobre la mesa. Mea culpa, mea culpa.]

Máxima

Es fácil encontrar un buen maestro. Lo difícil es encontrar un buen discípulo.

Cuento

[«Los tres ermitaños» de León Tolstoy, abreviado.]

El obispo iba en el barco de Arcángel al Monasterio Solovetsk, junto con muchos peregrinos. Un pescador les estaba hablando sobre los tres ermitaños. «Allí, a lo lejos, hay una pequeña isla. Si siguen la dirección de mi mano verán una pequeña nube. Debajo de ella, algo a la izquierda pueden ver una ligera línea. Esa es la isla. Allí viven los tres hombres santos. Uno lleva sotana y es muy viejo, y está siempre sonriendo. El segundo es más alto y muy fuerte, y arrastró mi bote con facilidad. El tercero tiene una barba blanca hasta las rodillas. Dicen que viven allí para salvar sus almas.»

El obispo llamó al capitán del barco y le pidió acercase el barco a la isla y le dejase desembarcar unos momentos para visitar a los ermitaños. Se bajó el bote, remaron hasta la isla, y el obispo bajó y se dirigió a los tres hombres que se acercaron a la playa.

– He oído que vosotros tres vivís aquí para salvar vuestras almas y rezar al Señor Jesús por el género humano. Yo, indigno siervo de Cristo, he sido llamado, por la misericordia de Dios, a cuidar y enseñar a su rebaño. He deseado veros para poder enseñaros.»
– No sabemos cómo servir a Dios.
– ¿Y cómo rezáis a Dios?
– Rezamos así: Tres sois vos, tres somos nosotros, tened compasión de nosotros.
– Es evidente que habéis oído algo sobre la Santísima Trinidad. Pero no rezáis bien. Escuchadme, y yo os enseñaré. Os enseñaré, no algo mío personal, sino la manera como Dios, en las Sagradas Escrituras, ha mandado que todos los hombres recen.

El obispo les enseñó el padrenuestro Lo repitió una y otra vez para que lo aprendieran. Trabajó todo el día repitiendo cada palabra veinte veces, treinta, cien veces para que ellos la repitieran. Se equivocaban, él los corregía y volvían a empezar. El obispo no cejó hasta que les enseñó todo el padrenuestro y lo podían decir por sí mismos. Oscurecía ya, y el obispo volvió al bote y al barco. En cuanto el obispo llegó al barco, levaron anclas y desplegaron las velas. El viento las llenó y el barco navegó hacia adelante. Los peregrinos se fueron a dormir, pero el obispo se quedó en cubierta, pensando cuánto les había agradado a aquellos buenos hombres aprender el padrenuestro; y dio gracias a Dios por haberle enviado a él para enseñar y ayudar a gente tan buena.

De repente vio algo blanco y resplandeciente a la luz de la luna. ¿Era una gaviota, o un bote que se acercaba? No podía ser un bote, pues no llevaba vela y parecía ir a adelantar al barco. El obispo se lo dijo al timonel, y el timonel exclamó: «¡O, Dios mío! ¡Son los tres ermitaños que vienen andando por el agua como si fuera tierra seca!» Los pasajeros se amontonaron en la cubierta, los ermitaños se deslizaban sobre el agua sin mover sus pies, y cuando llegaron al lado del barco levantaron la cabeza y dijeron dirigiéndose al obispo: «¡O siervo de Dios! Hemos olvidado tu enseñanza. Mientras seguimos repitiendo la oración, la recordábamos, pero cuando paramos un rato, se nos ha borrado. No podemos recordar ni una palabra. Vuelve a enseñárnosla.»

El obispo se santiguó, y encorvándose sobre la barandilla del barco les dijo: «Vuestra propia plegaria llegará al Señor, hombres santos. No me toca a mí el enseñaros. Rezad por nosotros, pecadores.»

Y el obispo se inclinó profundamente antes los tres ancianos. Ellos se volvieron por el mar. Y una luz brilló hasta el amanecer sobre el punto en que habían desaparecido.

Me contáis

Néstor Hugo Almagro me envía este cuento.

Un rey recibió como obsequio dos pequeños halcones y los entregó el maestro de cetrería para que los entrenara.

Pasados unos meses el maestro le informó al rey que uno de los halcones estaba perfectamente entrenado, pero que al otro no sabía qué le sucedía, no se había movido de la rama donde lo dejó desde el día que llegó.

Al día siguiente el monarca decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una recompensa a la persona que hiciera volar al halcón.

A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines. El rey le dijo a su corte, «Traedme al autor de este milagro.» Su corte le llevó a un humilde campesino. El rey le preguntó, «¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres acaso un mago»?. Intimidado el campesino le dijo al rey, «Fue fácil, mi Señor, sólo corté la rama y el halcón voló; se dio cuenta que tenía alas y se largó a volar.»

Salmo

Salmo 52 – La muerte de Dios
Yo creía que el ateísmo era una moda más o menos moderna. La proclamación de la muerte de Dios llegó a ser noticia en los periódicos de la mañana. Ateos y agnósticos presumen de ser pensadores actuales que dejan atrás a creyentes anticuados. Y, sin embargo, ahora me encuentro en tu Salmo, Señor, que yo había ateos en aquellos días. Ya entonces había quienes negaban tu existencia y trataban de convencerse a sí mismos y a los demás de que no hay Dios. Parece que la enfermedad viene de antiguo.

Dice el necio para sí: ¡No hay Dios!

Anoto la palabra escueta con que se describe al ateo y se despide su caso: Necio. El necio bíblico. La persona que no tiene entendimiento, que queda lejos de la sabiduría, que no percibe, que no ve. La falta de perspectiva, de sentido, de visión. La incapacidad de ver lo que se tiene delante de los ojos, de abrazar la realidad que surge alrededor. El necio no entiende a la vida, y al no entender a la vida, no entiende nada. Él se hace daño a sí mismo.

¿Y no soy yo también a veces necio, Señor? ¿No me porto en la práctica como si tú no existieras, ciego a tu presencia y sordo a tus llamadas? No te hago caso, me olvido de ti, paso de largo. Vivo mi vida, me encuentro con la gente, tomo decisiones sin referencia alguna a ti. Pienso y actúo en total independencia de ti. Funciono a nivel puramente humano, hago mis cálculos y evalúo los resultados en pura estadística. ¿No es eso ser ateo en la práctica?

Quiero luchar contra el ateísmo en el mundo de hoy, y para hacer eso caigo en la cuenta de que debo empezar por luchar contra el ateísmo en mi propia vida y en mi conducta diaria. Tengo que vivir de hecho y mostrar en humildad una dependencia feliz y total de ti en todo lo que haga. Quiero tenerte ante mis ojos cuando pienso y sentirte en mi corazón cuando amo. Quiero escuchar tu voz y adivinar tu presencia, y quiero actuar siempre de tal manera que se vea que tú estás a mi lado y que yo lo sé y lo reconozco. Quiero ser creyente no sólo cuando recito el credo, sino cuando doy cada paso y vivo cada instante en el trajín del día.

Mi respuesta a la «muerte de Dios» es que tú, Señor, te manifiestes en mi vida.

Día 1
Os cuento

Peluquería

El peluquero me dice, «Usted es el único cliente que sonríe mientras le corto el pelo.» Claro que al peluquero le gusta hablar de cualquier cosa, pero sí que es verdad. Estoy sonriendo suavemente mientras me corta el pelo. ¿No tengo un espejo bien grande delante, y ninguna otra cosa que hacer mientras me arreglan los pocos pelos que tengo, y es este un momento ideal para practicar lo que predico y sonreír porque siempre he dicho que el sonreír hace bien?

El sonreír hace bien a quien sonríe, relaja los músculos de la cara, configura estructuras musculares de gozo, alegra los ojos, despeja la frente, y si se hace delante de un espejo le hace sentirse a uno travieso, divertido, sorpresivo y ridículo que es lo mejor que uno puede hacer para aliviar la vida y refrescar el ambiente. Reírse de sí mismo.

Y el sonreír hace bien a quien ve la sonrisa inesperada en el rostro de una persona que debería ser seria, y más aún en público ante un espejo mientras le trabajan el cabello. Y aun a los que no la ven pero se encuentran en el entorno del gesto amistoso de labios distendidos. La sonrisa es siempre el centro de un círculo invisible que irradia alegría y proyecta bienestar. Se anima la peluquería.

Me río ante el espejo por la cara de tonto que pongo, por el poco pelo que me queda, por el babero que me han puesto como de pequeñito en la guardería, porque pienso dentro de mí que le he engañado al peluquero, pues en vez de venir cada mes como debería venir, me corto yo mismo como puedo con tijera las patillas que es lo que más se nota y aguanto otro mes por libre ahorrándome la molestia de la visita, el tiempo, el coste…, y la propina. Me río de mi propia sonrisa.

«Cuando quiera, caballero.» Ahora sonríe él también. Hasta el mes que viene. Perdón, dos meses. Guárdeme la sonrisa.

Meditación del teléfono

[Del monje tailandés Thich Nhat Hanh en su libro «Hacia la paz interior», p.43]

«No hay duda de que el teléfono es necesario, sin embargo, no debemos dejar que nos tiranice. Su timbre puede molestarnos y sus llamadas interrumpirnos. Cuando estamos hablando por teléfono debemos recordar que hablamos por teléfono, que gastamos un tiempo (y un dinero) precioso. A menudo hablamos de cosas que no tienen ninguna importancia. ¿Cuántas veces os habéis estremecido al recibir la factura del teléfono? Su timbre os provoca una vibración y a veces incluso algo parecido a la ansiedad: «¿Quién me llamará? ¿Serán buenas o malas noticias?» Y algo nos empuja hacia él, no podemos resistirnos. Somos víctimas de nuestro propio teléfono.

Os recomiendo que la próxima vez que suene, permanezcáis en vuestro sitio, inspiréis y espiréis conscientemente, os sonriáis para vuestros adentros y recitéis los versos siguientes: «Escucha, escucha. Este sonido maravilloso me trae de regreso a mi verdadero yo.» Cuando suene por segunda vez, repetid el verso y vuestra sonrisa será más firme. Al sonreír se relajan los músculos de vuestro rostro y la tensión se desvanece rápidamente. Así podéis practicar la respiración y la sonrisa, porque, si lo que tiene que deciros el que llama es importante, sin duda esperará, al menos, hasta el tercer timbrazo.

Cuando suene el teléfono por tercera vez, seguid respirando y sonriendo y caminad lentamente hacia él con toda vuestra soberanía. Sois dueños de vosotros mismos. Sabéis que no sólo sonreís por vuestro propio bien, sino también por el de los demás. Si estáis enfadados o irritados, los demás también van a recibir vuestra negatividad. Pero como habéis respirado y sonreído conscientemente, actuáis con juicio y cuando descolguéis el teléfono la persona que hable con vosotros será afortunada.

Antes de hacer una llamada, mientras marcáis el número, podéis inspirar y espirar tres veces. No es preciso que vayáis a una sala de meditación para desarrollar esta maravillosa práctica. Podéis hacerlo en la oficina o en vuestra casa. No sé cómo podrían practicarla los telefonistas cuando suenan varios aparatos a la vez. Confío en que hallen la forma de hacerlo. Sin embargo, los que no sois telefonistas tenéis muy fácil la práctica de las tres respiraciones. La meditación telefónica reduce el estrés y la depresión y contribuye notablemente a ser consciente de nuestra vida cotidiana.»

Humor

Oración de los adictos a Internet. [Me la envía Martha Alicia Jiménez García.]

Satélite nuestro que estás en el cielo,
acelerado sea tu link,
venga a nosotros tu hipertexto,
hágase tu conexión en lo real como en lo virtual.
Danos hoy nuestro download de cada día.
Perdona el café sobre el teclado,
así como nosotros perdonamos a nuestros proveedores.
No nos dejes caer la conexión,
y líbranos de todo virus.
Amén.

El nacimiento de la col

[Cuento de Rubén Darío.]

En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores fueron creadas, y antes de que Eva fuese tentada por la serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa nueva en el momento en que ella tendía, a la caricia del celeste sol, la roja virginidad de sus labios.

– Eres bella.
– Lo soy -dijo la rosa-.
– Bella y feliz -prosiguió el diablo-. Tienes el color, la gracia y el aroma. Pero…
– ¿Pero?…
– No eres útil. ¿No miras esos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser bella es poco…

La rosa entonces -tentada como después lo sería la mujer- deseó la utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.

Pasó el buen Dios después del alba siguiente.

– Padre -dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza-, ¿queréis hacerme útil?
– Sea, hija mía -contestó el Señor, sonriendo.

Y entonces el mundo vio la primera col.

Me contáis

Josemaría Sarrionandía me envía este delicioso comentario que suscribo… con mi sangre de víctima informática ante el altar de Microsoft.
Veinte cosas que serían diferentes si Microsoft fabricara automóviles.

1. El coche modelo saldría al final del año, no al principio como se había anunciado.
2. Siempre que se mejoraran las carreteras, habría que comprar un coche nuevo.
3. De vez en cuando se apagaría el motor y tendría que volver a arrancarlo. Curiosamente aceptaría esto como normal y no iría a un taller.
4. En ciertas maniobras se «pararía» el motor y no volvería a funcionar hasta que no lo hubiera desmontado por completo y vuelto a armar.
5. No podría llevar a varias personas en su coche a no ser que comprara «Coche 95» o «Coche NT». Aun así, tendría que adquirir los asientos por separado.
6. La marca «Sun Motor Systems» desarrollaría un coche solar dos veces más seguro y cinco veces más rápido, pero sólo podría circular por el 5% de las carreteras.
7. Los avisos de peligro para aceite, temperatura, batería, gasolina, etc., serían sustituidos por un indicador único diciendo: «Fallo general del coche».
8. Los usuarios se alegrarían por las nuevas ventajas de «Coche 95», olvidando que esas mismas ventajas ya estaban disponibles en las marcas rivales desde hace años.
9. Sólo podría usar «Microgasolina».
10. El Gobierno recibiría «subvenciones» del fabricante de coches en vez de pagarlas.
11. En caso de accidente, el airbag preguntaría, «¿Está seguro?», antes de accionarse.
12. El volante se sustituiría por un ratón.
13. Se tendría que memorizar una combinación de teclas para frenar.
14. Debido a alguna extraña razón, el motor tardaría cinco minutos en arrancar.
15. Existiría un «Motor Pro» mucho más potente pero que, curiosamente, iría más despacio por la mayoría de las carreteras.
16. Al intentar realizar maniobras sencillas se encontraría a menudo con «Cancelar, Repetir, Ignorar».
17. Cada 500 kms necesitaría una revisión general.
18. El velocímetro indicaría 70 a pesar de ir a 40.
19. Después de arrancar, el motor no funcionaría correctamente, parándose al antojo para intentar cargar diversos «drivers».
20. Cada vez que llevara un pasajero nuevo, tendría que configurar su coche de nuevo.

Salmo

Salmo 53 – El poder de tu nombre
¡Oh Dios, sálvame por el poder de tu nombre!

Adoro tu nombre, Señor, tu nombre que mis labios no se atreven a pronunciar. Tu nombre es tu poder, tu esencia, tu persona. Tu nombre eres tú. Me alegra pensar que tienes nombre, que se te puede llamar, que puedes entablar diálogo con el hombre y la mujer, que se puede tratar contigo con la confianza y familiaridad con que se trata con una persona querida.

Al mismo tiempo, respeto el silencio de tu anonimato al ocultar tu nombre a los mortales y velar el misterio de tu intimidad con la sombra de tu transcendencia. Tu nombre está por encima de todo nombre, porque tu ser está por encima de todo ser.

Tu nombre está escrito en los cielos y lo pronuncian las nubes entre truenos. Lo dibujan los perfiles de montañas en la nieve y lo cantan las olas eternas del océano. Tu nombre resuena en el nombre de cada hombre y cada mujer en la tierra, y se bendice cada vez que un niño es bautizado. Toda la creación expresa tu nombre, porque toda la creación viene de ti y va a ti.

También yo, en mi pequeñez, son un eco de tu nombre. No permitas que ese eco muera en silencio estéril.

¡Sálvame, oh Dios, por el poder de tu nombre!

 

Día 15
Os cuento

«Si Lucas no mira, no lo hago»

Pasaba yo un día por delante del jardín de un Kindergarten, a tiempo justamente de ver la siguiente escena. Los pequeñitos niños y niñas estaban sentados en un banco sin respaldo mirando al centro donde uno de ellos estaba de pie. La profesora le dijo: «Haz el pino ahora, y que todos vean qué bien lo haces.» El muchacho parecía dispuesto a agacharse, apoyar la cabeza y las manos en el suelo sobre la hierba, y levantar las piernas en vertical, que por cierto es una postura de Yoga llamada «shirsásana» o «postura de la cabeza». El pino.

El joven yogui se volvió para mirar a sus compañeros sentados, vio que uno de ellos estaba sentado al revés, es decir, de espaldas y mirando hacia el otro lado para no ver, y dijo resuelto: «Si Lucas no mira, no lo hago.» Y se cruzó de brazos.

Complicadas relaciones sociales desde la infancia. La profesora intervino y consiguió que el rebelde Lucas se sentara mirando hacia delante. El yogui comenzó su acrobacia…, y Lucas cerró los ojos. Seguía sin querer ver las proezas de su enemigo.

El yogui estaba ya enderezando las piernas en alto cuando perdió el equilibrio y se cayó hacia un lado sobre la hierba. Lucas, que a pesar de haber cerrado los ojos los tenía medio abiertos para espiar, los abrió del todo y comenzó a reír y aplaudir.

El yogui, tendido sobre la hierba, lloraba.

Yo seguí adelante mi camino.

El cuervo se posó…

Es un proverbio indio: «El cuervo se posó, y la rama se cayó.» Habrá que explicarlo un poco. En occidente tenemos el «principio de finalidad», es decir, que toda acción tiene un fin, un objetivo que es «el primero en concebirse y el último en lograrse», o sea que nos planteamos una meta (como aprender inglés) y ponemos los medios (como inscribirnos en una academia de lenguas). Y el «principio de causalidad», que dice que «no hay efecto sin causa». Los dos principios están íntimamente ligados. Concebimos el fin y ponemos los medios para causar los efectos deseados. Esa es la base de toda la mentalidad occidental.

En el oriente esos dos principios no existen. Lao Tzu: «Descanso en la carencia de finalidad.» Krishnamurti: «El proponerse un fin para una acción, destruye la acción.» Se rechaza el principio de finalidad. Y en cuanto al principio de causalidad, la expresión esencialmente budista es que «una cosa sucede siempre ‘después’ de otra, y nunca ‘a causa de’ otra». Esa es, por contraste, la base de toda la mentalidad oriental.

Y aquí viene el refrán. Un cuervo se posa en la rama de un árbol, y en ese instante se cae el trozo de hacia fuera de esa rama. Creemos equivocadamente que el posarse el cuervo ha «causado» la caída de ese trozo de rama, pero en verdad no es así. La rama iba a caerse de todos modos en aquel momento, pues ya estaba seca y rota y le vencía su peso; pero coincidió que en aquel instante se posaba un cuervo sobre ella, y en apariencia eso provocó la caída. En realidad no es así. No es que «la rama se cayó ‘porque’ el cuervo se posó», sino sencillamente y sin vínculo causativo entre las dos cosas, «el cuervo se posó ‘y’ la rama se cayó».

