Los textos de Carlos G. Vallés
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Año 2006
Día 15
Os cuento

El despertador

Iba dormidita. La vi a través del cristal del coche en que su mamá la llevaba al colegio muy temprano en la mañana fría. La mamá conducía y la niña estaba dormida a su lado. Con el uniforme del colegio, con el pelo recién peinado, con la mochila de libros sobre las rodillas. Dormía en el coche.

Paró el coche a la puerta del colegio. Salió la mamá, abrió la portezuela del otro lado, sacó a su niña en brazos. La puso de pie en la acera. Aún no había abierto los ojos. La mamá le ajustó la mochila, le acarició el rostro, le dio un beso. Se aseguró de que ya estaba despierta, se mantenía de pie y echaba a andar. La siguió con la mirada y el cariño. La niña entró en el colegio, y su madre volvió al coche con un suspiro. Un nuevo día había comenzado.

Claro que la niña tiene que ir al colegio. Y claro que tiene que madrugar para ello. Pero me da pena vivir en una sociedad en la que para asistir a clase los niños pequeños han de levantarse a una hora muy temprana por la mañana. Despertar a un niño es casi casi un delito contra naturaleza. Es necesario, pero apena el alma. La mamá despierta a la niña, y lo hace por su bien. Y la niña lo sabe y lo acepta. Pero queda el hecho de la han despertado, y su cuerpo resiente la mano que lo agita en la cama, lo saca de las sábanas y lo levanta contra la gravedad. Por algo nos dicen los psicólogos que todos tenemos que “perdonar” a nuestros padres. Nos hacen hacer cosas que no nos gustan, comenzando por el madrugón necesario. Y el cuerpo se queda con el recuerdo desagradable.

En los varios años que pasé viviendo de casa en casa por los barrios de Ahmedabad, con frecuencia me pedían en las casas en que me alojaba que despertase a alguien por la mañana, ya que yo me levantaba temprano. Nunca acepté. El despertar a alguien, aunque sea él quien lo ha pedido y se le haga un favor, es siempre un delito contra el cuerpo, y el cuerpo no olvida. Por eso me negué siempre. No quiero que tengan mal recuerdo mío, y peor si es un mal recuerdo secreto, escondido entre los párpados del sueño. Para despertar están los relojes despertadores. Que se lleven ellos el odio. Si incordian demasiado, siempre se los puede estrellar contra la pared.

El cuadro lo sabe

[Cuento inspirado en “La montaña de otoño” de Akutagawa Ryunosuke.]

Los críticos de arte Yen-ko y Lien-chou lograron por fin llegar a ver el gran cuadro del pintor Ta Chih, el original de su obra maestra, “La montaña de otoño”. No era fácil contemplarlo ya que estaba en la colección de un particular que vivía muy lejos en soledad, Wang Shih-ku, y este no admitía con facilidad visitantes desconocidos. Pero tras muchas recomendaciones, gestiones, peticiones, los dos críticos lograron ser admitidos juntos a la colección y poder contemplar a su gusto el cuadro.

Ya conocían copias de él, pues era muy famoso desde que se había pintado, y eran muchas las reproducciones que existían y que los dos críticos habían examinado. Pero cuando se encontraron ante el original, ambos quedaron atónitos y sin palabra. El bosque en la falda de la montaña era de un verde oscuro, mientras que el río que recorría la parte inferior del cuadro de lado a lado era de un azul intenso y transparente que dejaba adivinar su fondo de piedras redondeadas por su corriente y pececillos jugueteando entre ellas. Nubes acariciaban el pico de la montaña, y todo el lienzo tenía una frescura como si hubiese acabado de llover y todo el paisaje estuviese resplandeciente. Era una obra maestra en realidad, y los dos críticos la disfrutaron, y reconocieron que todos los cuadros que habían visto hasta entonces palidecían en su comparación. El cuadro palpitaba de vida.

Pasaron los años, muchos años. Yen-ko y Lien-chou, críticos y amigos, habían envejecido, y quisieron contemplar una vez más el cuadro de Ta Chih. También Wang Shih-ku vivía todavía y conservaba en su vejez su colección de arte y su cuadro estrella, “La montaña de otoño” de Ta Chih. Entraron en contacto, revivieron su encuentro de hacía tantos años, y los dos críticos pudieron contemplar otra vez la obra maestra.

Pero entonces se miraron el uno al otro con asombro. Pasó un momento de silencio ante el cuadro, y los dos expresaron, primero en sus rostros y luego en sus palabras, el mismo sentimiento. No cabía duda de que el cuadro era el mismo. Pero parecía distinto. No tenía vida, no vibraba, no brillaba. Eran las mismas líneas y los mismos colores, los mismos árboles y las mismas nubes, el río y el bosque, pero algo le faltaba al cuadro, y los dos críticos lo notaron, y quedaron atónitos sin explicación del hecho.

El anciano Wang Shih-ku sonrió y habló: “No os engañáis. El cuadro es el mismo y nadie lo ha tocado. Pero ya no tiene vida. Y os explico por qué. La Montaña de Otoño sigue estando donde estaba, pero todo a su alrededor ha sido transformado por mano del hombre. Se han instalado grandes fábricas al pie de la montaña, se han talado los bosques, se ha llenado el cielo de humo, se ha ensuciado el río. El paisaje es enteramente distinto de cuando Ta Chih pintó el cuadro. Y el cuadro lo sabe. El cuadro sabe que ya no representa la realidad, que ya no es una imagen sino una reliquia, que ya no es un paisaje sino pura imaginación. Y eso le hace perder su brillo, su energía, su vida. Es una estampa del pasado en vez de una vivencia del presente. Se ha marchitado, se ha borrado, se ha perdido. Nadie lo ha tocado, pero su aspecto ha cambiado. El cuadro es el mismo de antes, pero el cuadro tiene vida y ha evolucionado. Mejor dicho, tenía vida y la ha perdido. Ya no es un cuadro sino un cromo. No es realidad sino historia. El cuadro ya no es lo que era, porque La Montaña de Otoño ya no es lo que era. Cuando se pierde Naturaleza, se pierde Arte.”

El cuadro ya no palpitaba de vida. Los tres ancianos se inclinaron respetuosamente en despedida, y los críticos ya no volvieron a ver el cuadro.

Sigue

“Existe una forma de saber si ya cumpliste tu misión en la vida. Si sigues vivo, es que aún no la cumpliste.” (Paulo Coelho)

Deseos

Diálogo secreto del hombre y el diablo:

– Quiero placer, éxito, fama.
– Dame tu alma a cambio y lo tendrás todo.
– ¿Qué me darás si te doy mi alma?
– ¿Qué quieres que te dé?
– Quiero dinero, suerte, amores, placeres, que me salga bien todo, que me envidien todos, que me obedezcan todos. Quiero triunfar en la vida más que nadie y gozar más que nadie. ¿Me darás todo eso?
– No, no te lo daré.
– Entonces no tendrás mi alma.
– Ya la tengo.
– ¿Cómo?
– Ya eres mío, porque has deseado todo eso.

Asilo

”En la aldea de Itxalá, el Araguaia se remansa, turbio de maleza y espumajos traídos por la corriente de la crecida. Entre los muchos perros que los indios acumulan, delgados, abusones, ronda un delgadísimo perro enfermo, de nadie. Pretende entrar en la chabola de la misión. La veterana hermanita Genoveva reflexiona: ‘Todos los bichos enfermos o abandonados vienen a morir delante de nuestra casa.’ Donde no sienten hostilidad ni rechazo. Los hombres y los animales rechazados necesitan siempre un lugar de asilo, un ámbito franciscano, una casa ‘celibataria’ quizás, capaz de ser hogar de todos, hasta de los hijos de nadie.

Los varones están pescando. Las mujeres trenzan esteras. Los guacamayos chillan.

Pero sobresale a toda enfermedad y pobreza una paz libre, todavía humana. Muy amenazada, ciertamente. Rezo en la capilla desnuda de las hermanitas. El Santísimo cuelga de una calabaza tapirapé oscura, como ennegrecida de inciensos. Comemos todos, casi eucarísticamente, en una sola gran palangana; en el suelo, sobre las alfombras de paja trenzada.”

(Pedro Casaldáliga, Cuando los días dan que pensar, p. 79)

Sandalias

“Yo solía caminar con una sandalias indias hechas de madera. Han sido utilizadas por los monjes indios durante siglos, desde hace diez mil años, o quizás más. Sandalias de madera, porque evitan utilizar nada de cuero que viene de animales matados con ese propósito, sobre todo jóvenes que dan mejor cuero, y así salvan vidas. Por eso las llevan los monjes. Pero las sandalias de madera hacen tanto ruido que, cuando una persona camina, puedes oírla llegar desde casi medio kilómetro de distancia. Y en una carretera de cemento, o caminando por el claustro de la universidad…, se enteraba toda la universidad.

Cuando entré el primer día como alumno en la clase de filosofía, me encontré por primera vez con el doctor Saxena, a quien llegué a respetar y querer mucho. Se sorprendió un poco, miró a mis sandalias de madera y me preguntó: ‘¿Por qué utilizas esas sandalias? Hacen mucho ruido.’ Le contesté: ‘Solo para mantener despierta mi conciencia.’

Todo ayuda.”

(Osho, Autobiografía de un místico espiritualmente incorrecto, p. 115)

Quizá los tacones altos y afilados de la moda femenina sirvan lo mismo. La próxima vez que oiga el rítmico taconeo machacón por la calle y comience a irritarme, pensaré que alguien está despertando su conciencia. ¡Y yo no lo sabía!

Chaplin

“Geraldine iba a trabajar en una película, en alguna aldea metida en las montañas de Turquía. La primera tarde salió a caminar. No había nadie, casi nadie, en las calles. Pocos hombres, mujer ninguna. Pero a la vuelta de una esquina, se topó, de sopetón, con un enjambre de muchachos.

Geraldine miró a los costados, miró hacia atrás: estaba cercada, no tenía escapatoria. La garganta se negó a gritar. Sin palabras, ofreció lo que tenía: el reloj, el dinero.

Los muchachos rieron. No, no era eso. Y hablando algo más o menos parecido al inglés, le preguntaron si ella era la hija de Chaplin. Geraldine, atónita, asintió. Y recién entonces advirtió que los muchachos se habían pintado bigotitos negros y que cada uno tenía una rama a modo de bastón.

Y la función empezó.

Y todos fueron él.”

(Eduardo Galeano, Bocas del tiempo, p. 176)

Yo creo que hay un cielo especial para los que hacen pasar un buen rato a la gente aquí en la tierra. En las lenguas de la India a un “payaso” se le dice “un chaplin”. Por cierto, lo que yo intento a mi manera cuando escribo libros y cuando doy charlas, sin bigote y bastón, es que la gente que me lee o me escucha pase un buen rato. Animarse a vivir. Todos somos Chaplin.

Me contáis

«Estoy acabando la carrera de médico y he caído en la cuenta de que no me gusta ser médico. ¿Qué hago?»

No es la primera vez que oigo la queja. Aunque es queja reciente. Es más de ahora. Antes la vida iba despacio, el hijo era casi siempre lo que era el padre, el empleo era de por vida y la residencia permanente. Ahora, no. La vida cambia más deprisa y es más larga. Y hay más caminos y más veredas. Y sentimos y expresamos más claramente lo que nos gusta y lo que no nos gusta. ¿Qué hacer?

Es una bendición trabajar en algo que a uno le gusta. A mí me gustaban las matemáticas y enseñé matemáticas. Me gusta escribir y escribo. Me gusta comunicarme y me comunico. Pero también voy viendo que no es frecuente esa bendición. Cada vez que tomo un taxi pienso en cómo lo pasará el taxista todo el día al volante. Cada vez que hablo con una telefonista pienso cómo lo pasará esa telefonista todo el día al teléfono. Cada vez que espero ante una ventanilla pienso cómo lo pasará ese empleado todo el día tras la ventanilla. Y en otro nivel, el abogado en su despacho, el informático en su ordenador, el dentista en su clínica. ¿Cómo lo pasan todo el día entre papeles, software o muelas careadas?

Lo importante no es lo que hacemos sino cómo lo hacemos. Reconciliarse con el trabajo diario es arte de vida. Todo trabajo es digno en sí y conviene hacer amistad con lo que tenemos que convivir, sean personas o sean ocupaciones. Y luego variar intereses y cultivar ocios. La vida da para mucho y nuestros gustos nos alegran la existencia. No esperar al cambio de destino, al cambio de jefe, a la jubilación. Si esperas al momento perfecto para ser feliz, nunca serás feliz.

Salmo

Salmo 132 – Amor fraterno
La felicidad de un hogar está en que todos los hermanos y hermanas se amen entre sí. Viven juntos muchos años en casa de sus padres, y allí aprenden a jugar juntos, a reñir unos con otros, a conocerse unos a otros mejor de lo que nadie más llegará a conocerlos, a defenderse unos a otros con una lealtad no igualada por ningún otro vínculo sobre la tierra: la lealtad de miembros unidos de una familia. La sangre habla en el hombre, y hermanos y hermanas saben que una misma sangre recorre sus venas.

«Ved: qué dulzura, qué delicia,
convivir los hermanos unidos.»

Aquí la tristeza que da la experiencia y el realismo que trae la historia nos hacen añadir: «¡Qué delicia!. y ¡qué raro!». Qué raro es que así suceda de hecho. Los lazos más fuertes de la naturaleza pueden desatarse, y el testimonio de la sangre puede acallarse. El hermano persigue al hermano, y las páginas de la historia se llenan de sangre fratricida. La paz en el hogar no es premisa que se pueda dar por descontada, sino noble victoria que ha de lograrse con los esfuerzos de todos.

Bendiciones muy especiales del Señor aguardan a la feliz familia que consiga la paz.

«Es ungüento precioso en la cabeza,
que va bajando por la barba,
que baja por la barba de Aarón
hasta la franja de su ornamento.
Es rocío del Hermón
que va bajando sobre el monte Sión.»

La fragancia del ungüento y la frescura del rocío significan la suavidad y la nobleza de la vida en familia. La unión hace la fuerza, y la unión trae la felicidad a la familia cuyos miembros viven juntos en armonía.

Rezo por mi familia, por todas las familias, por todos los hermanos y hermanas del mundo, para que el amor fraternal que representan y practican llene sus hogares y, a través de ellos, la sociedad entera, y redima así por dentro a la humanidad.

«Porque allí manda el Señor la bendición:
la vida para siempre.»

Día 1
Os cuento

Leonardo

En algo me parezco a Leonardo de Vinci. En que no me gusta que se enfríe la sopa. Estaba el genio escribiendo un teorema de geometría descubierto por él cuando su sirviente le trae la sopa, y él se interrumpe y anota: Perche la minestra se fredda. Porque la sopa se enfría. Y nos dejó sin el teorema. Antes es la sopa.

Un novicio dominico del monasterio de Santa Maria delle Grazie en Milán, Matteo Bandello, observaba a Leonardo mientras pintaba en la pared norte del comedor su célebre Última Cena. Esto es lo que luego escribió:

“El maestro llegaba temprano, subía al andamio y se ponía a trabajar. A veces estaba allí desde el amanecer hasta el ocaso, sin soltar el pincel, olvidándose de comer y beber, pintando sin pausa. Otras veces se pasaba dos, tres o cuatro días sin tocar el pincel, pero pasando varias horas cada día en frente de su obra, con los brazos cruzados, examinando y criticándose las figuras a sí mismo. También le vi a veces que, movido por una repentina sacudida a mediodía cuando el sol estaba en lo alto venía Santa Maria delle Grazie sin refugiarse en la sombra, trepaba por el andamio, cogía un pincel, daba una o dos pinceladas y se marchaba.”

Eso no le gustaba mucho al prior del monasterio que se quejaba de los retrasos de la obra y regañaba al genio. Leonardo tuvo dificultad en encontrar un modelo para la cabeza de Judas, que buscaba afanosamente entre los mendigos y maleantes del Borghetto, y decía con humor: “Bueno, si no encuentro un buen modelo para Judas, siempre puedo pintar la cabeza del prior.” El artista tiene siempre la última palabra.

Lo genial de Leonardo es que, cuando otros pintores de la Última Cena la pintan en el momento de la consagración del pan, con actitud reverente y convergente de los doce, él la pinta en el momento en que Jesús dice, “Uno de vosotros me hará traición”, lo que divide a los apóstoles en grupos de tres, preguntándose y gesticulando con un dinamismo arrebatador. La pintura habla.

Destellos

[El cirujano de guerra chechenio Khassan Baiev fue herido en su quirófano de Atagi, Chechenia, por una bomba que mató a ocho médicos y enfermeras del hospital. Él fue operado y estuvo cuatro días en coma. Nos cuenta:]

“Mientras estaba en coma tuve una experiencia extraña y extraordinaria. Me sentí sin peso, parecía flotar por encima de mi propio cuerpo. Esta sensación sin cuerpo iba acompañada de un gran alivio. Me sentí eufórico. Miré hacia abajo y vi mi cuerpo en una litera sobre la nieve al lado de un edificio. Un hospital, pensé. No tenía idea de donde estaba, ni me importaba. Pensé: ¿Por qué tiene uno que ir arrastrando ese pesado cuerpo? Veía allá debajo a las enfermeras y los médicos quitándome la camisa y examinando la herida por donde la metralla me había alcanzado el costado.

De repente me sentí absorbido por un túnel a gran velocidad. Era oscuro como la pez. Desembocó en un bello paisaje. Gente se acercó a saludarme. Yo no conocía a nadie. Parecían ser de nacionalidades distintas, y se comunicaban entre sí de una manera amistosa. No tengo palabras para describir la belleza de los jardines, los frutos y las flores. Había llegado al Cielo.

Luego oí voces, no humanas, y sentí que tiraban de mi cuerpo hacia atrás. Yo no quería volver. Traté de resistir, pero no pude. Cuando abrí los ojos, vi médicos y enfermeras que se inclinaban sobre pacientes en sus camas. Estaba en una unidad de cuidados intensivos. Uno de los médicos me examinó y dijo: ‘Este no es un hombre, es una máquina. Cualquier otro hubiera muerto.’ Caí en la cuenta de que había estado al borde de la muerte, pero eso no parecía importarme. El resultado fue que perdí todo miedo a la muerte. Eso me había de valer mucho en mi profesión’.”

(Khassan Baiev, The Oath, p. 114)

Dos médicos

[Continúa el cirujano de guerra:]
“Una noche en marzo de 1996 tuve ocasión de ejercitar todas mis habilidades de cirujano. Fuertes luces iluminaron de repente la calle que se llenó en un instante de soldados. Por sus uniformes vi eran guerrilleros chechenios. Su jefe me mandó subir a su jeep. ‘¿Quién está herido?’ pregunté. ‘Lo verás cuando llegues’, me contestó.

Tras una loca carrera por toda clase de terrenos llegamos a un escondrijo de los rebeldes camuflado en el bosque. En una cama yacía un hombre con una barba espesa, toda la cara vendada con vendas ensangrentadas, con respiración penosa y el color pálido de muerte cercana que tan acostumbrado estaba yo a reconocer. Apenas tenía pulso. Le quité las vendas y le examiné la cara. Una bala le había entrado por el maxilar derecho y había salido por el ojo izquierdo destruyendo ambas órbitas, la nariz, y parte de la mandíbula superior. Me volví y le dije al jefe que me había traído: ‘Afeitadle la barba.’ Él me miró incrédulo, salió a consultar con sus oficiales. Les grité, ‘¡Daos prisa o se muere!’ Volvió y me dijo: ‘No se le puede afeitar. ¿No sabes quién es este? Es Salman Raduyev, nuestro comandante supremo, y no se le puede afeitar la barba.’

La leyenda viva. ¿Quién se atrevía a tocar su imagen? Le dije: ‘No me importa si es Alá en persona. Si no le afeitáis, no puedo operarle la cara, y si no le opero, morirá. Aunque le opere, puede morir. Y, por cierto. Necesito un ayudante.’

Le afeitaron. Poco después el jefe llegó con un hombre alto, rubio, de pómulos salientes agarrado por dos guardas armados. Comprendí que era un ruso capturado por los chechenios. Me alargó la mano y me dijo: ‘Me llamo Sasha. Soy médico.’ Ordené a todos que salieran, pero los guardas armados se quedaron amenazadores. Era evidente que no se fiaban del ruso… ni de mí.

Durante las ocho horas que duró la operación, los hombres de Raduyev no dejaban de presionarnos: ‘¿Qué posibilidades tiene? ¿Podéis garantizar que sobrevivirá? Ya sabéis que vuestra propia vida estará en peligro si él muere.’ Yo contestaba siempre lo mismo: ‘Solo Alá puede garantizar la vida.’ Salió bien la operación, y Raduyev se salvó.

Durante la operación, Sasha y yo apenas habíamos hablado, pero al ver como trabajaba reconocí que era un buen cirujano. Cuando acabamos, él me felicitó por el trabajo bien hecho. A mí me impresionó pensar que ese médico ruso había hecho en todo momento todo lo posible por salvar la vida del enemigo número uno de Rusia.

Luego me enteré de que Sasha era capitán del Cuerpo Médico Ruso, había sido capturado en el frente de guerra, y los chechenios lo guardaban para canjearlo por algún prisionero chechenio importante. Le hablé al comandante chechenio, y conseguí me diera permiso para que Sasha trabajara conmigo hasta el canje de prisioneros.

Al cabo de un mes de trabajar con Sasha se fijó al fin la fecha para el intercambio de prisioneros. Pero Sasha me llevó aparte y me dijo con cara pálida: ‘Los rusos han matado al hermano de un jefe chechenio, y los chechenios en venganza han decidido matarme a mí. Si tú no me salvas, moriré. Tengo mujer y tres hijos.’ Yo le quería ayudar, pero sabía que salvarle a él era condenarme a mí mismo, y se lo dije. Yo no podía hacer nada. También yo tenía mujer e hijos. Él lo entendió.

Esa noche no pude dormir. Yo no podría vivir con mi conciencia si no hacía todo lo posible por salvarlo. Decidí llevar a Sasha a escondidas al Cuartel General de los rusos en las afueras de Alkhan Kala. Lo llevé escondido en mi coche y lo entregué a los suyos. ‘Nunca digas quién te ha salvado’, le rogué. Si se enterasen los chechenios, moriría yo.

Tres días más tarde guerrilleros chechenios armados vinieron y me preguntaron si M 0009 NM era la matrícula de mi coche. Lo era. Tenían testigos que lo habían visto, me dijeron. Yo había ayudado a escapar al médico ruso. Me llevaron. Lejos a las montañas. Me bajaron por un pozo estrecho y profundo, quitaron la escalera de mano (yo había contado diecisiete escalones), cerraron la tapa y me dejaron en la oscuridad, la humedad, la soledad.

Perdí toda noción del tiempo, pero por la barba que me creció sospecho estuve allí una semana. Me sacaron. ‘Prepárate a morir. Reza las oraciones. Aquí está un jarro de agua para tus abluciones. Rápido. ‘¿Tienes una última voluntad?’ La tenía: ‘Dejad mi cuerpo a las afueras de la ciudad.’ Lo dije porque alguien lo reconocería y me darían sepultura, que es esencial para un musulmán.

Los hombres dejaron de hablar entre sí y comenzaron a recitar oraciones del Corán. Me estaban preparando para la muerte. Cerré los ojos. Noté el calor del sol sobre mi espalda. Estaba preparado. Entonces, de lejos se oyó el sonido de una bocina de coche, cada vez más insistente, más agitado. Abrí los ojos. Todos se habían vuelto a mirar a la nube de polvo que se aproximaba. Un vehículo militar se precipitó en la curva y un hombre en uniforme se asomó a la ventanilla agitando los brazos violentamente: ‘¡Parad! ¡No le matéis! ¡Dejadlo en paz!’

Inexplicablemente me había salvado. Minutos más tarde mis captores me metieron en un coche y me llevaron a las afueras de Alkhan Kala. Cuando al fin llegué a casa le di las gracias a Alá –y se las sigo dando hasta hoy– por haberme salvado.”

(p. 136 Abreviado.)

Operar gratis

“En el hospital de Grozny (capital de Chechenia) teníamos un problema. Los médicos tenían que pedir a los pacientes que se trajeran ellos mismos las medicinas, analgésicos, vendas, sábanas, hasta gasolina para los generadores de emergencia y la calefacción. A veces la misma nobleza y el alto sentido de la dignidad de la gente que consideraba indigno recibir servicios sin pagar por ellos nos causaba problemas. Era difícil convencer al paciente que recibiera tratamiento gratis. Las deudas en Chechenia se pagan, y si tú no estás en posición de devolver un favor, no puedes pedirlo.

Un día se me presentó un anciano con el vestido típico de los pastores de mi tierra, que me emocionó. Tenía un tumor en el paladar y había que operarle. Se lo dije. Se calló. Yo sabía la razón de su silencio y le expliqué, ‘Yo no cobro por operar.’ Él siguió callado. Yo insistí, ‘Si usted necesita medicinas, puedo proporcionárselas.’ Él siguió callado, me dio las gracias y se volvió para irse. Me costó trabajo hacer que se quedase y me diese su consentimiento para operarlo.

Cuando llegaba un paciente pudiente al hospital, yo le daba la lista de las medicinas que necesitaba, y le pedía me diera el doble o el triple de las medicinas pedidas para dárselas gratis a quienes no podían comprarlas.”

(p. 86)

El juramento

“Mi prueba de fuego como cirujano y como hombre fue cuando me trajeron al hospital a un mercenario ruso, un terrorista a sueldo, tristemente célebre y conocido por su crueldad, su violencia y sus crímenes. El guerrillero chechenio que lo acompañaba me dijo: ‘Déjele morir.’

Por un momento sentí la tentación. El mundo desde luego sería un lugar mejor sin este monstruo. Ya no violaría a más mujeres o niñas. Pero me acordé de las palabras del Juramento Hipocrático grabadas en la pared de la facultad de medicina. Si yo comenzaba a decidir quién había de vivir o de morir, ¿dónde acabaría? Contesté: ‘Yo soy un médico. Es mi deber tratar a quien necesite mi ayuda. Alá lo castigará’.”

(p. 255)

Me contáis

Me preguntáis si estoy siempre alegre. No. Si siempre lo estuviera, nunca lo estaría, pues la uniformidad aburre. De El Buda Feliz, Hotei, que siempre reía y siempre alegraba a todos, cuenta la leyenda que un día se encontró a un médico, quien le preguntó:

– ¿Estáis siempre alegre?
– No, pero siempre animo a la gente.
– ¿No es eso fingir?
– ¿Y no haces tú lo mismo?
– ¿Cómo?
– Tú cuando tienes la medicina para una enfermedad, se la das al enfermo; y cuando no la tienes, le preparas un té de hierbas y le dices que es una buena medicina muy eficaz para su dolencia.
– Sí lo hago, y el paciente cree en su eficacia, la toma y se cura.
– Yo hago lo mismo. Comienzo a reír aunque no tenga ganas –es decir que no tengo medicina– y me animo y me entran ganas de reír de veras y todos lo pasamos bien.
– Pues vamos a reírnos juntos.

Salmo

Salmo 133  –  Vigilia nocturna
Hiciste la noche para el descanso, Señor, pero muchos hombres y mujeres no encuentran descanso por la noche. Trabajan de noche, viajan, estudian, vigilan o, sencillamente, dan vueltas en la cama mientras el sueño se les escapa de los párpados. Rezo por las víctimas de la noche, por todos aquellos que siguen despiertos cuando las tinieblas cubren la tierra e invitan a un descanso que no llega a todos.

Me acuerdo de ti, Señor, en las guardias de la noche. Me uno en fraternidad desvelada a todos aquellos que renuncian al sueño para pronunciar tu nombre en la liturgia nocturna, para contemplar tu verdad, para guardar tu templo, para continuar durante la noche el sacrificio de alabanza que otros ofrecen durante el día, y que no quede ni una hora privada del incienso de la oración ante el altar de tu majestad siempre despierta.

«Y ahora bendecid al Señor los siervos del Señor,
los que pasáis la noche en la casa del Señor:
levantad las manos hacia el santuario
y bendecid al Señor.»

Enséñame, Señor, a bendecirte de día y de noche, a la luz y a la sombra, con los ojos abiertos y con los ojos cerrados, en el trabajo y en el descanso. Enséñame a santificar las noches con el recuerdo de tu nombre. Haz que así merezca la bendición de los sacerdotes que velan en tu santo templo y te proclaman con su presencia Señor del día y de la noche:

«El Señor te bendiga desde Sión:
El que hizo el cielo y la tierra.»

¡Bendice mis noches, Señor, como bendices mis días!

 

Día 15
Os cuento

Reencarnación

He participado en un programa de televisión sobre la reencarnación. He comenzado diciendo que nuestro profesor de teología en Pune (India), el jesuita austriaco Hans Staffner, nos dijo en clase al tratar de la materia que aproximadamente la mitad del género humano (hinduistas, budistas, jainistas) cree en la reencarnación, y la otra mitad (judíos, musulmanes, cristianos) no cree, con lo cual nosotros mantenemos nuestro punto de vista pero respetamos debidamente el del prójimo.

El presentador me preguntó: “¿Por qué los que creen en la reencarnación en la India creen en ella?” Contesté: “Ante todo para explicar la desigualdad de nacimientos. Una persona, sin ningún mérito por su parte pues no existía antes, nace en una buena familia donde tiene buena salud, buena educación, buen ambiente, buenas posibilidades de abrirse paso en la vida; mientras otro niño, también sin ninguna culpa suya pues no existía antes, nace de padres pobres, pasa hambre, enferma del SIDA y muere. ¿Por qué? ¿Por qué uno nace con todas las probabilidades de una vida normal y otro con ninguna? Decir que por pura voluntad de Dios es difícil. Parece arbitrario e injusto. En cambio la reencarnación explica que los distintos nacimientos se deben a las distintas conductas en la vida anterior. Una buena conducta determina un nacimiento digno, y una mala conducta un triste nacimiento. Cosa que se aplica también después a todo lo que sale bien o sale mal en la vida. La reencarnación explica la buena y la mala fortuna en todas las cosas. Ese es el gran argumento teórico, práctico, intelectual y popular. Se acabó la queja de siempre ante el dolor, ¿por qué me pasa a mí esto? Sencillamente me pasa porque he de pagar en esta vida las transgresiones morales de mi vida pasada. Y cuanto antes las pague, mejor. Eso da una explicación y favorece la resignación. Por eso se acepta.

Luego seguí cuando me dejaron: “Ya que me ha preguntado usted antes por qué creen en la reencarnación los que creen, también he de decirle ahora por qué los que no creen en la reencarnación en la India no creen en ella. Hay que guardar el equilibrio. Cito a Kálelkar, quien fue la mano derecha de Mahatma Gandhi, el Padre de la Patria, como pensador y educador e ideólogo del Mahatma, y fue brahmán devoto e hinduista fervoroso, quien sin embargo escribió y defendió lo siguiente: ‘Así como nuestro nuevo estado de la India independiente se propone promulgar una ley para prohibir bebidas alcohólicas por el daño que hacen, así debería promulgar una ley para prohibir la mención de la reencarnación por el daño que hace. En la India tenemos las cuatro castas de brahmanes, guerreros, comerciantes y agricultores, más luego los sin casta, los intocables, los parias que sufren la pobreza y el rechazo social. Si aceptamos la reencarnación le estamos diciendo al pobre paria que él no solo sufre y es pobre y rechazado, sino que además se lo merece por haber sido un malvado en su vida anterior. Eso es injusto, indigno e intolerable. Es añadir el insulto al sufrimiento. Bastante tiene con sus penas el pobre hombre para que encima nosotros le llamemos criminal. La creencia en la reencarnación es totalmente inadmisible y habría que prohibirla por bien de la sociedad’. Hasta aquí Kálelkar. Y aun fuera de las castas, el mismo argumento se aplica a cualquier pobre, enfermo o desgraciado, a quien se le dice que no solo sufre lo que sufre sino que encima se le está bien empleado. Eso va contra toda decencia y justicia. Ese es el gran argumento en contra de la reencarnación, aunque no suele mencionarse en los muchos libros que de ella tratan. Y yo lo aprendí, como digo, de los labios de un hindú en la India.” Todo eso dije. Y vi que no se lo esperaban.

Uno de los participantes citó la hipnosis regresiva en la que la persona hipnotizada recuerda vidas pasadas. Otro le contestó con la cita de un psicólogo esotérico que, a pesar de trabajar en esa profesión, escribió con gracia: “Yo me he encontrado con 12 personas que habían sido Napoleón, 15 María Antonietas, 8 Carlomagnos, varios Ramseses y Nefertitis…, pero todavía no me he encontrado con ninguno que haya sido Juan Pérez.” Yo, a mi manera, expliqué que a mi entender la hipnosis regresiva es como un sueño freudiano que en sí no es realidad pero ayuda a conocerse a uno mismo como proyección subconsciente.

Luego discutieron si un hombre o una mujer podía reencarnarse en un animal, y alguien dijo que sí, para aprender las cualidades buenas de ese animal, y otro dijo que no pues no sería evolución sino involución o regresión. Aquí tercié yo con un cuento que había oído en la India. Lo conté con cara muy seria (el programa era en directo), aunque riéndome por dentro.

Un monje, cercano ya a la muerte, le pidió a Dios le revelara en qué se iba a encarnar en su próxima vida. Dios le dijo: “¿Ves esa cerda de tu vecino? Después de morirte tú, ella tendrá cerditos. El tercero tendrá una mancha negra en la frente, y ese serás tú.”

El monje quedó apesadumbrado ante tan triste revelación, pero pronto encontró la salida. Llamó a su discípulo predilecto y le dijo: “Me ha sido revelado que yo seré el tercer cerdito que nazca de esa cerda, con una mancha negra en la frente. Cuando yo me muera, tú observa a esa cerda, fíjate en su tercer cerdito, asegúrate de que tiene una mancha negra en la frente, coge un cuchillo y mátalo. Sí, mátalo, porque así acabarás con esa triste vida mía, y la reencarnación que de allí se me siga después nunca será tan mala como la de cerdo.”El discípulo entendió y prometió obedecer. Sucedió como estaba previsto. Murió el monje, nació el cerdito, tenía la mancha en la frente, lo vio el discípulo, cogió un cuchillo, se acercó cuando nadie lo veía y fue a dar el golpe, cuando el cerdito chilló:

– ¡No me mates! ¡No me mates!
– Pero ¿cómo es eso? ¿No me dijiste tú mismo que te matase?
– Sí, pero eso era cuando veía la vida del cerdo desde el punto de vista del hombre; pero ahora la veo desde el punto de vista del cerdo, ¡y es magnífica! No hacer nada, comer bien y revolcarme en el barro a placer. Esto es maravilloso. No era un castigo, ¡era una recompensa!

Al menos se rieron todos. Al final el presentador me preguntó: “¿Cree usted en la reencarnación?” Le contesté con el cuento del maestro Zen:

– Maestro, ¿qué pasa después de la muerte?
– No lo sé.
– Pero usted es un maestro Zen.
– Sí, pero no soy un maestro Zen muerto.

Para algo ha de servir el Zen. Claro que yo había escrito un libro entero sobre la reencarnación. Eso me daba alguna ventaja. Lo pasamos muy bien. Sin duda era el resultado de que todos habíamos sido buenos en la encarnación anterior.

El enigma

Un hombre que había pasado muchos años intentando descifrar significados de enigmas acudió a encontrarse con un sufí para poder comunicarle sus logros. Quería que el maestro reconociera en él su habilidad y que le diera nuevos enigmas sobre los cuales reflexionar pues, según él creía, de esa manera podía crecer espiritualmente. El sufí le dijo:

– Vete y cavila sobre éste: IHMN.

El hombre partió. Pasaron meses, y, sin encontrar una respuesta que lo satisficiera, decidió acudir nuevamente al maestro, para comunicarle que no había podido desentrañar el misterio. Pero cuando volvió, el sufí se había muerto. Se estaba doliendo que ya nunca podría averiguar el sentido del enigma que le llevaría a la iluminación cuando el discípulo principal del sufí le oyó y le dijo:

– Si te estás preocupando por el significado secreto de IHMN, yo te lo diré. Son las iniciales de la frase persa “In huruf maani nadarand”, que significa, “Estas letras no tienen significado”.
– Entonces, ¿por qué se me dio esta tarea? – gritó el hombre indignado.
– Porque mientras busques el significado de la vida con tu lógica, no lo encontrarás. El sentido de la vida se encuentra viviendo, no pensando.

(Omar Kurdi, Cuentos Sufís, p. 28)

El cerrajero

Cuentan que había una vez un cerrajero al que acusaron injustamente de unos delitos y lo condenaron a vivir en una prisión oscura y profunda. Cuando llevaba allí algún tiempo, su mujer, que lo quería muchísimo, se presentó al rey y le suplicó que le permitiera por lo menos llevarle una alfombra a su marido para que pudiera cumplir con sus postraciones cada día.
El rey consideró justa esa petición y dio permiso a la mujer para llevarle una alfombra para la oración. El prisionero agradeció la alfombra a su mujer y cada día hacía fielmente sus postraciones sobre ella.

Después de muchos días de orar sobre la alfombra pidiéndole a Dios que lo sacara de su prisión, cayó en la cuenta un día, al doblarse sobre ella en postración, que allí mismo, debajo de sus mismísimas narices, tenía el instrumento de su salvación. Su mujer había tejido en la alfombra el dibujo de todas las cerraduras de la prisión que lo mantenía prisionero.

Cuando se dio cuenta de esto y comprendió que ya tenía en su poder toda la información que necesitaba para escapar, comenzó a hacerse amigo de sus guardias. Y los convenció de que todos vivirían mucho mejor si lo ayudaban y escapaban juntos de la prisión. Ellos estuvieron de acuerdo, puesto que aunque eran guardias, comprendían que también estaban prisioneros. También deseaban escapar pero no tenían los medios para hacerlo.

Los guardias le llevaron al cerrajero piezas de metal y él haría cosas útiles con ellas para venderlas en el mercado. Juntos amasarían recursos para la huída, y del trozo de metal más fuerte que pudieran adquirir el cerrajero haría llaves para todas las rejas de la prisión. Una noche, cuando ya estaba todo preparado el cerrajero y sus guardias abrieron todas las puertas y salieron al frescor de la noche donde estaba su amada esposa esperándolo.

Dejó en la prisión la alfombra para orar, para que cualquier otro prisionero que fuera lo suficientemente listo para interpretar el dibujo de la alfombra también pudiera escapar.

Tienes la llave de tu salvación debajo de tus narices. ¿La ves?

(Ib. p. 48)

El maestro

Cierto derviche ideó un plan para establecerse como maestro en el centro de peregrinación. Pagó a un actor para que fuese a la ciudad y se estableciese en ella como si fuera un maestro religioso, aunque en verdad no lo era. Le instruyó:

– Reúne a todos los discípulos que puedas haciéndote pasar por un hombre de gran santidad con mucha oración y penitencia. Después vendré yo y te desenmascararé en público; tú reconocerás ante mí que eres un impostor, y yo con eso me ganaré la admiración de la gente y me constituiré en su verdadero maestro.

Algunos meses después el derviche entró en la ciudad y se encaminó hacia la casa del falso místico. Allí estaba el actor rodeado de discípulos adoradores que le colmaban de presentes y le alababan cada palabra que decía. El derviche empezó a hablar delante de todos:

– Escuchad, buena gente. Sabed que he venido a traeros la verdadera doctrina. Este hombre es un impostor, un falsario, un estafador que no es ni santo ni derviche ni nada. El lo confesará ahora que yo lo he desenmascarado. Dejadle marchar en paz ya que yo os lo pido, y escuchad ahora lo que yo os voy a predicar.

Pero el actor no dijo nada. Se quedó sentado en su trono, sonriendo benévolamente ante el derviche, dando a entender con su sonrisa que el derviche era un intruso vergonzoso a quien no había que hacer caso. Sus discípulos echaron al derviche a palos, y el actor quedó de maestro.

(Ib. 123)

Semáforos

“De la noche a la mañana ocurrió: unos palos con tres ojos brotaron en las esquinas de la calle principal. Nunca se había visto nada semejante en el pueblo de Quaraí, ni en toda esa región de la frontera.De a caballo, venidos de lejos, acudían los curiosos. Ataban los caballos en las afueras, por no molestar el tránsito, y se sentaban a contemplar la novedad. Mate en mano, el termo bajo el brazo, esperaban la noche, porque en la noche las luces eran más luces y daba gusto quedarse y mirar, como quien mira las estrellas naciendo en el cielo. Las luces se encendían y se apagaban siempre al mismo ritmo, repitiendo siempre sus tres colores, rojo, amarillo, verde, uno tras otro; pero aquellos hombres de campo, indiferentes al paso de los automóviles y de la gente, no se aburrían del espectáculo.

– El de aquella esquina es más lindo – aconsejaba uno.
– Éste de aquí demora más – opinaba otro.

Que se sepa, ninguno preguntó nunca para qué servían esos ojos mágicos, que parpadeaban sin cansarse nunca. “

(Eduardo Galeano, Bocas del Tiempo, p. 195)

Me contáis

¿Me puede decir algo personal sobre la encíclica del papa “Dios es amor”?

Sí, Clara. A mí me iluminó especialmente un párrafo de ella. Muy importante, muy claro y muy valiente. Piensa en mi telón de fondo de mi vida en la India y caerás en la cuenta de lo que significa. Dice así el papa:

“La caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia.” (31, c)

Me hubiera gustado poder citar ese texto cuando estaba en la India.

También he apreciado el reconocimiento de que en el pasado hemos menospreciado al cuerpo. Estas son las palabras del papa: “Hoy se reprocha a veces al cristianismo del pasado haber sido adversario de la corporeidad y, de hecho, siempre se han dado tendencias de este tipo.” (5) Este reconocimiento nos abre el paso a la integración del cuerpo en nuestra vida. También me alegra porque de eso he escrito mucho.

Salmo

Salmo 134  –  Hog y Sijón
Nombres en la historia de Israel –que es mi propia historia–: Hog y Sijón. Los reyes que no dejaban pasar a Israel. Gigantes entre los hombres, engreídos en su poder y en su despecho, lo que les hizo negar el paso a los israelitas aun cuando éstos prometieron no tocar sus viñedos ni beber de sus pozos. Obstáculos en el camino hacia la tierra prometida. Y Dios los allanó por completo. El Señor no permitirá que nada ni nadie trate de parar la marcha decidida de su pueblo hacia su destino. Israel recodará esos nombres extranjeros y los convertirá en símbolo y muestra del rescate divino frente a ingentes obstáculos, en leyenda para sus anales y verso sonoro en sus salmos de acción de gracias por la ayuda y la victoria.

