Los textos de Carlos G. Vallés
2001 | 2002 | 2003 | 2004 | 2005 | 2006 | 2007 | 2008 | 2009 | 2010 | 2011 | 2012 | 2013 | 2014 | 2015 | 2016 | 2017
Año 2009
Día 15
Os cuento

Alegrías de profesor

El escritor francés Daniel Pennac cuenta sus aventuras de profesor:

Siempre he oído decir en mi familia que en mi niñez yo había necesitado todo un año para aprender la letra ‘a’. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la letra ‘b’. Mi padre tranquilizó a todos: ‘Que no cunda el pánico; dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto.’ Y el 1968, cuando obtuve la licenciatura de letras en las concesiones de la revolución estudiantil de París, mi padre apostilló: ‘Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos temer una guerra mundial para la cátedra?’

(Daniel Pennac, Mal de Escuela, Literatura Mondadori, Barcelona 2008, p. 17)

Anochecer de invierno. Nathalie baja sollozando las escaleras del colegio. Un pesar que quiere hacerse oír. Es todavía una niña. Son las cinco y media, casi todos los alumnos se han marchado. Soy uno de los últimos profesores que quedan por allí. Y Nathalie aparece al pie de la escalera. Bueno, Nathalie, bueno, bueno, ¿a qué viene tanto pesar? Conozco a la alumna, la tuve el año anterior. Una niña insegura, a la que había que tranquilizar a menudo. ¿Qué ocurre, Natalie? Resistencia por principio: Nada, señor, nada. Entonces, es mucho ruido para nada, ¡chiquilla! Los sollozos se multiplican, y Nathalie finalmente expone su desgracia entre hipidos:

– Se… se… señor… no lo… no lo consigo… No consigo… com… com… No consigo comprender.
– ¿Comprender qué? ¿Qué es lo que no consigues comprender?
– Lapro… lapro…

Y de pronto el tapón salta, todo sale de golpe:

– La proposición-subordinada-conjuntiva-adversativa-y-concesiva.

Silencio. Nada de reírse. Sobre todo no reírse.

– ¿La proposición subordinada conjuntiva adversativa y concesiva? ¿Eso es lo que te pone en semejante estado?

Alivio. El profe se ha puesto en marcha. Explica. ¿Lo has entendido? Ponme un ejemplo para que yo lo vea. Ejemplo acertado. Ha comprendido. ¿Estás mejor? No. Nueva crisis de lágrimas, sollozos así de grandes y, de pronto, una frase que nunca he olvidado:

– Es que usted no se da cuenta, señor, tengo ya doce años y medio y no he hecho nada.

Tendré que aguardar a la tarde siguiente para informarme y saber que al padre de Nathalie acaban de despedirlo tras diez años de buenos y leales servicios como ejecutivo de una empresa de no sé qué. Y este hombre, joven, ejecutivo modelo y padre atento, se ha derrumbado En la mesa familiar no deja de repetir: ‘Tengo treinta y cinco años y no he hecho nada.’

(p. 54)

La semana pasada, al salir del cine, una niña de nueve o diez años corre tras de mí por la calle y me alcanza jadeante:

– ¡Señor, señor!
– ¿Qué pasa? ¿Habré olvidado el paraguas en el cine? Hecha un mar de sonrisas, la pequeña señala con el dedo a un hombre que nos mira desde la otra acera.
– ¡Es mi padre, señor!

El padre esboza un saludo, algo turbado.

– No se atreve a saludarle, pero usted fue su profesor.

Pierdes de vista a una chiquilla en secundaria, y veinte años más tarde una mujer joven se dirige a ti en una calle de Ajaccio, radiante, te pone la mano suavemente en el hombro y se pone a declamar sin previo aviso:

¡Señor!
“No toquéis el hombro
del jinete que pasa!”

Te detienes, te das la vuelta, la mujer te sonríe y le recitas la continuación de L’allée, ese poema de Supervielle que aparentemente ambos conocemos. Y continúas:

Se daría la vuelta
y sería de noche,
la noche sin estrellas,
sin ángeles ni nubes.

Ella suelta una carcajada y sigue:

¿Y qué sería entonces
de todo nuestro cielo,
la luna y sus perfiles
el viento y sus anhelos?

Y respondes a la niña que ha reaparecido en la sonrisa de la mujer, a la niña reticente a la que en el pasado le enseñaste el poema:

Tendrías que aguardar
que un segundo jinete
tan noble en su figura
Acertara a pasar.Yo había enseñado ese poema en clase hacía veinte años. Alguien se acordaba. Alegrías de profesor.
(p. 91)

Estoy vigilando a una sesentena de alumnos de los últimos cursos que trabajan en un silencio de examen. Todos emborronan papel, a cuál mejor, salvo Emmanuel, a mi derecha cerca de la ventana, a tres o cuatro filas de mi tarima. Mirando a las musarañas y con el papel en blanco, el tal Emmanuel. Nuestras miradas se encuentran. La mía se hace explícita: Bueno, ¿qué? ¿Empezarás de una vez? Emmanuel me hace una señal para que me acerque. Consiento en acercarme solo para sacudirle las pulgas. Pero él interrumpe mi regañina soltando, con un suspiro definitivo:

– ¡Si supiera usted cómo me aburre esto, señor!
-¿Y puede saberse qué te interesa?
– Esto.

Responde devolviéndome mi reloj de bolsillo, que me ha sustraído sin que yo lo advirtiese.

– Y esto – añade devolviéndome mi bolígrafo.
– ¿Carterista? ¿Quieres ser carterista?
– Prestidigitador, señor.

Y lo fue, a fe mía, lo sigue siendo, y famoso. Sin que yo tuviera la menor intervención.
(p. 93)

La presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, está presente, distingue cada rostro, pera él la clase existe de inmediato. Y la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los cincuenta y cinco minutos que durará mi clase. ¡Oh el penoso recuerdo de las clases en las que yo no estaba presente! Cómo sentía que mis alumnos flotaban, aquellos días, tranquilamente a la deriva mientras yo intentaba reavivar mis fuerzas. Aquella sensación de perder la clase. Yo no estoy, ellos no están, nos hemos largado todos. No soy el profesor, soy el guía del museo dirigiendo mecánicamente una visita obligatoria. Mi verdadero trabajo consiste en hacer que mis alumnos sientan que existen.
(p. 114)

En este mundo hay que ser demasiado bueno para serlo bastante.
(p. 215)

***

Añado mis propias reflexiones: Al leer el libro de Daniel Pennac he recordado anécdotas mías de profesor de matemáticas en la universidad. Una me la acaba de mencionar también un antiguo alumno mío por email. Me ha hecho reír de nuevo. En la India yo era más conocido en un principio por mis libros de matemáticas que por mis libros de literatura. Aunque no tan popular, porque mis textos eran arduos y los problemas que ponía en ellos eran bien difíciles. Más de una vez recibí cartas de profesores que me pedían la solución de problemas que ellos mismos no conseguían sacar. Siempre les respondí. Al final los estudiantes me agradecían mis exigencias que les ayudaban a conseguir buenas notas en exámenes de acceso a las mejores carreras. El nombre “Father Vallés” (Padre Vallés) es el que llevaban mis textos como autor, y los muchachos escribían en sus libros y cantaban a coro:

No Father Vallés, No Mathematics!
Know Father Vallés, Know Mathematics!

En inglés las dos frases suenan lo mismo, pero quieren decir algo distinto:

“Si no hay padre Vallés, no hay matemáticas;
Si te sabes al padre Vallés, te sabes las matemáticas.”

All menos algunos sacaron algún provecho concreto de mis libros. Alegrías de profesor.

Me contáis

Miguel Ángel: Nos dijo usted en la última Web que también otras veces le habían contado solo media verdad. Tendría curiosidad por saber alguna otra ocasión tan instructiva como esa.

Carlos: En la clase de Historia de la Compañía de Jesús en el noviciado nos contaban la historia de los mártires jesuitas del Japón que dieron su vida por la fe en martirio heroico, pero no nos contaban que el superior de la misión, el jesuita portugués Christovao Ferreira, apostató al ser sometido a tormento. Quizá los que fallaron nos ayudan también en nuestros fallos como los que perseveraron nos ayudan en nuestra perseverancia. También nos enseñaban que san Ignacio practicaba y prescribió en sus reglas para los jesuitas la “puridad angélica con la limpieza de cuerpo y mente” en materia de sexo; pero no nos decían que antes de su conversión había tenido una hija natural para quien tuvo que hacer provisión en su testamento. Saber toda la verdad nos enseña a ser más humanos, y descubrirla por nuestra cuenta más adelante nos hace sonreír un poco. Pero no me preguntéis más casos, por favor.

Salmo

Salmo 49 – Sangre de animales

Este es mi peligro, Señor, en mi vida de oración, en mis tratos contigo: la rutina, la repetición, el formalismo. Recito oraciones, obedezco las rúbricas, cumplo con los requisitos. Pero a veces mi corazón no está en lo que rezo, y rezo por mera costumbre y porque me da reparo el dejarlo. Voy porque todos van y yo debo ir con ellos, e incluso siento escrúpulo y miedo de que, si dejo de rezar, te desagradará a ti y me castigarás; y por eso voy cuando tengo que ir y digo lo que tengo que decir y canto cuando tengo que cantar, pero lo hago un poco en el vacío, sin sentimiento, sin devoción, sin amor. Cuerpo sin alma.

Y lo peor, Señor, es que a veces pongo precisamente todo el cuidado en los ritos de la liturgia porque he sido negligente en la observancia de tus preceptos. Me fijo en los detalles de tus ceremonias para compensar el haberme olvidado de mi hermano. Me afano en el culto porque he fallado en la caridad. Y me temo que no te hace mucha gracia esa clase de culto.

“¿Comeré yo carne de toros,
beberé sangre de cabritos?”

Sé que no necesitas mis sacrificios, mis ofrendas, mi dinero, o mi sangre. Lo que tú quieres es la sinceridad de mi devoción y el amor de mi corazón. Ese amor a ti que se manifiesta en el amor a todos los hombres y mujeres por ti. Ese es el sacrificio que tú deseas, y sin él no te agrada ningún otro sacrificio. Tus palabras son duras, pero son verdaderas cuando me echas en cara mi conducta:

“Tú detestas mi enseñanza,
y te echas a la espalda mis mandatos.
Sueltas tu lengua para el mal,
tu boca urde el engaño;
te sientas a hablar contra tu hermano,
deshonras al hijo de tu madre.
Esto haces, ¿y me voy yo a callar?”

Lo reconozco, Señor; con frecuencia me he portado mal con mis hermanos; ¿y qué valor pueden tener mis sacrificios cuando he herido a mi hermano antes de llegarme a tu altar? Gracias por decírmelo, Señor; gracias por abrirme los ojos y recordarme cuál es el verdadero sacrificio que quieres de mí. Nada de toros o machos cabríos, de sangre o ritualismo, de rutina o rigidez, sino amor y servicio, rectitud y entrega, justicia y honradez. Servirte a ti en mi hermano antes de adorarte en tu altar.

Y una vez que sirvo y ayudo a mi hermano en tu nombre, quiero pedirte la bendición de que, cuando yo me acerque a ti en la oración, te encuentre también a ti, encuentre sentido en lo que digo y fervor en lo que canto. Libérame, Señor, de la maldición de la rutina y el formalismo, de dar las cosas por supuestas, de convertir prácticas religiosas en rúbricas sin alma. Concédeme que cada oración mía sea un salmo, y, como salmo, tenga en sí alegría y confianza y amor. Que sea yo auténtico con mis hermanos y conmigo mismo, para así poder ser auténtico contigo.

“Al que sigue buen camino
le haré ver la salvación de Dios.”

Meditación

El ángel de los perfumes

“Otro ángel vino y se puso junto al altar con un incensario de oro. Se le dieron muchos perfumes para que, representando a las oraciones de todos los santos, los ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono. Y por mano del ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes que representan a las oraciones de los santos.”
(Apocalipsis 8:3-4)

Menos mal que mis oraciones quedan en manos de un ángel. Menos mal que van acompañadas y arropadas y disimuladas entre las oraciones de todos los santos. Menos mal que van metidas en un incensario de oro y mezcladas con perfumes y esencias que crean aromas y hacen en conjunto una  espiral de humo sagrado sobre el altar de oro delante de la presencia del Señor. Ahí van mis meditaciones distraídas, mis plegarias interrumpidas, mis peticiones torcidas, mis divagaciones perdidas. Ahí se cuelan entre fervores de santos y contemplaciones de místicos los balbuceos de mi torpeza y mis pobres intentos de principiante. Ahí se elevan sobre el oro acendrado de manos de un ángel. Nunca imaginé yo que mis oraciones iban a llegar tan bien. Eso me va a animar a seguir orando.

La presencia del ángel a mi lado realza mi vida. Da importancia a lo que hago, me hace sentirme respetable, revaloriza mi oración. Aunque yo haga las cosas a medias, él está allí para ayudar a completarlas, y aunque a mí me salgan lastimosamente imperfectas, él con su manera artística de presentarlas las hace parecer aceptables. No hay brasa ardiendo que parezca carbón en un incensario de oro.

Mi ángel está siempre a mi lado, pero muy especialmente cuando rezo. Es lo que más le gusta, lo que mejor hace, su ocupación fundamental, su definición. “Sus ángeles ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos”, dijo Jesús. Como mi ángel reza tan bien no importa que yo lo haga menos bien, pues haciéndolo los dos juntos se disimula. Y poco a poco voy aprendiendo de su ejemplo. Su recuerdo me ayuda a recogerme, su imagen me inspira devoción, sentir su presencia es entrar en oración, unirme a él es concentrarme en Dios. No conozco mejor maestro personal de oración que mi ángel a mi lado siempre tan de la tierra y siempre tan del cielo. Están bien manuales y libros y cursos y ejercicios, pero con todo eso uno yo la ayuda profesional y especializada de mi ángel que reza junto a mí. Es la mejor escuela.

Ángel de la oración, haz de mis pobres oraciones perfume grato a Dios en tus incensarios de oro.

Día 1
Os cuento

Dosis de ternura

Conocía yo a esa muchacha desde pequeña. La vi crecer, estudiar, graduarse, casarse, irse a vivir a Bombay a casa de su marido, que era la de sus suegros, en el laberinto dinosáurico de la urbe desbordada de humanidad creciente. Siempre es duro para la novia hindú dejar la casa de sus padres e ir a vivir a casa de sus suegros, y en particular de su suegra que ha estado toda su vida casada esperando este día en que va a descargar en su nuera todo el trabajo (y algo más que el trabajo) que descargaron sobre ella cuando llegó de nuera a casa de su suegra en la tradición ininterrumpida de la sociedad india.

Más duro era en este caso, pues la novia era de una delicadeza frágil en salud y en carácter, había sido educada con mimo en casa de sus padres, de la difícil casta de brahmanes “anáviles”, que son pocos y aristocráticos, y se hace muy difícil encontrar entre ellos parejas núbiles de fácil ajuste; y para colmo en este caso, la muchacha había vivido toda su vida en Ahmedabad, mi ciudad, alegre y comedida, abarcable y disfrutable, mientras que ahora le tocaba ir a la vorágine de Bombay que ahoga en su extensión desmedida al pobre inocente que se pierde en su perímetro. Allá fue ella.

Pasaron meses. Me tocó ir a Bombay a dar unas conferencias, y yo me salvo de perecer en el remolino porque me van a buscar, me traen y me llevan, y no me entero de por dónde paso ni adónde voy. Me quedó justo un día libre e intenté la aventura. Habían puesto a mi disposición un coche con chófer; yo tenía la dirección de la muchacha, y él se comprometió a encontrar la casa. Nos costó hora y media llegar. Bombay es enorme. Otra media hora, encontrar la calle exacta entre la madeja de callejones entrelazados. Por fin la encontramos, subimos la escalera estrecha de la casa de pisos, muy distinta del elegante chalet en que ella había vivido en Ahmedabad. El chófer, eficiente hasta el final, llamó a la puerta.

Salió la misma muchacha a abrirla, pero no me vio. Yo me había escondido en el rincón de la escalera. Vi la cara interrogante de la muchacha “¿Quién llama?” Ella miraba al chófer. Yo salí de mi escondrijo y pronuncié su nombre. “¡Anar!”. Ella me vio y toda la cara se le iluminó. “¡Padre!” Por un momento despareció todo el entorno. Se me agarró llorando y la acaricié despacio. Pasamos al interior. Me presentó a sus suegros. Me trajo el té y, para colmo de suerte, mientras estábamos hablando la llamó su padre por teléfono desde Ahmedabad y hablé yo con él. La muchacha quedó feliz con la visita, sus suegros la miraron con respeto al ver que un personaje como yo había ido a verla en su casa, y su familia en Ahmedabad se regocijó del feliz episodio. A mí me quedó la memoria. Atesoro momentos de cariño.

A veces he hecho viajes largos solo para visitar a una amistad, masculina o femenina, y pasar unos días en renovación compartida del afecto común. Necesito dosis de ternura para paliar la rudeza darviniana de la lucha por la existencia. Necesito saber que alguien al menos me quiere por mí mismo, no por mis libros, mis conferencias, o mis éxitos. Necesito descansar de mis trabajos, de mis esfuerzos, y de mi eficiencia ante quien solo le interesa mi presencia, mi persona, mi afecto, como sabe que a mí me interesa el suyo.

En el verano de mi primer año en la India caí enfermo. No era cosa seria, pero mi cuerpo mediterráneo se resintió ante los rigores del Decán, y toda la piel se me levantaba con olas rojizas de alergia tropical. Me encontraba en el paraíso natural de Kodaikanal, doblemente valioso para mí por la belleza derrochada por la naturaleza allí, y por ser la tierra donde nació mi mejor amigo; pero desde que me agarró la dolencia incandescente, perdí el sentido de lo bello y me retorcí en el lecho de tormento sin otro deseo que salir de aquello como fuese.

De repente apareció en la habitación el Padre Rector. Era persona muy eficiente y rápida, y descargó sin piedad su eficiencia sobre mí. Me dijo sin pararse siquiera a preguntarme cómo me encontraba: “Me he enterado de su situación. He llamado al médico del lugar que no tardará en venir. Él le dará la medicación oportuna. Si en tres días no se alivia, lo enviaré a usted a Madrás con un compañero y lo ingresaremos en el hospital. No se preocupe.” Y se marchó sin haberse acercado a mi cama.

Me quedé furioso. Me quemaba el alma por dentro más que la piel por fuera. Cómo me curen o dejen de curarme es lo de menos; no me moriré de esta, y de peores he salido. Pero, por amor de Dios, tráteme al menos como persona. Míreme a la cara, hable despacio, oiga de mis labios lo que me pasa, dígame que lo siente aunque no sea verdad, consuéleme diciendo que se me pasará pronto aunque ni usted ni yo sepamos cuánto va a durar. Pásese un rato conmigo, siéntese en esa maldita silla y hágame compañía, que es lo que más aprecio cuando estoy solo y enfermo en un país extraño al que acabo de llegar. Él solo era el ejecutivo eficiente; se enteró de que uno de sus súbditos estaba en la enfermería, hizo las diligencias pertinentes al caso, me informó de ellas, y se marchó ¡Al diablo con la eficiencia! Hubiera preferido que me dieran sencillamente una purga pasase lo que pasase que no un diagnóstico profesional con un tratamiento deshumanizado. Era mi primera enfermedad en la India, y se me pasó la alergia, pero me quedó la cicatriz por dentro. Lo cuento para sanarla.

En África fue distinto. Había aterrizado yo literalmente en una comunidad de monjas donde debía dar unas charlas sobre la vida religiosa, charlas que en el momento de llegar yo estaban en peligro, pues tenía temperatura alta, garganta ronca, y debilidad general causada por una gripe inoportuna que casi me hizo cancelar el viaje a última hora. Llegué como pude y vieron mi situación. Estaba yo hecho un trapo. Para sorpresa mía, ellas parecieron alegrarse. ¡Nosotras lo curamos! Fue un grito de guerra. Vieron la oportunidad de tenerme a su disposición como paciente indefenso, y decidieron vengarse de todas las veces que curas como yo les habíamos impuesto a ellas hacer lo que nosotros queríamos. No hubo cuartel.

Un grupo de ellas fue inmediatamente al bosque circundante para buscar las hojas medicinales de secretos aborígenes que ellas conocían bien y usaban con maestría. Recetas caseras de la selva. Mientras tanto, otro grupo había traído un enorme caldero, lo habían llenado de agua hasta arriba y lo estaban calentando sobre un fuego de troncos de leña hasta que hirviera el agua. Ahora comenzaron a echar las hojas en el agua mientras decían algo en lenguas que yo no entendía, y no sé si serían oraciones cristianas o conjuros paganos. Parecían las brujas de Macbeth revolviendo el caldero, pero una cosa estaba clara, y era que se lo estaban pasando en grande. A mí me colocaron después, con el torso desnudo, inclinado sobre el brebaje hirviendo, me cubrieron de mantas por todos lados y me mandaron que revolviera el caldo y respirara hondo y sudara todo lo que pudiera. Me tuvieron así tres cuartos de hora, mientras ellas reían y cantaban bailando en corro a mi alrededor y a mi costa, sin poder yo contestar porque no sabía lo que decían, ni podía moverme de debajo de las mantas.

Por fin cesó el vocerío, alguien dio la orden de “¡Un, dos, tres!”, me quitaron todas las mantas de golpe, me secaron, me hicieron beber un brebaje incógnito, y me metieron inmediatamente en la cama con la orden de no moverme para nada. Caí dormido como un tronco y dormí diez horas. Cuando me levanté tenía la garganta clara, los bronquios limpios, y un gran apetito. Otro griterío. La tribu se aprestaba a darme de comer. No sé si disfrutaron más ellas cuidándome que yo dejándome cuidar. Dejarse querer. ¡Qué frase tan bella del idioma castellano! Y qué realidad tan sencilla en aquella bendita experiencia. Estoy deseando volver a agarrar una gripe. (Latinoamérica: gripa.)

Me contáis

[Gracias, María José, por haberme enviado este relato, que por lo visto es una carta a un director de un periódico, y que me ha emocionado.]

“Somos unos padres a los que el ginecólogo comunicó la malformación del hijo que esperábamos con ilusión. Solo los que hemos pasado por esto sabemos lo duro que resulta escuchar que tu hija padece una lesión cerebral y que morirá nada más nacer o incluso antes. ¡Tantas ilusiones truncadas en un segundo! El mismo médico nos explicó que en este caso el aborto está permitido hasta las veintidós semanas de gestación. También algunos familiares, amigos o compañeros de trabajo se atrevieron a opinar sobre cuál debía ser el futuro de nuestra hija. No queremos dar consejos, solo contar nuestra experiencia.

Hace un año, la ecografía de las veinte semanas revelaba que nuestra hija tenía una lesión cerebral incompatible con la vida. Le pusimos el nombre de María y seguimos adelante para poder vivir con ella el tiempo que su propia naturaleza nos permitiese. No se puede ocultar que fue un embarazo difícil y muy duro: noches sin dormir, lloros que no puedes controlar y, sobre todo, la incertidumbre, día tras día, de qué pasará: ¿llegará a nacer?, ¿cómo será?, ¿cuánto vivirá: segundos, minutos, quizás horas? Pero tampoco puedo dejar de contar que, a la vez, fue, de mis cuatro embarazos, el que más intensamente viví, porque fui muy consciente de que el mayor tiempo que iba a pasar con ella sería el que estuviese dentro de mí. Saboreé cada patada y cada momento que pasamos juntas, le canté y hasta le leí cuentos antes de dormir.

Nuestra hija nació el 25 de febrero y vivió apenas dos horas en nuestros brazos. Se fue rodeada de todos sus seres queridos con la ropa que con tanto amor, puntada tras puntada, lágrima tras lágrima, le habían tejido sus abuelas.

Al recordarlo os aseguro que fueron dos de las horas más felices e intensas de nuestra vida. Y aunque fue triste y muy duro, vivimos esa dolorosa y obligada separación con la serenidad y el orgullo de haberle dado todo nuestro amor como a cualquier otro hijo. Han pasado ya ocho meses y hemos aprendido a vivir sin ella, pero su entrañable recuerdo nos consuela y nos acompañará toda nuestra vida.”

Lloro al leer esto.

Salmo

Salmo 51 – La lengua y la navaja

Metáfora violenta en la oración antigua:

“La lengua del malvado es navaja afilada.”

Corta, rasga, hiere. La calumnia y el insulto y la mentira. Dondequiera que toca, hace daño. Relámpago de peligro y golpe de muerte. Filo envenenado de orgullo y desprecio. La lengua del hombre es más dañina que cualquier arma en sus manos.

El salmo define el mal: “palabras corrosivas”. Eso me hace despertar alarmado ante la conciencia de mi falta de responsabilidad. La crítica o el chisme que tan fácilmente dejan mis labios, que yo dejo escapar en broma y sin darle importancia, que defiendo como práctica universal y ligereza perdonable, son, en realidad, golpe duro, inhumano y cruel. Soy cruel cuando hablo mal de otros. Soy brutal cuando murmuro, y sin corazón cuando critico. Echo por tierra reputaciones, pongo en peligro relaciones de otros entre sí, mancho el buen nombre de los demás. Y la mancha queda, porque los hombres tienden a creer el mal e ignorar el bien. Mi lengua es instrumento de destrucción, y yo no lo sabía. No hay falta más disimulada que las faltas de la lengua, y haces bien en llamarme la atención, Señor, para que cuide mis palabras y suavice mis frases. Que mi lengua no sea navaja.

“Tu lengua es navaja afilada,
autora de fraudes;
prefieres el mal al bien,
la mentira a la honradez;
prefieres las palabras corrosivas,
lengua embustera.”

Purifica mi lengua, Señor. Cura mi lenguaje y doma mis palabras. Recuérdame, cuando abro la boca, que puedo hacer daño, y haz que todo lo que yo diga sirva para ayudar y no para dañar. No quiero herir a nadie con el filo impenitente de palabras de acero. Al contrario, quiero que mi lengua sea consciente de su potencial para el mal y para el bien. Que mi lenguaje anime, consuele, sane. Que mis palabras ayuden a todos y mi hablar engendre alegría.

Ayúdame, Señor.

Meditación

Ángeles sobre las puertas

“Revelación de Jesucristo; se la concedió Dios para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto; y envió a su ángel para dársela a conocer a su siervo Juan, el cual da testimonio de todo lo que vio.”
(Apocalipsis 1:1-2)

El ángel de la revelación. Ángel que describe y anima y ensancha nuestros horizontes y afianza nuestra fe al recordarnos con la imaginación de sus visiones y la garantía de su testimonio que Dios es el Señor de la historia, que todos los tiempos están en su mano, que él gobierna el futuro como ha gobernado el pasado, y que su pueblo no tiene nada que temer porque su trono es eterno y su palabra es para siempre. Ángel de confianza y firmeza y alegría. Visión de gloria en trance de promesa. Ángeles en la historia.

El libro entero de la revelación de Juan está lleno de ángeles. Cada iglesia tiene el suyo. “Las siete estrellas son los Ángeles de las siete Iglesias, y los siete candeleros son las siete iglesias” (1:20). Y las siete Iglesias somos todos, y a todos nos alcanzan las advertencias y los ánimos que los ángeles dan a cada una. Otro ángel “sube del Oriente” con el sello del Dios vivo en su mano para marcar con él la frente de los siervos de Dios. Otros gobiernan vientos y mares y fuegos y estrellas, y abren sellos y tocan trompetas y derrotan a demonios y protegen a los elegidos y los conducen hasta el trono del Cordero. Ellos organizan la historia y preparan la eternidad. Son muchos, y su presencia llena los cielos.

“En la visión oí la voz de una multitud de ángeles alrededor del trono, de los Seres y de los Ancianos. Su número era miríadas de miríadas y millares de millares.”
(5:11)

Estamos en buenas manos. Cada ángel es una creación en sí mismo, y hay números sin número de esos ángeles en las alturas de los cielos y en los caminos de nuestra vida. Caminos que nos llevan a la Jerusalén Celestial, la Novia del Cordero, la Ciudad Santa que es imagen y realidad del gozo eterno que nos espera, y en ella nos esperan los ángeles que nos han acompañado en el peregrinar.

“Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y alta con doce puertas; y sobre las puertas, doce Ángeles.”
(21:10-12)

Los ángeles que nos conducen sobre la tierra guardan las puertas de nuestra ciudad eterna en el cielo. Por ellos entramos los que con ellos caminamos. Un ángel cerró la puerta del paraíso de la tierra, y doce nos acogen en el del cielo a puertas abiertas. “Yo, Jesús, he enviado a mi ángel para daros testimonio”, dice la última página de la Biblia (22:16). La ley de Moisés fue “promulgada por los ángeles” (Gálatas 3:19), y la plenitud de la revelación se nos transmite ahora por sus manos en abundancia definitiva. La compañía de los ángeles afirma la vida.

Ángeles de las puertas del cielo: mantenedlas bien abiertas para que todos entremos por ellas.

 

Día 15
Os cuento

Buenos profesionales

Mi amigo jesuita indio Paul Varghese, ha escrito una anécdota en la revista guyaratí Yankalyán, enero 2009, que traduzco aquí.

‘El escritor Dilip Ranpura fue una vez a dar una conferencia a la ciudad de Bhavnagar. De la estación de autobuses se dirigió a pie al lugar de la charla. Era de noche y en el camino había una boca de alcantarillado sin tapadera. Él tropezó allí y se rompió una pierna. Hubo de ser llevado directamente al hospital y no pudo dar la conferencia.

El día siguiente los periódicos de la ciudad publicaron la noticia y explicaron la cancelación de la conferencia. El mismo día por la mañana se presentó a la puerta de su cuarto en el hospital un hombre desconocido y pidió permiso para entrar. El escritor le dijo que no lo conocía pero que podía entrar y le preguntó qué es lo que le traía aquí. El desconocido le dijo: “Yo soy el causante de que usted esté hoy en este hospital.” El escritor le miró con cara de sorpresa y dijo: “Fui yo quien me caí por descuido en aquel agujero, y no veo que usted tenga nada que ver con eso.” El hombre explicó: “Señor, yo soy ladrón. Yo robé la tapadera de ese alcantarillado y la vendí a peso por su valor como metal. Esta mañana he leído en el periódico que usted se había roto la pierna en una boca de alcantarillado sin tapadera, y esa era la que había quitado yo. Por eso he venido a pedirle perdón.”

Hubo un silencio mutuo, y el ladrón continuó: “Mire usted, señor. Yo soy ladrón y robo para comer, así es que no puedo dejar de robar. Pero una cosa le prometo. Jamás volveré a robar la tapadera de una boca de alcantarilla. Puede usted estar seguro de ello.” El hombre pronunció esas palabras con firmeza, saludó con una inclinación de cabeza, y se marchó.’

Un ladrón honrado. Yo tuve un encuentro similar una vez. Me encontraba en el Instituto Bíblico de los jesuitas en Roma, de paso de India hacia España, había dejado mi ropa y cartera en mi cuarto mientras iba a las duchas, y al volver eché de menos mi cartera. No se la había llevado ningún jesuita, desde luego, pero me explicaron que gente que trabajaba en la casa espiaba a huéspedes y se aprovechaba a veces. Eso había sucedido. Pero con un detalle. El ladrón se había llevado mi cartera con todo lo que había dentro, pero antes había sacado el pasaporte, el certificado de vacunación contra la fiebre amarilla, y el carné de conducir, y los había dejado delicadamente sobre la mesa. Otro buen ladrón. Se benefició con su oficio pero no me causó molestias innecesarias. Un buen profesional. No pude invitar aquel día a mi amigo George Ukken, misionero ahora en el Sudán, a comer en un buen restaurante romano (yo había pensado en el ‘Alfredo’ con sus célebres fetuccini) como se lo había prometido. Nos contentamos con una birra.

Correo sin dirección

Me has hecho reír, Ángela. No sé cuándo me tocará morirme, desde luego, y cuando cumplí los 80 declaré que ya tenía derecho a hacerlo sin queja de nadie; he vivido una vida llena, he enseñado, viajado, hablado, he escrito más de cien libros, llevo diez años en la Web, he ayudado, animado, acompañado a muchos y estoy rodeado de imágenes de angelitos que he ido recogiendo a mi paso por lugares exóticos. Voy bien acompañado. Pero tu correo me ha alegrado. Te expresas con cariño, y eso llega al alma.

Y luego ha venido lo divertido. Te he contestado enseguida, como lo hago siempre, en persona, dedicadamente, fielmente, pero al ir a enviarte el mensaje de vuelta he caído en la cuenta de que no llevaba tu dirección. Cuando alguien me escribe directamente, basta con darle a RESPONDER, y el mensaje va a la dirección de donde venía. Pero cuando me escribís desde mi Web tenéis que poner vuestra dirección como se pide allí, pues si no mi respuesta me llega a mi misma Web y no tengo manera de llegar a quien me escribió, y ya ha pasado eso con frecuencia y me apena cuando sucede. Pero como me ha gustado tu mensaje no quiero dejarlo sin respuesta, y aquí la reproduzco por entero, copiando antes tu mensaje y después mi respuesta, tal como te la había escrito. Entiendo que tu referencia es al cariño que he recibido en mi vida y del que hablé en mi Web anterior del 1 de febrero.

Me escribes: “También el cariño te puede llegar y puedes sentirlo a través de estas mismas páginas cada quincena. Desde hace un poco de tiempo, cada vez que intento abrir su página, me asalta la duda, ¿será esta la última? Por la edad de D. Carlos, quizás nuestro Padre Dios se lo quiera llevar con Él. Entonces me viene un desasosiego grande y me pregunto ¿Quién me ayudará con sus sabios consejos, quién me contará cuentos y vivencias tan llenas de ternura, y cómo me acompañarán mis Ángeles, si aquel que me los hizo descubrir, ya no está? A continuación pienso que como siempre nos dice tenemos que vivir el presente y que por ahora y Dios quiera que por muchísimo tiempo lo tengamos entre nosotros y nos pueda seguir enseñando, consolando, contándonos sus vivencias tan llenas de moralejas y sobre todo dándonos su ternura y su cariño a través de Internet. Con todo cariño y por mucho tiempo, a mi Ángel. Ángela.”

Te contesto: “Merece la pena haber vivido aunque solo sea por recibir estas líneas, Ángela. El cariño es lo que más vale en la vida, y atesoro esas experiencias como viste precisamente en mi Web anterior de 1 de febrero en el párrafo ‘Dosis de ternura’. Te recuerdo mi propia frase allí: ‘Necesito dosis de ternura para paliar la dureza darviniana de la lucha por la existencia.’ Y es bello descubrir que la ternura se puede percibir por Internet. Gracias por esa revelación, Ángela. Abre el corazón. Los hombres nos preciamos de ser recios, y los jesuitas más aún. Dicen que Voltaire dijo de nosotros: “Entran sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse.” Claro que Voltaire es algo volteriano y se pasa, pero no somos especialistas en ternura. Nos ayudamos, estimamos, apoyamos, y haríamos cualquier cosa por un compañero, pero recortamos sentimientos. Y quizá no solo nosotros. Me acaba de escribir una buena monja que la va muy bien en su vida religiosa pero no se siente amada por sus hermanas. Somos recatados porque conocemos los peligros, pero por eso mismo aprecio yo la manifestación directa, sencilla, sentida, humilde, delicada, atrevida y recatada de afecto sincero. Tony de Mello nos repetía: ‘Si quieres a alguien, díselo.’ Tan sencillo, tan divino, y tan humano. Y en inglés nos repetía mucho la frase “Take it in!”, cuando alguien nos manifestaba afecto, que en castellano sería nuestra bella expresión, “¡Dejate querer!” Tu mensaje me ha despertado esos sentimientos. Y aprecio los sentimientos más que las ideas. Gracias, Ángela. Un beso. Carlos.”

Me contáis

Me alegro que alguien haya notado que me he saltado un salmo en la serie. He pasado del 49 al 51. Pobre 50. ¿Qué le pasó? Es nada menos que el célebre Miserere. Está muy bien en su momento, y ha inspirado a músicos y a pecadores en todos los tiempos, pero ya conocéis mi desacuerdo con el complejo de culpa que se nos ha metido dentro y que se presta a toda clase de manipulación de miedo e inferioridad a lo largo de nuestra vida. Desde el nacimiento. Como dice ese salmo:

“Mira que en culpa ya nací,
Pecador me concibió mi madre.”

Llamar pecador a lo más inocente y tierno del mundo que es un niño recién nacido no me parece aceptable. Es un oprobio y un condicionamiento de por vida. Antes nos bautizaban enseguida por miedo de que muriéramos antes del bautizo y no pudiéramos ir al cielo. Para eso inventaron el Limbo. Ahora han suprimido el Limbo, con lo cual el niño, aun no bautizado, puede ir al cielo. ¿Como pecador recién concebido? Pobrecito. Si le han abierto las puertas del cielo al bebé inocente, quitémosle el agravio también.

Pero sí me gustan los versos al final del salmo:

“Vuélveme la alegría de tu salvación,
y en espíritu de nobleza afiánzame.”

Salmo

Salmo 52 – La muerte de Dios

Yo creía que el ateísmo era una moda más o menos moderna. La proclamación de la muerte de Dios llegó a ser noticia en los periódicos de la mañana. Ateos y agnósticos presumen de ser pensadores actuales que dejan atrás a creyentes anticuados. Y, sin embargo, ahora me encuentro en tu Salmo, Señor, que yo había ateos en aquellos días. Ya entonces había quienes negaban tu existencia y trataban de convencerse a sí mismos y a los demás de que no hay Dios. Parece que la enfermedad viene de antiguo.

Dice el necio para sí: ¡No hay Dios!

Anoto la palabra escueta con que se describe al ateo y se despide su caso: Necio. El necio bíblico. La persona que no tiene entendimiento, que queda lejos de la sabiduría, que no percibe, que no ve. La falta de perspectiva, de sentido, de visión. La incapacidad de ver lo que se tiene delante de los ojos, de abrazar la realidad que surge alrededor. El necio no entiende a la vida, y al no entender a la vida, no entiende nada. Él se hace daño a sí mismo.

¿Y no soy yo también a veces necio, Señor? ¿No me porto en la práctica como si tú no existieras, ciego a tu presencia y sordo a tus llamadas? No te hago caso, me olvido de ti, paso de largo. Vivo mi vida, me encuentro con la gente, tomo decisiones sin referencia alguna a ti. Pienso y actúo en total independencia de ti. Funciono a nivel puramente humano, hago mis cálculos y evalúo los resultados en pura estadística. ¿No es eso ser ateo en la práctica?