En filosofía clásica también se hablaba en latín de la falacia del «post hoc ergo propter hoc», que quiere decir el confundir «una cosa ‘después’ de la otra» con «una cosa ‘a causa de’ la otra». Sólo que lo que en occidente se considera una falacia accidental, en el oriente se ve como una verdad general. El pensar que las cosas suceden sencillamente una detrás de otra, sin causación ni finalidad entre ellas, es fuente de confusión para el occidental (¿cómo es que puede haber efecto sin causa, y acción sin intención?), y fuente de paz para el oriental («la felicidad consiste en dejar que lo que pasa, pase»).

En las ciudades de la India, aun hoy en día, suele haber muchos cuervos. Quizá por eso el refrán sea tan popular.

Del 1 al 97

[Sidney Poitier comienza con este párrafo su autobiografía, «The Measure of a Man»:]

«Es tarde ya por la noche, y estoy tumbado en la cama en el resplandor azulado del televisor. Tengo en la mano el mando a distancia y paso del 1 al 97 de canal en canal. No encuentro nada que merezca mi atención, nada que me divierta, con lo cual doy marcha atrás y repaso los canales al revés, del 97 al 1. Y vuelvo a no encontrar nada. Toda esta enorme y sofisticada tecnología… para nada. No me ha proporcionado ni un gramo de placer. No me ha informado de nada que sobrepase mi ignorancia o que repare mis fragilidades.

¡Y ahora tengo la insensatez de recorrer todos los canales otra vez! ¿Y qué es lo que encuentro? Nada, desde luego. Así, por fin, lleno de asco y de rechazo de mí mismo, le doy al botón de apagar la maldita tele, tiro el mando a distancia al otro rincón de la habitación y me digo a mí mismo, «¿Qué estoy haciendo con mi tiempo?»

Envuelto en esta depresión autocrítica me tumbo del todo, cierro los ojos, y trato de vaciar de pensamientos mi cabeza. Es tarde, es hora de dormir, y trato de concentrarme en los espacios vacíos de mi conciencia y conseguir dormir. Pero me comienzan a llegar imágenes a través de la oscuridad. Imágenes suaves, placenteras, de un tiempo muy temprano en mi vida cuando las cosas eran mucho más sencillas, cuando mis opciones para divertirme no podían contarse en una escala del 1 al 97″. [Y empieza a contar su vida.]

La bofetada

[En la vida de Sidney Poitier juega un papel importante el ser negro, y la dignidad con que llevó la lucha por la igualdad. La película «In the Heat of the Night» fue uno de sus primeros éxitos, y así es como cuenta un incidente clave en su carrera:]

«Cuando leí el guión de «In the Heat of the Night» lo primero en que me fijé fue el personaje del negociante local que influye enormemente en la vida del pueblo. Llega un momento en que el personaje en que yo actuaba, el detective negro Tibbs, tiene que interrogar a este hombre. Me acompañaba el jefe de policía, papel que interpretaba Rod Steiner, y llegábamos a la casa. Yo me portaba con todo respeto durante el interrogatorio, pero llegaba el momento en que tenía que hacer la pregunta inevitable: «¿Dónde estaba usted la noche del crimen?» Y él me agarraba y me daba una bofetada.

Según el guión, yo entonces le miraba con desprecio y me marchaba. Y así podía haberse hecho con cualquier otro actor que representara ese policía. Pero no conmigo. Le dije al director que había que cambiar el guión. Me preguntó, «¿Y qué sugieres?» Yo le dije: «Te voy a decir, no lo que sugiero sino lo que exijo. Ese hombre del Viejo Sur actúa según sus tradiciones en las que su honor requiere que me de una bofetada. Pero, ¿quieres tener una escena realmente maravillosa en la pantalla? Pues haz que, sin dudar un instante, yo le devuelva la bofetada con un buen revés.»

El director dijo: «Me gusta.»

Resultó ser el momento más dramático de toda la película.» [p.136]

Cuento brevísimo

[«La lechera pragmática» por Irene Brea en «Por favor, sea breve» de Clara Obligado, p.166:]

De camino al mercado, la lechera sólo pensaba en las ganas que tenía de beber la fresquísima leche del cántaro. Pero logró resistirse, y al llegar le dieron una suma exorbitante por la mercancía. Ello hizo que en adelante, no soñara lo que habría soñado si el cántaro se hubiera roto.

Me contáis

Más de una vez me han preguntado en un primer «emilio»: «Antes de proponerle mi consulta deseo saber si es usted quien contesta su correo electrónico, o lo hace algún otro por usted. Por favor, dígamelo y le volveré a escribir.»

Tienen derecho a preguntarlo. Pero cuando recibo tales preguntas no deja de asomarme una sonrisa irónica a la cara. No tengo secretario ni lo he tenido nunca. No lo digo como virtud. Probablemente sea un defecto. No he sabido delegar, repartir mi trabajo, tener equipo. También es verdad que mi correspondencia con quienes me escriben es muy personal, y no se presta a dictar respuestas catalogadas de antemano. «A la carta número 4, déle la respuesta número 7». El hecho es que trabajo solo, y me entrego a lo que tengo delante, sea una charla a mil personas que me escuchan, o un «emilio» a una persona que no conozco. Y no uso formularios. Reacciono espontáneamente cada vez. No llego a todo, pero a lo que llego lo hago personalmente.

El correo electrónico es un modo nuevo de relacionarse. Todos estamos aprendiendo. Yo comienzo a sentir, a través de tales mensajes, lazos personales de amistad con corresponsales a quienes no conoceré nunca. Es decir, sí conoceré porque los conozco ya de alguna manera aunque no nos encontremos físicamente. Y eso tiene su valor. También me olvido a veces de otros. O confundo dos nombres parecidos. De todos modos me interesa continuar el aprendizaje.

Salmo

Salmo 54 – Violencia en la ciudad
Veo en la ciudad violencia y discordia;
día y noche hacen la ronda sobre sus murallas;
en su recinto, crimen e injusticia;
dentro de ella, calamidades;
no se apartan de su plaza la crueldad y el engaño.

Es mi ciudad, Señor, y son mis días en ella los que así transcurren. Violencia en la ciudad. Huelgas y manifestaciones y gritos de ataque y sirenas de la policía. Calles que parecen campos de batalla, y edificios que parecen fortalezas sitiadas. Disparos y explosiones en la vecindad. Casas que se queman, tiendas robadas, y sangre sobre las losas del pavimento. Y yo he estado en esos edificios y he andado por esas calles.

Conozco la angustia del toque de queda de veinticuatro horas, la picadura amarga del gas lacrimógeno, el frenesí dionisíaco de la multitud en orgía de destrucción, la noticia fría de una muerte violenta en el portal de al lado. La inseguridad de toda la noche, la tensión del encierro obligatorio en casa, la angustia de no saber cuánto durará, el peso negro de la venganza sobre el corazón del hombre.

Esa es mi ciudad, florida en sus jardines y orgullosa en sus monumentos. Ciudad de larga historia y comercio floreciente, de rico folklore y diseño artístico. Ciudad edificada para que los hombres y mujeres vivan en paz en ella, para que recen en sus templos, aprendan en sus escuelas y se mezclen en los amplios espacios de su abrazo urbano. Ciudad a la que amo a lo largo de tantos años en que he vivido en ella, viéndola crecer, e identificándome con el aire y el temple de sus estaciones, sus fiestas, su calor y sus lluvias, sus ruidos y sus olores. Mi hogar, mi casa, mi dirección sobre la tierra, el lugar de descanso adonde vuelvo tras cada viaje, al calor de mis amigos y a la familiaridad del rincón bien amado.

Y ahora mi ciudad arde en llamas y se disuelve en sangre. Siento vergüenza; siento miedo y desgana. Incluso siento la tentación de escaparme y buscar refugio para librarme del odio y la violencia que entristecen y amenazan mi existencia.

¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme!
Emigraría lejos, habitaría en el desierto,
me pondría en seguida a salvo de la tormenta,
del huracán que devora, Señor.

Pero no, no me marcharé. Me quedaré en mi ciudad y llevaré sus cicatrices en mi cuerpo y su vergüenza en mi alma. Me quedaré en medio de la violencia, víctima voluntaria de las pasiones del hombre en la solidaridad de un dolor común. Lucharé contra la violencia sometiéndome a ella, y ganaré la paz sufriendo la guerra. Me quedaré en mi ciudad como sus piedras, sus edificios y sus árboles, en fidelidad leal tanto en la adversidad como en la prosperidad. Redimiré los sufrimientos de la ciudad que amo cargándolos en cruz sobre mis espaldas. Que hombres y mujeres de buena voluntad anden de la mano por sus calles para que vuelva la paz a la ciudad afligida.

Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará;
no permitirá jamás que el justo caiga.

Día 1
Os cuento

El perro crítico

Me disponía yo a dar una conferencia a un pequeño grupo de unas veinte personas sentadas en círculo de sillas en una habitación abierta a un jardín. Casi todas ellas eran desconocidas para mí. Las fui saludando según iban entrando y sentándose. Y de repente algo me sorprendió. Una pareja joven entró con un gran perro negro de compañía bien atado a su correa. Se acomodaron en sendas sillas, soltaron al perro, y éste se tumbó a sus pies entre los dos.

No tengo nada contra los perros, pero no estoy acostumbrado a que formen parte de mi auditorio, y menos tan de cerca. Mi primer impulso fue el pedirles que dejasen el perro fuera en el jardín, por favor, pues me distraía a mí, e iba a entorpecer la charla y el diálogo. ¿Qué hago yo si se pone a ladrar?

Afortunadamente me contuve a tiempo. Si se marchaba el perro, se marchaban sus amos, o se quedarían pero molestos, y el incidente estropearía más aún el ambiente que si se quedaba el animalito. Reaccioné rápidamente y dije textualmente a la pareja en presencia de todos: «Gracias por haber traído el perro. Será el mejor juez de cómo va la charla. Si todos estamos a gusto, él lo estará también, y si el perro se inquieta querrá decir que algo va mal. Bienvenido, perrito.» Y comencé la charla.

Lo grande fue que yo mismo me creí al instante lo que había dicho. Caí en la cuenta de que si habían traído al perro era porque se fiaban de su conducta, y que el perro en su sentido certero de juzgar ambientes y personas por instinto infalible, sería el mejor reflejo de cómo iba la charla.

El tal perrito era un ejemplar enorme de pelo negro brillante y larga cola, se tumbó educadamente en el suelo junto a sus amos, y quedó inmóvil. Yo empecé a hablar, mirando a todos en redondo pero sin perder de vista al huésped especial. Me interesaban sus reacciones.

Reaccionaba bien. Cuando yo contaba algún chiste y la gente se reía, él movía la cola. Cuando alguien hacía alguna pregunta, él levantaba la cabeza y miraba al interlocutor. Cuando yo respondía, me miraba a mí y colocaba la cabeza entre las patas como reconociendo que yo era el que mandaba allí. Era verdad que reflejaba bien el ambiente del grupo. Además no hacía preguntas.

Sin embargo al cabo de un rato me decepcionó. Sin decir nada a nadie se levantó, y como estaba suelto se marchó por la puerta y desapareció. Honradamente lo sentí. Yo que antes no hubiera querido que entrara el perro, ahora sentía que se marchase. Vi que ya no le interesaba mi charla, y con una libertad envidiable que ya no tenemos los humanos, sencillamente se levantaba delante de todo el mundo y se marchaba tranquilamente en mis narices. Me daba el plantón. ¡Vaya crítico!

Pero me equivocaba. Al muy poco rato el mismo perro volvió por su cuenta… ¡y con él se traía a otro perro! Aquello fue maravilloso. Los dos perros se sentaron juntos en el suelo, y allí estuvieron hasta el fin de la charla sin moverse ya. No aplaudieron al final, pero fueron los que más me animaron. Me salió una charla muy ecológica.

Aprendí a leer

[Nuala O’Faolain, genial escritora irlandesa, cuenta su ilusión por los libros:]

«Lo más útil que saqué de mi niñez fue la confianza en la lectura. Hace poco fui a un taller de fin de semana sobre auto-conocimiento con la esperanza de hallar alguna pista para mejorar mi vida. Uno de los ejercicios que nos dieron fue hacer una lista de los diez eventos más importantes de nuestra vida, los momentos cumbre que nos habían marcado desde el nacimiento hasta donde estábamos ahora. El primero, que estaba ya escrito, era, «Yo nací», y en los demás podías poner lo que quisieras. Sin pensármelo ni por un momento, mi mano escribió en el número dos: «Aprendí a leer.» Me imagino que «Yo nací, yo aprendí a leer» no sería una secuencia que se le ocurriera a mucha gente. Pero sé lo que me digo. Nacer fue algo que me hicieron, pero mi propia vida comenzó -es decir, la comencé yo por mi cuenta- cuando yo descifré por vez primera el sentido de una frase.

Me acuerdo de todo. Era una página a dos columnas, en letra pequeña, con el informe directo de la declaración de un testigo en un juicio por asesinato en Escocia. No tengo ni idea como eso llegó a un condado del norte de Dublín. Yo estaba intrigada mirando a una línea cuando de repente el sentido de una palabra que yo sabía saltó como una bola de ping-pong por toda la línea, se juntó al sentido de otra palabra que también entendía hasta que hubo palabras suficientes para darle sentido a toda la frase. Me sobrecogí de placer. Aún era yo muy pequeña -no había cumplido los cuatro. Pero corrí a través de todo el campo, subí por el camino, aceleré a través del polvo del verano -lo estoy viendo como si fuera ayer- hasta la primera tienda en la calle bien lejos, y le grité a la mujer que llevaba la tienda, «¡Ya sé leer! ¡Ya sé leer!» Ella se inclinó y me dijo, «Bien, bien; aquí tenemos a una gran pequeña…».

[Y luego el contraste:]

«Pasaba yo el otro día enfrente de O’Connell Bridge House cuando un hombre me paró. Me enseñó un pedazo de papel con las palabras «Centro de Exámenes de Conducir, O’Connell Bridge House» y me preguntó: «¿Podría usted decirme dónde está esta dirección?» Yo le dije: «Está usted enfrente mismo. Mire hacia arriba. Esa dirección está escrita sobre esa puerta.» Él me contestó: «Ah, ya. Es que, ¿sabe usted?, yo no sé leer.»

Seguí mi camino pensando como es que gente que no sabe leer puede conducir coches. Pero pensando más aún y con mayor admiración, en el milagro del leer.»

[Leer la lleva a escribir. Publica su autobiografía, «Are You Somebody?» que entusiasma a toda Irlanda, y la gente le escribe contándole como lee su libro:]

«Desde Roma me escribió un jesuita que leía mi libro entre penitente y penitente en el confesionario. «Uso cada minuto entre confesión y confesión de estos habladores italianos a quienes les gusta confesarse y explorar la fe y otras áreas con un extranjero, para ir leyendo tu libro.»

Había cartas con escenas que aun a mí se me hacía difícil contemplar: «Yo leo un poquito de su libro cada noche. Es parte del ritual de familia. Mi hija más pequeña, que sólo tiene cinco meses, se duerme (si todo va bien) hacia las ocho y media de la noche. Yo arropo su cuerpecito con el mío, pongo el edredón sobre su cabecita para que ella esté a oscuras, le doy el pecho, y yo sostengo el libro con la otra mano y lo voy leyendo…».

Nunca imaginé tanta ternura. Cuando llamé a mi libro «Are You Somebody?» (¿Eres tú alguien?) lo hice principalmente para defenderme de lectores hostiles que criticarían mi desfachatez de hablar de mí misma, «¿Quién se cree que es?» Nunca creí que el libro despertaría tanto cariño.»

[pp. 23, 257, 216]

Humor

«Soy libre. Puedo elegir el banco que me exprima; la cadena de televisión que me embrutezca; la petrolera que me esquilme; la comida que me envenene; la red de telefonía que me time; el informador que me desinforme y la opción política que me desilusione. Insisto: soy libre.» [Forges]

Me contáis

El refrán de la vez pasada, «El cuervo se posó y la rama se rompió» me ha traído comentarios…, por cierto esperados. Todos los contrastes sacuden. Descartar la causa y efecto entristece a Aristóteles. Si todo «sucede» y «nadie hace nada», ¿en dónde estamos?.

Todos los sistemas son muy atractivos al comenzarlos…, y muy confusos al profundizarlos. O muy convincentes al proponerlos, y muy escurridizos al practicarlos. Somos muy limitados. De ahí viene el consuelo de oír otras voces, contemplar otras experiencias, abrir otras ventanas. No para discutir o para convencer a nadie. Pero sí para aprender lenguajes que pueden ayudarnos a expresar la diversidad de nuestros sentires.

Oigamos a todos para entendernos mejor a nosotros mismos.

Salmo

Salmo 55 – Caminar en tu presencia
Para que camine en tu presencia.

Vivir es caminar. Moverse, seguir adelante, abrir camino y otear horizontes. Quedarse quieto no es vivir; es pasividad, inercia y muerte. Y correr tampoco es vivir; es atropellar acontecimientos sin tiempo para saber lo que son.

El caminar mantiene mis pies en contacto con la tierra, mis ojos abiertos al vivo paisaje, mis pulmones llenos de aire nuevo a cada paso, mi piel alerta al saludo del viento. A cada instante estoy del todo donde estoy, y del todo moviéndome al instante siguiente en el flujo constante que es la vida. Caminar es el deporte más agradable en la vida, porque vivir es la cosa más agradable del mundo.

Y mi caminar es caminar contigo, Señor; a tu lado, en tu presencia y a tu paso. Caminar en la presencia del Señor: eso es lo que quiero que sea mi vida. El lujo exquisito del paso reposado, la tradición perdida de andar por andar, la compañía silenciosa, la común dirección, la meta final. Caminar contigo. De la mano, paso a paso, día a día. Sabiendo siempre que tú estás a mi lado, que caminas conmigo, que disfrutas mi vida conmigo. Y cuando pienso y veo que tú disfrutas mi vida conmigo, ¿cómo no la voy a disfrutar yo mismo?

Me has salvado de la muerte,
para que camine en tu presencia a la luz de la vida.

Seguiremos caminando, Señor.

 

Día 15
Os cuento

Tres favores

Se ofreció a llevarme al aeropuerto. Se adelantó a que yo tuviera que pedírselo a alguien del grupo. Yo estaba seguro de que alguien me llevaría de todos modos, pues todos acabábamos juntos aquel taller de fin de semana que yo estaba dirigiendo, y muchos irían al mismo sitio y nunca faltaría alguien que tuviera sitio en el coche y me acomodara a mí a su lado. Pero este muchacho lo hizo por iniciativa propia, sin que yo le pidiera nada, y bien a tiempo antes de la salida. Le di las gracias de verdad y quedé con él. Me llevaría él en su coche al aeropuerto.

Experiencia tengo yo de estas ocasiones, y una pequeña sospecha sí que me quedó. Siempre hay alguien en estos seminarios que quiere hablar conmigo al final para plantear cuestiones personales o discutir algún punto controvertido. Sospeché que este muchacho quería hablar conmigo de algo, y el camino juntos al aeropuerto le serviría de marco para la conversación privada. Era postura legítima, y lo menos que yo podía hacer para agradecer su favor era prestarme a hablar con él durante la hora escasa que duraba el trayecto por carretera.

Pero me equivoqué. Acabó el curso. Llegó el momento. Nos despedimos todos. Subí a su coche, en el que íbamos los dos solos, él al volante y yo a su lado. Salimos a la autopista con tráfico suelto y velocidad tranquila, y disfrutábamos del paisaje verde y abierto. Intercambiamos un par de frases sobre nada en particular. Se hizo un silencio, y yo esperaba que él abordase a su manera el tema que pensaba tratar conmigo.