Obstáculos en el camino de la tierra prometida. Hog y Sijón. También yo los recuerdo. También a mí han querido cortarme el paso. Peligros que he encontrado, desengaños que he sufrido, momentos en que parecía que todo se había acabado, equivocaciones que parecían destruir toda posibilidad de ir adelante. El camino ascendente de mi alma quedó cerrado más de una vez por obstáculos que parecían imponer el fin del avance. Reyes gigantes y ejércitos compactos. Y, por dentro, cansancio del alma y falta de fe. ¿Cómo pasar adelante? ¿Cómo llegar?

Sin embargo, esos obstáculos insuperables fueron superados, el camino quedó despejado y el viaje prosiguió. Una mano poderosa abría el camino una y otra vez, renovaba las esperanzas y daba ánimos. También yo tengo leyendas y nombres en mis memorias privadas y en mi historia secreta. No volverán a intimidarme los obstáculos, por impresionantes que sean. Mientras me acuerde de Sijón y de Hog, tendré libre el camino hasta el final.

“Hirió de muerte a pueblos numerosos,
mató a reyes poderosos:
a Sijón, rey de los amorreos; a Hog, rey de Basán,
y a todos los reyes de Canaán.

Y dio su tierra en heredad,
en heredad a Israel su Pueblo.

Señor, tu nombre es eterno;
Señor, tu recuerdo de edad en edad.

Porque el Señor gobierna a su pueblo

y se compadece de sus siervos.”

Día 1
Os cuento

Siglo XIV

Llevé a unos amigos jesuitas de la India que habían venido de visita a España a visitar Toledo. Una hora en autobús desde Madrid. Luego allí las murallas, las puertas, las calles, las tiendas, las sinagogas, las iglesias, Zocodover, El Greco. Todo era una maravilla para los ojos ávidos de contemplar tanto arte y de asimilar tanta historia.

En la catedral, antes de visitarla, asistimos a misa. Era domingo y hubo la correspondiente homilía y oraciones. Uno de mis amigos indios entendía castellano y había seguido todo con atención. Al salir me dijo: “Todo muy bien. Pero, una cosa. Nos has dicho que esta catedral es del siglo XIV, ¿no es eso? Pues bien, la homilía también era del siglo XIV. Podía haberse pronunciado, sin cambiar una sola palabra, el día en que fue consagrada la catedral en el siglo XIV. No había nada que la relacionase con el presente.”

De regalo escogieron llevarse mazapán. El mejor regalo de Toledo. Con receta del siglo XIV.

Con cariño en la India

“Al otro lado del bosquecillo empieza a desfilar una hilera de mujeres cargadas con hatos de leña. Mi mirada perpendicular me permite apreciar un perfil prodigioso en el que en todos los casos la longitud de las ramas dobla la altura de las mujeres. A veces las cabecitas de los bebés que llevan a cuestas completan las siluetas, por lo demás delgadísimas. A saber hasta dónde habrán ido a buscar la leña…

Al rato de ver pasar la última de las campesinas, todavía dos más, una de ellas sin carga. Da la impresión de que es esta y no la otra la que impone el ritmo más lento. Efectivamente, por un momento se queda rezagada y se sienta en el suelo al borde del camino. La otra deja su carga apoyada contra un retoño de árbol y vuelve a ayudar a su compañera, que parece estar enferma, o quizá embarazada. La incorpora y le ofrece apoyo para seguir andando, mientras el inmenso hato de leña se desploma en el suelo.

Esta es la mía, me digo. Qué buena ocasión para caminar tras ellas cargando con la leña. Aunque no sepa cómo ponerme el fardo en la cabeza, no creo difícil llevarlo de algún modo. Me acerco al camino, agarro el paquetón y… ¡madre mía! ¡No soy capaz de levantarlo! ¿Cómo puede pesar tanto? Un intento más: a duras penas logro separarlo unos centímetros del suelo.

La mujer ya se ha dado cuenta, deja a la otra caminando sola y vuelve hacia donde estoy. A estas alturas es inútil hacer un tercer intento y la espero ridículo y avergonzado, vergüenza que se incrementa cuando me doy cuenta de que detrás de mí viene otro grupito de aldeanas cargadas de la misma manera. Y yo aquí, con mi buena voluntad como un gilipo…

En seguida me doy cuenta de que la mujer no habla una palabra de inglés, así que le explico por señas mi intención… y mi fracaso. Ella me dice algo insistiendo en unas palabras que yo repito –por decir algo– tras lo que mueve la cabeza en señal de asentimiento. Luego se agacha para coger del suelo algo que me había pasado inadvertido, una especie de anillo de esparto que coloca sobre su cabeza para equilibrar y suavizar el peso. Otra de las mujeres que viene detrás ha dejado su carga apoyada contra un árbol y le ayuda a levantar el inmenso fardo de ramas sobre uno de los extremos hasta ponerlo en posición vertical, momento en que la primera, sin agacharse, apoya su cabeza sobre el punto medio y con un ágil y cuidadoso movimiento lo gira hasta ponerlo en horizontal (ahora comprendo por qué la longitud de los fardos es exactamente el doble de la altura de una persona). Después la segunda mujer, sin ayuda, hace lo mismo con su atado, y las dos, ajenas a mí, siguen su marcha mientras yo me quedo mirando cómo se alejan por el camino. Me siento tan inútil, tan torpe, tan fuera de juego…”

(José Eizaguirre, Señales de vida, p. 117)

Iconografía religiosa

Cuentan que había una vez un cerrajero al que acusaron injustamente de unos delitos y lo condenaron a vivir en una prisión oscura y profunda. Cuando llevaba allí algún tiempo, su mujer, que lo quería muchísimo, se presentó al rey y le suplicó que le permitiera por lo menos llevarle una alfombra a su marido para que pudiera cumplir con sus postraciones cada día.
El rey consideró justa esa petición y dio permiso a la mujer para llevarle una alfombra para la oración. El prisionero agradeció la alfombra a su mujer y cada día hacía fielmente sus postraciones sobre ella.

[Otra observación del mismo sabio viajero:]

“Las representaciones de Buda, aparte de la postura típica, tienen todas algo en común que llama la atención: su expresión de paz y serenidad. Las representaciones de las divinidades hindúes tienen por su parte todas en común la expresión inequívoca de gozo y felicidad.

Paz y felicidad. La sección de arqueología del Indian Museum en Calcuta es testigo veraz de que no puede ser de otro modo. Por eso es frecuente que las divinidades se representen bailando o, en caso de parejas, gozando del abrazo mutuo (a veces de manera ‘indecente’ para la mirada occidental). Está claro: los dioses indios –o las diversas manifestaciones del único Dios, según se mire– son ciertamente felices y la fuente de felicidad para los humanos.”

(Ib. p. 157)

Paz y felicidad

“Todo es perfecto tal como es. Por ejemplo, un jarrón de porcelana. Es perfecto tal y como es. Si se cae y se rompe en mil pedazos, cada pedazo es perfecto en sí mismo –porque es lo que es. Nosotros somos los que tenemos el concepto fijo de que no son lo que deberían ser y son solo partes imperfectas de algo que antes era perfecto. Pero eso es un concepto nuestro, no es la realidad. Nos entristecemos porque las cosas no son como nosotros decimos que deberían ser.”
(Bernie Glassman, Infinite Circle, p. 11)

“Decimos que el pasado no existe: ya se fue. Que el futuro tampoco existe: todavía no ha llegado. Pero es que el presente tampoco existe: para cuando lo digo, ya se fue. Gocemos de la nada.”
(p. 39)

“El tratado Maha Prajnaparamita Hrdaya Sutra contiene doce capítulos. Los doce capítulos están ya resumidos en el primero. El primer capítulo está resumido en su primer verso. El primer verso está resumido en su primera palabra. La primera palabra está resumida en su primera letra. La primera letra, claro está, puede ser descartada. Volvemos a la nada.”
(p. 66)

“En un célebre koan un monje fue a Chao-shou Ts’ung-shen y le preguntó, ‘¿Qué he de hacer ahora que ya me he desprendido de todo? Chao-chou le dijo: ‘Despréndete de ese desprendimiento.’ La nada.”
(p. 67)

“Dogen Zenji escribió:
‘La iluminación es como el reflejo de la luna en el agua.
La luna no se moja, y el agua no se inquieta.
Aunque la luna es grande, se refleja en un charco pequeño.
La luna entera y el cielo entero se reflejan en una gota de rocío.
La iluminación no turba a la persona, como la luna no turba el agua.
La persona no turba la iluminación, como el agua no turba a la luna.
La profundidad de la gota de rocío es la altura de la luna’.”

(p. 94)

La mujer estéril

“Esta es la historia de una mujer de Sidón que había permanecido diez años junto a su marido y no había dado a luz. Vino su marido ante el Rabí Simón Bar Yohay trayendo a su mujer con la demanda de divorcio. Él les dijo: “Separaos, si así lo queréis y que la mujer vaya a casa de su padre, pero celebrad antes un convite en el que comáis y bebáis ya que toda la vida habéis estado unidos comiendo y bebiendo, y que ella tenga derecho a llevarse consigo a casa de su padre cualquier objeto de valor de su casa.”

Ella embriagó a su marido en el festín y cuando estuvo bien dormido hizo una señal a sus sirvientes y les dijo: “Ponedlo sobre la cama, levantadla y llevadlo a casa de mi padre.” A medianoche el marido despertó de su sueño, pues el efecto del vino había desaparecido. Preguntó a su mujer: “Hija mía, ¿adónde me has traído?” Ella le dijo: “A casa de mi padre.” Él le dijo: “¿Y qué tengo yo que ver con la casa de tu padre?” Ella le dijo: “¿Acaso no nos dijo el Rabí que cualquier objeto de valor que hubiera en mi casa yo podía tomarlo y llevarlo a casa de mi padre? No hay en todo el mundo objeto más valioso para mí que tú.” Se fueron juntos a Rabí Simón Bar Yohay; este oró por ellos y la mujer fue visitada por Dios.”

(León Berman, Leyendas del Talmud, p. 24)

Me contáis

Volvemos al karma. Es decir, volvéis. Me lo habéis preguntado otra vez. «Karma» quiere decir «acción» en sánscrito, y significa que nuestras acciones determinan nuestro futuro en esta vida y en la otra, con lo que karma pasa a significar la repercusión de mis acciones sobre mi conciencia y mi vida.

San Pablo dijo: «Lo que el hombre siembre es lo que cosechará.» (Gálatas 6, 7) Pero la doctrina oriental del karma no es exactamente lo mismo. En occidente para que la acción produzca mérito o castigo tiene que ser libre y con intención. Si se obra sin intención, no cuenta. En oriente la acción «material» cuenta aunque no sea «formal», es decir, aunque no tenga intención. Si yo rompo un cristal a idea por hacer daño, genera karma en oriente y occidente; si lo rompo sin querer, genera karma en oriente pero no en occidente. En oriente lo que cuenta es la acción material, no la intención. En occidente es la acción formal, con libertad e intención.

Paseando un día en la lluvia de los monzones con amigos hindúes iba yo a pisar el suelo húmedo cuando el que andaba a mi lado me agarró rápidamente de un brazo y apartó mi pie. Me dijo: «Te acabo de librar de cometer un gran pecado. Mira. Donde tú ibas a pisar había una rana y la hubieras matado. Te he librado de un mal karma. Agradécemelo.» Era pecado el matar a la rana. aun sin querer. Saludé a la rana. Cuá cuá.

La otra diferencia es si Dios puede cambiar mi karma o no, es decir, si puede perdonar mis pecados. En el cristianismo puede, mientras que en el hinduismo puede según unos (Bhaktimarga), y no puede según otros (Karmamarga).

El jainismo, confrontado con el problema del sufrimiento en el mundo arguye: Mi sufrimiento es el resultado de mi karma. ¿Puede Dios cambiar mi karma, es decir, evitar mi sufrimiento? De hecho no lo hace. Si no lo hace porque no puede hacerlo, no es todopoderoso; y si no lo hace porque no quiere, no es bueno. Concluye que Dios no existe. El mal karma acumulado hay que «quemarlo» con penitencias y austeridades. Si no se quema a tiempo, puede esperar una sorpresa desagradable en la próxima vida.

La palabra ha entrado en el vocabulario y todo el mundo la usa, pero conviene saber los matices.

Salmo

Salmo 135 – El gran Hal-lel
«Dad gracias al Señor, porque es bueno,
porque es eterno su amor.
Dad gracias al Dios de los dioses,
porque es eterno su amor;
dad gracias al Señor de los señores,
porque es eterno su amor.»

Israel canta su acción de gracias en la fiesta de la Pascua, enumerando con memoria cariñosa todas las maravillas que ha hecho el Señor, desde la creación y el rescate hasta la conquista y el cuidado diario, bajo la sagrada monotonía del mismo estribillo: «Porque es eterno su amor.»

«Hizo los cielos con inteligencia,
porque es eterno su amor;
sobre las aguas tendió la tierra,
porque es eterno su amor.

Hizo las grandes lumbreras,
porque es eterno su amor;
el sol para dominar el día,
porque es eterno su amor;
la luna y las estrellas para dominar la noche,
porque es eterno su amor.»

Añado a la letanía oficial mis propios versos privados. Él me trajo a la vida, porque es eterno su amor. Me puso en una familia buena, porque es eterno su amor. Me enseñó a pronunciar su nombre, porque es eterno su amor. Me reveló sus escrituras, porque es eterno su amor. Me llamó a su servicio, porque es eterno su amor. Me envió a ayudar a su pueblo, porque es eterno su amor. Me visita cada día, porque es eterno su amor. Me ha llamado amigo suyo, porque es eterno su amor.

Ahora continúo, en el silencio de la conciencia, rememorando aquellos momentos que solo él y yo conocemos, momentos de intimidad y gozo, momentos de dolor y arrepentimiento, momentos de gracia y misericordia. Porque es eterno su amor.

Mi vida se hace oración, mis recuerdos son letanía sagrada, y mi historia es un salmo. Y tras de cada suceso, grande o pequeño, alegre o penoso, oculto o manifiesto, viene el verso que los une a todos y da sentido y alegría a mi vida en la dirección eterna y única de la íntima providencia de Dios. Porque es eterno su amor.

«Dad gracias al Dios de los cielos,
porque es eterno su amor.»

 

Día 15
Os cuento

Doctorado en la vida

Un joven jesuita indio amigo mío fue a los Estados Unidos a hacer un doctorado en química para enseñar de vuelta la asignatura en nuestra universidad de la India. Un doctorado en los Estados Unidos lleva varios años, y al cabo de dos años los médicos le diagnosticaron cáncer terminal. Podría vivir unos meses, un año, pero la prognosis era definitiva. No había cura.

Sus amigos le aconsejaron que dejase los estudios del doctorado, ya que de nada le habían de servir, y se dedicase a ejercer el ministerio del sacerdocio, cosa que apenas había podido hacer ya que se había ordenado de sacerdote justo antes de ir a los Estados Unidos. Podía dedicarse a dar ejercicios espirituales y cursos de religión, a administrar los sacramentos y presidir la eucaristía, a dirigir conciencias y visitar enfermos, en una palabra, al ministerio sacerdotal que le daría la satisfacción de haber ejercido su sacerdocio que era el fin y el motivo de su vida y de toda su preparación. Fue un consejo unánime. Seguir con el doctorado no tenía sentido ya que no iba a poder terminarlo ni menos usarlo para nada.

Él respondió: “No sé cuánto voy a vivir, si será un mes o un año, aunque sí sé que no va a ser mucho tiempo. Todos me decís que dedique el tiempo que me queda a hacer algo ‘útil’ que ayudará a los demás y me dará a mí la satisfacción de haber ejercido mi sacerdocio para el que me he estado preparando con ilusión y fervor toda la vida y que apenas he podido ejercer todavía. Pero si dejo ahora mi doctorado eso querrá decir que todo lo que he hecho hasta ahora en mi vida no ha servido para nada. Era pura ‘preparación’, y como aún no he llegado a la ‘acción’, no he hecho nada. Los largos años de mis estudios no contarían para nada, mis estudios de doctorado serían inútiles, mi vida hasta ahora sería tiempo perdido. Pero yo no lo veo así. Para mí mis estudios tenían validez en sí mismos, cada curso valía y cada examen contaba. Todo es vida, hágase lo que se haga. ¿Qué importa que yo después ‘utilice’ esos conocimientos o no? La vida no se valúa por resultados sino por vivirla a cada momento en lo que es. Y yo he vivido mi vida de estudiante con plena entrega y alegría. Y seguiré viviendo mi vida de estudiante para el doctorado.”

Se llamaba George Madathani. Siguió con su doctorado. Murió del cáncer a los seis meses. Sucedió hace años, pero hoy, inesperadamente, he recordado su memoria. Y quiero rendirle homenaje. Noble actitud.

El hombre cuenta de mayor lo que vivió de niño

– No te asustes, todo va bien, estoy a tu lado.

La mano que se posó sobre mi mejilla era la de mi madre, cuya cara estaba muy cerca de la mía. Casi no podía verla. Cuchicheaba y me acariciaba la coronilla. Estaba oscuro. Las paredes eran de madera. Había un olor extraño. Se percibía un rumor, como si hubiera más gente. Mi madre me levantó la cabeza y la hizo reposar sobre su brazo. Me apretó contra su cuerpo. Me besó en la mejilla.

Le pregunté dónde estaba mi padre.

– Se ha cometido un error, pero todo se arreglará. Pronto volveremos a casa y papá estará allí esperándonos. Pero se han equivocado, y por eso tenemos que permanecer aquí un par de días, igual que cuando días atrás nos quedamos en casa de Trude. Te acuerdas de eso, ¿no? Trude había preparado coliflor, y cuando la puso en tu platito no te la comiste porque no te gusta la coliflor. Ayer papá tuvo que salir de casa temprano para ir a la oficina. Entonces vinieron a buscarnos, pero tú estabas medio dormido. ¿Te acuerdas aún? Anduvimos un buen trecho. Yo dejé una nota para papá, porque se trataba de un error; en realidad no era necesario que fuésemos con ellos. Le darán la nota a papá y dentro de unos días volveremos a casa. Aquí hay mucha más gente y también hay niños, de forma que no te aburrirás. No hemos traído muchos juguetes porque tuvimos que salir deprisa. Ni siquiera me dio tiempo de avisar a la vecina. Menos mal que luego encontramos a muchos conocidos. ¿Te acuerdas? Aquél simpático señor L. que te gastaba bromas. Él también prometió avisar a papá. A estas alturas, ya hará tiempo que lo habrá hecho. Quizá mañana, cuando amanezca, recibamos una carta suya. Aquí hay más gente, por eso hemos de hablar en voz baja. Si no, los despertaríamos. Y aquí todos están cansados. Tú también, ¿no? En el tren pasaste todo el tiempo durmiendo. ¿Te acuerdas del tren? Claro que no, mi tesoro, tenías demasiado sueño. Es un poco tonto que se hayan equivocado, pero en un par de días estaremos otra vez en casa.”

Alguien hizo “chiiist”. Mi madre susurraba tan cerca de mi oído que me hacía cosquillas.

– Ahora duérmete. Me quedaré a tu lado. Mañana iremos a echar un vistazo a nuestro campamento y en un par de días regresaremos a casa, con papá.

Me dio un beso. El aire que entraba por mi nariz estaba frío. Debajo de la manta también hacía frío. Cada día yo preguntaba si ya íbamos a volver a casa. Pero ella me decía siempre que lo haríamos en un par de días.
(Jona Oberski, Infancia, p. 9)

[Estaban en un campo de concentración. Su padre, en otro barracón en el mismo campo.]

Sigue el niño

Mi madre me despertó. Se llevó el dedo a los labios. En el barracón reinaba un silencio absoluto. Habló en voz baja. Tuve que vestirme rápidamente. Dijo que iba a darme una sorpresa. Debía ponerme el abrigo y los mitones. Salimos de puntillas. Ya había amanecido. Nos quedamos un momento delante de la puerta. Lo único que se oía era el viento entre los árboles, ocultos entre las sombras al otro lado de la carretera. Mi madre miró alrededor. Me cogió de la mano. Fui a preguntarle algo, pero hizo “¡Chissst!” y me arrastró suavemente. Hacía frío.

Llevaba un pequeño paquete bajo el brazo. No me explicó qué contenía. Tampoco qué íbamos a hacer. Caminaba muy rápido.Llegamos a la puerta de un barracón y llamó suavemente. El barracón estaba sumido en el silencio. Alguien preguntó algo desde el interior y mi madre cuchicheó junto a la puerta. La puerta se abrió y penetramos en la oscuridad. Mi madre le entregó algo al hombre que él miró de cerca.

– Esto no es lo que convinimos.
– Después le daré el resto.
– Ni hablar. Todo ahora mismo, como convinimos, o no hago nada.
– Pero ¿y si falla la cita?
– Usted no es la primera. ¿Acaso no confía en mí?

Mi madre le entregó algo más. El hombre abrió otra puerta y nos hizo entrar. Esperamos. “¡Cuánto tarda!” exclamó mi madre. Inesperadamente la otra puerta se abrió. Entró alguien. Me acerqué a mi madre. Me aferré a su abrigo. El hombre se acercó a nosotros y abrazó a mi madre. Yo estaba detrás de mi madre que lloraba. Después se secó las lágrimas y me preguntó, “¿Pero no ves que es papá?” Él dijo: “Con barba y la cabeza rapada he cambiado mucho. ¿Me reconoces ahora?” Me cogió suavemente. Reconocía a mi padre por su mano. Me dejé arrastrar. Me abrazó con ternura. Había mucho abrigo y pelo entre nosotros.

Mi madre anunció que teníamos un paquete para él, y se lo entregó. Era su cumpleaños. Él abrió el paquete y apareció una auténtica tarta redonda. Le preguntó a mi madre cómo la había hecho. Ella sonrió. Él tomó un pedazo con sus dedos y la probó. Entonces vi que no se trataba de una tarta de verdad, sino de un amasijo de patatas y trocitos de pan. Durante los últimos días mi madre no había insistido demasiado para que yo me comiese todo cuanto me servían; por el contrario, había sido muy benévola: me preguntaba si no quería comer más y después me retiraba rápidamente el plato. Mi padre dijo, “No deberías haber hecho esto”, y mi madre le contestó, “Tú la necesitas más que nosotros.”

Lo contemplamos mientras comía. Me ofreció un poco, pero yo no tenía ganas de nada. Cuando terminó, se miraron a los ojos. Ella le dijo algo en voz baja y lo abrazó. Luego él dijo:

– No, no, es imposible.
– Vamos, sé muy bien que tienes muchas ganas, de modo que sí que es posible. – ¿Y el niño?
– No se dará cuenta de nada.
– No me parece bien.
– Entonces que espere fuera.
– Déjalo, no hace falta.
– Sí, sí, que espere fuera.

Le preguntó al hombre que esperaba fuera si yo me podía quedar un ratito con él y ella volvió a entrar. Me senté en el suelo, en la oscuridad, cerca de la puerta. Las voces de mis padres me llegaban desde la habitación. Yo no conseguía entender qué decían mi padre y mi madre, pero parecían estar peleándose. Los gruñidos de él y los gritos de ella eran cada vez más fuertes. Me levanté y quise entrar. El hombre me dijo, “No lo hagas. Siéntate.” Me eché a llorar. Él llamó a la puerta y exigió que me dejaran entrar, que si no acabarían descubriéndolo todo a causa de mis chillidos. Mi madre salió y me ordenó que me callara. Mi padre le pidió que me dejara entrar. Mi madre me dijo que me quedase mirando a la puerta por si alguien llamaba, sin volver la cabeza. Lo prometí. Oí que cuchicheaban. Luego oí que mi madre respiraba muy fuerte. Volví la cabeza. Mi padre me vio por encima del hombro de mi madre cuya espalda rodeaba con los brazos. Mi padre dijo, “De este modo es imposible. Además, ya debe de ser casi la hora. No se puede hacer esto con tantas prisas.” Mi madre se volvió abrochándose el abrigo. Se acercó a mí, me cogió de la mano, me hizo salir fuera y le pidió al hombre que me retuviese allí. Ella volvió adentro y al poco rato salió. Andaba muy rápidamente. Tuve que correr para no quedarme atrás.

Al día siguiente era mi cumpleaños. Pregunté si también habría una tarta para mí. Mi madre respondió que lo había gastado todo con la de mi padre. Esta vez no había nada para mí, pero el año siguiente me daría cuanto quisiera. Me preguntó qué quería que me regalase entonces. Contesté que quería un arlequín nuevo. Y un coche de pedales. Y que me dejasen conducirlo solo.

(p. 57)

Mi vida entera

“Que cada palabra que yo pronuncie sea una oración a ti,
que cada gesto de mis manos sea una ofrenda hacia ti,
que cada paso que yo dé sea un paso acercándome a ti,
que cada bocado que tome sea participar de un sacrificio a ti,
que cada inclinación sea una reverencia ante a ti,
que mi vida entera sea un acto de adoración a ti.”

(Shankaracharya, Saundaryalahari, estrofa 27)

Buscar a Dios
“Ijiel, el nieto de Rabí Baruj, jugaba una vez al escondite con otro niño. Se ocultó muy bien y esperó a que su compañero de juegos lo encontrara. Después de aguardar largo tiempo salió de su escondite, mas no vio a su camarada en parte alguna. Entonces comprendió que este en ningún momento lo había buscado. Esto le hizo llorar, y llorando corrió hacia su abuelo y se quejó de su desleal amigo.

Entonces los ojos de Rabí Baruj se llenaron de lágrimas y murmuró: ‘Dios dice lo mismo: ‘Yo me escondo, pero nadie me busca’.”

(Martin Buber, Cuentos Jasídicos I, Paidós, México 1989, p. 151)

Felicidad

“Sé feliz sin esperar a ser feliz.” (Dicho oriental)

Me contáis

“¿Cómo dice usted que somos gente de segunda mano? Yo he sido hecha por Dios y soy de primera mano.”

La frase “somos gente de segunda mano” la leí en Krishnamurti y me produjo una gran impresión, y por eso la repito con frecuencia. Marcó un cambio en mi vida. Yo también me consideraba original. Independiente, libre, creativo, personal. Yo era quien mandaba en mis opiniones y yo era quien definía mis creencias. Obraba por convicción. Bien claro. Pero en realidad no era así. Mis “convicciones” eran el resultado de lo que yo había visto, vivido, aprendido, imitado, internalizado sin caer en la cuenta de que me venía de mis padres ante todo, de mi entorno, de mi ambiente, de mi colegio, de mis profesores, de mis directores espirituales. Todo ello estaba muy bien, pero “mis” convicciones no eran precisamente “mías”. También a mí me hizo Dios, pero mi manera de ver y de pensar y de reaccionar quedó condicionada desde un principio por la manera de ver de quienes me rodeaban. Y eso sin caer yo en la cuenta. Ese era el peligro.

El desayuno de los domingos era una fiesta en mi casa cuando yo era pequeño. Nos lo preparaba mi padre, y consistía en panecillo tierno abierto y tostado untado de mantequilla Esbensen y con queso Roquefort encima. Me quedó su gusto en el paladar de por vida, aun cuando no volví a probar el queso Roquefort desde que murió mi padre cuando yo tenía 10 años y me fui a la India a los 24. Cuando tenía 41 salí por primera vez de la India a un congreso de matemáticas en Europa. Al volver a la India quise llevar algún regalo a mis compañeros en la Universidad de san Javier, y no se me ocurrió cosa mejor que… un queso Roquefort. Bien empaquetado para que no me oliese toda la maleta con su fuerte aroma, cuidadosamente transportado, cariñosamente presentado, olorosamente destapado y delicadamente cortado lo ofrecí a mis compañeros en la mesa. Uno probó una pizquita, hizo una mueca, y abandonó la prueba. Otros ni eso. Les bastó con el olor penetrante para no tocarlo. Allí quedó. Me lo comí yo solo en varios días. Pero el queso de mi niñez no encontró acogida entre mis amigos de la India. Yo creía que era un sabor universal. Pero era solamente un sabor de mi niñez. Sabor adquirido. Segunda mano. Como todo lo demás.

La vida es un queso Roquefort.

Salmo

Salmo 136 – ¿Cómo puedo cantar?
“¿Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera?”

Esta es la cruz y la paradoja de mi propia vida, Señor. ¿Cómo puedo cantar mientras otros lloran? ¿Cómo puedo bailar cuando otros guardan luto? ¿Cómo puedo comer cuando otros pasan hambre? ¿Cómo puedo jugar cuando otros laboran? ¿Cómo puedo vivir cuando otros mueren? Este mundo es destierro, prueba y sufrimiento; ¿cómo hablar en él de felicidad cuando veo la miseria a mi alrededor y la siento en mi propia alma? ¿Cómo cantar en el destierro?

La corriente del río invita al regocijo, pero nosotros lloramos a su orilla; los árboles hacen ondular sus ramas al ritmo de la música esperada, pero nosotros hemos colgado de ellas nuestra cítaras mudas; la gente nos pide canciones, pero les contestamos con lamentos. ¿Cómo podemos hablar de Jerusalén cuando estamos en Babilonia?

“Junto a los ríos de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.

Allí, los que nos deportaban nos invitaban a cantar,
nuestros opresores, a divertirlos:
‘Cantadnos un cantar de Sión.’
¿Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera?”

Haz, Señor, que sienta como mío el dolor de los demás. No permitas que olvide los sufrimientos de hombres y mujeres cerca y lejos de mí, la aflicción de la humanidad en nuestro tiempo, la agonía de millones frente al hambre, el abandono y la muerte. Que no me vuelva sordo o insensible. La humanidad sufre, y la vida es destierro. Los que sufren son mis hermanos y hermanas, y yo sufro con ellos.

Hay lugar para la alegría en la vida, pero también lo hay para la conciencia seria y trágica de la crisis de nuestro tiempo y de la responsabilidad común de aliviar el sufrimiento y buscar la paz.

Quiero poder cantar, Señor, quiero cantar las alabanzas de tu nombre y las alegrías de la vida como tú me has enseñado a hacerlo en las fiestas de Sión. Pero no puedo cantar en la amargura del destierro. Por eso mi respuesta negativa, “¿cómo puedo cantar?”, es en sí misma una oración para que acortes el destierro, redimas a la humanidad, traigas la alegría a la tierra, y yo pueda volver a cantar.

Si quieres volver a oír los cánticos de Sión, Señor, vuelve a traer la alegría de Sión al corazón de los hombres y mujeres que tú creaste.

Día 1
Os cuento

Ciega

Voy por la calle temprano en la mañana andando, contemplando, respirando. Todo el mundo va al trabajo, todo el mundo se desplaza, todo el mundo va con prisa. Todo el mundo mira a los relojes públicos en las marquesinas de los autobuses y acelera el paso. Todo el mundo llega tarde.

Al cabo de un rato me fijo en una mujer que va delante de mí. Es ciega. Va bien vestida, con pañuelo elegante al cuello y con cartera de negocios bajo el brazo. Es ya mayor. En la mano empuña el largo bastón blanco con el que va barriendo sensorialmente el suelo por delante para dirigir su paso. Voy detrás de ella y ajusto mi paso por si necesita ayuda.Al llegar a un semáforo se vuelve y pregunta al aire: “¿Se puede pasar?” Yo me adelanto y le digo: “No. Está rojo. Espere. Yo la acompaño.” La tomo suavemente del brazo. Mientras esperamos, hablamos:

– Puedo acompañarla hasta donde usted me diga.
– Gracias.
– Voy sólo de paseo y no tengo prisa.
– Basta con que me deje en la parada de autobús que hay en la calle de enfrente.
– Ya la veo.
– Luego ya me arreglo yo.
– Se arregla usted muy bien.
– No siempre.
– Adelante, que está verde.
– Oigo que está llegando un autobús. ¿Qué número es?
– El 27.
– Ese no es el mío. El mío es el 147.
– Le aviso en cuanto llegue.

Yo estaba dispuesto a acompañarla en el autobús mismo, pero ella estaba acostumbrada a ir por sí sola. No tardó mucho en llegar su autobús.

– Gracias, señor.
– ¿Me permite darle un beso, señora?
– Sí.
– Gracias por dejarme besarla.

Subió al autobús por su cuenta. Le hice una señal de adiós con la mano. Solo entonces caí en la cuenta de que no me veía.

Hablan los pobres

Así comienza el diario de Carolina María de Jesús, “favelada” en las “favelas” de Sâo Paulo, que llegó a ser libro de texto en la universidad:

“Hoy es el cumpleaños de mi hija Vera Eunice. Yo quería comprarle un par de zapatos, pero el precio de la comida no nos deja cumplir nuestros deseos. Somos esclavos del coste de la vida. Encontré un par de zapatos en la basura, los lavé, los cosí y se los regalé.”

Y sigue día a día con sus pesares:

“No tengo ni un céntimo para comprar pan. Busqué botellas vacías, las lavé y las negocié con Arnaldo. Se las quedó y me dio un pan. Luego me fui a vender los papeles que recojo en la calle, que es de lo que vivo. Una vecina me insulta: ‘Lo único que sabes hacer es recoger papeles.’ Le contesto: ‘Y lo hago bien y con eso demuestro que estoy viva.’ Hay calles en las que dejan más papel y esas nos las disputamos. En la calle Alfredo Maia puedo llenar dos sacos. Estoy acostumbrada a estar sucia. Llevo recogiendo papeles desde que tenía ocho años. Es un calvario recoger papel. Llevo el saco sobre la cabeza y así puedo coger a mi hija en brazos. Un día una envidiosa prendió fuego a cinco sacos llenos que yo había recogido. Yo necesitaba esos sacos.

Me cansé mucho. Debería haber llevado los sacos en dos viajes, pero los llevé en uno para llegar antes porque en casa Vera estaba sola y enferma. Vera llora porque dice que no quiere ser pobre. Quiere vivir en una casa de ladrillos.He perdido el hábito de sonreír. Estoy empezando a perder interés en la vida. A veces pienso si soy yo la única que llevo este tipo de vida. ¿Sufren los pobres de otros países del mundo lo mismo que los de Brasil? Me da rabia haberme enfadado sin razón con mi hijo José Carlos.

– Mira, mamá, esa señora va en mi coche.
– ¿Qué quieres decir en tu coche?
– Es que ese es el coche que yo quiero tener cuando sea mayor.

Es terrible cuando le sirves a tu hijo la comida que hay, y él te pregunta, ‘Mamá, ¿no hay más?’ La palabra ‘más’ resuena en los oídos de su madre; rebaña la cazuela pero ya no hay más. Sé lo horrible que es tener solo aire en el estómago. El presidente de la nación debería ser una persona que haya pasado hambre. Es horrible levantarse por la mañana y encontrarse con que no hay nada de comer. Ayer comimos poco. Hoy, menos. Los pobres son felices solo cuando duermen.

Fui a la Agencia del Bienestar Social. Me dijeron presentara mis quejas al gobernador. Fui al palacio del gobernador. Me mandaron a una oficina. De allí a otra. Volví al palacio. Entré a ver al Senhor Alcides. El mandó: ‘¡Echadla fuera!’ Un soldado me puso la bayoneta al pecho. Le miré al soldado a los ojos y vi que se compadecía de mí. No hizo nada. Un falso filántropo llamó a la policía y me llevaron en un furgón al barrio. Me amenazaron: ‘La próxima vez que armes una en la Agencia del Bienestar te meteremos en la cárcel.’ ¿Agencia del Bienestar? ¿Bienestar para quién?

El Hermano Luiz vino a proyectar una película en la favela. Es un sacerdote que ayuda a los favelados. Explicaba la película sobre el nacimiento de Cristo. Cuando aparecieron los Reyes Magos preguntó si sabíamos sus nombres. Uno dijo, ‘Pelé’, y todos se rieron. Pensé que si el Hermano Luiz estuviera casado y tuviera hijos y un salario mínimo, ya querría yo ver si era tan humilde. Dijo que Dios bendice solo a los que sufren con resignación. Si él viera a sus hijos comiendo porquerías medio comidas ya por buitres y ratas dejaría de hablar de la resignación. Dijo que era un placer estar con nosotros. Pero si viviera aquí, no lo diría. El Presidente del Centro del Espíritu, Senhor Pinheiro vino a visitarnos, y un señor que lo acompañaba dijo al vernos tan sucios, ‘¿Es posible que haya gente así en el mundo?’ Yo contesté, ‘Sí, somos feos y estamos mal vestidos, pero somos de este mundo.’

He perdido ocho kilos. No tengo carne en mis huesos. Pero sigo recogiendo papeles y vendiéndolos. Al pasar enfrente de un escaparate vi mi reflejo y aparté la vista porque me pareció que había visto a un duende.

¿Tendrá Dios piedad de mí? ¿Sabe Dios que existen favelas y que los favelados pasan hambre?”

(Carolina María de Jesús, Cuarto de Despejo, p. 21 ss.)

La cuchara de aceite

Un cuento tradicional contado por Paulo Coelho:

Un mercader envió a su hijo a aprender el secreto de la felicidad con el más sabio de todos los hombres. El muchacho anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta llegar a un bello castillo, situado en lo alto de una montaña: allí vivía el sabio que el muchacho estaba buscando.

El sabio escuchó atentamente el motivo de la visita del muchacho, pero dijo que en aquel momento no tenía tiempo de explicarle el secreto de la felicidad. Le sugirió que se diese un paseo por su palacio y que regresase al cabo de dos horas. Solo le pidió una cosa: “Mientras vas caminando, lleva contigo esta cuchara llena de aceite y no dejes caer ni una gota.”

El muchacho empezó a subir y bajar las escalinatas del palacio manteniendo siempre los ojos fijos en la cuchara. Al cabo de las dos horas volvió a la presencia del sabio. El sabio le preguntó: “¿Has visto los tapices persas que hay en mi salón? ¿Has visto el jardín que el maestro de los jardineros tardó diez años en crear? ¿Has reparado en los bellos pergaminos de mi biblioteca?”

El muchacho, avergonzado, confesó que no había visto nada: su única preocupación había sido no derramar el aceite de la cuchara. El sabio le dijo: “Pues entonces vuelve y conoce las maravillas de mi mundo. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.”

Ya más tranquilo, el muchacho cogió la cuchara y volvió a pasear por el palacio, esta vez reparando en todas las obras de arte que colgaban del techo y de las paredes. De vuelta en la presencia del sabio, relató cuidadosamente todo lo que había visto. Y el sabio le preguntó: “Pero ¿dónde está el aceite que te confié?”

Horrorizado, el muchacho miró la cuchara y se dio cuenta de que el aceite se había derramado. El sabio habló: “No te preocupes. Tú viniste aquí en busca de un consejo y esto es todo lo que tengo que decirte: El secreto de la felicidad está en contemplar todas las maravillas del mundo y no olvidarse en ningún momento del aceite de la cuchara.”

Proverbios chinos

“Gran duda: gran despertar.
Pequeña duda: pequeño despertar.
Ninguna duda: ningún despertar.”

“Cuando das el primer paso, ya has alcanzado la meta.”

“Los maestros de antaño a menudo eran mendigos sin hogar, pero el Zen funciona también aunque tengas dos niños, una hipoteca y un préstamo para el coche.”

“Puedes buscar el Zen por todo el mundo, pero solo lo encontrarás aquí y ahora.”

“Si te encuentras por fin en el camino hacia el Zen, seguro que estás en la dirección equivocada.”

“Todas las personas, en un momento u otro, encuentran su propio Zen, pero lo entierran enseguida antes de que pueda alterar sus vidas.”

“Mi hija hace galletas Zen en la cocina. Nunca se lo digo, porque si se lo dijera, sería ya incapaz de hacer galletas Zen.”

Me contáis

¿Podemos liberarnos de todos nuestros condicionamientos?

Seguro que no. Son muchos. Y muchos de ellos ni los sospechamos. El admitir que estamos condicionados es humillante, y en consecuencia nos resistimos a aceptar que tenemos condicionamientos, y encima nos resistimos a admitir que nos resistimos a aceptar que tenemos condicionamientos, y así sucesivamente. Decimos que nos gusta lo que no nos gusta, y que nos divertimos cuando nos aburrimos, y que es “guay” lo que de hecho es “borde”. Pero hay que decirlo porque todos lo dicen y queremos ser como todos para que todos nos acepten.Pregunta en la discoteca en un momento de pausa entre altavoces y exclamaciones y movimiento y empujones:

– ¿Qué estáis haciendo aquí?
– Dicen que nos estamos divirtiendo.

Y algo más. El deseo de liberarse de los condicionamientos puede ser el mayor condicionamiento. ¿De quién lo has copiado? Alguien te ha condicionado a que te liberes de tus condicionamientos. Acuérdate de la invocación: “De nuestros liberadores libéranos, Señor.”

Salmo

Salmo 137 – ¡No dejes por acabar la obra de tus manos!
“El Señor llevará a cabo sus planes sobre mí.
Señor, tu misericordia es eterna;
no dejes incompleta la obra de tus manos.”

Palabras consoladoras, si las hay. “El Señor llevará a cabo sus planes sobre mí.” Sé que tienes planes sobre mí, Señor, que has comenzado tu trabajo y que quieres llevar a feliz término lo que has comenzado. Eso me basta. Con eso descanso. Estoy en buenas manos. El trabajo ha comenzado. No quedará estancado a mitad de camino. Has prometido que lo acabarás. Gracias, Señor.

Tú mismo hablaste con reproche del hombre que comienza y no acaba: del labrador que mira hacia atrás a mitad del surco, del aparejador que deja la torre a medias sin acabar de construir. Eso quiere decir que tú, Señor, no eres así. Tú trazas el surco hasta el final, acabas la torre, llevas a buen fin tu trabajo. Yo soy tu trabajo. Tus manos me han hecho, y tu gracia me ha traído adonde estoy. No eludas tu responsabilidad, Señor. No me dejes en la estacada. No repudies tu trabajo. Se trata de tu propia reputación, Señor. Que nadie, al verme a mí, pueda decir de ti: “Comenzó a construir y no pudo concluir.” Lleva a feliz término lo que en mí has comenzado, Señor.