Quiero luchar contra el ateísmo en el mundo de hoy, y para hacer eso caigo en la cuenta de que debo empezar por luchar contra el ateísmo en mi propia vida y en mi conducta diaria. Tengo que vivir de hecho y mostrar en humildad una dependencia feliz y total de ti en todo lo que haga. Quiero tenerte ante mis ojos cuando pienso y sentirte en mi corazón cuando amo. Quiero escuchar tu voz y adivinar tu presencia, y quiero actuar siempre de tal manera que se vea que tú estás a mi lado y que yo lo sé y lo reconozco. Quiero ser creyente no sólo cuando recito el credo, sino cuando doy cada paso y vivo cada instante en el trajín del día.

Mi respuesta a la “muerte de Dios” es que tú, Señor, te manifiestes en mi vida.

Meditación

“La voz que yo había oído desde el cielo me habló otra vez y me dijo: ‘Vete, toma el libro que está abierto en la mano del ángel, el que está de pie sobre el mar y sobre la tierra.’ Fui donde el ángel y le dije que me diera el libro. Y me dice: ‘Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel.’ Tomé el libro de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel.”
(Apocalipsis 10:8-10)

El libro es el rollo de papiro que contiene los decretos de Dios para el mundo, que son dulces cuando los recibimos de su mano, y duelen en las entrañas porque hay sufrimiento en la vida y porque es fácil oír o leer la palabra de Dios, y difícil el cumplirla. Es el libro que ya se ofreció al profeta Ezequiel en su visión, paralela a la de Juan aquí:

“Y me dijo: ‘Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este libro enrollado y ve luego a hablar a la casa de Israel.’ Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: ‘Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que te doy.’ Lo comí y fue en mi boca dulce como la miel.’
(Ezequiel 3:1-3)

La visión del pergamino que entra por los ojos y por la boca pasa del profeta del Antiguo Testamento al apóstol del Nuevo. El libro que no solo se lee sino que se devora, como nosotros decimos familiarmente que “devoramos” un libro en lectura rápida. El libro que es un pergamino “escrito por el anverso y el reverso” con la voluntad de Dios en él para mí y para el género humano. El libro de su palabra y su inspiración, de profecía y evangelio, de predicación y testimonio, y luego, por continuidad y desarrollo, el libro que es cada página escrita con el afán de que refleje la voluntad de Dios, cada palabra pronunciada con la ilusión de que recoja sus ecos, cada escrito impreso con la plegaria de que continúe su presencia. Libros nuevos en las manos del ángel de siempre. Continúa la oferta.

Muchos libros he escrito en mi vida. Ángel del libro, que les sepan dulces en la boca y en las entrañas a todos los que los lean contigo.

Día 1
Os cuento

¡Animar a la gente!

[Esto fue algo de lo que les dije a un grupo de jesuitas en una charla el otro día.]

Nos preguntamos por nuestra identidad. Las personas cambiamos, y los grupos también. Heidegger dijo que el hombre nace siendo uno, se hace muchos según va viviendo, y muere siendo uno. Añadimos facetas a nuestra personalidad. También como grupo.

La identidad del grupo se define por el fin al que se dedica. San Ignacio expresó el fin de la Compañía que fundó como “atender a la salvación y perfección de las ánimas propias y las de los prójimos”. Francisco Javier, de los primeros jesuitas, lo aprendió bien y se dedicó a “atender a las almas” en el oriente en un tiempo en que imperaba el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, y él repetía en una oración compuesta por el mismo, “¡Mirad, Señor, cómo en oprobio vuestro se llenan de las almas de los infieles los infiernos!”. Él atendió a la salvación de esas almas. Hoy somos más generosos teológicamente, el Concilio Vaticano ha admitido que los no cristianos también pueden salvarse, y con eso el evitar caídas al infierno no parece tan urgente ya que no van tantos. En cuanto a “perfección”, la vida religiosa se llamaba entonces “estado de perfección”, mientras que ahora la llamamos “vida consagrada” porque nos da corte llamarnos perfectos. Es decir, la idea de nuestro fin sigue siendo la misma de “atender a las almas”, pero a nosotros no nos va tanto eso de “salvación” y “perfección”, y buscamos expresiones nuevas.

El padre Arrupe, célebre general de la orden en el siglo pasado, interpretó el fin actual de nuestra misión como “el servicio de la fe y la promoción de la justicia”. Eso es “atender a las almas” hoy, y responde con expresión feliz a la situación mundial que vivimos en nuestro siglo. No tan feliz fue la expresión también generalizada en nuestros días de la “opción preferencial por los pobres” como actitud definidora del jesuita en su misión, ya que muchos de nosotros pensamos que si esa era nuestra tarea, nosotros no éramos jesuitas porque no trabajamos con los pobres. He leído un libro, escrito por un justamente célebre jesuita, con el título “Fuera de los pobres no hay salvación”, pero no me lo he tomado muy en serio. Un poco exageradillo parece.

A mí también se me ocurren ideas. Hay una expresión del mismísimo Ignacio, y nada menos que en la bula del papa que estableció a la Compañía de Jesús, que a mí me parece tiene vigencia permanente y fuerza inspiradora. En la “Fórmula del Instituto”, que es la bula del papa Pablo III “Regimini militantis Ecclesiae” (27.09.1540), dice que la Compañía se ha fundado para “la consolación de las almas”. La palabra “consolación” no quiere decir allí darle el pésame a la familia de un difunto, sino “ayudar, dar fuerzas, dar ánimos, animar”. Ese significado tenía en el castellano de aquellos tiempos. Tenemos un testigo en el célebre romance anónimo de entonces que comienza:

“Fontefrida, fontefrida,
fontefrida y con amor,
do todas las avecicas
van tomar consolación,
si no es la tortolica
que está viuda y con dolor.”

“Tomar consolación” es recobrar el ánimo, refrescarse, recuperar fuerzas como los pajarillos alegres en las aguas frías, sencillamente pasar un buen rato. Y eso es el dedicarse a la “consolación de las ánimas”. Animar a todos, que buena falta nos hace a todos. La vida es dura, y el dar ánimos para vivirla con alegría es nuestra misión.

“La vida es dura, amarga, y pesa.
La noche llega y todo cesa.”
(Rubén Darío)

En el libro de Los Hechos de los Apóstoles se narra cómo los apóstoles le cambiaron el nombre a un cristiano chipriota que se llamaba José y le pusieron Bernabé, que quiere decir “hijo de la consolación”. En hebreo hay pocos adjetivos, y se usa la expresión “hijo de (sustantivo)” como adjetivo. Por ejemplo, Jesús llamó a Santiago y Juan “hijos del trueno” para significar que los dos tenían un carácter fuerte. “Hijos del trueno” quiere decir que eran enérgicos, atrevidos, potentes. (Que por cierto no encaja con la imagen tierna y delicada que la tradición ha creado de san Juan evangelista. El Greco y Leonardo da Vinci lo pintan casi afeminado cuando lo único cierto que sabemos de su carácter es que era “atronador”.) Y la palabra que en la biblia latina es “consolación”, en la griega quiere decir “exhortación, fortalecimiento, animar, alentar”. “Hijo de la consolación” quiere decir alguien que tenía el carisma de animar a la gente, y tal era Bernabé como se muestra en la Biblia. Fue luego levita, apóstol, compañero de Pablo, y santo. San Bernabé. El que animaba a la gente. Ese sentido del latín es el que tenía la palabra “consolación” en el castellano del tiempo de san Ignacio.

Una vez asistía yo a la consagración de una iglesia nueva en la India. Tiene mucha fuerza la consagración de una nueva iglesia en suelo gentil, y nos reunimos muchos compañeros para el acto. Es la ocasión de encontrarse con amigos a los que no se ha visto hace años, reanudar contactos, saludar a gente conocida, y dejarse saludar por todos. Oficiaba el señor obispo, desde luego, y con él fuimos en procesión unos veinte sacerdotes desde la casa del párroco hasta la iglesia. El problema fue que había cierta distancia entre los dos puntos, y la buena gente disponía solo de unos pocos metros de alfombra roja. Pero lo tenían todo pensado. Extendieron la alfombra. Anduvimos cuidadosamente sobre ella hasta el borde. Nos paramos. Ellos recogieron rápidamente la alfombra de debajo de nuestros pies, y volvieron a extenderla por delante. Así íbamos avanzando poco a poco mientras ello recogían la alfombra por detrás y la volvían a extender por delante, tramo a tramo. Así llegamos solemnemente (y sin reírnos) a la puerta de la nueva iglesia.

El obispo rezó una oración, exclamó “¡Ábrete, puerta!”, y la golpeó tres veces con el báculo. Pero la puerta no se abría. Había quedado cerrada por dentro y no había manera de abrirla. En esto un chiquillo salió de la multitud, corrió derecho hasta la pared de la iglesia, trepó como una ardilla, se metió por una ventana, descorrió el cerrojo de la puerta desde dentro, la abrió de un empujón, y saludó al obispo con las manos juntas. Aplausos.

Después de la misa andaba yo estrechando manos, reflejando sonrisas, saludando a amigos cuando me encontré con un misionero a quien no había visto hacía años. Alegre y simpático, devoto y sencillo, buen religioso y sacerdote ejemplar, lo vi de repente entre la multitud, me acerqué a él, le di un abrazo largo, me quedé mirándole, y le pregunté para abrir conversación, “¿Qué haces, Chomin?” La pregunta era solamente para saber si estaba de párroco o de profesor o de capellán de monjas o de cualquier otra cosa, ¿qué haces, dónde estás, que cargo tienes, qué trabajo haces? Pero su respuesta fue mejor que mi pregunta. Cuando le pregunté ¿Qué haces?, Chomin se encogió de hombros, alargó la sonrisa, esperó un momento, y en su musical acento vasco que no había perdido ni a través del inglés ni del guyaratí me contestó sencillamente: “¡Animar a la gente, pues!”

Animar a la gente. Le dije que me había dado la mejor definición del jesuita, de su identidad, de su función, de su misión. Animar a la gente. No sabía el buen Chomin que estaba resumiendo a san Ignacio, al papa Pablo III, a san Bernabé, y al Fontefrida, fontefrida. Pero me estaba dando una emoción y una expresión que a través de todas las vicisitudes y cambios de siglos y épocas y modas y culturas permanecen intactas, válidas, profundas y sencillas en la definición de nuestra identidad, nuestra personalidad, nuestra tarea, nuestra misión. Animar a la gente. Ahí está san Ignacio, ahí está la Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús, ahí está “la consolación de las almas”, ahí está “el hijo de la consolación”, ahí estamos todos nosotros. Animar a la gente. Esa definición es para siempre. A mí me viene bien, porque mi madre se llamaba María de la Consolación, así es que yo soy también con pleno derecho hijo de la Consolación como uno cuya madre se llame María Dolores es el hijo de la Dolores. Hijo de la Consolación. Quiero serlo también en mis relaciones con los demás.

Eso procuraba hacer yo cuando enseñaba matemáticas en la universidad. Animar a mis alumnos. Claro que había cursos y exámenes y notas y suspensos y sobresalientes, y yo quería que aquellos espléndidos muchachos y muchachas aprobasen y sacaran matrícula, pero lo que yo quería de inmediato en cada clase era que pasaran un buen rato, que se divirtieran, que se olvidasen de todas las preocupaciones de casa y de estudios y de futuro y de relaciones, que se entregasen a una experiencia intensa y gozosa, que disfrutasen al llegar al final de un largo teorema, que gritasen al resolver un complicado problema, que salieran bailando de la clase gritando ¡Lo hemos pasado bien! No siempre era así, pero nunca dejé de intentarlo. Y con frecuencia lo conseguía. Disfrutaba yo y disfrutaban ellos y ellas. Animar a la gente.

Eso hago también cuando escribo libros. Animar a mis lectores. No intento reformar a la sociedad ni salvar al mundo. Dios me libre. No intento enseñar ni resolver ni aclarar ni dirigir. Quiero pasar yo un buen rato escribiendo y que se lo pase mejor a ser posible el lector y la lectora leyendo. Animar a la gente.

Eso hago en mi página Web al pensar qué puedo contar en ella, al escarbar memorias, buscar cuentos, encontrar anécdotas, conseguir llenar las páginas de turno para completar el envío y llegar a mi cita quincenal con mis amigos de Internet. Que quien la lea pase un buen rato, que disfrute, que sonría a la vida, que se anime.

Y eso he querido hacer en esta charla con vosotros. Animaros a todos. Y animarme a mí mismo con vosotros. Animémonos nosotros para seguir animando a todos aquellos a quienes de alguna manera nos vayamos encontrando en la vida. Esa es en definitiva nuestra vocación. Animar a la gente.

Me contáis

La pregunta ha sido delicada, y la respuesta también va a tener que serlo. Pero no por eso ha de dejar de ser clara y realista, pues si no, no vale para nada.

Me dices que tienes dudas sobre si tu mujer te es fiel o no, y me preguntas qué debes hacer.

Doy por supuesto que la duda es seria, que tienes indicios significativos, que no son puros celos o sospechas infundadas. La duda es seria, y si no, no me habrías escrito. Pero no tienes certeza. No tienes pruebas.

Lo primero es no permanecer en la duda. La duda acabaría con el matrimonio. No puedes ir disimulando mientras crece tu inquietud interior. Y digo crece, porque en tu mente la duda irá a más e irás interpretando cada incidente con tu mujer como una nueva prueba. Hay que salir de dudas. La mejor manera de salir de dudas, aunque también la más dura, es hablar de ello directamente con ella. Con mucho cariño, delicadeza, ternura, sensibilidad, y al mismo tiempo claridad, sinceridad, vulnerabilidad, igualdad. Hablarlo.

Lo importante es la actitud con que se abre el diálogo. Si tus sospechas resultan infundadas y quedas plenamente satisfecho con su reacción, todo va bien. Si son fundadas y tú amenazas con la separación y acabáis en divorcio, habrás destruido el matrimonio. Si son fundadas y exiges arrepentimiento y otorgas perdón y esperas corrección total, habrás desequilibrado el matrimonio. Quiero decir que tú te eriges en perdonador y ella queda como perdonada, y eso no va a resultar. Lo ves perfectamente desde ahora.

Pero hay otra actitud posible y esa puede ayudarte. Cae en la cuenta de que si ella se ha distanciado de ti, algo tienes que ver tú con eso. El distanciarse es mutuo. No digo que los dos hayáis hecho lo mismo, pero sí que los dos sois responsables de encontraros ahora distanciados. No midas ni compares responsabilidades, pero admite que las hay por ambas partes. No ha de haber acusador y acusada, ni perdonador y perdonada. Sois iguales. Volved a serlo.

¿Y el futuro? El matrimonio ideal es el monógamo, monoándrico, exclusivo de por vida. Es el ideal. Pero lo ideal no es siempre lo real. Habrá que aceptar realidades según se presenten y saber reaccionar a ellas. El matrimonio es algo tan importante y valioso que merece la pena tolerar a veces sus imperfecciones precisamente para mantenerlo.

Todo lo dicho aquí acerca del marido que duda de su mujer se aplica exactamente igual a la mujer que duda de su marido. Basta con intercambiar los términos.

Salmo

Salmo 53 – El poder de tu nombre

“¡Oh Dios, sálvame por el poder de tu nombre!”

Adoro tu nombre, Señor, tu nombre que mis labios no se atreven a pronunciar. Tu nombre es tu poder, tu esencia, tu persona. Tu nombre eres tú. Me alegra pensar que tienes nombre, que se te puede llamar, que puedes entablar diálogo con el hombre y la mujer, que se puede tratar contigo con la confianza y familiaridad con que se trata con una persona querida.

Al mismo tiempo, respeto el silencio de tu anonimato al ocultar tu nombre a los mortales y velar el misterio de tu intimidad con la sombra de tu transcendencia. Tu nombre está por encima de todo nombre, porque tu ser está por encima de todo ser.

Tu nombre está escrito en los cielos y lo pronuncian las nubes entre truenos. Lo dibujan los perfiles de montañas en la nieve y lo cantan las olas eternas del océano. Tu nombre resuena en el nombre de cada hombre y cada mujer en la tierra, y se bendice cada vez que un niño es bautizado. Toda la creación expresa tu nombre, porque toda la creación viene de ti y va a ti.

También yo, en mi pequeñez, soy un eco de tu nombre. No permitas que ese eco muera en silencio estéril.

“¡Sálvame, oh Dios, por el poder de tu nombre!”

Meditación

Y la mariposa dijo: “Os avisé”.
(Chamalú)

¿Hace cuánto no has visto volar una mariposa? ¿Días, meses…, quizá años? ¿Cuál fue la última vez que te sorprendió el palpitar del abanico viviente de alas ingrávidas en leve trayectoria de color? ¿Cuándo viste por última vez a una mariposa posarse en una flor y observaste sus antenas erectas y la espiral de su trompa expertamente desenroscada en busca del néctar oculto en el seno de la flor?

En mi niñez yo veía mariposas todos los días, no ya en el campo, sino en medio de la ciudad que era menos asfalto y más jardín que ahora. Solo en invierno las echaba de menos, y esperaba la aparición de la primera mariposa como certificado vivo de la llegada de la primavera. Incluso las atrapaba sigilosamente entre mis dedos, para observar de cerca sus geométricos dibujos, admirar la viveza de sus colores, y dejarlas marchar guardando solo entre mis dedos el recuerdo impreso del mágico polvillo de sus alas de hada. Eso era cuando yo era inocente y el aire era limpio. Ahora no veo mariposas. ¿Dónde estarán?

Nos dicen que un buen índice de la salud ecológica de una región es el número de mariposas que en ella se ven. Si eso es así, andamos mal de salud. Las mariposas se retiran porque el aire se enturbia, la hierba se marchita, las flores se van. Y al marcharse se llevan con ellas la consolación que nos quedaba de ver su alegre presencia y recibir su testimonio valioso acerca de nuestro entorno vital. Hoy no están y su ausencia nos hace sentir la pobreza entristecida del aire que respiramos y de la tierra que pisamos. Hemos perdido el certificado de buena conducta. Algún castigo nos llegará.

¿Qué es perder una mariposa? Es perder naturaleza, perder patrimonio, perder creación. Dios creó generosamente la multiplicidad de seres vivos para compañía, servicio, y alegría del hombre y la mujer que eran imagen suya, y a quienes quiso manifestar así su amor profundo y su providencia cuidadosa. Herencia paterna que adorna y acomoda la casa en la que los hijos han de vivir. Conservar esa casa es deber de familia. Por eso la ecología es virtud y el cuidado del entorno es reverencia a Dios. Toda pérdida de herencia es deslealtad al Padre que la legó.

Y seguimos perdiendo. Planta a planta, mariposa a mariposa, especie a especie. La lista aumenta cada día. Perdemos follaje, perdemos trinos, perdemos colores, perdemos vida. Y la pérdida es siempre irreparable. La mariposa que se va, no vuelve. Por eso quiere avisarnos antes de marcharse. Para que no se nos haga demasiado tarde.

La mariposa nos avisa con su desaparición paulatina. Cada ala de menos en nuestros jardines es un peligro más para nuestro futuro. Despertemos a tiempo al mensaje. Antes de que llegue el día en que la mariposa ya no esté aquí para advertírnoslo.

 

Día 15
Os cuento

Educación moderna

La mamá lleva al niño pequeño al colegio por la mañana. Una de las muchas con las que me cruzo en mi paseo matutino cuando abren los colegios y papás y mamás acompañan a sus hijos e hijas de la mano al deber diario que comienza a moldear sus vidas. Esta mamá va arrastrando la maleta con ruedas que lleva la carga pesada de libros y cuadernos para la jornada escolar del niño. Antes se llevaba en cartera de mano. Luego en mochila a la espalda. Lo último es en maletín de ruedas. Cada vez más sano para el cuerpo y sus articulaciones, y para el alma con su aumento de conocimiento impreso. La mamá arrastra el maletín con ruedas del niño. El mango de una raqueta de tenis asoma por arriba. Hay algo más que libros dentro. El niño va dándole patadas a un balón de un lado a otro de la calle. Es más divertido, claro, y la mamá arrastra con gusto los libros. Aunque la mamá es alta y el asidero del maletín es corto porque está hecho a medida del niño que es quien debería llevarlo, y la mamá tiene que inclinarse y agacharse un poco para alcanzar el asa. Pero no importa. Que disfrute el niño.

En esto el balón se le escapa al niño. Le ha dado demasiado fuerte y se ha salido de la acera, rueda por la calzada y lo puede alcanzar cualquier coche y reventarlo. El niño grita “¡Mamá, el balón!” y señala el peligro. La mamá deja el maletín de los libros, se lanza valiente entre los coches, hace señales desesperadas para que paren, alcanza el balón, lo coge, se le escapa, vuelve a cogerlo, está ya más cerca de la acera de enfrente, cruza allí, llega hasta el paso de cebra, cruza de vuelta con el balón en las manos, se reúne sonriente con el niño, le entrega victoriosa el balón, le da un beso, vuelve a coger el maletín de los libros y lo arrastra, el niño vuelve a darle patadas al balón, y así ambos siguen su camino hacia el colegio.

Yo también sigo mi camino de vuelta hacia mi casa.

¡Pobre muchacho!

Dos marineros

El marinero en su pequeño barco de vela en medio del mar contempla el horizonte lejano que alarga su mirada hasta los confines de la tierra. Olas y espuma y espacio y azul hasta que el cielo se hace mar y el mar se hace cielo y todo es circular, infinito, cósmico. El punto definitivo del encuentro de todo. La meta de la vida. El sueño del joven marinero. ¿Cuándo llegaré allí?

En esto se fija, afina la mirada, enfoca lo ojos, y ve. Allí, en el horizonte lejano, en el punto cósmico, en la fusión de cielo y tierra hay un pequeño balandro como el suyo. Divisa su vela, sigue su movimiento en las olas, adivina a su feliz tripulante que ya ha llegado al punto de destino. ¡Qué suerte tiene!

El feliz tripulante del punto de destino está a su vez mirando hacia nuestro marinero desde lejos. Él también lo ve en su horizonte donde el cielo se abraza con el mar, en el punto del encuentro cósmico, en la meta final. Y él también piensa en la suerte que tiene el marinero de estar ya allí, de haber llegado, de haber realizado su sueño.

Todos creemos que el punto del encuentro cósmico está lejos. Otros han llegado, yo no. Otros son santos, buenos, perfectos. Yo no. Otros son felices. Yo no. Yo sigo a distancia infinita del ideal lejano. Nunca llegaré.Es mi historia favorita del Buda.

– Maestro, tenéis diez mil discípulos. ¿Cuántos de ellos han alcanzado la iluminación?
– Todos, pero ellos no lo saben.A ver si nos enteramos de una vez.

Olas en el mar

El maestro y el discípulo están sentados juntos a la orilla del mar. Habla el maestro:

– ¿Oyes el ruido de las olas? De cada ola. Todas parecen iguales pero todas son distintas. El comenzar, el crecer, el avanzar, el romper. Luego el retirarse, el recogerse, el escucharse a sí mismas, el reunir fuerza para volver a embestir. No hay dos olas iguales. Aprende a identificar cada nota, a distinguir cada matiz, a dejar a cada ola ser lo que es, siempre fiel a sí misma, siempre espontánea, obediente, puntual, irrepetible. Aprende la ciencia de las olas. El arte de las olas.

– Las oigo, maestro. Cierro los ojos y las siento venir, estallar, volver, cada una a su manera, cada una a su tiempo, cada una distinta.

– El mar es reflejo de la vida, hijo mío, y las olas lo son de las personas. Todas parecidas y todas diferentes. Aprende a reconocerlas y respetarlas y dejarles ser lo que son. Aprende a vivir cada momento, a descubrir a cada persona y a cada momento en cada persona. A conocer el mar. A conocer la vida. Sigue meditando en las olas que son pauta de vida.

– Oigo a las olas, maestro, y oigo a las personas.

– Bien, hijo mío. Ahora, ¿oyes también el silencio entre dos olas?

Me contáis

Gracias, Donald, por el libro que me has enviado. Me gustan las autobiografías aunque sean de drogadictos. Para que veas que lo estoy leyendo te cito lo que acabo de leer en él. Después de pasar una temporada en la cárcel, el protagonista se reúne con su grupo y pronto nota una cosa. La ropa que compra al salir de la cárcel no encaja con la de sus compañeros. La moda había cambiado en poco tiempo y él no la había seguido desde la cárcel.

“En cuanto me encuentro con ellos caigo en la cuenta que mi ropa no es la que debe ser. Como acabo de salir de la cárcel no tengo idea de cual es el ‘look’ que impera, y tampoco tengo dinero para permitírmelo. Llevo un jersey que encontré barato. Menos mal que es oscuro. Pero lleva una raya blanca de lado a lado, y sé que eso está mal. A juzgar por la manera como los compañeros me miran veo que está muy mal. [Roba, saca algún dinero, lo primero que hace es cambiar de ropa.] Ahora puedo permitirme el reinventarme. Todo lo que llevo es oscuro, a tono. Botas negras Caterpillar, pantalones de lona azul oscuro, jersey de cuello alto negro. Tiro a la basura delante de todos el jersey de la raya blanca. Neil me aplaude, y eso me hace sentirme bien. Ya soy uno de ellos.”

No recomiendo el libro y por eso no cito su título. Es muy duro y hace sufrir. Pero sí revela rasgos que nos ayudan a entendernos mejor entre generaciones. Uno de ellos es la moda joven. El joven ha de estar alerta para seguir la moda porque es el certificado de identidad y el pasaporte para el grupo. Por eso cambia constantemente, aunque los mayores no nos demos cuenta de ello, para ir cambiando la identidad del grupo, la imagen ante la sociedad, la pertenencia a la juventud. Por eso cambia la moda, y cambia tan rápida. Hay que renovar el pasaporte.

Salmo

Salmo 54 – Violencia en la ciudad

“Veo en la ciudad violencia y discordia;
día y noche hacen la ronda sobre sus murallas;
en su recinto, crimen e injusticia;
dentro de ella, calamidades;
no se apartan de su plaza la crueldad y el engaño.”

Es mi ciudad, Señor, y son mis días en ella los que así transcurren. Violencia en la ciudad. Huelgas y manifestaciones y gritos de ataque y sirenas de la policía. Calles que parecen campos de batalla, y edificios que parecen fortalezas sitiadas. Disparos y explosiones en la vecindad. Casas que se queman, tiendas robadas, y sangre sobre las losas del pavimento. Y yo he estado en esos edificios y he andado por esas calles.

Conozco la angustia del toque de queda de veinticuatro horas, la picadura amarga del gas lacrimógeno, el frenesí dionisíaco de la multitud en orgía de destrucción, la noticia fría de una muerte violenta en el portal de al lado. La inseguridad de toda la noche, la tensión del encierro obligatorio en casa, la angustia de no saber cuánto durará, el peso negro de la venganza sobre el corazón del hombre.

Esa es mi ciudad, florida en sus jardines y orgullosa en sus monumentos. Ciudad de larga historia y comercio floreciente, de rico folklore y diseño artístico. Ciudad edificada para que los hombres y mujeres vivan en paz en ella, para que recen en sus templos, aprendan en sus escuelas y se mezclen en los amplios espacios de su abrazo urbano. Ciudad a la que amo a lo largo de tantos años en que he vivido en ella, viéndola crecer, e identificándome con el aire y el temple de sus estaciones, sus fiestas, su calor y sus lluvias, sus ruidos y sus olores. Mi hogar, mi casa, mi dirección sobre la tierra, el lugar de descanso adonde vuelvo tras cada viaje, al calor de mis amigos y a la familiaridad del rincón bien amado.

Y ahora mi ciudad arde en llamas y se disuelve en sangre. Siento vergüenza; siento miedo y desgana. Incluso siento la tentación de escaparme y buscar refugio para librarme del odio y la violencia que entristecen y amenazan mi existencia.

“¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme!
Emigraría lejos, habitaría en el desierto,
me pondría en seguida a salvo de la tormenta,
del huracán que devora, Señor.”

Pero no, no me marcharé. Me quedaré en mi ciudad y llevaré sus cicatrices en mi cuerpo y su vergüenza en mi alma. Me quedaré en medio de la violencia, víctima voluntaria de las pasiones del hombre en la solidaridad de un dolor común. Lucharé contra la violencia sometiéndome a ella, y ganaré la paz sufriendo la guerra. Me quedaré en mi ciudad como sus piedras, sus edificios y sus árboles, en fidelidad leal tanto en la adversidad como en la prosperidad. Redimiré los sufrimientos de la ciudad que amo cargándolos en cruz sobre mis espaldas. Que hombres y mujeres de buena voluntad anden de la mano por sus calles para que vuelva la paz a la ciudad afligida.

“Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará;
no permitirá jamás que el justo caiga.”

Meditación

Al abrir mi ventana todas las mañanas,
Veo el monte Fuji.

Nos alegramos mucho. Quizá envidiamos también al sabio japonés que nada más con abrir la ventana de su casa por la mañana puede disfrutar de la vista, a un tiempo artística y sagrada, del monte perfecto en su cono de nieve, cargado de tradición y de sentimiento, símbolo de un pueblo, de una fe, de un esfuerzo para elevarse desde una base terrestre hasta un vértice de nubes en contacto con el mismo cielo. Una vista así cada mañana consagra y eleva el resto del día con el recuerdo gráfico y emotivo del destino eterno que nos espera y al que nos acercamos día a día en peregrinación agradecida. Feliz el hombre que comienza el día ante el triángulo sagrado del monte Fuji.

La cosa cambia un poco cuando nos enteramos de que el sabio japonés que pronunció esas palabras vivía muy lejos del monte Fuji, de hecho vivía en otra isla del Japón desde donde ni siquiera en el horizonte se divisaba tierra alguna, y además su casa estaba en un pueblecito de viviendas apiñadas donde lo único que veía al abrir la ventana por la mañana era la pared del vecino con su color deslucido y sus manchas de tiempo. Para colmo, el buen hombre nunca había salido de su pueblo y nunca había visto el monte Fuji en su vida, y solo lo conocía a través de poemas y pinturas, como un nombre, un símbolo, una imaginación. ¿A qué venía, pues, el decir que veía el monte Fuji desde su ventana? ¿Era presunción? ¿Era deseo objetivado? ¿Era licencia poética? ¿Era nostalgia? ¿Era sueño?

Era algo más sencillo y más profundo al mismo tiempo. El sabio había aprendido a valorar la vida ordinaria, a tomar cualquier incidente como manifestación de la vida, a descubrir nobleza en lo vulgar y belleza en lo trivial, a saber que cada palabra es mensaje y cada rostro revelación, a ver la creación entera en una hoja de hierba, y el monte Fuji en una pared de barro. Había encontrado el sentido sagrado de la existencia, el alma del universo, la unidad del cosmos. No necesitaba vivir en un monte sagrado o en una gruta solitaria. No necesitaba imágenes ni paisajes. No necesitaba escrituras ni ritos. Por todo ello había pasado con devoción y respeto, y todo ello lo había llevado a la contemplación directa de todo en todo, del cielo en la tierra, de lo divino en lo humano, del monte Fuji en la pared de enfrente. Así lo veía todas las mañanas y bendecía su día con la presencia remota pero cercana del espíritu en la materia. Ojos de fe que ven redención en cada suceso y gracia en cada gesto. Ese era el secreto del escondido adorador del monte Fuji.

Ese es el secreto de la elevación del alma en medio de la rutina diaria. La contemplación del monte Fuji cada mañana al abrir la ventana. El culto de lo cotidiano. La novedad de lo repetido. La sorpresa de lo aburrido. La reconciliación con las cosas tal como son y con la vida tal como es. El gozo del presente sin esperar a triunfos de futuro. El saludo a la pared de enfrente sin envidiar a los vecinos del Fuji. Esa actitud cada mañana es la más apropiada para vivir bien el día.

Yo incluso sospecho que los vecinos del Fuji que lo ven en realidad desde sus casas a cualquier hora, acaban por acostumbrarse, aburrirse, y dejan de mirarlo. Más vale el sabio lejano que sigue adivinándolo porque nunca lo ha visto. Eso es fe.

Día 1
Os cuento

En el hospital

He estado malito. Nueve días de hospital. Me entró un dolor de vientre fuerte por la noche. Pensé que aguantaría y llamaría más tarde durante el día a una pariente doctora para que me viera. Pero el dolor fue tan fuerte que al fin a las 7 de la mañana la llamé. Me dijo cogiera un taxi y fuera directo al hospital en que ella trabaja. La rapidez con que me trataron me salvó. Escáner, rayos X, pruebas de todo, quirófano. Todo en tiempo récord. El cirujano que me operó me dijo después que si hubiera tardado unas horas más lo hubiera pasado muy mal. Llegamos a tiempo. ¿Qué había pasado?

Hace 54 años me operaron en la India de apendicitis. Y este ataque de ahora, aunque parezca mentira, viene de allí. Por cierto que la operación de apendicitis de aquel entonces en el Emery Hospital de Anand en el Guyarat fue divertida. La anestesia no funcionaba y aunque se creyeron que yo estaba anestesiado, no lo estaba y me dolió el primer corte, y a toda prisa me tuvieron que anestesiar echando éter líquido gota a gota directamente de una botella sobre un algodón que me sostenían con la mano debajo de las narices donde se me evaporaba y el olor se notaba en toda la sala. Por poco más quedan anestesiados todos los médicos y enfermeras en el quirófano. Me operó el doctor Cook, célebre cirujano australiano y misionero del Ejército de Salvación, que durante al día operaba en el hospital y por la noche salía con una trompeta a predicar el evangelio. Cuando me ingresaron a mí en su hospital, él ya había salido con la trompeta, me vieron otros médicos y me diagnosticaron cólico hepático. Como todas las camas estaban ocupadas pues el hospital tenía una buena fama bien merecida, me acomodaron en un diván en su despacho y allí quedé solo. A medianoche me vino un dolor fuerte y al querer levantarme para avisar a alguien me caí al suelo y me desmayé. Entonces venía una enfermera a verme, y despertó al doctor Cook. Él vino en pijama, vio lo de cólico hepático en el informe, lo dejó a un lado y no hizo más que una prueba. Me dijo: “Padre [aunque yo no era todavía sacerdote], écheme el aliento.” Me acercó las narices a la boca, me olió, y dijo sin más: “Típico olor de apendicitis aguda. Quirófano número 1 inmediatamente.” Y me salvó la vida. Ojo clínico. Más bien olfato clínico.

Para colmo, después de la operación vino a darme las gracias. Yo le dije que quien tenía que darle las gracias era yo a él, pero me explicó: “Mire usted, yo soy australiano y usted europeo. Nosotros tenemos un apéndice grande. Estos indios, no sé porqué, quizá porque no comen carne, tienen un apéndice muy pequeñito. Hacía tiempo yo no veía un apéndice grande, y al operarle a usted me sentí como en mi tierra, y disfruté mucho. En cuanto saqué su apéndice se lo mostré a todos los médicos y enfermeras que me ayudaban a mi alrededor y les dije: ‘Esto es apéndice, y no lo que ustedes tienen.’ Fue una gozada.” Le contesté que siempre me gustaba dar satisfacción.

No es que la operación hubiera estado mal hecha, pero aun en la mejor operación de vientre pueden producirse luego adherencias, y formar lo que los médicos llaman una brida, que se puede extender de lado a lado y en ella, en algún movimiento brusco en el sueño, quedaron colgados los intestinos y se obstruyeron. Y fue el dolor lo que me salvó. Yo soy bastante sufrido, y me aguanto y no me gusta molestar, y pensé esperar y ya llamaría luego al hospital. Pero el dolor se hizo tan inaguantable que hube de llamar temprano. Y eso me salvó. El dolor puede salvar. Nos avisa.

El efecto de una acción sobre el cuerpo a los 54 años de producirse me hizo pensar en la ley del karma. Todo lo que se hace deja huella. En el cuerpo y en la mente. Inexorablemente. Mi decano de teología en el seminario de Pune, el padre Joseph Neuner que ha cumplido cien años este año, nos decía en clase que el karma era “la ley de congruencia metafísica del universo”. Más sencillo: el que la hace, la paga. O: “Lo que siembra el hombre es lo que cosecha.” (Gálatas 6:8). O: “Cuando tiro una piedra, altero el centro de gravedad del universo.” (Carlyle). O: “Al moverme me asaltan las querellas / de no dejar intactas las estrellas.” (Pessoa) El efecto mariposa. Todo tiene sus consecuencias, para bien y para mal, y estas se cumplen siempre. Eso no es para asustarse sino para consolarse, ya que algún bien hemos hecho en la vida, casi siempre sin darle importancia y aun sin acordarnos, y todo eso da fruto y vuelve en bendición. “Echa tu pan sobre las aguas, y volverá a ti.” (Eclesiastés 11:1)

Yo mismo quedé extrañado del buen humor con que me encontré después de la operación. Cuando me visitaban los amigos yo era el que más hablaba y los animaba a todos, no a idea sino por que me salía de dentro. Todos me decían que tenía muy buen color y muy buen ánimo. Caí en la cuenta de lo optimista que soy y lo mucho que eso me ha ayudado en la vida. Una sobrina me trajo una pequeña acuarela pintada por ella en colores para que me alegrase la blancura total de las paredes del cuarto de hospital. Ahora voy a poner el cuadro en un marco y colgarlo en mi casa. Me alegra la vista. Gracias, Elena. También me ha revalorizado el valor de la amistad. ¡Qué bien se han portado mis amigos! En la India tenía muy buenos amigos, y al volver a España después de 50 años comprendí que ahora necesitaba amigos aquí, y los busqué y tengo un buen grupo que me acompaña en la vida. Han sido mi apoyo estos días.

Sufrir en la vida da credibilidad. Si todo va bien es difícil consolar a quienes les va mal. ¡Claro, como tú no tienes problemas! Pero los he tenido y los tengo y me dan derecho a hablar y consolar y animar y asegurar que a pesar de todo la vida es bella y tiene sentido vivirla. Vale la pena una operación.

A las enfermeras les regalé tres cajas de bombones, una para el turno de mañana, otra para el de tarde, otra para el de noche. Una pregunta. ¿Por qué unas enfermeras son encantadoras y otras inaguantables? Cuesta tan poco el sonreír.

Así como de aquella operación de apendicitis de hace 54 años se produjo una brida, me han advertido que del mismo modo de esta última operación también se me puede producir otra. Espero que tarde otros 54 años.

Un matrimonio joven de mi amistad vino a verme en el hospital cuando yo estaba en el lecho del dolor, y mi dolor se reflejaba en el suyo. Volvieron luego cuando ya estaba yo en casa recuperado, y al verme bien y en pie se les alegraron los rostros a los dos al instante con espontaneidad ferviente. Al ver el súbito cambio en sus caras sentí yo también el afecto y el interés de esos buenos amigos. Ver su alegría al verme bien me hizo sentirme aún mejor. Merece la pena caer enfermo para apreciar el cariño de los amigos.