Pero él no habló. Volvimos a hacer algún comentario intrascendente. Pero nada de temas serios, de consulta preparada, de preguntas profundas. Solo la carretera y el paisaje. Y los kilómetros que pasaban.

Casi me sentí defraudado de que no «aprovechara» él esos momentos en que me tenía a su disposición. Pero pronto comprendí su sabiduría. Su oferta había sido desinteresada. Me llevaba sin más, como un favor, y no pedía nada a cambio. No quería la respuesta a ninguna pregunta delicada, o mi opinión sobre un tema controvertido, y ni siquiera que le firmara un libro. Sencillamente me hacía el favor de llevarme en su coche. Me relajé y disfruté a gusto del paisaje.

Llegamos. Y se lo dije. Me contestó que no le había pasado por la cabeza aprovecharse de la ocasión. Le dije me había hecho un favor con llevarme, otro con no hacerme hablar, y otro con enseñarme a no pensar mal de la gente. Se despidió y no volví a verlo. Él había sido el verdadero director de aquel seminario.

La Madre Superiora

[Nuala O’Faolain dejó el colegio de monjas irlandesas estrictas en que se educó de pequeña «llena de resentimiento profundo contra él», y no volvió en treinta años. Luego, un día, lo visitó inesperadamente:]

«Hay ahora un pequeño museo abierto al público en uno de los pabellones del colegio. Un día, no hace mucho tiempo, iba yo en coche por Monaghan, y pensé podía echar un vistazo al patio oculto y al pasillo tras los cristales -escenario de tantos acontecimientos épicos en mi adolescencia- sin encontrarme con nadie.

Pero, al pasar rápidamente por el museo, una monja bajó volando por una escalera de incendios y gritó, ‘¡Nuala, Nuala!’, con alegría evidente en su voz. No podía creérmelo. ¡Alguien en este mundo se acordaba de mi nombre después de tanto tiempo! De esta monja en concreto me acordaba yo con sincero afecto. Me había enseñado lenguas con claridad y vigor. Pero luego ella me agarró del brazo y me llevó, a pesar de mis protestas, a ver a la horrible bruja que había sido la Madre Superiora en mi tiempo, y ésta me sorprendió más todavía. ‘Estamos tan orgullosas de todo lo que has hecho, Nuala, y es maravilloso verte tan bien ahora; tú tendrás…, a ver…, tú cumplirás pronto los cuarenta y siete, ¿no es así?’

¡Esta mujer, entre todo el mundo, se acordaba de mi cumpleaños! Me llevaron a la sala de visitas y me dieron té como en familia. Después ayudé a aquella antigua superiora, la Madre Dorotea -pequeñita y débil ahora- a ir a la capilla donde ella rezó una oración mientras yo permanecía transfigurada. Luego me besó, y yo salí corriendo, me metí en el coche, me doblé sobre el volante y lloré tanto que no podía conducir.

Por fin arranqué, y al cabo de una milla o así vi una cabina telefónica. De allí llamé a mi amiga Marian que había estado en el mismo colegio diez años después de mí, y que conocía bien el miedo que la Madre Dorotea había metido a tantas generaciones de chicas. Le dije entre sollozos por el teléfono: ‘Estábamos equivocadas, Marian. Nos querían de veras. Entendían a las chicas; ¡sólo que no lo dejaban ver!’

Marian contestó: «Ya tenemos a nuestra primera revisionista.»

[«Am I Somebody?», p.38]

Signos de los tiempos

«Unos recuerdan los años según los coches que tuvieron, otros según los empleos que desempeñaron, o los sitios en que vivieron, o las novias con quienes salieron. Yo cuento los años por los ordenadores que he tenido.» [Linus Torvalds, fundador de «Linux», «Just for Fun», p.39.]

La mandarina

«La intensidad del placer que experimentéis al degustar esta mandarina recién cortada que os ofrezco depende de vuestra concentración. Si os habéis liberado de la ansiedad y las preocupaciones, la disfrutaréis mucho más. Si sois presa de la ira o del miedo, la mandarina puede no ser muy real para vosotros.

Un día ofrecí una cesta de mandarinas a un grupo de niños. Se pasaron la cesta, cada niño tomó una mandarina y la puso en la palma de su mano. Cada uno miraba su mandarina e invité a los niños a que meditaran sobre el origen de la misma. Vieron no sólo su mandarina sino también a la madre de ésta, el árbol de las mandarinas. Con ayuda, empezaron a visualizar las flores al sol y bajo la lluvia. Luego vieron cómo caían los pétalos y brotaba el diminuto fruto verde. Siguieron las lluvias y la luz del sol y apareció una pequeña mandarina. Alguien la recolectó y la mandarina había llegado a nosotros.

Después, invité a los niños a que mondaran lentamente su mandarina, a que se fijaran en su tacto y su fragancia y a que se la llevaran a la boca y la degustaran concentradamente, con plena conciencia de la textura y del sabor del fruto y del jugo que estaban tomando. Comimos muy despacio.

Puedes llegar a las profundidades de una mandarina si la contemplas. En una mandarina puedes ver el universo entero. Mondarla y olerla es maravilloso. Tómate tu tiempo para comer una mandarina y sé feliz.

Cada pedacito de comida contiene la vida del sol y de la tierra.»

[Thich Nhat Hanh, «Hacia la paz interior», pp.34, 38]

Cuento sufí

Un hombre entró enloquecido en la casa de un derviche, forzó la puerta y gritó: «¡Deprisa, deprisa! ¡Hay que hacer algo! ¡Un mono acaba de coger un cuchillo!»

El derviche le respondió: «No te preocupes. Mientras no lo coja un hombre…» [«El círculo de los mentirosos», Jean-Claude Carrière, p. 101.]

Me contáis

Este breve mensaje me ha emocionado. Me llega a través de esta página Web, sin mencionar nombre ni dirección del remitente, y especificando que «no deseo que mi nombre aparezca en la respuesta». Al llegarme a través de la Web, yo no puedo contestarle, pues al no saber su dirección, mi único recurso sería «Contestar al autor», que lo haría automáticamente a su correo electrónico. Pero si lo hago así, la respuesta irá al servidor de la Web, y allí se quedará sin llegarle a él. Y todo esto lo ha hecho esa persona por delicadeza, para no obligarme a darle una respuesta, para decir con toda sencillez lo que quiere decir sin causarme ningún compromiso. Y el mensaje es también lo más corto posible. Dice solamente: «Su página es muy buena.»

Agradezco con toda el alma ese toque tan delicado, tan sencillo, tan enternecedor. Me anima a seguir escribiendo. «Gracias. Tu mensaje es muy bello.»

Salmo

Salmo 56 – Tus planes sobre mí
Invocaré al Dios Altísimo,
al Dios que lleva a cabo sus planes sobre mí.

¡Cuánto me consuela, Señor, saber que tú tienes planes sobre mí! Para ti no soy algo inútil. No soy del montón, no soy una creación de rutina, no soy un producto accidental. Estoy en tus pensamientos y en tus planes desde antes del comienzo de todas las cosas. Soy pensamiento en tu mente antes de que las estrellas brillaran y los planetas encontraran sus órbitas en obediencia. Tengo sentido ante ti antes de tenerlo ante mí mismo. Hay un plan para mí en tu corazón, y eso basta para que yo valore mi vida y me atreva a existir. Tú ves donde yo no llego y sabes lo que yo no sé. Tú me conoces y, conociéndome, cuentas conmigo para llevar a cabo tus sueños del Reino. Tienes un plan para mí. Descubrirlo viviéndolo día a día es mi misma definición como persona. Quiero ser yo mismo, en fe cotidiana, hasta encontrarme a mí mismo en ti. Esa es mi vida.

No sólo tienes planes sobre mí, sino que los llevas a cabo. A pesar de mi ignorancia, mi debilidad, mi pereza y m inconstancia, tú llevas a cabo tus planes y cumples tu promesa. Nunca me fuerzas, pero me llevas cariñosamente, con la ayuda de tu gracia, en el misterio que respeta mi libertad y consigue sus propósitos. Tus planes no fallarán y tu meta se alcanzará sin falta. Mi propia vida descansa en la perspectiva cósmica de tu infinita providencia. La partícula de polvo se ha hecho estrella resplandeciente. Soy parte de ese firmamento glorioso, y dejo que su belleza y su majestad se reflejen en la pequeñez de mi ser. Entonces siento el poder de la creación que fluye en mis entrañas, y me lleno de alegría y de fe para levantar la voz en el concierto del universo. He encontrado mi puesto en el mundo, porque he encontrado mi puesto en tu corazón. Y éste es mi cántico:

Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme.
Voy a cantar y a tocar:
Despierta, gloria mía;
despertad, cítara y arpa,
despertaré a la aurora.
Te daré gracias ante los pueblos, Señor,
tocaré para ti ante las naciones:
Por tu bondad que es más grande que los cielos,
por tu fidelidad que alcanza a las nubes.
Elévate sobre el cielo, Dios mío,
y llene la tierra tu gloria.

Día 1
Os cuento

El baño en el lago

Estaba yo de visita por primera vez en un territorio lejano, y un día que quedaba libre entre charla y charla, el amigo que me había invitado y arreglado todo el programa me propuso fuéramos a un lago, allí famoso, a nadar. Algo me sorprendió la propuesta, pero me gusta el agua, me apetecía el descanso, me agradaba la compañía y acepté.

Eran tierras tropicales, y el baño fue de lo más agradable. Después del baño compartimos un almuerzo en uno de los muchos restaurantes a la orilla del lago, charlamos y descansamos. Entonces mi amigo me dijo con una sonrisa traviesa: «¿Sabes por qué he insistido en que te bañes aquí?» – «¿¿¿???» – «Porque aquí tenemos la creencia que quien se baña en este lago, vuelve a bañarse; y nosotros queremos que vuelvas.» Me reí agradecido y feliz por el cumplido, y seguimos charlando.

Avanzaba ya la tarde cuando fui yo quien propuse que nos diéramos otro baño. Él asintió encantado, y volvimos al agua. Al salir del baño fui yo también el que preguntó con una sonrisa traviesa: «¿Sabes por qué he querido bañarme otra vez?» – «¿¿¿???» – «Porque tenía que cumplir la tradición de volver ya que me había bañado una vez, y ya he vuelto. Ya he cumplido con el mandato. Ahora estoy libre.»

Le expliqué. No es que quiera o no quiera volver. Es que, haga lo que haga, quiero hacerlo en libertad. No quiero sentirme obligado a volver, no quiero atarme con promesas, tradiciones u obligaciones. Si se me da bien volver, volveré con mucho gusto, pero volveré porque querré, no porque tenga que hacerlo. Ya sé que tú lo has hecho por cariño y aprecio, y me gusta tu gesto de haberme traído al lago con la buenísima intención con que lo has hecho. Ahora espero te guste también mi gesto a ti, pues lo comprendes perfectamente.

¿Adivináis el final? Al anochecer nos dimos otro baño. Fue el mejor.

Amistad electrónica

«Quizá no nos veamos cara a cara, pero el correo electrónico es mucho más con un seco intercambio de información. Vínculos de amistad y otros lazos sociales pueden formarse con e-mails.»
[Linus Thorvalds, «Just For Fun», p.249]

«Fuente abierta»

[El mismo Linus Thorvalds, célebre por haber creado un sistema paralelo a Microsoft, «Linux», con la diferencia de ser absolutamente gratuito, «de fuente abierta» para facilitar y compartir el desarrollo de la cibernética en todo el mundo, explica así su motivación y la de los muchos que trabajan en el mismo sentido:]

«Una de las piezas menos comprendidas de todo el complejo de la ‘fuente abierta’ es el hecho de que tantos programadores de primera se dignan trabajar absolutamente gratis. Habrá que explicar su motivación. En una sociedad en que el sobrevivir está ya más o menos asegurado, el dinero no es el gran motivador. Está bien probado que cuando la gente trabaja mejor es cuando está llevada por una pasión. Cuando se divierten. Esto vale tanto de dramaturgos y escultores y empresarios como de ingenieros cibernéticos. El modelo de la ‘fuente abierta’ da a la gente la oportunidad de vivir por lo que les apasiona. De divertirse. Y de trabajar con los mejores programadores del mundo, no con los pocos que están empleados en su empresa. Investigadores de la ‘fuente abierta’ se esfuerzan por lograr el aprecio de sus colegas. Y ésa es la motivación más alta. Parece que Bill Gates no ha entendido esto.» [«Just For Fun», 227]

[Sólo hay una pequeña sombra en el brillante libro. Después de insistir en que no trabaja por dinero y nunca le ha interesado, el autor pone a sus 250 páginas el precio de 28,86 euros (4801,90 pesetas). Y lo llama, eso sí, «Just For Fun», «Sólo para divertirme». Un poco de ‘fuente abierta’ no hubiera venido mal aquí. Aunque sólo fuera para ganar credibilidad.]

La soprano

[William Barclay, hablando del papel que el dolor juega en nuestras vidas, cuenta la historia de una joven soprano que cosechaba éxito tras éxito desde el principio de su carrera aunque sin conseguir la excelencia, y de quien un crítico musical dijo: «Será una gran cantante el día que alguna gran pena entre en su vida.» Y así sucedió. Una tragedia en su familia dio profundidad a su sentimiento y a su voz y a su arte. No recuerdo el nombre de la cantante, pero me vino a la memoria esa cita leyendo la autobiografía de la cantante canadiense Celine Dion:]

«Tenía que comenzar el giro con cuatro espectáculos seguidos para mi querida audiencia de Quebec. La tragedia sucedió en la tercera noche. Mi voz se quebró de repente. Se rasgó como una tira de papel mojado.

Fue como entrar en el vacío, en una obscuridad total. Sentí como si estuviera soplando para hinchar un globo pinchado. En aquel instante creí que ya nunca me volvería mi voz. O que volvería, pero completamente deshecha, cambiada, irreconocible. Durante un solo de guitarra le hice una señal al director de escena que no podía seguir. René [su empresario, y luego marido] salió al escenario a anunciar al público lo que había pasado y asegurarle que yo retomaría el espectáculo más adelante, en unos pocos días o semanas, lo antes posible.

El público comenzó a aplaudir. Se pusieron de pie para manifestarme su cariño y su apoyo. Después de eso, yo me disolví en lágrimas. Todo el mundo entre bastidores estaba llorando o callado.

René entró en mi habitación y tomó mi cabeza en sus manos. Me besó en frente de todos los músicos y los técnicos como si estuviésemos solos en el mundo, he tomó en sus brazos y me acunó en ellos con ternura. Estábamos al pie de la escalera que llevaba al escenario. Él no lloraba.

Él me dijo: «No llores, no llores. Todo irá bien. Ya lo verás.»

Tenía razón. Todo iba a salir bien, pero de hecho aquella experiencia me iba a cambiar toda la vida de arriba abajo, mis hábitos, mi cuerpo, mi mente. Y en consecuencia cambió también mi voz. No exagero. Dicen que siempre hay algo de bien en todo mal. En mi caso concreto, esto fue más que verdad. Yo iba a aprender mucho del accidente que me ocurrió aquella velada de otoño en Sherbrooke. [«My Story, My Dream», p.227]

[Hubo de observar mucho silencio, tratamientos, ejercicios, disciplina, y recobró con creces su voz de escenario en escenario hasta la célebre cinta de la película «Titanic» que le trajo fama mundial.]

Cuento

[La historia del sacrificio de Isaac ha causado dificultades a los biblistas. Así es como una escritora hebrea las resuelve, con imaginación y simpatía femeninas. «Sarah’s Story» por Galina Vromen, abreviada. «With Signs and Wonders», p.137]

Las montañas se empapaban de oscuridad, negras contra el cielo anaranjado, mientras yo molía el grano para el pan de mañana. Abraham se acercaba desde lejos, más despacio que de ordinario, inclinado sobre su bastón, con el cuello colgando de un lado a otro como un pájaro hambriento. Cuando llegó a mi lado, se inclinó y me tocó el hombre como saludo, y yo incliné mi mejilla para tocar la nudosa mano que él ya había retirado. Yo seguí moliendo y él entró en la tienda. Volvió a salir para lavarse junto a la losa en la que reposan las vasijas con agua.

– ¿Ha vuelto Isaac?, me preguntó.
– No.
– Mejor.
– ¿Por qué?
– Porque nos da tiempo para hablar.
– ¿De qué?
– Prométeme que no te alterarás.
– ¿Por qué me voy a alterar? ¿Se ha metido Isaac en algún lío?
– No. No va por ahí. Pero tienes que escucharme sin interrumpirme.
– ¿Qué ha pasado, Abraham?
– Anoche tuve un sueño. Bueno, una visión… de Dios.
– Y ¿qué te dijo Dios?
– Me mandó llevar a Isaac a un monte en Moriah y… sacrificarlo.
– ¿Cómo?, dije incrédula.
– Sacrificarlo, como un cordero.
– ¿Estás loco?
– No lo sé, Sara, pero estoy totalmente seguro de la visión. Y yo, por amor a Dios, he de obedecerle, así como tú, por amor a mí, has de obedecerme a mí. ¡O, Sara! – Y se echó a llorar.

Pensé en Isaac, el milagro de mi vejez, mi gozo ante mi rival Agar y su Ismael, mi alegría de todos los días, el sentido final de mi vida. ¿Y ahora? Me imaginé la escena. Abraham atando a Isaac, levantando el cuchillo, cortando su vena yugular, llenándolo todo de sangre. ¿Podía ser eso la voluntad de Dios? No, decidí. Si eso es lo que Dios quiere, Dios es una vergüenza. No puede ser. Pero ¿qué podía hacer yo?

Oí los pasos de Isaac que llegaba, y su padre que le decía: «Isaac, tengo que ir mañana a ver unos corderos en la región de Moriah, y quiero que vengas conmigo. Saldremos al amanecer.»

Yo estaba alerta, y en cuanto ellos salieron de madrugada, me vestí, cogí algo de harina y agua en un pellejo, desenterré y tomé todas las monedas que teníamos y salí tras ellos sin que me vieran. Tres días y tres noches los seguí. Me encontré con una caravana y compré unos vestidos blancos muy espectaculares que iba a necesitar; gasas azules con hilos de oro.

Encontré a un joven en el campamento, alto y con pelo rojizo que le caía hasta los hombros. Le dije: «¿Quieres ayudarme? Haz sólo lo que yo te diga, y tendrás una buena recompensa. Ayúdame a seguir a esos dos hombres hasta la cima del monte, sin que ellos nos vean. Atrapa un cabrito salvaje cuando veas alguno entre los matorrales, y espera mis órdenes.»

Saqué los ricos vestidos que llevaba en mi bolsa y le dije que se los pusiera. Le expliqué lo que tenía que hacer y él lo hizo a la perfección. El vestido blanco parecía una nube ribeteando su rostro, y los hilos de oro sobre la gasa azul cegaban la mirada al reflejar la luz del sol de mediodía. Parecía un ángel con su larga cabellera roja. Desde allí, él habló:

– Abraham, Abraham.
– Aquí estoy – contestó Abraham.
– No toques al muchacho. Ya veo que temes a Dios, porque no has perdonado ni a tu único hijo.

El muchacho pronunció estas líneas con una voz sonora, y se retiró hasta que la maleza le ocultó. Yo entonces solté al cabritillo, que echó a correr y se enredó los cuernos en un arbusto. Abraham lo tomó y se lo sacrificó a Dios.

Siempre que Abraham vuelve a contar esta historia como la más extraña de su vida, como le gusta hacerlo, yo me callo y asiento solemnemente con la cabeza, sobre todo cuando él recuerda a todos los que le escuchan que Dios actúa de manera misteriosa.