Tú me has dado los deseos; dame ahora la ejecución de esos deseos. Tú me invitaste a hacer los votos; dame ahora fuerza para cumplirlos; tú me llamaste para que me pusiera en camino hacia ti; dame ahora determinación para llegar. ¿Por qué me llamaste, si luego no ibas a continuar llamándome? ¿Por qué me hiciste salir, si no tenías intención de hacerme llegar? ¿Por qué me diste la mano, si luego me ibas a soltar a mitad de camino? Eso no se hace, Señor…

Estoy en pleno trajinar, y siento la dificultad, el cansancio, la duda. Por eso me consuela pensar en la seriedad de tus palabras y la solidez de tu promesa. “El Señor llevará a cabo sus planes sobre mí.” Esa declaración me da esperanza cuando me fallan las fuerzas, y ánimo cuando se acobarda mi fe. Yo puedo fallar, pero tú no. Tú te has comprometido en mi causa. Y tú cumples tu promesa hasta el final.

Permíteme expresar mi fe en una oración, mi propia convicción en una humilde plegaria, con las palabras que tú me has dado y que me deleitan al pronunciarlas:

“¡Señor, no dejes incompleta la obra de tus manos!”

 

Día 15
Os cuento

Concurso en televisión

A veces resulta divertido ver un concurso en televisión. A veces. Esta vez daban un nombre y había que decir a cual de dos conjuntos pertenecía. Por ejemplo un río, y había que acertar si estaba en Francia o Alemania. El Sena… en Francia. El Rhin… en Alemania. Muy inteligente.

Luego daban un libro de la Biblia y había que decir si estaba en el Antiguo o el Nuevo Testamento. Eso ya me interesó. Y más me interesó cuando vi las respuestas de los jóvenes concursantes. Al Evangelio de san Mateo sí lo colocaban en el Nuevo Testamento, y a Job en el Antiguo, pero al Apocalipsis lo metieron en el Antiguo Testamento y a Isaías en el Nuevo. Y así por el estilo. No daban una. El Libro de los Reyes también fue a parar al Nuevo Testamento (quizá pensaron eran los Reyes Magos), y la Carta a los Hebreos se quedó con los hebreos de Egipto (quizá pensaron era de Moisés). La cultura bíblica no era su punto fuerte desde luego.

Pero pronto llegó su punto fuerte. “Vamos a citar canciones por su primer verso y ustedes dirán si son de los Beatles o de los Rolling Stones.” Aquí no fallaron ni una. Se las sabían todas. No solo se las sabían, sino que en cuanto les decían la primera palabra se ponían a cantarla. De cultura musical moderna andaban muy bien.

Digo que el concurso me resultó divertido. Más bien preocupante.

Campeón de tenis
Al tenista indio de fama mundial, Ramanathan Krishnan, le ocurrió esta célebre anécdota cuando iba a competir por primera vez en Wimbledon y no sabía exactamente cómo llegar allí. Le preguntó a un taxista, “¿Cómo se llega a Wimbledon?”, y el taxista le miró con cariño de arriba abajo y le dijo, “Entrénate, hijo mío, entrénate.”

Krishnan y yo estudiábamos al mismo tiempo en la misma universidad aunque no en la misma clase. Loyola College en Madrás. Siempre dijo que los mejores campos de tenis del mundo eran los de Loyola… con suelo de estiércol de vaca endurecido. Me ha hecho gracia la alusión a Loyola College en su autobiografía:

“En Loyola lo pasé maravillosamente bien. Éramos un ruidoso grupo de amigos que recurríamos a los libros solo cuando era absolutamente necesario. Nos pasábamos el tiempo comiendo fuera, yendo al cine y jugando al tenis. Yo era ya una figura del tenis y procuraba que los partidos importantes se pusieran en días de exámenes. Con eso no solo me libraba yo de ellos sino que conseguía que se libraran también mis amigos para que vinieran a animarme.

“Me acuerdo de un campeonato entre universidades en Loyola en el que yo iba ganando por tres juegos a cero a mi adversario. Era hasta siete. Al cambiar de lado él me dijo al oído: ‘Por favor, déjame ganar un par de juegos. Mi novia está mirando.’ Llegamos a estar 4-5 a su favor, pero entonces me volvió a decir al oído: ‘Acaba pronto, por favor, que mi novia dice que quiere ir al cine.’ Le derroté rápidamente.

“Mi padre era un buen jugador de tenis y él me formó: con el cuidado que tuvo de mí y más aún con su ejemplo. El caso que más recuerdo de su tenacidad hasta el final y de no darse nunca por vencido fue el de la final del campeonato del Club Talkatora de Delhi. Él era el campeón del año anterior y tenía que defender el título ante un jugador americano, A. Leavens, que era un gran tenista. El americano iba ganando 6-4, 6-4 y los espectadores comenzaban a marcharse porque ya se veía el final. Pero mi padre reaccionó heroicamente y rehusó sucumbir. Luchó y ganó la tercera y cuarta manga 6-4, 7-5. Por fin, en la última manga dejó al americano viendo visiones y agotado ganándole 6-2. Volvíamos a casa y me llevaba él en su bicicleta, pero hubo de pararse porque no podía pedalear. Se quitó los zapatos y calcetines y pude ver las ampollas sangrantes en sus pies. Me eché a llorar. Él me abrazó y me dijo: ‘No llores. Este es un gran día para mí. Es mi mejor momento en una pista de tenis. Esta victoria supone mucho para mí y para mi carrera en el gobierno.’ Así fue, pero lo más importante, que ni él ni yo sospechamos en aquella tarde inolvidable, fue lo que aquel partido supuso para mí. Me causó tal impresión que lo recordé siempre en mi carrera cuando tenía un partido difícil. Aquel día caí en la cuenta de que no hay placer sin dolor – en el deporte y en la vida.

“Cuando mi hijo Ramesh tenía diez años caí en la cuenta de que tenía madera de jugador de tenis. Lo envié a Tiruchi con mi entrenador para un campeonato allí. Le dije que verificara los horarios allí con el organizador, el señor Thatham, que era amigo mío y a quien yo le había avisado. Thatham se retrasó aquella tarde en una reunión que duró hasta bien entrada la noche. Al salir de la oficina se encontró con un muchacho solitario sentado en la hierba. Era mi hijo. Thatham me llamó por teléfono para contármelo. Me alegré como padre al ver que mi hijo tenía un sentido de disciplina que le había de valer mucho en el tenis… y en la vida.”

(Ramanathan Krishnan, A Touch of Tennis, p. 34, 81, 109)

Yo no jugaba al tenis en Loyola, pero sí al ring-tennis que no he visto en España pero que me aliviaba a diario las tensiones de las matemáticas en clase. Se juega con un anillo recio de goma de un palmo de diámetro que se agarra con la mano y se arroja con fuerza sobre una red alta como en volley-ball tratando de que no lo pueda coger el adversario. Yo sí que tenía que dar preferencia a los libros y a los exámenes que eran bien duros. Jugaba siempre contra el mismo compañero, y siendo alto dominaba yo con facilidad el juego. Mi especialidad eran las rasas con fuerza que rozaban la red y doblaban la mano que pretendía agarrar el anillo. Cuando tenía tiempo le dejaba ganar a él alargando el partido para tener así más ejercicio que buena falta me hacía; pero cuando tenía prisa por preparar un examen difícil ganaba yo rápidamente, le daba las gracias y me volvía a mis libros.

Mi contrincante nunca supo por qué unos días él ganaba tan fácilmente y otros perdía antes de saber dónde estaba. Aunque aquí no había novia de por medio.

Correo certificado

[El periódico de hoy trae una foto con un rabino colocando cartas en las grietas entre las piedras del Muro de las Lamentaciones en Jerusalén y este reportaje:]

“Hace unos años un funcionario del Servicio de Correos de Israel se topó con una carta, sin remite, dirigida a Dios. La abrió para buscar una dirección a la que devolverla y se encontró con la petición de un hombre enfermo que necesitaba 5.000 shekels (unos 1.000 euros) para pagarse el tratamiento médico. El funcionario, conmovido, recolectó dinero entre sus compañeros de trabajo hasta llegar a los 4.300 shekels, que le fueron enviados. Dos semanas después, el mismo hombre volvió a mandarle una carta a Dios para agradecerle el envío del dinero. Con una apostilla: “Dios, la próxima vez que quieras ayudarme, no mandes el dinero a través de Correos, porque me han robado 700 shekels.”

Hoy en día, los funcionarios de correos israelíes ya no abren las cartas dirigidas a Dios. Las almacenan durante seis meses para llevarlas luego, como ha sucedido esta semana, al Muro de las Lamentaciones. Allí, el jefe de Correos, Yossi Sheli, se las entrega al rabino del Muro, Shmuel Rabinovitch, quien las coloca cuidadosamente en las sagradas grietas. Llegan entre dos a tres mil al año. Dirigidas a Dios, a Abraham, a Jesús de Nazaret, a la Virgen María o a Santa Claus, y todas reciben el mismo tratamiento. Solo que no se aceptan cartas con acuse de recibo. Ni telegramas con respuesta pagada.”

Acuse de recibo

Se cuenta de un santo musulmán que todos los días le rezaba a Dios para que le concediera una gracia particular que él deseaba mucho. Pero pasaba el tiempo y no le llegaba esa gracia. Pero el perseveraba en la oración sin desfallecer, mañana y noche, día a día con su petición repetida.

Por fin un día se le apareció un ángel y le dijo: “Vengo de parte de Dios. Él me ha enviado para que te diga que ha decidido no concederte lo que le pides.” Y se marchó el ángel.

Entonces el santo fue a la plaza mayor, comenzó a llamar a la gente y a pedirles que le escucharan lo que les quería decir. Cuando se reunió una multitud a su alrededor, él dijo: “Yo venía pidiendo a Dios una gracia hace mucho tiempo, y hoy ha venido un ángel y me ha dicho que Dios ha decidido no concederme esa gracia. Os he llamado para que os alegréis conmigo y le deis gracias a Dios conmigo.” La gente se sorprendió, y muchos le dijeron: “¿Cómo es que te alegras porque Dios no te ha concedido lo que le pedías?”

Él contestó con alegría en su rostro, en sus manos y en su voz: “¿Pero no veis que así ya sé que mi oración le llegó a Dios?”

Acuse de recibo.

¿Qué es un santo?

Javierito iba de compras con su mamá, se aburría y miró a las ventanas de la catedral desde la calle. Eran vidrieras artísticas, pero desde fuera aparecían desteñidas, borrosas, grises, sin luz, como borrones en los muros de la catedral. No le gustaron, y así se lo dijo a su mamá cuando acabó las compras.

Su mamá le dijo, “Vamos adentro”, y entraron y se santiguaron y se arrodillaron y luego se levantaron y comenzaron a ver la catedral por dentro. “Mira allá arriba. Esa vidriera por la que se filtra la luz del sol. ¿La ves?”

Ya lo creo que la veía. Era la imagen de un santo en vivos colores resaltados por la luz que atravesaba los trozos de cristal desde fuera y los hacía brillar recortando así la figura del santo con todo su perfil y sus detalles. El niño quedó encantado. Su mamá le explicó: “¿Ves? Ese es un santo, y por eso es tan alegre y tan bello.”

En clase de religión en la escuela al día siguiente el maestro hablaba sobre los santos, y en esto preguntó: “¿Qué es un santo?” Javierito levantó la mano y contestó: “Un santo es alguien a través del cual brilla la luz.”

Parábola del Talmud

Se estableció un acuerdo de matrimonio entre un hombre y una mujer que, según la costumbre, se iban a conocer por vez primera el día de la boda. Desgraciadamente, cuando por fin llegó el gran día y el novio vio a su novia, dijo que era tan fea que se negaba a casarse con ella.

Se armó un escándalo. Eso no se hacía nunca. La novia había sido humillada y las dos familias, deshonradas. Pero nadie sabía qué hacer. El novio comprendió que tenía que dar alguna explicación y buscar una salida a la embarazosa situación, y dijo ante todos: “Me casaré con ella si demuestra que tiene al menos una cualidad excelente que compense por todo lo demás.”El rabí que asistía a la boda era el rabí Ismael, uno de los más grandes jueces de su época, y el novio dijo que acataría su decisión después de proceder al interrogatorio. El rabí accedió, y comenzó a preguntarle al novio:

– Dime, ¿Es hermosa la cabeza de tu novia?
– No. De hecho, es tan redonda como una sandía.
– Bien. ¿Es hermoso su cabello?
– En absoluto. Parece lino áspero sin trenzar.
– Bueno, quizá sus ojos sean bonitos.
– ¡De ninguna manera! Tiene los ojos turbios como nubes.
– ¿Es posible que tenga una bonita nariz?
– No. Tiene la nariz larga y torcida.
– ¿Y qué hay de sus labios?
– Hinchados.
– ¿Y su cuello?
– Encorvado.
– ¿Su vientre?
– Abultado.
– Quizá tenga unos pies atractivos.
– Los tiene tan anchos como los de un pato.
– Y, por último, ¿cuál es su nombre?
– Su nombre es “Momkenwoyud”.
– Basta, ya puedo dar mi juicio. “Momkenwoyud” quiere decir “Ser imperfecto”. Debes casarte con ella.
– ¿Cómo? ¡Si hasta su propio nombre dice que todo en ella es imperfecto!
– Precisamente por eso.
– ¿Pero cómo podéis decir eso?
– Lo digo porque su nombre es precisamente el reflejo honesto de sus características físicas. Si hubiera querido se podría haber cambiado de nombre, y sin embargo no lo hizo, lo cual indica que es una mujer íntegra y de excelente carácter. Te será una buena compañera en matrimonio.
– ¡Tenéis razón, rabí! Estoy en deuda con vos por vuestra agudeza. Nos casamos ahora mismo.

Se casaron y vivieron felices.

(Rabí Bradley R. Bleefeld, Parábolas del Talmud, p. 46)

Dicho sufí

“Los pecadores piden perdón a Dios por sus pecados.
Los devotos le piden perdón por su devoción.”

Me contáis

¿Qué hay que hacer para ser creativo? Si lo preguntas, no lo vas a ser. ¿Qué hay que hacer para ser un buen músico? le preguntaron a Mozart. Él contestó que él nunca lo había preguntado. ¿Cómo se sabe si uno ha tenido una verdadera experiencia de Dios? Si lo preguntas, no la has tenido. En la India se explica bien gráficamente: Quien duda si ha tenido un orgasmo, no lo ha tenido.

La experiencia de Dios es el acontecer más vivificante para la persona. Es lo más valioso para quien la recibe. Por otra parte puede ser frustrante pues la experiencia propia, por definición, no puede imponerse a los demás. No es argumento ante otros. No prueba nada.

¿Qué hay que hacer para ser escritor? Escribir. Lo que se lleva dentro, sale. Lo que se espera, se recibe. Lo que se vive, se vive.

Salmo

Salmo 138 – Me conoces a fondo
“Señor, tú me sondeas y me conoces:
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso;
todas mis sendas te son familiares;
no ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.

Tanto saber me sobrepasa;
es sublime, y no lo abarco.”

Conoces mis pensamientos, mis palabras, mis idas y venidas, mis motivos y pasiones, mi lealtad y mis fallos, mi carácter, mi personalidad. Me conoces mejor que yo mismo. Me entiendes aun en lo que yo no me entiendo a mí mismo. Me descansa saber que al menos hay alguien que me entiende.

Sé que el conocimiento propio es el camino de la salud mental y de la perfección espiritual. He trabajado por conseguirlo sin éxito, y ahora caigo en la cuenta de que en ti es donde me encuentro a mí mismo, en tu rostro veo el reflejo del mío, en el conocimiento que tú tienes de mí es donde he de encontrar el propio conocimiento que afanosamente busco. Tratar contigo en la oración es la mejor manera de llegar a conocerme a mí mismo. Esta iluminación marca una nueva etapa en mi carrera espiritual.

Tú conoces hasta mi cuerpo, que, según empiezo a ver ahora, juega un papel mucho más importante en mi vida de lo que yo había creído hasta ahora, unido como está a mi alma en vínculo íntimo de influencia mutua en existencia fundida.

“Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
Conoces hasta el fondo de mi alma,
no desconoces mis huesos.

Cuando en lo oculto me iba formando,
y entretejiendo en lo profundo de la tierra,
tus ojos veían todos mis miembros,
y se inscribían en tu libro;
los formaste día a día,
y ninguno se retrasó en su crecimiento.

¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío,
qué inmenso su conjunto!”

Llévame a entender mi cuerpo día a día como lo entiendes tú. Hazme apreciar esta maravilla de tu creación y amar el don de la materia en mi cuerpo. Reconcíliame con lo que hay de físico y material en mí y haz que me sienta orgulloso de mi contacto con la tierra a través de la arcilla de mi cuerpo.

Hazme amar mis sentidos corporales, fiarme de su sabiduría, seguir sus instintos. Haz que me sienta uno con la naturaleza a través de su contacto, hasta llegar a establecer una fraternidad de ver, oír y gustar con todo el mundo material que tú has creado para que me haga compañía en mi camino hacia ti.

Y luego llévame a que me entienda a mí mismo como un todo, alma y cuerpo, sentidos y mente, sabiduría y locura, tal como soy en la unicidad de mi carácter y en la santidad de mi naturaleza, que lleva tu sello. Dame, Señor, la gracia suprema del conocimiento propio frente a ti en el contexto de tu creación entera. En esa gracia están todas las gracias.

Me conoces a fondo, Señor. Enséñame a conocerme a mí mismo a fondo.

Día 1
Os cuento

La oferta del mes

Suena el teléfono. Lo cojo. Es una hora intempestiva y me fastidia que me interrumpan en medio del trabajo. Pero uno nunca sabe quién puede llamar. Es una voz femenina, ensayada, repetida. “¿Es usted don Carlos…? Soy…, le llamo desde…, ¿Conoce usted el producto…? Es un aparato nuevo de última generación con muchas mejoras. Le expongo las ventajas…, si lo compra usted ahora estamos en promoción…, ¿De veras que no le interesa…? ¿No se arrepentirá usted de haber desaprovechado esta oferta…? Es la oferta del mes… ¿Puedo llamarle otra vez cuando se lo piense mejor…? Bueno, bueno… Adiós, don Carlos…, Gracias, don Carlos…, Buen día, don Carlos…”

Me han dado ganas de colgarle desde el principio. No me interesa en absoluto el producto anunciado ni las ventas por teléfono. Que me dejen en paz. Pero he pensado un momento en la muchacha al otro lado del teléfono. Allí estará en una mesa probablemente muy pequeña en un espacio muy reducido entre otras veinte compañeras paralelas separadas por tabiques insonorizados como una colmena, con una pantalla de ordenador por delante, con auriculares en sus oídos y el micrófono colgándole delante de la boca…, allí estará y allí tendrá que pasarse ocho horas al día llamando números, echando el mismo rollo, repitiendo ofertas, dulcificando vocales, sonriendo frustraciones, aguantando negativas. Pobre muchacha. No es que vaya yo a aceptar la oferta por complacerla, pero al menos no voy a gritarle o a colgarle el teléfono.

“Gracias, muchacha…, Aprecio lo que haces, querida, y me imagino que no te será muy agradable, pero es tu empleo y con él mantienes tu vida y tu familia…, No, no me cuentes tu vida que sé que vuestros jefes vigilan vuestras actuaciones telefónicas y no te vas a enrollar y tienes que seguir llamando a otros números para cumplir con tu cupo diario, pero que sepas que te aprecio y te agradezco tu llamada, que no me ha hecho comprar nada pero que me ha acercado a cómo muchas personas tienen que ganarse la vida. Que tengas un buen día, muchacha…, Que no te canses al teléfono…, Que vendas muchos aparatos… Que te asciendan pronto a jefa del departamento y te puedas quitar los auriculares de la cabeza… Que seas muy feliz, encanto… Adiós, un beso.”

No vendió su aparato. Pero al menos se le alivió por un momento la mañana.

¿Te cuento un secreto? Es lo único que aspiro a hacer en mi vida. Aliviarle a alguien por un momento la mañana.

Cómo se hace la moda

Cuenta el cantante Sting:“Aún llovía cuando aterrizamos en Manchester. Allí me esperaban otro coche y otro conductor para llevarme al estudio donde íbamos a hacer una prueba de sonido. La actuación era en vivo y teníamos que tocar bien. Nos quedaba una hora antes del programa y, como me gustaba entonces mi imagen cósmica, entré en la sala de maquillaje y pedí un aerosol de pintura plateada. La maquilladora sacó un bote de uno de los cajones.

– ¿Quieres que lo haga yo? –me preguntó.
– No –respondí–, ya puedo yo.

Cogí el bote y apunté a la coronilla desde una distancia de unos quince centímetros. No salió nada. Volví a intentarlo. Nada. Agité el bote y comprobé que estaba lleno. Volví a apretar una vez más. Nada de nada. Miré el pulverizador de cerca, a solo unos centímetros de los ojos y, como un gilipollas, presioné el dosificador del aerosol y me disparé la pintura metálica directamente a los ojos. Sentí como si me clavaran con saña dos cuchillas de afeitar en las cuencas, y empecé a gritar como una especie de conde de Gloucester rubio platino sacado directamente de El Rey Lear.

Por alguna especie de milagro, había un centro oftalmológico al lado de los estudios de la BBC. Me aplicaron un anestésico y me informaron alegremente de que tenía quemaduras causadas por las sustancias químicas. Stewart me prestó sus gafas de sol, que eran enormes, pero no podía salir por la tele como si tuviese hemorragias en los ojos. Por lo que pude ver en el espejo, parecía un zombi.

Quedaban diez minutos para salir en antena, y fueron los diez minutos más largos de mi vida hasta la fecha. Las gigantescas gafas se me resbalaban hasta la punta de la nariz y, como debía mantener ambas manos en el bajo y cantar al mismo tiempo, para evitar que se me cayeran al suelo tenía que mover la nariz y dar cabezazos hacia atrás como si tuviese un tic. Luego me dijeron que la gente creía que había sido adrede, como cuando Elvis hacía aquella mueca con los labios o cuando los Beatles movían el pelo entre estribillo y estribillo. Al parecer, al día siguiente los adolescentes más influenciables de todo el país lucían gafas gigantescas y se contraían y cabeceaban como pacientes mentales con demencia facial.”

(Sting, Broken Music, p. 324)

Correo certificado

Sting continúa:

“Nos llevaron a una de las salas de audición. Al otro lado del cristal había otra en la que vimos a seis señoras, todas ellas bastante maduritas, con auriculares y batas de trabajo idénticas. Estaban sentadas como fieles devotas bajo un retrato de Elvis, con la mirada perdida de quien ha entrado en trance, sin mirar nada en particular, aisladas en su propio mundo. Dos de ellas hacían calceta y otra ganchillo, y las tres restantes leían revistas. Buscaban chisporroteos en los discos, uno tras otro, hora tras hora, todos los días. Eran controladoras de calidad. Podían estar escuchando a Puccini o a Ziggy Stardust, les daba igual. Me sentí como si me hubiera metido en una zona totalmente perdida del infierno y tuve que esforzarme para no mirarlas.”

El infierno es dedicarse a sacar defectos.

(Ib. p. 282)

Te quiero

Sting nunca se había entendido con su padre. Cuando éste, anciano, enfermó de cáncer, Sting fue a visitarlo al hospital. Era su última oportunidad.“Hacía meses que no lo veía y en aquel lecho me encontré con un hombre al que no reconocí. Por un momento pensé que se habían equivocado de cuarto, pero el esqueleto que había ante mí era mi padre, que me observaba con la mirada funesta y penetrante de un niño hambriento. La amable enfermera que me había acompañado hasta allí me acercó una silla sin hacer ruido. Le dijo a mi padre:

– Aquí tiene usted a su hijo, el famoso, que ha venido a verle.
– ¿Ah, si?

Traté de serenarme. Una parte de mí quería salir corriendo de aquella habitación como un crío asustado.

– Hola, papá.
– Voy a dejarles solos. Seguro que tienen mucho de que hablar.

Con eso la enfermera nos dejó y salió.

Yo no sabía qué decir, no tenía ni idea, así que le tomé la mano y la acaricié con cariño el blando triángulo de carne situado entre el pulgar y el índice. No le cogía así desde que era niño. Tenía manos grandes y rectangulares, con nudillos enormes, dedos fuertes y musculosos y unas líneas muy marcadas. Papá carecía de las manos delicadas y expresivas de un artista, pero sí había en ellas una especie de elegancia, y en aquel momento, tan cerca de la muerte, poseían una belleza sincera y translúcida. Eran las manos de un trabajador.

– ¿De dónde vienes, hijo?
– Llegué anoche de Estados Unidos, papá.
– Pues sí que has tenido que viajar para ver a tu padre en este estado.
– Hace un mes te encontrabas mejor.
– No he levantado cabeza desde la muerte de tu madre.

Guardé silencio, consciente de lo mucho que le había costado esa pequeña confesión. Busqué su otra mano y también la acaricié, pero se estremeció. No sabía si estaba sufriendo mucho. Quizá necesitaba otra inyección de morfina. Parecía que tuviera cien años.

Aparté la vista de sus ojos y miré el crucifijo de la pared y luego sus dos manos, acunadas por las mías. En aquel momento sentí una sacudida parecida a una descarga eléctrica: aparte del color, sus manos y las mías eran idénticas. La forma robusta de las palmas, las mismas cicatrices grabadas en los pliegues de la piel, los nudillos grandes y anchos, arrugados como las rodillas de un elefante, y la musculatura que se abría en abanico desde las muñecas hasta los dedos gruesos y aún fuertes. Me quedé mirándolas durante un buen rato, dándoles la vuelta una y otra vez. ¿Por qué nunca me había dado cuenta si era tan evidente?

– Tenemos las mismas manos, papá. Mira.

Volvía a ser niño e intentaba desesperadamente captar su atención. Bajó la avista hacia aquellos cuatro pedazos de carne y hueso.

– Sí, hijo, pero tú las has utilizado mejor que yo.

Se produjo un silencio absoluto en el cuarto. Tenía una especie de pajarillo en la garganta que luchaba por salir y apenas lograba respirar. Se me agolpaban las ideas en la cabeza e intentaba recordar si alguna vez me había dedicado algún cumplido parecido, cuándo había reconocido al menos quién era, a qué me dedicaba, lo que había logrado o cuánto me había costado. Había esperado hasta entonces, hasta el momento en que sus palabras iban a tener un efecto redentor.

Cerró los ojos como si los últimos minutos le hubieran agotado. Fuera ya había anochecido. Le besé con delicadeza en el centro de la frente y le susurré que era un buen hombre y que le quería.”

(Ib. p. 334)

Cómo llega la sabiduría

Había una vez un hombre, que era el cartero de la reserva, que oyó a algunos de los Mayores hablar sobre objetos recibidos que otorgaban un gran poder. Él no sabía mucho acerca de esas cosas, pero pensó que sería maravilloso recibir un objeto que solo podía ser concedido por el Creador. En particular, escuchó de los Mayores que el objeto más excelso que una persona podía recibir era una pluma de águila. Decidió que debía tener una. Si podía recibir una pluma de águila, poseería todo el poder, la sabiduría y el prestigio que deseaba. Pero también supo que no podía comprarla. Tenía que llegarle por la voluntad del Creador.

Día tras día, salía a buscar una pluma de águila. Creía que para encontrarla sólo debía mantener los ojos abiertos. Llegó un momento en que no pensaba en otra cosa. La pluma de águila ocupaba sus pensamientos desde el amanecer hasta el ocaso. Pasaron semanas, meses, años. Todos los días el cartero hacía sus rondas, buscando afanosamente la pluma de águila. No prestaba atención ni a su familia ni a sus amigos. Mantenía la mente fija en la pluma de águila. Pero nunca la encontraba. Comenzó a envejecer, y la pluma no aparecía. Finalmente, se dio cuenta de que por mucho que buscara, no estaba más cerca de hallar la pluma de lo que había estado el día que inició la búsqueda.

Un día decidió tomar un descanso al costado del camino. Salió de su pequeño jeep y tuvo una charla con el Creador. Dijo: “Estoy ya cansado de buscar la pluma de águila. Pasé toda mi vida pensando en ella. Apenas me ocupé de mi familia y de mis amigos. Lo único que me preocupó fue la pluma, y ahora la vida me ha pasado de largo. Me perdí muchas cosas buenas. Bien, abandono la lucha. Dejaré de buscar la pluma y comenzaré a vivir. Quizá todavía tenga tiempo para recuperar a mi familia y a mis amigos. Perdóname por el modo como conduje mi vida.”

Entonces y solo entonces, lo inundó una gran paz. De repente, se sintió mejor interiormente de lo que se había sentido en todos esos años. Tan pronto como terminó de hablar con el Creador y comenzó a caminar en dirección al jeep, lo sorprendió una sombra que pasó por encima de él. Miró al cielo y vio, en lo alto, un gran pájaro volando. Al instante, desapareció. Luego vio algo que descendía flotando suavemente en la brisa: una hermosa pluma ¡Era su pluma de águila! Se dio cuenta de que la pluma había aparecido inmediatamente después de que abandonara la búsqueda e hiciera las paces con el Creador.

Ahora el cartero es una persona distinta. La gente acude a él en busca de sabiduría y él comparte con ellos todo lo que sabe. Si bien ahora posee el poder y el prestigio que tanto anhelaba, ya no le interesan esas cosas. Se preocupa por los demás y no solo por sí mismo.

Ahora sabes cómo llega la sabiduría.

(Hoh Leila Fisher, Cuentos que curan, Bernardo Ortín, p. 55)

Desde dentro

“La observancia de los preceptos es importante. Pero la verdadera observancia de los preceptos no es la que se obtiene esforzándose por ello. La verdadera observancia es cuando observas los preceptos sin esforzarte por ello. Te sale de tu verdadera naturaleza. Cuando llegamos al fondo vemos que de ahí sale la auténtica observancia.

La observancia a la fuerza es violencia, y a la larga es contraproducente. La observancia por naturaleza es espontánea y dura más. Dejar que florezca. Quitar obstáculos. Limpiar caminos. Abrir puertas. Fiarse de uno mismo. No son reglas que se nos imponen desde fuera, sino expresión que nos sale de dentro. Reconocer que en el fondo no somos malos sino buenos, y dejarnos ser lo que verdaderamente somos.”

(Shunryu Suzuki, Not Always So, p. 86)

Dicho sufí

“Estamos anegados en agua, y agua buscamos;
estamos en Él y nada sabemos de Él.”

Dicho zen

“¿Cuánto andarás antes de admitir que vas en la dirección equivocada?”

Me contáis

Pregunta: ¿Qué quiso usted decir con la cita sufí de su última web,
“Los pecadores le piden perdón a Dios de sus pecados.
Los devotos le piden perdón a Dios de sus devociones.”?

Respuesta: Quiero decir que el verdadero creyente sabe muy bien que todas sus creencias de Dios son imperfectas, limitadas, humanas, que son puro reflejo de lo poco que aquí abajo vemos y sabemos, que no le hacen justicia a Dios, que describen lo indescribible y clasifican lo inclasificable, y que por eso, después de orar y adorar y ofrecer a Dios todas las devociones posibles, el verdadero devoto pide perdón a Dios por haber hablado de la divinidad con lenguaje humano, por haber adorado al Espíritu con gestos corporales, por haber definido a Dios con filosofías terrenas. Es el secreto de la verdadera devoción.

Dios prescribió rituales a los hebreos: “Ofrenda de la comunión. Ofrecerás ante Yahvé una res sin defecto. Impondrás tu mano sobre la cabeza de la ofrenda y la inmolarás a la entrada de la Tienda de Reunión.” (Levítico 3, 1) Y les mandó acompañar la ofrenda con salmos: “¡Cantad al Señor un cántico nuevo!” (Salmo 149, 1) Pero luego él mismo les reprendió: “Yo detesto vuestras fiestas y no gusto de vuestras ofrendas. No me complazco en vuestras oblaciones ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados. ¡Aparta de mi lado la multitud de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas!” (Amós 5, 21)

Las devociones están bien y son necesarias ya que tenemos alma y cuerpo, sentimientos y manos, pensamiento y lenguaje, pero que la observancia externa nunca ocupe el lugar de la adoración interna, y que la teología deje siempre paso al misterio.

Salmo

Salmo 139 – Justicia para los oprimidos
“Yo sé que el Señor hace justicia al afligido
y defiende el derecho del pobre.”

Renuevo mi fe en tu justicia, Señor, en medio de un mundo en el que tu justicia parece brillar por su ausencia. Lo he intentado todo: oración y acción, palabras y escritos, persuasión y revolución, y nada ha resultado. La injusticia sigue dominando al mundo. ¿Qué más puedo hacer?

No puedo resignarme a quedarme sentado y que las cosas sean como son. Tampoco puedo cambiar nada, a pesar de todos mis esfuerzos. Deseo con toda mi alma que triunfe la justicia, y veo triunfar a la injusticia por todos lados. Creo en un Dios justo, mientras vivo en una sociedad injusta. Eso me hace sufrir, Señor, y quiero que tú lo sepas.

Ya sé que tus puntos de vista son diferentes de los míos, Señor, que tú ves lo que yo no veo, que tú llegas donde yo no llego, que tu tiempo se mide en eternidad. Pero mi vida en este mundo no es eterna, Señor, y espero ver al menos algún destello de tu justicia mientras camino todavía por la tierra.

También sé que la felicidad humana es engañosa y que las riquezas pueden acarrear miseria, mientras que la pobreza puede traer alegría. Eso será verdad, pero en modo alguno justifica la pobreza del pobre. Mi alma se rebela ante escenas de degradación infrahumana y no puede sufrir la mirada de hambre en el rostro de un niño.

No quiero predicar, no quiero discutir, ni siquiera deseo rezar. Quiero unirme de corazón al sufrimiento de mis hermanos y hermanas para recordarte, en unidad de existencia y de fe, la agonía diaria de tu pueblo en la tierra.

“El Señor hace justicia al afligido

y defiende el derecho del pobre.”

 

Día 15
Os cuento

El momento presente

Quinceañeras. Las dos. Había sitio en los asientos del metro pero ellas prefirieron sentarse en el suelo. Con las piernas cruzadas. Una enfrente de otra. El tren arranca y ellas empiezan a jugar. El juego de las manos. Palma contra palma, hacia arriba, hacia abajo, izquierda, derecha, una sola, las dos. Si coinciden las palmas de la una con las de la otra, se gana; si no coinciden, se pierde y se vuelve a empezar. Y siempre se ríe a carcajadas, pase lo que pase. Juego ancestral que ya debieron jugar Adán y Eva en las tardes del Paraíso antes de la manzana cuando no tenían mucho que hacer. Y que siguen jugando jóvenes madrileñas hoy en el vagón del metro.

El tren va parando en las estaciones, puertas se abren, gente sale, gente entra, puertas se cierran, vuelta a marchar. Y el juego sigue de estación en estación. Yo me había traído un libro para leer pues tenía trayecto largo, pero cierro el libro. Es mucho más divertido mirar a las dos chicas. No es que sean pequeñas, son ya mayorcitas y llevan sus mochilas cargadas de libros de texto, pero juegan con la inocencia de niñas. Ríen, siguen, hablan, miran, sacuden sus melenas, aciertan, fallan, y vuelven a reír a carcajada limpia. Da gloria verlas. Y oírlas.

En el vagón hay gente que lee el periódico, gente que escucha música con audífonos, gente joven, gente mayor, gente sentada, gente de pie. Nadie presta atención a las muchachas. Ni a ellas les importa nadie. Se divierten. Se lo están pasando en grande. Mejor que leer el periódico o escuchar música. Les llega su estación. Con todo lo que se divierten se han dado cuenta a tiempo, se levantan, se ríen, se acercan a la puerta, se marchan.

Yo las miro marchar. Me han dado una lección. ¡¡¡Y yo que he escrito libros enteros sobre cómo vivir el momento presente!!!

Claro que yo también he disfrutado del momento presente…

¿Dónde están mis zapatos?

[La escritora Brenda Avadian cuenta el “regalo infrecuente” que le hizo un día a su anciano padre, enfermo de Alzheimer en estado avanzado:]

“Eran unas cuantas páginas del libro que yo estaba escribiendo. Un libro sobre él. Aún no lo he acabado, y él vive todavía y siento un gran deseo de que lo vea. Es mi tributo a él. ¿Lo entenderá? Aún lee, pero ya no logra entender todo lo que lee. Hace unos meses leyó un artículo sobre África y se creyó que estaba viviendo en África. Al leer otro libro sobre la segunda guerra mundial quiso partir enseguida de voluntario al frente. Por eso no sé si entenderá mi libro y caerá en la cuenta de que es sobre él. Sabía que si lograba entender lo que estaba leyendo, se sentiría orgulloso, muy orgulloso.

Me senté a su lado y le pasé la primera página. Le pregunté, ‘Bien, ¿qué opinas?’. Contestó, ‘Bonita historia.’ Y siguió leyendo. Luego dijo, ‘Me impresiona cómo pudo este humilde hombre ganar tanto dinero.’ ¡Lo estaba leyendo como si se tratara de otro! Pero me habló en armenio, cosa que ya no hacía de ordinario. El libro estaba escrito en inglés.

Señalándole el pasaje en el que describía la celebración de su cumpleaños, le dije, ‘Papá, esto trata de tu ochenta y siete cumpleaños, ¿lo recuerdas?’ Pasados unos momentos contestó, ‘El de nosotros dos, supongo.’ Mi cumpleaños caía el mismo día que el suyo.

Mi madre se pasaba muchos ratos planchando ropa, y eso lo había descrito yo en mi libro. Él leyó en voz alta lo que yo había escrito, ‘Recuerdo que mi madre pasaba mucho tiempo a la semana planchando. La recuerdo planchando en el dormitorio principal de la segunda planta de la casa. Recuerdo algunos días cálidos del verano en que bajaba a planchar al salón o al comedor.’ Hasta ahí leyó en voz alta, y luego siguió leyendo en silencio como concentrándose.

Si yo buscaba un reconocimiento o un elogio explícito, no lo obtendría; pero si yo, su hija, quería la extraña y buena fortuna de ver leer a mi padre el tributo que yo había escrito para él antes de su muerte, ¡lo había conseguido! Él leyó estas páginas.”
(Brenda Avadian, ¿Dónde están mis zapatos?, p. 249)[El extraño título del libro ‘¿Dónde están mis zapatos?’ se debe a que cuando el enfermo fue a vivir a casa de su hija, esta le pidió se los quitara en la casa como hacían todos los demás para no estropear las alfombras, y como él se olvidaba y se los volvía a poner, tuvo que escondérselos, con lo que él preguntaba constantemente ‘¿dónde están mis zapatos?’]

– ¿Dónde están mis zapatos?
– Los tenemos nosotros.
– Dámelos.
– No, papá.
– ¿Por qué no me los das?
– Porque no queremos que los lleves puestos en casa.
– Alguien me los ha robado.
– No se los ha llevado nadie. Los guardamos nosotros.
– Entonces ¿por qué los escondéis?
– Para que no te los pongas.
– Son míos.
– Ya lo sé. Te los daré cuando salgas.
– Voy a salir ahora.
– Papá, ahora son las tres de la mañana.
– Eso no importa. Quiero mis zapatos. ¿Dónde están mis zapatos?

“Según aprendimos estudiando el Alzheimer, los pacientes suelen desarrollar algún rasgo repetitivo e insistente que, sin ellos saberlo, hace añicos los nervios del cuidador. Para cada caso es una cosa distinta. Para nosotros fue esa inocente pregunta, ¿Dónde están mis zapatos? repetida cien veces al día. Nos dieron un consejo que transmito para quienes cuiden de pacientes de Alzheimer: ‘Responde a cada pregunta que repita constantemente como si fuera la primera vez que la formula.’ Para nosotros fue, ¿Dónde están mis zapatos? Al fin, ese fue el título del libro.”

(p. 88)

Escribir un libro redime memorias.

Inclinarse ante Dios

“Una vez una niñera vino a verme con un niño y me dijo, ‘Este niño me hace preguntas difíciles y yo no sé qué contestarle.’
Le pregunté, ‘¿Qué preguntas?’
Me dijo, ‘Cuando el niño iba a rezar sus oraciones al ir a dormir me preguntó, ‘“Si Dios está en el cielo, ¿por qué he de inclinarme hacia el suelo al rezarle?’”
La niñera estaba perpleja y no sabía qué responder. Pero si no se le daba una respuesta al niño al momento, perdería la fe, porque es cuando el alma comienza a preguntar sobre la vida y sus misterios.
Yo le pregunté al niño, ‘¿Qué dijiste?’ El niño me repitió la pregunta, y yo le expliqué, ‘Sí, Dios está en el cielo, pero ¿dónde están sus pies? Sobre la tierra. Cuando te inclinas, adoras sus pies.’
El niño quedó satisfecho.”

(Hazrat Inayat Khan, Tales, p. 218)

Rezar

Hay un cuento muy conocido en la India sobre una muchacha que cruzó la sombra de un devoto musulmán mientras este rezaba. Cuando la muchacha pasó de vuelta por el mismo sitio, el hombre había acabado la oración y le reprendió:

– Has cometido un gran pecado.
– ¿Qué pecado?
– Has cruzado mi sombra mientras yo rezaba.
– ¿Qué es rezar?
– Rezar es pensar en Dios.
– Ah. Yo iba a ver a mi amante y pensando en él y por eso no te vi a ti; y si tú estabas pensando en Dios, ¿cómo es que tú me viste a mí?

(Ib. p. 123)

Meditar

Otro cuento más divertido todavía de la misma fuente.“Un joven de humilde origen y entorno en las labores del pequeño campo y la única vaca que poseía su familia, mostró inclinación por las cosas del espíritu, fue a observar a los monjes del monasterio cercano en sus prácticas religiosas y decidió imitarlos a su manera. Se sentó en un rincón de su choza, cerró los ojos, se concentró, aguantó, volvió un día y otro a la intensa práctica con la esperanza de que en algún momento se produciría la iluminación anhelada. Pero no lograba nada. Mientras su cuerpo estaba inmóvil, su mente vagaba por todo el mundo y por todos sus recuerdos del pasado y sus sueños del futuro, y no adelantaba nada. Decidió que necesitaba ayuda y se fue a consultar al maestro de los mojes en el monasterio.