Me contáis

Os ha chocado el cuento del Buda que os conté en la Web anterior. Gracias por decírmelo. Ya os dije que era mi favorito. El de que todos sus discípulos estaban iluminados pero ellos no lo sabían. Pero os ha sorprendido. ¿Cómo podemos decir que todos estaban iluminados y ninguno lo sabía? Y para colmo yo acababa mi cuento diciendo: “A ver si nos enteramos de una vez”, como si se aplicara también a nosotros. Y claro que lo aplico. Claro que todos “hemos llegado”, “estamos iluminados”, “nos hemos salvado”, pero no lo sabemos o no nos lo creemos o no lo entendemos. Y me habéis preguntado, extrañados, que cómo puede ser eso.

Lo divertido es que resulta que esa misma idea también está en el Evangelio, aunque no os acordéis de ello. Jesús dice claramente que “el reino de Dios ha llegado ya a vosotros” (Lucas 11:20). Es decir, que está ya aquí sobre la tierra aunque nosotros no nos hayamos enterado. Mi exegeta favorito, Joachim Jeremias, escribió con gracia: “La fe consiste en creer que el Reino de Dios ha llegado… a pesar de toda la evidencia en contrario.”

Por lo visto el Buda no hace más que decir lo mismo que la Biblia. Ya hemos llegado, ya estamos iluminados, ya nos hemos salvado. Y para colmo san Pablo también nos dice que “ya hemos resucitado con Cristo y estamos sentados con él en el cielo” (Efesios 2:6), aunque tampoco hemos caído en la cuenta. Resucitados y sentaditos. Estamos sentados. Presente perfecto de indicativo en el original griego. Presente. Ahora. San Pablo. Repito: Ya es hora de que nos enteremos. Al menos, un poco de optimismo entre tantas noticias deprimentes que nos llegan.

Salmo

Salmo 55 – Caminar en tu presencia

“Para que camine en tu presencia»

Vivir es caminar. Moverse, seguir adelante, abrir camino y otear horizontes. Quedarse quieto no es vivir; es pasividad, inercia y muerte. Y correr tampoco es vivir; es atropellar acontecimientos sin tiempo para saber lo que son.

El caminar mantiene mis pies en contacto con la tierra, mis ojos abiertos al vivo paisaje, mis pulmones llenos de aire nuevo a cada paso, mi piel alerta al saludo del viento. A cada instante estoy del todo donde estoy, y del todo moviéndome al instante siguiente en el flujo constante que es la vida. Caminar es el deporte más agradable en la vida, porque vivir es la cosa más agradable del mundo.

Y mi caminar es caminar contigo, Señor; a tu lado, en tu presencia y a tu paso. Caminar en la presencia del Señor: eso es lo que quiero que sea mi vida. El lujo exquisito del paso reposado, la tradición perdida de andar por andar, la compañía silenciosa, la común dirección, la meta final. Caminar contigo. De la mano, paso a paso, día a día. Sabiendo siempre que tú estás a mi lado, que caminas conmigo, que disfrutas mi vida conmigo. Y cuando pienso y veo que tú disfrutas mi vida conmigo, ¿cómo no la voy a disfrutar yo mismo?

“Me has salvado de la muerte,
para que camine en tu presencia a la luz de la vida.”

Seguiremos caminando, Señor.

Meditación

Dos haikus

“En el desierto
acontece la aurora.
Alguien lo sabe.”
(Borges)

Y porque alguien lo sabe, la aurora se hace plegaria, el desierto, contemplación, y la existencia, sacramento. La presencia del hombre y la mujer en el desierto estéril dan sentido a su extensión y vida a sus arenas. El ser humano, al vivir la creación, la santifica y la devuelve en disfrute agradecido al Creador que se la regaló al principio de todos los tiempos. La aurora es bella porque el hombre y la mujer la ven.

La aurora “acontece”. Los grandes momentos de la vida y de la historia simplemente “suceden”. Las cosas “pasan”. El hombre “es”. En la sencillez de la existencia está la majestad de lo cotidiano. “Todo lo que existe es adorable”, dijo Claudel. Nuestro papel es ver el acontecer como acontecimiento, reconocer al pintor en el cuadro, a Dios en la aurora, a la eternidad en el desierto. Al oler la rosa, alegramos su destino. Al beber el agua, santificamos su existencia. Al mirar a los cielos, consagramos su esplendor. Nos han puesto en mitad de la creación para que admirándola y aceptándola, usándola y trabajándola demos testimonio de su grandeza y vivamos la gratitud de su don. Nuestra presencia da sentido al cosmos.

Y al reverenciar a la naturaleza en todas sus criaturas, evocamos también su respuesta hermana, y ellas ayudan nuestro trajinar y nuestras penas con el consuelo lejano y anónimo de la fraternidad desinteresada. Otro haiku de la misma fuente:

“Lejos un trino.
El ruiseñor no sabe
que te consuela.”

Si la presencia del hombre y la mujer le había prestado alma a la naturaleza, ahora la naturaleza responde y recompensa la presencia con lo mejor de su repertorio de luces y colores, nubes y paisaje, sonidos y cantos. El trino del ruiseñor aleja la tristeza, la brisa de la tarde alivia el cansancio, el color de la rosa redime la vista, el perfume del campo ensancha el alma. Y todo con el desinterés ejemplar de quien no lo sabe, quien no se entera, quien lo hace porque lo hace, sin darle importancia, sin llevar cuenta, sin pedir recibo. El ruiseñor nos consuela con su alegre trino, y la lluvia nos calma con su tenue frescor. Las criaturas nos devuelven el haberlas devuelto a Dios. Ese es el círculo sagrado que justifica al mundo. Sepamos contemplar las auroras. Y sepamos dejarnos consolar por el ruiseñor. Ciclo de hombre y naturaleza. Y en el centro de todo, el Creador.

 

Día 15
Os cuento

La voz

Me acaba de pasar. He llamado por teléfono a dos aerolíneas para reservar un pasaje. Las mismas preguntas mías, y parecidas respuestas de ellas. Las dos eran voz de mujer. Iguales en datos, rapidez, profesionalidad. Pero en una cosa eran distintas. Una de ellas rezumaba simpatía, amabilidad, educación, casi belleza. La otra era desabrida, desagradable, antipática, evidentemente fea. Y todo por la voz. ¿Tanto puede la voz humana?

Puede mucho. Está la deliciosa anécdota del ciego que conocía el carácter de las personas por su voz y declaró que el Maestro Zen Banzei siempre decía la verdad porque se notaba en su voz. O la práctica de un psicoterapeuta citado por Fritz Perls que no solo diagnosticaba dolencias por la voz del paciente, sino que las curaba cuidando la voz.

La actriz Kathleen Turner en su autobiografía tiene un capítulo entero sobre su voz. Dice entre otras cosas:

“Tomo lo de la voz muy en serio porque estoy convencida de que el sonido de mi voz tiene una importancia enorme en mi actuación en público y en como será recibida. Todo comenzó por ser yo actriz, pero en realidad es algo mucho más básico que eso. Una voz sonora es ante todo un instrumento práctico de comunicación para cualquiera en cualquier momento.” (Send Yourself Roses, p. 176)

“La voz, como las huellas dactilares, es única. Cada uno tiene una calidad única de voz, pero su efectividad se puede mejorar. Y se debe hacer. Una buena presencia vocal completa la personalidad, y yo creo que especialmente en la mujer. Diciéndolo claramente, ¿qué importa tu aspecto físico si la gente pone cara rara en cuanto abres la boca?” (177)

“Fue un gran honor para mí cuando me pidieron que fuera la narradora en un documental, Answering the Call, sobre los horribles días que siguieron al ataque del 9/11 sobre el World Trade Centre. Era tan poco lo que yo podía hacer, pero me alegró poder hacer algo. Prestar mi voz. Estábamos todos juntos haciendo frente al terrorismo. Estábamos diciendo que las fuerzas del mal no ganarán; rescataríamos todo lo rescatable, reedificaríamos, ganaríamos. Lo menos que yo podía hacer era prestar mi voz para proclamar las historias de aquella gente heroica, desde los bomberos y la policía hasta los médicos y técnicos y voluntarios que ayudaron. Me sentí y me siento humilde y agradecida ante cada uno de ellos.” (186)

“No sé si mi voz me formó a mí o yo formé a mi voz.” (180)

Dice también algo interesante sobre su abuelo. “Mi abuelo, esa gran persona que fue mi abuelo Russ, el que me dio ese lema de vida que diré después, murió a los 95. Mi hija Raquel y yo fuimos al funeral. La iglesia tenía un presbiterio circular con el altar en el centro. Enfrente del altar estaba el ataúd, no abierto, gracias a Dios. Yo tenía a Raquel, de tres años, en brazos, y me preguntó, ‘¿Dónde está el abuelo Russ?’ Le dije, ‘Mira, cariño, el abuelo Russ está en ese ataúd. Vamos, en esa caja.’ Me dijo, ‘¿Y qué está haciendo?’ Le dije, ‘Está durmiendo. Y ahora ya se ha quedado dormido y seguirá así.’ Ella reclinó su cabeza en mi hombro y dijo, ‘Buenas noches, abuelo Russ.’ Y se quedó dormida en mis brazos. Entonces fue cuando empecé a llorar. El abuelo Russ había sido quien me dio el mantra de mi vida. Cuando yo iba y le decía en momentos difíciles de mi vida de joven ‘No puedo más, no puedo aguantarlo, nunca haré eso’, él me miraba y me decía, ‘Bueno, tienes que hacerlo, ¿no es así?’ Eso es lo que me ha valido en la vida. ‘Tengo que hacerlo, ¿no es así?’ Y voy y lo hago.” (287)

Su padre se había opuesto a que se dedicase al teatro y al cine. Ya en el colegio, cuando ella actuó en una obra de teatro de fin de curso, su padre no quiso asistir a la representación, pero esto es lo que hizo: “Mi padre fue siempre una fuerza muy positiva en mi vida, pero nunca aprobó mi vocación por el escenario. Como aquella vez en que llevó a mi madre en el coche a ver la obra de teatro en la que yo actuaba en el colegio. Él no entró a ver la obra de teatro, porque eso hubiera sido en contra de sus principios. Pero tampoco iba a dejar sola a su hija. Lo que hizo fue quedarse en el coche durante toda la función. Yo me imaginaba vivamente como sus manos estarían agarrando con fuerza el volante mientras esperaba. Pero esperó.” (64)

Por cierto, de las aerolíneas que dije al principio, una era Iberia y la otra Lufthansa. Pero no diré cuál de ellas era la buena chica y cuál la mala.

El baño en el Ganges

Un hindú devoto fue en peregrinación desde su aldea en el sur de la India hasta Benarés en el norte para bañarse en el río Ganges y que se le perdonaran así todos sus pecados según la creencia hindú. La peregrinación fue penosa, llevó mucho tiempo y esfuerzo pues la hizo a pie, cuando llegó le costó abrirse paso entre la multitud hasta la orilla, llegó al río, entró en el agua, se sumergió tres veces para asegurarse que se libraba de todos sus pecados, salió con la ropa mojada, se dirigió a un santón que estaba sentado mirando al río, le dio todo el dinero que le quedaba para asegurar sus oraciones, y le pidió su bendición. El santón le dijo:

– Te he visto como venías, tenso, cansado, apresurado. Te metiste en el agua, te sumergiste tres veces, saliste enseguida, y viniste derecho a darme tu dinero. Dime, ¿lo has pasado bien?
– No vine a pasarlo bien sino a hacer penitencia, señor.
– ¿No disfrutaste con tu baño, no sentiste la corriente, no viste estos árboles tan bellos en la orilla, los templos, la multitud con sus colores y sus gestos, no apreciaste la belleza del río, su anchura, su majestad, su entorno, su lento y seguro caminar hacia el mar?
– No hice nada de eso, señor. Yo solo vine a lavar mis pecados.
– ¿Y crees que al río le gustó eso? Al Ganges le gusta que lo aprecien, que lo disfruten, que sientan el frescor de sus aguas, la caricia de su corriente, la belleza de su paisaje. Un baño en sus aguas ha de ser un gozo para el cuerpo y para el alma. ¿Tú no has sentido nada de eso?
– Nada, señor.
– Pues no se te han perdonado tus pecados. Toma tu dinero y vete. Sin disfrutar de todo lo bello no hay bendición. Y si disfrutas de veras de todo lo bueno y lo bello alrededor, si vives con alegría la vida que Dios te da, no necesitas penitencias. Y merecía la pena haber venido aquí desde tan lejos para aprender esa lección. No la olvides.

El peregrino se marchó pensativo.

Me contáis

No me extraña tu pregunta, Juan Ignacio. En charlas, en discusiones, en conversación sobre el más allá siempre sale alguno que no cree en el infierno. Tema caliente. ¿Cómo puede Dios enviar al infierno a una persona para atormentarla cruelmente por toda la eternidad? Y eso aun por un solo pecado mortal no perdonado. No hay proporción entre un pecado humano y tal castigo divino. Pues mira, hace muy poco me han dado el argumento más divertido que conozco contra el infierno. Te va a divertir. Se basa en la Regla de Oro del evangelio y de todas las escrituras de todas las religiones, que en su expresión más sencilla dice, “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. Dios no querría que a él lo mandasen al infierno a sufrir por toda la eternidad, y en consecuencia él –si quiere guardar la regla que él mismo puso– no puede hacerle a otro lo que no querría que le hicieran a él. Es su propia Regla. ¿Te convenció?

Cuando se toca este tema, alguien sale siempre con otra solución. Sí que existe el infierno, pero está vacío. Esto salva el honor de Dios y de la Iglesia, ya que la existencia del infierno aparece muchas veces en la Biblia y es dogma de fe para los católicos, y quien la niegue se hace hereje y se irá al infierno por no haber creído en él, que es el colmo, así es que la existencia del infierno se mantiene a toda costa; y por el otro lado salva también el buen pensar de muchos que no conciben tal castigo, ya que el infierno sigue vacío. Incluso algunos citan a Pascal que por lo visto lo dijo ya. Existe pero está vacío. Todos contentos.

La lástima es que eso no es verdad. Aunque lo diga Pascal. No está vacío. Se olvidan los que repiten el dicho que los ángeles separados, los demonios, muchos y angelicales en su origen, ya están allí. Calentando las calderas y afilando sus tridentes. Con cuernos y rabo. El infierno ya tiene inquilinos desde hace tiempo. Además resultaría ridículo que Dios nos estuviese amenazando toda la vida con el infierno, para luego decirnos que era solo una broma. Y luego todo el gasto considerable del mantenimiento de las calderas, del aceite hirviendo, de tanto espacio durante tantos siglos y edades, sobre todo ahora en tiempo de crisis financiera, si todo iba a ser para nada. Vamos, que eso de que hay infierno pero está vacío no encaja. Aunque muchos lo digáis tan satisfechos.

Quizá la solución sea humildad y sencillez y reconocer que no sabemos mucho de lo que nos espera por allá y confiar en que Dios sí se las arreglará para hacer converger a su justicia con su misericordia infinita. Ya lo veremos. Desde el cielo.

Mientras tanto el mejor enfoque es el humor. Cuando yo era joven se guardaba la abstinencia de carne los viernes, y comer carne el viernes era pecado mortal. De infierno. Más tarde esa norma desapareció y se recomendó en su lugar hacer alguna obra buena como el dar limosna o leer la Biblia o visitar una iglesia o ayudar a alguien, siempre sin carga de pecado. Y se podía comer carne. La revista The New Yorker publicó entonces un chiste con dibujo de Satanás en su trono ante sus diablos consejeros que les preguntaba preocupado entre fuego y humo en el infierno: “¿Qué hacemos ahora con los que están aquí por haber comido carne el viernes?”

Y yo puedo contar algo que me pasó a mí mismo oyendo confesiones (y sin faltar a ningún sigilo). Por aquellos tiempos de hace ya muchos años se vino a confesar conmigo un hombre que no se había enterado del cambio de norma y se acusó de haber comido carne el viernes. Le di la absolución, ya que en su conciencia había cometido un pecado pues creía que lo era, pero también le expliqué para el futuro que el papa había cambiado las normas, y que eso ya no era pecado y podía comer carne tranquilamente los viernes. Me contestó indignado: “El papa dirá lo que quiera, ¡pero los viernes no se puede comer carne ni se podrá nunca!” Más papista que el papa. Le puse una buena penitencia.

Salmo

Salmo 56 – Tus planes sobre mí

“Invocaré al Dios Altísimo,
al Dios que lleva a cabo sus planes sobre mí.”

¡Cuánto me consuela, Señor, saber que tú tienes planes sobre mí! Para ti no soy algo inútil. No soy del montón, no soy una creación de rutina, no soy un producto accidental. Estoy en tus pensamientos y en tus planes desde antes del comienzo de todas las cosas. Soy pensamiento en tu mente antes de que las estrellas brillaran y los planetas encontraran sus órbitas en obediencia. Tengo sentido ante ti antes de tenerlo ante mí mismo. Hay un plan para mí en tu corazón, y eso basta para que yo valore mi vida y me atreva a existir. Tú ves donde yo no llego y sabes lo que yo no sé. Tú me conoces y, conociéndome, cuentas conmigo para llevar a cabo tus sueños del Reino. Tienes un plan para mí. Descubrirlo viviéndolo día a día es mi misma definición como persona. Quiero ser yo mismo, en fe cotidiana, hasta encontrarme a mí mismo en ti. Esa es mi vida.

No sólo tienes planes sobre mí, sino que los llevas a cabo. A pesar de mi ignorancia, mi debilidad, mi pereza y mi inconstancia, tú llevas a cabo tus planes y cumples tu promesa. Nunca me fuerzas, pero me llevas cariñosamente, con la ayuda de tu gracia, en el misterio que respeta mi libertad y consigue sus propósitos. Tus planes no fallarán y tu meta se alcanzará sin falta. Mi propia vida descansa en la perspectiva cósmica de tu infinita providencia. La partícula de polvo se ha hecho estrella resplandeciente. Soy parte de ese firmamento glorioso, y dejo que su belleza y su majestad se reflejen en la pequeñez de mi ser. Entonces siento el poder de la creación que fluye en mis entrañas, y me lleno de alegría y de fe para levantar la voz en el concierto del universo. He encontrado mi puesto en el mundo, porque he encontrado mi puesto en tu corazón. Y éste es mi cántico:

“Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme.
Voy a cantar y a tocar:
Despierta, gloria mía;
despertad, cítara y arpa,
despertaré a la aurora.
Te daré gracias ante los pueblos, Señor,
tocaré para ti ante las naciones:
Por tu bondad que es más grande que los cielos,
por tu fidelidad que alcanza a las nubes.
Elévate sobre el cielo, Dios mío,
y llene la tierra tu gloria.”

Meditación

Lo que el ladrón no se llevó

“Al ladrón se le olvidó
la luna en la ventana.”

(Ryokan)

El ladrón se llevó todo a lo que pudo echar mano. No había mucho en la celda del monje, pero siempre encontraría alguna ropilla, algún objeto, un cuenco limpio o un bastón firme, y eso se llevó el profesional del bolsillo ajeno al amparo de la noche cómplice. El monje, alerta siempre a los ruidos de la existencia, despertó a tiempo para ver la sombra sigilosa y comprender el despojo doméstico a que había sido sometido. Notó las ausencias, pero miró la ventana, marco de luna llena en noche estrellada, y sonrió al ver que su posesión más valiosa estaba intacta. La luna blanca seguía luciendo en el telón de la noche. El monje se dio media vuelta en su rincón y siguió durmiendo. Sus riquezas estaban a salvo.

¿Quién me puede quitar la luna? ¿Quién me puede quitar el sol y las estrellas y las nubes y los vientos y las montañas y los prados? ¿Quién me puede privar del mayor tesoro que es la tierra y el cielo y el aire y el mar? Los mercados del mundo subirán y bajarán, y arrastrarán con ellos el valor de mi dinero y la remuneración de mi trabajo. Los ladrones de la oscuridad espiarán mis ganancias y vaciarán mis cofres. Todo lo que puede ganarse puede perderse, y la zozobra del peligro constante enturbia los gozos de la posesión insegura. No hay sueño tranquilo bajo el techo de la ambición.

Pero sí lo hay a la luz de la luna. Desprendimiento alegre de oropeles innecesarios. Austeridad sabia en medio del consumismo loco. Sencillez como norma de vida y como elegancia de estilo. Poner el primer placer en la naturaleza, para que los demás placeres cedan rango y pierdan importancia, y así no estorben con su necesidad compulsiva y su logro dudoso el curso feliz del gozo en mi vida. Saber apreciar la belleza de una noche de luna, para no tener que ir a buscarla frustradamente en espectáculos engañosos de falso alboroto.

Quien lleva dentro la riqueza de su vida no necesita atormentarse por encontrar riquezas externas que nunca han de satisfacerle y siempre pueden traicionarle. Y llevar dentro la riqueza quiere decir saber apreciar y disfrutar a fondo las alegrías sencillas de la vida, el día y la noche, el agua y la brisa, el recogimiento y el silencio, la amistad y la compañía, la risa del niño y el trino del pájaro, el amanecer y la puesta de sol, el alimento y el sueño, el orar y el callar. Todo aquello que la luna en la noche representa y recuerda en su presencia segura, su luz delicada, su sencilla figura. Todo aquello que nadie nos puede quitar.

Antes de volverse a dormir, el monje poeta inmortalizó en verso escueto su sonrisa nocturna:

“Al ladrón se le olvidó
la luna en la ventana.”

Día 1
Os cuento

Crisis

No entiendo de finanzas, pero no soy ajeno a la historia que me toca vivir. La crisis financiera del siglo XXI ha venido a proclamar la importancia de principios tradicionales de sobriedad y ahorro, y puede ayudar el ponerlos en perspectiva. Cuando yo era joven se nos inculcaba el principio económico de no vivir por encima de los propios medios, de gastar algo menos de lo que se ganaba, y ahorrar para el futuro. Esa era la base de toda economía racional para la persona, la familia, las instituciones, y los estados. Pero las cosas cambiaron en los años que yo iba viviendo. Me he encontrado con un eco de esa cultura y ese cambio en una autobiografía que cuenta con inocencia encantadora el mismo proceso de cambio económico que nos ha afectado a todos a lo largo de una generación y ha llegado a poner al mundo entero en peligro. Alek Wek, la supermodelo internacional de la noble etnia Dinka en el Sudán del Sur, cuenta su experiencia cuando, después de años de pobreza extrema entre las dificultades y luchas de su país, llegó a las pasarelas de moda, se estableció en Nueva York y pensó en comprarse casa. Se paró un día con su agente americana, Mora, frente al escaparate de una agencia inmobiliaria con fotos y precios de casas en la categoría de “Casas en Venta”.

– Esa parece bonita –dijo Mora señalando al anuncio de una casa de tres pisos en ladrillo rojo con un precio de 395,000 dólares.
– ¿Me estás tomando el pelo? Bien sabes que yo no tengo nada cerca de esa suma de dinero en el banco.
– Tomas un préstamo, Alek. Una hipoteca.
– ¡De ninguna manera! En la cultura Dinka es inconcebible tomar dinero prestado. Mi madre siempre nos inculcaba que nadie debe comprar nunca nada que no pueda pagar allí mismo al contado. La idea de una hipoteca es tan opuesta a todo lo que soy que no puedo ni comenzar a entenderla. ¿Vas a pedirle prestados al banco cien mil dólares para acabar pagándole doscientos mil dólares a lo largo de toda tu vida? Eso es ridículo.
– Nada nos impide que vayamos a ver casas. Tu vete haciendo una lista de las que veamos.
– Vale, pero no me compraré nada que no pueda permitirme al contado.

Al cabo de unos años también yo me enteré, en medio de mi persistente ignorancia de finanzas, que aquello de no endeudarse era una postura anticuada. Era de tontos vivir por debajo de nuestros medios cuando ahora podíamos vivir por encima. La nueva economía se llamaba deficit financing, y por lo visto era la que seguían los gobiernos, los capitalistas, los entendidos, los listos. Eso acabó también haciendo Alek Wek con toda naturalidad:

“Seguimos en el coche y vimos unas diez casas aquella mañana. Nos reímos mucho. Yo no hacía más que pensar cómo me iba a ser posible pagar aquellos precios. Mora me lo ponía todo muy sencillo, aunque yo no dejaba de asustarme. Si pagaba una entrada del diez por ciento, podía ir pagando el resto de mes en mes hasta que cumpliera cincuenta años. Parecía una locura, pero también caí en la cuenta de que no era tanta locura como el pagar la renta del piso. Al fin y al cabo me quedaba con la casa.

Fuimos visitando algunas de las casas con letreros ‘Se Vende’, y al llegar a la que habíamos decidido sería la última, caí en le cuenta de que era precisamente la de ladrillo rojo que habíamos visto en el escaparate de la agencia inmobiliaria y que tanto me había gustado. No sé por qué pero me recordó la casa de mi niñez en Wau, en el Sudán, aunque la verdad es que no se parecía en nada. La casa tenía un ambiente, una energía que me llegaba directa al corazón. Decía sencillamente ‘Casa’. Costaba mucho, y en Timbuctu se habría podido comprar un barrio entero por ese precio. Pero esto era Nueva York. Compré la casa. De repente me encontré que era miembro de la prestigiosa comunidad de propietarios con una hipoteca por pagar y con cañerías que arreglar.”
(Alek Wek, Alek, Virago, London 2007, p. 177)

Ese fue el cambio radical y universal. Lo que es una anécdota simpática en la vida de la supermodelo, era imagen de la nueva actitud de la sociedad afluente. Todo se volvió muy sencillo de repente para todos. Los bancos ofrecían préstamos e hipotecas, mientras que en las tiendas se fiaba y en los grandes comercios se popularizaba la venta a plazos. Compra ahora y paga después. Vuela hoy y paga mañana. Es decir, gasta más de lo que tienes. La burbuja. Al principio aparece muy redonda e iridiscente, pero cuando se pincha, revienta. Y hemos pinchado. Y hemos reventado. Los bancos tienen su culpa por su codicia, y nosotros tenemos la nuestra por nuestro consumismo. No se trata de inyectar dinero a instituciones, sino de racionalizar costumbres. La lección es para todos. Ganar menos y gastar menos; y ayudar a los que al ganar menos caen en la indigencia. Le oí decir muchas veces a mi hermano banquero: “Cuando baja la bolsa, tú y yo dormimos lo mismo, pero alguien duerme esa noche debajo de un puente.” Ese es el gran reto de nuestro tiempo.

Me contáis

Comprendo que estés deshecha. Llevas bien tu viudez y te cuidas muy bien de tu único hijo adolescente. Y has descubierto que se droga. ¿Qué puedes hacer? Te voy a decir algo muy fuerte pero muy real. Ayudarás en todo lo posible a tu hijo para que no se hunda, pero lo mejor que puedes hacer por él es no hundirte tú. Es tu hijo, sí, y su dolor es tuyo, pero él es una persona y tú otra, y sois distintas. Lo quieres mucho y haces bien, pero no debes identificarte con él. Si te hundes tú, os hundiréis dos en vez de uno. Mantente firme. Pase lo que pase.

Si alguien se está ahogando en el río y todavía tiene fuerzas, la mejor manera de ayudarle es echarle una cuerda desde la orilla. Si tú te tiras al río para estar a su lado, os hundiréis los dos. Mantente bien en tierra firme para ayudarle mejor. No te hundas. Sigue tu vida y que él lo vea. “Te quiero con toda mi alma y haré todo lo posible por ti, hijo mío, pero tú eres tú y yo soy yo. Si tú te hundes lo sentiré con toda mi alma, pero yo no me hundo. Que lo sepas.” Te respetará más. Ayuda total, pero independencia también total. Es la manera de salir adelante. Tú no has de vivir su vida por él. Tú vives la tuya, y él, la suya. Cercanas pero distintas. Sigue con tus amistades, con tus ocupaciones, con tus diversiones. No hagas tu vida alrededor de tu hijo. A su lado, sí, pero dependiendo de él, no.

Y no tengas miedo en ser estricta con él. Y en regular el dinero que gasta. Que sepa que la droga exige aumentar las dosis y se hace insoportablemente cara y lleva a robos y a violencia. Que no se haga ilusiones diciendo que él no es todavía drogadicto y que puede dejar la droga en cuanto quiera. Eso lo dicen todos, y para cuando quieren salirse, ya no pueden. Esté en el grado que esté, cuanto antes lo deje del todo, mejor. Y eso ya lo sabe él en el fondo. Pero díselo tú.

En cuanto a la ayuda directa que puedes prestarle, no hay nada que tú no sepas. Depende del grado en que esté. Lo importante son las compañías. Y que esté entretenido. Pero no pretendas acompañarle tú. En cualquier caso es su vida. ¿Cómo va en los estudios? Que vea que se trata de su vida. La ayuda profesional puede también mucho. En tratamiento personal y en instituciones. Y la familia te ayudará. A ti y a él. Ten buen ánimo, que es tu mejor contribución. Yo, y los que leen esto, te acompañamos ante Dios.

Por cierto, os habéis equivocado. En mi Web de 15 de abril, la chica buena era la de Lufthansa. Desde luego tomé su vuelo.

Salmo

Salmo 57 – Sordo a tu palabra

“Se extravían los malvados desde el vientre materno,
los mentirosos se pervierten desde que nacen:
llevan veneno como las serpientes,
son víboras sordas que cierran el oído,
para no oír la voz del encantador,
del experto que echa conjuros.”

No pienso en otros, sino en mí y en el mal que hay dentro de mí. Me digo a veces a mí mismo que, sencillamente, es que no oigo tu voz, ¿y qué le voy a hacer? No sé lo que quieres de mí, y eso me deja libre para hacer lo que quiera. Excusa vana. Ahora sé que, si no oigo tu voz, es porque me he tapado los oídos. La víbora sorda. La taimada serpiente. Defiende su veneno cerrándose a los encantos de la flauta que toca el experto encantador. Veneno para matar. Veneno para hacerse odiosa y maldita entre todas las criaturas de la tierra.

Me tapo los oídos y me niego a escuchar. Me cierro en mi obstinación, y el veneno del egoísmo fermenta en mis entrañas. Y luego, al hablar, hiero; al tocar, quemo; al presentarme ante otros, me hago temido y odioso. Los que me conocen se dan cuenta de la maldición que llevo dentro y se apartan de mi camino. Me hago víctima de mi propio veneno y me quedo solo, porque me he hecho peligroso.

Ábreme los oídos, Señor. Hazme dócil a tu voz, abierto a tus encantos. Saca todo el veneno que llevo dentro, para que vuelva yo a ser inofensivo y amigo ante todos los hombres, y así lo vean ellos y me admitan en su confianza y su amistad.

No permitas nunca que pierda el contacto contigo. No permitas que interrumpa, aunque sólo sea por un momento, mi comunicación contigo. No me dejes taparme los oídos, volver mi rostro, aislar mi vida. Aun cuando me descarríe y me aparte de ti, no permitas que me vaya tan lejos que no pueda oír tu voz, y sígueme llamando, sígueme invitando a volver a ti. No me abandones nunca, Señor, y no permitas que yo me haga sordo a tu voz.

Afina mi oído, señor. Hazme abierto, alerta, a tono con todo lo que es bueno y bello en el mundo y, sobre todo, a tono contigo, con tu voz, con tu presencia. Quiero aprender a oír, a escuchar, a dar la bienvenida siempre a tu palabra, para que mi propia vida sea la encarnación de tu Palabra en mí.

Meditación

¡Se escapó la flecha!

“¡Demasiado tarde!
¡La flecha ya abandonó el arco!”

Imagen subyugante. Veo al arquero en posición de tiro sosteniendo el arco vertical con firmeza certera. Veo al Maestro que ha querido intervenir en el último momento con una corrección final. Veo la flecha, que hace un instante estaba inmóvil en tensa expectativa, volar ya disparada hacia el blanco lejano. Y oigo la exclamación, que es a un tiempo pena y reproche en el entrenamiento exigente. ¡Demasiado tarde! ¡La flecha ya salió!

La reacción ha de ser instantánea para ser eficaz. Un segundo de espera y ya salió la flecha. Una duda y se perdió la oportunidad. Una dilación y desapareció para siempre la frescura del momento. La flecha no espera. La ocasión se agarra al vuelo. Han de estar alerta todas las neuronas del cerebro y todas las fibras del cuerpo para saltar al instante y responder al reto. El retraso es la muerte.

¿Por qué somos tan lentos? ¿Por qué se nos escapan las ocasiones de las manos? ¿Por qué se nos ocurre la respuesta ingeniosa cuando acabó la conversación; por qué vemos la solución solo cuando ha pasado la crisis? Si lo vemos tan claro ahora, ¿por qué no lo vimos entonces? Si tenemos la capacidad de pensarlo ahora, ¿por qué no se nos ocurrió cuando tan bien hubiéramos quedado si lo hubiéramos dicho? ¿Por qué se nos hace tan difícil la espontaneidad a pesar de saberla tan atractiva? ¿Por qué se nos escapa la flecha?

Porque estamos bloqueados por dentro. Todos tenemos la capacidad de ver y sentir, responder y satisfacer con una intervención original en el momento requerido. Pero estamos tapiados por dentro con mil tapias que impiden la reacción y retrasan el efecto. Timidez, miedo, ansiedad, necesidad de quedar bien, dudas de nosotros mismos, complejo ante otros y perfeccionismo a nuestros propios ojos. Y pulimos y pensamos y cavilamos y esperamos…, y vuela la flecha antes de que podamos hacer nuestro comentario. Y ríe el Maestro. ¡La flecha ya abandonó el arco!

Yo a veces me siento como si estuviera atado en nudos por dentro. Deseo de hacerlo bien, de no herir a nadie, de satisfacer a todos, de estar a la altura, de dar en el clavo. Todos son nudos bien atados. Y mientras están allí esos nudos, sé muy bien que no podré intervenir oportunamente ni hacerme justicia a mí mismo ni a nadie. Y también sé muy bien que en el momento en que se desaten esos nudo, despertaré por dentro de repente, me sentiré a gusto, estaré ocurrente, diré felizmente todo lo que quería y sabía decir, y quedaré yo satisfecho y todos conmigo.

Sigo trabajando para quitar nudos. Merece la pena. La espontaneidad es la sal de la vida. ¡Que no se me vuelva a escapar la flecha!

 

Día 15
Os cuento

Juegos de la memoria

Suelo oír música mientras escribo. Clásica siempre. Instrumental, porque me distraen las voces humanas. Mozart y Beethoven y Schubert y Bach. Nunca por orden, así que nunca sé qué me voy a poner, y es siempre un gozo el recobrar alguna obra maestra olvidada hace tiempo. Hacía mucho tiempo, años, que no oía yo el Concierto en Re de violín de Beethoven. Recuerdo habérselo oído a Jehudi Menuhin en el Teatro Real de Madrid en una de esas actuaciones que no se olvidan nunca. Menuhin dijo en aquella ocasión que, aunque el concierto no es de difícil ejecución para el violinista, él había esperado mucho tiempo en su vida profesional a poderlo tocar porque, aparte de la ejecución, hace falta mucha madurez artística para hacerle justicia. Lo tengo en CD en versión de Arthur Grumiaux dirigido por Colin Davis. Tanto tiempo hacía que no lo oía, que me había olvidado de cómo comenzaba el concierto. Me acordaba, sí, del tema del último movimiento al que se ha llamado “uno de los temas más alegres de todos los tiempos”, pero por más que intentaba acordarme del comienzo no me venían a la memoria los primeros compases con los que se abría el concierto. Se me habían borrado de la memoria.

Entonces me pasó una cosa curiosa. Tomé el estuche del CD en la mano. Lo abrí. Saqué el disco. Lo fui a colocar en el tocadiscos, y antes de meterlo, antes de cerrar la tapa y apretar el botón y oír ni una sola nota, cuando el disco estaba todavía en mis manos y leía su carátula con el título de la pieza y su autor, oí en mi oído interior con toda claridad y definición los primeros compases del concierto. Los cuatro golpes callados de timbal con que comienza la partitura. Y de ahí toda la melodía seguida. ¿Qué había pasado?

Había pasado que la memoria no es solo oído. No es solo memoria intelectual y actividad mental. Es sensorial. Es vista y tacto y cuerpo entero. Es actividad corporal. Mis manos tocaron el disco, mis ojos leyeron la carátula, y en la cabeza me sonó de inmediato el comienzo del concierto olvidado. No hizo falta ninguna nota ni partitura, no hubo que esperar a que el disco girara y sonara, no hubo que dirigir a la orquesta. Con el disco en silencio, expectante en mis manos, sonó la melodía y comenzó la velada.

Eso es importante. La memoria no es puramente intelectual, sino corporal. Todo recuerdo está inscrito en nuestro cuerpo. Cuidado si el recuerdo daña. Y bienvenido si es bueno. Como el concierto de violín. Que se me vuelva a meter en el cuerpo. Fa-sol-la-si-do-reee-la…

Y por si fuera poco, otra experiencia. Acabo de estar en Málaga y visité Puerto Banús que yo había conocido hace cuarenta años cuando era solo un pequeño puerto de pescadores con un chiringuito en el que tomamos un refresco. Ahora es un gran puerto con toda clase de yates lujosos e instalaciones modernas. Al ir hacia allí quise recordar el nombre del chiringuito pero no me acordaba. Sí recordé el sitio en la plaza donde estaba, aunque ya no está ni está su nombre, pero al pasar por allí me vino de repente el nombre a la memoria: “El Chiringuito de El Beni”. Mis pies se acordaban. Hace pensar.

Más divertido aún. Yo fui de pequeño al colegio alemán pero lo dejé a los diez años y no volví a practicar nunca la lengua. En la primavera cantábamos un canto al mes de mayo… que yo no había vuelto a cantar desde mis días de colegio. Y son ya más de setenta años desde entonces. Pues bien, el 1 de mayo pasado salí a mi paseo matutino, saludé al bello día primaveral que me esperaba al aire libre, vi árboles en flor alrededor mío…, y de repente, sin quererlo ni pensarlo, me encontré que estaba cantando por lo bajo ante mí mismo el canto alemán al mes de mayo de mi tierna infancia:

Der Mai ist gekommen,
Die Bäume shlagen aus.

¡Ha llegado mayo! Los árboles florecen.” Y verso tras verso como si los hubiera aprendido ayer. La memoria los guardaba. Y los sacó cuando quiso. Todo está en el subconsciente. Menos mal que también están las flores de mayo.