Me contáis

Me volvéis a preguntar si un cristiano puede practicar el Zen. El Padre Provincial de los jesuitas del Japón, Enomiya Lasalle, no sólo lo practicaba y enseñaba a sus súbditos, sino que llegó a ser Maestro Zen oficialmente certificado, y como tal lo propagó en varios libros muy apreciados tanto por cristianos como por orientales. Yo mismo le oí pronunciar una conferencia hace muchos años, pues fue sobreviviente de la bomba atómica de Hiroshima, y me impresionó su lógica occidental y su paz oriental. De todo nos podemos ayudar todos.

Salmo

Salmo 57 – Sordo a tu palabra
Se extravían los malvados desde el vientre materno,
los mentirosos se pervierten desde que nacen:
llevan veneno como las serpientes,
son víboras sordas que cierran el oído,
para no oír la voz del encantador,
del experto que echa conjuros.

No pienso en otros, sino en mí y en el mal que hay dentro de mí. Me digo a veces a mí mismo que, sencillamente, es que no oigo tu voz, ¿y qué le voy a hacer? No sé lo que quieres de mí, y eso me deja libre para hacer lo que quiera. Excusa vana. Ahora sé que, si no oigo tu voz, es porque me he tapado los oídos. La víbora sorda. La taimada serpiente. Defiende su veneno cerrándose a los encantos de la flauta que toca el experto encantador. Veneno para matar. Veneno para hacerse odiosa y maldita entre todas las criaturas de la tierra.

Me tapo los oídos y me niego a escuchar. Me cierro en mi obstinación, y el veneno del egoísmo fermenta en mis entrañas. Y luego, al hablar, hiero; al tocar, quemo; al presentarme ante otros, me hago temido y odioso. Los que me conocen se dan cuenta de la maldición que llevo dentro y se apartan de mi camino. Me hago víctima de mi propio veneno y me quedo solo, porque me he hecho peligroso.

Ábreme los oídos, Señor. Hazme dócil a tu voz, abierto a tus encantos. Saca todo el veneno que llevo dentro, para que vuelva yo a ser inofensivo y amigo ante todos los hombres, y así lo vean ellos y me admitan en su confianza y su amistad.

No permitas nunca que pierda el contacto contigo. No permitas que interrumpa, aunque sólo sea por un momento, mi comunicación contigo. No me dejes taparme los oídos, volver mi rostro, aislar mi vida. Aun cuando me descarríe y me aparte de ti, no permitas que me vaya tan lejos que no pueda oír tu voz, y sígueme llamando, sígueme invitando a volver a ti. No me abandones nunca, Señor, y no permitas que yo me haga sordo a tu voz.

Afina mi oído, señor. Hazme abierto, alerta, a tono con todo lo que es bueno y bello en el mundo y, sobre todo, a tono contigo, con tu voz, con tu presencia. Quiero aprender a oír, a escuchar, a dar la bienvenida siempre a tu palabra, para que mi propia vida sea la encarnación de tu Palabra en mí.

Día 1
Os cuento

Críticos precoces

Veo un niño pequeño en un cochecito empujado con cariño por alguien que tiene que ser su abuelo. Noto el contraste entre una generación que llega y otra que se va. Y la vitalidad en el rostro del niño que parece enterarse de su entorno y reaccionar ante él con una rapidez y una vivacidad que asombran a los que nacimos y crecimos más despacio.

El abuelo se para y detiene el cochecito. Saca una cajetilla y un encendedor de su bolsillo, prepara un cigarrillo y se dispone a encenderlo. El niño, que todo lo sospecha, mira hacia atrás, ve la acción de su abuelo y con el dedo índice de la mano derecha extendido le hace el gesto repetido de que no lo haga. El abuelo sonríe y hace un gesto de no tener más remedio. Enciende el cigarrillo. Y sigue empujando el cochecito. A lo mejor no le dejan ya fumar en casa.

Cuento eso a unos amigos, y me cuentan de una niña de edad elemental de comienzos de habla, a quien trae su niñera a casa del paseo matinal en el parque, también en cochecito, y al ver a su mamá, la niña señala a la niñera y denuncia la falta: «Ha fumau.» Delata el cigarrillo escondido de la muchacha tímida en el parque público lejos de casa, mientras la muchacha se sonroja. Sabe que no debe fumar junto a la niña.

Pronto se enteran. Pronto saben lo que se debe hacer y lo que no. La campaña anti-tabaco llega temprano. Los niños la recogen con espontaneidad inocente. Da lástima pensar que dentro de poco ellos mismos fumarán con sus compañeros y compañeras.

Vivir el presente
[Según Alicia en «Al otro lado del espejo».]

– Es una mermelada muy buena – dijo la Reina.
– Será. Pero hoy no quiero mermelada – contestó Alicia.
– Tampoco podrías tenerla aunque quisieras. La regla aquí es que se tiene mermelada mañana y mermelada ayer, pero nunca mermelada hoy.
– Con eso, algún día tiene que llegar a mermelada hoy – objetó Alicia.
– No, nunca. Siempre se trata de mermelada al día siguiente, y hoy no es el día siguiente, ¿sabes?
– No lo entiendo. Es terriblemente confuso – dijo Alicia.

Lágrimas israelíes

[El Padre Elías Chacour es sacerdote melkita, palestino residente en territorios ocupados que describe emocionadamente su permanencia heroica en «la tierra a la que pertenecemos», en su libro al que llama precisamente así, «We Belong to The Land», del que cito el siguiente episodio, p.160:]

Una tarde de otoño en 1983 las monjas me llamaron para decirme que una patrulla militar israelí estaba enfrente de la parroquia. Enseguida oí pasos rápidos y pesados en las escaleras de acceso a mi apartamento, seguidos de fuertes golpes en la puerta.

«¿En qué puedo ayudarle?» pregunté al soldado israelí fuertemente armado.

«Padre Chacour, tengo que hablarle rápidamente antes de que los otros soldados suban.» El joven, que tenía pelo negro rizado y ojos castaños muy vivos, entró y cerró la puerta. «¿Usted no se acuerda de mí, verdad?»
«No. ¿De qué debería conocerte?» ¿Cómo iba a saber yo quién era aquel joven judío? ¿Y por qué me llamaba Padre?
«No, no, claro», dijo sacudiendo la cabeza. «Sólo pensé que quizá…, bueno, el caso es que cuando yo era pequeño, usted jugaba conmigo. Usted y mi padre eran compañeros de clase en la Universidad Hebrea.»
¡Claro que sí! Este apuesto soldado era el niño pequeño con el que yo había disfrutado tanto en Jerusalén. Ahora estaba en el ejército, con su metralleta Uzi. «Sí, querido muchacho. Te llamas Gedeón, ¿no es así?»
«Sí, me llamo Gedeón, Padre.» Nos abrazamos, y yo creí que iba a llorar. Aquí estaba aquel tierno niño hecho todo un hombre, y se acordaba de mí.
«Padre, mi jefe y los demás soldados están abajo y quieren hablar con usted. Yo me he ofrecido a traerle a usted abajo. Estamos en patrulla de rutina, y pronto iremos al Líbano. Yo me emocioné cuando caí en la cuenta de que veníamos a Ibillin. Me acuerdo que usted nos contaba cuentos de este pueblo. Sentí repentinamente un gran deseo de verle, Padre, y de expresarle mis sentimientos. Sé por mi padre y por mi propia experiencia que los palestinos son buena gente, no son animales como tantos de mis amigos piensan que son. Yo estoy obligado a estar en el ejército, Padre, pero es muy importante para mí que usted sepa que yo no le odio a usted ni a ningún palestino. ¿Me cree usted?» Sus hermosos ojos castaños estaban llenos de lágrimas. «¡Por favor! ¡Créame usted!»
«Claro que sí, Gedeón, claro que te creo. Que Dios esté contigo y te guarde.»
El joven volvió a abrazarme, y su metralleta me dio en la cadera. Luego me soltó rápidamente, se secó los ojos y abrió la puerta. «Por favor, Padre, ahora venga conmigo abajo. Es mejor que no nos conozcamos.»
«Sí, ya entiendo.» Bajé delante de él los dos tramos de escalera. Abajo nos esperaban varios soldados. «Hola, señores, ¿puedo hacer algo por ustedes?» Tras su breve visita comprobé que se trataba sólo de una patrulla de rutina como Gedeón me había dicho.

Cuento. La torre de Babel

[En versión moderna, no exenta de humor, y con un pequeño toque didáctico al final.]

En un principio, los humanos tenían cada uno su lengua, y se arreglaban cómodamente con ello. Cada uno hacía su trabajo sin molestar ni ser molestado por los demás, cantaba y hablaba consigo mismo, y si algo hacía falta del vecino, se entendían por señas.

Un hombre que tenía cierta imaginación e iniciativa, trazó en terreno abierto los planos de una gran torre que llegara al cielo, y se puso a construirla por su cuenta los fines de semana. Sus vecinos lo vieron, y le indicaron por señas que querían ayudarle, y así la torre fue subiendo cada vez más majestuosa hacia el alto cielo.

Yahvé los vio desde su trono y se alarmó. «Si siguen así», pensó, «van a llegar hasta el cielo y disputarme mi trono. Hay que hacer algo para detenerlos.»

Después de mucho pensar, se le ocurrió el mejor curso de acción. Con su poder soberano unificó de un golpe los lenguajes de todos los hombres y mujeres. Desde aquel momento todos hablaron la misma lengua. Comenzaron a discrepar, a discutir, a enfadarse, a reñir…, y ése fue el final del proyecto de la gran torre de Babel.

Me contáis

[Agustín Villacorta me envía este correo que a él le ha enviado un exalumno suyo, y que hace pensar.]

Si pudiésemos reducir la población de la tierra a una pequeña aldea de exactamente 100 habitantes, manteniendo las proporciones existentes en la actualidad, sería algo así:

Habría 57 asiáticos, 21 europeos, 14 personas del hemisferio oeste y 8 africanos.
52 serían mujeres, y 48 hombres.
Sólo 30 serían blancos, y 70 de un color u otro.
70 no cristianos, y 30 cristianos.
89 heterosexuales, y 11 homosexuales.
6 personas poseerían el 59% de la riqueza de toda la aldea, y los 6 (sí, 6 de 6) serían norteamericanos.
80 vivirían en condiciones infrahumanas.
70 no sabrían leer.
1 persona estaría a punto de morir.
1 bebé estaría a punto de nacer.
Sólo 1 tendría educación universitaria.
Sólo habría una persona con ordenador.

[Y, pregunto yo ahora, ¿cuántos se preocuparían eficazmente por la situación de todos los demás? ]

Salmo

Salmo 58 – Dios, mi fortaleza
Estoy velando contigo, fuerza mía,
porque tú, oh Dios, eres mi alcázar.

Sobre el paisaje horizontal de la llanura sin límites se alza una flecha vertical que apunta a los cielos. Obra del hombre entre dos obras de Dios: cielo y tierra. Es piedra sobre piedra. Altura serena sobre soledad callada. Seguridad en el peligro. Vigilancia de fronteras. Ciudadela, alcázar, fortaleza. Tú eres mi torre.

Símbolo vivo que me da esperanza. Necesito esa torre. Necesito fuerza y valor para enfrentarme a la vida. Necesito firmeza en el pensamiento, en la voluntad, en la acción perseverante que lleva a la victoria. Necesito fe para mantenerme en pie en un mundo hostil. Necesito solidez cuando todo a mi alrededor tiembla y cruje y se desmorona. Necesito saber que hay un sitio donde puedo estar a salvo y desde donde puedo observar los caminos por los que se llega a mi corazón. Necesito una torre en la topografía de mi vida.

Tú, Señor, eres esa torre. Tú eres mi alcázar, mi fortaleza. En ti desaparecen mis dudas, se desvanecen mis miedos y cesan mis vacilaciones. Siento crecer mi propia fortaleza en mí cuando tú estás a mi lado y me comunicas con tu misma presencia la fe y la confianza que necesito para vivir. Gracias, Señor, por esa imagen en mi mente y por esa realidad en mi vida. Tú eres mi fortaleza.

Yo cantaré tu fuerza,
por la mañana aclamaré tu misericordia;
porque has sido mi alcázar
y mi refugio en el peligro.
Y tañeré en tu honor, fuerza mía,
porque tú, oh Dios, eres mi fortaleza.

 

Día 15
Os cuento

«Gracias, jefe»

Yo iba a entrar cuando dos jóvenes juntos salían. La puerta era estrecha y no podíamos pasar los tres al mismo tiempo. Yo estaba más cerca de la puerta, y pensé además que los jóvenes me dejarían pasar por mi pelo blanco. Pero vi que venían con «mucha marcha», y me hice a un lado para cederles el paso. Pasó el primero y siguió adelante. Pasó el segundo, y también siguió, pero antes me miró un momento a la cara, me dio una palmadita en el hombro al pasar y me dijo, «Gracias, jefe», con una sonrisa. No fue más. Pero me alegró.

No se trata de pasar antes o después, no se trata de comparar juventud y vejez, no se trata de ir despacio o deprisa. Se trata de buenos modales. Delicadeza, detalle, simpatía. Es la sal de la vida. Casi no importa lo que se hace, con tal de hacerlo con delicadeza de alma. Yo siempre digo que a mí me puede decir cualquier persona cualquier cosa que quiera… con tal de que lo diga con suavidad. Como el profesor Higgins dice en «My Fair Lady» de los franceses: «A los franceses, de hecho, no les importa lo que dicen, con tal de pronunciarlo como es debido.» Algo así.

El amor al prójimo es la gran virtud de la humanidad. No es probable que nos toque hacer actos heroicos por los demás. Pero siempre podemos dar una palmadita en el hombro y decir una buena palabra.

La calidad de vida no es dinero, es buenos modales. El tacto, el respeto, el caer en la cuenta de que hay otras personas en el mundo además de nosotros. Que hay otros que pasan por la misma puerta, de un lado y de otro. Y que lo importante es no chocarnos unos con otros. Gracias, jefe. Gracias, muchacho.

Humor y trabajos de un actor

Michael Crawford titula su autobiografía, «El paquete llegó bien, atado con cuerdas.» Se refiere al mensaje enviado desde la casa de maternidad donde él nació a su familia, que había de ser cifrado porque su padre oficial no era su padre real, y habían quedado en que si nacía una niña, el mensaje sería «Paquete llegó bien», y que si era niño añadirían «atado con cuerdas.» Llegó niño, y fue en su día estrella de la pantalla y la escena británica, y sigue siendo fuente de humor en todos sus espectáculos. Algunas citas:

«Como buen católico iba a Misa todos los días, y entraba y salía del cofesionario con la regularidad de un reloj de cuco. A veces cambiaba la voz, esperando que el sacerdote no me reconociera. Murmuraba: «Perdóneme, padre, porque he pecado…» Desde detrás de la cortina negra salía una voz suave: «¿No acabas de estar aquí, hijo mío?» Yo contestaba: «Sí, padre, pero es que al salir de la iglesia he tenido otro pensamiento impuro.» Era la primavera, ¿sabéis?, y las chicas llevaban vestidos sueltos.» [p.94]

«Pasé bastante tiempo con John Lennon haciendo la película «How I Won the War» en un sitio cerca de Hamburgo. Allí pude ver de primera mano ese inimaginable mundo de la fama del que la gente habla. Lennon, su empresario, mi mujer y yo íbamos de vez en cuando a Hamburgo a comprar unos vaqueros o un polo. Íbamos en un Mercedes como cualquier otro, que allí hay muchos, pero John tenía que ir tumbado en el suelo del coche hasta que llegábamos a la tienda. Entonces, en un maratón surrealista, abríamos la puerta, John se lanzaba a la tienda, tenía un máximo de cinco minutos para mirar, escoger, probarse, pagar y salir corriendo antes de que sus seguidores lo descubrieran. Alguien lo notaba siempre, y de repente, sin previo aviso, una multitud rodeaba nuestro coche. Es algo que todos hemos oído y hemos visto en las noticias, pero hasta que lo ves de cerca no sabes lo amenazador que es. Miles de manos se alargaban para tocarle, y yo estaba convencido de que nos iban a aplastar y hacernos pedazos.» [p.147]

«A mi mujer, Gabrielle, se le acercaba el parto. Yo había ensayado a diario la ruta de nuestra casa al hospital en coche para estar preparado en cuanto llegara el momento. Llegó. Salimos a toda velocidad en el coche… y me equivoqué de hospital. Marcha atrás. Llegamos a tiempo. Me desinfecté de arriba abajo y entré en la sala. El médico me dijo: «Señor Crawford, ¿puede usted colocarse junto a la cabeza de su mujer y decirle algo?» – «Hola, cariño», le dije, y no se me ocurrió más. Miraba a la desesperada todo el proceso, y cuando apareció la criatura grité entusiasmado: «¡Es un niño! ¡Es un niño!» El doctor me miró con estupor: «Señor Crawford, es una niña.» – «Y entonces, ¿qué es eso?» – «Eso, señor Crawford, es el cordón umbilical.» – «Ah, gracias, es un alivio saberlo.» – «Puede usted marcharse, señor Crawford.» [p.135]

«Tuve que aprender a bailar para actuar en ‘Hello, Dolly!’. Las lecciones de baile fueron una revelación. Cada día estiramientos, hacer zapateado para flexibilizar los tobillos. Pegué gráficos y diagramas en las paredes de la cocina, y ensayaba cinco horas seguidas. Menos mal que la cocina estaba encima de un garaje, porque si no hubiera vuelto locos a mis vecinos. Después de haber pasado cientos de horas con estos ejercicios era como si aún tuviese que empezar. Horas y horas para cada movimiento. Seis meses de prácticas. Y cuando cambié de obra, para el musical «Barnum» tuve que aprender a actuar en un circo de verdad. El día comenzaba con 45 minutos de estiramientos sádicos, seguidos de 40 flexiones de pecho sobre el suelo de cemento. Sólo entonces comenzaba el aprendizaje propiamente dicho. Andar sobre la cuerda floja a mis 39 años. Siete metros de cable a un metro del suelo. Luego a dos metros y medio del suelo. Me caí muchas veces, agarrando el cable en la caída como me enseñaron hasta que tuve callos en las manos. Si no la primera vez, siempre lo conseguía en la segunda. Luego vino el aprender malabarismo, resbalar por cuerdas, montar en bicicletas de una rueda, hacer acrobacias en el trapecio. Todo ello para hablar y cantar en escena.» [pp.226, 291]

«Los médicos descubrieron un bulto en mi pecho izquierdo, e inmediatamente ordenaron una biopsia. ¿Sería cáncer? Decidí no decírselo a nadie. Me sentí solo. Fue cuando al entrar en el hospital tuve que rellenar unos papeles en los que una pregunta era: ‘Nombre de la persona a quien notificar en caso de emergencia.’ No podía poner a mi frágil abuela de 93 años. Tampoco a mi mujer, de quien me había divorciado. Ni a mi compañera de entonces, que era muy cercana pero no vivíamos juntos. Escribí el nombre de mi agente teatral. Por fin me enviaron el informe. ‘No hay malignidad.’ Nunca he olvidado la experiencia de estar tumbado en esa cama solo y asustado. Fue un don a su manera. Caí en la cuenta de que se me había dado una oportunidad para hacer algo con la vida. Estaba vivo y con buena salud. Tenía suerte.» [p.258]

El administrador de correos

[El cuento más célebre de Rabindranath Tagore, abreviado.]

El primer lugar donde el administrador de correos fue destinado a su cargo era Ulapur. Aunque el pueblo era pequeño, había cerca de él una fábrica de añil, y el propietario, un inglés, había conseguido que se estableciera allí el correo.