– Quiero aprender a meditar pero no lo consigo.
– ¿En qué piensas cuando meditas?
– En cualquier cosa, maestro.
– Es decir, que estás distraído.
– Sí, maestro.
– ¿Has probado a concentrarte en algo, en la respiración, en el centro de tu frente, en tu corazón, en la imagen de Dios?
– Lo he probado todo.
– ¿Y no ha resultado?
– No.
– ¿Hay algo que tú ames de verdad?
– ¿Cómo?
– ¿Alguna persona o rostro o paisaje o figura que te agrade mucho?
– Sí, hay algo que amo de verdad, aunque no sé si eso serviría.
– ¿Qué amas de verdad?
– Amo a mi vaca a la que cuido todos los días con cariño.
– Pues piensa en tu vaca.
– ¿Cómo?
– Que en tu meditación al sentarte en el suelo y mantenerte inmóvil y cerrar los ojos pienses sencillamente en tu vaca. Entra en esa habitación de al lado donde hay otros monjes meditando, siéntate en un rincón, y cuando salgan todos sal tú también con ellos.
– Gracias, maestro.

El joven entró en la habitación, se sentó sin hacer ruido en un rincón, cerró los ojos y se puso a pensar en su vaca. El cabo de una hora los monjes fueron saliendo del salón, pero el joven seguía dentro sentado. El maestro esperó. Cuando pasó mucho rato y no salía, el maestro le gritó desde el pasillo, “Vamos, sal ya, que es hora.” Se oyó un pequeño ruido desde dentro, y el joven contestó: “Maestro, quiero salir, pero no me caben los cuernos por la puerta.”

El maestro aleccionó a sus discípulos: “Ahí estáis vosotros pensando en Dios horas enteras y no os transformáis en él por más que meditéis. Porque no le amáis. Este muchacho se ha identificado tanto con lo que ama que siente que tiene cuernos en la cabeza. Él ya ha aprendido la meditación.”

¡¡¡Muuu…!!!

(Ib. p. 130)

Proverbio chino

“El gusano de seda produce seda; la abeja da miel.”

Me contáis

Pregunta: Me he enterado de que mi mujer se acuesta con otro. Me siento culpable yo porque veo que la he descuidado mucho y he sido muy frío con ella, inclusive en el sexo. ¿Qué hago?

Respuesta: Comienzo por el final, y es muy difícil decirte qué hacer, pero por otro lado te honra tu confesión y eso puede llevarnos a entender de alguna manera lo que te ha sucedido, y el entenderlo puede ayudar. Y puede ayudar a otros. Tu mujer busca a otro hombre porque no encuentra satisfacción contigo. No le has dedicado tiempo, cariño, cuidados, sexo. Y ella ha acabado por buscar en otro lo que tenía derecho a haber encontrado en ti. No se trata de culpabilizar a nadie ni de justificar a nadie. Pero sí de entenderlo todo.

Cuando yo estudiaba teología moral en el seminario, el profesor del tratado del matrimonio nos dijo entre otras cosas (en latín, por cierto, que lo hacia más aséptico): “El marido debe asegurarse de que su mujer derive tanto placer como él del acto del sexo mutuo, bien que siempre relativamente a la diferencia entre sexos.” Pocos maridos hacen eso. El hombre es rápido en su orgasmo, se satisface, se da media vuelta y se duerme. La mujer con frecuencia no había hecho hasta entonces más que empezar, no completa su acto y se siente frustrada con el abandono, que lo es.

Nuestro texto de teología moral presentaba este caso de conciencia (también en latín): “¿Puede una esposa, que durante el acto sexual con su marido no ha llegado a su orgasmo, completar el acto masturbándose por sí misma cuando el marido se ha retirado?” Perdona la claridad, pero un poco de claridad ahorraría muchos penares. Algunos moralistas respondían a la pregunta que no, no le era lícito a la mujer masturbarse porque el coito ya se ha acabado y la masturbación por separado no es lícita. Pero la mayoría de los moralistas decían ya entonces que la mujer tenía derecho a hacerlo pues era una continuación legítima del acto considerado como interrumpido que para la mujer lo era. Un autor añadía, con un toque de humor, que procurase hacerlo con cuidado para no despertar al marido. Aunque no había mucho peligro de eso, pues el marido estaría ya roncando para entonces. Los maridos deberíais estudiar teología moral –en latín.

La mujer llega incluso a fingir el orgasmo ante su marido para no quedar mal en la cama. Eso es frecuente y peligroso. Frecuente, porque la mujer no quiere que su marido la tome por frígida; y peligroso, porque ese distanciamiento sexual puede llevar a la separación total. Si he dicho que el marido debería asegurarse de que la mujer disfruta tanto como él –guardando siempre las peculiaridades de cada sexo– también digo ahora que la mujer debería comprometerse consigo misma a nunca fingir el orgasmo ante su marido.

No todo es el sexo, desde luego, pero es un indicativo fuerte que en cierto modo refleja todos los demás conflictos y puede ayudar a resolverlos.

Habla todo esto con ella. Quizá no sea demasiado tarde. Y no os incriminéis ni culpéis el uno al otro.

Permíteme un chiste que acabo de leer en Bioy Casares:

“Esposa, llenando un formulario para el juez:
Nombre: Fulana de Tal.
Nacionalidad: Argentina.
Sexo: Autodidacta, porque mi marido no me enseñó nada.”

(Adolfo Bioy Casares, Descanso de caminantes, p. 154)

Salmo

Salmo 140 – Oración de la tarde
“Suba mi oración como incienso en tu presencia,
el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde.”

Va oscureciendo, Señor. Ha pasado el día con su cortejo de actividades y reuniones, gente y trabajo, hablar y escuchar, libros y papeles, decisiones y dudas. Ni siquiera sé bien lo que he hecho o lo que he dicho, pero el día toca a su fin y quiero ofrecértelo, Señor, tal como ha sido, antes de cerrar la cuenta y pasar página.

Acepta este día como varilla de incienso que se ha quemado hora a hora en tu presencia, dejando en las cenizas del pasado la fragancia del presente. Acéptalo como mis manos alzadas hacia ti, símbolo e instrumento de mis acciones diarias para vivir mi vida y establecer tu Reino. Acéptalo como ofrenda de la tarde, sacrificio vespertino que celebra en el altar del tiempo la liturgia de la eternidad. Acéptalo como oración que resume mi fe, mi entrega, mi vida. Acepta al final del día el humilde homenaje de mi existir humano.

No trato de justificar mis acciones, defender mis decisiones o excusar mis fallos. Sencillamente, presento ante ti el día de hoy tal y como ha sido, como yo lo he vivido y como tú lo has visto. Recógelo con tu mirada y archívalo en los pliegues de tu misericordia. Su recuerdo queda a salvo en tu eternidad, y yo puedo desprenderme de él con alegre confianza. Aligera mis hombros de la carga de este día, para que no oprima mi memoria o hiera mi pensamiento. Limpia mi mente de todo disgusto y toda pena, y que no quede resto ni basura que enturbie mi conciencia. Que arda mi día como ha ardido la varilla de incienso que se deshace en perfume, se desvanece en la nada y llena todo el espacio alrededor con el gesto evasivo de su presencia invisible; y que no deje así residuo alguno de remordimiento, preocupación, ansiedad o culpa en mi alma abierta al cielo.

Acepta, Señor, mi sacrificio vespertino. Haz que cicatricen mis recuerdos y se cierre mi pasado, para que yo pueda vivir el presente con la plenitud de tu gracia.

Día 1
Os cuento

Aprender a estudiar

Un amigo me cuenta que ha encontrado ocupación para su hijo este verano. Lo va a matricular en un curso en el que va a estudiar cómo hay que estudiar. El muchacho es listo, pero sus profesores dicen que no rinde de acuerdo con su capacidad intelectual, y no es porque no estudie sino porque no sabe cómo estudiar. Por eso va a hacer un curso en el que le enseñarán cómo tiene que estudiar. Tarea para el verano.

Le he dicho que me preocupa una cosa. Si no sabe estudiar y tiene que hacer un curso para aprender a estudiar, ¿no tendrá que hacer antes otro curso para aprender cómo se aprende a estudiar? Y, claro, otro curso también para aprender de antemano cómo se aprende a aprender la manera de aprender a estudiar. Un curso antes de ir al curso en que se prepare para el curso que lo capacite para el curso en el que curse lo que ha de cursar. Lo va a tener ocupado muchos veranos.

A mí me dijeron el primer día de colegio que tenía que hacer cuatro cosas: la preparación, las notas, la memoria, la escritura.

La preparación consistía en leerme de antemano cada día la lección que luego iba a enseñar el profesor en clase. Anticipar en el libro de texto lo que se iba a explicar en clase el día siguiente. Leerlo, familiarizarse con los términos, tratar de entender lo más posible, prever las dificultades. Llegar a clase con el texto ya leído hace que encaje enseguida lo que va diciendo el profesor, que se aclaren los puntos oscuros, que se afirme lo ya leído al escucharlo, que se articule todo el conjunto. Era la clave del estudiante. Un compañero mío en la carrera de matemáticas en la universidad de Madrás, C.S. Seshadri, llevaba el método al extremo de leerse el libro de texto entero al comenzar cada asignatura.

Las notas. Aunque el profesor siguiera el libro de texto había que tomar nota de todo lo que decía en clase. Todo lo que él escribía en la pizarra había que escribirlo en nuestro cuaderno. El proceso de aprender incluía el oír, el ver, el leer, el escribir, y las notas propias son el documento más certero de la enseñanza ya que son recibidas directamente del profesor que es la autoridad viva y presente en la materia, y son propias, personales, asimiladas y por consiguiente familiares y mías. Cuadernos personales de garabatos criptográficos que a la hora de preparar los exámenes eran la mejor ayuda porque eran míos y con una línea me despertaban toda la materia.

Memoria. Antes de las matemáticas estudié literatura. Autores, obras, estilos, críticas. Y versos y párrafos de memoria todos los días. Hasta hoy puedo recitar sonetos de Lope de Vega o estrofas de Fray Luis de León y algún verso de Virgilio y Homero y párrafos enteros de Cicerón. Y luego en matemáticas, fórmulas clave, enunciados clásicos, pasos delicados en teoremas largos. La memoria es importante, no solo para hacer un examen, sino para entender, abarcar, dominar la materia y hacer que forme parte de nuestro organismo.

Escritura. Resúmenes de cada materia. Todo por la propia mano que va destilando esenciales y comprimiendo extensiones hasta visualizar amplios conjuntos en breves esquemas. Arte de artes. Y otro tipo de escritura: escribir en todo detalle lo que se ha leído y entendido para asegurar el entendimiento y facilitar la expresión. Ante un teorema de matemáticas no basta entenderlo. Una vez entendido hay que cerrar libro y cuaderno, tomar papel y pluma y escribirlo por entero sin consultar apuntes. Se consiguen tres cosas: primera, ver que pasos que parecían sabidos no lo son; segunda, grabar la lección en la mente para poder reproducirla en el examen; y tercera, interiorizar la materia en el alma para siempre.

No es que fuéramos modelos, pero ese método resultaba. Nos ayudaba el no tener televisión ni ordenador.

Shakespeare alegra una vida

[Cuando Bob Smith tenía diez años tropezó con el verso de Shakespeare en «El mercader de Venecia»: «No sabrá el cielo por qué vivo triste», y sintió que alguien le entendía. Desde entonces el estudio de Shakespeare iluminó su vida.]

«En la biblioteca comencé a aprenderme de memoria pasajes de Shakespeare. Todo lo que me llamaba la atención. Navegaba por la letra infinitesimalmente claustrofóbica de sus Obras Completas, y cuando algún pasaje me agarraba, lo copiaba en mi cuaderno aunque fuera un discurso entero. Lo entendía a medias y lo pronunciaba peor, pero ¿qué importaba? Era para mí, y aquellas horas me salvaron la vida.»

[Su abuela le había creado un complejo de culpa porque su madre le dio a luz en un parto muy difícil que la dañó para el resto de su vida, y ese complejo le atenazó las entrañas:]

«Mi abuela me apretó contra las narices el pedazo sucio de cirio gastado y me dijo: ‘Yo encendí este cirio y estuvo encendido todo el tiempo que a ti te costó nacer. Fueron dos días y dos noches. Tu madre sufría y sufría pero a ti no te daba la gana de nacer. Eras demasiado grande. Pesabas demasiado. Tu madre sufría y sufría y tú no nacías. Le hiciste daño. Luego cuando tu hermana Carolina quiso nacer, ya no pudo ser porque tú habías estropeado el vientre de tu madre. ¿Te enteras?’ Yo tenía cinco años. Y yo era bueno.

«En el Colegio del Santo Rosario siempre que nos cruzábamos con una monja teníamos que inclinarnos profundamente ante ella. Aunque solo fuera por entrar en su ángulo de visión estábamos obligados a doblarnos desde la cintura, y desde el fondo de la reverencia debías decir, ‘Perdón, Hermana.’ Las monjas nos enseñaban esto como si fuera esencial para nuestra salvación eterna. Por las mañanas al empezar las clases y por las tardes al acabar, los pasillos se llenaban de chicos y chicas que corrían y gritaban, ‘¡Perdón, Hermana!’, ‘¡Perdón, Hermana!’

«Debíamos andar solo por la derecha, nunca a la izquierda de las viejas escaleras de maderas o los pasillos o incluso en la calle. Nos decían: ‘Si todo el mundo anduviera por la derecha no chocaría nadie con nadie y todos llegaríamos antes a todo.’ Ahora tengo sesenta años y llevo cincuenta y cinco años andando por la derecha. Cuando voy por una calle abarrotada de gente en Nueva York me siento enfurecido y frustrado al ver que nadie hace caso a lo que las monjas les enseñaron cuando estaban en la escuela primaria.

«Dábamos Hamlet y El Sueño De Una Noche De Verano en noches alternas. Una noche llovió y tronó con fuerza. Fortinbras llevaba sus andrajosos ejércitos por Dinamarca, y todo el mundo entre bastidores se ponía una capa y cruzaba el escenario como parte del ejército, salían por una puerta y volvían a entrar por otra. Todo un ejército. El actor que hacía de Fortinbras, Dicken Waring, hacía también de Oberón, y al acabar el desfile cuando ya no teníamos nada que hacer nos invitó, ‘Vamos a ver a Titania.’ Titania, su pareja en Oberón, era June Havoc que tenía su camerino al otro lado de un campo embarrado en la tormenta. Yo salí con el verso,

‘Las capas se mojaron, las plumas se empaparon; Vayamos a Titania que a todos salvará.’

Oberón se subió a la pared de Titania mientras gritaba los versos, ‘El capullo de Diana sobre la flor de Eros Despliega la belleza del amor duradero. Despierta, mi Titania, que a la puerta te espero.’

Después de mucho aporrear y gritar se encendió una luz, se abrió una ventana, luego una puerta, y una delicada Miss Havoc apareció en bata de noche y declamó:

‘Ya vos y yo enlazamos amistad que mañana a la luz florecerá. Ahora marchad con Dios que os velará, Y volved cuando el sol muestre su faz.’

Oberón se bajó de la pared y echó a correr de vuelta por el campo embarrado seguido de todos nosotros a todo galope bajo la lluvia intensa. Pura magia. Entre relámpago y relámpago había visto a Oberón y Titania. ¿Qué puede encender más a un muchacho que ver adultos con imaginación en la vida real?

«En mayo vino a la ciudad el Festival Shakespeare. Ponían Romeo y Julieta, Las Alegres Comadres de Windsor y Todo Va Bien Si Acaba Bien. Yo me colaba cada noche. Para el mes de agosto me sabía las tres piezas de memoria.»

‘Feliz en la memoria del encanto.’ (Soneto 89 de Shakespeare)

(Bob Smith, Hamlet’s Dresser, p. 22, 71, 121,172, 196)

Medicina

«Rubén Omar Sosa escuchó la lección de Maximiliana en un curso de terapia intensiva, en Buenos Aires. Fue lo más importante de todo lo que aprendió en sus años de estudiante.Un profesor contó el caso. Doña Maximiliana, muy cascada por los trajines de una larga vida sin domingos, llevaba unos cuantos días internada en el hospital, y cada día pedía lo mismo:

1. Por favor, doctor, ¿podría tomarme el pulso?

Una suave presión de los dedos en la muñeca, y él decía:

1. Muy bien. Setenta y ocho. Perfecto.
2. Sí, doctor, gracias. Ahora, por favor, ¿me toma el pulso?

Y él volvía a tomarlo, y volvía a explicarle que estaba todo bien, que mejor imposible.

Día tras día se repetía la escena. Cada vez que él pasaba por la cama de doña Maximiliana, esa voz, ese ronquido, lo llamaba y le ofrecía ese brazo, esa ramita, una vez, y otra vez, y otra.

Él obedecía, porque un buen médico debe ser paciente con sus pacientes, pero pensaba: ‘Esta vieja es un plomo. Le falta un tornillo.’

Años demoró en darse cuenta de que ella estaba pidiendo que alguien la tocara.»

(Eduardo Galeano, Bocas del tiempo, p. 226)

Dichos Zen

Nunca entenderás el Zen del mismo modo que entiendes el álgebra, pero podrías entenderlo del mismo modo que entiendes la respiración.

Las estatuillas del Buda son esenciales. ¿Dónde, si no, encontrarías pisapapeles tan buenos?

¡Sonríe! Igual que la vida, el Zen es demasiado importante para tomárselo en serio.

Un estornudo. ¡Qué gran momento Zen!

(Robert Allen, Mil Vías Hacia el Zen)

Me contáis

Francisco Herrera me envía estas PALABRAS DE UN RELOJ que dicen muchas cosas de las que a mí me gusta decir:

«Trabajo más que cualquier mortal, pero más fácilmente, porque lo hago segundo a segundo. Tengo que hacer miles de tic-tacs para formar un día, pero dispongo de un segundo para hacer cada uno de ellos. No los quiero hacer todos a la vez. Nunca me preocupo de lo que hice ayer, ni de lo que tendré que hacer mañana. Mi ocupación es de hoy, aquí y ahora. Sé que si hago lo de hoy bien, no tendré que molestarme por el pasado ni preocuparme por el futuro. Bueno, a veces me retraso un poquillo, pero eso no importa. Y a veces me adelanto, y eso sí me preocupa un poco. Voy a seguir como siempre. Tic-tac, tic-tac, tic-tac.»

Casi casi como el yin-yang, yin-yang, yin-yang.

Salmo

Salmo 141 – A voz en grito
He rezado en mi mente y he rezado en el grupo; he rezado en silencio y he rezado en voz baja; he rezado en el rincón de la iglesia vacía y he rezado en la multitud con el gesto y el canto. Pero hoy ya no puedo más y levanto el tono y rompo toda etiqueta y toda liturgia y rezo a voz en grito. Hay urgencia y casi violencia en mi oración porque hay urgencia y violencia en mi alma y en el mundo en que vivo. Hoy me inspiran y me impulsan mis propios sentimientos y sufrimientos y los de mis hermanas y hermanos. Y no hago más que usar palabras que tú me pones en los labios, Señor,

«A voz en grito clamo al Señor,
a voz en grito suplico al Señor.»

Mi grito proclama la urgencia de mi plegaria aun antes de que se distingan sus palabras. No necesito detallar peticiones o subrayar necesidades. Tú sabes lo que yo necesito y todo lo que anda mal en el mundo, y no voy a molestarte con minucias. Lo único que pido es atención. Quiero que escuches mi voz en presencia de tu pueblo. Y por eso grito. Quiero recordarte que existo. Quiero romper el silencio de mi timidez con la desvergüenza de mi grito. Que la gente se vuelva y mire. Soy presa del dolor, y por eso grito. Que mi dolor te llegue en mi grito.

Mi dolor no es solo el mío, sino el de mis hermanos y hermanas, mis amigos, los pobres y los oprimidos, los desterrados y los perseguidos, todos los que sufren y se inclinan ante el peso de la injusticia y la dureza de la vida. Mi grito es el grito de la humanidad en pena, millones de voces unidas en una, porque el sufrimiento nos une a todos en el parentesco del dolor común. Por todos ellos grito con la sinceridad de mi dolor mientras resuenan sus ecos en este valle de lágrimas. Hoy rezo a gritos, Señor.

«A ti grito, Señor,
atiende a mis clamores.»

 

Día 15
Os cuento

Chopin

Según escribo estoy escuchando música. El primer Nocturno de Chopin en si bemol menor tocado por Artur Rubinstein al piano. También yo lo toqué de joven. Por eso al oírlo me trae sentimientos de la primera vez que mis manos se posaron sobre el teclado para tocar a Chopin.

Yo había seguido el ciclo normal de sonatas de Clementi, Dussek, Haydn, Mozart, Beethoven, con los estudios de velocidad de Cramer y Czerny, las Romanzas Sin Palabras de Mendelssohn y los álbumes de Schuman, todo muy clásico, muy equilibrado, muy medido, muy estudiado. Melodía y acompañamiento, acordes esperados, temas repetidos, tres movimientos compensados, tonalidades relacionadas, cánones establecidos. Todo bellísimo y emocionante, pero ya conocido y dominado. Y llegó Chopin.

Chopin rompía todos los esquemas. El nocturno en si bemol menor era una encrucijada. El tema no era tema y la repetición no era repetición. Cada momento era distinto y cada digitación inesperada. Los dedos se salían de las teclas y a cada instante se disparaban por todo el teclado. No sabían lo que hacían pero era maravilloso. Subían y bajaban, aterrizaban donde querían, parecía que se habían equivocado de nota pero no, allí estaba todo en la partitura caprichosa que en nada se parecía a la tinta paralela y simétrica de mis sonatas clásicas. Aquello era una telaraña de pentagramas. Y las notas se traducían en el sonido. Una sonata era una sonata, pero nadie sabía qué era un nocturno. Y era mejor así.

Por primera vez sentí el teclado como algo vivo bajo mis dedos. Si él hacía lo que quería, también podía hacerlo yo. Aceleré a mi gusto, retardé a placer, hice mío el ritmo o me lo inventé, hice los pianos y los fuertes como mejor me pareció, disfruté, improvisé, suspiré. Aquello era una experiencia nueva. Hasta entonces había tocado el piano. Chopin me hizo pianista.

En la vida llega un momento en que hay que liberarse de los cánones. Para hacerse pianista.

Una clase del maestro Rodrigo

Estoy en el aula –cuenta el maestro–. Es un jueves lluvioso del mes de noviembre. Solo el chapoteo del agua deslizándose por los canalones. No se oye el murmullo de los alumnos. Yo notaba que no había nadie en clase, que me encontraba solo en la sala. [El maestro Rodrigo era ciego.]

La última semana me pidieron que les hablara de mi música. Quizá se habían arrepentido. Parecía una deserción en toda regla.

    • Maestro Rodrigo.

Aquella voz me sobresaltó y dejé las elucubraciones para otro momento.

    • ¿Quién es usted? ¿Dónde están los demás?
    • Perdone, maestro, pero ha habido un imprevisto de última hora y no hemos podido avisarle. Todos los alumnos de su clase se han ido esta mañana a Salamanca a un curso que hay en la universidad sobre Miguel de Unamuno.
    • ¿Unamuno? Es uno de mis autores predilectos. Compuse una obra dedicada a él: Música para un códice salmantino. Bueno, pero usted ¿qué hace aquí? ¿Por qué no está con sus compañeros?
    • Perdí el autobús. Me dormí. Anoche, con unos amigos, estuvimos preguntándonos sobre la música contemporánea y estoy hecho un mar de dudas. Subí al aula a buscar unos apuntes que me había dejado y me encontré con usted… Creí que le habían avisado…
    • No, nadie se ha acordado de mí. Avisan a todos menos al profesor.
    • Lo siento, maestro.
    • Bueno, y ¿qué dudas eran ésas que tenía usted sobre la música contemporánea?
    • No se moleste, maestro. La semana que viene estaremos todos aquí.
    • Mire, yo he venido a dar mi clase y no tengo el más mínimo inconveniente en dedicar esta hora a un alumno en lugar de a cien. ¿Cómo se llama usted?
    • Juan Garcés.
    • Siéntese y empezamos. A ver esas dudas…

(Memorias del Maestro Rodrigo, p. 201)

La clase duró la hora entera. El maestro se debe al maestro, sea ante cien alumnos o ante uno. Los toreros tienen un dicho: “Yo toreo lo mismo en cualquier plaza.” No hay plazas de primera o de segunda. O de tercera. Ni plazas llenas y plazas vacías. El torero se debe al torero. Lo llaman pundonor. Cada momento de la vida merece nuestra entrega generosa. Aunque sea solo a un alumno.

Una conferencia de Jorge Luis Borges

El mismo maestro Rodrigo cuenta un ejemplo parecido de Borges. Cuando el año 1976 se celebró el campeonato mundial de fútbol en Argentina, Borges con toda idea programó de antemano una conferencia suya el mismo día y la misma hora en que el equipo argentino jugaba su primer partido. Casi nadie acudió a la charla, pero el conferenciante marcó su tanto.
(Ib. p. 35)

Beethoven al rescate

[Otra anécdota del maestro Rodrigo:]

“En 1964, durante un viaje a Bruselas mi hija y mi yerno me acompañaron a ver a la reina Elisabeth –la abuela de Balduino– a su palacio de Stuyvenberg. La reina era una gran melómana y profunda admiradora de mi obra, y en especial del Concierto de Aranjuez.

La reina nos contó una divertida anécdota. El violinista Philippe Newman, que nos acompañaba, había enseñado al loro que tenía ella en palacio a silbar el tercer tiempo del Concierto de violín de Beethoven. Una mañana, el loro se escapó de su jaula y la reina, ni corta ni perezosa, acompañada del violinista, corrió tras él. Pero no lo encontraban. Al violinista entonces se le ocurrió silbar ese tercer tiempo de Beethoven para localizarlo. El loro respondió graznando la melodía desde la copa de un árbol, y el bueno de Newman no tuvo más remedio que subirse al árbol para recuperarlo.”
(Ib. p. 144)

Herencia cuadrada

Lo único que cierto sabio sufí dejó en herencia a sus cinco discípulos fue una hermosa alfombra de oración cuadrada. Cuando hubo pasado el duelo por la muerte de su maestro, los discípulos decidieron separarse y fundar nuevas escuelas cada uno por su cuenta y cada uno proclamándose como el verdadero heredero del maestro. Pero no sabían cómo dividirla.

Discurrieron durante largo tiempo para encontrar la solución. Querían dividirla en pedazos cuadrados que les sirvieran de alfombra de oración a cada uno de ellos, pero eran cinco y no había manera de dividir un cuadrado en cinco cuadrados iguales.

Siguieron, pues, por un tiempo juntos mientras encontraban una solución hasta que cayeron en la cuenta de que el maestro lo había hecho a idea para que siguieran rezando juntos sobre la misma amplia alfombra y viviendo juntos y predicando juntos el mismo mensaje en vez de separarse.

Rezar juntos para dar testimonio juntos.

(Omar Kurdi, Cuentos Sufís, p. 89)

Nos complican la vida

Cierta mañana el Mulá Naserudín envolvió un huevo en un pañuelo, se fue al medio de la plaza de su ciudad y llamó a los que pasaban por allí.

¡Hoy tendremos un importante concurso! –dijo–. ¡Quien descubra lo que está envuelto en este pañuelo recibirá de regalo el huevo que está dentro!
Todos se miraron intrigados y le dijeron:

¿Cómo podemos saber qué tienes dentro del pañuelo? ¡Ninguno de nosotros es adivino!
Naserudín insistió:

Lo que está en este pañuelo tiene un centro que es amarillo como una yema, rodeado de un líquido del color de la clara, que a su vez está contenido dentro de una cáscara que se rompe fácilmente. Es un símbolo de fertilidad, y nos recuerda a los pájaros que vuelan hacia sus nidos. Entonces, ¿quién puede decirme lo que está escondido aquí?
Todos los habitantes del pueblo pensaban que Naserudín tenía en sus manos un huevo, pero la respuesta era tan obvia que no podía ser tan sencilla y tenía que haber alguna trampa. Nadie quiso exponerse a meter la pata y pasar vergüenza delante de los otros. Se preguntaban a sí mismos: ¿Y si no fuese un huevo, sino algo muy importante, producto de la fértil imaginación mística de los sufíes? Un centro amarillo podía significar algo del sol, el líquido a su alrededor tal vez fuese algún preparado de alquimia. No, aquel loco estaba queriendo que alguien hiciera el ridículo. No caerían en la trampa.
Naserudín preguntó dos veces más y nadie se arriesgó a decir algo impropio. Entonces él abrió el pañuelo y mostró a todos el huevo.

Todos vosotros sabíais la respuesta –afirmó– y nadie osó traducirla en palabras. Así es la vida de aquellos que no tienen el valor de arriesgarse. La vida es sencilla y las cosas son lo que son. Pero nuestros sabios teólogos siempre buscan explicaciones complicadas y terminan no haciendo nada. Y no dejando hacer nada.
(Ib. p. 31)

¿Los Vestidos del Emperador?

Libertad interior

En la cárcel estaban prisioneras varias personas inocentes, y sus amigos desde fuera idearon el método de liberarlas. Otra persona muy capaz y llena de recursos se haría ingresar en la cárcel para que estudiara desde dentro las posibilidades de fuga, elaborara con tiempo un plan y al fin se escapara de la prisión con todos ellos.

Así se hizo, y el libertador cometió un delito de robo (aparente), fue capturado por la policía y condenado por los jueces como estaba planeado, ingresó en la cárcel y comenzó a hacerse cargo de la situación. Era un hombre muy concienzudo y decidió estudiar a fondo cada detalle antes de comprometerse al plan definitivo.

Con eso logró al fin concebir el plan perfecto que no podía fallar y que les daría sin falta la libertad a él y a todos los que injustamente estaban en la cárcel.

Solo ocurrió un contratiempo. Aquel hombre había ya pasado tanto tiempo en la cárcel que se había habituado a ella, se había olvidado de la libertad y ya no pensaba en salir.

Y todos quedaron en la cárcel.

(Ib. 44)

¿Quién se atreve a sacar la moraleja del cuento?
¿No es la misma que la del cuento anterior?
¿No se nos aplica a todos nosotros?
¿Todo el tiempo?

Me contáis

Pregunta: De acuerdo con que hombres y mujeres tenemos las diferencias que usted señala, pero ¿no son mucho más importantes las diferencias psicológicas y emocionales así como las de gustos y de ideas? ¿Cómo entenderlas esas?

Respuesta: Un amigo mío dice que las mujeres deberían venir con manual de instrucciones. A ver si los hombres aprendíamos a conocerlas de verdad y saber cómo van a reaccionar. Parece que las mujeres nos conocen a los hombres mejor que nosotros a ellas. Ellas no necesitan manual de instrucciones para tratar con nosotros. Se nos saben de memoria. Nosotros los hombres lo mejor que podemos hacer es comenzar por caer en la cuenta que no hemos aprendido a conocerlas bien. Te voy a contar un bello cuento de quien fue uno de mis mejores amigos en la India, el poeta Umáshankar Yoshi. Se titula El Nombre de la Hija de la Selva, y es como sigue.

El rey Brahmadatta está de viaje por la selva, ve a una muchacha y se enamora de ella. Resulta ser una Hija de la Selva, es decir, hallada en la selva y adoptada por un monje asceta que la crió y la hospeda en su cabaña. El rey pide su mano, y el monje le dice que solo hay una condición y es que tiene que adivinar el nombre de la muchacha.

Es curioso, por cierto, cómo se entretejen las leyendas de unos pueblos y otros pues esa es también la condición para casarse con Turandot en la ópera de Puccini. También se parecen en que al final todo acaba bien después de hacernos pasar un mal rato. El rey se anima y comienza a decir nombres. Uno tras otro. El poeta lo pone todo en verso sánscrito que adapto de alguna manera al castellano:

“La llamó la Bella,
le puso la Estrella,
la declaró Hada,
e Inmaculada.”

Toda una letanía. Pero no acierta. La muchacha (que ya está enamorada del rey) llora, el monje sigue serio, el rey se desespera. Pero sigue con sus nombres.

“Le puso Conchita,
le puso Bonita,
pensó en Mariposa
y la llamó Rosa.”

Ni por esas. La cosa va mal. De repente le llega al rey la noticia de que un ejército enemigo está atacando su reino y tiene que volver urgentemente a defenderlo. Se desespera, se vuelve y se despide. Hasta aquí él había cantado en su metro de verso masculino, y ahora ella al despedirlo habla en metro femenino que luego el rey mismo adopta en su respuesta:

Ella:
“Se acabó nuestra ilusión.”
Él:
“Me voy sin consolación.”

Entonces la muchacha da un grito y se desmaya. Se llamaba “Consolación”. El monje sonríe y todo acaba en boda.

Explico el truco del verso. En sánscrito, que es la lengua en la que está escrita la leyenda original, hay vocales largas y breves, y los versos tienen sus medidas exactas según las cuales las palabras van ajustándose en el verso si encajan en su secuencia determinada de vocales largas y breves. El rey declamaba sus nombres en un tipo de verso masculino cuya medida no permitía que las vocales largas y breves de la palabra “consolación” (Ashwâsan en sánscrito: breve-larga-breve) encajaran en él. Por eso, por muchos nombres que metiera, no podía entrar el verdadero. Al final, cuando se desespera y se despide, ella pronuncia su adiós en un verso femenino (“Se acabó nuestra ilusión”), y en el metro de ese verso sí que encajaba la medida de la palabra “consolación” que era la clave y que él pronuncia espontáneamente en su respuesta.

La lección es que el nombre de la mujer (que es su esencia, su naturaleza, su personalidad, su definición) no encaja en el metro del hombre…, y mientras este no caiga en la cuenta y cambie la medida de su verso, y de su lenguaje y de su pensamiento… no hay boda.

Claro que también ayuda que la chica lista haga la travesura de poner la palabra “ilusión” al fin de su verso de despedida para facilitar la rima con “consolación”. Muestra de habilidad femenina.

Poética lección. ¿Te gustó?

Salmo

Salmo 142 – Por la mañana
«En la mañana hazme escuchar tu gracia.
Enséñame a cumplir tu voluntad,
ya que tú eres mi Dios.»

Despierto, y mis ojos se levantan hacia ti, Señor. Mi primer pensamiento vuela a tu lado al comenzar un nuevo día. No sé lo que me espera, no he planeado el día ni ordenado mi trabajo. Antes de cualquier otro pensamiento, quiero entrar en contacto contigo para recibir tu bendición y tu sonrisa cuando la vida se abre otra vez ante el mundo y ante mí. Buenos días, Señor, y que pasemos este día muy juntos los dos.

La mañana es la hora de rezar y de adorar, de recibir de tus manos la promesa de la vida que se renueva con el primer rayo de luz; la mañana es el momento escogido por ti, en tus tratos con tu pueblo, para venir en su ayuda como símbolo y realidad de la prontitud mañanera de tu presencia. Por eso me acerco a ti de mañana para recibir de nuevo de tus manos el don de la vida en creación continuada. De ti depende mi vida, de ti depende mi día en la aurora que apunta sobre el horizonte de mi conciencia. Santifica el día desde su primer comienzo, Señor.

La única petición que hago para orientar el día es la frase del salmo:

«Enséñame a cumplir tu voluntad.»

Las horas del día me van a traer opciones y decisiones, dudas y tentaciones, oscuridad y pruebas. Lo único que me preocupa de todo esto, al comenzar la trayectoria del día, es saber en todo momento cuál es tu voluntad. Este día será lo que ha de ser si se enfoca desde el principio en la dirección salvífica de tu deseo. Mis decisiones serán correctas si llevan a cabo tu voluntad. Mi caminar será derecho si se dirige hacia ti. Tu voluntad es el resumen por adelantado de mi día, y descubrirla paso a paso en la jornada es mi tarea y mi gozo.

Al ver los primeros rayos de sol que se asoman tímidos a mi ventana, te pido, Señor: dame luz.

Al escuchar a los pájaros que se ponen a cantar para despertar a tiempo a la naturaleza dormida, te pido: dame alegría.

Al fijarme en las flores que abren sus pétalos a la brisa con atrevida confianza, te pido: dame fe.

Dame fortaleza, Señor, dame vida, dame amor.

«En la mañana hazme escuchar tu gracia,
ya que confío en ti.»

Día 1
Os cuento

El misterio de la campana

La ciudad de Pandharpur en la India es el centro del culto al dios Vithoba, que es la forma marathi de Vishnu, el segundo dios de la trinidad hindú, y quise visitarla. El templo principal es enorme y tiene seis puertas monumentales. Entré por la puerta principal acompañado de amigos míos hindúes de la localidad que me explicaban historia, lugares, imágenes, tradiciones.

Nos quitamos las sandalias, subimos los amplios escalones y llegamos a la campana colgada del techo, como tienen todos los templos a la entrada, con una cuerda atada a su badajo para que quienes entren la toquen en saludo al dios o, como también nos dicen, para despertarlo si está durmiendo y que escuche nuestras oraciones. Aunque no le dejan dormir mucho pues la tocan constantemente uno después de otro.

Todos tocamos la campana ritual. Antes de seguir, el guía amigo me explicó. “Fíjese usted en esa campana. Es una campana especial. Es más grande y más artística de lo normal y está muy bien fundida y da un sonido muy claro y potente como usted está oyendo. En su base tiene todo alrededor una inscripción en una lengua que nosotros no entendemos, ni siquiera sabemos cuál es. Las letras son como las inglesas pero desde luego no es inglés. Quizá usted que sabe muchas lenguas pueda decirnos qué lengua es y descifrar lo que dice.”

Yo dudaba de mis habilidades lingüísticas, pero no podía negarme. Trajeron una escalera de tijera, apartaron a la gente que formó círculo curioso alrededor, me subí cuidadosamente, observé de cerca la bella y solemne campana, la palpé, la sujeté, me fijé en la inscripción… y casi me caigo de espaldas. La inscripción en artísticas mayúsculas todo alrededor de la falda inferior de la campana decía: ADOREMUS IN AETERNUM SANCTISSIMUM SACRAMENTUM.

Era latín. Era una inscripción sagrada. Era una campana católica. ADOREMOS ETERNAMENTE AL SANTÍSIMO SACRAMENTO. A la entrada del templo de Vithoba en Pandharpur. Resonando en mis oídos con la llamada de los fieles para despertar a su dios. Y yo, sacerdote católico, subido a la escalera y leyendo la inscripción. Dije en latín AMEN por lo bajo. Y me quedé un rato sujetándola entre mis manos.

Mi primera impresión fue de choque ¿Qué hacía aquí esta campana? ¿No era esto un sacrilegio? ¿No tenía yo que escandalizarme, protestar, reclamar lo que era evidentemente nuestro, armar un escándalo, rescatar la campana católica del templo hindú aunque me costara la vida? ¿Abrazarme a la campana y no soltarla por mucho que quisieran despegarme? Otros han sido mártires por menos. ¿Qué hacer?

Solté la campana, bajé despacio uno a uno los peldaños de la escalera, y para cuando llegué al suelo se me había calmado el ánimo. Les traduje la inscripción, les expliqué su sentido, les recalqué su importancia. Conjeturamos juntos sobre su origen y cómo y cuándo habría llegado aquí. El templo era muy antiguo y nadie sabía la historia de la campana. ¿Sería un expolio de las iglesias católicas de Goa, un trofeo de escaramuzas entre regiones rivales, un trueque de mercancías extranjeras, un contrabando mercenario? ¡Quién sabe! Pero allí estaba y allí resonaba con su sonido potente, claro, musical. La contemplamos todos en silencio y respeto. Nos inclinamos todos juntos ante ella, cada uno con las manos juntas ante el pecho, y seguimos la visita del templo.

Yo iba ya pensando que a Jesús no le importaba. Al contrario, le gustaba. Ya hay muchas campanas en muchas iglesias para tocar el ángelus o llamar a misa o acompañar procesiones por todo el mundo. Y pensé que a Jesús le gustaba estar aquí, en esa campana eucarística, en un templo hindú, acariciado por manos devotas, resonando, hablando, perteneciendo a un entorno nuevo, formando parte del todo que siempre ha sido suyo. Campana ecuménica.

Volví feliz de mi visita a Pandharpur. Antes de bajar de la escalera le había dado un beso a la campana.

Citando al Génesis

[Jürgen Thorwald ha elaborado en su libro “El siglo de los cirujanos” las memorias de su abuelo, el cirujano Henry Steven Hartmann, desde que nació la cirugía moderna con el descubrimiento de la anestesia hasta las cámaras de Sauerbruch. Lo curioso es que la anestesia, de la que todos nos beneficiamos ahora, encontró gran resistencia a sus principios e incluso la oposición de la Iglesia.]“Apenas nueve meses más tarde, la noche del 4 de noviembre de 1847, se convirtió en realidad la ilusión de Simpson. En tal noche descubrió la acción anestésica del cloroformo. La primera noticia del descubrimiento la tuve en Berlín. Los detalles los conocí diez semanas más tarde, cuando el descubrimiento había desencadenado ya violentas luchas entre los partidarios y los adversarios del cloroformo. A principios de enero de 1848 llegaba por segunda vez a Edimburgo. Fui derecho a ver a Simpson, pero en la puerta de su casa me encontré a Duncan que me informó de todo. Me dijo:

– Naturalmente, el interés de Simpson se concentró en primer lugar sobre la acción del cloroformo en el parto. Hace ocho semanas pudimos observar, por primera vez, los efectos del cloroformo en el parto de una paciente que al final de su embarazo anterior había tardado tres días en dar a luz. Por eso preocupaba su caso. Arrollamos un pañuelo de bolsillo en forma de cucurucho y vertimos en el interior media cucharadita de cloroformo. Pusimos el pañuelo sobre la cara de la paciente, de manera que la abertura del cucurucho formado con él cayera encima de su boca y nariz. Y la paciente se sumergió en una profunda narcosis sin ninguno de los problemas de su parto anterior. Veinticinco minutos más tarde nacía la criatura, una niña a la que pusimos por nombre “Anestesia”, sin que la madre sintiera ningún dolor y sin el menor contratiempo. Fue una notable victoria del cloroformo, y esta victoria se ha repetido, sin lugar a dudas, docenas de veces ya. Las mujeres de parto son las más beneficiadas por el descubrimiento.
– Pero entonces ¿cómo se explica que se haya levantado un clamor tan grande contra el cloroformo y contra su empleo en los partos que hasta en Alemania he oído hablar de él? ¿Por qué esta oposición? ¿Es por lo que dicen que el cloroformo llega a la sangre del feto antes de nacer y la intoxica?
– No. Esos argumentos son subterfugios. Si usted se fija bien en la oposición contra el cloroformo, se dará cuenta de que esta no esgrime argumentos médicos. Se trata de moral y religión. Las Iglesias y los médicos muy adictos a ellas luchan con los mismos procedimientos. Pero la artillería con que disparan es artillería pesada. Su munición más eficaz son las palabras bíblicas del Génesis 3, 16: “¡Parirás a tus hijos con dolor!” ¿Entiende usted? Estas palabras hay que interpretarlas en el sentido de que Dios ha prohibido los partos sin dolor y con ellos, el cloroformo. “¡Parirás a tus hijos con dolor!” Eso dice la Biblia, y en eso se basa todo este revuelo.
– Pero esto no puede detener el progreso.
– No sería la primera vez. No tiene usted más que repasar la historia de la medicina medieval. Su pobreza es una consecuencia de estas interpretaciones ortodoxas de la Biblia. Y la lucha no ha hecho más que empezar. Clérigos de altura hay que hablan ya del cloroformo como de un “fruto del demonio”, y otros excomulgan a aquellos feligreses que se deciden a hacer uso del “aire de Satanás” para ellos o sus parientes. El sentir general se inclina contra su empleo en los partos y contra la prevención de los otros muchos dolores que el Todopoderoso –sin duda con sabio fundamento– ha previsto para el parto natural.