Ramdas cuenta

Swami Ramdas fue un santo hindú del siglo pasado, encantador y simpático, que anduvo por toda la India cantando a Dios y haciendo sonreír a la gente. Transcribo alguna de sus experiencias. Él hablaba siempre de sí mismo en tercera persona, como san Ignacio en su diario, por eso cuando dice “Ramdas dijo…” quiere decir “yo dije”.

“Ramdas llevaba ya unos días en el templo predicando y distribuyendo a los pequeños los alimentos y dulces que le traía la gente cuando un día por la mañana vinieron dos policías mahometanos. Apartaron a la gente y llegaron a donde estaba Ramdas y su compañero. Se plantaron enfrente de ellos, uno sacó lápiz y cuaderno y preguntó con voz seca:

– ¿Son ustedes los sadhus? Déme su dirección que tenemos prisa.
– La dirección de Ramdas es este templo en que está en este momento.
– ¿Lugar de nacimiento?
– El universo.
– No me vengan con tonterías que acabarán en la cárcel. ¿Ocupación?
– Alabar a Dios.
– ¿Qué es eso?
– ¡Oh Dios! ¡Qué maravillosos son tus caminos! A veces te nos apareces con aspecto cariñoso, y a veces con aspecto serio, pero eres el mismo.

La madre besa al niño amorosamente y le riñe también seriamente, pero siempre es la misma madre. Hoy nos has enviado a alguien que nos amenace, pero ese eres tú, el mismo que te nos apareces en los que vienen a presentarnos sus respetos. Los devotos que han venido con sus ofrendas eres tú, Dios, y el policía que viene a arrestarnos eres tú. ¡Qué arte tienes en disfrazarte de modos tan distintos! ¿Y la cárcel? Lo único que le importa a Ramdas es repetir el nombre de Rama, Rama, Rama, nombre de Dios bendito, y eso se puede hacer lo mismo en el templo que en la cárcel. Vamos a donde usted quiera llevarnos.

El policía lo escuchó con paciencia. Ramdas seguía tan tranquilo y alegre como siempre. De repente el policía cambió de aspecto. Su rostro se suavizó y cambió de color. Bajó los ojos, juntó sus manos ante el pecho en saludo que antes no había hecho, y dijo:

– Señor, mil perdones por mi lenguaje. Yo venía dispuesto a arrestarle por las órdenes que me habían dado, pero tengo experiencia en mi cargo y solo con ver su rostro al hablarme he visto que usted es un hombre de Dios. Su sonrisa lo dice todo. Me he portado desconsideradamente y le pido perdón.

Se metió el lápiz y cuaderno en el bolsillo e hizo señas a su compañero para marcharse. Antes de que se marcharan, Ramdas les dio unos dulces de los que estaba repartiendo. Ramdas se enteró luego que habían enviado antes a dos policías hindúes para apresarle, pero la multitud devota les había convencido de que no lo hicieran, y por eso enviaron a policías musulmanes, y esos habían venido con arrogancia. Pero también ellos dejaron en paz a Ramdas.

– – –

Una mañana Ramdas encontró a Durgadas y Gopalrao sentados a la sombra de un árbol en el jardín, examinando unas piedras preciosas que Gopalrao había comprado. Este tenía en sus manos un gran ópalo transparente de mucho valor. Se lo mostró a Ramdas y le dijo: “Mire qué piedra tan maravillosa. Me ha costado mucho, pero merece la pena tenerla, ¿verdad?”

Ramdas se inclinó y tomó una piedra ordinaria del suelo. Les dijo: “¿Veis esta piedra? ¿No es maravillosa? ¿No es una obra de arte original, sorprendente, espléndida? Ahí está toda la fuerza de la creación, toda la belleza del arte, toda la majestad de la montaña. Guárdala también en tu colección.” Y se la dio a Gopalrao.

Me contáis

Me peguntáis una vez más sobre la homosexualidad. Siempre os he contestado en privado, y hoy por primera vez contesto aquí. Quiero ser fiel a la Iglesia y a la realidad al responder. Ante la Iglesia la condición de ser homosexual no supone inferioridad ninguna, pero no puede ejercerse sin pecado. La Biblia rechaza y condena la práctica homosexual explícitamente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Yo crecí con ese mismo rechazo cuando apenas ni se hablaba del tema. Pero ahora se habla y se conoce y se comenta y se saben nombres y hay que seguir en contacto con la realidad. La situación ha cambiado.

El semanario católico inglés THE TABLET propuso hace poco una comparación que me permito citar. Según el artículo, primero se inventó el juego del fútbol, y una de sus reglas era que, aparte del portero, los jugadores no pueden tocar el balón con la mano. Si lo hacen, pita el árbitro y es falta. Luego se inventó el rugby, parecido al fútbol sólo que se toca el balón con la mano, pero el árbitro no se enteró y cuando los jugadores tocaban el balón con la mano en el rugby, pitaba falta como en el fútbol, lo que hizo imposible el juego de rugby. Hasta que se enteraron los árbitros. Así, dice el semanario, antes el sexo era oficialmente solo heterosexual (digamos, el fútbol), pero ahora ha salido a la superficie el homosexual (el rugby que es parecido pero algo distinto), y el árbitro sigue pitando falta según las reglas del fútbol. Humor británico. Que se lo piense el árbitro.

Cuentan de un confesor que cuando alguien se confesó de practicar la homosexualidad, quiso enderezarle y le dijo: “Mira, hijo, si tienes que pecar, peca; pero peca como Dios manda.” También con humor.

Ahora más en serio. Resulta difícil creer que Dios, ya de nacimiento o ya por las circunstancias en que la persona se crea, pone en el cuerpo y en la mente del homosexual una tendencia radical, intensa, y profunda, y luego le dice que si actúa según ella, le ofenderá gravemente y lo tendrá que mandar al infierno por toda la eternidad si no se confiesa. Y la confesión para ser verdadera ha de conllevar propósito de enmienda. Es decir, enmendarse de como Dios le hizo. Es difícil de entender.

Leí de un cardenal que dijo que Dios, al hacer a una persona homosexual, le da la vocación al celibato. El dicho del cardenal es contrario a los hechos.

Como en todo, respeto tanto a los que lo prohíben como a los que lo practican. Y delicadeza con todos. Ya me diréis si estáis de acuerdo.

Salmo

Salmo 58 – Dios, mi fortaleza

“Estoy velando contigo, fuerza mía,
porque tú, oh Dios, eres mi alcázar.”

Sobre el paisaje horizontal de la llanura sin límites se alza una flecha vertical que apunta a los cielos. Obra del hombre entre dos obras de Dios: cielo y tierra. Es piedra sobre piedra. Altura serena sobre soledad callada. Seguridad en el peligro. Vigilancia de fronteras. Ciudadela, alcázar, fortaleza. Tú eres mi torre.

Símbolo vivo que me da esperanza. Necesito esa torre. Necesito fuerza y valor para enfrentarme a la vida. Necesito firmeza en el pensamiento, en la voluntad, en la acción perseverante que lleva a la victoria. Necesito fe para mantenerme en pie en un mundo hostil. Necesito solidez cuando todo a mi alrededor tiembla y cruje y se desmorona. Necesito saber que hay un sitio donde puedo estar a salvo y desde donde puedo observar los caminos por los que se llega a mi corazón. Necesito una torre en la topografía de mi vida.

Tú, Señor, eres esa torre. Tú eres mi alcázar, mi fortaleza. En ti desaparecen mis dudas, se desvanecen mis miedos y cesan mis vacilaciones. Siento crecer mi propia fortaleza en mí cuando tú estás a mi lado y me comunicas con tu misma presencia la fe y la confianza que necesito para vivir. Gracias, Señor, por esa imagen en mi mente y por esa realidad en mi vida. Tú eres mi fortaleza.

“Yo cantaré tu fuerza,
por la mañana aclamaré tu misericordia;
porque has sido mi alcázar
y mi refugio en el peligro.
Y tañeré en tu honor, fuerza mía,
porque tú, oh Dios, eres mi fortaleza.”

Meditación

Ponerle pies a la serpiente

““Ponerle pies a la serpiente.”
(Dicho Zen)

Eso es lo que hacemos todos. Nos parece que sufre la serpiente con su andar vacilante de contorsiones convulsivas a ras de suelo, y pretendemos ayudarla humanitariamente poniéndole piececitos para que ande a pasos como cualquier animal normal. Pobrecita, cómo se arrastra por el polvo. Saquémosla de su miseria con el gesto compasivo del bienhechor. Verás cómo nos lo agradece cuando pruebe la nueva locomoción. Será un gozo verla andando rítmicamente a cuatro patas. Una buena obra.

Eso es lo que hacemos todos. Complicar lo que en sí era sencillo, hacer preguntas donde el callarse era el mejor entender, buscar explicaciones cuando los hechos hablan por sí mismos. Ponerle pies a la serpiente. ¿Por qué esto, por qué aquello, por qué lo de más allá? Forzar entendimiento, elaborar métodos, multiplicar lógicas. Pretender enmendarle la plana a la naturaleza y someter a la lógica lo que es objeto de la contemplación. Unificarlo todo. Querer que todos anden igual. Querer que todos anden como nosotros andamos, que es, según nosotros, el mejor método de andar. Querer que la razón lo explique todo, que todo sea razonable, medible, explicable; que todo se ajuste a nuestra concepción, que todos anden sobre sus pies. Así nos entenderemos todos.

Así no nos entenderemos nunca. ¡Pobre serpiente! ¡Menudo lío se va a armar con sus flamantes pies! No le sale el andar. Para ella era tan sencillo deslizarse silenciosa sobre el amigo suelo que ahora no sabe qué hacer con los torpes saltitos de los extraños pies. La cobra real, que antes ganaba en velocidad al hombre, se tropieza y se enreda con las prótesis nuevas. La vida, que era clara y sencilla en su misterio vivo de experiencia directa, se hace imposible, se traba, se enreda si pretendemos aclararla con premisas rebuscadas de filosofías inquietas. La oración se hace examen, la religión se hace asignatura, Dios se reduce a la conclusión de un silogismo. La serpiente acaba por no poder andar.

No es que no haya que usar la razón. Es que no hay que abusarla. Hay que usarla para respetar la naturaleza de cada cosa, el andar de la serpiente, el misterio de la vida, la intimidad de Dios. No hay que usarla para forzar cuadrículas matemáticas en los reinos del espíritu. El excesivo razonar ahoga el afecto, apaga el fervor, seca la devoción. Las elucubraciones de la mente pueden llegar a estorbar los andares de la vida. La serpiente anda mejor sobre sus escamas fuertes, entretejidas, y resbaladizas sobre el suelo llano que sobre pies artificiales que nunca necesitó. Dejémosla andar a su aire.

¿Por qué no andamos bien nosotros? ¿Por qué no avanzamos, no progresamos, no llegamos en la vida a donde queríamos y podíamos llegar? Porque le hemos puesto pies a la serpiente. Porque hemos complicado lo obvio, oscurecido lo claro, alejado lo cercano. Hemos perdido la inocencia espontánea de nuestro andar natural. Y estamos hechos un lío. Pidámosle al pintor que le pintó los pies a la serpiente que los borre pronto.

Día 1
Os cuento

Ver las caras

Un amigo mío fue un gran profesor de matemáticas en la universidad en la que yo también enseñaba en la India, y cuando se retiró, se dedicó a dar clases particulares a alumnos aventajados que querían sobresalir en la asignatura. Lo hacía con gran competencia y dedicación. Recientemente ha perdido la vista a distancia, aunque puede escribir perfectamente sus ecuaciones en el tablero y podría seguir enseñando con su gran dominio de la materia. Pero ha dejado las clases. La razón que me dio fue la siguiente: “Puedo ver el tablero y puedo razonar las ecuaciones con claridad. Pero no puedo verles las caras a mis alumnos, y si no les veo las caras, no puedo enseñar.”

Buen maestro. La enseñanza no está en el tablero, sino en las caras de los alumnos. Ellas dicen lo que han entendido, lo que está oscuro, lo que aburre, lo que divierte. El buen profesor enseña mirando a las caras de los alumnos. Y si no puede verlos, no enseña.

Cuando yo enseñaba también matemáticas en la misma universidad, tenía cien alumnos en una gran clase de anfiteatro. Psicológicamente, los más inteligentes se sentaban en las primeras filas, y los más torpes, al fondo. Y al escribir yo alegremente las ecuaciones en la pizarra, veía palpablemente cómo la ola del entender iba ascendiendo fila por fila de la primera a la última. Caras se abrían, rostros se iluminaban, sonrisas florecían…, mientras allá atrás seguían los rostros opacos y los ojos apagados. Yo repetía y aclaraba y esperaba…, ya voy por la fila cinco, por la siete, por la once, por la penúltima…, hasta que las caras de la última fila junto a la pared del fondo respondían, y yo pasaba al teorema siguiente. Por eso entiendo la decisión de mi amigo. Hay que mirar a la cara.

En la clase y en la vida.

El sueño

Pedía a Dios todos los días la gracia de encontrar un tesoro. Había comenzado a trabajar en el campo pero no le gustaba, y pensaba que a Dios no le costaba nada revelarle en un sueño donde había un tesoro escondido. Alguno habría entre tantos terrenos, y con solo saber donde estaba, lo buscaría y viviría feliz toda su vida sin tener que madrugar y trabajar y cavar y sudar siete días a la semana. Era bien sencillo. Y él tenía la certeza de que Dios le revelaría el tesoro escondido. Dios era omnipotente, y él se lo había suplicado con fe y con devoción. No podía fallar.

Una noche tuvo un sueño. En un campo cercano al suyo, en la ladera del río, al lado de un árbol que él en su sueño identificó enseguida, estaba el tesoro escondido. Al día siguiente exploró el terreno con disimulo, y era exactamente como se le había mostrado en el sueño. El campo, el río, el árbol, y allí, escondido bajo tierra estaba el tesoro que le esperaba para hacerle feliz. Apenas pudo ocultar su alegría, pero pasó todo el largo día, llegó la oscuridad, dejó pasar la medianoche, y se dirigió silencioso con su pala y su pico a cavar en el sitio preciso.

Se puso a cavar. Con prisa por un lado y con cuidado de no meter ruido para no despertar a nadie. El tesoro iba a ser para él solo. Por fin el pico sonó sobre metal. Un cofre grande fue apareciendo poco a poco ante su ávida mirada. Tras muchos esfuerzos quedó libre. Lo levantó. Era pesado. Lo dejó sobre el terreno, lo contempló con satisfacción, forzó la cerradura con el pico, y levantó la tapa. Dentro había un sobre con un papel. Rasgó el sobre con impaciencia, desdobló el papel, lo leyó a la luz de la luna. Decía: “No te creas que con cavar un hoyo se encuentra un tesoro. Eso son cuentos de hadas. Trabaja en el campo y te ganarás la vida.”

Dios había escuchado su oración.

La cruz en el polvo

John MacCain, candidato republicano a la Casa Blanca frente a Obama en 2008, fue aviador en la guerra del Vietnam, fue derribado y capturado, y pasó cinco años como prisionero de guerra. Cuenta esta anécdota de su captura.

“Como prisionero de guerra americano herido en Vietnam, mis verdugos me ataron con cuerdas de tortura y me dejaron solo en una habitación vacía para que sufriera toda la noche. Más tarde, un guardia con el que yo no había hablado entró en el lugar y, en silencio, aflojó las cuerdas para aliviar mi dolor. Poco antes del amanecer, adelantándose al retorno de sus camaradas menos humanitarios, el mismo guardia volvió y reajustó las cuerdas. Nunca me dijo una palabra. Meses más tarde, en una mañana de Navidad, yo me encontraba de pie en el patio de la prisión cuando el mismo guardia se acercó y se detuvo un momento cerca de mí. Entonces, con su sandalia, dibujó una cruz en el polvo. Permanecimos en silencio un minuto o dos, venerando la cruz, hasta que el guardia la borró y se alejó.”

(“Lo que mueve mi vida”, Jay Allison, Plataforma Editorial, Barcelona 2007, p. 141)

Marketing

El semanario católico londinense THE TABLET trae en una página un anuncio del disco que han grabado tres curas irlandeses canta-autores, y en otra un dibujo en el que un hombre sale del confesionario y le dice al que estaba esperando en la cola: ‘¡Maldita sea! ¡El cura me ha puesto de penitencia que me compre su último disco!’ Me ha hecho reír el chiste.

Y luego me ha dado una idea. Yo también puedo poner de penitencia en el confesionario que se compren mi último libro. Aunque probablemente esa sería la mejor manera de que no lo leyesen.

Me contáis

Es notable que todos los que me habéis contestado acerca de lo que escribí la vez pasada sobre la homosexualidad habéis estado de acuerdo. Me ha sorprendido. Solo uno ha señalado una objeción, y aun así lo ha hecho, no para oponerse sino para aclararse y pedir una explicación. La objeción de base es: El sexo es para la procreación, y como eso no se cumple en las relaciones homosexuales, quedarían prohibidas.

Eso nos lleva a la cuestión fundamental. El sexo es para la procreación. De acuerdo. Pero no solo para eso. Decir que es exclusivamente para la procreación es exagerar, y el sexo es algo mucho más profundo y complejo que solo eso. Es para fomentar la intimidad, la compañía, el matrimonio, la familia, el gozo compartido, el placer inocente. Con la limitación de siempre de no hacer daño a nadie, desde luego. Pero no solo y exclusivamente para la procreación. De hecho la mayor parte de las relaciones sexuales legítimas no llevan a la concepción. Si la naturaleza hubiera querido el sexo solo para la concepción lo podía haber hecho un poco más eficiente.

La Iglesia acepta que matrimonios pasada la edad de concebir puedan tener sexo. La mujer ha llegado a la menopausia, con lo cual no puede tener hijos, pero sí puede tener sexo con su marido. Es decir, sexo sin procreación. Y la Iglesia lo acepta. Lo mismo acepta la Iglesia para una mujer que se haya sometido a una histerectomía. Al no tener útero no puede concebir, pero puede seguir teniendo sexo en su matrimonio. Es decir, que el principio que el sexo es para la procreación es verdadero en general, pero tiene excepciones aceptadas por la Iglesia, y una más podría ser la de los homosexuales. El principio, como tal, no obsta ya que admite excepciones aprobadas por la Iglesia.

Fue san Agustín quien dio a la Iglesia su doctrina del sexo. Y la experiencia sexual de san Agustín había sido bien traumática como él mismo la cuenta en sus Confesiones. No se podía esperar de él una actitud equilibrada. Para él el sexo era algo vergonzoso y pecaminoso, y lo único que lo hacía tolerable era el engendrar nueva vida. De ahí la exclusividad de la procreación en el sexo. Una vez que se reconoce que el sexo es algo más que la reproducción de la especie, puede llegar a entenderse la situación de los homosexuales que es la que ha dado lugar a esta discusión. Repito que con prudencia y delicadeza, pero también sin temores ni escrúpulos. Ya sé que estas cosas no se dicen, pero peor es que se hagan sin decirlas. Hablando humildemente entre cristianos es como se forma conciencia cristiana.

Salmo

Salmo 59 – La ciudad fortificada

“¿Quién me llevará a la ciudad fortificada?”

Esa ha sido mi oración de toda la vida, mi deseo diario, la meta de todos mis esfuerzos y la corona de mi esperanza. Entrar en la ciudad. Conquistar la plaza fuerte. Atravesar sus murallas, pasar más allá de sus fortalezas, llegar a su mismo corazón; sí, su corazón; no sólo su corazón de asfalto y adoquines en la plaza mayor que rige su mapa y su vida con la vorágine de su tráfico y el esplendor de sus tiendas, sino el corazón de su cultura, su historia, su vida social, su carácter, su personalidad. Quiero entrar en la ciudad. Quiero llegar a su corazón. La ciudad de la tierra como preparación y símbolo de la ciudad del cielo.

Vivo en la ciudad, pero, en cierto modo, fuera de ella. No llego a formar parte de ella, no me identifico con ella, no pertenezco. Me abruma la ciudad. Sí que pago impuestos al ayuntamiento y voto en las elecciones municipales, soy vecino de pleno derecho en mi ciudad, bebo sus aguas y viajo en sus autobuses y en su metro, compro en sus comercios y paseo por sus parques, conozco el laberinto de sus calles y el perfil de sus rascacielos contra las nubes. Y, sin embargo, sé muy bien, en el fondo del alma, que aún no formo parte del todo de esta ciudad que llamo mía.

Soy un extraño en mi ciudad; o, más bien, la ciudad me es todavía extraña. Fría, remota, ausente. La ciudad es secular, y yo, que estoy consagrado a ti, pertenezco a lo sagrado. Cada vez que entro en la ciudad llevo tu presencia conmigo, Señor, y eso hace que mis pisadas sean extranjeras en el tumulto del ruido profano. Yo soy representante tuyo, Señor, y no hay sitio para ti en las capitales planificadas del hombre moderno.

Los baluartes y bastiones de la ciudad moderna contra ti, Señor, y contra mí que te represento, no son muros de piedra o torres almenadas; son más sutiles y más temibles. Son el materialismo, el secularismo, la indiferencia. La gente no tiene tiempo; la gente no se preocupa. No hay sitio para las cosas del espíritu en la ciudad de la materia. No se trata de derrotar ejércitos, sino de conseguir audiencia; no queremos lograr una victoria, sino lograr, sencillamente, que nos oigan. Y eso es lo más difícil de conseguir en este mundo atropellado de hombres indiferentes.

Quiero entrar en la ciudad, no con la curiosidad anónima del turista, sino con el mensaje del profeta y con el reto del creyente. Quiero hacerte presente en ella, Señor, con toda la urgencia de tu amor a la totalidad de tu verdad. Quiero entrar en la ciudad en tu nombre y con tu gracia, para santificar en consagración pública la habitación del hombre.

“¿Quién me guiará a la plaza fuerte,
quién me conducirá a Edom?”

Solo tú puedes hacerlo, Señor, porque a ti te pertenece la ciudad en pleno derecho. Tus palabras proclaman tu dominio sobre todas las ciudades de la tierra:

“Triunfante ocuparé Siquén,
parcelaré el valle de Sucot;
mío es Galaad, mío Manasés,
Efraín es yelmo de mi cabeza.

Judá es mi cetro,
Moab una jofaina para lavarme.
Sobre Edom echo mi sandalia,
sobre Filistea canto victoria.”

La ciudad es tuya, Señor. “¿Quién me conducirá a Edom?”. ¿Quién me llevará hasta el corazón de la ciudad donde vivo?; ¿quién me hará presente donde ya lo estoy?; ¿quién acabará con el prejuicio y la ignorancia y la indiferencia para abrirle camino a la luz no solo en el secreto del corazón de los humanos, sino en los grupos y las reuniones y las multitudes de las calles abiertas y las plazas públicas? ¿Quién derribará los muros de la ciudad fortificada?

Edom es tuya, Señor. Hazla mía en tu nombre para que pueda devolvértela, consagrada, a ti.

Meditación

Cuando una espina ayuda

Veo algo que me llama la atención en un arbusto de los campos abiertos en la India calurosa de los húmedos monzones. Me acerco cuidadoso a examinar la sorpresa y pronto reconozco la reliquia inconfundible de la vida renovada cada primavera al crecer los cuerpos con el vigor de la juventud y la fuerza de la vida. Allí, colgando de una espina alta, está la camisa recién abandonada de una serpiente. De una pieza, fina y transparente como un velo de novia. La desengancho y la admiro en mis manos, y pienso en la serpiente que dejó su envoltura para poder crecer.

Es cómodo tener el traje hecho a medida por la naturaleza misma en corte preciso. La serpiente se precia de él con justificado orgullo. Quizá se aficiona también al traje y piensa que con él no va a tener problemas de vestir ya para el resto de su vida. Pero el cuerpo crece y el traje queda estrecho. Resulta incómodo. No puede ya albergar al maduro reptil. Hay que deshacerse de él.

No es fácil la tarea. Da pereza el cambio. Incluso nos dicen que hay peligro mientras el reptil permanece indefenso al cambiar de ropa. Pero la vida llama y el momento llega. La serpiente otea el horizonte, escoge un espino, engancha la punta de su vestido, y se va escurriendo, curva a curva, dejando detrás el vestido inútil, y emergiendo con el brillo nuevo del traje recién estrenado. Tras varios esfuerzos queda libre del todo, y se lanza al camino con el desahogo amplio del cuerpo crecido. Ya no le cabía en la antigua funda. Para crecer hay que cambiar de piel. Aunque cueste un poquillo.

Ando mirando alrededor para ver una espina que me sirva. Quiero colgar de ella la camisa que me queda corta. No me deja crecer. Me vino muy bien en su tiempo, pero he crecido y ya no encajo en sus costuras a punto de reventar. Le tenía cariño y me gustaba. Me da pena dejarla. Me acompañó mucho tiempo. Mi pasado, mis costumbres, mis maneras de ver y mis modos de juzgar, mis devociones y mis oraciones, mi imagen y mi historia. Todo era muy cómodo, pero si quiero crecer, he de dejarlo. Si permanezco aprisionado en la primera piel, no se desarrollarán mis miembros ni se abrirá mi mente. He de pasar por el ritual del descondicionamiento si quiero seguir en la primavera del vivir. Y el proceso no es de una vez para siempre. La próxima primavera volverá la serpiente a cambiar de piel para seguir creciendo, para seguir viviendo. Hay que cambiar la piel del alma para que crezca en la plenitud que ha de ser suya. Hay que encontrar la espina y engancharse y tirar. Es penoso, pero es necesario. La serpiente lo sabe.

Acaricio en mis manos la piel abandonada. Pienso en la serpiente, ya lejana, que tuvo el valor de dejarla. Bello tejido de escamas iguales. Bello, pero ya superado. La experiencia campestre me anima a seguir el ejemplo. Voy a cambiar de piel.

 

Día 15
Os cuento

Recuerdos de la India

Vivía yo aquellos días de casa en casa por los barrios pobres en la ciudad de Ahmedabad pidiendo la limosna de la hospitalidad a familias dispuestas a darla, y viviendo así una semana en cada nueva casa. En una de esas casas el padre de la familia me enseñó con orgullo el altar de sus dioses familiares en el que había juntado, como suele ser la costumbre, diversas imágenes del rico panteón hindú para no ofender a una divinidad mientras se agrada a otra, y así congraciarse con todas. Allí estaba el alegre Krishna, con su flauta y su pluma de pavo real en la frente; Shiva, con su melena que detuvo la bajada del Ganges sobre la tierra; Lakshmi, diosa de la riqueza; Sarásvati, diosa de la sabiduría; Ganesh, el dios de cabeza de elefante, invocado al comenzar toda obra buena, destruidor de obstáculos y abogado de causas imposibles; la ejemplar pareja Sita-Rama con su fiel servidor Hanumán, el dios de rostro de mono; Kali, la diosa de los momentos difíciles; y Yama, dios de la muerte cabalgando sobre el búfalo negro. Mi amigo me los mostró todos, y luego, con un gesto devoto y satisfecho, señaló una imagen en el medio y me dijo para darme una grata sorpresa:

– Mire usted, para recordar para siempre su estancia en mi casa esta semana, he puesto también al Señor Jesús entre mis divinidades favoritas.
– Que él te bendiga siempre. ¿Me enseñas la estatua de cerca?
– Sí, mire, aquí está. Es esta.

Entonces yo me acerqué, miré con atención, y una ligera sonrisa curvó mis labios. Era una sonrisa de agradecimiento y humor al mismo tiempo, y espero que mi amigo no llegara a sospechar su causa. Sí, allí estaba una imagen indudablemente cristiana; pero no era precisamente la de Jesús. De hecho, la imagen era… ¡la de Nuestra Señora de Fátima! Por lo visto, la semejanza entre las largas vestiduras del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora había confundido a mi amigo, que había tomado a la una por el otro. Estoy seguro de que Jesús y la Virgen disfrutaron con la broma, y yo también la disfruté con ellos y no le revelé a mi amigo hindú la identidad equivocada de su imagen. Así fue como Nuestra Señora de Fátima llegó a presidir la vida de una familia hindú con su cariño maternal.

Parábola de los gemelos

Sucedió que en un seno fueron concebidos gemelos. Pasaron las semanas y los gemelos crecieron. A medida que fueron tomando conciencia, su alegría rebosaba: “Dime: ¿no es increíble que vivamos? ¿No es maravilloso estar aquí?” Los gemelos empezaron a descubrir su mundo. Cuando encontraron el cordón que los unía a su madre y a través del cual les llegaba el alimento, exclamaron llenos de gozo: “¡Tanto nos ama nuestra madre que comparte su vida con nosotros!”

Pasaron las semanas, luego los meses. De repente se dieron cuenta de cuánto habían cambiado. “¿Qué significará esto?” –preguntó uno-. “Esto significa –respondió el otro- que pronto no cabremos aquí dentro. No podemos quedarnos aquí: naceremos”. – “En ningún caso quiero verme fuera de aquí –objetó el primero- yo quiero quedarme siempre aquí”. – “Reflexiona. No tenemos otra salida –dijo su hermano. Acaso haya otra vida después del nacimiento”. – “¿Cómo puede ser esto? –repuso el primero con energía. Sin el cordón de la vida no es posible vivir. Además, otros antes de nosotros han abandonado el seno materno y ninguno de ellos ha vuelto a decirnos que hay una vida tras el nacimiento. No, con el nacimiento se acaba todo. Es el final”.

El otro guardó las palabras de su hermano en su corazón y quedó hondamente preocupado. Pensaba: “Si la concepción acaba con el nacimiento, ¿qué sentido tiene esta vida aquí? No tiene ningún sentido. A lo mejor resulta que ni existe una madre como siempre hemos creído”. – “Sí que debe existir –protestaba el primero-. De lo contrario, ya no nos queda nada”. – “¿Has visto alguna vez a nuestra madre? –preguntó el otro. A lo mejor sólo nos la hemos imaginado. Nos la hemos forjado para podernos explicar mejor nuestra vida aquí.”

Así, entre dudas y preguntas, sumidos en profunda angustia transcurrieron los últimos días de los dos hermanos en el seno materno. Por fin llegó el momento del nacimiento. Cuando los gemelos dejaron su mundo abrieron los ojos y lanzaron un grito. Lo que vieron superó sus más atrevidos sueños.

(Selecciones de Teología, nº 152, Vol.38, 1999, pág.306)

Me contáis

¿Qué piensa usted de Osho?

Cuando yo estaba en Ahmedabad, Osho, que entonces se llamaba Bhagavan Shri Rajneesh, vino por primera vez a nuestra ciudad a dar unas charlas. Sus discípulos vinieron a pedirme en su nombre que yo presidiera esas charlas. Lo consideré un honor pues él era ya un personaje muy conocido, pero hube de decirles que no. La razón fue que las charlas iban a versar sobre un libro que él acababa de publicar en lengua hindi con el título Sambhogse Samadhi Tak, que quiere decir literalmente “Del coito a la contemplación”, y, la verdad, no me consideraba yo una autoridad en la materia. Cuando ellos le dijeron que yo me había negado, él les contestó: “No importa. Yo le he dado al padre Vallés una cita mental, y cuando llegue su hora vendrá a mí.”

He leído varios de sus libros, incluso los he citado a veces, y sé que hizo mucho bien a muchos liberando tabúes y quitando complejos que buena falta hacía en aquellos ambientes. Pero también se pasó en su protagonismo y dio lugar a cierto libertinaje y a un culto a su personalidad que no parece aceptable. No nos encontramos nunca. Por lo visto no me llegó mi hora.

Os voy a revelar un pequeño secreto. Tony de Mello no cita a Osho en ninguno de sus libros, pero lo leía y usaba sus ideas y sus cuentos. Y a mí, cuando nos encontrábamos, siempre me preguntaba sobre las actividades de Osho, ya que yo estaba enterado de ellas. Cuando Tony murió encontraron en su cuarto un armario grande cerrado con llave. Estaba lleno de arriba abajo de libros de Osho, que publicó muchísimos ya que no los escribía sino que eran transcripciones muy bien editadas de sus discursos en su institución de Lonavla. Y Tony los había coleccionado y estudiado. Pero nunca lo citó.

En la India se hizo célebre su respuesta a la Madre Teresa. Esta había dicho en público, en respuesta a una pregunta en una entrevista, que Osho predicaba una excesiva libertad sexual (que era verdad), y que ella rezaba por que cambiara su modo de ver. Osho contestó en público: “Si la Madre Teresa cree que puede cambiarme con sus oraciones, la llevaré a los tribunales por intentar cambiarme contra mi voluntad; y si no cree, ¿por qué reza?” No hubo consecuencias.

Salmo

Salmo 60 -Mi tienda en el desierto

La vida es un desierto, y tú, Señor, eres mi tienda en medio de él. Siempre estás dispuesto a protegerme de los rayos del sol y de los torbellinos de arena en la tormenta. Pronta ayuda y seguridad fiel. Si no tuviera la promesa de la tienda, no me adentraría en la hostilidad del desierto.

Me enseñas con imágenes. Te has llamado a ti mismo mi roca, mi torre, mi fortaleza, y ahora mi tienda. En la roca y en la torre hablaste de fuerza y poder, y ahora en la tienda hablas de accesibilidad, de cercanía, de estar juntos en la intimidad de un espacio reducido a través de las mil vicisitudes de la travesía del desierto.

Tu templo es tu morada oficial para todo tu pueblo, y a él acudo con ilusión y alegría mezclado entre la multitud de los días de fiesta y cantando con todos los fieles los cánticos de tu alabanza en la majestad de tu presencia. Pero ahora tu tienda es la cita íntima, el encuentro personal, el lugar secreto. A él acudo con la gratitud por tu llamada, con la emoción de la expectativa, con la esperanza de ver tu rostro y oír tus palabras. Al templo puedo ir en cualquier momento, y en las grandes fechas de tus festivales populares. A tu tienda solo puedo acudir cuando tú me invitas en la libertad de tu amistad y en la oportunidad de mis caminos. Tu templo está fijo en medio de tu ciudad. Tu tienda me sorprende a la vuelta de una duna en el desierto cuando yo creía que me había perdido en las arenas de la vida. Allí me esperas tú para darme fuerzas, dirección y cariño.

¡Bendito sea el desierto que me acerca a ti en la sombra de tu tienda!

“En la roca inaccesible para mí colócame;
pues tú eres mi refugio,
torre potente frente al enemigo.
¡Que yo sea siempre huésped de tu tienda
y me acoja al amparo de tus alas!
Porque tú, oh Dios, oyes mis votos;
tú otorgas la heredad de los que temen tu nombre.”

Meditación

El ligero saltamontes

Nadie sabe hacia dónde
va a saltar el saltamontes.
Ni siquiera él mismo.

Muchas veces en mi niñez observé al saltamontes. Y es verdad lo que dice el proverbio chino. Nunca se sabe hacia dónde va a dirigir el saltamontes su próximo salto. Lo primero que hace al aterrizar desde su última parábola es girar sobre sí mismo en el suelo, pero una vez es hacia la derecha, otra hacia la izquierda, una vez es un ángulo mínimo y otra vez es media vuelta entera. Salto y giro, y otro salto y otro giro, pero nunca dos saltos en la misma dirección. La línea recta no se hizo para el saltamontes. Veleta olímpica. Campeón de sorpresas. Héroe del zigzag. Llega a donde quiere, pero llega a su manera. Y ni siquiera él sabe cuál va a ser su próxima manera. Quizá tampoco sabe todavía a dónde quiere ir. Y eso convierte su alegre trayectoria en lección sabiamente correctiva para la vida humana.

Espontaneidad del momento. Giro imprevisto a cada salto. Geometría alegre en tres dimensiones. Fe en que al final del juego, el deporte, y el circo que vamos representando aquí abajo, llegaremos al fin adonde hemos de llegar a través del laberinto espacial de la libertad disfrutada. La línea recta es aburrida. Conocer el final desde el principio es matar la sorpresa. Hay que recuperar en cada aterrizaje la frescura inicial para recomenzar el vuelo hacia donde nos lleve en el momento concreto nuestro instinto certero. El saltamontes nunca se equivoca.

Bien está el planear, prever, sacarse seguros de vida, consultar mapas, y trazar itinerarios. Todo hace falta en este complicado mundo en que vivimos. Pero lo que más falta hace es la libertad de reaccionar a cada momento con la totalidad inédita del organismo vivo que se sabe en plena posesión de sus facultades y se fía de sí mismo y de la naturaleza entera al dejarse llevar a donde le acaba de decir su instinto. Otro salto y otro aterrizaje inesperado. A veces incluso pequeños accidentes aerodinámicos. También le sucede al saltamontes. Pero vuelta a enderezarse y a proseguir su ballet geométrico en curvas airosas. Trenza brisas con sus vuelos. Y siempre vuelve a la tierra que le da sustento, protección, y descanso. Alegre vida sobre verdes prados.

El saltamontes es ligero. Ahí está el secreto de su alegría. Salta porque no pesa. Vuela porque no está atado. Parecen increíbles las alturas que alcanza en sus acrobacias gratuitas. No le pesa el cuerpo. No le pesan las preocupaciones. No le pesa el pasado. No le pesa el futuro. No le pesan los pesares. Es ligero de cuerpo, de miembros, de estructura, de mente, de conciencia. Por eso vuela. Hay que echar lastre. Hay que vaciar almacenes. Hay que limpiar fondos. Arrastramos tal peso de memorias y resentimientos y sueños y miedos que no podemos despegar. Pocos animales saltan tan alto en proporción altura-cuerpo como el saltamontes; y pocos tan bajo como el hombre y la mujer. Podemos mejorar nuestras marcas.

Es fascinante contemplar de cerca los viajes del pequeño saltamontes. Observar y aprender. Saltar por encima de las dificultades cuando no podemos resolverlas. Cambiar de terreno cuando se ha agotado el anterior. Avistar horizontes desde vértices instantáneos en atalayas aéreas. Fuerza inmediata y reposo tranquilo. Energía y elegancia. Transitoriedad y despreocupación. Saber vivir en el suelo y saber asomarse a las alturas. Y todo al filo del momento, de salto en salto, de emoción en emoción.

No pensaba yo que unas memorias zoológicas de la niñez me iban a resultar lecciones de espíritu en años lejanos. No hay experiencia que se pierda. El saltamontes de hoy se convierte en inspiración de mañana. Y la vida se enriquece con todo lo que hemos puesto en ella. Bienvenido sea el recuerdo alegre del ligero saltamontes. Figura de espontaneidades en la monotonía de la vida. Aprendamos a saltar.