Nuestro empleado de correos era de Calcuta, y en esta aldea apartada se sentía como pez fuera del agua. Estaba muy solo y sin mucho que hacer. Su sueldo era mísero y tenía él mismo que hacerse la comida que compartía con Ratan, una chiquilla huérfana de la aldea, que le hacía lo más imprescindible.

– ¡Ratan!
– Señor, ¿me has llamado?
– ¿Qué estás haciendo?
– Iba a la cocina a encender la lumbre.
– Déjate ahora de lumbre; enciéndeme primero la pipa.

Un mediodía, durante una pausa de las lluvias, sopló un viento suave; la olorosa emanación de la hierba y las hojas mojadas bajo el cálido sol se sentía sobre el cuerpo como el alentar caliente de la tierra cansada. El administrador de correos no tenía nada que hacer. El relucir de las hojas recién lavadas y las nubes dispersas que se alejaban eran cosas dignas de ver, y él las miraba y se decía: ¡»Ay, quién tuviera aquí un solo ser querido, una sola persona cariñosa próxima a mi corazón!» Dio un suspiro y llamó:

– ¡Ratan!
– ¿Me está llamando, señor?
– Se me ha ocurrido enseñarte a leer.

Y se pasó lo que quedaba de tarde enseñando a la niña las letras. En pocos días, Ratan llegó hasta las consonantes dobles.

Una mañana muy oscura, la discípula del administrador que había estado en la puerta mucho tiempo, esperando que él la llamase, no oyéndolo como de costumbre, cogió su libro lleno de hojas dobladas, y entró muy despacio. Su amo estaba en el catre y, pensando que descansaba, iba ya a irse de puntillas cuando oyó de pronto su nombre;

– ¡Ratan!
– ¿No estaba durmiendo, señor?
– No me siento bien. Tócame la frente. ¿Está muy caliente?

En la soledad de su destierro y entre lo tenebroso de las lluvias, su cuerpo doliente necesitaba un poco de cuidado y ternura. Quería recordar el roce de unas manos suaves, imaginar la presencia de la mujer cariñosa, la madre y la hermana cercanas. El desterrado vio cumplido su deseo. Ratan lo veló junto a su cabecera toda la noche, le hizo un puré y, a cada instante le preguntaba, «¿No se siente un poco mejor, señor?»

El administrador, a quien las fiebres dejaron muy débil, no pudo levantarse en algún tiempo. Un día se decidió: «¡Se acabó! Me tienen que sacar de aquí.» Y escribió de inmediato una carta a Calcuta para pedir su traslado, alegando lo malsano del lugar.

Aliviada de su trabajo de enfermera, Ratan volvió otra vez a su sitio en la puerta; pero ya no la llamaban como antes. La niña repasaba la lección en que se habían detenido, pues lo que más temía era que, cuando su amo la llamase, la encontrara floja en las consonantes compuestas. Por fin, después de una semana, la llamaron un anochecer. Rebosándole el corazón, Ratan se precipitó dentro:

– ¿Me está llamando, señor?
– Me voy mañana, Ratan.
– ¿Adónde se va, señor?
– Me voy a mi casa.
– ¿Y cuándo volverá?
– Ya no volveré.

Ratan no preguntó más. Se quedaron callados. Después de un rato, la niña se levantó y fue a la cocina a hacer la comida; pero no se sentía tan dispuesta como otros días. Tenía en la cabeza muchas cosas nuevas en que pensar. Cuando el administrador terminó de cenar, Ratan le preguntó de pronto: «Señor, ¿no me quiere llevar consigo a su casa?» Él se echó a reír. «¡Qué cosas dices, Ratan!» Pero no creyó necesario explicarle a la niña por qué era absurda su pretensión.

– No te preocupes por que me vaya, Ratan. Yo le hablaré por ti al que venga.
– ¡No, no! Yo no necesito que diga nada de mí a nadie; yo quiero irme con usted.

El administrador estaba atónito. Nunca había visto a Ratan de aquel modo. Llegó a su hora el nuevo administrador, y el antiguo, habiéndole traspasado el cargo, se dispuso a partir. Al irse, llamó otra vez a Ratan, sacó de su bolsillo casi todo el sueldo del mes y le dijo:

– Toma esto para ti; creo que te durará algún tiempo.
– ¡No, señor! Hágame el favor de no darme eso. No quiero que se moleste por mí.

Y se marchó corriendo. El viajero, empujado por el río incesante, tuvo que consolarse con unas reflexiones filosóficas sobre los innumerables encuentros y partidas que cada día se suceden en la tierra, y sobre la gran despedida de la muerte, de donde nadie puede volver.

Pero Ratan no tenía filosofía ninguna y vagaba por la barraca del correo, deshecha en llanto. Quizá en algún rincón del corazón yacía todavía la esperanza de que su señor volvería; y por eso no podía irse de allí.

[Nota: «Ratan» quiere decir «perla».]

Me contáis

Me preguntan una vez más sobre la reencarnación. He escrito un libro entero sobre el tema. Resumo.

La principal razón a favor de la reencarnación es que explica por qué un niño nace en una buena familia con todas las ventajas y posibilidades para una vida larga y sana, mientras que otro niño nace pobre, pasa hambre y muere pronto del sida. Esa desigualdad es resultado de sus acciones, respectivamente buenas o malas, en la vida anterior. El que se portó bien en su vida anterior, merece un buen nacimiento en esta, mientras que quien se portó mal lo ha de pagar con un nacimiento penoso. Sin reencarnación ni vida anterior, es decir, sin culpa ninguna ni mérito por parte de los niños antes de nacer, pues no existían, es difícil explicar su distinta suerte al nacer. Solo queda el decir que esa es la voluntad de Dios, pero es muy duro decirlo.

La principal razón en contra de la reencarnación es la gran injusticia social que encarna. Es decir, que al pobre y enfermo sin su culpa se le dice que, no solo está sufriendo, sino que se lo merece por haber sido malo en su vida anterior. Por eso tampoco hay que ayudarle, pues su hambre y su enfermedad son el castigo que de todos modos ha de pagar por sus pecados de la vida anterior, y cuanto antes lo pague, mejor. El ayudarle no haría más que retrasar el pago de su deuda. Es decir, que además de ser afligido, se le insulta diciéndole que es, o ha sido, malvado, y se prohibe el ayudarle. Esto es intolerable.

Ustedes escogen.

Salmo

Salmo 59 – La ciudad fortificada
¿Quién me llevará a la ciudad fortificada?

Esa ha sido mi oración de toda la vida, mi deseo diario, la meta de todos mis esfuerzos y la corona de mi esperanza. Entrar en la ciudad. Conquistar la plaza fuerte. Atravesar sus murallas, pasar más allá de sus fortalezas, llegar a su mismo corazón; sí, su corazón; no sólo su corazón de asfalto y adoquines en la plaza mayor que rige su mapa y su vida con la vorágine de su tráfico y el esplendor de sus tiendas, sino el corazón de su cultura, su historia, su vida social, su carácter, su personalidad. Quiero entrar en la ciudad. Quiero llegar a su corazón. La ciudad de la tierra como preparación y símbolo de la ciudad del cielo.

Vivo en la ciudad, pero, en cierto modo, fuera de ella. No llego a formar parte de ella, no me identifico con ella, no pertenezco. Me abruma la ciudad. Sí que pago impuestos al ayuntamiento y voto en las elecciones municipales, soy vecino de pleno derecho en mi ciudad, bebo sus aguas y viajo en sus autobuses y en su metro, compro en sus comercios y paseo por sus parques, conozco el laberinto de sus calles y el perfil de sus rascacielos contra las nubes. Y, sin embargo, sé muy bien, en el fondo del alma, que aún no formo parte del todo de esta ciudad que llamo mía.

Soy un extraño en mi ciudad; o, más bien, la ciudad me es todavía extraña. Fría, remota, ausente. La ciudad es secular, y yo, que estoy consagrado a ti, pertenezco a lo sagrado. Cada vez que entro en la ciudad llevo tu presencia conmigo, Señor, y eso hace que mis pisadas sean extranjeras en el tumulto del ruido profano. Yo soy representante tuyo, Señor, y no hay sitio para ti en las capitales planificadas del hombre moderno.

Los baluartes y bastiones de la ciudad moderna contra ti, Señor, y contra mí que te represento, no son muros de piedra o torres almenadas; son más sutiles y más temibles. Son el materialismo, el secularismo, la indiferencia. La gente no tiene tiempo; la gente no se preocupa. No hay sitio para las cosas del espíritu en la ciudad de la materia. No se trata de derrotar ejércitos, sino de conseguir audiencia; no queremos lograr una victoria, sino lograr, sencillamente, que nos oigan. Y eso es lo más difícil de conseguir en este mundo atropellado de hombres indiferentes.

Quiero entrar en la ciudad, no con la curiosidad anónima del turista, sino con el mensaje del profeta y con el reto del creyente. Quiero hacerte presente en ella, Señor, con toda la urgencia de tu amor a la totalidad de tu verdad. Quiero entrar en la ciudad en tu nombre y con tu gracia, para santificar en consagración pública la habitación del hombre.

¿Quién me guiará a la plaza fuerte,
quién me conducirá a Edom?

Solo tú puedes hacerlo, Señor, porque a ti te pertenece la ciudad en pleno derecho. Tus palabras proclaman tu dominio sobre todas las ciudades de la tierra:

Triunfante ocuparé Siquén,
parcelaré el valle de Sucot;
mío es Galaad, mío Manasés,
Efraín es yelmo de mi cabeza.
Judá es mi cetro,
Moab una jofaina para lavarme.
Sobre Edom echo mi sandalia,
sobre Filistea canto victoria.

La ciudad es tuya, Señor. «¿Quién me conducirá a Edom?». ¿Quién me llevará hasta el corazón de la ciudad donde vivo?; ¿quién me hará presente donde ya lo estoy?; ¿quién acabará con el prejuicio y la ignorancia y la indiferencia para abrirle camino a la luz no solo en el secreto del corazón de los humanos, sino en los grupos y las reuniones y las multitudes de las calles abiertas y las plazas públicas? ¿Quién derribará los muros de la ciudad fortificada?

Edom es tuya, Señor. Hazla mía en tu nombre para que pueda devolvértela, consagrada, a ti.

Día 1
Os cuento

Idas y vueltas

En la autobiografía del premio Nobel V.S. Naipaul [«Finding the Centre», p.53] leo que a principios del siglo pasado fueron bastantes indios de la India a trabajar en la isla de Trinidad en las Antillas (donde él nació), y al acabar su contrato tenían derecho a ser repatriados gratis a la India. No era fácil, pero al fin llegó un barco, el «Ganges», y en él, tras una travesía de siete semanas volvieron a la India, a Calcuta, más de mil repatriados, aunque muchos más quedaron en Trinidad esperando. Al año siguiente volvió el «Ganges» a Trinidad, y volvió a llenarse con otros mil repatriados. Al llegar estos a Calcuta se encontraron con una sorpresa que les hizo pensar. En el mismo puerto de Calcuta estaban cientos de los emigrantes que habían vuelto el año anterior de Trinidad, esperando al buque para que volviera a llevarlos a Trinidad.

¿No será que siempre pensamos que estaremos mejor donde no estamos?

Graffiti
[Lo divertido en la siguiente cita es que se escribió el año 1877. Está en la novela de Thomas Hardy, «The Return of the Native», p.125]

«¿Con que ideas extrañas, eh? Ya es el colmo eso de enviar a la gente al colegio estos días. No hace más que daño. Cada poste y cada puerta que veas tendrá de seguro alguna palabrota escrita con tiza por esos jóvenes degradados. A una mujer ya le daría vergüenza pasar por ahí. Si no les hubieran enseñado a escribir, no escribirían esas bajezas. Sus padres no podían hacerlo, y el país andaba mucho mejor.»

El fruto de la inmortalidad

Tras muchos esfuerzos, el rey Bhratruhari había conseguido apoderarse del fruto de la inmortalidad: quien lo comiera, no moriría jamás; pero solo una persona podía comerlo. Dio pues el rey el fruto a quien más amaba, a su esposa y reina Pingalá para hacerla inmortal.

Pero la reina estaba secretamente enamorada del auriga real, y en vez de tomar ella misma el fruto de la inmortalidad, prefirió dárselo a su amante.

El auriga por su parte le estaba haciendo la corte a una de las sirvientas de palacio, y para ganarla le obsequió con el fruto.

A su vez la sirvienta, con la esperanza de lograr una buena recompensa, le ofreció el fruto de la inmortalidad al mismo rey.

Se sorprendió el rey sobremanera. Mandó investigar el recorrido del fruto de la inmortalidad, y al saber toda la verdad y caer en la cuenta de la futilidad del amor humano, abandonó el trono y la capital, se fue a la selva y se hizo ermitaño.

No se sabe quién se comió el fruto por fin.

Lo que quedó sin decir

[«The Condemned», por Kate Roberts, «Welsh Short Stories» , p.10, abreviado.]

Le había preguntado al doctor, aunque ahora se arrepentía. No sabía qué le hizo insistir en saberlo. No era valor, desde luego, porque amaba a la vida y temía a la muerte. Temía la vaciedad del morir. Cuando el doctor le dijo que podía dejar el hospital a los diez días, un cierto instinto perverso que preveía lo peor, le movió a Dafydd Parri a insistir y saber por qué. Cuando oyó que su caso ya no tenía remedio, que el tumor que llevaba dentro había crecido demasiado -¡oh, si el doctor lo hubiera cogido dos años antes!- un sentimiento de vacío le recorrió todo el cuerpo de la cabeza a los pies. Cuando volvió en sí, lamentó no haber muerto en aquel momento.

Su primer deseo fue volver a su casa y a Laura. ¿Cuánto sabría ella? Dafydd volvió a casa como un prisionero desde la cárcel. No quería ver a nadie y no quería ser visto por nadie. A la mañana siguiente fueron las voces de sus dos hijos hablando calladamente con su madre lo que le despertó. No podía definir sus propios sentimientos.

Laura metió la cabeza por la puerta del dormitorio. «¿Estás despierto? Vine hace un rato pero estabas dormido. Has dormido bien?» «Sí, muy bien.» «Te traigo una taza de té», dijo ella alegremente, y enseguida estaba de vuelta con una taza de té y una tostada en una bandeja. «¿Te sabe bien?», le preguntó. «Sí, muy bien», contestó él mirando al campo por la ventana.

Comenzó a pensar más en Laura. ¿Sabría ella el veredicto del médico? No quería preguntárselo por miedo a que cualquier signo en ella delatara que lo sabía. Pero, ¿cuánto sabría? Se portaba como si no supiera nada. Hacía su trabajo como siempre, alegremente, y le hablaba de cosas de los campos y de la vecindad. A veces le sorprendía a ella mirándole a la cara y a los ojos a la luz, como si examinase su color. Laura estaba ahora más cercana a él y le suponía a él mucho más de lo que le había supuesto desde que eran novios. Ella era una muchacha mona entonces, con su pelo castaño rizado, y aun ahora llevaba muy bien sus cincuenta y cinco años, los mismos que él tenía.

Después de casados, la granja y la vida diaria les había ocupado todo el tiempo, y, como suele pasar con gente del campo, suponían que no había por qué mostrar el amor después de casarse. La vida era lo que importaba después de casados, no el amor. Ahora Dafydd sentía no haber dedicado más tiempo a hablar con Laura. ¡Cuánto mejor hubiera sido para que ahora la ternura pudiese quedar con ella como algo que atesorar! Mirando hacia atrás, ¿qué es lo que habían hecho? Una vida fría y apaciguada, con el máximo placer cuando llegaban a fin de mes con desahogo. Ahora que estaba a punto de perder algo, había comenzado a disfrutarlo. Lo que quería era que se le pasara el dolor para poder hablar con Laura.

Necesitaba a Laura. Quería hablar con ella, hablar de sus días de novios, de la primera vez que la vio en la feria. ¡Que bien lo pasaron al volver de aquel sermón en que él estaba furioso porque el predicador no acababa, y se encontraba mirando más a Laura que al predicador! Quería decirle ahora todas esas cosas. ¿Por qué no se las había dicho antes cuando tomaban el té juntos por las tardes? ¿Por qué su timidez disminuía ahora cuando su debilidad crecía? La próxima vez que Laura viniese al dormitorio, tenía que decírselo.

Cuando ella vino, él acababa de cenar. Había un olor a enfermedad en la cama, y Dafydd tenía mal gusto de boca. Se fijó en Laura, y notó en su cansada cara los rasgos de haber llorado mucho. «Laura, ¿qué te pasa?» «No es nada», contestó ella apartando la cara. Él la tomó de la mano y la volvió hacia sí. En su rostro vio que ella sabía el veredicto del médico. Pero no pudo articular una palabra. No se acordaba de lo que quería decirle.

[Moraleja: Si amas a alguien, díselo]

Me contáis

«Nuestra hija, de 17 años, quiere asistir a un curso en un centro budista. Somos familia católica y nos preocupa que esa experiencia pueda afectar su fe.»

Lo primero que me ocurre deciros es que, desde un punto de vista puramente psicológico, prohibirle la experiencia a vuestra hija sería contraproducente. La prohibición no haría más que aguzar el deseo y crear conflictos. Pero hay más. La «fe de invernadero» en que se nos educó a nosotros no es ni la más acertada ni posible ya ahora. La verdadera fe no consiste en aislarse sino en abrirse. No se fomenta negándose a mirar por el telescopio de Galileo sino atreviéndose a mirar por él. No se niega a estudiar a otras religiones, sino que trata de aprender lo que nos pueden enseñar. «Probad todo, y adoptad lo bueno», dice san Pablo (1 Tesalonicenses, 5,21). Yo, personalmente, creo que el budismo ha enriquecido mi propia vida, y disfruto leyendo literatura Zen. Y, otra vez psicológicamente, si yo estuviera en vuestro caso creo que la animaría positivamente a que fuera y a que me contase de vuelta todo lo que ha vivido. Eso es lo mejor para la familia y para la fe.

* * *

Varios me habéis vuelto a preguntar sobre la reencarnación, después de lo que mencioné en la última Web. Me divierte el tema, precisamente porque no me preocupa; no me molesta, como ha creído alguno. Alguien me dice que he expuesto claramente ambas posturas y luego me pregunta: «Bueno, ¿y usted qué cree?» Eso me divierte más todavía. En primer lugar, creo que a nadie debería importarle lo que yo creo. Ni yo quiero influenciar a nadie. Que cada cual se forme su criterio. Tampoco tengo dificultad en decir lo que creo. No creo en la reencarnación. Pero tampoco creo nunca en imponerle mis creencias a nadie. He vivido toda mi vida en la India entre gente que cree en la reencarnación, y me ha ido muy bien con todos, y a todos conmigo. Mi libro sobre la reencarnación acaba con el cuento de aquel monje Zen a quien preguntaron:

– Maestro, ¿qué hay después de la muerte?
– No lo sé.
– Pero usted en un maestro Zen.
– Sí, pero no soy un maestro Zen muerto.

Tengamos buen humor por lo menos.

Nota: Cuando me escribáis a esta página Web, poned por favor siempre vuestra dirección de correo electrónico, como allí lo indico. A veces recibo comunicaciones a las que sí deseo responder, como siempre lo hago, pero que son de carácter más personal y no se prestan para ponerlas en público, y si vienen sin dirección me quedo sin poder responder. Gracias por vuestra colaboración.

Salmo

Salmo 60 – Mi tienda en el desierto
La vida es un desierto, y tú, Señor, eres mi tienda en medio de él. Siempre estás dispuesto a protegerme de los rayos del sol y de los torbellinos de arena en la tormenta. Pronta ayuda y seguridad fiel. Si no tuviera la promesa de la tienda, no me adentraría en la hostilidad del desierto.