Claro que Simpson tampoco se quedó callado. Era siempre optimista y tenía un gran sentido del humor que le hizo buena falta para salir adelante en toda la controversia. Contestaba a todos los adversarios del cloroformo oponiendo al Génesis 3, 16 que ellos citaban otro texto bíblico, el del Génesis 2, 21 sobre la creación de Eva: “Y Dios sumió a Adán en un profundo sueño y él se durmió, y Dios le sacó una de las costillas rellenando el vacío con carne.” Simpson les decía: “Ahí tienen ustedes, Dios les da permiso para el uso del cloroformo pues él mismo usó la anestesia.” Y a los que le decían aquello de que el sentir general se inclinaba contra el cloroformo les respondía: “No deben emplearse carruajes para trasladarse de un sitio a otro por muy distante que sea. El sentir general se inclina contra su empleo en los desplazamientos de lugar y para evitar las otras muchas fatigas y dolores que el Todopoderoso –sin duda con sabio fundamento– ha previsto para el peatón.”

La lucha siguió encrespada, ocasionando una y otra vez explosiones de odio e indignación, hasta que el 7 de abril de 1853 llegó de Londres una noticia extraordinaria y sensacional. La reina Victoria, la gran reina del siglo, había dado a luz, en su palacio de Buckingham, de Londres, a su cuarto hijo, el príncipe Leopold, duque de Albano. El parto en sí mismo no era lo que daba a la noticia el carácter de extraordinaria. Esto se basaba, más bien, en una nota adicional que ni siquiera figuraba en todos los comunicados, pero que en aquellos días significaba, nada más ni nada menos, que un triunfo del sonriente optimista Simpson sobre sus contradictores.

La nota adicional decía que John Snow, el primer “médico especialista en anestesia” de Londres, había cloroformizado a la reina durante el parto, por expreso deseo de esta y del príncipe consorte. El alumbramiento resultó indoloro y sin que se registrara el más leve trastorno. Cuatro semanas más tarde recibía yo una carta de Duncan en la que me comunicaba que la cloroformización de las parturientas, de la noche a la mañana, se había puesto de moda en Gran Bretaña. El parto “à la reine” quedaba dueño del campo, y John Snow se hizo famoso en todo el reino.”

(Jürgen Thorwald, El siglo de los cirujanos, p. 112)

El episodio es aleccionador. No es la única vez en la historia que la Iglesia comienza condenando y acaba bendiciendo. Y la Biblia puede citarse a favor y en contra. Menos mal que entre la niña a quien bautizaron “Anestesia” y la reina Victoria consiguieron popularizar el cloroformo. Acuérdate la próxima vez que vayas al dentista. Y repasa las citas del Génesis. No sé si sabes el chiste aquel que cuenta que Eva le contaba todas las mañanas las costillas a Adán… para asegurarse que no había otra mujer.

«Lo que hicisteis por el más pequeño de estos.»

[Paulo Coelho cuenta así un episodio que le ayudó en la vida:]

“Recuerdo que hace muchos años, en una época de profunda negación de mi fe, estaba con mi mujer y una amigo en el Bajo Leblón, Río De Janeiro. Habíamos bebido un poco, cuando llegó un viejo compañero que había vivido con nosotros los locos años 60 y 70, y que después entró en un seminario. Se puso a hablar de Jesús, y nosotros bromeábamos sobre todo lo que decía.

Cuando salimos del restaurante, una de las personas que estaba conmigo señaló a un niño que estaba durmiendo en la acera y le dijo a aquel amigo: ‘Ya ves cómo Jesús se preocupa por el mundo. Ha abandonado a este pobre niño como bien ves.’

Él contestó, ‘De ninguna manera. No lo ha abandonado. Él ha puesto a ese niño allí y se ha asegurado de que tú lo veas para que puedas hacer algo por él.’

Aquella frase fue el inicio de mi regreso a la búsqueda espiritual.”

[Ya sé que eso no soluciona la pobreza en el mundo. Pero puede hacernos pensar.]

«Yo le creí a usted.»

[Otra experiencia de Paulo Coelho:]

“Esto sucedió en Miami, una ciudad que no me gusta nada. Estaba yo en una gira publicitaria en los Estados Unidos y de ahí tenía que ir al Japón. Aún no estaba acostumbrado a esas giras internacionales y las hacía tal y como las organizaban los editores de mis libros. Ahora las planifico yo mismo. Viajo un mes y descanso un mes; si no, es agotador. De ordinario el editor mismo no va contigo y envía alguien que no tiene nada que ver con el libro.

En esta ocasión quien vino conmigo fue la representante de Harper en Miami. Yo tenía una sesión de lectura pública en una librería e íbamos a salir para ir allí. La chica me dijo: ‘Espere usted un momento, le voy a dar un beso a mi novio y vuelvo enseguida.’ Yo me senté solo y esperé. Los Estados Unidos es un país difícil y yo estaba cansado de tanto viaje. Me sentí enojado, triste, solo, amargado. Allí estaba yo sentado en medio de Miami y diciéndome a mí mismo: ‘¿Qué estoy haciendo aquí? No necesito hacer todo esto. Mis libros se venden bien por sí mismos. Echo de menos a Brasil. Tengo murria.’ Encendí un cigarrillo y pensé: ‘Esta zorra va y me deja aquí solo y se va a besar a su novio.’

Entonces pasó algo inesperado. Tres personas pasaron a mi lado con una niña de doce años. La niña se volvió a una de las otras y dijo: ‘¿Has leído “El Alquimista”?’ Yo me quedé helado. La otra mujer, que sería la madre de la niña le dijo algo que yo no entendí, y la niña insistió: ‘Tienes que leer ese libro. Es bueno de veras.’

Yo no aguanté más, me levanté y dije: ‘Yo soy el autor de “El Alquimista”.’ La madre de la niña me miró y dijo: ‘Venga, vámonos de aquí, ese hombre es un loco.’ Yo entonces me fui a llamar a la joven de la editorial que había ido a darle un beso a su novio para que les dijera que yo no estaba loco y que de veras era el autor de ese libro.

La encontré, salimos y logramos darles alcance aunque ya se habían alejado. Mi acompañante de Harper les dijo: ‘Yo soy americana y este señor no es un loco, es el autor de “El Alquimista”.’ La niña pequeña dijo muy alegre: ‘Yo le creí a usted, pero ellas no.’ Mi acompañante le dijo: ‘Eso es una buena lección para ti. Sigue tu intuición. Las madres no siempre tienen la razón.’

Eso es lo que yo llamo magia. Un minuto antes mi nivel de energía estaba a un centímetro del suelo, desilusionado, vacío; luego esa niña me trajo un mensaje del cielo, un ángel me animó y me hizo ver la importancia de encontrarme con mis lectores en persona.”

(Juan Arias, Paulo Coelho, Confessions of a Pilgrim, p. 183)

Me contáis

Pregunta: ¿Por qué Dios no escucha mis oraciones?

Respuesta: Tú al menos tienes la honradez de decirlo. Otros racionalizan la situación y dan explicaciones. Dicen que Dios siempre escucha todas las oraciones como lo prometió, pero que no les convendría a ellos lo que pedían, que Dios les daría algo mejor en vez de lo que habían pedido, que no habían orado bien, que no habían perseverado lo suficiente en la oración, que solo les hace esperar para que ganen más mérito, que en el cielo verán cómo Dios de veras sí ha escuchado su oración, que era para probar su fe antes de darles mayores gracias, que el pedirle cosas a Dios era ya una gracia en sí misma dada por Dios pues era pensar en él y confiar en él y por eso la oración se bastaba a sí misma aunque no consiguiera lo que pedía, que todo es un misterio y no lo entendemos. Toda una lección de teología. Milton dijo que había escrito su largo poema “Paraíso Perdido” para “justificar a Dios ante los hombres”, y tiene muchos imitadores.

No le hace falta a Dios que le justifiquemos. Sí creo yo agradecería que los humanos le respetásemos un poquito más, que no le obligásemos a ajustarse a lo que nosotros en nuestro limitado entendimiento pensamos de él, que no le impusiésemos reglas, que lo liberásemos de nuestras expectativas, que aceptásemos que está por encima de nuestra imaginación, que reconociésemos su libertad infinita y eterna que es su prerrogativa por definición, que lo dejásemos libre. Sería la mejor oración.

Es verdad que Jesús dijo, “Pedid y recibiréis” (Mateo 7, 7) y contó la parábola del juez que por fin hizo justicia porque la viuda se lo pedía una y otra vez (Lucas 18, 1); pero también es verdad que Jesús dijo que no fuésemos prolijos en la oración, “porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mateo 6, 8).

Salmo

Salmo 143  –  ¿Qué es el hombre?
“Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes e él?;
¿qué son los hijos de Adán para que pienses en ellos?
El hombre es igual que un soplo;
sus días, una sombra que pasa.”

No digo esto en un momento de depresión, Señor, ni tampoco para quejarme, ni mucho menos para denigrarme a mí mismo. Lo único que pretendo es poner las cosas en su sitio, encajar mi vida en la perspectiva que le corresponde, y aprender a no tomarme demasiado en serio a mí mismo. Esta es la mejor manera de enfocar la vida, en providencia sana y tranquila, y te ruego me ayudes a dominar ese arte, Señor.

Sí, soy un soplo de viento y una sombra que pasa. Pensamiento feliz que ya en sí mismo reduce el volumen de mis problemas y rebaja la altura artificial del trono de mi pretendida realeza. Se desinfla el globo de mi autoimportancia. ¿Qué puede haber más ligero y alegre que un soplo de viento y una sombra voladora? Disfrutaré mucho más de las cosas cuando no se me peguen, y bailaré con más alegría mi vida cuando se aligere su peso. No soy yo quien ha de resolver todos los problemas del mundo y deshacer los entuertos de la sociedad moderna. Seguiré adelante, haciendo todo lo que pueda en cada ocasión, pero sin la seriedad imposible de ser el redentor de todos los males y el salvador de la humanidad. Ese papel no es el mío. Yo soy algo mucho más humilde. Soy soplo de viento y sombra que pasa. Dejadme pasar, dejadme volar, y que mi presencia pasajera traiga un instante de descanso a todos a los que salude con gesto de buena voluntad en un mundo cargado de dolor.

Me siento ligero y estoy feliz. Soy un soplo de viento, pero ese viento es el viento de tu Espíritu, Señor. Soy sombra que pasa, pero esa sombra es la que arroja la columna de nube que guía a tu Pueblo por el desierto. Soy tu sombra, soy tu brisa. Esa es la definición más feliz de mi vida sencilla. Gracias por inspirármela, Señor.

“Dichoso el pueblo que esto tiene,
dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor.”

 

Día 15
Os cuento

«Se acabó»

Asistía a una boda. Iglesia y banquete. Desde que llegaron los invitados hasta que se marcharon. La ceremonia y el menú, las oraciones y los brindis, los apretones de mano y los abrazos, las palmaditas en la espalda y los besos. Me quedé hasta el final junto a los contrayentes, y cuando ya se despedían los últimos invitados le oí al novio volverse a la novia y decirle por fin con alivio inocente: “Bueno, ya se acabó todo.”

Se acabó. Me dieron ganas de decirle, “No, muchacho, no. No se acabó. Se acabaron las celebraciones y los ritos y las preparaciones y las invitaciones. Todo eso se acabó. Pero lo importante no se acabó sino que apenas acaba de empezar. Prepárate, por favor.”

¿Cuánto tiempo lleva el casarse? La ceremonia duró una hora. Un día. Pero la realidad dura una vida. No acaba nunca. Es verdad que ya os conocéis y os queréis y sabéis todo lo que hay que saber y habéis hablado todo lo que hay que hablar. Pero ahora hay que vivirlo. Y eso empieza hoy. Por mucho que os conozcáis, es ahora cuando comenzáis a conoceros de verdad, y habéis de estar preparados a que el conoceros mejor os lleva a quereros más. No se acabó. Empezó.

Isaac Asimov cuenta que una de las causas de su divorcio fue que su mujer fumaba. Y no lo pudo aguantar. Lo curioso es que claro que desde antes de casarse sabía perfectamente que su novia fumaba, pero decía y pensaba que no le importaba. Y así lo sentía de verdad. Ella fumaba en su presencia y no ocultaba su hábito de fumadora, y él lo sabía y lo toleraba porque estaba enamorado de ella.

Pero luego vino la realidad. Una cosa es que alguien fume de vez en cuando a nuestro lado, que es algo todavía inevitable y aguantable en nuestra civilización, y otra cosa es tener un fumador en nuestra propia casa a tiempo completo. Ceniceros por todas partes, ceniceros rezumando, ceniceros apestando, colillas, humo, olor a cigarrillo quemado, olor a cigarrillo apagado, olor a tabaco, olor a olor de tabaco por todas partes, emanando de las paredes, de los muebles, de los almohadones, de las sábanas, de los vestidos, volando, flotando, empapando, inundando. No hay quien lo aguante. Divorcio.

No os lo digo para asustaros sino para animaros. Y para que penséis –aunque ya lo habéis adivinado– que lo del humo de tabaco se aplica a otros muchos humos. Para que los vayáis examinando. Y para los novios mis mejores deseos. La verdadera aventura empieza ahora. Ánimo y alegría. Enhorabuena y un fuerte abrazo. Ya me iréis contando cómo os va.

Fumar es peligroso para la salud. Lo dice en las cajetillas.

Blanco y rojo

[No conoceríamos esta divertida e instructiva anécdota de la vida de Marilyn Monroe si ella no se la hubiera contado a su marido Arthur Miller que la relata en su autobiografía:]

“Solo tenía Marilyn cinco o seis años cuando la Iglesia Fundamentalista a la que su familia pertenecía celebró una gran ceremonia al aire libre en la que cientos de niños, todos vestidos igual, las niñas de blanco y los niños de pantalón azul claro y camisa blanca, se colocaron en filas simétricas a lo largo de un enorme anfiteatro natural por allá por las montañas del área de Los Ángeles. Cada niño y niña llevaba una capa, roja por un lado y blanca por el otro, y al principio de la ceremonia la llevaban todos con el rojo hacia fuera.

A una señal durante un canto sagrado de la renovación evangélica todos al mismo tiempo tenían que darle la vuelta a la capa, que así pasaba, y todo el escenario con ella, del rojo del pecado al blanco de la salvación en Jesús. Como por arte de magia toda la montaña se volvió blanca de repente…, toda menos un puntito rojo en mitad de toda la extensión. Marilyn se reía alegremente al recordar a aquella niña, ella misma, que fue la única en equivocarse. Decía: ‘Me olvidé. Era todo tan divertido, todos dándole la vuelta a la capa al mismo tiempo que yo me quedé admirando cómo lo hacían tan bien… y me olvidé de hacerlo yo misma.’

Se doblaba de risa al contarlo como si hubiera sucedido ayer en vez de hacía veinticinco años. Pero de todos modos le riñeron y le pegaron por su descuido, y le dijeron que Jesús mismo la había condenado con su disgusto irremediable por haber seguido como pecadora de rojo. Añadía: ‘Se supone que Jesús es misericordioso, pero no me dijeron eso; solo me dijeron que me castigaba y me castigaría siempre si hacía algo malo.’

Se volvía a reír, pero algo en el fondo de sus ojos no reía al contarlo.”

(Arthur Miller, Timebends, p. 371)

Opresor y oprimido

[Otra aguda observación de Arthur Miller: el opresor oprime porque con frecuencia el oprimido no reacciona a tiempo y se deja oprimir. Lo cual no justifica nunca la opresión, pero sí indica que la educación y la preparación del oprimido son parte esencial de la liberación como lo son la admisión de su abuso y la corrección de su conducta por parte del opresor. Esta es la anécdota:]

“Vi que el sistema de castas o de clases estaba en el fondo de los problemas del teatro inglés. Un día en el año 1950, durante la representación en Londres de mi película Death of a Salesman estuve en la Cámara de los Comunes y vi desde la galería de visitantes a Winston Churchill, que estaba sentado en primera fila y miraba con condescendencia señorial al único comunista de la cámara, Willie Gallacher que estaba dirigiendo la palabra a la asamblea.

Gallacher empezó a hablar con los dos dedos pulgares metidos en los bolsillos de su mal planchado pantalón. Churchill, sin sacarse el puro de la boca, le dijo en voz baja, pero que se oyó en toda la sala, ‘¡Sácate las manos de los pantalones, hombre!’. Gallacher obedeció inmediatamente y se sacó las manos de un tirón… y yo creo que después cuando pensó en ello y cayó en la cuenta de lo que había hecho se odió a sí mismo por haberlo hecho. Aquello era ‘opresión’ de una ‘clase’ a la otra. Una orden increíble y una obediencia aún más increíble. Él era comunista pero había internalizado inconscientemente su inferioridad ante alguien ‘de clase alta’ y obedeció espontáneamente. El sistema de castas seguía vigente aun entre aquellos que lo combatían.”

(Ib. p. 432)

[Se aplica a castas, se aplica a clases, se aplica a parejas, se aplica a empleados, se aplica a vecinos, se aplica a toda situación en la que hay alguien que tradicionalmente se considera superior y alguien que es tenido por inferior aunque en manera alguna lo sea. Uno abusa y otro se deja abusar. Es importante la lucha para la igualdad. Y para luchar bien es importante que derrote antes el prejuicio en sí mismo el que tradicionalmente es señalado como inferior. Todos somos iguales.]

El porqué de las guerras

[Otra observación del mismo, no tan sutil, pero bien real y bien actual:]

“Clifford Odets se levantó a testificar en nombre de los artistas en la reunión sobre las entonces preocupantes amenazas de guerra entre los Estados Unidos y Rusia. Se hizo un silencio absoluto entre los dos bandos separados por una fila de sillas vacías. Empezó en voz muy baja, que casi no se oía: ‘¿Por qué hay esta amenaza de guerra?’ Se intensificó el silencio y se alargó la pausa. Yo incluso pensé que estaba teatralizando demasiado la escena. Pero los oyentes estaban todos sin duda cautivados. Era un gran actor.

Él continuó como en un susurro: ‘¿Por qué estamos aquí reunidos a la desesperada, por qué tratamos de hablar artista con artista, filósofo con filósofo, político con político? ¿Por qué? ¿Por qué esta fatídica amenaza de guerra?’

Dejó la pregunta colgada en el aire, y todos en sus sillas se inclinaban hacia delante para oírle mejor. Él levantó despacio las manos sobre la cabeza, y de repente gritó con toda la fuerza de su voz: ‘¡¡¡DINEEEERO!!!’.

Sorpresa. Asombro. Silencio. Y otra vez el grito estentóreo, ‘¡¡¡DINEEERO!!!’. Y otra vez, ‘¡¡¡DINEEERO!!!’.

Hacía falta coraje para decir eso públicamente en Hollywood. Tampoco conseguiría nada. Pero tenía razón. Detrás de todas las guerras está el dinero.”

(Ib. p. 239)

Primeras letras

“De los topos, aprendimos a hacer túneles.
De los castores, aprendimos a hacer diques.
De los pájaros, aprendimos a hacer casas.
De las arañas, aprendimos a tejer.
Del tronco que rodaba cuesta abajo, aprendimos la rueda.
Del tronco que flotaba a la deriva, aprendimos la nave.
Del viento, aprendimos la vela.

¿Quién nos habrá enseñado las malas mañas?
¿De quién aprendimos a atormentar al prójimo y a humillar al mundo?”

(Eduardo Galeano, Bocas del tiempo, p. 117)

Carta de amor

“Toda obra de teatro es una carta de amor al mundo.” (Arthur Miller)
Todo libro, también.

Toda página Web, también.

Me contáis

Me han coincidido hoy dos confidencias en el correo. Uno quiere ser escritor. Otro quiere ser poeta. Se me enternece el alma cuando me lo contáis. Porque sé lo que se siente. Sale de dentro, llena los espacios del alma, quiere expresarse, quiere salir, hace gozar, hace sufrir, promete el cielo…, y te deja en la tierra. No se hace por fama ni por dinero. No es eso. Es que pica el “tábano” que decían los griegos y no se puede resistir. Me habéis preguntado que de dónde me salió a mí el escribir.

A mediados del siglo pasado, cuando yo me hice jesuita, se decía de los jesuitas que eran “pozos de ciencia”. Se decía con doble sentido. Un sentido favorable, que sabían mucho, y un sentido desfavorable, que no sabían comunicar lo que sabían, que se quedaba allá abajo en lo profundo del pozo y había que echar un pozal desde arriba si se quería sacar algo. Nuestra generación decidió acabar con el pozal. Teníamos que aprender a hablar y escribir. A comunicar. De ahí vino todo.

Formamos grupos para ensayar el hablar en público y dedicábamos  las primeras horas de cada día a escribir. Yo sentía el tábano y me aproveché de lleno del ambiente. Desgasté púlpitos y llené papeleras.

Luego me dedicaron a estudiar y enseñar matemáticas. Como para despedirse de la literatura. Pero no me despedí. El brote era genuino y salió adelante. Seguí escribiendo. Si de veras sientes el duende, escribe.

El problema no es escribir sino publicar. A mí el primer editor al que acudí con el manuscrito de mi primer libro me lo tiró al suelo. Por eso entiendo cuando me escribís y siento con vosotros. El mundo editorial es una jungla. Michael Korda, actual director editorial de Simon & Schuster, cuenta en su reciente libro “Editar la vida” su entrevista para conseguir trabajo por primera vez en la editorial de que ahora es director:

“El editor en jefe, Henry Simon, me puso a prueba: ‘Toma este manuscrito. No voy a decirte si vamos a publicarlo o no. Solo léelo, a ver qué opinas. Escríbeme un informe, ¿de acuerdo? No hay prisa. Ah, y hay un pequeño detalle que debes saber. Hay otro candidato para el mismo puesto al que le he dado el mismo manuscrito. Compararé vuestros informes.’

El libro me pareció impresentable. Escribí un agrio informe recomendando a la editorial que rechazara el libro y lo entregué. A la mañana siguiente me mandaron llamar. El jefe me esperaba. Tenía el ceño fruncido y una mirada de profunda suspicacia, incluso de enfado, como si percibiera un olor desagradable. Me dijo en tono acusatorio: ‘Dices que el libro es inexacto e impublicable, ¿verdad?’ Asentí. Prosiguió: ‘¿Cambiaría en algo tu juicio si te dijera que el autor es el ex-director de la revista Time y uno de mis amigos más íntimos? ¿O si te dijera que ya he comprado el libro y que lo publicaré la próxima primavera?’ Respondí que mantenía mi opinión. Él siguió: ‘¡Qué curioso! El otro muchacho a quien di el manuscrito opina lo mismo que tú del libro.’ Interpuse, ‘¿Entonces?’ Sentenció: ‘Eso solo demuestra que ambos tenéis mucho que aprender sobre el mundo editorial.’

Al menos consiguió el empleo. Y escribió un libro sobre ello. Ánimo y adelante.

Salmo

Salmo 144  – De una generación a otra
Pienso con frecuencia en el vacío generacional. Hoy, más bien, al contemplar la historia de tu Pueblo, sus tradiciones, su oración en público y el cantar de tus salmos en grupo compacto, pienso en el vínculo generacional. Una generación instruye a la siguiente, pasa el testigo, entrega creencias y ritos, y el pueblo entero, viejos y jóvenes, reza al unísono, en concierto de continuidad, a través de las arenas del desierto de la vida. La historia nos une.

“Una generación pondera tus obras a la otra
y le cuenta tus hazañas.”

El tema de la oración de Israel es su propia historia, y así, al rezar, preserva su herencia y la vuelve a aprender: forma la mente de los jóvenes mientras recita la salmodia de siempre con los ancianos. Coro de unidades en medio de un mundo de discordia. Historia hecha plegaria.

Por eso amo tus salmo, Señor, más que ninguna otra oración. Porque nos unen, nos enseñan, nos hacen vivir la herencia de siglos en la exactitud del presente. Te doy gracias por tus salmos, Señor, los aprecio, los venero, y con su uso diario quiero entrar más y más en mi propia historia como miembro de tu Pueblo, para transmitirla después en rito y experiencia a mis hermanos menores. Así nos animamos unos a otros cantando entre grandes y pequeños:

“Alaban ellos la gloria de tu majestad,
y yo repito tus maravillas;
encarecen ellos tus temibles proezas,
y yo narro tus grandes acciones.”

Diálogo en la plegaria de dos generaciones.

Que el rezo de tus salmos sea lazo de unión en tu Pueblo, Señor.

Día 1
Os cuento

Los de siempre

Iba yo en el tren junto a una pareja mayor. El trayecto era largo por las llanuras de Castilla. Yo iba leyendo un libro sobre la Virgen. Inevitablemente entramos en conversación, y la conversación, dado el libro que yo llevaba entre manos, comenzó sobre temas de religión. Al cabo de un rato cobré confianza, y en un momento dado, y para reforzar algún punto de la conversación, les dije, “Yo soy sacerdote.”

Hubo un breve silencio, y la mujer preguntó, “Sacerdote, pero… ¿de los de siempre?” Me reí. Me dieron ganas de contestar, “De los de ahora.” Por mi edad, desde luego, era “de los de antes”, que es lo que la señora quería decir con “los de siempre”, y yo soy consciente y estoy satisfecho de que me he entregado a “lo de antes” cuando era antes y a “lo de después” cuando es después como espero entregarme a lo que venga cuando venga. La vida se vive viviéndola. No estoy yo para quedarme atascado. Pero comprendía a la buena señora y le aseguré que era de los de siempre. Que no se preocupara. Soy sacerdote según el orden de Melquisedek.

Luego le conté el chiste de Mingote. Dejé pasar un rato para no hacer demasiado clara la conexión, pero no pude contenerme y al fin le conté el chiste que a mí y a muchos nos hizo reír cuando Mingote lo publicó en los días del Concilio. Una de las cosas que había llamado la atención popular en el Concilio fue su apertura en la cuestión de la salvación eterna. Donde el Vaticano I había declarado que “fuera de la Iglesia no hay salvación” el Vaticano II dijo expresamente que hasta un ateo puede ir al cielo si obra según su conciencia en buena voluntad. A algunos les asustó un poco tanta generosidad tan explícita.

El dibujo de Mingote mostraba a dos señoras mayorcitas con sombrero sentadas en un banco de lo que podía ser el parque del Retiro en Madrid, y una de ellas le decía a la otra: “Diga lo que diga el Concilio, al cielo –lo que se dice al cielo– iremos las de siempre.”

Las de siempre. Que no nos lo quiten.

Sin línea de meta

“Corro sin ver más que la pista despejada justo delante de mí. Hay otros pies que mantienen una cadencia constante a mi lado. No sé cuántas corredoras tengo delante o detrás. El grupo de competidoras es un ser multicolor, que jadea y da codazos a mi alrededor, abriéndose paso. El ritmo se acelera y nos acercamos a la meta. Solo entonces el grupo se deshace, espaciándose. Siento la suave curva que indica el inicio de los últimos 200 metros hasta la línea de meta, y el sprint final por la última recta. Ahora estoy compitiendo contra personas individuales, pero, ¿quiénes son? ¿Quién es la que acaba de adelantarme? ¿A quién le estoy sacando delantera? No lo veo. ‘¡Pero qué más da!’, me digo a mí misma. ‘Ver sus caras no me va a facilitar ganarles.’
No veo la línea de meta.
La cruzo.
Me inclino hacia delante, jadeando. Siento que alguien, una de mis rivales, me coge de la mano. Andamos por la pista intentando recuperar la respiración, y esperamos a que anuncien el orden de llegada. Yo no veo el tablero eléctrico con los nombres. De repente, por encima de mi respiración agitada, escucho la ovación de la multitud.
¿Quién ha ganado? –pregunto.
Tú –responde ella.”

[Marla Runyan no ve el tablero con los nombres porque es ciega. Como no ha visto la pista ni la línea meta. Pero ha corrido y ha ganado. La ocasión a que aquí se refiere fueron los Juegos Panamericanos en Winnipeg, 1999.]

“Soy la primera atleta legalmente ciega que ha participado en los Juegos Olímpicos [los Olímpicos propiamente dichos, no los Paralímpicos] aunque no gané la final. No veo ni la “E” grande en el tablero del oculista, pero puedo correr. El problema radica en una cuestión de percepción: la gente confunde ‘discapacitado’ con ‘inepto’. Es cierto que tengo una minusvalía, pero no soy incompetente. Tengo cierto ángulo de visión periférica que, si bien es borrosa, es suficiente para competir en una carrera olímpica. Soy capaz de ver los pies de mis rivales y el color de sus uniformes. Veo como se agitan las banderas, pero no distingo a qué países representan.

Lo único que no veo en manera alguna es la línea de meta. Cuando participo en una carrera no siempre sé si he ganado o no. No veo los relojes, ni los contadores de vueltas, ni los marcadores. Lo único que sé es que la línea de meta está al final de la recta. Pero se equivoca quien piense que mi falta de vista perjudica mi ritmo, porque soy una mujer de 32 años que hace mucho tiempo que se dedica a esto, y he llegado a comprender que no –repito no– existe una línea de meta.

En cierto modo mi falta de visión me resulta beneficiosa. Me fuerza a correr por el mero hecho de hacerlo. No corro para obtener medallas, aunque ya tengo unas cuantas en mi haber. Corro porque el propio acto de correr es una experiencia estética y cinética. Para mí, correr supone liberarme de la confusión y de los obstáculos. Significa olvidarme de la tecnología médica que me ha lastrado desde que era niña. Correr es verme libre del sedentarismo, del aislamiento, de la inactividad. Correr, para mí, es vivir.

Claro que me pasan cosas raras. En una ocasión uno de mis anteriores entrenadores, Mike Manley, se afeitó la barba que solía llevar, y cuando se me puso delante aquella tarde no lo reconocí. A una de mis antiguas compañeras de entrenamiento la reconocía siempre porque llevaba cola de caballo. Pero una tarde se sentó a mi lado en un banco y no supe quién era, porque se había cortado el pelo.

Yo estaba decidida a no usar jamás mi vista como una excusa. Si no podía hacer algo, nunca decía: ‘Es porque no veo.’ Si la causa de mi fracaso no era mi vista, entonces debía tratarse de un problema relativo a mi grado de esfuerzo o mi capacidad. Me convencía a mí misma para trabajar más duro. No quería usar mi vista como excusa, porque sospechaba que si cedía en el asunto más nimio, me sentiría tentada a ceder en las cosas más importantes, y además durante el resto de mi vida. No quería caer en el hábito de ceder.

Lo peor fue cuando alguien, cuyo nombre no mencionaré, me dijo que mi ceguera era un castigo de Dios por mis pecados. ‘Si aceptas a Jesús en tu vida y te haces cristiana, te sanarás milagrosamente. Necesitas tomar esa decisión rápidamente, para que se salve tu alma y no vayas al infierno.’ Tenía yo entonces 14 años.

Suelo decir: ‘Soy una atleta con una discapacidad, no una atleta discapacitada.’

Y tengo siempre presente la regla número uno: ‘Recuerda que la persona con la que hablas no sabe que no ves.’

(Marla Runyan, Sin línea de meta.)

Lección de Zen

“Existió hace años en el Japón un ladrón muy hábil e inteligente. Era capaz de robar sin ser atrapado hasta en el mismísimo Palacio Imperial. Su habilidad para el robo era extrema. Una noche entró a robar en una casa de unos nobles, y allí se encontró con el hijo de los dueños que estaba despierto. El niño no se asustó y le pidió al ladrón que jugara con él. El ladrón quedó sorprendido por la espontaneidad y naturalidad del niño y empezó a jugar con él. Jugó durante toda la noche y al amanecer, cuando el niño se cansó de jugar y se quedó dormido, el ladrón se quedó allí reflexionando sobre la experiencia que acababa de tener.

Allí lo encontraron los guardias al recorrer el palacio por la mañana y le preguntaron, ‘¿Qué estás haciendo aquí?’ Y él contestó, ‘Estoy aprendiendo Zen’.”

(Norberto Tucci, Historias Zen. p. 63)

Samurai

“Un admirado Samurai muy bien adiestrado contemplaba absorto un día de primavera la belleza de un cerezo en flor. Mientras así se encontraba, percibió algo amenazante a su espalda. Se dio la vuelta, pero no halló rastro alguno de ninguna amenaza. Esto le dejó perplejo durante un tiempo, ya que había adquirido, tras un largo entrenamiento, la capacidad de percibir la presencia de las amenazas antes de que se manifestaran.

La idea de haber perdido esta cualidad le dejó preocupado y así se mantuvo durante días, hasta que cierto día uno de sus compañeros le dijo: ‘¿Por qué estáis tan preocupado?’

El Samurai le contó lo sucedido, y entonces el compañero le confesó: ‘Mientras estabais tan absorto admirando los cerezos en flor, yo os vi, y por mi mente pasó la siguiente idea: Mira qué distraído está, si ahora le atacara yo o cualquier otro, caería sin más. Ese pensamiento mío fue la amenaza que vos percibisteis’.”

(Ib. p. 57)

El té de la mañana

“Hace años, en Vietnam, la gente solía tomar un pequeño bote, remar suavemente por zonas con flores de loto y poner algunas hojas de té dentro de una flor de loto abierta. La flor no se cerraba durante la noche y perfumaba las hojas de té. A primera hora de la mañana, cuando todavía quedaba rocío, volvía con sus amigos para recoger el té.

En el bote había todo lo necesario: agua fresca, un fueguecillo, tazas de té y una tetera. Entonces, allí mismo, bajo la bella luz del amanecer, preparabas el té de la mañana, disfrutando de toda la naturaleza, bebiendo té entre las flores de loto.

Ahora seguimos tomando el té de la mañana, pero no tenemos tiempo de mirarlo ni de disfrutarlo de la misma manera.”

(Thich Nhat Hanh, Construir la paz, p. 72)

Me contáis

Pregunta: ¿Ha leído usted a Harry Potter? ¿Es verdad que es incompatible con el cristianismo?

Respuesta: Sí lo he leído. Quiero saber lo que leen los jóvenes para entender a los jóvenes. Quiero saber qué clase de valores se proponen abierta o veladamente en esos libros para saber cómo se está formando la mente y la conciencia de la nueva generación. Charlando con mis compañeros jesuitas les dije el otro día que todos deberíamos leer Harry Potter, El Señor de los Anillos y La Guerra de las Galaxias, y se creyeron que lo decía en broma. Pero lo digo en serio. Nos estamos distanciando de los jóvenes y perdemos contacto. Además me he divertido en las aulas de Hogwarts, y me encantaría jugar al quidditch.

La publicación de Harry Potter and the Half-Blood Prince coincidió con la elección de Ratzinger como papa Benedicto XVI y eso sacó a la luz unas declaraciones que Ratzinger había hecho cuando era cardenal y en las que advertía de peligros de la lectura de Harry Potter. También se mencionó que en Polonia la Iglesia Católica había logrado que los libros de Harry Potter se retiraran de la campaña de alfabetización del gobierno.

No hay que asustarse de Voldemort. Pero algo hay. No es precisamente que se trate de brujos y brujas que sabemos están prohibidos en la Biblia (Levítico 19, 31; 20, 6, 27), aunque a mí me enseñaron en Tierra Santa la cueva en la que el mismo Saúl consultó a la pitonisa de Endor (I Samuel, 28, 7). Se trata más bien de dos objeciones: una es la falta de definición entre el bien y el mal que confunde criterios y personajes y parece decir que vale todo lo que le venga bien a uno para conseguir sus objetivos. Harry puede mentir y engañar y hacer trampas y saltarse las normas del colegio libremente, y todo lo que él haga está bien visto. La segunda objeción es la insinuación que el salir adelante en la vida no depende del trabajo, la inteligencia y el esfuerzo personal sino de la magia. Eso puede hacerle mucho daño al joven lector. Un crítico ha escrito: “No quisiera que mi hijo tomara a Harry Potter como modelo de conducta.” Es el icono cultural para la juventud de hoy. En mi tiempo eran san Luis Gonzaga y san Estanislao de Kostka.

Anécdota: Joanne Rowling accedió a los ruegos de su editor de no aparecer con su nombre completo como autora del libro, pues a los chicos no les gustaría que los vieran leyendo algo escrito por una mujer, y firmó su primer libro como J. K. Rowling. Luego, afortunadamente, pudo descubrir su identidad con todos los honores.

Salmo

Salmo 145  – ¡Nada de príncipes!
“No confiéis en los príncipes.”

Aviso oportuno que adapto a mi vida y circunstancias: no dependas de los demás. No me refiero a la sana dependencia por la que el hombre ayuda al hombre, ya que todos nos necesitamos unos a otros en la común tarea del vivir. Me refiero a la dependencia interna, a la necesidad de la aprobación de los demás, a la influencia de la opinión pública, al peligro de convertirse en juguete de los gustos de quienes nos rodean, al recurso servil a “príncipes”. Nada de príncipes en mi vida. Nada de depender del capricho de los demás. Mi vida es mía.

Solo rindo juicio ante ti, Señor. Acato tu sentencia, pero no acepto la de ningún otro. No concedo a ningún hombre el derecho a juzgarme. Solo yo me juzgo a mí mismo al reflejar en la honestidad de mi conciencia el veredicto de tu tribunal supremo. No soy mejor porque me alaben los hombres, ni peor porque me critiquen. Me niego a entristecerme cuando oigo a otros hablar mal de mí, y me niego a regocijarme cuando les oigo colmarme de alabanzas. Sé lo que valgo y lo que dejo de valer. No rindo mi conciencia ante juez humano.

En eso está mi libertad, mi derecho a ser yo mismo, mi felicidad como persona. Mi vida está en mi conciencia, y mi conciencia está en tus manos. Tú solo eres mi Rey, Señor.

“Dichoso aquel a quien auxilia el Dios de Jacob,
el que espera en el Señor su Dios.”

Día 1
Os cuento

Matemáticas y matemáticos

Se está celebrando en Madrid el Congreso Internacional de los Matemáticos. Se convoca cada cuatro años, y en él se conceden las cuatro Medallas Field (una por cada año) que son el Nobel de las matemáticas. El sueco Alfred Nobel instituyó premios para la física, química, medicina, literatura, paz, pero –sorprendentemente– no para las matemáticas. La razón es tristemente humana. En aquel tiempo uno de los mejores matemáticos del mundo era otro sueco, Mittag Leffler, y Nobel sabía que si instituía un premio de matemáticas, tarde o temprano se lo darían a él. Y… a Nobel no le caía bien Mittag Leffler. Y no hubo premio.

Con ocasión del Congreso se ha organizado en la Biblioteca Nacional de Madrid una exposición sobre los números. Pasé un buen rato en ella. Pero me desagradó un detalle. En uno de los paneles se explica cómo el uso comercial de las matemáticas para transacciones de préstamo y usura le dio un mal nombre al álgebra en un principio. Y dice el siguiente despropósito con un lenguaje estudiadamente insultante: “La mitología (¿?) cristiana, al presentar a su líder (¿?) arrojando a golpes (¿?) a los mercaderes del templo de Jerusalén con sus monedas, contribuyó a crear la mala imagen de los cambistas y prestamistas en la historia.” Lamentable exégesis. Ni Nobel ni la Exposición de los Números han estado a la altura de la ciencia de las ciencias.

El año en que yo asistí a este congreso en Moscú (1966) como delegado de los matemáticos de la India, se concedió la primera Medalla Field a Paul Cohen por probar acerca de la célebre “hipótesis del continuo” de Cantor que “ni se sabía ni se podría demostrar nunca que era verdadera, y ni se sabía ni se podría demostrar nunca que es falsa”. Para los que dicen que las matemáticas no son divertidas. Le aplaudimos mucho.

Aquí y ahora

“Trabajaba yo entonces de voluntario en una guardería. Era la hora del almuerzo y a los niños les estaban sirviendo la comida caliente en sus platos. Los niños se pusieron a cantar espontáneamente, y pronto todos ellos, asiáticos e ingleses, estaban cantando con gozo a pleno pulmón. Entonces la encargada les dijo muy seria, ‘Podéis cantar después de comer, pero no ahora. Si cantáis ahora se os enfriará la comida y no la podréis comer.’ Pararon de cantar.

Media hora más tarde la misma encargada comenzó a cantarles canciones a los niños. Pero cantaba ella sola. La oportunidad de los niños había pasado. Su atención estaba ahora en los juguetes y muñecas con que estaban jugando. Ella se volvió hacia mí y me dijo, ‘¿Ves qué ganas de llevar la contraria? Los niños nunca hacen lo que quieres que hagas sino todo lo contrario.’

Me callé. Aquellos niños y niñas, todos menores de cinco años, vivían sumergidos en el aquí y ahora. Habían querido cantar a su tiempo, pero eso no era lo que decidían los adultos. Media hora después, su deseo de cantar se había desvanecido.”

David Brandon, que es quien escribe esto en The Art of Helping, continúa: “¿Es posible, de hecho, ayudar cuando se pretende ayudar? ¿Pueden ayudar aquellos a quienes se les paga por ayudar? La ayuda de amigos y parientes es algo muy distinto de la ayuda de profesionales. ¿Se interesan por mí como persona?”

El mismo autor cita el dicho Zen: “Gracias, maestro, por no haberme enseñado nada.” Y la anécdota: “Un monje le preguntó a Ma-tsu, ¿Qué pretendía el Bodidharma cuando vino de la India a China?’ Ma-tsu le contestó, ¿Y qué pretendes tú en este momento?’”
(pp. 69, 43, 24, 19).