Día 1
Os cuento

Vicente Ferrer

Vicente Ferrer, que acaba de fallecer, fue compañero de clase mío en el seminario de los jesuitas de Pune en la India. Ya desde entonces se veían sus dos grandes características: su interés por ayudar a los pobres, y su carisma para atraer gente a trabajar por ellos. En las primeras Navidades organizó toda una campaña en el seminario. Todos recibíamos christmas de felicitación de Navidad de todo el mundo, y él pensó en reciclarlos y venderlos. Reunió voluntarios para despegar el papel interior del christmas donde vienen las firmas, cambiarlo limpiamente por uno nuevo, buscar sobres del tamaño correspondiente, y venderlos a librerías que él ya había contactado para sacar dinero para los pobres. Así empezó.

Los estudios de los sacerdotes jesuitas tienen dos versiones. El curso largo, para los más listos, y el curso corto para los menos. Los que aprueban el curso largo son ‘profesos’ y los que fallan cualquier examen y pasan al curso corto son ‘coadjutores espirituales’, que son plenamente sacerdotes y plenamente religiosos pero, como su nombre indica, son ‘ayudantes’ de los profesos. Esa distinción ya no nos gusta, pero antes se le daba importancia, y viene del mismo san Ignacio. Algunas veces las monjas, al pedir un capellán o un director de ejercicios jesuita, especificaban que fuera de los ‘profesos’. Entonces les contábamos el chiste de aquella monja que le preguntó a un jesuita cual era la diferencia entre el curso largo y el curso corto entre nosotros, y él le contestó: ‘La misma que entre unos pantalones largos y unos cortos. Los dos cubren lo esencial.’ Hoy ya no nos gusta hablar de ‘profesos’ o no. Vicente Ferrer iba, desde luego, por el curso largo, pero no le interesaban las teorías por muy teológicas que fueran, y pidió voluntariamente y obtuvo el permiso para pasarse por su cuenta del curso largo al curso corto. Eso le dejaba más tiempo para dedicarse a actividades por los pobres ya desde entonces. Es el único caso que conozco de haberse pasado al curso breve por cuenta propia. Listo que era.

Un examen importante para todos era el de las confesiones. Tres profesores en el tribunal se ‘confesaban’ en público con el candidato con los pecados más complicados del mundo, y este había de resolverlos satisfactoriamente. El libro de texto era el manual de teología moral Genicot-Salmans, del que nos daban una copia a cada uno. Ferrer perdió la suya, y me pidió la mía prestada. Me dijo me la pedía a mí porque, conociéndome, se imaginaba que yo ya me lo habría estudiado. Buen conocedor de hombres que era. Le presté el libro y me prometió me lo devolvería después de los exámenes. Nunca me lo devolvió. Seguro que perdió mi copia como había perdido la suya. Dudo incluso si la leyó. Pero pasó el examen a la primera.

Él comenzó su trabajo por los pobres como sacerdote jesuita desde una parroquia. Los hindúes se le opusieron pronto. La razón de su oposición era que en la India los misioneros cristianos han usado las obras de caridad como manera de hacer conversiones, y eso les desagrada a los hindúes. Ferrer dejó el sacerdocio para poder seguir trabajando en su labor. El papa actual ha prohibido usar la caridad para hacer proselitismo, pero su mandato ha llegado tarde y muchos no le han hecho caso. La Madre Teresa fue modelo en servir a todos sin bautizar a ninguno, pero fue una excepción. En la India se usa la triste frase ‘cristianos de arroz’. Eso nos ha hecho daño. Vicente Ferrer y la Madre Teresa se han ganado justamente el aprecio del mundo por no haber usado la caridad para el proselitismo. Las palabras del papa:

“La caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. […] Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia.” (Dios es amor, 31, c)

Personalidades de todo el mundo han honrado su memoria. Excepto autoridades eclesiásticas. Y murió sacerdote, pues el sacerdocio no se pierde nunca. En la India se le ha llamado siempre el Padre Ferrer, y con ese nombre han dado los periódicos de allí la noticia de su muerte: Father Ferrer.

Ecología jainista

[Me han invitado a enviar un mensaje a la Convención Mundial de Jainistas 2009 en Los Ángeles del 2 al 5 de julio, y esto es lo que les he escrito:]

Me siento honrado por la invitación a enviar un mensaje a mis amigos jainistas reunidos en Los Ángeles, y lo hago de corazón. Tanto más cuanto que el tema de la Convención –Ecología Jainista– es importante para hoy.

El jainismo tiene tres títulos para reclamar su presencia en el mundo religioso de nuestros días.

1. La no violencia es su primer principio, y es la primera necesidad de una sociedad herida por guerras, terrorismo, violencia callejera. El cese de toda violencia de mente, palabra, y obra. Mahatma Gandhi no era jainista, pero lo era su aya, quien le inculcó esa actitud desde pequeño. Y de mayor Gandhi logró conseguir la independencia de La Joya de la Corona del Imperio Británico sin una guerra de independencia, primera vez que una colonia llevaba a cabo tal hazaña de paz en la historia.

2. La parábola de los ocho ciegos y el elefante, presente en todas las literaturas, es de origen jainista. Ocho ciegos son llevados a ‘ver’ por primera vez a un elefante y describirlo luego, y dicen por turno que es como una manguera, columna, concha, puñal, soplillo, cuerda, pared, techo, según han palpado su trompa, pata, uña, colmillo, oreja, cola, lado, vientre. Así es como las diferentes culturas, y en particular las diferentes religiones, deben conocerse, entenderse, aceptarse, y completarse para que nuestra civilización sobreviva.

3. Lo más interesante del jainismo con respecto a la ecología es que los elementos materiales, la tierra, el agua, el aire, el fuego, son dotados de vida, solo que tienen un solo sentido (el tacto) mientras que los humanos tenemos cinco. Son seres con vida y sentimiento. La creación entera está viva, y eso conlleva respeto y veneración que es la base para la mejor ecología en la teoría y en la práctica. Esto es lo característico del jainismo.

El respeto a la vida, en consecuencia, se debe extender a lo que en el occidente llamamos seres materiales mientras que el jainismo los considera también con alma. Los monjes y monjas jainistas muestran este respeto de varias maneras delicadas que a nosotros nos recuerdan al menos esta actitud fundamental. Llevan un pequeño trapo blanco delante de la boca y colgado de las orejas. Los guías turísticos les dicen a los turistas que ven a tales monjes que es para no tragar insectos al andar, pero eso no es así. La verdadera razón no es esa, ya que los monjes y monjas jainistas no son tan torpes como para ir papando moscas por la calle. El trapito blanco ante la boca es para proteger al aire, al Hermano Aire podíamos decir con san Francisco de Asís, del impacto de nuestro lenguaje con sus ‘pes’ y ‘bes’ que lo hieren como un puñal, y de la contaminación de nuestro aliento. Los monjes cubren los grifos de su uso con un paño blanco, que tampoco es para filtrar el agua como popularmente se cree, ya que el agua de la municipalidad ya es perfectamente potable, sino para frenar su caída del grifo a la base de porcelana y que el agua no se haga daño al chocar con ella. También andan siempre descalzos, y eso no es por pobreza religiosa sino para no hacerle daño a la tierra al andar. Y al fuego lo saludan siempre que han de encender o apagar una vela o una luz juntando las manos ante el pecho e inclinando la cabeza. Culto ecológico del Aire, Agua, Tierra, y Fuego. Yo he presenciado todo esto y me he sentido inspirado por el profundo sentido de estos gestos sencillos.

Estos ejemplos nos presentan una imagen ecológica ideal, y nos recuerdan en la práctica nuestro deber a la naturaleza. Reverencia a los elementos, y luego, debidamente, según subimos por la escala de los seres, a los seres con más de un sentido, las plantas, vegetales, árboles, animales, humanos. Ecología universal que todo lo abraza. La Tierra está viva. La tradición jainista puede ayudarnos y animarnos a vivir más ecológicamente. Que esta Convención Mundial de Jainistas nos inspire en esta tarea.

Cuento judío

Un día un pueblerino fue a la villa de Khelm a visitar al rabino y le dijo:

-Rebbe, desde siempre he oído hablar del Talmud, pero nunca he comprendido exactamente qué es.
-Escucha con atención. Dos ladrones se meten en una casa por la chimenea y llegan al salón, el primero con la cara totalmente tiznada de hollín, y el segundo no. ¿Cuál de los dos irá a lavarse?
-El que tiene la cara sucia.
-No.

El ladrón que tiene la cara tiznada de hollín ve a su compañero que tiene la cara limpia. Se imagina que la suya también está limpia, y no se lava. En cambio el otro que tiene la cara limpia ve a su compañero con la cara tiznada de hollín. Se imagina que la suya estará igual, e irá a lavarse.

-Entonces el sucio no se lava, y el limpio se lava.
-No. Al revés. El sucio se lava porque tiene la cara sucia, y el limpio también se lava porque ve al sucio lavarse la cara.
-Es decir, que se lavan los dos.
-No. No se lava ninguno. El de la cara de hollín ve a su compañero limpio, y no se lava; y el de la cara limpia, ve a su compañero sucio, pero como el compañero no va a lavarse, él tampoco se lava.
-No se lavan ninguno de los dos.
-No.

Y no comprenderás nunca el Talmud.

-Hemos agotado las cuatro posibilidades.
-Sí, pero ¿cómo puedes imaginarte que dos ladrones bajan por una chimenea llena de hollín y solo uno se mancha la cara?

(Ben Zimet, Cuentos del pueblo judío, Sígueme, Salamanca 2002.)

Me contáis

Cuando me contáis vuestros sufrimientos, sufro. Sufrimiento compartido se alivia, y sufrimientos cercanos me hacen más reales los sufrimientos enormes pero lejanos del mundo. Hoy me ha llegado un emilio muy doloroso y repaso mis sentimientos.

Tres enfoques para el sufrimiento: el del pasado, el del futuro, el del presente. El del pasado es el oriental del karma. Sufro por algo que hice en el pasado, y que necesita una reparación para seguir adelante. Tiene la ventaja de que sé que esto me acerca al final feliz pagando cuanto antes lo que tengo que pagar; y la desventaja de sufrir por algo de lo que no tengo la menor idea qué pudo haber sido en mi pasado.

El del futuro es el occidental de esta vida como prueba para la futura. Dios nos prueba para que nos ganemos el cielo. Yo predicaba de joven que, así como yo les ponía las preguntas más difíciles en matemáticas a mis alumnos más aventajados para que sacaran mejor nota, así Dios, cuanto más sufrimiento nos envía, más nos aprecia y más nos quiere premiar. Muy listo, yo, de curita joven, pero no volveré a repetir ese sermón ante alguien que sufre.

El del presente es el de tomar las cosas como vienen sin preguntar de dónde ni por qué. Y seguir adelante. Hacer todo lo que está en mi mano para reducir el sufrimiento; y aceptar lo que no puedo remediar. “Lo que entristece a los hombres no son los hechos, sino sus reacciones a los hechos.” (Epicteto). El que aguanta, gana.

Y seguir al lado del que sufre.

Salmo

Salmo 61  –  El verdadero amor

Tuyo es, Señor, el verdadero amor.

No hay palabra que usemos más aquí abajo en la tierra que la palabra “amor”. El amor es la aspiración más alta, el deseo más noble, el placer más profundo del ser humano sobre la tierra. Y, sin embargo, no hay palabra de la que más abusemos que la palabra “amor”. Le hacemos decir bajas pasiones y sentimientos inconstantes, lo manchamos con infidelidad y aun lo anegamos en violencia. Tenemos incluso que renunciar a veces a la palabra para evitar sentidos desagradables. Nos falla el lenguaje, porque nosotros le hemos fallado a la verdad.

Aun cuando me llego a la religión y la oración y a mi relación contigo, Señor, confieso que uso con miedo la palabra “amor”. Tu gracia y tu benevolencia me animan a decir “te amo”, pero al mismo tiempo caigo en la cuenta de lo poco que digo cuando digo eso, de lo poca cosa que es mi amor, superficial, inconstante, poco de fiar. Soy consciente de las limitaciones e imperfecciones de mi amor, y comprendo entonces que yo también debería abstenerme de usar esa palabra. No encuentro el verdadero amor en la tierra, ni siquiera en mi propio corazón.

Por eso me consuela ahora pensar que al menos hay un lugar, una persona en quien puedo encontrar el verdadero amor, y ese eres tú, Señor. “Tuyo es, Señor, el verdadero amor.” De hecho ese es tu mismo ser, tu esencia, tu definición. “Dios es amor”. Tú eres amor, tú eres el único amor puro y verdadero, firme y eterno. Puedo volver a pronunciar la palabra y recobrar su sentido. Puedo creer en el amor, porque creo en ti. Puedo renovar la esperanza y recobrar el valor de amar, porque sé que existe el amor verdadero, y está cerca de mí.

Ahora puedo amar, porque creo en tu amor. Me sé y me siento amado con el único amor verdadero que existe, tu amor infinito y eterno. Y eso me da fuerzas y confianza para entregarme a amar a los demás, a ti primero y sobre todo, y luego, en ti y para ti, a todos aquellos que tú pones a mi lado en la vida. El amor verdadero es tuyo, Señor, y con fe y humildad yo ahora lo hago mía para amar a todos en tu nombre.

Meditación

Conflicto en el segundo piso

Contrataron a un grupo de nativos para ir a trabajar a la ciudad. Les prepararon alojamiento en el segundo piso de una casa. Ellos pidieron que, por favor, les dejasen vivir en el piso de abajo. En el segundo piso perdían el contacto con la tierra, y no sabían vivir.

¿Qué hubieran dicho si los hubieran aposentado en el piso veinte de un rascacielos? ¿Qué hubieran sentido al verse rodeados por todas partes de hierro y cemento en caparazón inflexible de aislamiento insonorizado? ¿Cómo hubieran respirado, comido, y dormido separados del suelo por el armazón extraño de vigas y escaleras y techos y ascensores? ¿Cómo hubieran vivido sin tierra?

Para el aborigen la madre tierra sigue siendo madre. Necesita su proximidad, su contacto, su regazo para sentirse seguro y querido mientras explora la vida. Sus pies descalzos sobre el terreno vivo son diálogo constante de información dada y recibida, de mensajes intercambiados, de cariño sentido. Sentarse bajo un árbol es intimidad reposada. Tumbarse sobre la hierba es nirvana. Los olores y sonidos del campo, los perfumes del aire y los juegos de la brisa, el color paralelo de la mies madura, la guardia erguida de los árboles, el correr del agua en limpieza salvaje. Todo un mundo de sensaciones y vivencias sanas y directas que limpian el cuerpo y alegran el alma. Vida cercana a la madre tierra. Perderla es quedarse huérfanos. Y la hemos perdido.

Ya ni vemos la tierra. La hemos recubierto de un caparazón de asfalto y cemento a lo largo y a lo ancho de todos los espacios en que vivimos. Nos alejamos de su superficie. Y cuando el cemento nos parece áspero en nuestros pisos, ponemos alfombras encima para engañar a nuestros pies. Capa sobre capa. Exilio forzado. Orfandad impuesta. Hemos perdido el parentesco, hemos perdido el contacto, hemos perdido el lenguaje. Ya no nos hablamos con nuestra madre. El morse delicado que marcaban los pies descalzos sobre la piel viva del planeta, ha quedado olvidado al ser reemplazado por los taconazos militares de nuestros zapatos rígidos contra los adoquines. El andar ya no es conversar, es herir. Y al herir, nos herimos. Nos duelen los pies.

Para recuperar la tierra tenemos que “salir” al campo. Aun entonces es la carretera, el coche, el restaurante, y el albergue. Y el equipo de excursión y los calcetines gruesos y las botas de astronauta profesional. Hay que “protegerse” en la aventura. Toda protección es aislamiento. Y todo aislamiento es pérdida. Quizá no podamos volver a la inocencia aborigen. Pero al menos podemos apreciarla abiertamente y envidiarla secretamente. Admiro a mis hermanos de la tierra que tan pronto reaccionaron contra un segundo piso porque los privaba de su cercanía esencial a sus raíces. Al menos me alegra el incidente. Quisiera aprender de ellos su sensibilidad ante todo lo que es naturaleza. Aprender a amar la tierra. A llamarla madre. Quizá incluso a preferir un piso bajo y recelar de ascensores. Cuanto más abajo, mejor.

 

Día 15
Os cuento

La lección de las cataratas

Cuando visité las cataratas de Iguazú, conducía mi grupo un guía que resultó tan agradable en el trato como buen profesional en su oficio. Era ya una persona mayor, llevaba más de diez años enseñando las cataratas a turistas según nos dijo, y lo hacía con un entusiasmo, una ilusión, un fervor que añadía su encanto personal al espectáculo sobrecogedor de las cataratas más bellas del planeta. He visto el Niágara y he visto las Cataratas Victoria, pero nada como la caída masiva, solemne, vertical de las aguas blancas entre vegetación tropical a lo largo de la frontera que marca el río Iguazú entre Argentina y Brasil.

El salto “Álvar Núñez Cabeza de Vaca”, su descubridor para el occidente, que las llamó “Saltos de Santa María” como único nombre digno para tanta belleza, el “Salto de Adán y Eva”, “El Salto de Las Dos Hermanas”, y sobre todo “La Garganta del Diablo” que acerca el majestuoso caer de las aguas grandes (Iguazú quiere decir “agua grande”) a la mirada atónita, encantada, embrujada del espectador que contempla casi al alcance de su mano la furia de las aguas en su caída geométrica sobre el abismo sin fondo. El arte de la naturaleza en la majestad de la selva.

Me hizo reír el nombre de un salto: “Salto Ramírez”. No muy poético, nos comentó el guía, y yo le recordé que en el tiempo que precedió a la segunda guerra mundial, los franceses habían construido una línea de fortificaciones a lo largo de su frontera con Alemania, que llamaron “Línea Maginot”; los alemanes contestaron solemnemente con la “Línea Sigfrido” paralela al otro lado de la frontera…, y los españoles, para no ser menos, pusimos también algunos cañones en los Pirineos apuntando a Francia por si acaso, y los llamamos “La Línea Gutiérrez”, que era el nombre del ingeniero que la proyectó. También los apellidos corrientes tienen sus derechos.Nos hicimos amigos, el simpático guía y yo, y al despedirnos me animé a decirle:

– Le admiro por el entusiasmo con que nos ha enseñado usted las cataratas. Enhorabuena.
– Digo lo que siento, señor.
– Ya lo veo, pero también me ha dicho usted que lleva más de diez años enseñando día a día el mismo paisaje.
– Así es.
– ¿Y no le aburre eso un poco? Repetir todos los días lo mismo, por grandioso que sea el espectáculo, ¿no degenera en rutina y repetición y desgana?
– Admito que a veces sí, y unos días me sale la gira mejor y otros peor, pero siempre procuro animar a los visitantes y apreciar yo mismo la suerte que tengo de contemplar todos los días esta maravilla que ustedes pagan por venir a ver y a mí me pagan por enseñarla.
– Le felicito.
– Y ahora permítame a mí también una pregunta. Usted me ha dicho que es sacerdote, ¿no?
– Sí, lo soy.
– Y usted dice misa todos los días.
– Sí.
– Es decir, que usted también repite más o menos las mismas oraciones cada día.
– Así es.
– ¿Y no le aburre eso?
– A veces sí, y no todos los días son lo mismo, pero también yo procuro animar a mis oyentes y doy gracias por mi suerte en tener este oficio como usted por el suyo.
– Sí, pero yo le llevo a usted una ventaja: yo cambio de oyentes todos los días, y usted tiene siempre los mismos. Yo también le aprecio a usted, y acuérdese de las cataratas.

Me acordaré toda la vida.

Cuando reflexioné caí en la cuenta de que la experiencia del guía ante turistas había sido también la mía como profesor ante alumnos. Durante treinta años enseñé matemáticas en la universidad y tenía ante mí en la clase cien muchachos y muchachas que eran la flor y nata de la juventud estudiantil. Lo pasábamos en grande. Yo preparaba bien mis clases, afilaba los teoremas, trabajaba las ecuaciones, creaba el suspense, alargaba la prueba, cuestionaba planteamientos, invitaba sugerencias, cometía errores a idea para medir la atención de mis alumnos y que me corrigieran sobre la marcha, simulaba la angustia, gastaba tizas, borraba pizarras enteras, aceleraba el desenlace, llegaba a la fórmula final al golpe de la campana de fin de clase. Sonrisas, ojos grandes, respiros de alivio, a veces hasta aplausos. Aquello era la gloria. Me decían otros profesores que no les gustaba tener clase después de la mía porque dejaba agotados a los alumnos. Algo era verdad. Nos divertíamos la mar.

Pero, claro, ya lo adivinas. No todos los días. Matemáticas es la más encantadora asignatura del mundo, como cualquier estudiante de la materia te dirá, pero matemáticas mañana y tarde cinco días a la semana son muchas matemáticas. Y la misma clase dada a varias secciones y el mismo programa repetido en varios años tampoco ayudan. No hay suspense que agarre ni truco que resulte. El primero en aburrirme a veces era yo mismo. Y cuando yo me aburría, se aburrían todos. Clases monótonas, ecuaciones borrosas, equivocaciones engorrosas, pruebas inacabadas, resultados frustrados. Ahí no aguanta ni Euclides con sus triángulos. Yo me aburría. Y cuando yo me aburría, se aburrían todos, claro. Borra la pizarra y desaparece cuanto antes. Hoy salió mal la clase.

Ya has entendido la parábola. Compartimos responsabilidades. Cuando el sacerdote que celebra la Eucaristía disfruta con ella, disfrutan todos los asistentes. Cuando él se apaga, se apagan todos. Si el animador no anima, se desanima el equipo. Todos queremos hacerlo bien. Pero a todos nos asalta a veces la rutina, y en nuestra debilidad podemos realizar las acciones más celestiales con la indiferencia más terrena. De entrada, no hay que asustarse. Lo importante es caer en la cuenta de la situación, y a eso puede ayudar la sinceridad de un correo electrónico que me despierta. Una vez que caemos en la cuenta, anotamos, reflexionamos, enmendamos. La observación ayuda, y la experiencia acompaña. Hay que recoger datos antes de proceder al diagnóstico.

Me ocurre una idea traviesa y casi irrespetuosa, pero en el fondo consoladora, al tratar del delicado tema de nuestra atención en los actos de culto. José y María seguro que llevaban a Jesús todos los sábados a la sinagoga desde muy pequeño, como lo llevaron al Templo de Jerusalén en cuanto llegó a la edad para ir. Y probablemente los niños judíos se aburrían en la sinagoga los sábados tanto como los niños cristianos se aburren en la iglesia los domingos. No suelen disfrutar mucho los niños de la liturgia. Tampoco era Jesús el único pequeño en la sinagoga, y ya habría gestos y guiños y risas y carreras por el suelo sagrado entre pequeños asistentes. Y quizá también se quedaba a veces Jesús dormido en brazos de su Madre mientras el rabino de turno explicaba escriturísticamente los profetas. Cuando Jesús mismo se presentó más tarde en la sinagoga de Nazaret como maestro, cuenta san Lucas que “le entregaron el rollo del profeta Isaías, lo desenrolló, leyó, lo volvió a enrollar, y se lo devolvió al sacristán”. (Lucas 4:17-20). Mucho rollo, que dirían los jóvenes. Es posible que Jesús, de pequeño, también se aburría los sábados en la sinagoga. Habría que preguntárselo a su Madre.

¿Hijo mío, qué dijo el rabino en la sinagoga esta mañana?

Encíclica

He leído la encíclica que acaba de publicar el papa, ‘La caridad en la verdad’. La he querido comentar con mis compañeros pero ninguno la había leído. Es un gran tratado, pero pocos lo leerán (son más de cien páginas de letra pequeña), y los que lo lean estarán de acuerdo en todo lo que dice, que es cómo deberían ser las cosas, pero pensarán que seguirán como están pues una encíclica no ejerce mucha influencia sobre los gobiernos. Lo que todos han cuestionado es si es justificado que el papa gaste su valioso tiempo y energía, como habrá gastado en preparar esta encíclica con la seriedad y responsabilidad con que lo hace, cuando en la práctica apenas causa efecto. ¿Se le informa bien al papa de lo que muchos piensan?

Me contáis

Veo que te has enfadado. Lo siento pero no retiro lo que te escribí. Te pedí borraras mi nombre de la lista de direcciones a las que envías tus correos de fotos, noticias políticas, artículos que a ti te han gustado, invitaciones a conferencias. Todo eso no me interesa, me ralentiza el ordenador, sobre todo cuando envías series de fotos que tardan en bajar, y me quita tiempo. Yo utilizo el correo electrónico como medio de comunicación personal, yo leo cada mensaje y contesto cada mensaje yo mismo, y lo hago a gusto pues lo considero un gran medio de contacto y ayuda, que no llega a la presencia directa, pero que por su inmediatez y sencillez es mucho más que una carta y ha inaugurado una nueva manera de relacionarse en nuestro tiempo. Por eso cuando inundan mi correo con material no deseado lo siento y procuro evitarlo. No estoy hablando de Spam, que también lo recibo en abundancia, unos cien mensajes Spam al día que van directamente a la carpeta de desagüe. Estoy hablando de gente de buena voluntad que creen honradamente que a mí me va a interesar lo que les interesa a ellos. Y no siempre es así. Repito que el correo electrónico es para mí medio de comunicación personal. No me pongáis en listas informatizadas. Regla número uno de Netiquette: “No hagas a los demás lo que ellos no quieren que les hagas.”

Salmo

Salmo 62  –  Sed

“¡Oh Dios, tú eres mi Dios! Por ti madrugo.
Mi alma está sedienta de ti,
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agotada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba yo en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!”

Esa es la palabra, clara y única, que define el estado de mi alma, Señor: sed. Sed física, casi animal, que quema mis entrañas y apergamina mi garganta. La sed del desierto, de las arenas secas y el sol ardiente, de dunas y espejismos, de yermos sin fin y cielos sin misericordia. La sed que se impone a todos los demás deseos y se adelanta a toda otra necesidad. La sed que necesita el trago de agua para vivir, para subsistir, para devolver los sentidos al cuerpo y la paz al alma. La sed que moviliza cada célula y cada miembro y cada pensamiento para buscar el próximo oasis y llegar a él antes de que la vida misma se queme en el cuerpo.

Tal es mi deseo por ti, Señor. Sed en el cuerpo y en el alma. Sed de tu presencia, de tu visión, de tu amor. Sed de ti. Sed de las aguas de la vida, que son las únicas que pueden traer el descanso a mi alma reseca. Aguas saltarinas en medio del desierto, milagro de luz y frescura, arroyos de alegría, juego transparente de olas que cantan y corrientes que bailan sobre la tierra seca y las piedras inertes. Resplandor en la noche y melodía en el silencio. Te deseo y te amo. En ti espero y en ti descanso.

Aumenta mi sed, Señor, para que yo intensifique mi búsqueda de las fuentes de la vida.

Meditación

Cómo ganar un maratón

“¿Cuántas horas al día dedicas a Dios?”
preguntaron al nativo de la selva.
Y él contestó:
“Todo el día”.
“¿Y cuanto tiempo al trabajo?”
“Todo el día.”
“¿Y cuánto tiempo al descanso?”
“Todo el día.”

Para comprender al nativo habrá que ver las cosas como él las ve. Él no divide el día con horarios occidentales. Claro que hay día y noche que la misma naturaleza marca en su curso; pero no un diario ejecutivo marcado en su agenda electrónica con plazos cerrados a ritmo de secretaria. El día es uno, como la vida es una y la persona es una;  es toda la persona la que se emplea a fondo en todo lo que hace, y todo ello es actividad vital sin dividirla en trabajo y ocio o curso y vacaciones. El trabajo se hace con alegría, y descansa; y se hace con entrega, y lleva a Dios. No hay parcelas de tiempo.

Nos explican con claridad inesperada: el que no sabe descansar mientras camina, no llegará. Un poco a regañadientes adivinamos lo que quieren decir y comenzamos a ver que tienen razón. No se trata de descansar interrumpiendo el caminar, deteniéndose a sentarse un rato en medio del camino; no es eso, sino descansar mientras se camina; caminar de tal manera que sea descanso en vez de tensión, juego en vez de esfuerzo. Esa es la mejor garantía de llegar.

El ganador de un maratón australiano que duraba dos días seguidos con descansos para comidas y para la noche entre los dos días, fue un campesino rústico que se apuntó a la carrera, y que no sabía que había que parparse para comer y dormir; y siguió corriendo sin pararse los dos días porque, por lo visto, sabía “descansar al caminar”, y fue el primer sorprendido cuando llegó el primero muy por delante de todos los demás que habían dividido el tiempo entre carrera y descanso. Hemos perdido el arte de hacer las cosas descansando.

Medimos horarios, trabajamos mirando al reloj, vamos a la huelga para recortar horas de trabajo, oponemos el trabajo al descanso, dividimos el día. Y al hacer eso, nos dividimos a nosotros mismos y tenemos que parcelar el tiempo con exclusividades opuestas. Hemos perdido la totalidad del ser y del obrar que poseía el hombre al que llamamos primitivo, y con eso los perdedores somos nosotros. Trabajar para descansar y descansar para trabajar. Es decir, hacer siempre algo para poder hacer otra cosa, sin estar nunca de veras en lo que hacemos. Así nos luce.

Cuando se unen el trabajo y el descanso, se unen también el hombre y Dios, y el nativo puede contestar con verdad que todo su día es de Dios y del trabajo y del descanso. No hay divisiones artificiales No hay oposición en la persona ni en el ejercicio. No hay demandas rivales de tiempo. Todo es de la totalidad de la persona que se entrega a la totalidad de la actividad. Hay ecos de Paraíso Terrenal en esa inocencia existencial de los aborígenes. Sin duda ellos viven más cerca de allí.

Día 1
Os cuento

Si no os hacéis como niños…

[Cartas de niños pequeños a quienes se les pidió le escribieran al Niño Jesús a su manera.]

Gracias por el hermanito, pero yo lo que había pedido era un perro. (Gianluca)
¿Cómo es que hacías muchos milagros antiguamente y ahora ya no los haces? (Jacobo)
¿El padre Mario es amigo tuyo o solo compañero de trabajo? (Antonio)
¿Tú sabes la cosas antes de que las inventen? (Daniela)
¿Los pecados los marcas en rojo como la maestra? (Clara)
Me gustaría saber como se llamaban tu buey y tu burro. (Valentino)
Si no llegas a extinguir los dinosaurios no habríamos tenido sitio nosotros. Lo has hecho muy bien. (Mauricio)
Hemos estudiado que Tomás Edison descubró la luz. Pero en la catequesis dicen que fuiste tú. Yo creo que te lo copió. (Darío)
Está bien que haya tantas religiones, pero ¿no te confundes nunca? (Francisco)
No te preocupes por mí. Yo miro siempre a los dos lados antes de cruzar. (Mario)
Me gustaría que hicieras gente que no se rompa tanto. A mí ya me han puesto tres puntos y una inyección. (Sandra)
A lo mejor Caín y Abel no se mataban si hubieran tenido una habitación cada uno. Con mi hermano funciona. (Lorenzo)
¡Qué listo eres! Todas las noches consigues poner las estrellas en el mismo sitio. (Caterina)
Seguro que para ti es dificilísimo querer a todos en todo el mundo. En mi familia solo somos cuatro y yo no lo consigo. (Violeta)
Me gusta mucho el padrenuestro. ¿Se te ocurrió enseguida o lo tuviste que hacer varias veces? Yo siempre que escribo algo lo tengo que repetir. (Andrea)
A veces pienso en ti aunque no esté rezando. (Ricardo)
De todos los que trabajan contigo yo prefiero a san Pedro y san Juan. (Ambrosio)
Si me miras el domingo en la iglesia te enseño mis zapatos nuevos. (Miguel)
¿De verdad eres invisible? ¿O solo es un truco? (Juan)
¿Tú cómo sabías que eres Dios? (Carlos)

[Esta es la segunda vez que me envían cartas como estas. La primera fue hace años, y recuerdo una carta de entonces que me hizo mucha gracia: ‘Nos han enseñado en clase que tú dices que si te pegan en una mejilla tienes que poner la otra. Pero ¿qué hay que hacer cuando tu hermana te pega en el ojo?’]

Jugando al golf

Un campeón de golf da consejos para la vida desde su juego. (Severiano Ballesteros, Las Claves del Golf para la Vida, La Esfera de los Libros, Madrid 2006).

35. Supongamos que estás en el hoyo 5 de un campo de golf en el que se juega un torneo importante. ¿En qué piensas?: ¿en cómo lucirá la mención de este torneo en tu palmarés?, ¿en qué récord puedes batir si logras jugar varios torneos más en esta misma temporada? No, en nada de eso. Piensas en el próximo golpe. Antes de entrar a jugar has planeado ganar y hasta puedes imaginarte recibiendo el trofeo y asistiendo a la gala que sigue a la última jornada del juego. Pero en el momento en que estás a punto de ensayar tu swing, no piensas en otra cosa más que en el próximo golpe, que debe ser adecuado a la estrategia que te has planteado para ese hoyo en particular. El próximo golpe es un eslabón de una cadena que alcanza su perfección cuantos menos eslabones tiene. Pero entonces debes jugar, no puedes pensar en otra cosa más que en ese golpe. Tu agenda se vuelve muy restringida en ese momento, muy pequeña. Con este ejemplo quiero decir que la única manera de cosechar triunfos internacionales y lograr una trayectoria destacada consiste en pensar intensamente (pero económicamente) en el paso siguiente. Nada más. Solo se llega a la cima poco a poco a poco, golpe a golpe.

38. Lo que significa el éxito en el deporte no se diferencia en nada de lo que es el éxito en cualquier actividad de la vida: un sereno placer. El día que descubrimos que jugamos con sereno placer sin prisas, que el resultado de lo que hacemos parece una continuidad misma de lo que pensamos, entonces habremos tenido éxito. El mejor jugador del mundo es el que juega más tranquilo y experimenta mayor alegría al hacerlo.

59. ESTAR PRESENTE [Título de capítulo]

61. St Andrews en Escocia es el campo de golf más antiguo y prestigioso del mundo, donde un campeón de golf se convierte en un maestro reconocible en la historia. En 1984 me tocó jugar allí, en The Home of Golf, como es llamado St Andrews con absoluta justicia. No fue un torneo sencillo. Mi última y única oportunidad fue el hoyo 18 si conseguía un birdie [uno bajo par del hoyo]. Cientos de millones de personas estaban viendo la televisión con atención; los presentes, alrededor de 50.000 aficionados. No podía engañarme: todo dependía de mí en aquel instante.
Ahí estaba yo, con la bola a cuatro metros del hoyo. Me agaché, verifiqué la dirección, comprobé las irregularidades del green en ese lugar, y estuve tentado de acordarme de mi infancia, de cómo aprendí a jugar, de los torneos como caddy, mi debut como profesional, mi carrera. Pero ninguno de esos recuerdos iba a contestarme nada en ese momento, no me servirían. Tampoco podía ponerme a imaginar qué significaría para mí ganar el segundo British Open; ya había pensado en eso antes de entrar al campo, pero en ese momento no era un pensamiento para nada motivador, sino todo lo contrario, una presión que agarrotaría mis miembros.
Decidí abrir mis sentidos. Escuché el rumor del viento en el lugar, incluso pude reconocer los sonidos del mar cercano. Pude oler la amada fragancia del césped cortado con cuidado de artesano, mezclado con el olor salobre de la costa, muy parecido al de mi niñez. Encontraba un parentesco sensorial entre ese campo y el Real Golf de Vedreña donde nací. Me froté las manos, para incrementar la sensibilidad de mis dedos: aquel sería el golpe más difícil de mi vida, sobre todo por las consecuencias. Pero no, debía evitar el recuerdo y la proyección de un futuro que me traía mucha curiosidad. La única manera de acertar el putt era concentrarme en la bola, su recurrido ideal, el ruido redondo y glorioso que hace cuando cae en el hoyo.
Pues bien, lo que siguió apenas lo recuerdo. Me puse de pie, acomodé las piernas de acuerdo a lo que el instinto y la experiencia me pidieron, y tras un vaivén de práctica pequé a la bola… que fue obediente, como sobre un carril, hacia el hoyo. Ya podía celebrarlo: había ganado el British Open de St Andrews en el último hoyo.
No existe para mí una manera de jugar al golf que no sea “la mejor manera de jugar el golf” que permitan mi estado y mi práctica en ese momento. A lo que vayas, hazlo a fondo.

79. Cada hombre –pensador, deportista, artista o simple trabajador–, tiene el derecho y el deber de alcanzar su excelencia.

87. “Cuanto más practico, más suerte tengo.” Gary Player.

138. Uno de esos amigos que el deporte me ha acercado es el gran jugador argentino Roberto De Vicenio. El buen Roberto, además de su componente virtuoso para el golf, es una persona de gran bondad. Una anécdota reveladora de su personalidad:
Después de ganar un torneo, se dirigía hacia el aparcamiento con el cheque del que se había hecho acreedor. De improviso, una mujer con aire de desesperación se acercó a su coche y le dijo que su único hijo se estaba muriendo de una enfermedad terrible. Al pequeño solo podía salvarlo una costosa operación que ella no estaba en condiciones de afrontar. No tuvo que esforzarse demasiado, porque Roberto le endosó al instante el cheque que acababa de ganar y se lo dio.
Un amigo que se enteró del incidente le informó: “Lamento decirte que esa señora es un fraude. La hemos visto varias veces por esa zona, y se ha aprovechado de varias personas que, como tú, la creyeron.”
“¿Entonces el niño no se está muriendo?”
“Por supuesto que no.”
Y De Vicenzio pensó en voz alta, visiblemente aliviado: “Pues es la mejor noticia que he oído hoy.”

Me contáis

Muchas veces me habéis contado que os sentís flojos en la práctica religiosa, que ya no tenéis el fervor y la ilusión de antes, que queréis volver al diálogo personal y afectivo con Dios, a la oración emocionada, a la fe vivida en toda su intensidad como lo hacíais antes. Y muchas veces os he contestado, y vuelvo a hacerlo ahora, que la vida cambia, que la luna de miel de los recién casados no es exactamente lo mismo que las bodas de oro del mismo matrimonio, que la oración es ferviente y la hora entera se hace corta para un novicio mientras que se puede hacer larga para un religioso profeso, que la misa es maravillosa para un misacantano y puede hacerse rutinaria para un veterano, que la Madre Teresa vibraba de emoción religiosa al fundar su congregación, mientras que el resto de su vida era “un bloque de hielo” en sus prácticas religiosas como ella misma dijo.

Un buen padre provincial, en la plática anual que nos dio a la comunidad, nos dijo que habíamos de volver a “las mociones y emociones espirituales de nuestro noviciado”. La edad media de sus oyentes era 75. Hubo sonrisas discretas. Las mociones y emociones están muy bien cuando les toca, pero no les suele tocar a los 75. Sin que eso sea mejor ni peor, sino sencillamente la vida que cambia.