Me enseñas con imágenes. Te has llamado a ti mismo mi roca, mi torre, mi fortaleza, y ahora mi tienda. En la roca y en la torre hablaste de fuerza y poder, y ahora en la tienda hablas de accesibilidad, de cercanía, de estar juntos en la intimidad de un espacio reducido a través de las mil vicisitudes de la travesía del desierto.

Tu templo es tu morada oficial para todo tu pueblo, y a él acudo con ilusión y alegría mezclado entre la multitud de los días de fiesta y cantando con todos los fieles los cánticos de tu alabanza en la majestad de tu presencia. Pero ahora tu tienda es la cita íntima, el encuentro personal, el lugar secreto. A él acudo con la gratitud por tu llamada, con la emoción de la expectativa, con la esperanza de ver tu rostro y oír tus palabras. Al templo puedo ir en cualquier momento, y en las grandes fechas de tus festivales populares. A tu tienda solo puedo acudir cuando tú me invitas en la libertad de tu amistad y en la oportunidad de mis caminos. Tu templo está fijo en medio de tu ciudad. Tu tienda me sorprende a la vuelta de una duna en el desierto cuando yo creía que me había perdido en las arenas de la vida. Allí me esperas tú para darme fuerzas, dirección y cariño.

¡Bendito sea el desierto que me acerca a ti en la sombra de tu tienda!

En la roca inaccesible para mí colócame;
pues tú eres mi refugio,
torre potente frente al enemigo.
¡Que yo sea siempre huésped de tu tienda
y me acoja al amparo de tus alas!
Porque tú, oh Dios, oyes mis votos;
tú otorgas la heredad de los que temen tu nombre.

 

Día 15
Os cuento

Podemos pero no queremos

Una mamá con dos niñas muy pequeñas de la mano esperaba el cambio de luz en el semáforo. Parecían gemelas igualitas en estatura, en pelo, en los vestidos. Blusas de manga corta acabada en encaje blanco. Hacía frío y se levantó un viento algo desagradable. Yo noté el escalofrío ascendente por mis brazos al aire. Al mismo tiempo oí el siguiente diálogo entre la madre y las gemelas:

– ¿Tenéis frío?
– …
– Se os ha preguntado. Podéis responder.
– Sí, podemos pero no queremos.

Me quedé con el diálogo. «Podemos pero no queremos.» Toda una declaración de independencia. Y a bien temprana edad. Iban obedientes de mano de su madre. Pero el lenguaje suelto denotaba ya un temple personal. Preferían no hablar aunque tuviesen frío. Algo había pasado entre ellas y su madre aquella mañana. Y además habían hablado al unísono. Toda una conspiración contra el estado.

Aunque su madre también se lo puso fácil. Frase impersonal, «Se os ha preguntado», en vez de construcción directa, «Os he preguntado.» Pierde fuerza la forma intransitiva. Y luego verbo facultativo, «Podéis responder», en lugar de legítima urgencia, «Haced el favor de contestar.» Todo el diálogo, tanto de parte de la mamá como de las niñas, respiraba tensión contenida. Si tan de pequeñas empiezan las tensiones en casa, ¿qué no les sucederá de mayores? El lenguaje declara las actitudes y las refuerza. Llevan buena gramática las pequeñas.

Para colmo, yo estaba seguro de que las niñas tenían frío. Como yo lo tenía. Pero se lo aguantaron antes que entablar diálogo amistoso con su madre y dejarse abrigar. Y la madre, que sin duda también sentía el viento, les dejó que tuvieran frío. Pleno estado de guerra doméstica.

El semáforo cambió a verde, y todos avanzamos. Las perdí de vista.

Los tomates y el divorcio
El doctor Bernie Siegel cuenta que su mujer se le quejaba una y otra vez porque él metía los tomates en el frigorífico. Él le escribió entonces un poema titulado, «Divorcio»:

«Los tomates no se guardan en el frigorífico.
Lo he hecho otra vez.
Mi esposa nunca me lo perdonará.
Nuestro matrimonio hace aguas
Porque ronco,
pongo los tomates en el frigorífico
y camino y como demasiado deprisa.
Nuestro abogado no sabe cómo conseguir
que lleguemos a un acuerdo válido,
por mi crueldad.
Nos sugiere que nos amemos y tratemos de solucionarlo
y que no vuelva a meter los tomates en el frigorífico.
Leo esa sugerencia a mi mujer
y se echa a reír.
La amo cuando ríe
y olvida los tiempos difíciles.
Hemos despedido al abogado,
y he sacado los tomates del frigorífico.»

Su mujer lee el poema, se ríe, y juntos sacan los tomates del frigorífico. [«Consejos para vivir feliz», p.41]

Ni por mil marcos

[Isadora Duncan, que revolucionó la danza en América a principios del siglo pasado, vivió muchos años en la pobreza y pasó hambre con toda su familia; pero no cedió en su empeño por la excelencia, que le dio la satisfacción personal y la fama universal. Un episodio de su autobiografía, p.64]

«Aunque mi danza era ya conocida y apreciada en muchos sitios, mi situación económica era precaria. Me preocupaba terriblemente de donde sacar el dinero para pagar el estudio, y no teníamos carbón para la estufa. Recuerdo haberme pasado horas enteras, sola y helada en medio de tanta pobreza y privación, en el desnudo salón, esperando que me llegase la inspiración para expresarme con la danza.

Un día, cuando estaba así de pie y desolada en medio del salón, entró un caballero muy florido con un cuello de piel cara en su abrigo y un anillo de diamantes. Me dijo: «Vengo de Berlín. Nos hemos enterado de su arte y vengo de parte de la sala de fiestas mayor del mundo para contratarla a usted de inmediato.» Se frotó las manos de satisfacción como si me estuviese ofreciendo el mundo entero. Yo me encogí como un caracol en su concha y contesté: «Gracias. Jamás llevaría yo mi arte a una sala de fiestas.» Él exclamó: «Usted no ha entendido. Los mejores artistas pasan por nuestra sala, y habrá mucho dinero. De entrada le ofrezco quinientos marcos por noche, y luego más. Desde luego que tiene usted que aceptar.» Contesté enfadada: «De ninguna manera.» Él insistió: «Pero eso es imposible. No puedo aceptar una negativa. He traído el contrato preparado.» Pero yo también insistí: «No. Mi arte no es para salas de fiestas. Ahora márchese y déjeme en paz.»

Volvió el día siguiente y el siguiente, y acabó ofreciéndome mil marcos por una noche durante un mes entero. «¿Rehusa usted mil marcos por noche?» me preguntó sin aliento. «Desde luego que los rechazo. Y rechazaría diez mil y cien mil. Yo busco algo que usted no entiende. He venido a Europa a traer la Belleza y lo Sagrado del cuerpo humano a través de la danza, y no a bailar para divertir a unos inútiles mientras de atracan de manjares en la cena.» Y cuando se marchaba, añadí: «Algún día iré yo a Berlín, y espero bailar en un Templo de la Música, en un buen teatro acompañada de su Orquesta Filarmónica, y por más de mil marcos.»

Mi profecía se cumplió, y ese mismo empresario tuvo la gentileza de traerme un ramo de flores tres años más tarde, cuando bailé en la Krol Opera House con la Orquesta Filarmónica de Berlín, y el teatro entero se vendió por más de veinticinco mil marcos. Reconoció su error con gentileza y me dijo: «Tenia usted razón, noble dama. Le beso la mano.»

A pesar de todo, por entonces no teníamos dinero. Ni el aprecio de príncipes ni mi fama en aumento nos traían lo bastante para comer.»

Dicho africano

«Cuando en África muere un anciano, una biblioteca se quema.»

La diosa de jade

[Cuento chino del siglo doce, reescrito por Lin Yutang en «Famous Chinese Short Stories», p.52. Abreviado.]

Meilan era la única hija del Comisario Chang. Un sobrino lejano, Chang Po, vino a vivir con ellos. No tenía estudios, pero tenía un toque artístico para cuidar flores, y se encargó del jardín, mientras iba también de aprendiz a un taller de jade.

Meilan y Po, inevitablemente se enamoran, aunque su matrimonio era imposible. «Desde que el cielo y la tierra existen, tú fuiste creada para mí y yo para ti», declaman a una voz. Los padres de Meilan no sospechan nada, y le van presentando candidatos a su mano, cada uno más noble y apuesto que el otro. Pero ella los rechaza a todos.

Un día el Comisario decide hacer un buen regalo a la Emperatriz para su cumpleaños. Quería encontrar algo especial, y logra una gran pieza de jade de calidad extraordinaria. La lleva al taller donde Po trabaja, y el maestro le dice que quien mejor podía hacer la talla era Po que había demostrado un arte consumado y un gusto exquisito en su trabajo. El Comisario dice a su sobrino: «Hijo mío, aquí tienes este encargo. Es para la Emperatriz. Si lo haces bien, tienes tu fortuna hecha.» El joven artista palpa el jade, aprecia su calidad, se enamora de su pureza y se propone convertirlo en una imagen de la Diosa de la Misericordia. Sabe que ha de ser la imagen más bella que ojos humanos hayan contemplado nunca. Cuando la acaba, el Comisario la alaba y comenta: «Su rostro se parece al de mi hija Melian.» «Ella ha sido mi inspiración», responde Po. Junto con la estatua, había labrado su futuro.

Los enamorados deciden escapar en secreto. Se van lejos, al sur de la China, donde nadie sospeche de ellos. A Po le atrae otra cosa:

– He oído que hay buen jade en Kiangse, en el sur.
– ¿Es que vas a trabajar en jade?
– Claro. De alguna manera tenemos que vivir. Y yo me he hecho ya un nombre en el oficio.
– Ese es el problema. Te reconocerán por tus obras.
– No. Kiangse está a mil millas de la capital. Estamos a salvo.
– Por lo menos haz una cosa. No hagas maravillas. Conténtate con obras ordinarias, lo suficiente para salir del paso.
– ¿Cómo puedo hacerlo? ¿He de destruir mi arte para salvarme, o he de dejar que mi arte me destruya a mí?
– Ya sé que no vas a poder.
– Escaparemos de la policía.
– De quien tú tienes que escapar no es de la policía, sino de ti mismo.

Melian le anuncia a Po que está embarazada. Ahora tendrán que proteger también al niño. Po abre una tienda de figurillas de barro. Hace cientos de Budas y los vende, pero al pasar por las tiendas de jade se excita por dentro, vuelve a su tienda y destruye todas las figuras de barro. Un cliente entendido en jade le trae un día una figura imperfecta para que la repare. Po se traiciona a sí mismo, y le vende una de sus obras maestras que tenía escondida.

Seis meses después los soldados del Comisario vienen a prenderlos. Po logra escapar, y Melian vuelve con el niño a su casa. Un día el Gobernador de Cantón llega a la capital, habla con el Comisario y le revela que ha traído como regalo para la Emperatriz una figura de jade más bella aún que la Diosa de la Misericordia que el Comisario le había regalado a la misma Emperatriz años atrás. Muestra la pieza, y Meilan se desmaya. El Gobernador de Cantón cuenta como la había conseguido de un artista anónimo que trabajó en ella tres meses, rehusó cobrar nada, dijo que esa estatua era la historia de su vida, y luego desapareció. Todos caen en la cuenta que el rostro de la diosa es el de Meilan. El Gobernador le regala la estatua. Meilan se corta el pelo y se retira de por vida a un convento con la estatua.

Me contáis

¿Cree usted que nosotros los humanos somos capaces de amar incondicionalmente? Y si su respuesta fuera afirmativa, ¿puede darme un ejemplo?

No puedo dar ejemplo porque los humanos, en mi opinión, no llegamos a amar incondicionalmente del todo. El amor es mutuo, y siempre se recibe o se espera recibir algo por el amor que se da. Aunque solo sea la satisfacción que produce el amar a la persona amada, ya es algo que se recibe al dar el amor. El amor de una madre es el más desinteresado, y sin embargo, hasta este mismo, como digo, recibe la satisfacción de poder sacrificarse por los hijos. Más sufre una madre no pudiéndose quedar a velar a su hijo enfermo, que lo que sufriría por pasar la noche en vela cuidándolo. Eso no devalúa el amor, es sencillamente su naturaleza. Lo que queremos decir cuando hablamos de amor incondicional es que queremos quitarle todas las condiciones añadidas, exigidas, artificiales, todas las que pueden quitarse, y que por desgracia son muy frecuentes. Eso sí hemos de procurar hacerlo.

Un compañero mío, sacerdote profesor de Sagrada Escritura, propuso hacer su tesis doctoral en la Universidad Gregoriana de Roma sobre el tema «El amor incondicional de Dios a nosotros». Pero tuvo que cambiar de tema porque no fue admitido. Es verdad que Dios dice bellamente, «Aunque una madre se olvidase del hijo de sus entrañas, yo no me olvidaré de Jerusalén.» (Isaías 49,15). Pero también es verdad que Dios condiciona su aceptación de nosotros a que obedezcamos sus órdenes. Jesús mismo expresó su amistad divina a nosotros condicionalmente: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os digo.» (Juan 15,14). Más nos ayuda la realidad práctica que los ideales imposibles.

Salmo

Salmo 61 – El verdadero amor
Tuyo es, Señor, el verdadero amor.

No hay palabra que usemos más aquí abajo en la tierra que la palabra «amor». El amor es la aspiración más alta, el deseo más noble, el placer más profundo del ser humano sobre la tierra. Y, sin embargo, no hay palabra de la que más abusemos que la palabra «amor». Le hacemos decir bajas pasiones y sentimientos inconstantes, lo manchamos con infidelidad y aun lo anegamos en violencia. Tenemos incluso que renunciar a veces a la palabra para evitar sentidos desagradables. Nos falla el lenguaje, porque nosotros le hemos fallado a la verdad.

Aun cuando me llego a la religión y la oración y a mi relación contigo, Señor, confieso que uso con miedo la palabra «amor». Tu gracia y tu benevolencia me animan a decir «te amo», pero al mismo tiempo caigo en la cuenta de lo poco que digo cuando digo eso, de lo poca cosa que es mi amor, superficial, inconstante, poco de fiar. Soy consciente de las limitaciones e imperfecciones de mi amor, y comprendo entonces que yo también debería abstenerme de usar esa palabra. No encuentro el verdadero amor en la tierra, ni siquiera en mi propio corazón.

Por eso me consuela ahora pensar que al menos hay un lugar, una persona en quien puedo encontrar el verdadero amor, y ese eres tú, Señor. «Tuyo es, Señor, el verdadero amor.» De hecho ese es tu mismo ser, tu esencia, tu definición. «Dios es amor». Tú eres amor, tú eres el único amor puro y verdadero, firme y eterno. Puedo volver a pronunciar la palabra y recobrar su sentido. Puedo creer en el amor, porque creo en ti. Puedo renovar la esperanza y recobrar el valor de amar, porque sé que existe el amor verdadero, y está cerca de mí.

Ahora puedo amar, porque creo en tu amor. Me sé y me siento amado con el único amor verdadero que existe, tu amor infinito y eterno. Y eso me da fuerzas y confianza para entregarme a amar a los demás, a ti primero y sobre todo, y luego, en ti y para ti, a todos aquellos que tú pones a mi lado en la vida. El amor verdadero es tuyo, Señor, y con fe y humildad yo ahora lo hago mía para amar a todos en tu nombre.

Día 1
Os cuento

Animales entendidos

Aparcado en la calle había un Mercedes lujoso y reluciente. Gran coche para andar por la ciudad. Un perro vagabundo se le acercó, lo olió, levantó su pata trasera y orinó sobre la rueda. Se alejó luego con displicencia altiva. Había dado su juicio sobre el coche.

Me recordó la anécdota que se cuenta de Toscanini, el genial director de orquesta. Su mal genio era tan notable como su arte, y lo manifestaba sin remilgos. Un día estaba ensayando Aida de Verdi en el ensayo final con todo el escenario y trajes, y aun con un elefante vivo y verdadero que formaba parte del cortejo acompañado de la célebre marcha triunfal.

El ensayo no iba muy bien, pero el conductor había aguantado hasta entonces. Apareció el elefante, avanzó majestuosamente hasta el medio del escenario, se colocó mirando al público y de espaldas al coro, levantó el rabo y se ensució solemnemente sobre el escenario. Se agitaron los mozos de escena, limpiaron la muestra, acabaron las risas y volvió la calma.

Toscanini había permanecido impertérrito durante todo el incidente. Cuando acabó, se volvió a los cantantes y les dijo: «Les pido mil perdones por lo sucedido. Pero les aseguro que ese elefante es un gran crítico musical.»

El coro de «Nabucco»

El autor de Aida, Giuseppe Verdi, no tuvo comienzos fáciles en la ópera. Su obra primeriza «Un giorno di regno» había sido un fracaso total, y él había entrado en una profunda depresión. Decidió no volver a componer música jamás. El empresario Merelli puso entonces en sus manos un libreto de Temístocle Solera, de asunto bíblico, titulado «Nabucodonosor». Verdi se lo puso bajo el brazo sin el menor interés y salió a la calle. Esto es lo que luego sucedió según él mismo cuenta:

«Caminando por las calles, sentí una especie de malestar indefinible, una tristeza absoluta, una angustia que me hinchó el corazón. Volví a casa y, con un gesto casi violento, tiré el manuscrito encima de la mesa. Al caer en la mesa, el cuaderno se abrió; sin saber cómo, mis ojos se fijan en la página que estaba ante mí, y se me aparece este verso: «Va pensiero, sull’ali dorate.» Recorro con la vista los siguientes versos y recibo una gran impresión. Leo un fragmento, leo dos. Luego, firme en mi propósito de no escribir música, me obligo a mí mismo a cerrar el cuaderno y me voy a la cama. Pero, ¡ay!… Nabuco andaba por mi cabeza, el sueño no venía; me levanto y leo el libreto, no una vez sino dos, tres, tantas que por la mañana se puede decir que me sabía de memoria todo el libreto. A pesar de todo, no quería apartarme de mi propósito, y al día siguiente vuelvo al teatro y le entrego el manuscrito a Merelli. Me dice:

– Precioso, ¿eh?
– Preciosísimo.
– ¡Ea!… pues ponle música.
– Ni en sueños. No quiero saber nada de esto.
– ¡¡Ponle música, ponle música!!

Y diciendo esto, coge el libreto, me lo mete en el bolsillo del abrigo, me coge por los hombros, y de un empujón no solo me saca fuera del despacho sino que me cierra la puerta con llave en la cara. ¿Qué hacer? Volví a casa con el Nabuco en el bolsillo. Poco a poco la ópera fue compuesta. Cuando en el primer ensayo se llegó al «Va pensiero» se hizo silencio en la sala, y todos los operarios abandonaron su trabajo. Cuando el número terminó prorrumpieron en el aplauso más ruidoso que yo haya oído nunca, gritando, «¡Bravo, bravo, viva el maestro!» y dando golpes con sus herramientas en la tarima. En aquel momento supe lo que me reservaba el futuro.»

Responsabilidad ecológica y comunión de los santos

«Es un hecho matemático que cuando tiro una piedra con la mano, altero el centro de gravedad del universo.» Carlyle.

Y, diría yo, es un hecho social que cuando me enojo, me entristezco, o me sonrío y me alegro, altero el centro de gravedad del género humano.

Proverbio africano

«Hace falta un pueblo entero para criar a un niño.»

¡África, alaba al Señor!