Compasión

“Cuando Bankei dirigió un curso de oración, gente de todo el Japón acudió. Un día uno de los asistentes fue sorprendido en un robo. Se le informó a Bankei para que lo expulsara. Él no hizo caso.

Poco después volvieron a coger al mismo alumno robando, y todos los demás firmaron una petición para que se expulsara al ladrón, amenazando con que si no, se marcharían todos.

En la siguiente sesión, Bankei dijo: ‘Todos vosotros sois sabios, sois honrados. Sabéis distinguir el bien del mal. Podéis ir a estudiar a donde queráis. Pero este pobre hermano vuestro no ha aprendido todavía. ¿Quién le enseñará si yo no lo hago? Quiero que quede aquí conmigo aunque todos vosotros os marchéis.’

El rostro del muchacho que había robado se cubrió de lágrimas. Todo deseo de robar desapareció de su corazón.”
(Ib. p. 47)

El emperador se divierte

Akbar era el emperador de la India. Su consejero era Birbal, de quien se fiaba totalmente. Un día se le ocurrió al emperador algo para divertirse un poco. El río Yamuna viene del nevado Himalaya y pasaba junto al palacio del emperador en Agra, con agua tan fría en invierno que podía helarle los huesos a cualquiera. Akbar propuso que vinieran todos los valientes que quisieran, entraran en el río hasta los hombros, y el que aguantase más ganaría cien monedas de oro.

Se anunció el concurso por todo el imperio mogol, y largas filas de gente se dirigieron al palacio desde todas las direcciones. Los contendientes se alinearon a lo largo de cuatro millas en la ribera del río, y cada uno comenzó a prepararse a su manera. Unos se frotaban con aceite de sésamo, otros comían cantidades de almendras, otros se cubrían con pan de oro, otros se tostaban al sol. El emperador acudió, se sentó en su trono y dio la señal para la inmersión.

Los contendientes entraron en las aguas del río y quedaron sumergidos hasta los hombros. Unos se frotaban el cuerpo, otros se tensaban, otros se inmovilizaban, todos tiritaban. Pasó una hora. Pasaron dos. Pasaron tres. El emperador se fue a comer y volvió. Muchos habían salido de río, se envolvían en mantas, se acercaban a hogueras, se hacían echar agua caliente sobre el cuerpo. Poco a poco salieron los últimos con pasos vacilantes. Hasta que en las cuatro millas solo quedó un hombre, que al fin, paso a paso, salió el último de la fría corriente del Yamuna y se puso sus vestidos. Era pobre, débil, delgado. Pero había resistido más que todos. Estaba tan aterido que no podía hablar. Akbar le dio las cien monedas de oro. Pero luego dijo a Birbal: “Quiero que averigües por qué ha ganado este hombre.”

Birbal lo siguió. El hombre anduvo un largo camino y llegó a una choza. Birbal observó de lejos. De la choza le salió a recibir su mujer con una niña en brazos. La niña estaba enferma. El hombre levantó la mano con la bolsa de las monedas. La mujer dio un grito de gozo. La niña sonrió. Aquellas monedas le traían el cuidado, los médicos, la salud y la vida. Los tres se abrazaron.

Birbal informó a Akbar: “Muchos han venido a la contienda. Unos venían para fortalecer su cuerpo. Otros venían para ganar fama. Otros venían para ganar dinero. Este hombre venía para salvar a su hija. Por eso ganó.”

Paz en Oriente Medio

“Una noche fui a una reunión sobre paz en el Oriente Medio. La convocaban un judío y un palestino en común esfuerzo por conseguir entenderse desde la base y así influir en la opinión pública y crear conciencia. La reunión se desarrolló muy bien y todos salimos satisfechos. Un gran éxito. Estábamos contribuyendo a la paz del mundo.

Nos habíamos reunido unos doscientos, y todos salimos al mismo tiempo. Todo el mundo fue al aparcamiento. Me puse en fila con mi coche, y noté que la fila para pagar el aparcamiento no avanzaba. ¿Qué estaba pasando? Me fijé y vi. Había varios coches que se habían saltado la fila. Habían bloqueado el camino, discutían unos con otros, se impacientaban, reñían. Gritos, gestos, bocinazos. Nadie cedía y todos estábamos estancados.

Pensé: Queremos pacificar el mundo. Quizá deberíamos empezar por nosotros mismos.”

(Arthur Jeon, City Dharma, New York, Three Rivers Press, 2004, p. 244)

Paz ecológica

“Tengo un amigo al que llamaré Charlie. Es lo que llaman un ‘vegan’, es decir, vegetariano que no come ni carne ni pescado ni huevos, que es el vegetariano normal, y que encima no toma ni leche ni mantequilla ni queso, que eso es el ‘vegan’. Es un muchacho metido en Yoga y en toda clase de terapias. Un día estábamos comiendo en un restaurante vegetariano. Habíamos estado los dos haciendo yoga y estábamos famélicos. Él sabía exactamente lo que quería: un revuelto de tofu. Pero el camarero le dijo que se les había acabado el tofu. Él protestó indignado:

– ¿Que se les ha acabado el tofu?
– Se ha acabado el tofu, señor.
– ¿Y qué diablos como yo ahora?
– Puede usted pedir una hamburguesa vegetariana.
– ¡No! Quiero tofu. Mira, te doy dinero, te vas a la esquina, compras tofu y me lo cocináis. ¿Vale?
– ¿A la esquina?
– Bueno, ya voy yo mismo y lo traigo y me lo preparáis.
– Creo que no se puede, señor.
– Pregúntalo.

El camarero fue a preguntar, y yo le dije a Charlie:

– Hombre, puedes encontrar alguna otra cosa en el menú.
– Es que no me creo que no tengan tofu. Voy a ver. Voy a hablarle al cocinero o a quien sea.

Se levantó y empezó a hablarle al maître. En aquel momento pasó un camarero a su lado con un plato de revuelto de tofu. Charlie gritó: ‘¿Y qué es eso? ¡Es tofu! ¡Y me habían dicho que se les había acabado el tofu!’ Le metió el dedo en el pecho al maître amenazándole, vino un camarero a separarlos, Charlie se marchó echando pestes, todos miraban el espectáculo. Yo pedí disculpas a todo el personal. Dije con una sonrisa, ‘Es que mi amigo se toma el tofu muy en serio’, y todos se rieron. Uno esperaría que un vegetariano no fuera tan violento. Si no hay que molestar a las vacas, tampoco a las personas.”
(Ib. p.31)

Mariposas

“Estaba yo paseando por el Machu Picchu en el Perú y me subí al pico cercano, el Huayna Pichhu, con un amigo, a pesar de que el paso a la montaña, que está muy cerca, está cerrado porque la erosión lo ha hecho peligroso. Desde su cima veíamos al Machu Picchu desde arriba, desde un nuevo ángulo, con las antiguas ruinas a un lado y la selva tropical al otro. Un arco iris salió de las nubes, pintando un puente de colores entre la selva y las ruinas.

Era una vista esplendorosa, pero lo mejor de todo fueron dos mariposas que vimos. La selva tropical produce mariposas enormes, tan grandes como pájaros. De la niebla salio un par de de bellezas rojo y violeta que parecían venir de un mundo de sueños. Nos tuvieron ensimismados por toda una hora volando de árbol a árbol. Fue en verdad una experiencia ‘cumbre’.

Más tarde aquel mismo día, en el pueblo de Aguas Calientes, al pie de la montaña, vimos a un hombre que vendía esas mariposas. Estaban muertas, fijas con un alfiler en una caja de cartón, coloridas pero inertes. Los miré un rato largo, y aun pensé en llevarme una como recuerdo de aquella experiencia, pero comprendí que era inútil.

Tratar de capturar experiencias extáticas pasadas es como disecar mariposas, matarlas con formaldehído y pincharlas detrás de un cristal. Pueden dar una sombra de aquella experiencia, pero apagan la vibración de aquel sagrado silencio. Acepta la mística de un momento y la vulgaridad del siguiente. Acepta el ruido como aceptaste el silencio. Acepta todo lo que te viene, o te perderás la vida. Desde el ruido ordinario al silencio místico, cada momento trae su don, perfecto en lo que es.”
(Ib. p. 101)

Robocop

“Hace tres años subí al Machu Picchu en el Perú. Fue un viaje sorprendente a la antigua ciudad espiritual que flotaba sobre nubes en el borde occidental de la selva amazónica. Un par de días después me encontré andando por las calles torcidas de un pueblo muy pequeño de indios peruanos. Era ya oscuro, y aparte de algún perro solitario, las calles empolvadas estaban totalmente vacías. No había nadie. Solo veía de vez en cuando la luz de una lámpara de queroseno por una ventana. Pensé alegremente: De verdad que estoy en medio de ninguna parte.

Luego miré por la puerta entreabierta de una pequeña cabaña. Dentro había tres hombres apiñados alrededor de un pequeño televisor en el que se veía la película Robocop. Me quedé mirando: el suelo de barro, la lámpara de queroseno, las caras intensas, Robocop. Me hirió el recuerdo de la cultura pop americana. ¿Qué visión de América sacaban de aquella película? En un momento de la historia en que la globalización se impone en el planeta, verlos a ellos viendo Robocop era una experiencia surrealista. Los incas viendo a Robocop. ¡Y pensar que yo antes me había dedicado a escribir guiones para películas baratas!”
(Ib. p. 262)

No sirve para nada

Un niño se afana en la playa donde una marea extraña ha hecho varar a miles de estrellas de mar que se están muriendo inertes sobre la arena, coge una de ellas con cuidado y logra llevarla a la orilla con algún trabajo y echarla al mar. Un hombre lo ve, se encoje de hombros, sonríe irónico, señala a los miles de estrellas atrapadas y le dice al niño: “Como ves, lo que has hecho no sirve para nada.”

El niño contesta: “A esa estrella sí le ha servido.”

Me contáis

“Es curioso, Carlos. A veces una repite las oraciones sin pensar lo que dice, pero un niño pequeño se fija en todo. Rezando el ‘Jesusito de mi vida’ con mi hijo de 3 añitos, me pregunta: ‘¿Dónde está el Niño Jesús? ¿Por qué hay que darle el corazón? ¿Quiénes son los angelitos? ¿Por qué guardan la cama? ¿Dónde está San José? ¿Quién es el Espíritu Santo? Luego transforma la oración porque lo de dar el corazón no le convence mucho y prefiere darle besitos.”

Jesusito de mi vida
eres niño como yo,
por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón.

Cuatro esquinitas
tiene mi cama,
cuatro Angelitos
que me la guardan.

Jesús, José y María,
asistidme en mi última agonía.

Jesús, José y María,
con vos descanse en paz el alma mía.

Ese niño cuando crezca va a ser un gran teólogo.

Salmo

Salmo 146 – Estrellas y corazones
“El Señor sana los corazones destrozados,
venda sus heridas.
Cuenta el número de las estrellas,
a cada una la llama por su nombre.”

Tu poder, Señor, se extiende del corazón del hombre a las estrellas del cielo. Eres Dueño del hombre y Dueño de la creación, y aquí proclamo los dos reinos de tu poderío en una sola estrofa, y abrazo con un solo gesto todo el inmenso territorio de tu dominio. El latir del corazón del hombre y las órbitas de los cuerpos celestes, la conducta humana y las trayectorias astrales, la conciencia y el espacio. Todo está en tu mano. Y a mí me alegra pensar en ello. Al cantar tu poder, canto mi alegría.

Si sabes manejar las estrellas, ¿no vas a saber manejar también mi corazón? Encárgate de él, Señor, por favor. Tiene una órbita bastante loca; no es fácil saber hoy lo que hará mañana; puede escaparse en cualquier momento por la tangente, como puede estacionarse y negarse a avanzar con tozuda torpeza. Guíalo suavemente hasta la órbita justa, Señor; vigila su curso y cuida su camino con providencia suave y eficacia firme Que sea estrella para alegrar el cielo nocturno sobre el mundo de los humanos.

Yo descanso, Señor, en tu sabiduría y tu poder. El firmamento es mi hogar, y me paseo alegremente por toda tu creación bajo tu mirada cariñosa. Llámame por mi nombre, Señor, como llamas a las estrellas del cielo y a tus hijos e hijas en la tierra. Llámame por mi nombre como el pastor llama a sus ovejas, como el astrónomo identifica a sus estrellas. Me alegra saber que conoces mi nombre. Úsalo con toda libertad, Señor, para llamarme al orden cuando me aleje, y a la intimidad cuando me acerque con cariño filial. Y úsalo un día, Señor, para llamarme a tu lado para siempre.

“Nuestro Señor es grande y poderoso,
su sabiduría no tiene medida.”

 

Día 15
Os cuento

Sonreír en el metro

Alguien que tenía que escribir algo sobre mí me pidió le expresara por escrito qué es lo que yo consideraba había sido mi contribución a la teología, a la religión, a sociedad, a la vida. Le acabo de contestar lo siguiente:

“Evangélicamente he llevado a hindúes a amar al cristianismo; conceptualmente he explicado el Oriente al Occidente; teológicamente he ampliado miras y suavizado prácticas; psicológicamente he facilitado a algunos el ser más libres, el salir del complejo de culpa, el superar miedos, el reconciliarse con la vida; humanamente he procurado sonreír y que otros sonrían conmigo.”

Siempre he deseado que quien viene a verme, quien me lee, quien entra en mi web salga más animado que cuando entró. No voy a resolver ningún problema ni a arreglar ninguna vida ni a cambiar el mundo. Pero sí a procurar que por un rato al menos a esa persona que me encuentro en el camino, siempre en persona y cara a cara aunque sea sin vernos en solo página virtual, se le aligere la carga, se le enderece el cuerpo, se le alegre la mirada, se le abra el alma. Y seguiremos caminando.

Hoy viajaba yo en el metro como casi todos los días. En el metro la gente va muy seria, y no puede uno ir sonriendo a nadie pues pueden pensar cualquier cosa. Pero los niños son inocentes. Un niño de pocos años estaba de pie enfrente de mí agarradito a la mano de su madre. Le he mirado, le he abierto la frente y le he sonreído. Él me ha sonreído. Le he guiñado el ojo y se ha reído. Luego se ha metido en el bolsillo la mano que tenía libre, y ha sacado un juguete. Un modelo de coche de carreras. Yo me he metido la mano en el bolsillo y he sacado el único juguete que tenía…, un bolígrafo. Y los dos nos hemos sentido satisfechos. He leído que Mahoma dijo: “Sonreír a la faz de tu hermano. Eso también lo quiere Alá.”

Leche derramada

Richard Branson, el fundador de la marca Virgin desde discos hasta una línea aérea, cuenta en su autobiografía una experiencia decisiva en su vida. Comenzó vendiendo discos, lo que pronto le llevó a fabricarlos.

“Una cosa noté en la gente que venía a nuestras tiendas a comprar discos, y es que se pasaban un buen rato escuchando música y se gastaban mucho dinero comprándola. Teníamos música sonando todo el rato en nuestras tiendas, y todo el mundo se apresuraba a comprar el último álbum de los Rolling Stones, Bob Dylan o Jefferson Airplane el mismo día en que salía. La música excitaba, era política, era anárquica, resumía el sueño de la generación joven de cambiar el mundo. También noté que gente que no soñaría en gastarse 40 chelines en una comida no dudaba en gastarse 40 chelines en comprar el último álbum de Bob Dylan. Cuanto más desconocido era el álbum, más costaba y más lo atesoraban.”

[La marca Virgen comenzó así con los discos:]

“Para nombrar a la empresa de discos una de las sugerencias favoritas era Slipped Disc [en español, Disco desplazado, o Hernia de disco]. Jugamos un rato con la idea, hasta que una de las chicas se adelantó y dijo: ‘Ya lo sé. Llamaremos a la empresa Virgin ya que todos somos vírgenes totales en cuestión de negocios.’ ‘Y además no hay ya muchas vírgenes por aquí’, dijo otra de las chicas. ‘Quedaría bien tener una virgen aunque fuera solo en nombre.’ ‘Fenomenal’, decidí de inmediato. Será Virgin.’

[Hizo mucho dinero con su empresa de discos, y a ello le ayudó un truco que ideó para evitar impuestos haciendo como que enviaba discos al extranjero cuando en realidad los vendía en Inglaterra evitando impuestos. Pero la policía aduanera se percató, inspeccionó sus talleres, comprobó el fraude, y Richard fue arrestado.]

“No me lo podía creer. Yo siempre había pensado que solo se arrestaba a los criminales, y no se me ocurrió que ahora yo era un criminal. Yo había robado dinero de las Aduanas y Exportación. Era culpable. Me pasé la noche en una celda sobre un desnudo colchón negro con una vieja manta. Estaba en la cárcel.

Aquella noche fue una de las mejores cosas que me han sucedido en la vida. Según estaba tumbado en la celda contemplando el techo me llené de una total claustrofobia. Nunca me ha gustado tener que rendir cuentas a nadie o no poder controlar mi propio destino. Siempre he disfrutado saltándome las reglas, ya fueran normas de colegio o costumbres de sociedad. Como un buen veinteañero vivía mi vida enteramente a mi manera siguiendo mis propios instintos. Pero estar ahora en la cárcel significaba que toda esa libertad se había acabado.

Estaba encerrado en una celda y dependía totalmente de que otra persona abriera la puerta. No volvería a hacer nunca nada que me pusiera en prisión, ni cualquier clase de negocio que pudiera hacerme sentir avergonzado.

En los muchos mundos de negocios en que he habitado desde aquella noche ha habido ocasiones en que podía haber sucumbido a una u otra forma de soborno, o podía haberme salido con la mía sobornando a alguien. Pero desde aquella noche en la cárcel de Dover no he tenido ni tentaciones de faltar a mi voto. Mis padres me han recalcado siempre que todo lo que tienes en la vida es tu reputación, y que puedes ser muy rico, pero que si pierdes tu buen nombre, no serás feliz nunca. Yo no había reflexionado nunca sobre lo que significa tener un buen nombre, pero aquella noche en prisión me lo hizo entender.

Al día siguiente mi madre pagó la fianza de 30.000 libras esterlinas hipotecando su vivienda. Nos miramos a través de la sala y nos echamos a llorar los dos. Madre me dijo al tomar el tren para Londres: ‘No tienes que pedir disculpas, Ricky. Sé que has aprendido la lección. No llores por la leche derramada. Asegúrate de que no la derramas otra vez’.”

(Richard Branson, Losing my Virginity, Virgen Publishing, London, 2002, pp. 76, 100)

Limosna

Una tierna anécdota poco conocida de la vida del Buda:

Un día, mientras mendigaba en una pobre aldea, el Buda se encontró con unos niños que jugaban en el polvo. Estaban construyendo toda una ciudad con barro y arena, con su muralla, almacenes, casas y hasta un río. Cuando el Buda y los monjes que lo acompañaban se acercaron, uno de los niños los vio y dijo a sus compañeros, “El Buda se acerca pidiendo limosna. ¿Qué limosna le daremos nosotros?” A los demás niños les gustó la idea, pero dijeron, ¿Y qué podemos ofrecerle nosotros? Solo somos niños.” El primer niño contestó: “Hay mucho arroz almacenado en nuestra ciudad de barro. Podemos darle algo de eso al Buda.”

Los otros niños aplaudieron con gusto. Tomaron un puñado de barro de sus almacenes y lo pusieron en una hoja limpia. El primer niño tomó la hoja en sus manos, se arrodilló ante el Buda y le dijo, “Todo el pueblo de nuestra ciudad de barro os da la bienvenida y os ofrece este arroz para vuestro sustento y el de vuestros monjes. Le rogamos lo acepte.”

El Buda sonrió, le acarició la cabeza y declaró, “El arroz que me habéis dado es el más valioso que he recibido de los comerciantes. Lo conservaré siempre.” Luego se volvió a su discípulo Ananda y le dijo, “Ananda, guarda por favor esa ofrenda y cuando volvamos al monasterio la mezclaremos con agua y la emplearemos para revocar las paredes de mi celda.” Luego se sentó con los niños y comenzó a contarles historias.

(Thich Nhat Hanh, Old Path White Clouds, Full Circle, Delhi 1991, p. 391)

Perder el avión

[Una anécdota del monje que nos ha contado la anécdota del Buda.]

“Thich Nhat Hanh, el monje budista, no acelera el paso ni para agarrar un avión aunque esté solo a unos metros de la puerta. Dice que prefiere perder el avión antes que echar a correr. No le importa perder el vuelo y esperar a otro tan tranquilo porque dice y enseña que no es que en la vida ‘vayamos de una cosa a otra’ ni que ‘un momento valga más que otro’, sino que todos valen sean lo que sean. Que la vida suceda según sucede.

Pero vamos a considerar que tú no eres un monje budista iluminado. Tú corres a agarrar el avión. No importa. Aunque estés corriendo, corre bien, es decir, cae en la cuenta de que estás corriendo, nota cada paso, la correa de tu equipaje sobre el hombro, el ruido de tus zapatos sobre el suelo, el fluir de tu respiración. No pienses en la ansiedad de perder el vuelo, la reunión a que vas, la gente que te espera. Piensa que estás corriendo y disfruta la carrera. Eso es liberación.”

(Arthur Jeon, City Dharma, Three Rivers Press, New York, 2004, p. 66)

El público anima

Unas ranas exploradoras van a saltos por el campo cuando dos de ellas caen en una fosa profunda y comienzan a dar saltos para poder salir. Pero es imposible. Las demás ranas que han quedado arriba se asoman al borde, se percatan de la situación y les dicen la verdad: “No podréis salir. La fosa es demasiado profunda. Quedaos allí tranquilamente. Lo sentimos pero no podemos hacer nada. Descansad en paz.”

Una de las dos ranas de la fosa comprende la verdad del mensaje y se tumba a morir. La otra sigue saltando a la desesperada a pesar de que las de arriba la desaniman y le repiten que no podrá salir.

Pero sigue saltando, y en un salto desesperado alcanza al borde y se salva. Las de arriba la reciben sorprendidas y alborozadas y la abruman a preguntas:

– ¿Pero cómo te has salvado? ¿Qué has hecho? ¿Cómo lo has conseguido si era tan imposible?
– Es que como todas vosotras me habéis animado tanto…
– Nosotras no te animábamos; al contrario, te estábamos diciendo que era imposible salir.
– Ah, bueno, no importa. Es que, ¿sabéis?, yo soy sorda y no entendía bien lo que me decíais, y así me creí que con vuestros gritos me estabais animando, y gracias a vosotras por fin lo conseguí.

Todas contentas.

La desesperación del náufrago

Un náufrago en una isla desierta se resigna a su suerte, construye una choza con ramas y hojas, caza animales, logra encender un fuego y cocina la caza. Pero un día el fuego prende a la choza que tanto le había costado construir y queda destruida. El náufrago se desespera. Pero al cabo de un rato divisa un barco en el horizonte, el barco se acerca, atraca en la isla y lo rescata.

– ¿Cómo me encontraron en medio del océano?
– No era nuestro rumbo, pero vimos una columna de humo a lo lejos y supusimos que era algún náufrago pidiendo auxilio. Ha hecho usted muy bien en encender ese fuego. Le ha salvado la vida.

Sí, claro. Muchas gracias.

Da lo mismo

El Maestro Zen está a punto de morir. Sus discípulos reunidos junto a su lecho le piden una última palabra. El Maestro abre la boca y pronuncia con dificultad: “La Verdad es como un río.” El discípulo que iba a ser su sucesor le pregunta, “¿Cómo es que la Verdad es como un río, Maestro?” Él contesta suavemente, “Bueno, pues entonces la Verdad no es como un río”, y muere con una sonrisa.

Yo sonrío.

Sabiduría póstuma.

Da lo mismo.

La lección del buitre

El buitre se divertía de lo lindo. Cogía saris tendidos a secar en las orillas del Ganges y los dejaba caer sobre los tejados de las casas, agarraba con el pico la torta de trigo que se tostaba sobre la plancha caliente y se la colocaba a un brahmán de sombrero, le daba una patada al cubo de agua con que se iba a duchar una muchacha y la dejaba sin baño, arrebataba de un picotazo la bolsa de dinero del mercader y esparcía las monedas por el suelo del templo. No dejaba a nadie en paz. Con su rapidez como el rayo aparecía, volaba, raptaba, soltaba, se reía, se divertía, desaparecía. Y nadie lo podía atrapar.

Por fin los vecinos hartos contrataron los servicios de un célebre cazador de buitres. Pidió mucho dinero pero garantizó el resultado. Sabía todo lo que se puede saber sobre los buitres y los podía cazar, atrapar, amaestrar, despachar, neutralizar. No había buitre que se resistiera. Eso lo sabían todos, y por eso le dejaron trabajar a su gusto. El cazador le tendió una trampa al buitre, pero el cebo de la trampa era secreto y no se puede divulgar cómo ni de qué estaba hecho. Allí quedó la trampa donde todos sabían pero nadie miraba hacia ella para que no se percatara el buitre y sospechara. El buitre seguía con sus fechorías robando ropas y cambiando sombreros y volcando cubos de agua hasta que un día…

Un día se oyó un grito de triunfo en todo el pueblo. El buitre había caído en la trampa. Allí estaba con los dos pies atrapados en el cepo, con las alas caídas, las plumas arrugadas y el pico torcido, mirando hacia abajo y resignado con su suerte. Lo rodearon todos los vecinos del pueblo y empezaron a mofarse de él. “Con que sabías todos los trucos, ¿eh? ¡Con que volabas tan rápido que nadie podía cogerte! Ahora verás lo que te espera. Se acabaron tus bromas… y tu vida.” Y cantaron todos juntos haciendo corro:

“El buitre ve un cuerpo
a más de una milla;
y no ve la trampa
que cobra su vida.”

Entonces el buitre habló. Todos se quedaron admirados de que el buitre hablara, pero habló. Abrió el pico, aclaró la garganta, miró a todos los asistentes a su alrededor y habló. “A ver si aprendéis la lección. Yo soy un buitre sabio y vengo a recordaros la lección más importante de vuestra vida que todos sabéis pero que todos olvidáis. Cuando llega el momento, llega. Cuando llega la muerte se acaba todo. No hay vista que valga ni garras que escapen. Eso he venido a recordaros.” Y cantó:

“Cuando te llega, te llega,
cuando te toca, te toca;
piensa, mortal, en tu suerte
y no lleves vida loca.”

Y ya no sabemos qué pasó después.

Me contáis

Pregunta(repetida): ¿Es pecado la masturbación?

Respuesta(resumida): San Pablo no la menciona en su lista de pecados sexuales. (I Cor 6, 9)

El Compendio de Teología Moral de Arregui-Zalba (1954), nuestro libro de texto en el seminario, declaraba que “es siempre pecado, y pecado siempre grave”. (p. 211)

El Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 decreta: “Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado.” A continuación añade: “Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan la culpabilidad moral.” La amplia lista de “factores psíquicos o sociales”, la ampliación de esa lista a “otros” sin especificar, y la expresión “anulan” parecen equivaler a una declaración de no culpabilidad en la práctica. Por otra parte, la versión inglesa del Catecismo, en vez de decir “anular”, con culpa “nula”, decía “atenuar” (attenuate), que dejaba cierta culpa “tenue”. Ventaja para el castellano.

Siete años más tarde, en 1999, se unificaron las versiones del Catecismo, y la versión española en vez de decir “reducen e incluso anulan” dijo desde entonces que esos factores “pueden atenuar o tal vez reducir al mínimo la culpabilidad moral”, y lo mismo decía la versión inglesa. Ya no la anulan simplemente, sino que siempre queda un “mínimo” de culpa. Y eso además “tal vez”. Se acabó la ventaja del castellano.

Esa es la doctrina oficial tal como ha evolucionado en nuestro tiempo. No me preguntéis, por favor, qué es lo que sucedió con los que se masturbaron entre 1992 y 1999, y los que lo hicieron en español o en inglés.

Salmo

Salmo 148 – Alabanza
“Alabad al Señor en el cielo,
alabad al Señor en lo alto,
alabadlo todos los ángeles,
alabadlo todos sus ejércitos;
alabadlo, sol y luna;
alabadlo, estrellas lucientes;
alabadlo, espacios celestes y aguas que cuelgan del cielo.
Alabad el nombre del Señor.”

La alabanza es el lenguaje del cielo.
Aprendámoslo en la tierra para ir ensayando la eternidad.

La alabanza es la oración que lo acepta todo.
Alabemos al Señor por sus obras sin pretender enmendarlas.

La alabanza es la oración que hace contacto.
No se escapa en petición o queja, sino que hace oración de la realidad.

La alabanza es la oración del momento presente.
Ni perdón de pasado ni preocupación de futuro.

La alabanza es la oración del grupo.
El coro de voces mixtas ante el altar de Dios.

La alabanza es oración de alegría.
No puedo decir “¡Alabad al Señor!” con cara larga.

La alabanza es oración de amor.
Me alegro al cantar alabanzas, porque amo a la persona a quien festejo.

La alabanza es obediencia.
Mi estado de criatura hecho música y canto.

La alabanza es poder.
Los muros de Jericó se desmoronan al sonido de las trompetas de la liturgia en manos de sacerdotes.

La alabanza es adoración.
Alabar a Dios es tratar a Dios como Dios en la majestad de su gloria.

“Alabad al Señor en la tierra,
cetáceos y abismos del mar;
rayos, granizo, nieve y bruma,
viento huracanado que cumple sus órdenes;
montes y todas las sierras,
árboles frutales y cedros;
fieras y animales domésticos,
reptiles y pájaros que vuelan.

Reyes y pueblos del orbe,
príncipes y jefes del mundo;
los jóvenes y también las doncellas,
los viejos junto con los niños

alaben el nombre del Señor.”

Día 1
Os cuento

¡Encantado!

Doy gracias a Dios de que me ha hecho optimista. Me entusiasmo fácilmente, me animo, me ilusiono por el trabajo, por las personas, por la vida. Me da gusto todo, digo siempre que sí mientras no se imponga un no, cuando me dicen ¿te bienes a dar un paseo? o ¿nos vemos mañana?, contesto con fuerza, “¡encantado!”, en vez de decir sencillamente que sí, que voy o que nos vemos. Algunos amigos me lo han reprochado, pero, después de pensarlo, yo sigo con ello. Bastante pesimismo hay en el mundo para añadirle caras largas. Todo lo que aligere, aunque solo sea por un momento, el peso de la vida, refresque el aire y abra la mirada, es bienvenido.

Creo que le debo el optimismo a san Pablo. Cuando dejé España para irme a la India a los 24 años con mis estudios a medias, un sabio jesuita, el padre Ignacio Errandonea, me aconsejó: “No sé qué profesores tendrá usted en la India en teología; pero sea como sea, ¡agárrese a san Pablo!” Me agarré. Los profesores eran buenos, pero de todos modos me agarré a san Pablo, me estudié por mi cuenta con los mejores comentarios de la biblioteca cada epístola en el original griego, disfruté con Filipenses y me sumergí en Romanos, salté con Gálatas y me enamoré de Efesios. Y san Pablo me contagió su optimismo. Dios me ama, me ha escogido, nadie me separará del amor de Cristo, con él he vencido al mundo, he resucitado con él para siempre. No hay pesimismo que valga.

El texto más divertido de Pablo es Efesios 2, 6:

“Nos vivificó juntamente con Cristo y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús.”

Ya está. Nos hizo sentar. En griego el verbo está en aoristo que es tiempo pasado. “Nos hizo sentar.” Hecho pasado, completado, y consumado. Ya estamos sentaditos al lado de Cristo en la corte celestial. “Nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús.” Empezó la fiesta. ¿Cómo no voy a estar encantado?

El Monte Athos

”Nos acercamos al célebre monasterio Vatopedi en el Monte Athos. Era un mañana tierna, llena del cariño de Dios, una mañana venida derecha del cielo como se fuera el quinto día de la creación y Dios no hubiera formado todavía al hombre para estropear su obra. El este se abrió poco a poco como una rosa, y ligeras nubes sonrosadas se asomaban como querubines por el horizonte, se agrandaban, parecía que iban a descender sobre la tierra. Un pájaro se posó en mitad del camino y nos miró; tenía rocío sobre sus alas. Como si fuera un espíritu amigo no se asustó ni se apartó de nuestro camino. Un pequeño búho sobre una roca parecía empezar a ofuscarse ya con la luz del día y se erguía sin moverse sobre la roca esperando a que volviera la noche.

No hablamos. Los dos sentimos que la voz humana, por suave y dulce que fuera, sería discordante y lacerante aquí y rompería todo el velo mágico que nos envolvía. Teníamos las caras y las manos salpicadas de rocío al abrirnos paso por las ramos colgantes de los pinos según seguíamos andando.

Me ahogaba la felicidad. Me volví hacia mi amigo y estuve a punto de abrir la boca y exclamar, ¡Qué alegría más grande!, pero no me atreví. Sabía que en cuanto yo hablase, se rompería el hechizo. Me acuerdo de una vez en Taygerus, sobre Esparta, que vi de lejos un zorro que se iba acercando por el camino; andaba despacio, alargaba la cabeza, llevaba su poblada cola tiesa en el aire arrojando una larga sombra púrpura sobre las piedras. Contuve la respiración para que el animal no detectara mi olor y se escapara, pero no pude retener la admiración del momento y se me escapó un ligero acento de gozo. Lo oyó el zorro, y antes de que yo me diera cuenta desapareció.

La felicidad humana, pienso, es exactamente lo mismo.

¿Cuándo veré a Dios? Le pregunté al Padre Filemón. Abre los ojos y lo verás, me contestó.”

(Nikos Kazantzakis, Report to Greco, Faber and Faber, London, 1973, p. 203)

¿Crucificados o resucitados?

“Por la mañana temprano salimos en barca hacia el Monasterio Dionysiou. El Padre Benedict, nuestro remero, nos dijo que era el monasterio más estricto de todo el Monte Athos. Por mucha alegría que sintieras, no podías reírte; por mucho vino que bebieras, no podías emborracharte. Había un laurel plantado en el patio, y si lo mirabas con atención, verías a Cristo crucificado en cada hoja.

Un obispo venía con nosotros. Iba a Daphne. Dijo: ‘El universo entero, Padre Benedict, es una cruz con Cristo crucificado en ella. No solo las hojas de laurel, sino usted y yo y hasta las mismas piedras del suelo.’

Eso era ya demasiado para mí, y le dije: ‘Perdón, señor obispo, pero yo veo en todas partes a Cristo resucitado.’ El obispo sacudió la cabeza: ‘Tienes mucha prisa, hijo mío, demasiada prisa. Solo veremos a Cristo resucitado después de la muerte. Nuestro paso por la tierra, ahora y mientras vivamos, es una crucifixión.’

Un delfín saltó de las tranquilas aguas muy cerca de nosotros, con toda su suave y firme figura reluciendo con fuerza en el sol. Se sumergió, volvió a salir, saltó alegre –el océano entero era su parcela. De repente otro delfín apareció a lo lejos y se lanzaron de frente el uno hacia el otro. Se encontraron, se retorcieron, bailaron, nadaron juntos con sus colas al aire.

Yo no podía conmigo de gozo. Extendí la mano y señalé a los delfines: ‘¿Es eso Cristo crucificado o resucitado?’, pregunté triunfante. ‘¿Qué nos están diciendo esos delfines?’ Pero estábamos llegando a Dionysiou, y el obispo no tuvo tiempo de responder.

En cuanto entramos en el patio nos sentimos sobrecogidos de terror. Parecía que estábamos entrando en una prisión húmeda y oscura con pena de cadena perpetua. Las columnas todo alrededor eran recias y negras, los arcos de una a otra eran naranja oscuro. Cada centímetro de las paredes estaba cubierto con pinturas salvajes del Apocalipsis: demonios, fuego del infierno, dragones con cuernos –todo el esfuerzo concertado de la Iglesia para intimidar a los hombres y mujeres y llevarlos al cielo no por el amor sino por el miedo.

Salió el monje encargado de los huéspedes, y viéndonos mirando con terror las pinturas, abrió con malicia sus delgados labios amarillentos –como resentido por la presencia de dos hombres bien vestidos en la flor de la juventud– y dijo: ‘Abrid bien los ojos. No pongáis esas caras asustadas. ¡Mirad! El cuerpo del hombre está lleno de fuego, demonios, y lujuria. La fealdad que veis no es el infierno sino las entrañas del hombre.’

Mi compañero objetó: ‘El hombre ha sido creado a imagen de Dios. No es esa basura. Es algo digno.’

‘¡Lo era!’ chilló el monje. ‘Lo era, pero ya no lo es. En el mundo en que vosotros vivís, hasta el alma se ha hecho carne. El pecado reina y lo abraza todo.’

Yo pregunté, ‘¿Qué hemos de hacer, pues? ¿No hay una puerta de salvación?’ – ‘La hay, la hay, pero es estrecha, oscura y peligrosa. No es fácil entrar por ella.’ – ¿Y cuál es esa puerta?’ – ‘¡Mirad!’ Extendió la mano y mostró la puerta de entrada al monasterio. Mi amigo contestó algo molesto: ‘No estamos preparados todavía. Más adelante, cuando seamos viejos y débiles. La carne también es obra de Dios.’ Una sonrisa venenosa torció los labios del monje. Chilló: ‘La carne es la obra del demonio. Es hora que aprendáis, vosotros que venís del mundo, que la obra de Dios es el alma.’ Se arropó arrebujado en su hábito como si tuviera miedo de que lo tocásemos y desapareció por la puerta. Nosotros nos quedamos solos en medio del patio. Mi amigo dijo: ‘Vámonos. Es evidente que Cristo no vive aquí.’

(Ib. p. 218)

A las puertas del cielo

Un cretense me dijo una vez: [Kazantzakis es de Creta]

– Cuando llegues ante las puertas del cielo y no se abran, no cojas el picaporte y llames. Bájate el mosquete del hombro y dispara.
– ¿De verdad crees que Dios tendrá miedo y me abrirá?
– No, muchacho. No tendrá miedo. Pero así sabrá que vienes del campo de batalla.

(Ib. p. 306)

Ganas de vivir

– Abuelo, dicen que tienes cien años. Dime, ¿qué te ha parecido la vida en estos cien años?
– Es como un vaso de agua bien fría cuando hace calor, hijo mío.
– ¿Y todavía tienes sed, abuelo?
– ¡¡¡Maldito sea quien no la tenga!!!

(Ib. 308)

El mayor sacrificio

“Había una vez un gran rey que tenía trescientas sesenta y cinco cortesanas en su harén. Una para cada día del año. Era muy guapo y le gustaba el comer bien y divertirse. Un día fue a un monasterio donde se encontró a un monje que vivía como un asceta, y el rey le dijo al monje: ‘Hacéis un gran sacrificio al renunciar a los placeres de la vida.’ El asceta le contestó: ‘Vos hacéis un sacrificio todavía mayor.’ ‘¿Cómo es eso?’, preguntó el rey. ‘Porque yo solo he renunciado a unos pocos placeres pasajeros del mundo, mientras que vos habéis renunciado a todos los placeres de la eternidad’, respondió el monje.”

(Ib. p. 199)

Me contáis

– ¿Cree usted que lo que siento ahora por mi novio lo sentiré siempre?
– Lo que “sientes”, no. Los sentimientos pasan, aparecen y desaparecen, suben y bajan, se calientan y se enfrían. Y, de ordinario, maduran con la vida. Los sentimientos son parte del amor, pero el amor es más que sentimientos.

Los temporeros que recolectaban la aceituna en Andalucía tenían sus romances, temporeros también, en la inocencia de la juventud y los calores del trabajo. Duraban lo que duraba la cosecha. Al despedirse, se cantaban unos a otras:

“El amor que te tuve
fue aceitunero;
se acabó la aceituna,
ya no te quiero.”

Desde luego que no todos los amores son aceituneros. Pero todos tienen sus fases y es bueno saberlas desde el principio. La fidelidad reemplaza a la emoción, y la confianza va ocupando el lugar del entusiasmo. Más comprensión y más unión aun con menos ilusión y menos sofocón. Bodas de oro en lugar de luna de miel. Cada cosa a su tiempo.

Salmo

Salmo 149 – Danza
“¡Que se alegre Israel por su Creador,
los hijos de Sión por su Rey!
Alabad su nombre con danzas,
cantadle con tambores y cítaras.”

Quiero danzar en mi mente, si no ya con el cuerpo, para expresar con la totalidad de mi ser la totalidad de mi entrega a Dios. Quiero danzar como David danzó delante del Arca, como Israel danzó en los atrios del templo, como pueblos de toda la tierra han danzado y danzan en adoración litúrgica y artística ante el Señor del espíritu y de la materia.

La danza es el cuerpo hecho oración. Salmo de gestos. Rúbrica de movimientos. El cuerpo habla con más elocuencia que la mente, y una inclinación rítmica vale por mil invocaciones. Si el que canta “reza dos veces”, como decía san Agustín, ¿qué no hará el que danza?

La danza compromete al danzante en presencia del pueblo. Es pública, abierta, manifiesta. La danza es una profesión de fe. El danzante tiene derecho a reclamar para sí la promesa solemne: “Si alguien se pone de mi parte ante los hombre, yo me pondré de la suya ante mi Padre que está en los cielos.”

La danza trae el arte a la oración, y esa noble empresa se hace acreedora a la gratitud por parte de todos los hombres y mujeres que aman la oración y aman el arte. ¿Por qué han de ser feas las imágenes religiosas? ¿Por qué han de ser aburridos los libros religiosos? ¿Por qué ha de ser monótona la oración? ¿Por qué ha de ser  abstracta la fe? La danza cambia todo eso en un instante, con solo cimbrear el cuerpo y batir palmas. Arte y religión. Belleza y verdad. Quiero aprender a hacer mi oración gozosa y mi culto estético para gloria de Dios y regocijo mío.

“Que los fieles festejen su gloria
y canten jubilosos al arrodillarse ante él.”