En la India lo tenemos bien estudiado y formulado. Dice el hinduismo que a Dios se le concibe de dos maneras: Saguna Brahma y Nirguna Brahma. Es decir, el Dios con Atributos y el Dios sin Atributos, o el Dios Concreto y el Dios Abstracto, y que el camino espiritual lleva del primero al segundo. El Dios Concreto es para nosotros el Jesús hecho hombre, el amigo, con quien hablamos y dialogamos con toda confianza, a quien nos quejamos y suplicamos, el que escucha nuestras oraciones y las cumple, al que recibimos en la eucaristía, a quien conocemos plenamente y tratamos familiarmente, a quien alabamos y damos gracias, y todo eso está muy bien a su tiempo. Pero ese tiempo no dura para siempre. El Dios Concreto es el de las primeras etapas de la vida espiritual, y ayuda mucho en los principios pero es demasiado antropomórfico y no dura para siempre. Viene a ser lo que san Pablo les dice a los Corintios que al principio les da leche, y luego alimento sólido (1 Corintios 3:2). El Dios Abstracto es el de la vida espiritual más adelante. El Absoluto, el “por aquí no hay camino” de san Juan de la Cruz, la Noche Oscura del Alma, la Nube del No Conocer, El No Es Esto No Es Esto, El Trascendente, El Sin Segundo, El Totalmente Otro. Tan legítimo como el Concreto y tan necesario. Y el progreso espiritual, nos dicen, está en pasar del Concreto al Abstracto como, nos dicen, les pasa a los santos. Enhorabuena por haber llegado ahí. Y hasta la próxima vez que tenga que repetirlo.

Salmo

Salmo 63 – Flechas

Flechas en el aire son mensajeros de muerte. Calladas, afiladas, envenenadas. El arma que más temían los guerreros de Israel. No se ven, no se oyen. Vienen de lejos, derechas e imparables, con la muerte en sus alas, y encuentran con puntería mortal el blanco humano en las sombras de la noche. La espada puede rechazarse con la espada, y la daga con la daga, pero la flecha llega sola y traicionera desde una mano anónima en la distancia segura del territorio enemigo. Su vuelo mortífero hiere sin piedad la carne del hombre, y su punta de acero desgarra en un instante el manantial de sangre que se lleva la vida. Las flechas son muerte alada cabalgando en vientos de odio.

La palabra del hombre es flecha certera. También ella vuela y mata. Lleva veneno, destrucción y muerte. Una breve palabra puede acabar con una vida. Un mero insulto puede engendrar la enemistad entre dos familias, generación tras generación. Palabras desencadenan guerras y traman asesinatos. Las palabras hieren al hombre en sus sentimientos más nobles, en su honor y en su dignidad; hieren la paz de su alma y el valor de su nombre. Las palabras me amenazan en un mundo de envidia ciega y competición a muerte; y entonces rezo:

“Escucha, oh Dios, la voz de mi lamento,
protege mi vida del terrible enemigo;
escóndeme de la conjura de los perversos
y del motín de los malhechores.
Afilan sus lenguas como espadas
y disparan como flechas palabras venenosas,
para herir a escondidas al inocente,
para herirlo por sorpresa y sin riesgo.”

Pido protección contra las palabras de los hombres. Y la protección que se me da es la Palabra de Dios. Contra las flechas de los hombres, la flecha de Dios.

“Una flecha les ha tirado Dios,
repentinas han sido sus heridas;
les ha hecho caer por causa de su lengua,
menean la cabeza todos los que los ven.”

Una flecha contra todas. La Palabra de Dios contra las palabras de los hombres. La Palabra de Dios en la Escritura, en la oración, en la Encarnación y en la Eucaristía. Su presencia, su fuerza, su Palabra. Ilumina mi mente y afianza mi corazón. Me da valor para vivir en un mundo de palabras sin temer sus heridas. La Palabra de Dios me da paz y alegría para siempre.

“El justo se alegra con el Señor, se refugia en él,
y se felicitan los rectos de corazón.” 

Meditación

“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad del mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando al fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió al padre: ‘¡Ayúdame a mirar!’”
(Eduardo Galeano, El libro de los abrazos, p. 3)

La petición del niño ante la sorpresa azul del inmenso mar es la más bella expresión de lo que hombres y mujeres podemos hacer unos por otros en la búsqueda permanente que marca nuestra existencia. ¡Ayúdame a mirar! Tú no puedes mirar por mí, no puedes obligarme a mirar, no puedes hacer que yo vea lo que tú ves, no puedes forzarme, no puedes prestarme tus ojos, tus ideas, tu experiencia. Pero puedes ayudarme. Ya me has ayudado con llevarme al sur, con atravesar la arena conmigo, con ponerme frente al mar y estar a mi lado mientras miro. Pero es tan ingente esta tarea inesperada de mirar al mar que sigo necesitando tu presencia, tu compañía, tu mano en mi hombro, la seguridad de que tú ves lo que yo veo y admiras lo que yo admiro. Ayúdame con la seguridad de que lo que veo es real, que está allí, que siempre ha estado y seguirá estando cuando nos vayamos, como tú sabías que estaba cuando me trajiste aquí. Ayúdame con tu recuerdo y con tu secreto. Ah, y si supieras algunos versos bonitos de cualquier poeta sobre el mar, ayúdame recitándomelos para que los sepa yo también y me hagan gozar por dentro lo que veo por fuera. ¡Ayúdame a mirar al mar!

La vida es inmensa, y cuando nos asomamos a su horizonte perdemos el habla. ¡Ayúdame a mirar! Tú que vives conmigo, que has caminado por donde yo no he caminado todavía, que has visto lo que yo aún no he visto, que tienes ya reflejado en tus pupilas el azul sin límites del misterio de la vida, que sabes callarte ante el mar y dejar que su grandeza te penetre con murmullos de eternidad: ¡Ayúdame a mirar!

No necesito comprender, no voy a pintar un cuadro, no quiero explicaciones, no voy a sacar fotos o a tomar notas. No quiero discurrir ni saber razones ni medir profundidades ni estudiar mareas. Solo quiero ver. Abrir bien los ojos y el alma y todos los sentidos y el cuerpo entero para ver con todo mi ser la realidad apasionante que tengo ante mí. Quiero llenar mi organismo con la presencia del mar. Quiero llevármelo tierra adentro, vida adentro, conciencia adentro, para que se me ensanchen para siempre las orillas del alma.

No pido ayuda para andar, para trabajar, para lograr, para triunfar. Solo pido ayuda para ver. Ayúdame a ver de veras todo lo que se me presenta por fuera con todo lo que llevo dentro, ayúdame a sentir, ayúdame a dejarme sorprender, ayúdame a abarcar con la mirada agradecida todo este océano que es la vida de orilla a orilla, de nacimiento a eternidad. De pie a mi lado sobre la playa de nuestra amistad, ¡ayúdame a mirar!

Día 1
Os cuento

Habla un médico

No es fácil hablar de ti ahora que te has ido para siempre. Han pasado tantas cosas, querida mía. Envejecí, volví a mi país. ¿Sabes? Me casé y tengo hijas, niñas como tú. Sonrisas parecidas, el mismo brillo en los ojos de quien es joven y nunca hizo el mal. No sé si nos ves desde donde estás. Si es así, disculpa mi indiscreción por decir quién eras y pintar tu retrato, a trazos gruesos claro, porque el artista es callejero.

Me acuerdo muy bien del día en que nos conocimos. Concluida la adolescencia, como un puzzle recién completado: un cuadro de piezas perfectas, encajadas las unas en las otras. Eso eras tú. Mirada sin sombras, sonrisa sin ironía. No venías sola, claro. Igual que una princesa, traías tu corte, tu familia, adorada por los adultos que veían en ti la viva imagen de la gracia. Lo eras.

Entretanto me vi obligado a mantener conversaciones serias. A hablar de cánceres de cerebro, de sus hábitos y manías. Escribí a la universidad para garantizarte la ayuda médica. Para convencer a profesores de que tu corazón valía por veinte. Que disculpasen los fallos y las faltas, que aquella niñita estaba enferma.

Te portaste bien en la primera etapa. El tumor se retiró, puede que avergonzado de tu juventud y tu belleza. Pero quedó a la espera, el muy bandido. Y tú te distrajiste, hija mía. No nos podemos distraer. Y surgió de nuevo el muy canalla, haciendo jugarretas, sacando un palmo de narices. Y avanzó un poco más. Se instaló en ti como en su casa. Invadió. Juro que no le di permiso. Le grité: ‘¡Fuera! ¡Fuera!’ Lo espanté con todas mis fuerzas. Pero el malvado se rió de mí, me hizo cortes de manga y me enseñó los dientes.

Hay cosas que no se hacen a quien tiene 20 años. Sin embargo, flor, las reglas decían que tenías la edad, que podías escoger, que sabías decidir. Me gustabas tanto. Y te ofrecí dos venenos. Quiero decir dos tratamientos. Juré que con las medicinas vivirías dos años más y que después les dirías adiós a las playas, a tus perros, a los enamorados. Un tratamiento arriesgado con continuos venenos y bebedizos: cal en las venas, ácidos en la sangre, pinchazos de un huso de madrastra, manzanos con gusano… porque las dañinas hierbas que crecían en ti tenían la fuerza del infierno. Te entregaba a las brujas, a madrastras verdugos y, si salías incólume, como la princesa en los cuentos de hadas, aparecerías vestida de novia, bailando valses con quien quisieras. La alternativa dudosa era el trasplante. Y nadie sabíamos lo que pasaría.

Te fuiste a pensar y buscaste consejo entre tus amigos. Fuiste a bailar con los delfines, que se transformaron (como en la Cenicienta) en coches y caballos, suaves y dóciles porque las calles de agua no producen traqueteos. Dijiste que sí, que eras niña y que de tu lado estarían hadas y duendes, caballeros andantes de reluciente armadura. Fe, amor, y esperanza. Que no habría maleficios capaces de traspasar esos muros, y menos tu alegría.

Incliné la cabeza y obedecí. En tus venas inyecté potasa y zumo de ortigas. Quimioterapia. Ácidos y musgo. Saliva de cobra, baba de rabia. Y esperé tu regreso. No te va a gustar que cuente esto. Pero la verdad es que ya no estabas guapa. Te hinchaste, te deformaste. Ampollas reventaban, caían mechones. Tu piel, tan clara, se llenó de manchas, pústulas, y costras. De vez en cuando me mirabas y sonreías. Me quedé en esta orilla haciéndote gestos para que volvieras. Pero no volviste. Te habían quemado las amarras, querida mía, y la corriente era fuerte. Te fuiste para siempre, a la deriva.

Si todo esto ya lo sabes, te pido disculpas por aburrirte. Fui a tu entierro pero de nuevo llegué tarde, la procesión ya había salido. Tus apenados padres abandonaron el cortejo para abrazarme. Tus queridos padres. Y sin rencor –imagínate–, sin una palabra o un gesto que me acusase de inútil. No sé cómo, pero lo sabían (tú se lo habrías dicho) que este desgraciado –un hombre destruido, peón de la nada– había hecho lo mejor que sabía. O quizá adivinaron que, de poder volver atrás, de poder regresar, me habrías dado un beso antes de partir para que yo se lo dijera a ellos. Pero no había habido beso.

Fue bonita la ceremonia. Estabas dentro de una caja azul más pequeña de lo normal. Te habías encogido. Azul, supongo, porque ese era el color de tus ojos y el color del mar. Tu padre, imagínate, había pintado durante la noche en tu féretro los delfines que tanto te gustaban. Saltaban felices. A tu lado rompían las olas y sonreían, solo para ti, con la sonrisa enigmática de la Gioconda. Me di cuenta entonces de que estabas otra vez guapa, de que el mar y el cielo son una misma cosa, y de que eras feliz.

Lloré tanto, Jennifer, tanto. Mira si lloré que tus padres sintieron pena de mí. ¡De verdad! Me cogieron del brazo, me besaron la cara, me consolaron. Y yo, querida mía, perdido. Perdido de dolor y de remordimiento. Y de añoranza. No sé si sabes lo que es un pozo. Un pozo es el infierno. Donde yo estaba. La oscuridad y la ausencia de aire. Necesito el sol para gozar de la vida. Tus padres, apenados, me sostenían en pie y recogían trocitos de mí, esparcidos sobre las piedras de la iglesia.

Querida mía, si sabes todo esto y te estoy aburriendo, perdóname.

(Nuno Lobo Antunes, Lo Siento Mucho, Aguilar, Madrid 2009, p. 45)

Me contáis

Me impresiona lo que me cuentas, W. Tienes 24 años, toda tu vida por delante, fundación espiritual ignaciana, y un buen trabajo de enfermera. Y te encuentras desmotivada y perdida. Las causas pueden ser cualquiera, y sé que su efecto en una persona joven puede ser devastador. “La vida es dura, amarga, y pesa. / La noche llega y todo cesa” rimó Rubén Darío. Sé que la vida es muy dura, y lo he sentido en mi propia vida con brutalidad a veces. Pero he pasado por todo ello, y por eso, sin ponerme por ejemplo ni meterte sermones, quiero animarte con mi convicción y mi testimonio, valga lo que valga. Eres joven, y tienes derecho a la vida y a sentirte bien en la vida. No te doy remedios escapistas ni doctrinas abstractas que no remedian nada. Solo te afirmo mi fe en la vida, con más de 80 años en ella y habiendo pasado por pruebas y tribulaciones tan fuertes como las puede tener cualquiera. Ha habido épocas malas, muy malas, pero la vida sigue y siempre he salido adelante, y me agarro a la realidad presente, y cultivo alegría, y la comunico, y sigo adelante con ilusión animando a todos en lo que puedo porque sé de verdad que la vida es vida, es buena, se recupera, se vive bien a la larga. No sé si esto te sirve de algo, pero es lo que vivo yo y lo que puedo decirte. Es como si tú estás subiendo a una montaña, y yo ya estoy cerca de la cima, y te hago señas desde arriba para decirte que sí que se puede subir y que hay una vista bellísima desde arriba. De algo puede servir el ser viejo, y si sirve para esto, merece toda la pena la vejez. Anímate. Besos, Carlos.

Salmo

Salmo 64 – La estación de las lluvias

Está lloviendo. Lloviendo con la furia oriental de monzones paganos. Miro la cortina de agua, el súbito Niágara, las calles hechas ríos, las nubes de plomo, el violento descender de los cielos sobre la tierra desnuda, en aguas de creación y de destrucción, a lo largo del líquido horizonte donde el cielo, la tierra y el mar se hacen una sola cosa en la celebración primigenia de la unidad cósmica. La danza de la lluvia, la danza de los niños en la lluvia que sella la alianza eterna del hombre con la naturaleza y la renueva año tras año para bendecir la tierra y multiplicar sus cosechas. Liturgia de lluvias en el templo abierto donde toda la humanidad es una.

Disfruto en la lluvia; hace fértil la tierra, verdes los campos y transparente el aire. Libera el perfume que se esconde en la sequedad de la tierra y llena con su húmedo deleite los espacios de la primavera al resurgir la vida. Doma el calor, tamiza el sol, refresca el aire. Garantiza los frutos de la tierra para las necesidades del año y renueva la fe del labrador en Dios, que cumplirá su palabra cada año y enviará las lluvias para que den alimento al hombre y al ganado como prueba de su amor y signo de su providencia. La lluvia es la bendición de Dios sobre la tierra que él creó, el contracto renovado de la divinidad con el mundo material, el recuerdo primaveral de su presencia, su poder y su preocupación por los hombres. La lluvia viene de arriba y penetra bien dentro en la tierra. Presión del dedo de Dios sobre el barro, que es el gesto inicial de la creación.

Tú cuidas de la tierra,
la riegas y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales:
riegas los surcos,
igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes.’

Amo a la lluvia también, la lluvia pesada, ruidosa, cargada, porque es figura y prenda de otra lluvia que también baja a la tierra desde arriba, viene de Dios al hombre y la mujer, de la Divina Providencia a los campos estériles del corazón humano que no están preparados para la cosecha del Espíritu. Lluvia de gracia, agua que da vida. Siento la impotencia de mis campos sin arar, terrones de barro seco entre surcos de indiferencia. ¿Qué puede salir de ahí? ¿Qué cosecha puede darse ahí? ¿Cómo pueden ablandarse mis campos y cubrirse de verde y transformarse en fruto?

Necesito la lluvia de la gracia. Necesito el influjo constante del poder y la misericordia de Dios para que ablanden mi corazón, lo llenen de primavera y le hagan dar fruto. Dependo de la gracia del cielo como el labrador depende de su lluvia. Y confío en la venida de la gracia con la misma confianza añeja con que el labrador confía en la llegada de las estaciones y la lealtad de la naturaleza. Todo llegará a su tiempo.

Necesito lluvias torrenciales para que arrastren los prejuicios, los malos hábitos, el condicionamiento, la adicción que me asedia. Necesito la limpieza de la lluvia en su caída para sentir de nuevo la realidad de mi piel mojada a través de todos los envoltorios artificiales bajo los que se oculta mi verdadero ser. Quiero jugar en la lluvia como un niño para recobrar la inocencia primera de mi corazón bajo la gracia.

Por eso me gusta la lluvia firme y seguida, y convierto cada gota en una plegaria, cada chaparrón en una fiesta, cada tormenta en un anticipo de lo que mi alma espera que le suceda, como le sucede a los árboles, a las flores y a los campos. La renovación en verde de la estación de las lluvias.

Entonces mi alma cantará con fervor el Salmo de los campos después de la bendición de las lluvias anuales:

‘Coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,
y las colinas se orlan de alegría;
las praderas se cubren de rebaños,
y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.’

¡Ven, lluvia bendita, y empapa mi corazón!
Meditación

El fuego nuevo

‘El que enciende un fósforo en el oscuro
está inventando el fuego.’
(Borges)

Asombro del poeta ante el fenómeno diario. Revelación del misterio del fuego en la llama obediente. Contacto con la naturaleza salvaje en el quehacer doméstico. Tenemos en nuestras manos la novedad de la creación misma.., si sabemos sentirla y apreciarla.

Lo hemos hecho tantas veces que ya no prestamos atención al milagro. Es tan barato que no merece la pena ni mencionarlo. Las cerillas vienen por docenas, por cajas, por paquetes. Toma una cualquiera, frótala y enciéndela. Brotó la llama. Acércala al hornillo, al papel, al cigarrillo y espera un momento. El fuego hizo fuego. Luego agítala un instante, apágala y tírala. Se acabó la función. ¿Quién se fijó en ella?

Se han escrito libros, se ha elaborado ficción, se han investigado fósiles, se han hecho películas sobre ese proceso elemental y ese momento de momentos en que el hombre descubrió el fuego y aprendió a hacerlo y mantenerlo y usarlo en paso gigantesco de civilización que cambió su vida. Y ese momento es nuestro cada día al prender el fósforo en el oscuro. Volvamos a vivir su magia, su encanto, su ilusión con la inocencia prehistórica del primer hombre que acunó el fuego nuevo en sus manos. Cada cerilla es un Sábado Santo del cirio pascual. Celebremos con fe la liturgia que nos redime a diario.

El fuego sigue siendo el más temible de los elementos en el resplandor del rayo, la destrucción del incendio, la conflagración de la selva entera. Y esa fuerza elemental, desbocada, orgiástica y salvaje es la que nos danza humilde en las puntas de los dedos, obediente, como el genio de la lámpara, a venir con un leve frote y a marcharse con un soplo. Poderes cósmicos de creación y destrucción al alcance responsable de nuestra mano mortal. Sepámonos dueños para poder servir.

Todo eso en un huidle fósforo. Novedad, admiración, fuerza, sorpresa, poesía. El acto repetido que vuelve a estrenarse en primicia original si sabemos contemplarlo cada vez con ojos limpios y corazón alegre. La rutina nos roba el color de la vida. El mercado encierra al dios del fuego en una caja de cerillas. La magia se nos escapa de las manos.

Todos podemos inventar el fuego. Basta con un fósforo en el oscuro. Y un despertar en la mente.

Todo vuelve a ser nuevo.

Si nosotros sabemos ser nuevos.

 

Día 15
Os cuento

Habla un médico

[Os ha gustado a varios la experiencia del médico que os conté la vez pasada. Otras dos experiencias del mismo, no menos emotivas. A mí se me han saltado las lágrimas.]

La noche era oscura, de eso estoy seguro. Las noches de Nueva York tienen dimensiones de juicio final. El cielo sin estrellas era un mar sin faros, inmenso, sin carabelas ni héroes. Noche sin horizonte, sin un hilo de luz que trace la frontera entre lo que somos y lo que será de nosotros. Camino del hospital en la profundidad de la noche, saltándome semáforos, cruzando ante las casas, los faros que venían de frente me cegaban. El hospital relucía a los lejos. Era mi turno esa noche y llegaba algo tarde y apresuré la marcha. No había tráfico esa noche.

El puente George Washington apareció de pronto en completo silencio. Un milagro. Era la noche de Navidad. Solo yo lo cruzaba; en el carril contrario un coche destrozado, con la parte delantera abollada, descansaba contra la mediana. Ni ruido de sirenas ni destellos de luces. Crucé en el instante, en el momento en el que la luz se apaga, los ojos se cierran, el péndulo se detiene, y una muchacha, allí dentro, moría. Del coche salía humo como de incienso. No vi náufragos, ni cuerpos en el agua. Mucho menos sangre ni cabellos alborotados ni miembros destrozados. En la noche de Nueva York el silencio absoluto, la visión de la chatarra, y alguien dentro de ella. Seguí adelante, no me fuese a confundir de desvío. Minutos más tarde vi luces en la ventana del hospital que giraban como faros y, en el silencio de la noche surgían sirenas de los bancos de niebla. Llegaban las ambulancias. Me puse la bata blanca y atendí a mis enfermos. Trabajo normal en mi sección.

Solo horas más tarde se me acercó un compañero cirujano y me puso la mano en el hombro. ‘Lo siento, Nuno.’ No entendí la disculpa. Desconsolado, el cirujano, poco mayor que yo, iba describiendo sus esfuerzos heroicos sin saber yo bien de qué o de quién se trataba: carótidas pinzadas con tenazas, intentos audaces por detener las hemorragias. La vida había terminado aquella noche en la mitad del puente. Cuando me crucé con el coche destrozado y solitario del que salían chispas y humo no pensé que conocería a quien lo ocupaba. Pero el cirujano de bata ensangrentada dijo un nombre y de pronto todo quedó claro, porque vinieron a mi memoria una sonrisa irlandesa que todo lo vence, unos ojos azules con música celta, unos cabellos rubios de otra raza. Pero, sobre todo, la simpatía de la enfermera que me ayudaba a navegar con la sonrisa que llegaba de su isla hecha de hierbas y acantilados, de tréboles y duendes, entre los escollos de mi angustia. La había visto bailar por los pasillos del hospital, bailar solo con andar, sin mover la cintura. La había visto, inclinada sobre sábanas usadas, hacer la cama de hombres sin historia como si cada uno fuera su hombre. La había visto, al levantar la cabeza de la tarea cansada, tener tiempo y ánimo para una sonrisa cómplice a aquel médico venido de tan lejos y que la admiraba. [Nuno había venido de Portugal.] La sonrisa y los ojos decían cosas que no hacía falta decir. Tal vez, quién sabe, yo aún llevara conmigo restos de marejada y acento de gaviotas. Quien sabe si cruzaba la noche de Nueva York en las carabelas de mi raza.

La noche era oscura, de eso estoy seguro, y también de que de las profundidades de la noche salía humo de incienso de los restos de un coche atravesado en un puente, polvo de un ángel. Quién sabe si hoy es en el cielo, como lo fue en la tierra, mi ángel de la guarda.

Parecía una muñeca arreglada con mal gusto. Vestido de tul, encajes y bordados como para un bautizo o primera comunión. El vestido era blanco y se extendía con la delicadeza de una corola sobre la cama de cuidados intensivos. No reacuerdo del nombre, pero era, de cualquier forma, La Niña.

Ya antes de nacer quedó destruido su cerebro. Las carótidas, interrumpidas por un coágulo, dejaron de suministrar el oxígeno necesario para la vida de las células que la harían pensar, hablar, o amar. Que la harían existir, en suma. Sin embargo, cuando nació, su corazón latía y los centros nerviosos necesarios para la respiración y otras funciones vitales estaban intactos, permitían la vida o, por lo menos, contar los días. Tenía 15 años y un aspecto grotesco. Cabía en una cuna, pues la inmovilidad de años había atrofiado músculos y extremidades. Las encías hinchadas por los medicamentos cubrían una hilera irregular de dientes. Una cara descarnada, sin expresión. Pero tenía ojos. Y los ojos debían de hablar y suplicar en aquella lengua de pobre y de vencido que todos los niños hablan, porque la familia, cuyo acento, humildad y aflicción revelaban de inmediato su procedencia humilde de cualquier aldea de Colombia, afirmaba sin sombra de dudas ‘que no era la misma’. Es decir, que algo le pasaba y por eso la habían traído al hospital.

Pero, ¿le podía ‘pasar algo’ para decir que ‘no era la misma’? ¿Cómo era posible que aquel ser, con casi nada que la distinguiese de una flor, manifestase algo más que una flor? Era conmovedor, sin duda, el amor que demostraban hacia aquella casi ‘cosa’, el cuidado en vestirla, la mirada ansiosa que interroga y suplica, la angustia. Pero ¿cómo creerlas? Su cerebro era agua y también sal en la proporción exacta de una lágrima, pero para que el cráneo no creciese de forma desmesurada un tubo lo conectaba al vientre, por donde debía escurrir, gota a gota, el exceso de líquido. Mar que envuelve el cerebro y lo protege. ‘No es la misma’ imploraba la madre con ojitos inquietos. Dos o tres palabras en mi español de portugués y los ojos se iluminaron. El doctor ‘era de los nuestros’, hablaba castellano, comprendería que el corazón de madre sabe cosas que la razón de los doctores desconoce. Habla la lengua de dulzura inmensa, latín de misa que Nuestra Señora comprenderá. Los ángeles intercambiarían miradas cómplices y, con golpes de ala prestados de las gaviotas, alejarían ciertamente las nieblas matinales que cubrían con cortinas de dosel los restos de la mirada de aquella hija adorada.

No fue fácil convencer al cirujano de que retirara el tubo. Lo cierto es que no funcionaba, y que un nuevo drenaje devolvió a la mirada de La Niña algo que yo no veía, porque estaba ciego. Pero ellas lo vieron. El amor con que la familia cuidaba de aquella hija, nieta, y sobrina, resultaba verdaderamente enternecedor. Lo que le decían, cómo la acariciaban con halagos que yo desearía, y aun hoy envidio. El agradecimiento que me demostraron me hace abrigar la esperanza de que, en el día del juicio final, una familia modesta de alguna parte de Colombia intercederá por mí.

Pasaron meses. Una noche sonó el busca a esa hora de la madrugada de hibernación más profunda. La familia de ‘mi paciente’ –decía el médico de guardia– exigía mi presencia. La Niña estaba agónica, con una infección generalizada, y nada convencía a la familia de que el fin era inevitable. Exigían la presencia del neurólogo que arañaba el castellano y que, por una vez en la vida, los había comprendido. No existe mérito en el cumplimiento de un deber que se impone como la fuerza de la gravedad. A las cuatro de la mañana el agua de la ducha aclaraba las ideas, lavaba el alma, dejaba limpio el espíritu como después de la confesión. Cuando llegué, me limité a abrazar a la aldea de Colombia, del todo idéntica, de verdad, a las aldeas de mi país [Portugal], a las madres de mi país, a las mujeres de la tierra donde nací. Emigrantes como yo aferrados a la niña que acicalaban como si fuera la noche de su presentación en sociedad.

En los días siguientes muchos compañeros me dieron el pésame por la muerte de ‘mi’ paciente. Todos me decían que sabían lo que ella representaba para mí. No creo que yo les hubiese contado lo que había aprendido: que era posible amar al ‘minuscuamperfecto’ y, con ello, conservar un resquicio de esperanza para el día del juicio final.

(Nuno Lobo Antunes, Lo Siento Mucho, Aguilar, Madrid 2009, p. 78, 85)

Me contáis

Un compañero me alerta que consulte el último número de ‘Selecciones de Teología’, la revista de los teologados jesuitas de España. En la página que me indica viene una anécdota del padre Marcelino Zalba, que fue profesor mío en mi juventud, y murió el año pasado cumplidos los 100 años. Fue miembro de la célebre comisión nombrada por Pablo VI para estudiar si la píldora y otros medios artificiales anticonceptivos deberían ser permitidos en la Iglesia. La comisión recomendó que se permitieran por una mayoría de 14 a 4. El padre Zalba era uno de los cuatro que se oponían, y de hecho el papa siguió a los cuatro que estaban en contra en vez de a los catorce que estaban a favor. Y prohibió la píldora. El que cuenta la anécdota es otro gran moralista de aquellos tiempos, el padre Bernard Häring:

‘Está el gran problema del que habló el padre Zalba. Él lo dijo gritando, y yo comprendí que se trataba de la angustia real presente en el alma de un hombre bueno: “Si estas cosas [la  prohibición de los anticonceptivos artificiales] pueden cambiarse, ¿qué pasará con los millones de personas que hemos enviado al infierno hasta hoy?”

La señora Crowely, esa simpática y gentil dama norteamericana, le respondió: “Padre Zalba, ¿está usted seguro de que Dios cumplió con todas las órdenes que usted le dio?”’

(Citado en Selecciones de Teología, Julio-Septiembre 2009, Vol. 48, 191, p. 196)

El mismo número de ‘Selecciones de Teología’ trae una cita de Andrés Torres Queiruga sobre este tema y la opinión de muchos sobre él:

‘La persistencia numantina en mantener en todo su rigor normas morales que incluso un gran número de fieles y de teólogos considera anacrónicas y a veces inhumanas, está creando una situación que no resulta exagerado calificar de desastrosa.’ (Ib. p. 228)

Lo dice una revista de teología.

Salmo

Salmo 65 – Venid y ved

‘Venid y ved las obras de Dios’.

Venid y ved. La invitación a la experiencia. La oportunidad de estar presente. El reto de ser testigo. Ven y ve. Para mí, estas tres palabras son la esencia de la fe, el corazón de la mística, el meollo de la religión. Ven. No te quedes sentado esperando tranquilamente a que te sucedan cosas. Levántate y muévete y adéntrate y busca. Acércate, entra y mira cara a cara a la realidad que te llama. Abre los ojos y ve. Contempla con toda tu alma. No te contentes con escuchar o leer o estudiar. Te has pasado toda la vida estudiando y leyendo y abstrayendo y discutiendo. Todo eso está muy bien, pero es sólo evidencia de segunda mano. Hay que trascenderla en fe y en humildad valiente para buscar la evidencia de primera mano de la visión y la presencia. Ven y ve. Busca y encuentra. Entra y disfruta. El Señor te ha invitado a su corte.

Y ahora tomo esas palabras sagradas como dichas por ti, Señor, a mí. Ven y ve. Me invitas a estar a tu lado y ver tu rostro. Tus palabras no dejan lugar a duda, y tu invitación es seria y deliberada. Sin embargo, yo me dejo llevar por la timidez, me resisto, me refugio en excusas. No soy digno, me han dicho que es más seguro permanecer en la oscuridad de la fe, y prefiero seguir el camino trillado, quedarme en mi sitio y guardar silencio. Dejo a almas más elevadas los derroteros místicos de tu visión cara a cara, y me contento con la espiritualidad rutinaria que espera pacientemente la plenitud que más tarde ha de venir. Tengo miedo, Señor. No quiero meterme en líos. Me encuentro a gusto donde estoy, y pido que se me deje en paz. Las alturas no se hicieron para mí.

Me temo que, si de veras me encuentro contigo, mi vida habrá de cambiar, mis apegos habrán de soltarse y mi tranquilidad se acabará. Tengo miedo de tu presencia, y en eso me parezco al pueblo de Israel, que delegaba a Moisés la responsabilidad de reunirse contigo, porque tenían miedo de hacerlo ellos mismos. Sé que en mí es pereza, inercia y cobardía. A fin de cuentas, es falta de confianza en ti, y quizá en mí mismo. Reconozco mi pusilanimidad, y te ruego que no retires tu invitación.

Sí, quiero venir y ver tus obras, venir y verte a ti haciéndolas, contemplarte, admirar el esplendor de tu rostro cuando gobiernas la amplitud del universo y las profundidades del espíritu humano. Quiero verte, Señor, en la luz de la fe y en la intimidad de la oración. Quiero la experiencia directa, el encuentro personal, la visión deslumbrante. Siervos tuyos en todas las religiones hablan de la experiencia que cambia sus vidas, la visión que satisface sus aspiraciones, la iluminación que da sentido a toda su existencia. Yo, en mi humildad, deseo también esa iluminación, y la espero de tu rostro, que es lo único que puede dar luz sobre su propia existencia a ojos mortales. Quiero ver, y al decir eso quiero decir que quiero verte a ti, que eres la única realidad que merece verse; a ti, que con el resplandor de tu rostro das luz a la creación entera y a mi vida en ella. Ese es mi deseo y esa es mi esperanza.

‘Venid y ved’.

Voy, Señor.

Dame la gracia de ver.
Meditación

Desde la cumbre

‘El valle es precioso,
mas no tiene valor sin la montaña.
Asciende primero a la montaña,
conquista la cima,
y al retornar todo será diferente.’
(Chamalú)

El valle es la vida diaria y la montaña es la contemplación. El valle es hermoso en sus campos arados, sus hileras de árboles, sus caminos y sus arroyuelos, sus poblados y sus rebaños. Pero para ver su hermosura hay que contemplarlo desde la cima. Hay que subir a la montaña, conquistar altura, adquirir perspectiva, dominar el paisaje. Al ver todo a vista de pájaro desde la cumbre privilegiada que abarca horizontes, sentimos la belleza de la vista aérea, relacionamos las parcelas de vida en su conjunto pictórico, marcamos las direcciones de los caminos, entendemos el valle. Ahora ya podemos bajar y disfrutar de cada rincón porque sabemos su emplazamiento y comprendemos su entorno. Conocemos el valle porque hemos subido a la cima.

Es que ni el valle sería valle si no hubiera cima. Si no tuviera las hileras de montañas que lo flanquean a ambos lados, no habría valle. Sería una meseta plana y uniforme sin hondura y sin variedad. El valle, para ser valle, necesita la montaña que le da sentido, le da realce, le da personalidad.  El valle es valle porque hay montaña. La tierra es tierra porque hay cielo. La vida es vida porque hay Dios. Por eso para entender la vida hay que llegar a Dios.

Cada vez que he habitado en un valle con un pico sobre el horizonte me he sentido intranquilo, insatisfecho, incompleto hasta haber subido al pico. Pienso en la Collarada de Jaca, el Itzarráiz de Loyola, el Bémbodi Peak en Kodaikanal, el Perumal en Shembaganur, y el Gurushikar en Abu. Había que subir cuanto antes para entablar amistad, para completar horizontes, para adquirir visión. Una vez adquirida la visión, podía volver tranquilo al valle y vivir en calma la vida del llano. Ya tenía sentido porque la había visto desde arriba.

El valle es distinto después de subir a la cima. El valle no ha cambiado, pero he cambiado yo. ¡Qué pequeña era desde arriba aquella piedra en que un día me tropecé! ¡Qué clara se ve ahora aquella curva del camino en que una vez me equivoqué y me perdí por no ver la dirección verdadera! ¡Qué derecho el curso del río a través de tantas vueltas y revueltas que de cerca desorientan con su caprichoso girar! ¡Qué proporcionado el pueblo, qué cercanas sus esquinas, qué bello mi hogar! Todo adquiere valor desde la altura, porque todo encaja, todo resalta, todo completa a todo. La visión desde la cumbre es el secreto de la vida en el valle.

Seguiré subiendo a las cumbres de la vida. Una y otra vez. Que no se me pierda la visión desde lo alto. Alpinismo espiritual.
Día 1
Os cuento

Hacer que los hindúes amen a Cristo

Algo faltaba. Yo viví cincuenta años en la India y la dejé sin despedirme. Es verdad que durante varios años volví a visitarla con frecuencia, pero las visitas se iban distanciando, y comencé a preguntarme cuál sería la última. Por eso agarré con gusto la invitación de asistir a las Bodas de Plata del ‘Servicio Católico de Información’, que era un curso de cristianismo por correspondencia, al que yo había estado unido como ayudante del padre Sontag que inició ese apostolado en Pune en los años cincuenta, y con mi libro sobre Jesús en lengua guyaratí que fue tomado como libro de texto para este curso en el Guyarat en los ochenta. Decidí ir, abrazar a amigos, hacer discursos, meter el cuello en guirnaldas, recoger la experiencia en mi Web, y así cerrar oficialmente el mejor capítulo de mi vida.

Yo no escogí ir a la India. Después de la Segunda Guerra Mundial, el papa Pío XII pensó que el Japón se abriría al evangelio, y pidió al General de los Jesuitas, el padre Janssens, que enviara al Japón al mayor número posible de jesuitas de todas partes del mundo. Yo me ofrecí voluntario. El padre Provincial de Loyola me contestó: ‘Japón, no. India, sí. Nos acaban de encargar la misión del Guyarat en la India separándola de la de Bombay, y tengo en mis planes una nueva Universidad en Ahmedabad. Queda usted destinado desde ahora a esa no existente Universidad.’ Una vez en la India, la gente me preguntaba qué es lo que me había atraído en la India para ir a vivir yo allí. Pronto aprendí la respuesta: ‘En Europa’ –decía yo– ‘las parejas se enamoran primero y se casan después. En la India se casan primero y se enamoran después. Mi matrimonio con la India es del tipo indio.’ Los matrimonios indios suelen resultar bien.

Llegué directamente a la Universidad de Loyola en Madrás en enero de 1950 para hacer la carrera de matemáticas, en el mismo día en que se celebraba al aire libre la distribución anual de premios con toda solemnidad. Me senté en las gradas entre los padres con mi sotana blanca recién estrenada y presencié el espectáculo. Jamás en mi vida había visto yo tal despliegue de juventud, deporte, arte, bailes, belleza y elegancia como aquello. Los indios habían heredado la tradición inglesa de fiestas universitarias, y lo hacían a maravilla. Yo estaba fascinado. Al mismo tiempo, yo rezaba en silencio en la soledad de mi nuevo entorno: ‘Señor, ¡qué pena que toda esta gente magnífica, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, tengan que ir todos al infierno!’ No era broma. Era pura angustia. La doctrina católica ‘Fuera de la Iglesia no hay salvación’ estaba entonces en pleno vigor, y la reciente encíclica Mystici Corporis proclamaba que no se podía entrar en el cielo sin el bautismo de agua. Le escribí, perplejo, a mi profesor en España, que luego llegó a decano de teología moral en la Universidad Gregoriana de Roma, el padre Marcelino Zalba que falleció el año pasado a los cien años, para preguntarle cómo había yo de entender esa doctrina estando rodeado de gente no bautizada. Me respondió a vuelta de correo: ‘Apenas ha llegado usted a la India ¿y está usted ya perdiendo la fe? Tenga usted cuidado no sea usted quien vaya al infierno.’ Buen consuelo. Sin embargo, yo ya sentía dentro de mí que eso no podía ser así. Años más tarde, un Concilio me daría la razón.