[Las alumnas del colegio «Kilakala Girls School» de Morogoro, Tanzania, han hecho la siguiente aplicación a África del «Cántico de los tres jóvenes en el horno» de la Biblia, Libro de Daniel, 2,51-90.]

¡África, alaba al Señor!

Todas tus gentes y tus tierras,
Desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo,
Desde Dar es Salaam a Lagos… ¡Alabad al Señor!

Todas los seres grandes,
El monte Kilmanjaro y el río Nilo,
El valle Rift y la llanura de Serengeti,
Los gordos baobabs y los umbrosos árboles del mango,
Los eucaliptos y los tamarindos,
Los hipopótamos y las jirafas y los elefantes… ¡Alabad al Señor!

Todos los seres pequeños,
Las hacendosas hormigas negras y las pulgas saltadoras,
Los renacuajos coleantes y las larvas de mosquito,
Las langostas voladoras y las gotas de agua,
Los granos de polen y las moscas tse-tse,
Los granos de mijo y los higos silvestres… ¡Alabad al Señor!

Todas las cosas afiladas,
Las puntas del sisal y las altas cañas,
Las lanzas de los Masai y las flechas de los Turkana,
El cuerno del rinoceronte y los dientes del cocodrilo… ¡Alabad al Señor!

Todas las cosas suaves,
El serrín y las cenizas y la lana,
Las esponjas y los mangos maduros, dorados… ¡Alabad al Señor!

Todas las cosas dulces,
La miel silvestre y las papayas y la leche de coco,
Las piñas y la caña de azúcar y los dátiles secados al sol,
La tapioca tostada a fuego lento y el zumo de plátano… ¡Alabad al Señor!

Todas las cosas amargas,
La quinina y el jabón azul,
La lecha agria y la cerveza de maíz… ¡Alabad al Señor!

Todos los seres rápidos,
Las cabras salvajes y los sonoros macacos,
Los cienpieses asustados y los relámpagos… ¡Alabad al Señor!

Todos los seres lentos,
Las jirafas curiosas y las viejas vacas huesudas,
Los camellos marrones jorobados, los corderos que pastan la hierba… ¡Alabad al Señor!

Todas las cosas ruidosas,
Las lluvias de los monzones sobre los techos de hojalata,
Las hienas de media noche y los tambores de los días de fiesta,
Las estaciones de tren y las apretadas paradas de autobús… ¡Alabad al Señor!

Todas las cosas silenciosas,
Las llamas de las velas y los surcos recién sembrados,
Los montones de nubes y las puestas de sol,
Las Pirámides y el Desierto del Sahara,
Los caracoles y las tortugas,
Las cebras que pastan y los leones que acechan… ¡Alabad al Señor!

Todas las criaturas que no habláis,
¡Bendecid y alabad al Señor por siempre jamás!
¡Amén!

[TOWARDS AN AFRICAN NARRATIVE THEOLOGY, p.319]

Me contáis

Alguien me pregunta si con todo lo que leo tengo tiempo de pensar en Dios. Contesto con las niñas de la escuela africana:

Libros y revistas,
periódicos y manuscritos… ¡Alabad al Señor!

Biografías y novelas,
historias y estudios,
poesías y ensayos… ¡Alabad al Señor!

Autores antiguos y modernos,
conocidos y desconocidos,
exitosos y fallidos… ¡Alabad al Señor!

Cartón y papel,
encuadernación y dibujos,
letras mayúsculas y minúsculas,
números de página y notas a pie de texto… ¡Alabad al Señor!

Palabras y frases,
acentos y comas,
subrayados y cursivas… ¡Alabad al Señor!

Diccionarios y gramáticas,
enciclopedias y colecciones,
ediciones de bolsillo y ediciones de lujo… ¡Alabad al Señor!

Catálogos y Ferias del Libro,
bibliotecas y librerías,
escaparates y estanterías… ¡Alabad al Señor!

Correo electrónico,
amigos y curiosos,
cercanos o lejanos,
alegres o atribulados… ¡Alabad al Señor!

Páginas de Internet,
en blanco y negro o en color,
con música o sin ella,
fijas o con animación,
llenas de inspiración o llenas de aburrimiento… ¡Alabad al Señor!

Todo lo que imprime y se lee,
tinta y pantalla,
imprentas y monitores,
teclados y bolígrafos… ¡Alabad al Señor!

Lectores y lectoras que leéis esto,
conocidos o desconocidos,
viejos o jóvenes,
serios o divertidos,
apurados o relajados,
devotos o escépticos,
animados o desanimados… ¡Alabad al Señor!

Todas las criaturas que leen o escriben o imprimen,
o que no entienden a los que leen, escriben e imprimen… ¡Alabad al Señor!

¡Bendecid y alabad al Señor por siempre jamás!
¡Amén!

Salmo

Salmo 62 – Sed
¡Oh Dios, tú eres mi Dios! Por ti madrugo.
Mi alma está sedienta de ti,
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agotada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!

Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal, que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo.

Tal es mi deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso.

Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida.

 

Día 15
Os cuento

Vibraciones de violencia

El autobús iba a arrancar cuando un coche vino de frente para aparcar indebidamente, se atascó en la maniobra y quedó obstruyendo la salida al autobús. Un peatón en la calle que iba a subir al autobús, persona ya mayor, le hizo educadamente una seña al conductor del coche indicándole sin más que le estaba impidiendo el paso al autobús. El conductor salió de su coche atropelladamente insultando soezmente al peatón, le agarró la camisa, y le empezó a dar de bofetadas sin que el hombre mayor pudiera hacer nada por defenderse. Los que pasaban por allí se dieron cuenta, separaron al agresor y lo llevaron a su coche, desde donde él siguió insultando al peatón hasta que por fin arrancó y dejó paso libre al autobús. El peatón quedó atónito y dolorido en medio de la calle por unos momentos, y luego subió lentamente al autobús.

Yo iba sentado en ese autobús y presencié la escena. Luego pensé: este hombre que aparca mal su coche, insulta, ataca y golpea a un peatón inocente, hablará luego contra el terrorismo, condenará la guerra y dirá que hay que acabar con la violencia. Pero él lleva toda la violencia de la guerra y el asesinato y el terrorismo dentro de sí. La violencia en el mundo no acabará hasta que no acabemos todos con la violencia que llevamos dentro. Y si no acabará, procuremos al menos disminuirla con desterrar toda nuestra oculta violencia personal.

El autobús siguió su curso. Dentro todos habíamos visto lo sucedido en la calle, y teníamos a la víctima de aquel asalto entre nosotros. Todos estábamos callados, pero todo el ambiente había cambiado. Junto con la compasión hacia la víctima sentíamos la indignación contra el atacante. Antes estábamos todos tranquilos y relajados; ahora estábamos tensos. La violencia envía vibraciones malsanas que envenenan el entorno.

Era ya de noche, y al poco tiempo de llegar a casa me acosté. Pero tardé en dormirme. Estaba lleno de esas vibraciones de violencia que había recibido tan de cerca, y hubieron de calmarse para poder conciliar el sueño. Al fin me dormí.

Aun ahora, al escribir esto, siento resurgir aquellas vibraciones de violencia en mi memoria. Hablemos lo menos posible de la violencia, solo para denunciarla y rechazarla. Y si hablamos de la violencia, hablemos sin violencia. Hablemos de cariño y de amistad.

Paz y reconciliación a todos, en todo y siempre.

Alivio en la violencia

[El gran crítico literario Marcel Reich-Raniki, judío polaco que sufrió todos los horrores del gueto de Varsovia, cuenta como para aliviar la tristeza y el terror del gueto organizaron, aun a riesgo de enfrentarse a sus perseguidores alemanes, toda una orquesta que daba conciertos de música clásica. Pronto fueron suprimidos por los nazis, pero no antes de que tuviera lugar el siguiente incidente.]

«Recuerdo un concierto en el que entraron los alemanes. Se tocaba la gran Sinfonía en Sol Menor de Mozart. En los primeros compases del cuarto movimiento dos o tres alemanes de uniforme entraron en la sala. Nunca había sucedido eso. Todo el mundo quedó helado. El director de la orquesta los vio, pero siguió dirigiendo. Nunca en mi vida había oído yo el último movimiento de esa sinfonía con un trémolo tan marcado en los violines y las violas. Y eso no se debía a la interpretación que el director hacía de la pieza, sino al miedo de los músicos. Nadie estaba seguro de lo que harían los alemanes. ¿Gritarían, «¡Afuera todo el mundo!»? ¿Romperían todos los instrumentos? ¿Considerarían intolerable que los judíos tocasen música, y llegarían quizá a usas sus armas?

Pero, por el momento, quedaron allí al lado y no hicieron nada. La orquesta tocó la sinfonía hasta el final. Los oyentes aplaudieron tímida y nerviosamente. Y entonces sucedió algo inesperado, casi increíble. Los dos o tres hombre de uniforme no gritaron, no dispararon. En vez de eso, aplaudieron y nos saludaron con la mano. Y luego se marcharon sin hacerle daño a nadie. Eran alemanes, pero se portaron como gente civilizada. Se habló de este incidente durante semanas en el gueto.

Esta felicidad no duró mucho. Pronto fueron suprimidos los conciertos por las autoridades alemanas. No se permitía -así decía la orden- que judíos interpretasen obras de compositores «arios» como Mozart o Beethoven.»
[«The Author of Himself», p.158]

¿Quién mató a la condesa?

El mismo autor, Marcel Reich-Raniki, que era lector empedernido desde su juventud como demostró su excelente tarea después como crítico literario, cuenta que le gustaba mucho leer de todo, pero estando su vida en peligro diario en el gueto no se atrevía a leer novelas largas, porque, decía con gracia, si me matan antes de llegar al final, lo voy a pasar mal por toda la eternidad sin saber como acababa la novela… Felizmente vivió para contarlo.

Ese humor me recordó lo que sucedió en un vuelo de línea regular entre Los Ángeles y Nueva York. Un pasajero aprovechó el largo vuelo para leer una novela que se había traído y en la que había puesto al principio su nombre, dirección y teléfono según su costumbre. La novela era interesante, y era más larga que el vuelo, por lo que él aterrizó en Nueva York antes de haber llegado al final de la novela. Para no perdérselo, y para no cargar tampoco con el tomo de la novela que era bien gordo, le arrancó sencillamente las páginas que le faltaban y dejó todo el resto del tomo en la bolsa del asiento del avión. Llegó a su casa en Nueva York, acabó la novela, se acostó y se durmió.

Llevaba un rato dormido cuando le despertó una llamada de teléfono. Alguien le decía tímidamente: «Usted perdone la molestia. Le llamo desde Los Ángeles. Esta tarde tomé en Nueva York un vuelo para Los Ángeles, me encontré en la bolsa del respaldo del asiento delantero una novela, y la comencé a leer para distraerme. Me resultó muy interesante, pero al llegar al final me encontré con que le faltaban las últimas páginas, y no puedo dormir sin saber cómo acaba la novela. Como vi su número de teléfono en la primera página, me he tomado la libertad de llamarle para que me diga por favor, ¿quién mató a la condesa?»

Oriente abraza a Occidente

[Del monje vietnamita Thich Nhat Hanh, «Sintiendo la paz», p.74]

«La meditación del abrazo es una práctica inventada por mí. La primera vez que aprendí a abrazar fue en Atlanta, en 1966, cuando una poeta me paró en el aeropuerto y me preguntó: «¿Es correcto abrazar a un monje budista?» En mi país no solemos expresarnos de esta forma en público, pero pensé: «Soy un maestro zen. Hacerlo no debería significar para mí ningún problema.» Así que contesté: «¿Por qué no?», y ella me abrazó. Pero me sentí algo tenso. Ya en el avión decidí que si quería trabajar con mis amigos occidentales, tendría que aprender la cultura de Occidente, así que inventé la meditación del abrazo.

La meditación del abrazo es una combinación de Oriente y Occidente. Según la práctica, debes abrazar realmente a la persona que estás abrazando. Sentirla de verdad entre tus brazos, no hacerlo sólo para cubrir las apariencias dándole unas palmaditas en la espalda para dar la impresión de que estás allí, sino respirando conscientemente [que es la clave de toda espiritualidad oriental] y abrazándola con todo tu cuerpo, espíritu y corazón. ‘Cuando inspiro, sé que la persona a la que quiero está con vida entre mis brazos. Cuando espiro, sé que para mí es muy valiosa.’ Mientras la abrazas e inspiras y espiras tres veces, la persona que estás abrazando se vuelve real, y tú también te vuelves muy real. Cuando quieres a alguien, deseas que sea feliz. Si no es feliz, tú tampoco puedes serlo. La felicidad no es un asunto individual.»

Me contáis

«Usted acaba sus e-mails saludando con un abrazo, o un gran abrazo, o un fuerte abrazo. ¿Tienen sentido los abrazos virtuales?»

Me viene bien la pregunta, porque acabo de hablar de abrazos, y porque me encanta el tema del correo electrónico que es un medio recién popularizado y no bien entendido. Lo estamos descubriendo entre todos. También las cartas ordinarias (lo que llaman en América «snail mail» -o correo tan lento como un caracol- en contraste al rápido del «e-mail») acababan con abrazos y besos, aunque no los trasmitiese el papel. Lo nuevo es que en el correo ordinario solíamos conocernos los que nos escribíamos (yo apenas uso ya papel, sobre y sello), y más tarde o más temprano nos veíamos y nos abrazábamos y nos besábamos; mientras que en el correo electrónico lo más probable, al menos para mí, es que no me encuentre en toda mi vida con la mayor parte de las personas que me escriben y a quienes escribo. Y sin embargo siento cercanía y afecto cuando escribo, y quiero expresarlo, y un abrazo, grande y fuerte, lo dice bien dicho.

Os cuento uno de los sustos del correo electrónico. Recibí un largo informe de una embajada de un país latinoamericano en un país europeo, y recibo con alguna frecuencia tales informes oficiales ya que mi dirección de correo electrónico está en mis libros y en mi página Web y está abierta a todos. A tales mensajes oficiales suelo responder delicadamente que tengan la bondad de borrarme de su lista de direcciones, pues el correo electrónico me lleva a diario mucho tiempo y no me da de sí para otras informaciones no pedidas. Así lo hice en este caso. Al día siguiente recibí la respuesta personal del señor embajador. Me decía muy cortésmente: «La Embajada ha procedido a cancelar su nombre de la lista de direcciones según su deseo. Aprovecho personalmente esta ocasión para agradecerle el mucho bien que sus libros me han hecho y me siguen haciendo, en particular… [y me citaba libros y pasajes concretos que le habían ayudado en la vida].» Me sonrojé. No me esperaba yo eso. Le contesté enseguida con todo respeto y afecto… y con un gran abrazo y fuerte abrazo al final. Sigamos aprendiendo.

Salmo

Salmo 63 – Flechas
Flechas en el aire son mensajeros de muerte. Calladas, afiladas, envenenadas. El arma que más temían los guerreros de Israel. No se ven, no se oyen. Vienen de lejos, derechas e imparables, con la muerte en sus alas, y encuentran con puntería mortal el blanco humano en las sombras de la noche. La espada puede rechazarse con la espada, y la daga con la daga, pero la flecha llega sola y traicionera desde una mano anónima en la distancia segura del territorio enemigo. Su vuelo mortífero hiere sin piedad la carne del hombre, y su punta de acero desgarra en un instante el manantial de sangre que se lleva la vida. Las flechas son muerte alada cabalgando en vientos de odio.

La palabra del hombre es flecha certera. También ella vuela y mata. Lleva veneno, destrucción y muerte. Una breve palabra puede acabar con una vida. Un mero insulto puede engendrar la enemistad entre dos familias, generación tras generación. Palabras desencadenan guerras y traman asesinatos. Las palabras hieren al hombre en sus sentimientos más nobles, en su honor y en su dignidad; hieren la paz de su alma y el valor de su nombre. Las palabras me amenazan en un mundo de envidia ciega y competición a muerte; y entonces rezo:

Escucha, oh Dios, la voz de mi lamento,
protege mi vida del terrible enemigo;
escóndeme de la conjura de los perversos
y del motín de los malhechores.
Afilan sus lenguas como espadas
y disparan como flechas palabras venenosas,
para herir a escondidas al inocente,
para herirlo por sorpresa y sin riesgo.

Pido protección contra las palabras de los hombres. Y la protección que se me da es la Palabra de Dios. Contra las flechas de los hombres, la flecha de Dios.

Una flecha les ha tirado Dios,
repentinas han sido sus heridas;
les ha hecho caer por causa de su lengua,
menean la cabeza todos los que los ven.

Una flecha contra todas. La Palabra de Dios contra las palabras de los hombres. La Palabra de Dios en la Escritura, en la oración, en la Encarnación y en la Eucaristía. Su presencia, su fuerza, su Palabra. Ilumina mi mente y afianza mi corazón. Me da valor para vivir en un mundo de palabras sin temer sus heridas. La Palabra de Dios me da paz y alegría para siempre.

El justo se alegra con el Señor, se refugia en él,
y se felicitan los rectos de corazón.

Día 1
Os cuento

No pasa nada

Estoy paseando al atardecer y levanto la mirada al cielo. Hay unas nubes maravillosas, leves, difuminadas, transparentes, que acarician el azul con ternura de alas de ángel y dibujan la eternidad en los horizontes de la morada humana. Exposición abierta de pintura cósmica en el paseo público para que la contemple todo el que tenga el tiempo de pararse un momento y no haya perdido el reflejo de mirar al cielo. Pero nadie la ve.

Yo me paro y contemplo la belleza del cielo vespertino. Al verme parado en medio de la calle y mirando hace arriba, alguien piensa que pasa algo y se pone a mi lado a mirar hacia donde yo miro. Pero no ve nada. Luego otro y otro. Tampoco ven nada. Otro más se acerca y pregunta: «¿Qué pasa?» Y otro contesta: «No pasa nada.» Y todos se van. Yo sigo mirando. ¿Cómo les voy a decir que lo que pasa es una nube?

Despacito voy recitando el soneto de Borges que me sé de memoria:

«No habrá una sola cosa que no sea
una nube, lo son las catedrales
de vasta piedra y bíblicos cristales
que el tiempo arrasará, lo es la Odisea
que cambia como el mar, algo hay distinto
cada vez que la abrimos, el reflejo
de tu rostro ya es otro en el espejo,
y el día es un dudoso laberinto.

Somos los que se van, la numerosa
nube que se deshace en el poniente
somos nosotros, incesantemente
la rosa se convierte en otra rosa.

Eres nube, eres mar, eres olvido;
eres también todo lo que no has sido.»

El sol se ha puesto ya en el horizonte. La estela blanca de un avión surca en este momento el cielo rectilíneo rubricando el cuadro de las nubes. Por un juego de luces, el metal del avión atrapa por un momento el rayo del sol poniente y me lo envía en un destello dorado de despedida.

Aún me quedo un momento. Sigo caminando. No ha pasado nada. Y luego me dirán que la vida no es bella.

Conversación en el desierto

[Siân Phillips, la mujer de Peter O’Toole, nos cuenta algunas cosas que aprendió cuando su marido rodaba su célebre película «Lawrence de Arabia» en los desiertos de Jordania.]

«Estábamos en Áqaba, viviendo en una choza rudimentaria. Nos trajeron té. El calor era asfixiante. Mi marido había estado viviendo con la patrulla de camellos de los beduinos en el desierto y se sentía muy atraído a ellos y a su modo de vida. A mí eso me parecía maravilloso. Me describía las noches en que se sentaban fuera de sus tiendas negras, agradecidos al aire fresco después del horrible calor del día. Se sentaban, apoyados en sus sillas de montar, empuñando los palos que usaban al montar. Se hacía un silencio total, excepto el ruido que algún camello hacía en su sueño, y nada de conversación, a no ser que alguien tuviera algo útil o divertido que contar. Yo no me puedo imaginar la ausencia de conversación. El silencio en sociedad me deja inquieta. Los beduinos trazaban figuras en la arena con sus palos que se parecían a la exquisita caligrafía árabe.