 

Día 15
Os cuento

Al cielo sin duelo

Una muchacha que quería aprender español en la India con vistas a emprender estudios en España me mostró un día orgullosa el libro que se acababa de comprar en una librería. Se llamaba en inglés “To Spain Without Pain”, algo así como “A España sin dolor”, es decir, un manual para aprender español en 15 días sin esfuerzo. Le dije que si quería aprender español, lo primero que tenía que hacer era devolver ese libro recién comprado, o, si no se lo admitían de vuelta, tirarlo a la basura. Con él solo aprendería cuatro frases como ¿Qué hora es?, ¿Dónde está correos? ¿Cuánto cuesta esto? ¿Puedo sentarme? con mala pronunciación y peor ortografía, y una vez echada la base en falso nunca conseguiría aprender bien la lengua como para usarla en sus estudios. Hay que empezar por el principio, aprender gramática, comprarse un buen diccionario, hacer ejercicios, escribir, corregir, escuchar, pronunciar, mejorar, trabajar sistemáticamente si se quiere llegar a dominar una lengua nueva. No hay atajo.

En la vida no hay atajos. Hay que trabajarla. También la vida tiene su gramática y su diccionario, sus ejercicios y sus entrenamientos, sus alegrías al familiarizarnos con ella y sus frustraciones cuando la pronunciamos mal. No valen manuales para 15 días. “Al cielo sin duelo.” Sí que llegaremos al cielo, pero antes nos dolerá un poquito.

Salvar a la niña

“Estábamos disfrutando de una barbacoa al aire libre cuando una niña de dos años se cayó en la piscina. Quedamos horrorizados al verla hundirse en el agua pues no sabía nadar. Su madre saltó enseguida y la agarró a tiempo antes de que ocurriera un desastre. Salió de la piscina agarrando a la pequeña y todo el mundo corrió a su lado con gran preocupación. Pero antes de que nadie dijera nada y antes de que la niña echase a llorar, la madre con gran presencia de ánimo y rapidez de reacción se echó a reír y volvió a tirarse al agua con la niña bien agarrada como si todo hubiera sido un juego.

Cambió en un instante la tragedia en diversión, y la niña, en vez de llorar, comenzó a dar grititos de alegría en el agua. En vez de quedar marcada para siempre con el miedo al agua, hizo amistad con ella. Fue una actuación brillante y sucedió sin pensar. La intuición y espontaneidad de la madre habían salvado a la niña. Salvó no solo su cuerpo sino su alma.”

(Arthur Jeon, City Dharma, Three Rivers Pres., New York, 2004, p. 278)

Demonio en la sombra

“Del monje Milarepa, célebre en la historia del budismo, se cuenta que una vez entró en una cueva y tuvo miedo. Estaba oscuro todo alrededor, y la oscuridad le hizo creer que había un demonio acurrucado en el rincón entre las sombras. En efecto, al poco tiempo surgió de la sombra un demonio. Milarepa le increpó: ‘¿De modo que estabas ahí?’
– ‘No’, contestó el demonio, ‘estaba en tu mente’.”
(Tenzin Choedrak, The Rainbow Palace, Bantam Books, London 2000, p. 145)

Murshid

“En una ocasión, cuando yo era joven y engreído, me acerqué a un derviche que predicaba y escuché su lección. Él se dirigió a mí y me llamó ‘murshid’, que es un título de respeto hacia un maestro, y eso me hizo sentirme muy bien. Por eso me quedé con él para seguir escuchándole y lo acompañé cuando acabó la lección.

En el camino hacia su casa el mismo derviche se encontró con un policía y lo llamó ‘murshid’. Eso no me gustó. Luego se encontró con un mendigo y también le llamó ‘murshid’. Eso ya era demasiado, y protesté ante el derviche. Él me explicó: ‘Para mí todos son maestros pues de todos tengo que aprender. Todos y todo representa a Dios para mí. Todos pueden enseñarte algo si estás dispuesto a aprender. Y no aprenderás qué es de verdad Dios hasta que no lo veas en todos’.”
(Hazrat Inayat Khan, Tales, Souvenir Press, London, 1993, p. 193)

Todo el mundo lo hace

“Un grupo de rabinos exaltaba al rabino Josué y todos reconocían que no tenía igual. Él contestó: ‘Sí que hay igual a mí y aun mayor que yo. Una vez, yendo de viaje por un camino me percaté de un sendero que cruzaba un campo. Estaba cansado, y sabía que iba a ahorrar algo de tiempo y energía si tomaba aquel atajo aunque era propiedad privada. Pero cuando me puse a cruzar el campo, una niña me llamó la atención. “Perdone, señor, pero se ha metido usted en propiedad privada.” Le contesté: “Es verdad, pero no estoy pisando lo sembrado. Mira, hija, estoy pasando por el sendero que cruza el campo. ¿No ves la diferencia?” Ella insistió: “Sí, hay un sendero que es por donde usted va; pero ese sendero lo han hecho las personas que, como usted, cruzan ilegalmente por aquí.” Esa niña era mayor que yo.’ Todos reconocieron la sabiduría de la niña. Justificamos nuestra conducta porque todos lo hacen. Y el mal nunca está bien aunque todos lo hagan.”
(Rabí Bradley, Parábolas del Talmud, Obelisco, Barcelona, 2001, p. 64)

La burbuja

[Uno de los títulos que se ha ganado la generación joven es “la generación post-burbuja”. La alusión comienza por ser un cumplido. Los jóvenes han pinchado y hecho reventar burbujas de tradición, convención, repetición, represión, han cuestionado actitudes que nadie se atrevía a cuestionar y han descartado posiciones que nadie se atrevía a descartar aunque todos sabíamos que esas actuaciones y esas posiciones no se podían mantener en sí mismas. Autenticidad, sinceridad, transparencia, veracidad se han hecho valores de primera línea. Los jóvenes han acabado con muchas burbujas, y eso es de agradecer. Pero apenas se han desecho de unas cuando se han metido en otras. Y continúa la civilización de la burbuja. Todos saben que está vacía, pero no pueden vivir sin ella. Por eso este célebre cuento de Anatole France tiene vigencia permanente y me animo a resumirlo aquí. Putois sigue vivo.]

– ¿Te acuerdas de Putois cuando éramos pequeñas?
– ¡Que sí me acuerdo! De todas las figuras de nuestra infancia la de Putois es la que permanece más clara en mi memoria. Tenía cabeza alargada…
– Frente baja…
– Ojos grandes…
– Mirada furtiva…
– Patas de gallo en los ojos…
– Pómulos altos…
– Orejas puntiagudas…
– Cara en blanco…
– Siempre andaba encogido…
– Llevaba blusa sucia…
– Tenía mucha fuerza…
– Podía doblar una moneda de cinco francos entre el índice y el pulgar…
– Espera, espera. Nos hemos olvidado su pelo amarillento y su barba rala. Vamos a empezar otra vez.

El recital de siempre. Nos lo sabíamos de memoria y lo repetíamos palabra por palabra y en el mismo orden. Era el entretenimiento de familia Bergeret, y era el abuelo quien lo había codificado. Pero ¿quién era Putois?

Putois era el jardinero. Existió siempre. Solo hay que entender la manera de su existencia. Porque en realidad no existió nunca. Nuestros padres llevaban una vida tranquila hasta que los descubrió en su retiro una tía abuela suya, Madame Cornouiller, que insistió a que fueran a comer con ella todos los domingos. No les agradaba pero tenían que ir. Se morían de aburrimiento en la visita, pero la tía abuela no cedía y enviaba su carruaje a recogerlos cada domingo. A mi madre le tocó inventarse excusas para no ir, lo cual no le iba bien porque era incapaz de disimular. Yo tuve la gripe, y eso libró a nuestros padres por unos domingos, pero me puse bien otra vez y ya no valía el pretexto. Así llegó el momento en que mamá le dijo a la tía:

– El próximo domingo no podremos ir a comer porque viene el jardinero.
– ¿El jardinero?
– Sí.
– ¿Desde cuándo tienes jardinero?
– Desde esta semana.
– ¿Y no puede ir el lunes?
– No. Está muy ocupado y solo puede venir el domingo. Lo siento.
– ¿Cómo se llama?
– Putois.

Putois tenía un nombre. Luego existía.

– Putois, Putois…, sí, me suena, creo que he oído el nombre aunque no lo recuerdo. ¿Dónde vive? Va cada día a una casa…, si, ya, ya recuerdo, es un vago, ten mucho cuidado con él, hija mía.

Putois tenía un carácter. Tenía una historia. Luego existía. Es verdad que existía solo en la imaginación, pero una existencia imaginaria es una existencia. Y los personajes míticos influencian a las personas lo mismo que cualquier otros. Además, no se ha hecho justicia a Putois. Madame Cornouiller dijo desde el principio que era vago, borracho y ladrón. Luego ella misma pensó que como lo había empleado mi madre que no era rica y no podía pagarle mucho, le vendría bien a ella misma para podar los árboles de su huerta. Ya se encargaría ella de hacerle trabajar por poco dinero y lo vigilaría todo el día. Le pidió a mi madre:

– Envíamelo para que trabaje en mi finca.
– Tiene todos los días ocupados.
– Díselo de todos modos.
– Es que no se puede uno fiar de que va a venir.
– Yo me lo conozco muy bien. Tú díselo no más.
– Es que ahora hace un tiempo ya no viene.
– Manda un recado a su casa.
– No sé dónde vive.
– Otros lo sabrán.
– No, es como si hubiera desaparecido. Lo hace a veces.
– Lo que pasa es que tú tienes miedo de perderlo porque preferirá trabajar conmigo. Eres una egoísta.

Desde entonces Madame Cornouiller se dedicó a preguntar a todo el mundo sobre Putois. Le contestaban, “Sí, sí, ya sé quién es, creo que trabajaba en tal casa, vivía en tal barrio, pasaba por aquí todas las mañanas…”. Al fin un día la misma Madame Cornouiller reveló a mis padres: “¡He visto a Putois! Lo acabo de ver. Estoy segura. Pasaba por la calle de enfrente, iba inclinado, con paso lento, con una blusa sucia, exactamente como os lo dije siempre, un vago. Le llamé por su nombre y me miró y apretó el paso. ¿No os lo dije? Es un ladrón y os traerá problemas.”

Pocos días más tarde robaron tres melones de la huerta de Madame Cornouiller. Vino la policía, descubrió por las huellas que había sido una sola persona, que entendía de melones, que andaba por la vecindad. Los periódicos publicaron su descripción: “El ladrón tiene mirada furtiva, patas de gallo en los ojos, pómulos altos, orejas puntiagudas, camina inclinado, lleva blusa sucia.” Era Putois. Sin duda.

Todo el mundo hablaba de él. Un día decían que lo habían apresado y estaba en prisión, pero luego se descubría otro robo a su nombre. Siempre se veía su mano en los robos. Lo veían en todas partes, a veces hasta en dos sitios distantes al mismo tiempo. Se convirtió en el terror del pueblo.

¡Ah!, y lo mejor fue cómo Putois sedujo a la cocinera de Madame Cornouiller. ¿Os acordáis? La chica lo tuvo muy en secreto pero llegó un momento en que no pudo disimular. Estaba embarazada. Madame Cornouiller le urgió a que revelara el nombre del hombre que la había engañado y abandonado, pero ella se echó a llorar y no quiso decir nada; preguntó a todos los vecinos y tenderos para sacar algo, y volvió a interrogarla: “Es Putois, ¿no es eso?” Ella se echó a llorar otra vez, lo que confirmó la sospecha. Era Putois. La noticia se corrió por el pueblo, y entonces se supo que Putois era el padre de numerosos hijos ilegítimos por todo el vecindario. ¡El monstruo!Un día la doncella le dijo a mi madre que a la puerta había un hombre que quería hablar con ella. Mi madre le preguntó:

– ¿Que clase de hombre es?
– Parece un trabajador del campo.
– ¿Cómo va vestido?
– Con una blusa sucia.
– ¿Te ha dicho su nombre?
– Sí.
– ¿Cuál era?
– Era, era…
– Era Putois, ¿no?
– Sí, sí, Putois. Putois. Era Putois.
– Y está en la puerta.
– Sí, le está esperando allí.
– ¿Qué es lo que quiere?
– Me ha dicho que se lo dirá solo a usted.

Mi madre salió. Cuando llegó a la puerta, el visitante se había marchado. Desde aquel día mi madre pensó que Putois había existido de verdad y no se lo había inventado ella.

(Great Short Stories, Editor Milton Crane, Bantam Books, New York, 1975, p. 97)

Más burbujas

El cuento de Putois me recuerda la historia del Mulá Naserudín, patrono de los predicadores de profesión, que encaja aquí. Un día le estaban molestando unos muchachos de la calle que no tenían otra cosa que hacer, y él no sabía cómo sacudírselos y quitárselos de encima. Por fin se le ocurrió una cosa y, fecundo en recursos como era, se inventó de repente una buena escapada:

– ¿Sabéis que día es hoy?
– Un día como otro cualquiera.
– No, es un día muy especial.
– ¿Y qué tiene de especial?
– Que hoy es el cumpleaños del rey.
– ¿Y qué nos importa eso a nosotros?
– Os importa lo que queráis. Pero habéis de saber que a todos los que van al palacio del rey les reparten caramelos gratis. Todos los que quieran.

Oír eso los muchachos y desaparecer a toda velocidad por la esquina hacia el palacio del rey fue todo uno. Afortunadamente quedaba algo lejos. El Mulá se quedó tranquilo, se rió pensando el chasco que se iban a llevar al ver que en el palacio no daban nada pues no era el cumpleaños de nadie, se volvió hacia la esquina por donde iban desapareciendo uno a uno los muchachos, pero al ver desaparecer al último se preocupó y se dijo a sí mismo: “Voy a ver, voy a ver. A lo mejor es verdad.” Se remangó los hábitos y echó a correr tras los muchachos. También a él le gustaban los dulces.

Santo patrón de los predicadores.

Burbujas.

Me contáis

He leído que en la oración cristiana del silencio es bueno repetir la palabra “maranatha” que quiere decir “El Señor viene”. Yo lo hago así, pero ¿puede decirme usted qué parte es “el Señor” y qué parte es el “viene”? Me ayudará a la devoción cuando la rezo.

Es más divertido de lo que te crees, Mercedes. Si divides la palabra como “marana tha”, significa “Nuestro Señor, ven”, y si la divides como “maran atha” significa, “Nuestro Señor ha venido”. En los manuscritos aparece como una sola palabra.

Es una expresión muy bella, y parece que los primeros cristianos se saludaban con ella, diciéndose “El Señor viene”, y contestando, “El Señor ha venido” como quien dice “Buenos días”, “Buenos días”. Pero acuérdate también, Mercedes, de que todas las fórmulas, por bellas que sean, propician la rutina. Besos.

Otra pregunta: ¿Qué está pasando con el limbo?

Veo que estás enterada de noticias de Iglesia, Consuelo. La comisión nombrada por el papa para examinar la cuestión ha presentado ya su informe. El problema era que niños que morían antes de recibir el bautismo no podían entrar en el cielo y se los destinaba a un lugar de felicidad natural pero sin la visión de Dios. Eso era el limbo. El papa Juan Pablo II se dirigió en un sermón a las madres que habían abortado, les exhortó a pedir perdón a Dios, y a sus propios hijos que no llegaron a nacer pero que, añadió el papa, “os perdonarán sin duda desde el cielo”. No se sabe si lo dijo a idea o por descuido como frase espontánea, pero ahí había dicho que esos niños, aunque muertos sin bautismo, estaban en el cielo, lo que consoló a todos. Después se nombró una comisión de teólogos para examinar la cuestión, y de eso hablaba la prensa religiosa estos días. Dentro de un año conoceremos su informe. Mientras tanto, esperamos felices en el limbo.

Salmo

Salmo 150 – Música
“Alabad al Señor tocando trompetas,
alabadlo con arpas y cítaras,
alabadlo con tambores y danzas,
alabadlo con trompas y flautas,
alabadlo con platillos sonoros,
alabadlo con platillos vibrantes.
Todo ser que alienta alabe al Señor.”

Cada vez que escucho música, pienso en ti, Señor. La música es la creación más pura del hombre y es donde más se acerca a ti en la expresión de su alma y en la sublimidad de su arte. Sonido puro, armonía sin palabras, aire hecho belleza, espacio vibrante de alegría. Al escuchar las obras maestras de la humanidad, me asombro pensando qué toque de inspiración angélica puede haber logrado ese estremecimiento de perfección desnuda que eleva la mente a regiones más allá de este mundo. Te encuentro, Señor, entre las cuerdas de un cuarteto o los acordes de una sinfonía, con un realismo que es casi gracia sacramental, en consagración redentora de todo mi ser. Gracias, Señor, por el don de la música en mi vida.

Alabad al Señor con violines y violas, con violoncelos y contrabajos, con flautas y flautines; alabadlo con pianos y arpas, con armonios y órganos, con guitarras y mandolinas; alabadlo con oboes y clarinetes, con fagots y tubas, con trompas y trompetas; alabadlo con trombones y xilófonos, con tambores y timbales con triángulos y castañuelas.

“¡Todo ser que alienta alabe al Señor!”

Día 1
Os cuento

Cara de bueno

– ¿Dónde cae la Calle Padre Damián?
– Está usted en ella.
– ¿De veras?
– Mire usted arriba en la esquina y verá el nombre en la placa.
– Calle del Padre Damián. Es verdad.
– Se lo dije.
– Gracias.

Y se echó a reír. Era un latinoamericano a las 7 de la mañana por las calles de Madrid que me paró y me preguntó dónde estaba la Calle Padre Damián. Se rió con una dentadura grande y blanca. Nos separamos alegres. Yo seguí adelante pensando.

Estamos en la Calle Padre Damián y no lo sabemos. Y preguntamos por ella. Como el pez que estaba en mitad del océano y preguntaba dónde estaba el océano. Como los discípulos del Buda cuando le preguntaron, “Usted tiene 10.000 discípulos. ¿Cuántos de ellos han alcanzado la iluminación?”, y contestó, “Todos, pero ninguno lo sabe.” Como Karajan cuando le preguntaron, “¿Quién es el pianista mejor del mundo?”, y contestó, “Mauritio Pollini, pero él no lo sabe.”

Y mi texto favorito. San Pablo. Efesios, 2, 6: “Nos ha resucitado y nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús.” Estamos ya sentaditos en el cielo con Cristo Jesús. Y no lo sabemos. Y seguimos preguntando. ¿Dónde está la Calle del Padre Damián? Ríanse al menos.

Debo de tener cara de bueno porque mucha gente me para y me pregunta por calles cuando paseo por Madrid. También mucha gente me pregunta en Internet por otro tipo de calles. Debo de tener cara de bueno. Miren arriba, por favor. Sí, aquella placa. Calle del Padre Damián. Gracias. Adiós, buenos días.

La flor y la sonrisa

“Existe una historia sobre las flores que es muy conocida en los círculos Zen. Un día Buda alzó una flor ante una audiencia de 1.250 monjes y religiosos. Guardó silencio durante largo rato. La audiencia se mantuvo en un silencio absoluto. Todo el mundo parecía estar pensando intensamente, intentando comprender el significado del gesto de Buda.

Entonces, de pronto, Buda sonrió. Sonrió porque entre el público hubo alguien que le sonrió a él y a la flor. El nombre de aquel monje era Mahakashyapa. Fue el único que le sonrió y Buda le respondió con otra sonrisa y dijo: ‘Poseía el tesoro de una revelación y se la he transmitido a Mahakashyapa.’

Dicha historia ha sido discutida por generaciones y generaciones de estudiantes de Zen y la gente sigue interrogándose acerca de su significado. Personalmente, el sentido de la anécdota me parece de lo más simple. Cuando alguien sostiene una flor ante ti y te la muestra, está intentando que la veas. Si piensas, te pierdes la flor. La persona que no piensa, la que es ella misma, puede hallar la flor en toda su belleza y sonreír. Ese es el auténtico problema vital.”

(Thich Nhat Hanh, Hacia la paz interior, Plaza & Janés, Barcelona, 2000, p. 58)

Paz en el aeropuerto

Una experiencia, más moderna, del mismo monje que nos ha contado esa anécdota, Thich Nhat Hanh:

“Un día, esperando un avión que llevaba dos horas de retraso en el aeropuerto Kennedy de Nueva York, me senté cómodamente en la sala de espera con las piernas cruzadas. El aeropuerto estaba llenísimo, todos los asientos ocupados, así que me dispuse a esperar. Enrollé mi jersey a guisa de cojín y me senté a meditar. Al principio la gente me miraba con curiosidad pero no tardaron en ignorarme y pude meditar en paz. Incluso noté que el ambiente se serenaba a mi alrededor. Quizá no necesitéis meditar de un modo tan llamativo, pero el respirar profundamente en cualquier postura contribuye a que os recuperéis a vosotros mismos en cualquier circunstancia.”

(Ib. p. 29)

Parábola de la lechuga

“Si siembras una lechuga y no crece, no se te ocurrirá culparla por ello. Intentarás buscar los motivos del por qué no brota bien. Pensarás que quizá necesite abono, más agua o menos sol. Jamás culparías a la lechuga. Sin embargo, en cuanto tenemos problemas con un amigo o con algún familiar, culpamos rápidamente a la otra persona. Aunque si supiéramos cómo cuidarla, crecería bien, como una buena lechuga. Culpabilizar no tiene absolutamente ningún efecto positivo. La experiencia me lo ha demostrado. Si comprendemos, lo manifestamos y somos capaces de amar; por lo tanto la situación cambia.

Una vez, en París, impartí una conferencia sobre la necesidad de no culpabilizar a la lechuga. Tras mi discurso salí solo a dar una vuelta y a meditar; y al torcer la esquina me crucé con una niñita de ocho años que le decía a su madre: ‘Mami, acuérdate de regarme. ¡Soy tu lechuga!’ Me sentí tan complacido de que me hubiera comprendido hasta tal punto… Y oí cómo la madre replicaba: ‘Sí, hija, y yo también soy tu lechuga. Así que no lo olvides tú tampoco.’ Madre e hija practicando juntas, ¡qué imagen tan bella!”

(Ib. p. 98)

Por encima de la burocracia

“Hace quince años colaboré desde Francia en un comité a favor de los huérfanos de las víctimas de la guerra del Vietnam. Los asistentes sociales vietnamitas nos mandaban unos informes que incluían una cuartilla con una foto del niño, un dibujito hecho por él, y un breve informe sobre él. Mi labor consistía en traducir los informes del vietnamita al francés para que los niños encontraran a un padrino que les pagara comida y material escolar, y de este modo pudieran ser acogidos en el hogar de algún tío, tía o abuelo. El comité francés mandaba el dinero que ofrecía el padrino a un miembro de la familia del niño para que pudieran cuidar de él.

Mi tarea consistía en traducir los informes y valorar cada caso. Cada día ayudaba a traducir y calificar unos veinte informes. Eso lo hacía de la siguiente manera. Miraba la foto y el dibujo atentamente y, pasados diez o quince minutos, yo me convertía en el niño. Sentía que el que iba a traducir el informe no era yo, era el niño que estaba en mí, el niño con quien me había convertido en una sola persona. Me inspiraba mirando su rostro en la foto y su dibujo y me convertía en el niño y él se convertía en mí. Entonces cogía la pluma y traducía las palabras del informe. Traducíamos juntos. Es muy sencillo. No hace falta mucha práctica en meditación para poder hacerlo. Basta con observar y consentir, y te pierdes en el niño y el niño se pierde en ti.”

(Ib. p. 121)

Carta de un inmigrante

[En el libro “50 cartas a Dios” en el que se publican cartas escritas por diversos personajes a quienes se solicitó cooperación –escritores, filósofas, artistas, religiosas– y dirigidas poéticamente a Dios, la que más me llegó al alma –quiero decir la única– fue esta escrita por un inmigrante que queda anónimo:]

“Te escribo, Dios, sin creer mucho en ti, pero como mi madre cree y es por ella por la que te mando estas líneas, te escribo para pedirte lo siguiente. Dios: sigue permitiendo que mi madre viva en la ignorancia. Por favor. Sigue permitiendo que mi madre no tenga dinero ni papeles para venir a España a visitarme. Sigue permitiendo que continúe creyéndose mis mentiras de que estoy bien, de que la vida me trata como siempre quise, de que estoy rodeado de buena gente y buenas cosas.

Tengo vergüenza. Hace diez años, tal vez más, salí de mi país. Era el aventurero intrépido que se iba a comer el mundo, que iba a sacar a la familia de las estrecheces. Y ahora… dependo de la beneficencia de este Estado que no ha querido reconocerme como ciudadano. Mira, Dios, conmigo no sé por qué te has cebado. Lo acepto. Tomé decisiones equivocadas, me dejé llevar por el brillo de Occidente. Vale. Pero a ella no. Ella perdió un hijo cuando decidí buscar fortuna, y ella sueña con su hijo, respetado en el país que ha conquistado gracias a su inteligencia, gracias a su iniciativa.

Mi madre se moriría si viera mi extrema delgadez y adivinara las enfermedades que me amenazan a diario. Así es que, Dios, sigue alimentando su ignorancia y mi capacidad para mentir cuando la llamo por teléfono una vez al mes y me transformo, por algunos minutos, en el triunfador que ella quiere. Esto, al menos, me lo debes.”

(50 cartas a Dios, PPC, Madrid, 2005, p. 154)

El árbitro de fútbol

“Señor, estás fuera de juego.”

(Adela Cortina en el libro “50 cartas a Dios”, p. 56)

Me contáis

Rece por mí, por mi hijo, por mi madre…, por la curación de un cáncer, por el éxito en un examen, por salir de una depresión, por acierto en la profesión… rece por mí.

Rece por mí. A veces es una petición personal. A veces es a muchos. A veces se añade el ruego de comunicar la petición a otros conocidos por Internet para que aumente el número de los peticionarios. Parece que cuantos más pidamos, más eficaz será la oración. De ahí esos ruegos. Me llegan a diario en Internet.

El dolor siempre merece respeto y hay que tratarlo con delicadeza y con ternura. Y esas oraciones vienen siempre del dolor. Pero precisamente por ese respeto y por esa ternura hay que responder con sinceridad y verdad. El fingimiento no hace más que aumentar el dolor.

Yo no creo ni puedo creer que alguien, por disponer de Internet y poder recabar un mayor número de peticionarios para su causa, tenga ventaja ante Dios sobre quien no tiene medios para ampliar su campo de peticiones. No creo ni puedo creer que cuantos más pidamos, más consigamos. No creo ni puedo creer que estando yo enfermo y, desde luego, poniendo todos los medios médicos para mi curación, si se lo pido a Dios, me curo, y si no se lo pido, no me curo. Tampoco creo que los ateos, que no rezan, tengan peor salud o se mueran más de cáncer que los creyentes que rezamos y le pedimos a Dios buena salud y no morir de cáncer. Con todo respeto. Y respeto, ante todo, a la realidad.

Jesús dijo repetidamente, “Pedid y recibiréis”. Pero cuando sus apóstoles le pidieron bajara fuego del cielo para destruir al pueblo de samaritanos que no les había recibido, no les hizo caso. Y cuando Juan y Santiago le pidieron sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda en su reino les dijo, “No sabéis lo que pedís”, y no se lo concedió. Y cuando los discípulos le pidieron les dijera cuándo iba a instaurar el Reino de Israel les dijo que eso no era de su incumbencia, y no les respondió. Más íntimo aún, Jesús mismo en Getsemaní pidió a su Padre, “Pase de mí este cáliz”, y bien es verdad que añadió filialmente, “No se haga mi voluntad sino la tuya”, pero esta delicadeza en Jesús no invalidaba en manera alguna la petición de que pasara de él ese cáliz sin beberlo. Y no pasó de él. Y hubo de beberlo. “Cada cama blanca en un hospital y cada tumba prematura en un cementerio es un monumento a una oración no escuchada”, escribió el sabio y devoto escriturista William Barclay.

El sentido de la oración de petición no es “informarle” a Dios de nuestra necesidad, pues ya la sabe, ni “convencerle” de que nos ayude, pues es Padre y es el primero en querer ayudarnos. ¿Cuál es, pues, el sentido de la oración de petición? Es reestablecer nuestro contacto con Dios, reconocer que todo nos viene de él, afirmar nuestra confianza en él, proclamar el amor que le tenemos y nuestra fe en el amor que él nos tiene a nosotros, y dejar nuestra vida en sus manos. Cuando rezamos por otros, nuestra oración, además, nos une a ellos en el recuerdo, el cuidado, el amor. Y cuando rezamos con otros, esa oración en común nos une a todos en una misma fe, un mismo deseo, y un mismo amor. La oración es amor. Amor a Dios a quien rezamos, amor a aquellos por quienes rezamos, amor a aquellos con quienes rezamos. Esa es la esencia de la oración de petición.

La oración modelo, para mí, es la de las hermanas de Lázaro, Marta y María, a Jesús al otro lado del Jordán. “Señor, aquel a quien amas está enfermo.” Yo añadiría solo: “Ya sabes que aquel a quien amas está enfermo.” Ya lo sabes. Y nos basta con saber que lo sabes. Ahí está todo. Es tu amigo. Tú le amas. Y de ahí vendrá la reacción de Jesús, su vuelta a cruzar el Jordán, sus lágrimas ante la tumba de su amigo, y una de las páginas más bellas del evangelio.

“Señor, sé que me quieres, y ya sabes que mañana tengo un examen del que depende mi empleo.” “Señor, tú me amas y me estás viendo en este laboratorio haciéndome una biopsia.” “Señor, me he enterado de que este íntimo amigo mío a quien tú también quieres ha tenido un accidente y está grave.” Ya lo sabes. Me basta con que tú lo sepas.

Y Jesús volverá a cruzar el Jordán.

Salmo

Salmo 147 – Canción de invierno
“El Señor envió su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz;
manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza;
hace caer el hielo como migajas,
y con el frío congela las aguas;
envía una orden, y se derriten;
sopla su aliento, y corren.”

La suave nieve habla el silencio en el paisaje de invierno. Gracia blanca del cielo para cubrir la tierra. El frescor del invierno para calmar los sofocos del verano. Y la promesa de agua para los campos helados cuando la nieve se derrita con los primeros fervores de la primavera. Gracias por la nieve, Señor.

Tu poder está escondido, Señor, en los tiernos copos que se posan suaves sobre los árboles y la tierra. No hay ningún ruido, ni presión, ni violencia; y, sin embargo, todo cede ante la mano invisible del maestro pintor. Imagen de tu acción, Señor, suave y poderosa cuando se encarga del corazón del hombre.

Tu poder es universal, Señor. Nada en toda la tierra se escapa a tu influencia. Todo el paisaje es blanco. Llegas a las altas montañas y a los valles escondidos; cubres las ciudades cerradas y los campos abiertos. Te presentas ante el sabio y ante el ignorante; amas al santo y al pecador. Tu gracia lo cubre todo.

Tu llegada es inesperada, Señor. Me despierto una mañana, me asomo a la ventana y veo que la tierra se ha vuelto blanca de repente, sin que sospechara nada la noche. Tú sabes los tiempos y las horas, tú gobiernas las mareas y las estaciones. Tú haces descender en el momento exacto la bendición refrescante de tu gracia sobre las pasiones de mi corazón. Apaga el fuego, Señor, antes de que me queme.

Señor del sol y las estrellas, Señor de la lluvia y la tormenta, Señor del hielo y la nieve, Señor de la naturaleza que es tu creación y mi casa; me regocijo al verte actuar sobre la tierra y recibo con alegría a los mensajeros atmosféricos que me llegan desde el cielo para confirmarme tu ayuda y recordarme tu amor.

¡Señor de las cuatro estaciones! Te adoro en el templo de la naturaleza.

 

Día 15
Os cuento

¿Manzana o plátano?

Habíamos llegado al postre. Mi compañero jesuita de al lado tomó una manzana, y contemplándola solemnemente en la mano declaró: “Desde toda la eternidad, Dios ha decretado que yo me coma esta manzana hoy de postre.” Y se dispuso a pelarla cuchillo en mano. Pero antes del primer corte se detuvo, devolvió la manzana al cesto de la fruta, tomó un plátano y recitó con la misma solemnidad: “No era la manzana. Desde toda la eternidad, Dios había decretado que yo me comiera hoy este plátano.” Y procedió a pelarlo y a comérselo.

Otro compañero enfrente, animado sin duda por la metafísica del momento, levantó el dedo índice de su mano derecha y dijo: “Contad un minuto desde ahora. Dios sabe si dentro de un minuto yo voy a doblar este dedo o no. Esperemos.” Pasó un minuto y dobló el dedo. Comentó: “No pude menos de hacerlo. Dios desde toda la eternidad sabía que en este momento yo iba a doblar el dedo. No podía defraudarle.”

Todos recordamos cómo en nuestros tiempos de seminario nos enseñaban en clase de filosofía que Dios sabe desde siempre todo lo que vamos a hacer, pero que aun así somos libres de hacerlo o no en cada momento. Eso se explicaba y se demostraba en latín clásico con silogismos aristotélicos. Era el tema estrella para un examen brillante. Con sobresaliente, claro… decretado por Dios desde toda la eternidad.

Años más tarde me encontré en un libro de mi teólogo favorito, C.S. Lewis, con un párrafo en que decía con su humor y sinceridad característicos: “Hay teólogos que dicen poder imaginarse cómo somos libres a pesar de que Dios sepa desde toda la eternidad lo que vamos a hacer. Yo no.” Era más sincero. Y lo decía en inglés. Sin silogismos. El misterio de la existencia humana sigue siendo misterio. Adoramos la majestad de Dios y reconocemos la libertad humana, aceptando al mismo tiempo el misterio que las une.

“Si quieres ser feliz, como me dices;
No analices, muchacho, no analices.”

Y lo mismo ocurre en muchas otras perplejidades metafísicas y domésticas. C.S. Lewis era un gran teólogo. Y era un laico. Quizá eso le mantuviera el sentido común que anima sus obras. Cito un párrafo suyo: “La gente dice, ‘La Iglesia debería mostrarnos el camino.’ Eso es verdad si se entiende bien. La Iglesia somos todos los cristianos, y cuando decimos que la Iglesia debería mostrarnos el camino, por ejemplo en educación o en economía, estamos diciendo que educadores y economistas cristianos que tienen talento para ello deberían mostrar el camino, y que entre todos deberíamos esforzarnos por seguir ese camino. Pero cuando se dice, ‘La Iglesia debería mostrarnos el camino’, muchos entienden que son los eclesiásticos los que deberían mostrárnoslo. Eso es torpe. A los eclesiásticos se les ha formado para que nos ayuden como a criaturas destinadas a la vida eterna, y les estamos pidiendo que nos resuelvan los problemas de la vida temporal. Eso nos toca a los laicos. La aplicación de los principios cristianos a, por ejemplo, los sindicatos o la universidad, ha de venir de sindicalistas y profesores cristianos, como la literatura cristiana viene de novelistas y dramaturgos cristianos, y no de los miembros de la Conferencia Episcopal que se pusieran a escribir novelas y obras de teatro en sus ratos libres.”

(C.S. Lewis, Mere Christianity, Harper-Collins, London, 1977, p. 76)

La integración de los laicos es el gran secreto para la renovación de la Iglesia.

Y cómete el plátano si te apetece más que la manzana. Sin más.

El último récord

Amelia Earhart fue la mujer aviadora que ganó récords de vuelos sobrevolando los océanos del mundo. Su pericia en el avión igualaba su encanto como persona. Le quedaba una última hazaña: dar la vuelta al mundo lo más cerca posible al ecuador en etapas. La dificultad estaba en que con los medios de entonces era muy difícil desde el aire identificar puntos de aterrizaje. Pero confiaba en su dominio del aparato y su instinto de piloto que la habían hecho salir airosa de mayores pruebas.

Este iba a ser su último viaje de riesgo. Antes de salir declaró a la prensa: “Existe un buen número de razones que me han llevado a la decisión de retirarme de los vuelos de exhibición de larga distancia después de este vuelo. Siento que ya he hecho todo lo que debía y podía hacer en ese terreno, me estoy haciendo vieja y quiero dejar paso a la nueva generación antes de que me sienta débil, y se lo he prometido a mi marido, que siempre me ha apoyado en mis vuelos pero sé que sentirá alivio cuando yo me retire de los programas de riesgo como haré después de mi vuelo ecuatorial alrededor del mundo.”

La travesía iba de oeste a este. Salió de San Francisco, repostó en Miami, bajó a Brasil, cruzó el Atlántico, fue atravesando África a saltos, llegó a Arabia, a la India, Singapur, Australia, Borneo y se dirigió a la isla de Howland en el Pacífico desde donde volaría triunfal hasta San Francisco para completar el círculo. La isla era muy pequeña, con solo 5 kilómetros de longitud y 1 kilómetro de anchura. Se había construido en la isla una pista de aterrizaje expresamente para ella, pues era el único lugar donde repostar dentro de los límites de peso y distancia que le imponía su avión. Tenía que acertar con las exactas coordenadas de la isla.

Nunca llegó. No llegó a divisar la diminuta isla en el inmenso océano. Su último mensaje por radio fue que estaba barriendo de sur a norte y de norte a sur la zona en que según sus cálculos tenía que estar la isla. Se le agotó el combustible. En algún lugar del Pacífico cayó su avión y nada se supo de ella. Iba a cumplir 40 años.

Dejó escrito: “El coraje es el precio que nos exige la vida para vivirla de lleno.”

Y a su marido: “Por favor, ten la seguridad de que soy muy consciente de los riesgos. Quiero hacerlo porque quiero hacerlo. Las mujeres deben intentar hacer cosas como lo han intentado los hombres. Y cuando fracasan, su fracaso solo debe ser un desafío para otras.”

(Amelia Earhart, Último vuelo, Grandes viajeros, Barcelona, 2004, p. 211)

Perderse

“Después de haber estado un año ausentes del Centro Zen del Maestro Shunryu Suzuki en San Francisco, mi familia y yo regresamos a San Francisco. Cuando me encontré de nuevo con el maestro Shunryu Suzuki le dije: ‘Creo que este año que he estado fuera de San Francisco anduve un poco perdido.’ Suzuki respondió: ‘Perderse es imposible. La vida está en todas partes’.”

(David Chadwick en “Momentos con Shunryu Suzuki”, Estaciones, Buenos Aires, 2002, p. 47.)

Precisamente en San Francisco.

Sopa

“Durante un almuerzo formal en silencio en el Centro Zen, una mujer joven que servía a la mesa se detuvo con la sopera en sus manos frente a Suzuki Roshi, le sirvió dos cucharones llenos, e inesperadamente dijo: ‘Suzuki Roshi, ¿qué siente usted cuando le estoy sirviendo la sopa?’

El Maestro respondió: ‘Es como si en este momento me estuvieses sirviendo la sopa’.”

(Ib. p. 81)

Sexo

“Una joven mujer adornada con muchas perlas levantó la mano para hacer una pregunta: ‘Suzuki Roshi, ¿qué es el sexo?’

‘Una vez que dices “sexo”, todo es sexo’, contestó el Maestro.”

(Ib. p. 88)

Sermón

“El maestro Ryokan era conocido y respetado por su vida entregada al estudio y a la práctica del Zen. Un día le informaron de que su sobrino, a pesar de todas las amonestaciones de la familia, estaba gastando su dinero y su vida con una cortesana. Para colmo, el sobrino era quien había asumido la administración de los terrenos y propiedades de la familia al retirarse Ryokan al monasterio, y eso preocupaba a todos. Le rogaron que hiciera algo.

Ryokan hubo de hacer un largo camino para visitar a su sobrino, a quien no había visto hacía muchos años. El sobrino le recibió cortésmente y le invitó a que se quedase aquella noche en su casa. Ryokan se pasó toda la noche en meditación. Al despedirse del joven por la mañana, le dijo: ‘Me estoy haciendo viejo y mis manos tiemblan. ¿Podrías ayudarme a atarme las sandalias de paja?’

El sobrino le ayudó de buen grado. Ryokan le dijo: ‘Gracias. Ya ves cómo uno se hace viejo y débil poco a poco. Cuídate bien.’ Y se marchó sin haber dicho ni una palabra sobre la cortesana o las quejas de la familia.

Desde aquel día, el sobrino acabó con su vida disoluta.”

(Paul Reps, Zen Flesh, Zen Bones, London, 1976, p. 69)

Silencio

“Una vez fui a pasear en la nieve, en Idaho, con raquetas de nieve en los pies. Era un área salvaje de 350 millas cuadradas, cuesta arriba por una montaña con metro y medio de nieve. Había alces ramoneando entre los árboles. Yo estaba solo y a muchas millas de la carretera más cercana. Mis pasos sonaban, cranch, cranch, cranch por el valle y la montaña. Cuando me paré a tomar el aliento, y el latido de mi sangre dejó de batirme las sienes, me saludó el silencio más profundo que yo había sentido en la vida.

Ni un sonido se oía en el paisaje acolchado de nieve.

Todo estaba tan callado que, paradójicamente, parecía como si el silencio tuviera voz y sonara en mis oídos. Me paré en ese estado de admiración reverente unos veinte minutos, y luego volví a mi caminar, a crear sonido, cranch, cranch, cranch. Entonces caí en la cuenta de que el andar somos nosotros quienes creamos el ruido, y llevamos nuestro ruido con nosotros. Quiero decir, al vivir.”

(Arthur Jeon, City Drama, Three Rivers Press, New York, 2004, p. 93)

Me contáis

Gracias, Lía, por estos párrafos de Kent Neuburn:

“Nosotros los indios sabemos del silencio. No le tenemos miedo. De hecho, para nosotros es más poderoso que las palabras. Nuestros ancianos fueron educados en los modales del silencio, y ellos nos transmitieron ese conocimiento a nosotros. Observa, escucha, y luego actúa, nos decían. Esa es la manera de vivir.

Observa a los animales para ver cómo cuidan a sus crías. Observa a los ancianos para ver cómo se comportan. Observa al hombre blanco para ver qué quiere. Siempre observa primero, con corazón y mente quietos, y entonces aprenderás. Cuando hayas observado lo suficiente, entonces podrás actuar.

Con ustedes, es lo contrario. Ustedes aprenden hablando. Premian a los niños que hablan más en la escuela. En sus fiestas todos tratan de hablar al mismo tiempo. En el trabajo siempre están teniendo reuniones en las que todos interrumpen a todos, y todos hablan cinco, diez o cien veces. Y lo llaman ‘resolver un problema’. Cuando están en una habitación y hay silencio, se ponen nerviosos. Tienen que llenar el espacio con sonidos. Así que hablan impulsivamente, incluso antes de saber lo que van a decir.

A la gente blanca le gusta discutir. Ni siquiera permiten que el otro termine una frase. Siempre interrumpen. Para los indios esto es muy irrespetuoso e incluso muy estúpido. Si tú comienzas a hablar, yo no voy a interrumpirte. Te escucharé. Quizás deje de escucharte si no me gusta lo que estás diciendo. Pero no voy a interrumpirte.