Una cosa sí había notado yo en Madrás. Profesores y alumnos hablaban perfectamente inglés –con un leve tonillo típico del sur de la India– pero en cuanto saltaban fuera de clase se ponían todos a hablar rápidamente en su lengua tamil. Fue entonces cuando tomé la decisión que cambió mi vida: Si voy al Guyarat, aprenderé antes la lengua guyaratí. Las matemáticas las puedo enseñar en inglés, pero si quiero establecer un contacto personal con los alumnos necesito su lengua madre. Fui a nuestra Escuela de Lenguas de Anand en el Guyarat por un año. Pronto vi que un año no bastaba para dominar la lengua, y pedí un año más antes de ir a Pune a teología para poder llegar a dominar la lengua.

Pero entonces sucedió algo que casi echó por tierra mi propósito. El nuevo gobierno era anticristiano, y la Sra. Violet Alva, que era el miembro católico del parlamento, nos informó en privado pero oficialmente que los misioneros católicos que habíamos llegado a la India después de la independencia con visado temporal a renovar cada año, podríamos, eso sí, acabar nuestros estudios en la India, pero una vez acabados no se renovarían nuestros visados y habríamos de volver a nuestros países de origen. Había suficientes sacerdotes católicos en la India para cuidar de los católicos del país, y misioneros proselitistas no eran bienvenidos. Ante tales circunstancias parecía ridículo quedarse para otro año de guyaratí antes de la teología en Pune.

Sin embargo, yo me quedé. Tomé una habitación en una residencia universitaria hindú en la Universidad de Vallabh Vidyanagar en el Guyarat donde asistí a clases, vivía entre estudiantes, hice voto solemne de no pronunciar ni una palabra en inglés por apurado que estuviera, escribí deberes sin cesar, incluso tomé parte en una obra de teatro en guyaratí, y salí hablando la lengua. Mis compañeros jesuitas que se iban derechos a Pune a empezar la teología cargaron mi conciencia (no es broma) con la acusación de que tendría que darle cuenta a Dios por haber dicho 365 misas menos que ellos al retrasar mi ordenación sacerdotal un año sin razón. Aunque luego no resultó precisamente así. El gobierno de la India cambió de opinión y se nos permitió quedarnos.

Una vez en el seminario de Pune yo dedicaba las dos primeras horas del tiempo de estudio cada mañana a escribir en guyaratí. Llenar páginas una tras otra para romperlas enseguida. Siempre he dicho que mi maestro en el arte de escribir fue la papelera. Me encantaba la teología, sobre todo la Sagrada Escritura, y la estudié a fondo, pero nunca di importancia a los exámenes. Ni siquiera al temido examen para oír confesiones que tenía lugar después de las vacaciones de verano entre nuestro segundo y tercer año de teología. Yo usé ese verano para escribir, a puerta cerrada para no ser descubierto, un libro en guyaratí que iba a resultar mi presentación al público del Guyarat. Aunque no fue fácil. Cuando llegué a Ahmedabad después de la ordenación sacerdotal y del año final de carrera en Hazaribagh, le enseñé mi manuscrito a un editor de Ahmedabad. Era una guía moral del estudiante. El editor ojeó unas páginas, lo tiró a la mesa con tan poca gracia que cayó al suelo, y dijo altivamente: ‘¿Y quién va a leer eso?’ Le escribí a mi madre en España que me envió algún dinero, y lo imprimí por mi cuenta. Un ejemplar llegó no sé cómo a las manos de la ministra de educación, la Sra. Indumatiben Sheth, quien recomendó el libro a todos los colegios. La revista Kumar me pidió un artículo semejante cada mes. El diario Guyarat Samachar me dio la última página entera del suplemento de los domingos para una columna que titulé A la nueva generación. Con ella entré yo en todos los hogares en tiempos en que no había televisión y el suplemento del domingo de los periódicos eran el único entretenimiento de toda la familia los domingos por la mañana. Desde entonces, como me presentaron una vez al público en una charla y cito sin rubor, ‘Cada hogar en el Guyarat tiene dos padres. El padre de la familia, y el padre Vallés.’

La comunidad jainista de Bombay celebraba cada año el festival del Paryushan con conferencias religiosas en ocho días consecutivos a cargo de personajes conocidos y aceptados. Tras muchas consultas, como después me enteré, decidieron arriesgarse a invitarme a mí, misionero católico extranjero, a hablarles. Tomaron la precaución de poner para presidir mis charlas al representante indio en las Naciones Unidas, que tenía una gran personalidad, por si yo decía alguna inconveniencia. Todo salió bien, y ese fue el comienzo de mi romance con los jainistas, que les llevó a declararme ‘jainista honorario’ y a invitarme a reuniones innumerables desde India a América –pasando desde luego por África, Australia y Japón.

El último día de aquella primera Paryushan, tomando el té en una casa en ‘La Diadema de la Reina’ hacia el mar en reunión de despedida, andaba yo entre los grupos con mi taza de té en la mano cuando noté que en un rincón estaban hablando de mí. ‘¿Qué están ustedes diciendo de mí?’ les pregunté alegremente. Me dijeron que lo tomaría a mal si me lo decían. Insistí, y al fin uno me dijo: ‘Perdónenos, padre, pero estábamos diciendo que usted parecía y era tan buena persona que… ¡no podía ser cristiano!’

Nos reímos todos, pero el incidente se me quedó grabado, y comencé a pensar qué quería yo hacer con mi vida en la India. Me esforzaría por vivir y aparecer y ser tal que los hindúes y musulmanes y parsis y jainistas me aceptaran como cristiano, quitando prejuicios antiguos y haciendo posible que pudiésemos hablar de religión con el testimonio directo de nuestra fe. Esto creo que lo he hecho según mi capacidad. Es significativo que el libro sobre Jesús que he mencionado al principio no me lo pidió ningún editor católico sino una institución puramente seglar como era la Universidad de Vallabh Vidyanagar. Un estudiante me escribió una vez desde Bhavnagar: ‘He leído sus libros y me gustan. Al leerlos siento la necesidad de imaginarme su rostro, ya que siento como si usted estuviera hablando conmigo. Pero nunca le he visto a usted ni a una foto suya. En nuestro libro de texto de Religiones del Mundo hay una lección sobre Jesús con una representación de su rostro. Yo ahora me imagino su cara de usted como esa cara de Jesús. ¿Le parece bien?’ Gracias, Himansu. Me definiste el ideal de mi vida.

Tuve suerte de tener como profesor de Álgebra Moderna en Madrás al jesuita francés padre Racine. Él nos introdujo a los nuevos temas de conjuntos, grupos, anillos, campos, espacios vectoriales, teoría de matrices, álgebra lineal, álgebra de Boole, que aún no se conocían en la universidad en aquel tiempo, y así, cuando yo llegué al Guyarat me pidieron los introdujera yo en la Universidad del Guyarat, cosa que hice con prontitud. Tuve que inventarme hasta la terminología, partiendo del sánscrito. La Universidad me encargó también la traducción al guyaratí del clásico de G. H. Hardy, Pure Mathematics, que él confesó haber escrito ‘como un misionero explicándoles la biblia a caníbales’, y que me lanzó a escribir yo mismo luego textos de matemáticas en guyaratí. En el Guyarat casi soy más conocido por mis libros de matemáticas que por mis libros literarios. Y disfruté enseñando matemáticas tanto como escribiendo libros.

Otro trabajo de traducción, más cercano a mi alma, se me ofreció también por aquel tiempo. Por primera vez se permitieron en la misa versiones vernáculas en lugar del latín exclusivo hasta entonces. La plegaria eucarística viene después del ‘Santo, Santo, Santo’ del sanctus y empieza ‘Santo eres en verdad, Señor…’. Eso es un poco prosaico, y a mí se me ocurrió una expresión muy india que dice, ‘Santidad es tu nombre, Señor…’, y así empecé. En la consagración me referí a las ‘manos de loto’ del Señor, y encontré otra expresión sánscrita también, ‘sacrificio viviente’, para el ‘cordero de Dios’ que en la India no tiene sentido. El misionero jesuita español en Alaska, Segundo Llorente, se encontró con el mismo problema al dejar el latín en la misa, ya que en Alaska no hay corderos. El primer día de su misa en lenguaje esquimal tomó la sagrada forma en sus manos y pronunció con toda seriedad: ‘Esta es la foca de Dios’. Al menos eso tenía sentido para sus feligreses. Yo no llegué a tanto como poner ‘la vaca de Dios’, pero el sánscrito me salvó con su ‘Balidan Murti’. La verdad es que me sentí inspirado en toda la traducción, y hoy se cita al misal guyaratí, al que luego contribuyeron en su extensión otros expertos excelentes, como la mejor de las traducciones litúrgicas entre todas las lenguas de la India. Hoy nadie sabe que la plegaria eucarística la traduje yo, ya que el misal no lleva créditos, pero me produce gran satisfacción el pensar que siempre que un sacerdote dice misa en guyaratí, yo estoy secretamente presente ante el altar. Solo había un problema. Los textos litúrgicos han de ser aprobados por Roma, y a Roma se envió mi traducción. Pero en Roma nadie sabía guyaratí. Nos devolvieron el texto, un santo misionero español, el padre Pariza, retradujo mi texto guyaratí al latín (yo le dije que copiaran sencillamente el latín del misal, pero no me hizo caso), se envió a Roma, y se aprobó. ‘Santidad es tu nombre, Señor’.

Mis libros y artículos me habían acercado al público, pero aun así yo notaba la enorme distancia entre mi residencia en la cómoda casa de los jesuitas en la Universidad de San Javier y mis lectores en las estrechas callejuelas de la antigua ciudad amurallada. Entonces concebí la idea de ir a vivir entre ellos como huésped, mendigando hospitalidad de casa en casa, permaneciendo en ellas día y noche con todas las comidas, y yendo a la Universidad solamente a dar clase por la mañana y vuelta por la tarde como hacían los demás profesores. En la India existe la figura del monje itinerante, y la tradición ancestral de hospitalidad que hace posible lo que no podría ni pensarse en otro país. Le pedí permiso al padre Provincial, agarré la bicicleta, y comencé a llamar a puertas. Así viví durante diez años, y me hice miembro de tantas familias como me adoptaban por una semana haciéndome sentirme como uno de ellos. Mis experiencias en mi peregrinación urbana llenaron tres libros, y su marca me ha quedado. Y espero que también quedó en muchos barrios de Ahmedabad.

Cuando el padre Anthony de Mello anunció por primera vez que iba a dirigir unos Ejercicios de Mes en Khandala, me apunté y fui. Más adelante, cuando empezó sus cursos de Sádhana no fui yo sino mi Provincial quien me propuso ir a Maxi Sádhana (9 meses) o a Mini Sádhana (3 meses). Yo le contesté: ‘No hay minis para mí. Me voy a la maxi.’ Y fui. Estaré agradecido de por vida a Tony por ese año. Libertad interior, contacto con uno mismo, Gestalt, relaciones profundas, ‘choiceless, effortless, purposeless awareness’ (Krishnamurti). Todo un modo de vida que, en mi esperanza y humildad, ha llegado a formar parte de mí mismo. Me han dicho que le tengo envidia a Tony. Lo reconozco. Pero en eso de la envidia soy más sujeto pasivo que activo. El éxito se paga caro entre nosotros, y yo he tenido una buena medida de él. En cuanto a Tony, pagué mi deuda espontáneamente y a gusto con mi libro ‘Ligero de Equipaje’, que hasta hoy en día es el libro de referencia sobre Tony, dada la (¡sorprendente!) carencia de una biografía suya hasta la fecha. Cuando Tony dejó de dar los Ejercicios de Mes me pasó a mí los que ya había aceptado, y los dirigí yo. Entonces, inesperadamente, nuestro Padre General, Arrupe, dio personalmente desde Roma la orden de que fuera yo quien diera los Ejercicios de Mes a los jesuitas en su último año de formación (la llamada Tercera Probación), lo cual hice por muchos años en los dos centros que para ello tenemos en la India (y por lo cual los directores de la Tercera Probación, naturalmente, me odiaban), volviendo siempre a las clases en la Universidad y a mis libros y artículos semanales. Me admiro al pensar en tanta actividad aquellos años.

Uno de los resultados de aquellos Ejercicios fue que por vez primera acepté escribir un libro en inglés. Hacía años que escribía y publicaba solo en guyaratí. Me insistían que publicara algo en inglés, pero yo contestaba que muchos jesuitas en la India sabían inglés mejor que yo, mientras que yo me debía enteramente al guyaratí. Me engañé a mí mismo mucho tiempo con esa respuesta, hasta que reconocí la verdadera razón: Si escribía en inglés me leerían otros jesuitas, y yo temía su crítica. Por fin el genial director de la editorial de los jesuitas en Guyarat, el padre Díaz del Río, me convenció. Arreglé las charlas que había dado en unos Ejercicios a la comunidad de jesuitas de la Universidad Andhra Loyola, y ese fue mi primer libro en inglés. Living Together. Muchos le habían de seguir.

Cuando llegué a la India le pedí permiso al padre espiritual, el alsaciano padre Froehly de la Misión de Madurai, para hacer un voto de nunca ya salir de la India. Me negó el permiso. Me acordé de él cuando me eligieron como representante de la India para el Congreso Internacional de los Matemáticos en Moscú el año 1968. El padre Froehly era muy sabio, y yo me fui a Rusia. Una vez en Europa visité España, llegué después del ‘destape’, y aquello fue todo un redescubrimiento de occidente después de veinte años. El director de la editorial jesuita Sal Terrae en Santander me pidió permiso para traducir y publicar mi libro Living Together en español. Lo traduje yo mismo, y lo seguí haciendo con mis demás libros en inglés. Así es como me encontré escribiendo en tres lenguas. Sin embargo nunca traduje mis libros guyaratis al español o al inglés por la diferencia cultural entre oriente y occidente. Habría tenido que llenar el libro de notas explicativas, y eso no resultaría. De hecho, al dar ahora charlas y contestar a preguntas en España, mis oyentes con frecuencia se quedaban sorprendidos por mis respuestas. Por fin una oyente me reveló la explicación a mí mismo cuando exclamó: ‘Claro, ¡como tú eres indio!’ Aprecié el cumplido.

Mis libros en castellano cruzaron el Atlántico y llegaron a Latinoamérica. No tardaron en llegarme invitaciones para charlas y cursos. Primero a Argentina, y luego, año tras año y de sur a norte a todo el Nuevo Mundo. Para un español, ‘descubrir’ Latinoamérica, hablar en español en veinte países de los que es lengua materna, reconocer perfiles españoles en rostros delicadamente acariciados por el sol, leer en su contexto y en su ambiente a Borges y Neruda y Vargas Llosa y García Márquez, probar el mate en Uruguay y tacos en México, encontrar una fe viva y activa en los santuarios de su geografía y en los corazones de sus fieles es una sacudida del alma que, añadida en mi caso a mi encarnación india, enriqueció y zarandeó mi espíritu sin medida. Y vuelta a la India.

Dattátreya Balkrishna Kálelkar, fue el heredero de Gandhi en el campo de la educación (como Nehru lo fue en la política, Vinoba Bhave en lo social, y Mashruwala en su pensamiento teórico), y él fundó la Universidad de Gandhi en Ahmedabad. Nos hicimos muy amigos. Nos llegamos a conocer íntimamente, y conversamos horas y horas desde nuestros respectivos puntos de vista compartiendo experiencias, creencias, sueños de acercamiento religioso y enriquecimiento mutuo. Una vez le invité a que diera una conferencia en nuestra Universidad de San Javier, y al principio él se refirió a mí, y esto es lo que dijo ante el claustro de profesores y todo el alumnado reunido: ‘Otros misioneros hacen a los hindúes cristianos. El padre Vallés hace que los hindúes amen a Cristo.’

Un momento de reflexión sobre estas palabras. En ninguna manera comparo, juzgo, rebajo el trabajo de ninguno de mis hermanos a quienes profundamente respeto y admiro; lo único que hago es presentar mi vida, y a eso tengo derecho. El obispo Charles Gomes, de renombrado celo misionero, me dijo una vez en presencia de mis compañeros jesuitas en la Universidad de San Javier: ‘Puede que usted sea un gran hombre y sea bien conocido, pero está usted echando a perder su vida porque usted no ha convertido a nadie.’ Todos sabíamos que eso no era verdad, pero no por eso deja de herir.

El papa Pablo VI escribió en su encíclica sobre las misiones:

‘Lo que importa es la evangelización de las culturas de los hombres.’
(Evangelii nuntiandi, 20)

Voy a dar un ejemplo. El amor y el servicio del prójimo es un valor fundamental y característico del cristianismo. ‘Todo lo que hacéis por uno de estos, lo hacéis por mí.’ Sin embargo, no es un valor en el hinduismo, ya que la doctrina del karma enseña que lo que una persona sufre en esta vida es el resultado inevitable de lo que hizo en su vida pasada, y no se puede ni se debe tratar de ayudar a nadie en el pago de su deuda por acciones pasadas. Un ladrón en la vida pasada nace, en consecuencia, como mendigo en esta vida. Si yo ahora le ayudo a ese mendigo a salir de su pobreza, le doy, sí, un alivio pasajero, pero en realidad le hago un flaco servicio ya que lo único que hago es retrasar el pago de su karma que tendrá que hacer de todas maneras. Swami Vivekánanda, que fue el gran apóstol del hinduismo en el siglo XIX, reconocía esta debilidad del hinduismo frente al cristianismo, y trató de remediarla a su manera: ‘Si el karma de ese mendigo es sufrir, mi karma es ayudar al mendigo.’ Eso es pura dialéctica, que era el estilo retórico de Vivekánanda, pero deja al mendigo con su deuda kármica a pagar en todo caso. Es decir, amor y servicio al prójimo es un valor cristiano, no hindú. Y sin embargo, debido a su largo contacto con el cristianismo, la mentalidad hindú ha cambiado en este respecto; proyectos sociales de ayuda a los pobres forman parte de todos los planes de gobierno en la India, y cuando ahora llega un terremoto, unas inundaciones, una sequía al país, los hindúes no abandonan a las víctimas a su karma, sino que corren a su ayuda en actitud que es claramente –aunque anónimamente– cristiana. En guyaratí ‘hospital’ se dice ‘ispital’, Lo cual demuestra lingüísticamente que no había hospitales antes de los (cristianos) ingleses ya que no existía ni la palabra para nombrarlos; mientras que ahora devotos hindúes y jainistas fundan hospitales para los pobres. Aquí hemos evangelizado a una cultura. Un valor básicamente cristiano se ha introducido en la conciencia hindú sin bombo ni platillo. Ni siquiera queremos que nos lo agradezcan a nosotros. La sociedad ha sido ‘bautizada’, y eso es lo que importa según el papa. Esa es nuestra tarea misional. La logramos con nuestro ejemplo, nuestra alegría, nuestra presencia, nuestro servicio, nuestro amor.

Podría incluso suceder que bautizar a individuos fuera a veces un obstáculo para bautizar culturas, ya que convertir a algunos hindúes puede llevar a otros hindúes a oponerse al cristianismo. Quizá es eso a lo que el papa actual se refería cuando escribió en su primera encíclica:

‘La caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Sabe muy bien que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en quien creemos y que nos impulsa a amar.’
(Benedicto XVI, Dios es amor, 31, c)

Cuando mi madre viuda cumplió los 90 me escribió que se encontraba débil y sola, y me pidió fuera a cuidarme de ella al final de su vida. Yo me había jubilado ya de la cátedra en la Universidad, pedí permiso, y fui a su lado. Vivió hasta los 101, y para entonces mi campo de acción había pasado a España. Me quedé.

La máquina de escribir electrónica en la que yo había escrito todos mis libros hacía años, se estropeó al fin. Eso me llevó a mi primer ordenador. Y pronto a Internet. Y a los ‘emilios’ diarios. Hice un curso de Web y comencé mi propia página personal, en castellano y en inglés, hace justamente diez años este octubre 2009. La sección ‘Os cuento’ lleva a mis lectores mis últimas ideas, experiencias, anécdotas. En ‘Me contáis’ ellos reaccionan a mis ideas, me hacen preguntas y añaden sus comentarios. Luego viene un salmo, rezado por mí, y una meditación. Aparte de actualizarla cada quince días, me lleva varias horas al día contestar todos los emilios. La llamo mi ‘parroquia virtual’, y hay quienes me han pedido oiga sus confesiones y les dé la absolución por Internet, pero aún no ha llegado el tiempo. Los emilios llevan tiempo pero traen consuelo. Lectores de mis libros escriben para agradecérmelos, y su espontaneidad y cercanía me alegra el alma. Una lectora escribió: ‘Por favor, dígame que es verdad, padre. ¿No es verdad que usted ha escrito todos sus libros solo para mí?’ Sí, querida Laura de Chile, solo para ti. ‘Gracias por leerme’ es la bendición repetida, y yo siempre contesto cada mensaje personalmente.

De hecho esto es lo que entiendo es mi trabajo y mi vida. Animar a la gente. La bula papal de fundación de la Compañía de Jesús, Regimini militantis Ecclesiae, expresa la intención de san Ignacio al fundarla como ‘ad consolationem animarum’. ‘Para animar a la gente.’ La palabra consolatio en el latín y castellano de entonces no quiere decir ‘consolar’ sino ‘dar ánimos’ como en las ‘Reglas para Conocer los Espíritus’ en los Ejercicios. Hemos sido fundados para dar ánimos, para levantar corazones, para alentar y fortalecer a todos, para animar a la gente. Cuando la vida es a veces tan dura, tan sin sentido, tan injusta con muchos, nos ponemos a su lado para decirles una buena palabra, para sonreír ante sus rostros, para encender la fe, para pronunciar el nombre de Jesús con ellos. Así es como yo entiendo mi vocación de jesuita.

Espero que este escrito te haya hecho sentir algo de eso a ti, querida lectora y lector. Anímate y ama a Jesús.

Y ahora, sí. ¡Adiós, India! Con toda mi alma.

Carlos G. Vallés, SJ

 

Día 15
Os cuento

Cumpleaños

Diez años es ya todo un cumpleaños en la Web. Se ha dicho que la medida del paso del tiempo hoy es lo que tarda el último invento electrónico en convertirse en penúltimo. El tren va rápido. Yo me subí al tren de la Web en cuanto la conocí. Me gusta escribir, me gusta comunicarme, me limitan ya un poco los años, me sigue atrayendo el teclado, y todo eso me llevó a la Web. Bendito momento. Comencé sólo en español y una vez al mes. Tenía que medir mis fuerzas y encontrar el equilibrio. Pronto vi que un mes era demasiada espera, y pasé a los quince días. Y luego al inglés. Y así sigo. Puse mi dirección en mis libros, y empezaron los lectores.

Hay millones de Webs en Internet. Pienso que la mía es algo distinta de la mayoría. Una vez la definí como “Mi Web soy yo cada quince días.” Suena un poco arrogante y naturalmente no les interesa a aquellos a quienes yo no les intereso, pero, por la misma razón, a quienes les gustan mis libros y mis ideas y mi persona, les agrada encontrarse conmigo de vez en cuando. Como a mí me gusta encontrarme con mis lectores en el medio rápido, informal, directo, cercano de la Web y su correo. Para mí la Web es un género literario nuevo, que estamos inventando y aprendiendo al hacerlo. No es libro ni carta ni periódico ni discurso ni biografía ni historia. Es algo distinto que está naciendo en nuestras manos y que disfrutamos al ir dándole forma. Es un gozo hacerlo.

Leo mucho para escribir algo. Para escoger citas, episodios, cuentos que a mí me tocan, y veo que lo que a mí me toca, os toca a vosotros. Y luego veo que lo que más os gusta son las experiencias por las que voy pasando y que os cuento con realismo, reflexión, y humor. Eso me hace prestar atención en mi vida para haceros llegar todo lo que me llega a mí.

El correo que nace en la Web es su mejor parte. Leo cada mensaje personalmente con atención, lo pienso con cariño, lo contesto con calma. Algunos me envían un primer mensaje exploratorio para cerciorarse que soy yo quien contesta. Y luego viene ya el mensaje de verdad. Nunca he tenido secretario, y para mí es sagrada esa comunicación. Le doy todo el tiempo y el cariño que se merece. Recuerdo muchos nombres, me resultan familiares las situaciones antes descritas, a veces me impaciento porque me hacen preguntas a las que nadie puede responder, pero en realidad no es la pregunta o la respuesta lo que importa sino la misma comunicación en sí. El contacto, por virtual que sea, la conversación, el abrazo, el beso que dan calor al mensaje a través de los bits cibernéticos. Gracias por leerme, me dicen. Gracias por escribirme, contesto yo. Lo digo de corazón. Cada mensaje es un encuentro. La comunicación vale en sí misma.

Abro el correo con ilusión todas las mañanas. Es para mí la primera tarea del día. Estas son las cuatro preguntas que más me hacéis:

1. ¿Por qué hay tanto sufrimiento en el mundo? ¿Por qué sufren los buenos? ¿Por qué Dios ha permitido que mi hija muera? Empiezo por corregir el lenguaje. Fueron los teólogos los que se inventaron eso de que Dios “hace” unas cosas (las buenas) y “permite” otras (las malas), es decir que si un avión vuela bien es porque Dios “hace” que vuele bien, y si se estrella con doscientos pasajeros a bordo es porque Dios “permite” que se estrelle. ¿A quién se lo permite? ¿Al diablo para que haga una de las suyas? No. Todo eso son imaginaciones. La verdad es que Dios hace todo en todos, lo hace cooperando “a partes iguales” con el ser creado que también coopera en la acción, ya sea el ser humano que actúa en libertad o el árbol que crece en su vitalidad…, o el rayo que cae sobre el árbol y lo mata. Dios no “permite” que caiga el rayo, sino que el rayo que mata al árbol sale de su mano como sale la lluvia que ha dado vida al árbol. Seamos claros. Se une la omnipotencia de Dios con la libertad del hombre, y de ahí sale nuestra vida. El sufrimiento nos forma, nos acerca unos a otros, nos hace tomar la vida en serio, nos enseña a apreciar más la alegría. Yo he sufrido en mi vida, y eso me da el derecho de acompañar a otros cuando sufren. No hay día sin que el correo electrónico me traiga algún testimonio de sufrimiento personal, y eso da peso a mi vida y seriedad a mi alegría. La respuesta al sufrimiento no está en explicarlo sino en aceptarlo y compartirlo. Contesto siempre de alma a alma. Gracias por hacerme partícipe de las contrariedades de la vida.

2. ¿Por qué la Iglesia anda tan mal? “Bajo mínimos”, nos dijo nuestro superior religioso que anda. Yo he hecho lo que puedo hacer como escritor. Escribir un libro. En él puse todo lo que humilde y personalmente creo necesita corrección en la Iglesia, lo llamé “Querida Iglesia” por el respeto y cariño con que está escrito, y lo publiqué. En él mencioné la falta de transparencia de la Iglesia, la censura a los teólogos, la pérdida de credibilidad, la moral sexual, el complejo de culpa, el tratamiento de la mujer, el alejamiento de los jóvenes, el nombramiento de obispos, la Iglesia de derechas que hoy domina a la Iglesia de izquierdas, el celibato sacerdotal, la crisis de vocaciones. Alguien me dijo que mi libro no serviría de nada. Le contesté que ya sabía yo que mi libro no cambiaría a la Iglesia, pero satisfacía a mi conciencia. La Iglesia se mantiene por la devoción popular, las asociaciones de extrema derecha, y los viajes y audiencias del papa que le dan visibilidad, pero no le dan la credibilidad, autoridad, ejemplaridad que verdaderamente necesita. La Iglesia en su universalidad, su influencia, y su misión en la cristiandad y en el mundo está en crisis. Y encima se enfada cuando se lo decimos.

3. ¿Qué hacer para que mis hijos adquieran valores cristianos? Practicarlos vosotros como padres, y recalcarlos al practicarlos ante vuestros hijos. “Mira, hijo mío, yo podría mentir aquí y pagar menos, pero yo no miento porque la mentira daña a la sociedad y a tu propia credibilidad; yo podía quedarme en la cama y no ir a misa, pero sé que ir a la iglesia me ayuda a vivir mejor; yo podía desentenderme de los pobres, pero entiendo que el ayudar en lo que puedo es mi obligación y mi satisfacción como persona.” Que os vean a vosotros, que os oigan decirlo y así irán aprendiendo.

4. “Antes sentía mucha devoción en la oración y en misa, y ahora no la siento.” Siempre os digo que la relación en una buena pareja no es la misma en sus bodas de oro matrimoniales que lo que fue en su luna de miel. A cada tiempo lo suyo. Sin desanimarse nunca.

Y luego vienen las preguntas eternas de si me caso o no me caso, si me separo o no me separo, si entro en el noviciado o no entro, si me quedo o me salgo…. Preguntas que siempre tomo en serio, me dejo cuestionar por ellas, pues cada pregunta me afecta a mí mismo, y contesto lo que sinceramente pienso con todo el cariño que siento. Ah, y una cosa. Con triste frecuencia envío mi mensaje como respuesta al que me llegó, y lo rechaza el ordenador. La dirección de envío estaba mal puesta. Y yo no tengo otro medio de comunicarme. La persona que me escribió se creerá que no le he contestado, y yo no tengo medio de decirle que fue ella quien se equivocó al poner mal la dirección. Eso me da rabia, pero no tiene remedio.

Me contáis

Aprovecho para decir que tengáis en cuenta una cosa. En cuestiones de moral sexual la mayoría de católicos obra y piensa de manera distinta a lo que ordena la Iglesia oficial, y en el conflicto de ideas y las diferencias en esto de los mismos teólogos morales es legítimo seguir el sentir general de los que somos Iglesia. Por otra parte se nos instruye a los sacerdotes que no pongamos por escrito lo que decimos de palabra en esta materia. Quizá el mensaje electrónico pueda considerarse como algo entremedio entre la palabra hablada y la palabra escrita. Digamos, la palabra informatizada. Eso nos da cierta libertad.

Un mensaje de estos últimos días me ha consolado especialmente. En la Web anterior puse mi escrito sobre mi visita a la India, y como ese ya era largo, omití (por primera vez en estos diez años) el Salmo y la Meditación. Alguien me ha escrito delicadamente: “Extrañé el Salmo y la Meditación.” Me alegró la protesta. Muchos me escribieron apreciando mi escrito sobre mi visita a la India; pero a alguien no le compensó el largo escrito por la pérdida del Salmo y la Meditación. Y eso me alegró. Los Salmos valen más que todas mis experiencias juntas. Claro que también pongo a los Salmos como experiencias mías. Aquí van ahora.

Salmo

Salmo 67 – Del Sinaí a Sión

Sabía que mi vida es una marcha, y siempre he querido que mi marcha sea del Sinaí a Sión, contigo como jefe. El Monte Sinaí era tu voz, tu mandamiento, tu palabra empeñada de llevar a tu Pueblo a la Tierra Prometida; y Sión es la ciudad firme, la fortaleza inexpugnable, el Templo santo. Mi vida también va, con tu Pueblo, de la montaña al Templo, de la promesa a la realidad, de la esperanza a la gloria, a través del largo desierto de mi existencia en la tierra. Y en esa marcha me acompaña tu presencia, tu ayuda, tu dirección certera por las arenas del tiempo. Me siento seguro en tu compañía.

“Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo
y avanzabas por el desierto,
la tierra tembló,
el cielo destiló ante Dios, el Dios del Sinaí;
ante Dios, el Dios de Israel.”

La peregrinación se hace dura a veces. Hay peligros y enemigos, está el cansancio de la marcha y la duda de si llegará alguna vez a su término, a feliz término. Hay nombres extraños a lo largo de la tortuosa geografía, reyes y ejércitos que amenazan a cada vuelta del camino. Los picos de Sasán le tienen envidia a la colina de Sión, y la enemistad de los vecinos pone asechanzas al paso del Arca que lleva tu Presencia. Pero esa misma Presencia es la que de protección y victoria en las batallas diarias de nuestra peregrinación de fe.

“¡Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos!
Cantad a Dios, tocad en su honor,
alfombrad el camino del que avanza por el desierto;
su nombre es el Señor:

Alegraos en su presencia.
Padre de huérfanos, protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece;
Sólo los rebeldes se quedan en la tierra abrasada.”

Mi peregrinación se afirma al saber que también es la tuya. Tú vienes conmigo. Tú eres el Señor del desierto como eres el Señor de mi vida. Tú llevas contigo a tu Pueblo, y a mí con él. Me regocijo como el último miembro de esa procesión sagrada, el Benjamín entre las tribus de Israel.

“Aparece tu cortejo. Oh Dios,
el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario.
Al frente marchan los cantores;
los últimos los tocadores de arpa;
en medio, las muchachas van tocando panderos.

¡En el bullicio de la fiesta bendecid a Dios,
al Señor, estirpe de Israel!
Va delante Benjamín, el más pequeño,
los príncipes de Judá con sus tropeles,
los príncipes de Zabulón, los príncipes de Neftalí.”

Ese es mi gozo, Señor, y esa es mi protección: andar en compañía de tu Pueblo. Sentirme uno con tu Pueblo, luchar en sus batallas, llorar en sus derrotas y alegrarme en la victoria. Tú eres mi Dios, porque yo pertenezco a tu Pueblo. No soy un viajero solitario, no soy peregrino aislado. Formo parte de un Pueblo que marcha junto, unido por una fe, un jefe y un destino. Conozco su historia y canto sus canciones. Vivo sus tradiciones y me aferro a sus esperanzas. Y como signo diario y vínculo práctico de mi unión con tu Pueblo, renuevo y refuerzo la amistad en oración y trabajo con el grupo con el que vivo en comunidad en tu nombre. Célula de tu Cuerpo e imagen de tu Iglesia. Son los compañeros que tú me has dado, y con ellos vivo y trabajo, me muevo y me esfuerzo, trabajo y descanso en la intimidad de una familia que refleja en humilde miniatura la universalidad de toda la familia humana de la que tú eres Padre.

“Oh Dios, despliega tu poder;
tu poder, oh Dios, que actúa a favor nuestro.
A tu templo de Jerusalén
traigan los reyes su tributo.”

En cierto modo, en fe y en esperanza, ya hemos llegado al fin del viaje. Ya estamos en Jerusalén, estamos en tu Templo, estamos en tu Iglesia. “Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría.” La alegría de saber que tenemos ya prenda de lo que seremos para siempre en plenitud perfecta. La alegría de un viaje que lleva ya en su comienzo el anticipo de la llegada. La alegría del viajero unida a la satisfacción del residente. Somos a un tiempo peregrinos y ciudadanos, estamos en camino y hemos llegado, reclamamos tanto el Sinaí como Sión por herencia. Contigo a nuestro lado, peregrinamos con alegría y llegamos con gloria.

“Bendito sea el Señor cada día:

Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación.”
Meditación

Ranas y príncipes

“Nacemos príncipes,
Y la civilización nos hace ranas.”
(Eric Berne)

El cuento de hadas en versión moderna. Somos príncipes por nacimiento, por sangre, por herencia, por naturaleza. Somos libres para pensar y valientes para amar, somos espontáneos, traviesos, alegres como los hijos del rey que retozan por las salas de palacio haciendo resonar las bóvedas solemnes con los aullidos de la infancia. El palacio es nuestro y la creación es nuestra como hijos del Padre que todo lo ha hecho. Somos cada uno distinto con el toque de artista que nos dio la vida en expresión irrepetible de la faceta suya que Dios encarnó en cada uno. Príncipes y princesas del reino que se abre a la eternidad.

Pero la maldición del hada envidiosa nos convierte en ranas. La maldición es la civilización. La etiqueta, la burocracia, la informática. El modelo, la expectativa y el trámite. La cola de rigor en la ventanilla de turno. Los impresos y el sello y la póliza. Todos acabamos siendo una carpeta en un archivo, un disquete en un ordenador. Sigue la moda y obedece a la multitud. Haz lo que todos hacen y habla como todos hablan. Todos igualitos. Todos como rana de charca; verdes y con ojos saltones y voz desafinada. De charco en charco y de noche en noche. Cuá, cuá, cuá. Alcurnia real convertida en serenata húmeda. Herencia perdida.

¿Quién será el hada buena que nos devuelva nuestro rostro? ¿Con qué varita mágica nos tocará para que recobremos nuestro ser? ¿Qué encantamiento pronunciará para deshacer el hechizo que nos aprisiona?

No vamos a esperar a que nos toque el turno en las mil y una noches. El despertar nace de dentro. Nos vibra la conciencia y nos bulle la sangre. Nos sabemos distintos y no queremos permanecer en la rutina. Salgámonos de ella. Una noche estrellada en el silencio de los sueños y el secreto de las sombras, recobremos nuestra forma y reclamemos nuestra independencia. No hacen falta revoluciones ni proclamas. Basta con erguirse y sonreír. Sabemos el misterio. Volvemos a ser príncipes. Nos atrevemos a ser distintos, a decir lo que sentimos, a sentir lo que vivimos, a vivir lo que somos. Nos atrevemos a pensar. Nos salimos del molde. Nos saltamos la cuadrícula. Nos escapamos del rodillo. Seremos siempre respetuosos con la sociedad en que vivimos y las personas con quienes tratamos, pero seremos libres, originales, creativos. Seremos príncipes de sangre real, profetas de imaginación, artistas de conducta. Seremos el toque de color en la sociedad computerizada. El ser nosotros mismos en la plenitud de nuestra persona y la ilusión de nuestro vivir es el mejor servicio que podemos hacer a una sociedad uniformada. Esa es la verdadera civilización.
Día 1
Os cuento

Espero esta narración os conmueva como me ha conmovido a mí.

Harry Bernstein, escritor judío nacido en Inglaterra y afincado ahora en Estados Unidos, cuenta como en su pueblo la calle principal que lo recorría de lado a lado por el centro estaba como dividida por una Pared Invisible (que es el título de su autobiografía) ya que en un lado de la larga calle vivían cristianos y en el otro judíos. Y no se mezclaban. El único contacto era que para encender el fuego la víspera del sábado, cosa que los judíos necesitaban pero no podían hacer por estar prohibida cualquier acción el sábado desde la víspera por la tarde, llamaban a una persona cristiana del otro lado de la calle para que se lo encendiera.