Al fin me tocó a mí participar en esas veladas. Aquí estaba ese famoso silencio social del que tanto había oído. Nos sonreímos unos a otros, y nos quedamos callados. Ellos dibujan con sus palos en la arena, y yo me encuentro con que estoy haciendo lo mismo con mi dedo índice. Al principio siento la necesidad de hacer algo para llenar el tiempo, pero pronto caigo en la cuenta de que no se trata de eso. Una vez que me acostumbro, lo encuentro maravilloso, como un estado de relajación estando despiertos. No hay por qué hacer nada, no hay por qué decir nada. Pasan las horas y al fin nos levantamos. Nos vamos al jeep y emprendemos el largo camino a nuestro campamento. Aun en el jeep nosotros ya no hablamos tampoco.»

[«Public Places», p.118, 125]

Suerte que tenéis

En cierta ocasión Buda estaba sentado en compañía de una treintena de monjes en un bosque próximo a la ciudad de Vaisali. Eran las primeras horas de la tarde, y cuando estaban a punto de iniciar una conversación sobre el dharma llegó un granjero muy preocupado. Dijo que sus doce vacas habían huido, y quería saber si Buda o los monjes las habían visto. Añadió además que los insectos habían devorado dos acres de sésamo que tenía, por lo que dijo: «Monjes, creo que voy a morir. Soy la persona más infeliz del mundo.»

Buda contestó: «Señor, no hemos visto sus vacas. Por favor, búsquelas en otra dirección.»

Cuando el granjero se fue, Buda se dirigió a los monjes y dijo: «Amigos, tenéis mucha suerte de no poseer ninguna vaca.»

[Thich Nhat Hanh, «Sintiendo la paz», p.31.]

Me contáis

El correo electrónico se presta a pedir… oraciones, dinero, empleo, difusión de apoyo o de protesta a alguna causa. Y se presta también a pedir que enviemos a otros la petición que nos llega a nosotros. Así me acaba de llegar un emilio, con más de cincuenta direcciones a que ya había sido enviado, y pidiendo que yo la envíe a tres más porque así les darán 32 centavos. Se trata de ayudar a alguien presuntamente necesitado, y la petición viene acompañada por la frase: «Si anulas esto, no tienes corazón.»

He contestado: «Anulo esto, y tengo corazón.» No admito chantajes, y menos chantajes emocionales. Empiezo por no creerme el esquema de los 32 centavos. Y me parecen mal los insultos, juicios, presiones y desprecios. Si me pides ayuda, no empieces por insultarme.

¿Sabéis el colmo? La persona que me envía el emilio lo ha hecho fraudulentamente desde el ordenador de otra persona inocente, usándolo cuando nadie la veía, con lo cual mi respuesta negativa al mensaje le ha llegado a esta persona inocente que nada sabía de la trampa, aunque sí cayó en la cuenta de que alguien había manipulado su ordenador en su ausencia. Peor que un virus.

No vale hacer el mal para obtener el bien.

En plan más alegre, alguien me remite por emilio un chiste, que me ha hecho reír. Os aviso que es de sexo (para que no dejéis de leerlo), pero si es un buen chiste recobra la inocencia.

Un cura va en su jeep y encuentra en la carretera una monja «haciendo dedo» o «autostop» según se quiera llamar. La hace subir a su lado y sigue adelante. La monja alisa su falda, cruza y descruza las piernas, enseña las rodillas, y el cura se anima y le pone una mano en la rodilla. Ella le dice: «Padre, acuérdese del salmo 129.» El cura retira rápidamente la mano y sigue conduciendo.

Al cabo del rato lo intenta otra vez, y recibe la misma respuesta: «Acuérdese del salmo 129.» Y vuelve a retirar la mano. Llegan al punto de destino, la monja se despide, y el cura va a toda prisa a su despacho, agarra la Biblia y busca el salmo 129. Allí lee lo siguiente: «Sube, sube más arriba, y entrarás en la gloria.» Y exclama: «¡Maldita sea! ¡Lo que me he perdido por no saberme los salmos!»

No busquéis el salmo 129, porque no dice nada de eso. Pero seguro que os habéis reído.

Salmo

Salmo 64 – La estación de las lluvias
Está lloviendo. Lloviendo con la furia oriental de monzones paganos. Miro la cortina de agua, el súbito Niágara, las calles hechas ríos, las nubes de plomo, el violento descender de los cielos sobre la tierra desnuda, en aguas de creación y de destrucción, a lo largo del líquido horizonte donde el cielo, la tierra y el mar se hacen una sola cosa en la celebración primigenia de la unidad cósmica. La danza de la lluvia, la danza de los niños en la lluvia que sella la alianza eterna del hombre con la naturaleza y la renueva año tras año para bendecir la tierra y multiplicar sus cosechas. Liturgia de lluvias en el templo abierto donde toda la humanidad es una.

Disfruto en la lluvia; hace fértil la tierra, verdes los campos y transparente el aire. Libera el perfume que se esconde en la sequedad de la tierra y llena con su húmedo deleite los espacios de la primavera al resurgir la vida. Doma el calor, tamiza el sol, refresca el aire. Garantiza los frutos de la tierra para las necesidades del año y renueva la fe del labrador en Dios, que cumplirá su palabra cada año y enviará las lluvias para que den alimento al hombre y al ganado como prueba de su amor y signo de su providencia. La lluvia es la bendición de Dios sobre la tierra que él creó, el contracto renovado de la divinidad con el mundo material, el recuerdo primaveral de su presencia, su poder y su preocupación por los hombres. La lluvia viene de arriba y penetra bien dentro en la tierra. Presión del dedo de Dios sobre el barro, que es el gesto inicial de la creación.

Tú cuidas de la tierra,
la riegas y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales:
riegas los surcos,
igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes.

Amo a la lluvia también, la lluvia pesada, ruidosa, cargada, porque es figura y prenda de otra lluvia que también baja a la tierra desde arriba, viene de Dios al hombre y la mujer, de la Divina Providencia a los campos estériles del corazón humano que no están preparados para la cosecha del Espíritu. Lluvia de gracia, agua que da vida. Siento la impotencia de mis campos sin arar, terrones de barro seco entre surcos de indiferencia. ¿Qué puede salir de ahí? ¿Qué cosecha puede darse ahí? ¡Cómo pueden ablandarse mis campos y cubrirse de verde y transformarse en fruto?

Necesito la lluvia de la gracia. Necesito el influjo constante del poder y la misericordia de Dios para que ablanden mi corazón, lo llenen de primavera y le hagan dar fruto. Dependo de la gracia del cielo como el labrador depende de su lluvia. Y confío en la venida de la gracia con la misma confianza añeja con que el labrador confía en la llegada de las estaciones y la lealtad de la naturaleza. Todo llegará a su tiempo.

Necesito lluvias torrenciales para que arrastren los prejuicios, los malos hábitos, el condicionamiento, la adicción que me asedia. Necesito la limpieza de la lluvia en su caída para sentir de nuevo la realidad de mi piel mojada a través de todos los envoltorios artificiales bajo los que se oculta mi verdadero ser. Quiero jugar en la lluvia como un niño para recobrar la inocencia primera de mi corazón bajo la gracia.

Por eso me gusta la lluvia firme y seguida, y convierto cada gota en una plegaria, cada chaparrón en una fiesta, cada tormenta en un anticipo de lo que mi alma espera que le suceda, como le sucede a los árboles, a las flores y a los campos. La renovación en verde de la estación de las lluvias.

Entonces mi alma cantará con fervor el Salmo de los campos después de la bendición de las lluvias anuales:

Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,
y las colinas se orlan de alegría;
las praderas se cubren de rebaños,
y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.

¡Ven, lluvia bendita, y empapa mi corazón!

 

Día 15
Os cuento

Navidad africana

«En una iglesia de Tubalange, en los suburbios de Lusaka, Zambia, en la eucaristía de Navidad, el sacerdote, después de explicar en la homilía como la dignidad humana quedaba elevada por el hecho de que Dios se hiciera un niño, tomó en sus manos una niña recién nacida en la comunidad, cuyo nombre, Tandike, significaba «deseada y amada». Había unas ochenta personas en la iglesia. El sacerdote invitó a todos a que se acercasen al presbiterio y admiraran a la niña. Les llevó un cuarto de hora, a jóvenes y ancianos, acercarse al altar y dirigir unas palabras de cariño y bienvenida a la recién nacida.

Los regalos que los Reyes Magos ofrecieron al Niño Jesús, oro, incienso y mirra, eran símbolos de riqueza y adoración en la cultura del Oriente Medio. Pero ¿qué símbolos escogerían los pueblos de África? ¿Cuáles serían los «equivalentes dinámico-culturales» en idioma africano?

En el Sudán, según explica un catequista de la diócesis de Torit, los regalos hubieran sido una cabra como símbolo de riqueza y realeza, una lanza como símbolo de defensa y salud, y una fusta flexible como símbolo de poder. En la etnia Ganda de Uganda le darían al Niño un tambor, que es símbolo de realeza y autoridad, una lanza, que es símbolo de la protección y la defensa del pueblo, y un vestido de corteza de árbol, que es el que se usa en la investidura del rey. La etnia Kuria en Tanzania y Kenia le daría una cabra para su Madre, harina para alimentar al bebé y aceite para ungirlo. En la tradición africana es muy importante hacerle regalos a la Madre de Jesús.» [«Towards an African Narrative Theology», p.97]

En algún sitio leí el siguiente brevísimo cuento, y no puedo citar al autor porque no lo recuerdo. El cuento no era más que la siguiente frase: «Los pastores tampoco supieron qué hacer con el oro, incienso y mirra que san José les dio.»

Se ve que los africanos son más prácticos. Aunque tampoco sé si a san José le haría mucha gracia que le regalaran un tambor al Niño, porque les iba a volver locos a todos con él.

¿Qué regalos se nos ocurrirían a nosotros?

De madre a Madre

[Una madre puede entender lo que siente otra Madre. Ornella Accatino, autora del libro «Una Madre llamada María», y madre de dos hijos, se imagina así momentos del nacimiento de Jesús.]

«No gritó, sin duda que María no gritó cuando se realizó el milagro. Estaba sola en aquel establo, sudada y jadeante. Pero puso a su niño entre sus manos y se lo llevó a la cara para mirarlo, para conocerlo, para amar a aquella parte suya que estaba fuera de ella. Y lo besó.

¿Quién puede describir el primer beso de una madre a su hijo? ¿Quién puede descifrar y revelar el tumulto de emociones, de sentimientos, el arrobamiento, la entrega total? Así fue, dulce y apasionado, el primer beso de María a Jesús. Sus labios acariciaban la carita contraída, el cuerpecito tembloroso sacudido por las primeras respiraciones, por el latido rápido del corazón bajo la piel tensa.

Nada ya se interpuso nunca en aquel vínculo secreto y profundo, hecho de ternura y ansiedad, de orgullo y de temor, que unió a la madre con su hijo, que une a todas las madres con sus hijos, por siempre, por encima de cualquier dificultad, a pesar de todo, para siempre.

¿Pensó María que aquella criatura era muy diversa de todos los demás niños, que Dios tenía proyectos sobrenaturales para ella? Creo que en aquellos primeros momentos, durante sus primeras experiencias de madre, María no pensó en acontecimientos tan grandes. Se abandonaría al gozo de los primeros contactos y miraría las manos de Jesús, como habría hecho cualquier madre asombrada por la perfección de los dedos minúsculos, de las uñas frágiles pero curiosamente largas que le cortaría ella, como haría cualquier madre en cualquier rincón perdido del mundo. Y peinó con sus manos sus cabellos ligeros, y sujetó la cabeza que se balanceaba sobre el cuello frágil y observó sorprendida el movimiento que levantaba y hacía subir rítmicamente la superficie de la cabeza, en el centro, justo encima de la frente, la fontanela.

Y María descubrió también la voz, la voz de su hijo. Sin forma y débil, aquella voz salió de la garganta del niño, en el primer instante después del nacimiento, y llenó todos los rincones del establo. La mula y el buey giraron dulce y lentamente sus grandes cabezas peludas. Era la voz más bella del mundo, sólo faltaba aquel sonido para que el mundo fuera perfecto. María se embebió de aquella voz, que inundaba todo su ser. Hasta un vagido sirve para cimentar el amor.» (pp.14, 21)
[Citado en mi libro «Virgen de santa alegría», p.52.]

«La Virgen y el Niño Jesús»

[Es el título de un cuento folclórico del célebre escritor español Juan Valera que transcribo ligeramente abreviado.]

Paquita no era fea ni tonta. Pasaba en el lugar por muy despejada y graciosa; pero como era pobre, no hallaba hidalgo que con ella quisiera casarse, y como se jactaba de bien nacida no se allanaba a tomar por marido a ningún pelafustán o destripaterrones. Paquita, en suma llegó a los treinta años todavía soltera.

En el fondo de su alma, Paquita deploraba mucho haberlos cumplido y no estar casada; pero como era buena cristiana y piadosísima, buscaba y hallaba consuelo en la religión, y trataba de suplir con el amor divino la carencia del amor humano. Con todo, no lograba conformarse con dicha carencia, a pesar de los grandes esfuerzos místicos que de continuo hacía.

Impulsada por sus opuestos sentimientos, iba de diario a una hermosa capilla de la iglesia mayor, donde, en elegante camarín, había una muy devota imagen de la Virgen del Rosario con un Niño Jesús muy bonito en los brazos. Paquita, llena de fervorosa devoción, se encomendaba a la Virgen y le rezaba muchas salves y avemarías; a veces se entusiasmaba, hablaba en voz alta y pedía marido a aquella divina Señora.

El monaguillo, que era travieso y avispado, hubo de oír las jaculatorias de Paquita, y determinó hacerle una burla. Subió al camarín cuando ella estaba en la capilla y se escondió detrás de la imagen. Paquita tuvo aquel día uno de los momentos de exaltación de que hemos hablado, y con emoción vivísima rogó a la Virgen que no la dejase soltera y sola en el mundo.

El monaguillo, escondido tras la imagen, dijo entonces: «¡Te quedarás soltera! ¡Te quedarás soltera!»

Creyó Paquita que era el Niño Jesús quien le contestaba, y exclamó con enojo: «¡Ea, cállate, Niño, que estoy hablando con tu Madre!»

[«Cuentos populares», p.171]

Me contáis

Me escriben: «¿Cómo se puede estar alegre en el mundo de hoy? Sufre América Latina, sufre África, sufre Asia, sufre todo el mundo. Nos toca lamentarnos como a Job. No hay lugar para la alegría. ¿Qué podemos hacer?

Contesto: El mundo sufre, pero si encima añado yo mi sufrimiento al suyo, no hago más que aumentar un sufrimiento más. La compasión es esencial a nuestra vida, pero compasión no quiere decir tristeza. Al contrario, yo creo que mi mejor contribución al mundo, en mi pequeñez y en mi responsabilidad, es conservar mi alegría en medio de tanto dolor. He estado leyendo un libro impresionante sobre el tristemente célebre gueto de Varsovia, por un judío polaco que se salvó, Marcel Reich-Raniki, y en él cuenta que en medio de toda la desesperación, el dolor, las matanzas diarias en el gueto y la crueldad increíble de los torturadores, los judíos se las arreglaron para organizar una orquesta con músicos, instrumentos, partituras y un buen director, y daban conciertos de música clásica para alegrarse en medio de tanta miseria. Y cuando las autoridades disolvieron la orquesta, siguieron dando conciertos de solistas sin acompañamiento. Es lo que ha contado también Wladyslaw Szpilman en su emocionante libro, «El pianista del gueto de Varsovia» que ya es película. Algo así quiero hacer yo. Mantener la música en medio de la locura que vivimos. Si el mundo está loco, yo intentaré mantenerme cuerdo; y tampoco soy el único que piensa así, de modo que si nos unimos, nos comunicamos y nos animamos, podemos sobrevivir. El mundo siempre ha estado loco. Y gente como Reich-Raniki y Szpilman siempre han sobrevivido. Siempre se puede hacer música.

Salmo

Salmo 65 – Venid y ved
Venid y ved las obras de Dios.

Venid y ved. La invitación a la experiencia. La oportunidad de estar presente. El reto de ser testigo. Ven y ve. Para mí, estas tres palabras son la esencia de la fe, el corazón de la mística, el meollo de la religión. Ven. No te quedes sentado esperando tranquilamente a que te sucedan cosas. Levántate y muévete y adéntrate y busca. Acércate, entra y mira cara a cara a a la realidad que te llama. Abre los ojos y ve. Contempla con toda tu alma. No te contentes con escuchar o leer o estudiar. Te has pasado toda la vida estudiando y leyendo y abstrayendo y discutiendo. Todo eso está muy bien, pero es sólo evidencia de segunda mano. Hay que trascenderla en fe y en humildad valiente para buscar la evidencia de primera mano de la visión y la presencia. Ven y ve. Busca y encuentra. Entra y disfruta. El Señor te ha invitado a su corte.

Y ahora tomo esas palabras sagradas como dichas por ti, Señor, a mí. Ven y ve. Me invitas a estar a tu lado y ver tu rostro. Tus palabras no dejan lugar a duda, y tu invitación es seria y deliberada. Sin embargo, yo me dejo llevar por la timidez, me resisto, me refugio en excusas. No soy digno, me han dicho que es más seguro permanecer en la oscuridad de la fe, y prefiero seguir el camino trillado, quedarme en mi sitio y guardar silencio. Dejo a almas más elevadas los derroteros místicos de tu visión cara a cara, y me contento con la espiritualidad rutinaria que espera pacientemente la plenitud que más tarde ha de venir. Tengo miedo, Señor. No quiero meterme en líos. Me encuentro a gusto donde estoy, y pido que se me deje en paz. Las alturas no se hicieron para mí.

Me temo que, si de veras me encuentro contigo, mi vida habrá de cambiar, mis apegos habrán de soltarse y mi tranquilidad se acabará. Tengo miedo de tu presencia, y en eso me parezco al pueblo de Israel, que delegaba a Moisés la responsabilidad de reunirse contigo, porque tenían miedo de hacerlo ellos mismos. Sé que en mí es pereza, inercia y cobardía. A fin de cuentas, es falta de confianza en ti, y quizá en mí mismo. Reconozco mi pusilanimidad, y te ruego que no retires tu invitación.

Sí, quiero venir y ver tus obras, venir y verte a ti haciéndolas, contemplarte, admirar el esplendor de tu rostro cuando gobiernas la amplitud del universo y las profundidades del espíritu humano. Quiero verte, Señor, en la luz de la fe y en la intimidad de la oración. Quiero la experiencia directa, el encuentro personal, la visión deslumbrante. Siervos tuyos en todas las religiones hablan de la experiencia que cambia sus vidas, la visión que satisface sus aspiraciones, la iluminación que da sentido a toda su existencia. Yo, en mi humildad, deseo también esa iluminación, y la espero de tu rostro, que es lo único que puede dar luz sobre su propia existencia a ojos mortales. Quiero ver, y al decir eso quiero decir que quiero verte a ti, que eres la única realidad que merece verse; a ti, que con el resplandor de tu rostro das luz a la creación entera y a mi vida en ella. Ese es mi deseo y esa es mi esperanza.

Venid y ved.

Voy, Señor. Dame la gracia de ver.

Fundación González Vallés

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