Cuando termines, tomaré mi decisión sobre lo que dijiste, pero no te diré si no estoy de acuerdo, a menos que sea importante. De lo contrario, simplemente me quedaré callado y me alejaré. Me has dicho lo que necesito saber. No hay nada más que decir. Pero eso no es suficiente para la mayoría de la gente blanca.

La gente debería pensar en sus palabras como si fuesen semillas. Deberían plantarlas, y luego permitirles crecer en silencio. Nuestros ancianos nos ensañaron que la tierra siempre nos está hablando, pero que debemos guardar silencio para escucharla.

Existen muchas voces además de las nuestras. Muchas voces…”

Salmo

Salmo 1  –  Oración de un hombre con suerte
“¡Dichoso el hombre aquel
cuyo gozo es la Ley del Señor!
Es como un árbol
plantado junto a corrientes de agua,
que da a su tiempo el fruto,
y jamás se marchitan sus hojas;
todo lo que hace sale bien.”

Tengo suerte, Señor, y lo sé. Tengo la suerte de conocerte, de conocer tus caminos, tu voluntad, tu Ley. La vida tiene sentido para mí, porque te conozco a ti, porque sé que este mundo difícil tiene una razón de ser, que hay una mano cariñosa que me sostiene, un corazón amigo que piensa en mí, y una presencia de eternidad día y noche dentro de mí. Conozco mi camino, porque te conozco a ti, y tú eres el Camino. El pensar en eso me hace caer en la cuenta de la suerte que tengo de conocerte y de vivir contigo.

Veo tal confusión a mi alrededor, Señor, tanta oscuridad y tanta duda y tal desorientación en la vida de gentes con las que trato, y en escritos que leo, que yo mismo a veces dudo y me confundo y me quedo ciego en la oscuridad de un mundo que no ve. La gente habla de sus vidas sin rumbo, de su falta de dirección, de seguridad, de certeza, de su sentirse a la deriva en un viaje que no sabe de dónde viene ni a dónde va, del vacío en su vida, de las sombras, de la nada. Todo eso me toca a mí de cerca, porque todo lo que sufre un hombre o una mujer lo sufro yo con solidaridad fraterna en la familia de la que tú eres Padre.

“No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.”

Mucha gente es en verdad paja que arrebata el viento, colgados tristemente de los caprichos de la brisa, de las exigencias de una sociedad competitiva, de las tormentas de sus propios deseos. Son incapaces de dirigir su propio curso y definir sus propias vidas. Tal es la enfermedad del hombre moderno y, según aprendo en tu Palabra, Señor, era también la enfermedad del hombre en la antigüedad cuando se escribió el primer Salmo. También aprendo allí el remedio que es tu palabra, tu voluntad, tu Ley. La fe en ti es lo que da dirección y sentido y fuerza y firmeza. Solo tú puedes dar tranquilidad al corazón del hombre y la mujer, luz a su mente y dirección a sus pasos. Solo tú puedes dar estabilidad en un mundo que se tambalea.

En ti encuentro las raíces que dan firmeza a mi vida. Tú me haces sentirme “como un árbol plantado al borde de las aguas”. Siento la corriente de tu gracia que me riega el alma y el cuerpo, hace florecer mi capacidad de pensar y de amar, y convierte mis deseos en fruto cuando llega la estación, y el sol de tu presencia bendice los campos que tú mismo has sembrado.

Necesito seguridad, Señor, en medio de este mundo amenazador en que vivo, y tu ley, que es tu voluntad y tu amor y tu presencia, es mi seguridad. Te doy gracias, Señor, como el árbol se las da al agua y a la tierra.

¡Que nunca “se marchiten mis hojas”, Señor!

Meditación

El Ángel del paraíso

“Y habiendo expulsado al hombre y a la mujer, puso delante del jardín del Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida.”
(Génesis, 3, 24)

Los primeros ángeles de la Biblia son querubines y guardan el camino del árbol de la vida. Vigilan la puerta del paraíso terrenal. Cierran el capítulo primero de la historia del género humano sobre la tierra. Comienzan a ilustrar con su figura y su gesto las situaciones de nuestra vida y a darnos luz con su presencia.

Contemplo al querubín y a la espada vibrante de guardia, y le doy las gracias por estar ahí. Me está enseñando una lección muy importante: que no hay paraísos terrenales en este mundo; que no hay atajos en el camino ni soluciones fáciles a los problemas, ni fórmulas mágicas de felicidad ni recetas facilitonas de éxito. Que la vida es difícil y la ascensión es dura, y cada hombre y cada mujer tenemos que esforzarnos y luchar por salir adelante y abrir camino y encontrarle sentido a la vida y hacerlo de alguna manera realidad en nuestras vidas. La experiencia fácil de dárnoslo todo hecho se acabó –y bien acabada está–.

La vida es para vivirla y los premios para ganarlos. No basta con alargar la mano y arrancar frutos del árbol maduro. Hay que arar y plantar y regar y cosechar sobre la tierra cerrada y bajo el cielo incierto. Entonces saben mejor los frutos y se alegra en el alma la conciencia. La vida hay que merecerla. La ciencia no se adquiere con morder una manzana. La humanidad no se hace humanidad en un jardín. Hacen falta caminos y desiertos y valles y montañas y luchas y batallas y enfermedad y muerte. Hace falta vivir para ganar la vida. Y esa lección es la que me recuerda el ángel a las puertas del paraíso guardando con su espada vibrante el camino del árbol de la vida.

También me recuerda que el paraíso no ha sido más que cerrado. No ha sido destruido. Sigue estando allí, no como inicio engañoso sino como meta feliz. Existe la tierra prometida, a la que estamos llamados para andar con Dios en el atardecer de las cosas, para verlo cara a cara, para morar con él con finalidad perpetua, con inocencia recobrada, con toda la creación redimida. Ese es el símbolo del ángel que espera, que guarda, que conserva; que ha cerrado la entrada fácil para garantizar la eterna cuando nos encontremos con Dios en el camino final del verdadero árbol de la vida que da frutos que ya no se marchitan jamás.

Gracias, Ángel del Paraíso, por cerrarme la puerta de mis falsas ilusiones y abrirme la esperanza del encuentro definitivo contigo y con todos los que amo y con Aquel que nos ama a todos para siempre.

Día 1
Os cuento

Manos de loto

Acabo de estar en la India para celebrar los 50 años de la Universidad de San Javier en Ahmedabad donde fui yo profesor de matemáticas muchos años. Vino el Padre General de los jesuitas y me pusieron a cenar a su lado entre obispos y arzobispos. Como él es lingüista, le conté las peripecias de nuestras traducciones al guyaratí, y nos divertimos en grande. Cuando se pasó del latín a las lenguas modernas después del Concilio, yo traduje la liturgia fija de la eucaristía con cánones y prefacios, y es una de las grandes satisfacciones de mi vida que todos los sacerdotes que celebran la eucaristía en lengua guyaratí, aunque ya no lo sepan, usan mi traducción, y así la rezo yo a través de ellos. Consuela mucho. Cuando se dice que “tomó pan en sus santas y venerables manos” yo traduje con giro oriental “en sus manos de loto”, y cosas por el estilo que suenan muy bien.
El problema estuvo en que mi traducción había de ser aprobada en Roma. Allí se envió, pero en el Vaticano nadie sabía guyaratí. Volvieron a enviar el texto a la India para que mi traducción guyaratí fuese traducida al latín y enviada a Roma. Así se hizo, se envió, se aprobó y se imprimió… con las manos de loto y todo.
Y luego, cómo, a pesar de todas las precauciones y censores y correctores, en vez de aquello de “ojo por ojo y diente por diente” casi llegó a imprimirse “ojo por diente y diente por ojo”.
Como escritor me atreví a darle un consejo al Padre General. Le sugerí que cuando deje el cargo en 2008 como ha anunciado, escriba sus memorias. Sería la primera autobiografía de un General de los Jesuitas, y seguro que sería número uno en la lista de libros más vendidos. Se rió pícaramente.

Por cierto que me jugué la vida al ir a la India, y también el Padre General se la jugó, porque la provincia del Guyarat estaba todavía bajo la epidemia de un virus maligno de origen africano, chikungunya, trasmitido por el mosquito Aedes aegypti de picadura diurna y graves consecuencias. Yo iba pringado de repelentes de mosquitos, pero cuando me ofrecieron un gran ramo de flores, salió de ellos un mosquito, y voló rápido hacia mí en gesto que pareció un atentado terrorista secretamente planeado. A mi lado estaba sentado entonces un profesor jainista, religión que protege la vida y nunca permitiría matar a un mosquito, pero el profesor reaccionó rápidamente, mató al mosquito de un manotazo rápido, y me salvó la vida – aunque por eso él se ganara el infierno por el grave pecado de matar a un ser viviente. Bueno, exagerando. He vuelto sano y salvo. Mi maleta no ha llegado. Cosas de aviones. Será para recordarme la virtud india del desprendimiento.

Churrigueresco

Cuando éramos pequeños les preguntábamos a nuestras madres a media tarde, ¿Qué hay de merienda? Ahora he oído a una madre preguntarle a su hija, ¿Qué quieres merendar? Quizá entre esas dos frases está el salto generacional que nos hace pensar. Antes se nos daba sin consultarnos. Ahora escogen ellos. Eso no es juzgar ni menos condenar. Es reflexionar. Tiene su mérito el escoger la merienda por uno mismo. A nosotros nos lo daban todo hecho –desde la merienda de la tarde hasta la carrera que había que hacer– y eso no fomentaba la personalidad. Ahora escogéis vuestras opciones desde muy jóvenes, y eso os forma. Por otro lado la autoridad paterna se debilita, y eso causa confusión. Tan sencillo como eso.

Una muchacha joven me ha explicado la opinión de su profesor de historia para entender a la nueva generación. Según él estamos en una especie de segundo barroco, es decir, de excesiva elaboración de impresiones sensoriales que llenan rápidamente todos los sentidos al mismo tiempo, saturando la capacidad receptiva e inundando arrebatadamente la conciencia. Eso da una satisfacción transitoria, pero pasa pronto por su misma intensidad, confunde por su multiplicidad, y deja un rastro de vacío que angustia el alma. Cada macro-concierto, cada botellón, cada concurso de televisión, cada fiesta nocturna, cada sesión de droga es un neo-barroco.

Tengo fe en el género humano, y estoy deseando que corra la historia. El barroco se llama también Churrigueresco, y, con todos los respetos, eso suena a churro.

Gracias, Carol, porque me has ayudado.

Las Cruzadas al revés

Son frecuentes hoy en día las conversiones al Islam en muchos países, pero los musulmanes no dicen que los nuevos adeptos se han ‘convertido’ sino que han ‘revertido’, ya que por naturaleza todos, según ellos, somos originalmente musulmanes aunque no lo sepamos, y quien ‘se convierte’ al Islam, de hecho ‘revierte’ a su condición original. Curiosa terminología que indica la convicción religiosa de quienes la usan. Claro que también Tertuliano habló en su tiempo del alma de los paganos como anima naturaliter cristiana, o ‘el alma es cristiana por naturaleza’. Se repite la historia.

Así lo expresa Naima B. Robert, hija de padre escocés y madre zulú, y ‘reversa’ al Islam, en su libro From My Sisters’ Lips. Impresiona su fe: ‘¡Mi libro es una celebración del Islam!’ ‘Mi rostro se ilumina cada vez que me preguntan qué soy, y yo contesto, Soy musulmana.’ ‘En Times Square vi a un musulmán rezando postrado entre el tumulto de Nueva York y mi alma se llenó de santo orgullo.’ Describe la vida en Occidente en términos que duelen: ‘Os describo el escenario de un grupo de amigos, hombres y mujeres, en una noche de fiesta. Las mujeres están vestidas para atrapar a su presa. Besos, abrazos, algunos abrazos más largos que otros. El alcohol fluye. No importa, todos tienen ya sus parejas estables… solo que les gusta explorar otros terrenos. Cada uno baila con quien quiere. Y como quiere. ¿Qué pasará al final de la noche? ¿Se irá cada pareja a su hogar? ¿O no pasará nada? No se sabe. Mejor no saberlo.’ (p. 154)

No es que no sea real, es que al denunciar ese estado de cosas desde el Islam parece indicar que el único remedio para el descarriado Occidente es hacer lo que ella hizo. ‘Revertir’. Conviene caer en la cuenta de la fuerza del proselitismo islámico con su convicción religiosa y su misión ‘redentora’ hacia un Occidente degradado. Son Las Cruzadas al revés. Un poco tarde en la historia. La firmeza en nuestra propia fe es la mejor defensa ante el ataque. Pero existe el ataque. Con todo mi amor a mis amigos musulmanes.

Desprendimiento

Durante años dirigí los Ejercicios Ignacianos de Treinta Días para jóvenes sacerdotes. Todos sabían que parte de la práctica era el desprendimiento de cosas a las que tuviéramos apego. Hay que limpiar el camino del alma para encontrar a Dios.

Al comenzar el mes, uno de los candidatos entregó a un amigo suyo una buena cámara fotográfica que tenía, y le dijo: ‘Guárdamela durante todo el mes, y, dígate yo lo que te diga durante todo el mes, no me la des hasta que acabemos. No sea que me dé una locura y me desprenda de ella y luego me arrepienta.’ Acabó el mes y se fue disparado a su amigo y le preguntó, ‘¿Dónde está mi cámara?’ El amigo se sonrió y se la dio, pensando que ahora ya estaba segura. Pero el dueño de la cámara se la dio otra vez y le dijo: ‘Ahora quédatela para siempre o dásela a quien quieras. He decidido desprenderme de ella.’ Buenos Ejercicios.

Hospitalidad

Llamé a la puerta del sacerdote. Había oído pasos en el patio. Se abrió la puerta. En frente de mí estaba un anciano con una barba blanca como la nieve y pelo largo hasta los hombros. Sin preguntarme quién era yo o qué quería me alargó la mano.

– Bienvenido. ¿Eres forastero? Entra.

Oí voces al entrar. La puerta se abrió y se cerró, y varias mujeres desaparecieron en la habitación de al lado. El sacerdote me hizo sentarme en la cama.

– Mi mujer está indispuesta. Excúsela usted. Yo puedo cocinar para usted, poner la mesa, y prepararle la cama para que duerma.

Su voz sonaba pesada y afligida. Le miré. Estaba muy pálido, y sus ojos estaban rojizos e inflamados como si hubiera llorado. Pero no pensé en ninguna desgracia. Comí, dormí, y por la mañana el sacerdote me trajo una bandeja con pan, queso, y leche. Le estreché la mano, le di las gracias, y me despedí.

– Que Dios te bendiga, hijo mío. Que Cristo esté contigo.

Marché. Al salir del pueblo se me acercó un anciano. Me saludó con la mano sobre el pecho. Me preguntó:

– ¿Dónde pasaste la noche, hijo mío?
– En casa del cura.
– Pobre hombre. ¿No caíste en la cuenta?
– ¿De qué?
– Su hijo murió ayer por la mañana. Su único hijo. ¿No oíste los lamentos de las mujeres?
– No oí nada.
– Estaba en el cuarto de dentro. Acallarían sus lamentos para que no los oyeras. Que tengas un buen viaje.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. El anciano añadió:

– Ya veo que eres joven. Todavía no estás acostumbrado a la muerte. Otra vez, que tengas feliz viaje.

(Nikos Kazantzakis, Report to Greco, Faber and Faber, London, 1973, p. 312)

El jardín de cerezos

‘T. era una enferma de cáncer que vino a visitarme en el Japón unos días antes de ingresar en el sanatorio para ser operada. Quería prepararse. Tenía previsto venir esa tarde a visitarme. Habíamos quedado a las cuatro en la universidad. Pasó media hora, y no llegaba. Me extrañó, ya que conocía la puntualidad típica de aquella mujer, que llevaba años de ejecutiva, con un récord de eficiencia secretarial a toda prueba. Cuando, al fin, se presentó con tres cuartos de hora de retraso, pidió excusas y me dio la explicación.

Al salir de la estación, justamente a las cuatro menos cinco, cruzó el recinto del parque para entrar en el campus universitario. Le impresionaron entonces los cerezos en flor de primeros de abril. Se sentó en un banco y se quedó extasiada mirándolos. Cuando se percató, había pasado más de media hora. Pero su emoción no se debía a los cerezos: estaba asustada de sí misma.

“Llevo –me decía– veinte años pasando todos los días por este parque, camino de mi empresa. Hasta hoy, jamás me había detenido.” Llevaba veinte años de carrera en un trabajo en el que, a pesar de ser mujer y japonesa, mandaba sobre muchos hombres: era eficiente, rápida y creativa. Su agenda incluía viajes aéreos al extranjero varias veces al mes, organización de conferencias internacionales e innumerables reuniones de negocios. “Pero nunca me detuvo –decía– a disfrutar de este parque. ¿No parece mentira que yo sea japonesa?”

Aquella tarde, la víspera de su ingreso en el hospital, sintiendo que se le iba la vida, empezó a descubrir de pronto que la estaba desperdiciando, mientras parecía aprovecharla hasta el último minuto. “¿Adónde iba yo – decía – con tanta prisa?”’
(Juan Masiá, El Otro Oriente, Sal Terrae 2006, p. 52)

Callar en japonés

‘La mayor reprimenda de mi profesor de japonés la recibí al presentarle como ejercicio de clase una frase de cinco líneas que recité orondamente de un tirón. En vez de felicitarme, movió dudosamente la cabeza: “¿Es que no es correcta?”, pregunté molesto. “Sí, es correcta –me dijo– pero ningún japonés lo expresaría así. Tu frase es gramaticalmente impecable, demasiado acabada, pero demasiado larga y sin pausas para respirar. Ni respiras tú ni dejas respirar al interlocutor. Los españoles aprendéis pronto el japonés, pero os pierde la facilidad de palabra. Después de aprender a hablar en japonés tenéis que aprender a callar en japonés, a dejar ‘huecos’ para la respiración.”

En aquel momento no comprendí lo que tenía que ver la respiración con el aprendizaje de la lengua. Con los años, me fui dando cuenta. “Aprende a respirar, si quieres comprender esta cultura”, me decía en otra ocasión un maestro de espiritualidad, que era a la vez médico y director de grupos de meditación.’

(Ib, p. 67)

Dicho Zen

‘Respiro, luego existo.

Me contáis

Traduzco lo que me cuenta un amigo:

‘Estaba yo sentado un día en los espacios abiertos de un gran supermercado sin comprar nada, disfrutando del aire acondicionado en un día de calor, y leyendo el periódico. Oí que alguien cantaba, pero no presté atención. Se acercaba la melodía, y levanté la vista. Era un hombre alto, fuerte, erguido. Llevaba una larga caña. Blanca. Barría el suelo con ella. Era ciego.

No cantaba por anunciarse o por abrirse paso. Era un cantar suave y melodioso, rítmico, artístico, personal. Se veía que disfrutaba al cantar. Estaba alegre, y su canto era la manera de difundir su alegría aquel día en el supermercado. A mí me la contagió.’

Salmo

Salmo 2   –  ‘Yo soy tu hijo’
Anunciaré el decreto del Señor.
Él me ha dicho:
“Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy”.’

Éstas son las palabras que más me gusta escuchar de tus labios, Señor: ‘Tú eres mi hijo’. Hace falta fe para pronunciarlas ante mi propia miseria y ante una turba escéptica, pero yo sé que son verdad, y son la raíz de mi vida y la esencia de mi ser. Te llamo Padre todos los días, y te llamo Padre porque tú me has llamado a mí hijo. Ese es el secreto más entrañable de mi vida, mi alegría más íntima y mi derecho más firme a ser feliz. La iniciativa de tu amor, el milagro de la creación la intimidad de la familia. El cariñoso acento con que te oigo decir esas palabras, a un tiempo sagradas y delicadas: ‘Tú eres mi hijo’.

Con la misma ilusión te oigo pronunciar la siguiente palabra: ‘Hoy’. ‘Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy’. Sé que para ti todo momento es hoy, y todo instante es eternidad. Tal es la plenitud de tu ser, la intemporalidad de tu eterno presente. Y mi anhelo es reflejar en mi fragmentada existencia el destello indiviso de tu constante ‘ahora’. Quiero sentirme hijo tuyo hoy, quiero caer en la cuenta de que me estás dando vida en cada instante, de que comienzo avivir de nuevo cada vez que vuelvo a pensar en ti, porque en ese momento tú vuelves a ser mi Padre.

Sigue recreando en mí, Padre, la novedad del nacer que me das día a día, para que yo nunca me canse de respirar, no me aburra de vivir, no me quede atascado en la desgana de mi propia existencia. Esta es una tentación que nunca me deja, y me temo que es también tentación permanente en muchos que me rodean. La vida es tan repetida, tan monótona, tan gris que cada día se parece al anterior, todos obedecen al mismo horario, y la rutina del trabajo inevitable, con la oficina, el papeleo, las visitas y el cansancio de hacer todos los días lo mismo, despojan a la jornada de la alegría de vivir en un mundo nuevo de horizontes limpios y caminos sin fin. Hasta mis oraciones se parecen unas a otras, y, perdóname si lo digo, pero hasta mis encuentros contigo, Señor, en la contemplación y en el sacramento, se marchitan ante mí por el recuerdo de encuentros anteriores y el formalismo de liturgias repetidas. Enséñame la lección refrescante y liberadora de tu ‘hoy’, para que cada momento de mi existencia vuelva a cobrar vida en ti.

Como eres mi Padre y eres dueño de todo, me das en herencia ‘los confines de la tierra’. Ahora sé que todo es mío, porque todo es tuyo y tú eres mi Padre. Hazme sentirme a gusto en cualquier sitio y en cualquier situación, ya que tú eres su dueño y yo soy tu hijo. Hazme disfrutar de la tierra, descubrir sus riquezas y afrontar sus peligros. Haz que no me sienta yo como un extraño ante nada ni nadie. Hazme ‘gobernar’ la tierra, no con poderío y soberbia, sino con la alegría del corazón y la paz del alma que vienen de tu presencia y atraen y unen a todos tus hijos en confianza y amistad sobre la tierra que a todos nos has dado. Hazme gobernar sirviendo y atraer amando. Así es como quiero abrazar esos confines de la tierra que tú me das en herencia.

Oigo también gritos de protesta en la asamblea de los mortales. ‘Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías’.  Los hombres no pueden callar cuando alguien se declara hijo de Dios. Sus armas son la ironía, la risa, el desprecio disimulado y las amenazas patentes. El mundo no tolera que alguien, en medio de la confusión y el sufrimiento universales, encuentre la paz y proclame la alegría. Son todos contra uno, el grupo contra la persona, la tempestad contra la flor. Juran destruirme y traman mi ruina. ¿Podré resistir sus ataques?

Y ahora es cuando me llega otra voz: tu propia voz. Voz de trueno y poderío por encima de las tormentas de los hombres. Voz que es para mí seguridad y confianza, porque lleva el tono inconfundible de tu ira contra los insensatos que se atreven a tocar a quien tú proteges bajo tu mano. Oigo resonar tu risa en los cielos, risa que contiene a mis enemigos y me libera a mí. “El Señor en el cielo… ríe.” Estoy a salvo bajo tu protección. Que se enfurezca el mundo entero; yo soy tu hijo. Ahora habito en Sión, ‘tu monte santo’, al que no pueden ocultar las nubes ni sacudir las tormentas. Desde allí proclamo tus promesas y me glorío de ser hijo tuyo. Vivo al amparo de tu amor.

‘¡Dichosos los que se refugian en él!

Meditación

El Ángel y la promesa

‘La encontró el Ángel de Yahvé junto a una fuente de agua en el desierto –la fuente que hay en el camino del Sur– y le dijo: “Agar, esclava de Saray, ¿de dónde vienes y adónde vas?”’ (Génesis, 16, 7-8)

Agar se escapa de los malos tratos de Saray, esposa de Abrahán. Saray la maltrata porque Agar ha concebido un hijo para Abrahán, y ella no. Y Agar huye, con el niño en su seno, por el desierto sin piedad.

Dios a veces nos prueba hasta el final, hasta que nos parece que ya no podemos resistir, hasta que huimos por el desierto de la vida sin esperanzas de sobrevivir ni nosotros ni los que dependen de nosotros.

El ángel espera, y el ángel llega. Nos ha visto siempre, y se nos aparece en el límite de la angustia. Y nos hace la pregunta que nos hace volver a mirar dentro de nosotros mismos, examinar nuestra vida, sacudir nuestros principios, levantar la vista al horizonte y definir nuestro ser. ‘¿De dónde vienes y adónde vas?’ Pregunta a oídos de caminante perdido, de peregrino ardiente, de madre angustiada, pregunta a todo ser humano, a toda conciencia, a toda existencia en todo momento de su terreno caminar. ¿De dónde vienes y adónde vas? Pregunta de sabios, de místicos, de penitentes de vida nueva, de buscadores de la verdad. Pregunta de fe, de temblor y de esperanza que aviva el alma y endereza la vida. ¿De dónde vengo y adónde voy?

Agar, la esclava egipcia del padre de los creyentes, contesta que viene huyendo de Saray. No sabe adónde va. El ángel le da dirección y fuerza. Ella vuelve a casa de Abrahán y da a luz a Ismael. La rivalidad entre las dos mujeres continúa, y Abrahán mismo la expulsa con su hijo y con un pan y un odre de agua. Se repite la prueba.

‘Ella se fue y anduvo por el desierto de Berseba. Como llegase a faltar el agua del odre, echó al niño bajo una mata, y ella misma fue a sentarse enfrente, a distancia como de un tiro de arco, pues decía: “No quiero ver morir al niño.” Sentada, pues, enfrente, se puso a llorar.’

Al repetirse la prueba, se repite también la venida del ángel. Cuando nosotros no podemos más, viene Dios. Cuando ya es evidente que no son nuestras fuerzas las que nos salvan, cuando se reconoce la impotencia y se impone ineludible la humildad, se allana el camino del ángel y se presenta la fuerza de Dios. ‘Cuando soy más débil, soy más fuerte’, diría san Pablo. Y el ángel vuelve a venir.

‘Oyó Dios la voz del niño, y el ángel de Dios llamó a Agar desde los cielos y le dijo: “¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del niño. Levántalo y tómalo de la mano porque he de convertirle en una gran nación.” Entonces abrió Dios los ojos de ella, y vio un pozo de agua. Fue, llenó el odre de agua y dio de beber al niño.

El ángel es ángel de esperanza, de dirección, y de fortaleza. Ahuyenta miedos con su saludo: ‘No temas.’ Abre los ojos para ver el pozo. Y afirma la promesa que convertirá al niño en una gran nación. Agar ha sufrido, pero ya puede descansar tranquila. Ya sabe de dónde viene y adónde va. La esclava egipcia va a ser la madre de un gran pueblo.

Mi pobre vida también tiene sentido. Promesa de ángel.

 

Día 15
Os cuento

La recepcionista

Sala de espera del otorrino. Espero para la audiometría de turno. Mientras tanto oigo lo que sucede en recepción.

– Tengo cita con el doctor F.
– ¿Garganta?
– Sí.
– No es aquí.
– ¿No es esta su clínica?
– Sí, pero para la consulta del Dr. F. se entra por otra puerta.
– ¿Cuál?
– Salga usted. Hasta la calle otra vez. Allí vaya a mano izquierda. Baje por la rampa. Otra vez a mano izquierda verá una puerta. Allí es.
– ¿La rampa a mano izquierda?
– Sí.
– ¿Y luego otra vez a mano izquierda?
– Sí.
– Gracias.
– De nada.

Una sonrisa y otro paciente.

Siguen viniendo pacientes a las consultas de los diversos médicos. Algunos quedan en la sala de espera en que estoy yo. La del otorrino. Pero también siguen llegando pacientes de la garganta. Y a todos les contesta la recepcionista con las mismas instrucciones.

– Salga usted. Hasta la calle otra vez. Allí vaya a mano izquierda. Baje por la rampa. Otra vez a mano izquierda verá una puerta. Allí es.
– Gracias.

Otro para la garganta. “Salga usted. Hasta la calle otra vez. La rampa…”. Ya no sé cuántas veces lo ha repetido la recepcionista. Siempre con la misma calma, con la misma entonación, con la misma sonrisa. “Salga usted. La rampa a mano izquierda…”. Y otra vez.

Llaman mi nombre y desaparezco por la audiometría. El veredicto de siempre. “Está usted muy bien… para su edad.” Que son 81 años. “Gracias doctor.” Salgo y escucho un momento. Me llegan otra vez las palabras de la recepcionista: “A mano izquierda. Baje por la rampa. Otra puerta a la izquierda…”. Espero un momento, y, en una pausa entre clientes me acerco a la recepcionista y le pregunto travieso: “¿El Dr. F.?” – “Salga usted. Hasta la calle otra vez…”. Me río y la interrumpo: – “Perdone, es una broma. No voy al Dr. F. Es que la he oído dar esas direcciones una docena de veces, y quiero felicitarla porque lo hace usted siempre con la misma calma y la misma sonrisa como si cada vez fuera la primera vez. Enhorabuena.” Me mira y se echa a reír. “Bueno, es mi trabajo.” – “Pero usted lo alegra.” Su compañera al lado lo ha oído todo y comenta: “¡Vaya piropo!” Los tres reímos.

Salgo. Hacia la izquierda. Sí, allí hay una rampa y una puerta. Dr. F. Me alegro haberle animado la mañana a la recepcionista. Iba a decirle que pusieran claro en las citas dónde tenían que ir los de la garganta para ahorrarse el trabajo. Pero mejor que lo dejen así. Merece la pena una sonrisa de la recepcionista.

¿Qué eres en el fondo?

Llevo un año trabajando en el tema de la crisis de identidad del emigrante. Empecé casi en broma con alumnos míos de la India que emigraron a América, y voy descubriendo que ahí está el núcleo del problema que amenaza al mundo. El emigrante de primera generación llega de su país nativo a su país adoptivo, tiene clara su identidad que proviene del país en que ha nacido y ha vivido hasta ahora, y trabaja de firme para establecerse en su nuevo entorno. El de segunda generación nace allí de padres que nacieron en otro país, y eso confunde. El de tercera generación, si todo va bien, nacerá ya allí de padres nacidos allí y se identificará fácilmente con el país al que llegaron sus abuelos. El peligro está en el proceso y en la adaptación. Segunda generación. Quienes pusieron las bombas en el metro de Londres eran jóvenes nacidos en Londres. Conflicto de procedencias. Crisis de identidad. ¿Quién soy yo?

Amin Maalouf, libanés y francés, católico de lengua árabe, explica el conflicto:

‘Desde que dejé Líbano en 1976 para instalarme en Francia, cuántas veces me harán preguntado, con la mejor intención del mundo, si me siento “más francés” o “más libanés”. Y mi respuesta es siempre la misma: “¡Las dos cosas!” En ocasiones, cuando he terminado de explicar con todo detalle las razones por las que reivindico plenamente todas mis afiliaciones, alguien se me acerca para decirme en voz baja, poniéndome la mano en el hombro: “Es verdad lo que dices, pero en el fondo, ¿qué es lo que sientes?” Eso revela una visión de los seres humanos que está muy extendida y que a mi juicio es peligrosa. Cuando me preguntan qué soy “en lo más hondo de mí mismo”, están suponiendo que “en el fondo” de cada persona hay solo una afiliación que importe, su “verdad profunda” de alguna manera, su “esencia”, que está determinada para siempre desde el nacimiento y que no se va a modificar nunca. […] Un joven nacido en Francia de padres argelinos lleva en sí dos afiliaciones evidentes, y debería poder asumir las dos.’

(Amin Maalouf, Identidades asesinas, Libro de Bolsillo 2005, p. 10)

La sociedad es envidiosa. Acosa a quien se enriquece –en dinero o en cultura. Quien tiene solo una faceta en su personalidad no aguanta que otros tengan dos, o muchas. Y acosa al inmigrante. ¿Qué eres en el fondo? En vez de fomentar la diversidad se impone la unicidad. En vez de favorecer la integración se fomenta la separación. Y llegan las bombas.

La solución del conflicto actual que amenaza al mundo pasa por el aceptar, disfrutar, fomentar las identidades múltiples que cada uno llevamos con respeto, con gratitud, con alegría. Yo fui 50 años ‘inmigrante’ en la India, y eso cambió mi vida. La emigración, que puede perdernos, puede salvarnos.

El color de la piel

‘Mis padres, emigrantes mexicanos en EE.UU., siempre nos decían que cuando nos preguntaran qué éramos, dijéramos éramos mexicanos. Se reían de aquellos inmigrantes mexicanos que al tener la piel más blanca se hacían pasar por españoles.

Mi hermana mayor nunca me habló del color de su piel cuando aún era una niña. Pero yo supuse que su piel oscura le resultaba una carga. Sabía que había sufrido por ser “negra”. Cuando volvía a casa, estando aún en la escuela primaria, los chicos pequeños blancos iban tras ella y la empujaban muchas veces haciéndola caer. En el instituto competía con las demás alumnas por tal o cual novio, en un mundo en el que su aspecto físico era lisa y llanamente poco común. En la universidad, se sentía temerosa y desdeñosa cuando a los estudiantes extranjeros, de países como Turquía o la India de piel oscura, les parecía atractiva. Solo me puso en conocimiento de su miedo a la piel oscura cuando ya era adulta, una vez en que mirando a sus tres hijos, reconoció con satisfacción estar aliviada porque los tres son de piel bien clara.

Ese es el tipo de comentario que las mujeres de mi familia hacían muy a menudo. De pequeño, estaba yo en la cocina escuchando a mis tías, que hablaban del placer que les producía haber tenido hijos de piel clara. Era una de las preocupaciones a las que daban voz las mujeres: el temor a tener un hijo o una hija de tez morena. Se recomendaban remedios unas a otras. Una de las tías recetó a sus hermanas la panacea: aceite de ricino en grandes dosis durante las últimas semanas del embarazo. Los niños de piel oscura desde el nacimiento, al crecer recibían un tratamiento facial muy frecuente, a base de una mezcla de clara de huevo y jugo de limón concentrado. En mi caso, la solución no funcionó.

El color de mi piel me causó vergüenza e inferioridad desde pequeño. Crecí convencido de que era un niño feo. Una noche, tendría yo once o doce años, me encerré en el cuarto de baño y observé atentamente mi reflejo en el espejo del lavabo. Sin ningún placer, estudié mi piel. Abrí el grifo. Con una pastilla de jabón formé una gruesa bola de espuma. Me enjaboné los brazos. Tomé la navaja de afeitar de mi padre, que estaba en el armario del botiquín. Lentamente, con deliberación y con firmeza, coloqué la hoja sobre la piel, apreté tanto como pude, sin cortarme, y la desplacé sobre la piel, arriba y abajo, por ver si, de algún modo, lograba reducir la oscuridad de mi color. Todo lo que conseguí hacer, claro está, fue afeitarme el vello de los brazos. Y vi con disgusto que la morenez no se iba. Seguía allí. Estaba atrapada en lo más profundo de las células de mi piel.

En mi apariencia, nada me obsesionaba tanto como el hecho de que mi tez fuera oscura. Lisa y llanamente me tenía por feo. Y como las mujeres de mi familia habían sido a las que oí discutir con voces de preocupación, sentí que mi piel oscura me hacía repulsivo para las mujeres. Tenía trece años. Catorce. En la clase de dibujo, cuando se trataba de dibujar autorretratos, lo intenté por todos los medios, pero no conseguí animarme a dar a mi rostro sobre el papel una tonalidad que se pareciera en modo alguno a mi tonalidad de piel. Crecí divorciado de mi cuerpo. Estaba avergonzado de mi cuerpo. Quería olvidar que tenía un cuerpo, porque mi cuerpo era moreno.’

(Richard Rodríguez, Hambre de Memoria, Megazul 1982, p. 132, 142)

Cuestión de álgebra

A Churchill en su primera visita a EE.UU. como primer ministro de Inglaterra le interpeló un corresponsal en rueda de prensa: ‘Su abuela materna era americana, por lo cual usted es 25 por ciento americano.’ Churchill contestó inmediatamente con su habitual facilidad y humor: ‘Sí, señor. Soy 25 por ciento americano, y 100 por cien británico.’ Algo más que un chiste.

Soy mucha gente

El actor Orson Welles daba sesiones en América en las que él solo recitaba en público durante hora y media pasajes de Shakespeare. A una de esas sesiones acudieron solo cinco espectadores. El actor apareció ante ellos y dijo: ’Permítanme que me presente a mí mismo. Yo soy actor, escritor, director de cine y de teatro, arquitecto, pintor, escenógrafo, cocinero excelente, entendido en toros, prestidigitador, coleccionista, connoisseur, enfant terrible y una autoridad en arte. ¿Cómo es así que yo soy tantos y ustedes tan pocos?’ Dicho lo cual saludó y se marchó. Tenía personalidad –o personalidades– de sobra. Y era una gran persona.

El tantas veces mestizo

‘‘Guerra en la Sangre’ es el expresivo título de la novela de Salvador de Madariaga que tiene por protagonista a Rodrigo Manrique, hijo de un grande de España y una princesa azteca en el México de Hernán Cortés. Es bautizado católico y educado como un noble español. Pero su sangre mexicana se acelera en sus venas, y vuelve secretamente al culto de sus antepasados en el que actúa como sacerdote y llega a ofrecer sacrificios humanos. Su descendencia española llevaba también sangre árabe y judía y, cuando su padre se lo hace saber, Rodrigo estalla en furia perpleja: ‘¡También árabe! Señor, por lo que más queráis, ¿hay tanta gente en mi cuerpo? ¡Ya somos tantos! Indios, españoles, godos, judíos, y ahora también árabes. ¿Y aún quiere vuesa merced que tenga juicio y que me gobierne? ¿Quién va a gobernar a tanta gente como vuesa merced me ha metido dentro? Cada uno irá por su lado sin saber si encomendarse a Dios o a Jehová, a Alá o a Uitzilópochtli.’ Angustia sincera del ‘tantas veces mestizo’.

Y todos lo somos.
Todos somos muchos.
Cada uno de nosotros es mucha gente.
Felizmente.

Si sabemos entenderlo.

Me contáis

Alguien me ha preguntado si le puedo dar la absolución sacramental por Internet. Le he contestado, con un toque de humor, que todavía no. ¿Quién sabe si algún día? La presencia virtual puede hacerse real, y la real muchas veces más parece virtual. Seguimos evolucionando. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.

Salmo

Salmo 3  –  Ritmos de vida
«Me acuesto y me duermo… y vuelvo a despertar.»

Ese es mi día, Señor, esa es mi vida. Los ritmos de mi cuerpo a tono con los ritmos de tu creación, con las estrellas de noche y con el resplandor de tu luz durante el día. Tuyo soy cuando trabajo y tuyo cuando duermo; tuyo cuando me mantengo de pie en la postura que me hace humano y me permite mirar al cielo, y tuyo cuando me acuesto, con cansancio en el cuerpo y confianza en el alma, y me tumbo sobre la tierra que tú has creado para que me sostenga durante la vida y me reciba en la muerte, amparando mi cuerpo cuando tú recibas mi alma.

Iníciame, Señor, en los ritmos de la creación, en la intimidad con la tierra que sostiene mis pasos y el aire que llena mis pulmones. Iníciame en la sabiduría de las estaciones, los caminos de las estrellas, el ciclo de la luz y la sombra, y enséñame así la lección fundamental, que siempre me repites y nunca acabo de comprender, de que, tanto como en la naturaleza, también en la gracia hay idas y venidas, día y noche, invierno y verano, marea alta y marea baja, alegría y tristeza, entusiasmo y escepticismo, certeza y dudas, sol y tinieblas.

Hace falta valor para ponerse de pie, y hace falta valor para acostarse. Y, más que nada, hace falta valor para aceptar la vida entera como un ciclo de levantarme y acostarme, como una trayectoria ondulante a la que he de adaptarme arriba y abajo, una y otra vez, en compañía del sol y la luna y los cielos y los vientos. Enséñame a respirar al unísono con la creación entera, Señor, para entrar de lleno en los ritos de tu amor.

«De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo.»

Meditación

El Ángel de la última hora

“Entonces le llamó el ángel de Yahvé desde los cielos diciendo: ‘¡Abrahán, Abrahán!’.” (Génesis 22,11)

El ángel que nos para la mano. Bendito sea. El ángel que nos frena a tiempo, que nos salva de cometer un daño irreparable, que nos abre los ojos, que nos interpreta el verdadero sentido de lo que pensamos Dios quiere de nosotros. El ángel que detuvo el cuchillo de Abrahán y salvó a Isaac. El ángel que interviene para que no les hagamos daño a quienes más queremos y a quienes, por razones oscuras de quereres encontrados, a veces más amenazamos. La voz del ángel sobre el monte Moria ante la leña del holocausto y el altar del sacrificio. “¡Abrahán, Abrahán!” Y todo acaba bien.

Yo lo llamo “el ángel de la última hora”. Y buena falta que me hace en mi vida. Por mucho que piense y que discierna y que crea que ya me sé todo y que diga que es voluntad de Dios… es posible que no lo sea y que yo me apreste a hacer un disparate y clavarle el cuchillo a alguien –con la mejora voluntad del mundo como iba a hacer Abrahán– y causar con una palabra, un gesto o una acción un daño a alguien del que yo mismo iba a ser el primero en arrepentirme en cuanto viera la sangre. Y el ángel me salva, me llama por mi nombre, de ordinario tiene que repetirlo varias veces porque la precipitación me hace sordo, me despierta, me abre los ojos, me hace ver la enormidad y la mezquindad de lo que yo estaba a punto de hacer, y me para la mano y tira el cuchillo y me hace callarme cuando iba a hablar, o sonreír cuando iba a maldecir, o alargar una mano cuando iba a cerrar un puño. Iba a sufrir yo enseguida más aún que la persona a quien yo estaba a punto de hacer sufrir. (¿No le hubiera pasado eso a Abrahán?) Y el ángel nos salva a los dos. Bendito sea.

Quiero buscar la amistad y la familiaridad con mi ángel de la última hora para que no se me escape nunca una acción que haga daño a nadie por justificable que a mí llegue a parecerme. Deseo estar en contacto con él para reconocer a tiempo su presencia, sentir su mano, aceptar su intervención. Mano de ángel para evitar locuras de humanos. Bendita sea.

Fundación González Vallés

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