Inevitablemente sucedió lo que más pronto o más temprano había de suceder. Una chica judía, Lily, hermana del autor del libro, se enamoró de un chico cristiano, Arthur, y él, de ella. Primero a escondidas. Luego los padres de ambos se enteraron y ambos lo prohibieron. La familia de Lily, aunque pobre, consiguió que unos parientes emigrados a América les enviaran el billete para que Lily fuera allá y se olvidara de Arthur. El billete llegó, pero la víspera del viaje, cuando su madre le estaba haciendo la maleta e iba a meter su mejor vestido, Lily le dijo que no lo metiera, que quería ponérselo de despedida. Luego le pidió a su hermano que la acompañara, fueron a una oficina al otro lado del pueblo donde los esperaba el muchacho, también con su mejor traje. Era la oficina del juzgado, y allí se casaron.

Su hermano volvió para contárselo a su madre. (Su padre estaba siempre borracho y no se enteraba de nada.) Su madre dio un gran grito y comenzó a rasgarse los vestidos. Las vecinas corrieron a calmarla. Luego cerraron las ventanas y pusieron velos negros delante de los espejos como se hace en un funeral. Al casarse su hija con un cristiano había que considerarla como muerta, y comenzaron ya el funeral en casa. Entonces llegaron los nuevos esposos Lily y Arthur. Cuenta Harry, el hermano de Lily:

“Mi hermana vio como estaba mi madre, con la cabeza hundida sobre el pecho, y se quedó sin habla. Se arrodilló ante ella, tomó sus dos manos en las suyas y comenzó a suplicarle: ‘Mamá, ¿qué te pasa? ¿Te sientes mal? Mírame, mamá. Soy Lily, tu hija. No estoy muerta, mamá. No estoy muerta. Mírame, mamá, estoy viva. Me he casado con Arthur y es mi marido. Nos queremos los dos. Y te quiero a ti, mamá. Quiero que seas feliz. Quiero que no estés enfadada conmigo. Háblame. Dime algo. ¡Oh mamá, mamá! Por favor… por favor…’. Y se echó a llorar. Pero lo mismo podía haberle estado hablando a una pared. No había ni un movimiento en la cara de mi madre, ni una señal de reconocimiento, ni siquiera de estar oyendo su voz, de ver a Lily que le estaba pidiendo que la escuchara, que dijera algo, mientras todos los demás estábamos mudos, demasiado asustados y sacudidos como para poder decir o hacer nada. No hubo respuesta de parte de mi madre. Nada en absoluto. Como una piedra. Como si no la hubiera oído. Permaneció en silencio con la cabeza hundida sobre el pecho. Lily siguió implorando hasta que al fin Arthur se inclinó hacia ella, la levantó y se la llevó, y yo podía oír como Lily seguía sollozando hasta en la calle y hasta que la puerta se cerró tras ellos.”

Cuando, la próxima víspera de sábado, su madre le dijo a Harry que llamase a la vecina cristiana del otro lado de la calle que les encendía el fuego, esta se asomó a la puerta y les gritó entre insultos: “¡Encended vosotros vuestro cochino fuego! ¡Malditos judíos! ¿Quién mató a Cristo?” Harry se lo dijo a su madre, y esta iba a salir a liarse a palos con su vecina de enfrente, cuando se acordó de que era ya sábado, y el sábado estaba prohibido reñir. Pero ¿quién les iba a encender el fuego? Al cabo de un rato alguien llamó a la puerta. Era otra vecina cristiana del fin de la calle que había oído los gritos y le dijo a Harry: “Ve y dile a tu madre si quiere que yo os encienda el fuego.” Aceptar su oferta nos ayudaba, pero ¿no era eso también aceptar el matrimonio de Lily? Por otra parte quedarse sin fuego y sin cocinar para el sábado sería un pecado mayor todavía. Su madre encontró la salida: “Yo tengo que salir ahora mismo, pero ella puede entrar a encender el fuego mientras yo no estoy. Y no te olvides de darle el penique que siempre damos por esa tarea.” La vecina entró, encendió el fuego, y rehusó el penique: “Muchas gracias, pero he tenido mucho gusto en hacerlo.”

Harry visita de vez en cuando a su hermana, y pronto se entera de que está embarazada. Un día se encuentra con que ha nacido el niño. “Ya eres tío”, le dice su hermana. Para colmo le dicen que se parece a él cuando era pequeño. Harry vuelve a su casa y le dice a su madre: “Lily ha tenido un niño y se parece a mí.”

“Hubo un gran silencio. Ella estaba en un torbellino de emociones. Su hija a quien había que considerar como muerta había dado a luz a un niño, lo cual quería decir que ella estaba viva. Eso no podía negarse. Y sin embargo su religión le decía que estaba muerta. Yo rompí el silencio y dije: ‘Lily me encargó te dijera que quiere que vayas y veas a tu nieto.’
‘¿De veras dijo eso?’ murmuró mi madre con la garganta atascada como si no pudiera hablar.
‘Sí’, dije.
Entonces ella dijo algo que me sorprendió: ‘Tienes que ir al otro lado de la calle y decirle a los padres de Arthur que ha tenido un niño.’
Fui corriendo. Ya lo sabían, y habían ido a ver a la pareja. Entonces me dijeron que querían tener una fiesta de nacimiento para toda la calle, pero solo si mi madre quería. Volví a casa y se lo dije a mi madre.
Mi madre estuvo un rato largo sin decir nada. Solo me miraba. Estaba totalmente confundida. Un tira y afloja se libraba en su interior entre su religión y su corazón. ¿Cómo podía celebrar el nacimiento con una fiesta cuando se negaba a reconocer que la madre del niño, su propia hija, estaba viva? De repente se decidió. ‘Llévame a ver a Lily y a su bebé.’ Habló abruptamente, como con prisa por pronunciar las palabras antes de cambiar de opinión. Y yo estaba encantado de ir.

Arthur nos recibió con sorpresa y alegría y nos llevó al piso de arriba a ver a Lily. Cuando llegó a la puerta del dormitorio se inclinó hacia dentro y le oímos decir, ‘Lily, tengo una visita para ti y te vas a llevar una alegre sorpresa.’ Se enderezó y se hizo a un lado para dejarnos pasar. Mi madre entró primero. Yo estaba detrás de ella, consciente de la sacudida que iba a recibir Lily. Estaba en la cama, con el bebé en la cuna a su lado. Clavó sus ojos en mi madre, y mi madre en ella. Fue un silencio sin aliento mientras ninguna de las dos sabía qué decir o qué hacer. Al fin Lily gritó: ‘¡Mamá!’ Oí a mi madre romper a llorar, luego se abrazaron las dos y siguieron llorando. Yo seguía de pie, emocionado por todo lo que estaba viendo. Al cabo de un rato, Lily dijo, ‘¿No quieres ver al bebé, mamá?’ Ella se volvió hacia la cuna y sonrió. El bebé estaba despierto y le devolvió la mirada.
Mi madre se rió. ‘Parece que me conoce’, dijo.
‘Claro que sí’, dijo Lily riendo también. ‘¿Quieres cogerlo y tenerlo, mamá?’
‘¿Puedo hacerlo?
‘Claro que sí.’
Lo estaba queriendo hacer hacía rato, era evidente. Se inclinó sobre la cuna, tomó al bebé en sus manos, se lo acercó a la cara, y tenía una expresión en la cara como cuando miraba a un hijo suyo, y era una expresión de mucho amor. Luego preguntó, ‘¿Vais a tener la ceremonia de la circuncisión?’

Lily debía haber estado temiendo la pregunta. Era normal que mi madre lo preguntara. Un niño judío se circuncida en el octavo día, y eso es lo que lo hacía judío. Lily miró ansiosa hacia la puerta donde estaba Arthur apoyado en ella. No había dicho nada hasta ahora, estaba sólo mirando y disfrutando todo. Pero ahora al ver la mirada de Lily se acercó y vino a la ayuda de Lily sonriendo. ‘Mi padre hizo una pregunta parecida. No del todo la misma pero semejante. Quería saber si íbamos a bautizar al niño, eso es cuando el sacerdote derrama agua, que dicen que es bendita, sobre la frente del niño y con ese rito se hace cristiano. Luego suele haber una fiesta.’ ‘Al menos podíamos tener la fiesta’, dijo Lily. ‘Una fiesta para la familia.’

Aquí yo interrumpí. ‘El padre de Arthur me dijo que quería una gran fiesta para toda la calle.’ Arthur dijo, ‘No parece una mala idea. ¿Qué te parece, Lily?’ ‘No estoy muy segura’, dijo Lily dudando. ‘Yo estaba pensando en un pequeña fiesta en privado para nosotros solos. No estoy segura de que toda la gente de la calle querrá venir.’ Arthur contestó, ‘Yo no me preocuparía por eso. Ya verás como vendrán. Y no habría mejor manera de hacer que se juntasen los dos lados de la calle de una vez. Cuando más pienso en la idea, más me gusta. ¿Qué te parece, mamá?’ Mi madre habló despacio y sin mirarme a mí. ‘Si no podemos tener una circuncisión, mi imagino que podemos conformarnos con una fiesta.’ Y eso lo selló.

Pronto se vio a la gente de todas las casas de la calle de rodillas en el suelo con cubos de agua y piedras de arenisca de colores para rozarlas sobre el suelo y decorar el pavimento delante de sus hogares hasta que, al final de la tarea, las dos aceras parecían dos arco iris con todos aquellos colores a ambos lados de la calle desde un extremo a otro. Toda la gente de toda la calle andaba excitada. A ver como entre todos adornábamos la calle para la gran fiesta del domingo. Todos iban a venir. Nadie lo cuestionó, y todos contribuyeron a la tarea, unos con decoraciones, otros preparando platos especiales en la cocina, otros haciendo tartas y pasteles, cada uno haciendo lo que podía desde su familia. Los padres de Arthur se encargarían de la cerveza, y mi madre vaciaría su pequeña tienda de fruta que era lo único que podía ofrecer.

El tiempo era perfecto. El sol lucía desde la mañana y el cielo estaba azul oscuro. Era el cielo de los domingos, desde luego, cuando las fábricas estaban cerradas y no salía humo de sus chimeneas. Y como era a principios de mayo, el aire era suave y templado. No podía haber sido un día mejor, y sin embargo noté que algunos todavía no salían a la calle, y que cuando salían seguía cada uno con su grupo, los judíos a un lado de las mesas unidas que ocupaban el centro de la calle de un extremo a otro, y los cristianos al otro lado.

Entonces de repente se oyó el ruido de las herraduras de un caballo sobre los adoquines, y todas las cabezas se volvieron hacia allí. Todos prorrumpieron en un grito porque eran Lily y Arthur que llegaban con el niño. Todos corrieron hacia ellos. Solo hubo un momento algo violento cuando Arthur y Lily bajaron del coche. Ella llevaba al bebé en sus brazos, y tanto mi madre como la madre de Arthur extendieron sus brazos para cogerlo. Lily, de pie sobre el estribo, no sabía a quién dárselo. La madre de Arthur resolvió el dilema tomando ella al niño y dándoselo a mi madre con una sonrisa.

Los chiquillos se divertían en grande, corrían por toda la calle alrededor de las mesas, gritaban y saltaban, luchaban unos con otros, judíos y cristianos jugaban juntos por primera vez en la historia de la calle. El gramófono seguía haciéndose oír por encima del ruido, y llegó una tonada que hizo que todo el mundo se levantara y empezara a hacer gestos de baile. El baile fue en aumento, y también las bebidas.

La vecina que se había negado a encendernos el fuego del sábado se acercó a mi madre, y hubo un momento de expectativa cuando todos la vieron acercarse porque se acordaban del choque de pocos días antes. Pero cuando llegó a mi madre le dijo: ‘Mi buena amiga, cuando quieras que os encienda el fuego del sábado envíame a Harry que me avise y vendré enseguida. Te lo prometo. Y otra cosa. Vosotros no matasteis a Jesucristo, y si alguien lo dice, miente.’ Esto aumentó la satisfacción que mi madre sentía todo aquel día. No solo se habían reconciliado y juntado los dos lados de la calle en una unión que duraría en adelante, sino que Lily había vuelto a su vida, y eso era lo principal para ella.

Poco a poco se hizo silencio en la calle. Los últimos de los hombres se habían retirado. La última puerta se había cerrado. Las luces en las casas se habían apagado y la calle quedó a oscuras excepto por la luz verde de la farola de gas en la esquina de arriba. Todo estaba callado en casa, y enseguida me dormí.”

(Harry Bernstein, The Invisible Wall, Arrow Books, London 2007, p. 288 ff.)

Me contáis

Alguien me ha contado que su mujer le había sido infiel, y en consecuencia estaba pensando en separarse. Tenía pruebas. Antes de dar el último paso, quería mi consejo. El mismo tono de su carta a mí, duro, autoritativo, auto-justificante y radicalmente condenatorio al referir el incidente, me recordó lo que siempre es verdad y podría haberlo sido especialmente en este caso. En el enfriamiento entre dos personas siempre tienen parte las dos. La ofensa más aparente puede haber sido de una, pero la menos aparente de falta de cuidado, cariño, atención, delicadeza, interés, esfuerzo por agradar y hacer feliz a la otra persona, falta menos aguda pero más extendida, puede haber comenzado por la otra. Por eso, antes que condenar la falta evidente de una, hay que examinar realistamente la conducta más diluida de la otra. También hay maridos que no saben valorar a sus mujeres, y no les consagran todo el tiempo y la atención que se merecen. Y no se dan cuenta. Y eso crea un clima que lleva al incidente lamentable. Eso no justifica el fallo de la mujer, pero sí responsabiliza también al marido. Algo así podía haber sucedido en este caso, ya que su misma carta a mí parecía más una justificación del paso que iba a tomar que una sincera petición de consejo. Y en todo caso la indicación de examinar su propia conducta era un buen enfoque para una posible reconciliación. ¿En qué he fallado yo que se te ha ocurrido ir con otro? Se lo escribí al marido en mi respuesta con toda la delicadeza que pude.

Se enfadó, desde luego. Lo tomó a ofensa. Me contestó una carta orgullosa e insultante. ¿Quién me creía yo que era él? Él no había hecho más que portarse debidamente y ejemplarmente con su mujer en todo, y ella le había fallado pasando una noche con otro hombre sin provocación alguna por parte del ofendido marido. Se indignó conmigo y no volvió a escribirme.

Sospecho que mi sospecha tenía razón de ser. Me gustaría oír a su mujer. El fallo en una relación entre dos siempre es cosa de dos.

Salmo

Salmo 69 – ¡No tardes!

Sé que existe la virtud de esperar, Señor, pero también sé que hay ratos en la vida en los que la espera no es posible, la urgencia del deseo se impone a toda paciencia y pide a gritos tu ayuda y tu presencia. Mi capacidad de aguante es limitada, Señor, muy limitada. Respeto, desde luego, tus horarios secretos, y adoro tu divina voluntad; pero ardo en impaciencia, Señor, y es inútil que trate de ocultar la vehemencia del deseo con el velo de la conformidad. Sé que estás aquí, que puedes hacerlo, que has de actuar… y no puedo soportar el retraso de tu intervención cuando profeso creer en la prontitud de tu amor.

“Dios mío, dígnate librarme;
Señor, date prisa en socorrerme.”

Me doy cuenta de que los días se acortan cuando llega el invierno. Al llegar el invierno de la vida, mis días son también cada vez más cortos, y me da miedo pensar que mi vida puede desvanecerse antes de que yo logre lo que quiero lograr y llegue a donde quiero llegar, antes de que llegue hasta ti y logre la plenitud en tu presencia. El miedo que me enfría los huesos es el pensar que pronto puede ser ya muy tarde, que cuando despierte puedo haber perdido para siempre la oportunidad, que mi vida puede quedar sin lograrse y mis ideales sin conquistar. Sí, desde luego, confío que en tu misericordia no me rechazarás; pero temo que la plenitud de la vida, los sueños de mi fe, los deseos de mi corazón, queden sin cumplirse en la breve existencia que me ha tocado. Por eso suplico: date prisa, Señor; ¡no tardes!

¿No he esperado ya bastante? ¿No has contado los largos años de mi formación, mis estudios, mis oraciones, mis vigilias, las horas que he pasado en tu presencia, la vida que he gastado en tu servicio? ¿No basta con todo eso? ¿Qué más he de hacer para conseguir tu gracia y cambiar mi vida? Siempre las mismas debilidades, los mismos defectos, el mismo genio, las mismas pasiones. ¡Ya me he aguantado bastante a mí mismo! Quiero cambiar, quiero ser una persona nueva, quiero darte gusto a ti y hacer la vida agradable a los que viven conmigo. No espero milagros, pero sí pido una mejoría.

Quiero sentir tu influencia, tu poder, tu gracia y tu amor. Quiero ser testigo en mi propia vida de la presencia redentora que mi fe adora en ti. Quiero hacerlo bien, quiero ser cariñoso, quiero ser fiel contigo y amable con todos. A pesar de todas mis limitaciones, que reconozco, quiero ser leal y sincero. Y para eso necesito tu ayuda, tu gracia y tu bendición.

“Yo soy un pobre inútil:
Dios mío, socórreme, que tú eres mi auxilio y mi liberación.
¡Señor, no tardes!”

Meditación

Gorjeos de golondrinas

“Al entrar en el Salón de la Rectitud
el Maestro Geisha (siglo nueve)
escuchó los gorjeos de las golondrinas, y dijo:
‘Están hablando de la Realidad de las Cosas;
están exponiendo la Esencia de la Rectitud’.”

Dicen que algunos de sus monjes no le entendieron. San Francisco de Asís le hubiera entendido. Él predicó a los pájaros y por eso sabría que los pájaros también pueden predicar. Son buenos predicadores. Proclaman la alegría con la melodía de sus trinos. Despiertan el aire con su anuncio del amanecer. Dan vida a la naturaleza con las carreras de sus alas. Hacen sencillamente lo que están creados para hacer, y, al hacerlo, nos recuerdan que si todos nosotros hiciéramos también lo que estamos creados para hacer, si pensásemos, hablásemos y obrásemos como nuestra naturaleza, nuestro origen y destino nos lo piden, este mundo sería un lugar más feliz, como lo son los cielos con los pájaros y sus trinos.

Esa es la Esencia de la Rectitud: que sepamos cuál es nuestro lugar en la creación y obremos en consecuencia. En cada momento y en cada sitio. Que sepamos el alcance de nuestras gargantas, y ajustemos a ellas el tono de nuestros trinos. Esa es la Realidad de las Cosas. Las golondrinas lo saben tan bien que lo proclaman sin cesar con la fidelidad de su canto en cada una de sus notas. Saben dónde encajan en la naturaleza. Conocen su sitio. Hacen su papel. Y al hacerlo nos dan su ejemplo y nos enseñan la lección de la obediencia a nuestra misión de humanos como ellas llevan a cabo la suya de pájaros. Lección de vida en amplitud de cielos.

Yo imagino que el Maestro Geisha había preparado bien su sermón para aquel día. Había escogido sus pasajes de las escrituras, sus citas de los sabios y los santos, sus reflexiones, exhortaciones y consideraciones. Se habría pensado bien todo lo que iba a decir, habría condensado el resumen y repasado las frases clave para el efecto final. Pero al entrar en la sala, todo cambió. Tuvo el acierto y la espontaneidad de escuchar las golondrinas Esa es la gran libertad de alma de la persona iluminada que, al pensar sus propios pensamientos, sabe también escuchar a los pájaros y puede cambiar en un instante sus doctas explicaciones por los trinos de las golondrinas. Es la frescura del amanecer, el despertar de los sentidos, la unidad de toda la creación.

El secreto de la vida es trabajar fuerte en preparar el sermón, y luego estar dispuesto a cambiarlo en el momento dado por los trinos de las golondrinas. Esforzarse de lleno y saber relajarse. Tener pensamientos originales y estar preparado a aprender de los demás. Concentrarse en la propia mente y al mismo tiempo escuchar a los pájaros. En cualquier trabajo y ante cualquier deber, me emplearé a fondo ante todo, y estudiaré y planearé y profundizaré y ensayaré; y luego me dejaré libre a mí mismo para responder al reto del momento con la inspiración que brinda el instante. La difícil espontaneidad que solo llega tras la preparación cuidadosa.

La pena es que recorremos la vida sin escuchar las golondrinas. Trabajamos y sudamos y obedecemos órdenes y seguimos modelos. Somos eficientes, perseverantes, exigentes con nuestro trabajo y nuestros resultados. Respondemos a la expectativa de la sociedad y a las exigencias de nuestra conciencia. Pero nos perdemos los trinos de las golondrinas. No es extraño que nuestros sermones sean aburridos y nuestra vida, rutina. La próxima vez que entremos en el Salón de la Rectitud haremos bien en mirar hacia arriba y ver los pájaros y escuchar su canto. Nos saldrá mejor el sermón. Y mejor la vida.

 

Día 15
Os cuento

¡Ábreme despacito!

Voy abriendo el correo diario con esa mezcla de curiosidad y aburrimiento que acompaña la rutina expectante y repetida del comienzo del trabajo del día. El montón de cartas que ha traído el cartero en su ronda diaria. Están ahora apiñadas en la mesa enfrente de mí esperando ser leídas y requiriendo ser contestadas. Una carta de un amigo, una de alguien desconocido, una carta de agradecimiento, una invitación, un impreso de publicidad, una tarjeta. Y en medio de todas ellas, un sobre algo diferente por el suave tinte de su color y el tacto elegante en su relieve que anuncia un toque especial en la misiva. Delante lleva solo mi dirección. Correcta. Residencia de la Universidad de san Javier, 380009 Ahmedabad, y con el título de ‘padre’ ante mi nombre. No está el nombre del remitente en el ángulo izquierdo. Le doy la vuelta ya que a veces el remitente viene en la parte de atrás. Allí está. Pero no es precisamente la dirección de nadie. Es una frase con una sencilla petición. Dice: ‘¡Ábreme despacito, por favor!’

No puedo menos de sonreírme. ¿Quién la habrá enviado? Desde luego no un hombre. Eso solo lo puede haber escrito la mano de una mujer. ¿Cuál era su intención, su significado, su desafío, su travesura? Tendré que averiguarlo enseguida. Abro el sobre con dedos inquietos, despacito desde luego, aunque no tan despacito pues una cierta impaciencia acelera a mis dedos, busco dentro, saco la carta, la despliego ante la vista. Está escrita a mano, letra bonita, dos páginas, un nombre al final. No lo conozco. Comienzo a leer. Y las sorpresas se suceden. Así es como comienza:

*

‘Mi muy querido y algo bruto padre:’

¡Vaya manera de empezar! Me han llamado querido, estimado, respetado, hasta adorado, pero nunca bruto. Por lo menos no al comienzo de una carta. Quizá yo lo sea un poco, claro. Algo recio e impaciente a veces. Incluso bruto quizá. Sobre todo si se suaviza con eso de ‘algo’. Pero no esperaba semejante tratamiento de un corresponsal desconocido al comienzo de una carta. Tengo que seguir leyendo.

‘He recibido su respuesta a mi primera carta. Gracias. A vuelta de correo. Justo como lo haría usted. Su correo diario. Su primera tarea en su oficina. Carta que viene, carta que va. Como una máquina. Carta, respuesta, papelera. Otra carta, otra respuesta, otra vez a la papelera. A eso lo llaman ejecutivo de mesa limpia. Muy eficiente. Y muy estúpido. ¿No cae usted en la cuenta de que una respuesta tan inmediata como esa no tiene ningún valor? ¡Cuánto esperé yo y dudé yo antes de escribirle a usted! ¿Me atrevo, no me atrevo, le escribo, no le escribo, envío la carta, no la envío…? ¡Cuántos borradores rompí, volví a escribir, volví a romper, volví a escribir! Por fin me animé, escribí por última vez el texto, lo copié en papel especial que compré para esta ocasión, puse la dirección en el sobre de relieve, le pegué el sello (y seguro que usted no ha notado que era el sello que acaba de salir en memoria de san Tukaram que yo escogí para usted), y por fin eché la carta al correo después de tantos días y tantos intentos y tantas dudas, y me senté a esperar la larga espera.

Y al día siguiente, ¡su respuesta! Muy educada, desde luego, muy digna, muy formal. Y muy estúpida. ¿No ve usted que una respuesta inmediata como la suya a la velocidad del relámpago no tiene valor alguno? Usted debería haberme hecho esperar, dudar, sufrir, desesperar. ¿Habrá recibido la carta, la habrá leído, le habrá gustado, me contestará, recibiré la respuesta, qué me dirá…? Debería haberme tenido deseando, ansiando, dudando, agonizando días y días. Por fin, al cabo de una o dos semanas vendría el cartero, se pararía enfrente de mi casa, gritaría mi nombre, y yo saltaría de mi silla, correría a la puerta, agarraría la carta, volvería a mi cuarto, me aseguraría de que nadie me veía, y la leería una y otra vez y la atesoraría para siempre. Pero, no. Su reacción fue automática. Como un robot. Carta que viene, carta que va. Yo le escribo hoy y recibo su respuesta mañana. Como todos los demás en el montón de cartas que habrá usted recibido el día de hoy. El eficiente ejecutivo. Será usted muy inteligente en otras cosas, o al menos eso es lo que dice la gente, pero en esta usted es estúpido. Usted no sabe como tratar con la gente. Al menos con mujeres, no.

Usted no me ha visto nunca, desde luego. O más bien sí que me ha visto pero no sabía que era yo. El otro día en la charla que dio usted en el salón del ayuntamiento yo estaba sentada en la primera fila justo en la mitad a su izquierda mirándole a usted todo el rato y sonriéndole. Así es que yo sí que le he visto a usted. Pero usted no me ha visto a mí. Usted me dice en su respuesta que si quiero puedo ir a verlo cuando quiera en su oficina en la universidad. Pero ¿y si no quiero? Por ahora, al menos, no. Yo soy muy tímida y le tengo algo de miedo. Usted es un personaje. Y no es que no quiera que me vea. Soy bien guapa. Pero tampoco le envío mi foto. Prefiero que se imagine mi cara. Espero sea usted buen pintor.’

Increíble muchacha. Y encima dice que es tímida. Menos mal, me digo a mí mismo. Encantos de mujer.

‘Claro que usted puede venir a mi casa si quiere. Tiene mi dirección al final de esta carta y mi casa está cerca de su universidad. Si usted viene y llama a la puerta, yo saldré a abrirle. Usted preguntará por Sonali, y yo le diré que sí que vive aquí pero no está en casa. Y usted tendrá que volverse por donde ha venido. Claro que me he leído todos sus libros y que sigo su columna en el periódico de los domingos todas las semanas y seguiré haciéndolo. Y ya veremos lo que va pasando. Por ahora eso es lo que quiero. Soy estudiante pero no en su universidad. No soy alumna suya, sino solamente una de sus lectoras y lectores entre los muchos que tiene. Solo que yo siento que todo lo que usted escribe me lo escribe solo para mí. Aunque también me imagino que muchos otros sienten lo mismo. No importa. Yo le escribiré de vez en cuando y le contaré lo que me pasa, y usted puede hacer lo mismo si le apetece.

Eso es todo por hoy.’

*

Esa era la carta. Comprendí porqué me había advertido que la abriera despacito. Llevaba muchos sentimientos delicados dentro. Ahora era a mí a quien me tocaba leerla una y otra vez admirado y emocionado. Fue el comienzo de una larga correspondencia. Nos escribimos durante años a intervalos siempre irregulares y nunca a vuelta de correo. Yo caí en la cuenta de que ella tenía razón, y que una respuesta diferida tiene más valor que una apresurada, pues me hace pensar en la otra persona de carta en carta, me deja a mí el escoger el tiempo, mi carta deja de ser una ‘respuesta’ y se hace un escrito independiente de mi propia iniciativa y a mi tiempo, lo cual da vida y frescura a la correspondencia. Ya no es una carta ‘respondiendo’ a la otra, sino que ambos corresponsales escogen libremente su tiempo y su humor. Eso es amistad por carta. Me lo enseñó aquella atrevida muchacha.

Acabó la carrera y poco después me escribió que se iba a casar. No me dio detalles. Le felicité y le mandé mis mejores oraciones y bendiciones para su matrimonio. No volvió a escribirme. Al casarse iría a vivir a casa de su marido y no me había dado la nueva dirección. Adivino el motivo, estando en la India. En casa de su marido ella estaría tradicionalmente sometida a la madre de éste, es decir a su suegra, que también tradicionalmente ejercería dominio absoluto sobre su nuera, y en consecuencia vigilaría celosamente su correspondencia y sentiría envidia ante sus cartas a mí y mis cartas a ella, ya que yo era una persona conocida y las suegras están siempre celosas de sus nueras. Por eso ella oportunamente optó por la paz en su hogar. Yo la he recordado siempre a ratos con gratitud y cariño, y estoy seguro de que ella me recuerda también a ratos con alegría y travesura, y quizá incluso me escribe cartas en su mente para que yo las abra despacito. Yo, escritor que soy, cumplo con mi oficio y escribo aquí la historia de este capítulo femeninamente bello de mi vida tal y como fue. A ella nunca la vi.

*

En esta mi última visita a la India y a Ahmedabad el mes pasado después de muchos años sí se me ocurrió la fantasía de que como el programa de mis actos en la ciudad se había publicado de antemano en los periódicos, ella se habría enterado y vendría a la recepción ciudadana que me hicieron allí, se acercaría a mí, me saludaría con las manos juntas y una inclinación de cabeza, me miraría directamente a los ojos y me diría en su estilo alegre y juguetón: ‘Yo soy Sonali’. Y los dos nos reiríamos de todo corazón. Pero ella no vino.

Aunque, ¿quién sabe? Quizá aquella mujer que estuvo sentada en la primera fila justo en la mitad a mi izquierda durante mi charla el otro día en la recepción ciudadana en el salón del ayuntamiento en Ahmedabad mirándome todo el rato y sonriendo pícaramente era Sonali. Nunca lo sabré.

Sí sé que debería haber escrito al comienzo de este artículo: ‘¡Léeme despacito, por favor!’ Lleva muchos sentimientos delicados dentro.

Me contáis

Buenos días Padre Carlos, soy Francisco Herrera de la hermosa ciudad de Cancún en México, le he escrito un par de ocasiones y aunque casi no lo hago, cuando me da tiempo acceso a su pagina en la cual me gusta sentirlo en contacto, les comparto esta bella historia que leí en un libro que alguien dejo aquí en el trabajo olvidado:

CASA EN VENTA. El señor y la señora Martínez padecían de esa enfermedad tan común de no estar a gusto en ninguna parte. Su casa era una encantadora finca, pero que les iba pareciendo tan fea como una cárcel. Por lo que se dirigieron a una agencia de inmuebles para que les halara comprador, mientras ellos andaban en busca de otra que les gustara. Un día encontraron este anuncio: ‘Se vende. Linda casa, cerca de un hermoso río, con vista panorámica sobre la ciudad, ideal para el descanso, buen precio. Aproveche.’

         – Eso es lo que nos hace falta! Vamos enseguida a comprarla!

Fueron a la agencia de venta para adquirirla y hallaron que se trataba de su propia casa.

         – De verdad que es nuestra casita. ¡Y la íbamos a vender!Chesterton escribió la historia del hombre que se harta de su propio país, se embarca en busca de otro, llega a muchos, da vueltas al mundo, llega a un país que le convence y donde se queda… solo para descubrir que era su propio país de donde había salido. Por lo visto nos pasa a muchos.

Salmo

Salmo 71 – Justicia para los oprimidos

La oración de Israel por su rey era una oración por la justicia, por el juicio imparcial y por la defensa de los oprimidos. Mi oración por el gobierno de mi país y por los gobiernos de todo el mundo es también una oración por la justicia, la igualdad y la liberación.

“Dios mío, confía tu juicio al rey,
tu justicia al hijo de reyes:
para que rija a tu pueblo con justicia,
a tus humildes con rectitud.

Que los montes traigan paz,
y los collados justicia.
Que él defienda a los humildes del pueblo,
socorra a los hijos del pobre
y quebrante al explotador.”

Rezo, y quiero trabajar con toda mi alma, por estructuras justas, por la conciencia social, por el sentir humano entre hombre y hombre y, en consecuencia, entre grupo y grupo, entre clase y clase, entre nación y nación. Pido que la realidad desnuda de la pobreza actual se levante en la conciencia de todo hombre y de toda organización para que los corazones de los hombres y los poderes de las naciones reconozcan su responsabilidad moral y se entreguen a una acción eficaz para llevar el pan a todas las bocas, refugio a todas las familias y dignidad y respeto a toda persona en el mundo de hoy.

Al rezar por los demás, rezo por mí mismo, es decir, despierto y traduzco a mi situación lo que he pedido para los demás en la oración. Yo no soy rey, los destinos de las naciones no dependen de mis labios y no los puedo cambiar con una orden o con una firma. Pero soy hombre, soy miembro de la sociedad, soy célula en el cuerpo de la raza humana, y las vibraciones de mi pensar y de mi sentir recorren los nervios que activan el cuerpo entero para que entienda y actúe y lleve la redención al mundo. Para mí pido y deseo sentir tan al vivo la necesidad de reforma que mis pensamientos y mis palabras y el fuego de mi mirada y el eco de mis pisadas despierte en otros el mismo celo y la misma urgencia para borrar la desigualdad e implantar la justicia. Es tarea de todos, y por eso mismo tarea mía que he de comunicar a los demás con mi propia convicción y entusiasmo, para lograr entre todos lo que todos deseamos.

Israel seguirá rezando por su rey:

“Porque él librará el pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres;
él rescatará sus vidas de la violencia,
su sangre será preciosa a sus ojos.”

Y el Señor bendecirá a su rey y a su pueblo:

“Que dure tanto como el sol,
como la luna de edad en edad;
que baje como lluvia sobre el césped,
como llovizna que empapa la tierra;
que en sus días florezcan la justicia y la paz
hasta que falte la luna;
que domine de mar a mar,
del Gran Río al confín de la tierra.”

Que reine la justicia en la tierra.

Meditación

El cuervo y la perdiz

Cita del ‘Calila e Dimna’ en versión y ortografía originales:

‘Dizen que un cuervo vio andar una perdiz
et pagóse mucho de su andamiento,
et ovo esperança de lo aprender
et non pudo.
Et quando se fue,
que non pudo aprender,
quiso tomar a su andar que era de primero
et non pudo,
que se le avía olvidado.’

Las imitaciones nunca resultaron. Deja de ser uno lo que es, y no llega a ser lo que quiso ser. Pierde su originalidad y no le resulta lo prestado. Ni cuervo ni perdiz. Ya no sabe cómo andar. Se queda con la vergüenza de haber rechazado su manera propia, y con la frustración de no haber aprendido la ajena. No puede seguir la ajena porque no la sabe, ni la propia porque la ha repudiado. Ya nunca andará a gusto en toda su vida. En mala hora se fijó el cuervo en la perdiz.

Andares del alma. Tentación de imitar. Invitaciones a la sumisión. Promesas de andar como perdiz. Al cuervo le atrae, comienza las lecciones, imita el paso, pero al cabo del tiempo se desanima porque ve por experiencia que aquellos modales no le van. No puede volver a ser lo de antes, pues había salido públicamente de su postura, y no consigue adoptar la nueva porque no la ha dominado ni la dominará nunca. Y le queda ese andar incierto, desmañado, torpe de quien quiere ser algo y no lo ha logrado, y lleva a medias en su vida las pautas que sin lograrlo del todo ha querido aprender.

La parábola vuelve, en su brevedad didáctica, al principio fundamental de todas las sabidurías populares, y es que cada cosa ha de ser lo que es, cada ser ha de actuar según su naturaleza, cada persona ha de obrar según su carácter. Querer cambiar su propio carácter es destruirse. No ya andares y movimientos, sino pensares y sentimientos. Si soy cuervo he de andar como cuervo y graznar como cuervo, y no me importe tener andares patosos y color negro y voz áspera. Ni presumo ni me avergüenzo. Soy cuervo de nacimiento y a mucha honra.

En el campo los cuervos siguen andando como cuervos y las perdices como perdices. Han aprendido la lección del cuervo insatisfecho. En las ciudades los hombre y mujeres siguen imitando andares, vestidos, modas, teorías, posturas de cuerpo y de mente. Y hay que ver el porte que nos llevamos. La última frase de la parábola es trágica. Cuando el cuervo quiso volver a su andar natural, se había olvidado. Que no nos alejemos tanto de nosotros mismos que lleguemos a olvidarnos nunca de lo que en realidad somos. Que no se nos haga demasiado tarde.
Día 1
Os cuento

Un miembro atípico de las SS

[Este es el episodio central del libro ‘Un seminarista en las SS’ del padre Gereon Goldman. Él era entonces un seminarista franciscano que tenía 25 años y había hecho los estudios de filosofía pero le faltaban los cuatro años de teología para poder ordenarse sacerdote cuando le tocó entrar en el ejército alemán al comenzar la guerra y ser reclutado por las SS junto con otros seminaristas, ya que eran gente educada e inteligente, y las SS escogían lo mejor para sus filas. El mismo Himmler les dio personalmente facilidades para que aceptaran. Cuando le destinaron al frente ruso para la batalla de Leningrado fue a despedirse de su familia (pocos alemanes se salvaron de aquella batalla), y aquí empieza el relato:]

‘Pasaba por Lindenstrasse cuando, de repente, me encontré frente al convento de las Hermanas en cuya capilla, diecinueve años antes, había ayudado a Misa por primera vez. Cuando estaba de rodillas rezando delante del altar, una menuda y envejecida Hermana se acercó a mí. Era la Hermana Solana May, la sacristana que me había enseñado a ayudar a Misa y me reconoció enseguida.

Me preguntó a bocajarro: “¿Rezas devotamente?”
Aunque, a primera vista, era una curiosa pregunta para un soldado, repliqué: “Usted sabe cómo rezaba yo en esta capilla, Hermana.”
“Y ¿rezas para ser ordenado sacerdote el año próximo?”, insistió.
“¿Yo, Hermana? ¿El año próximo? ¡Eso es imposible!”
Me preguntó amablemente: “¿Por qué es imposible, hijo mío?”
“¡Todavía no he estudiado teología! Antes de ser ordenado me esperan por lo menos cuatro años en el seminario después de la guerra… si llego con vida”.
Me miró sonriendo dulce y confiadamente. “No te preocupes. El año que viene serás ordenado sacerdote.”
Algo me decía que estaba diciendo insensateces, y le pregunté como había llegado a semejante conclusión. Ante mi asombro sacó un libro de un cajón y me lo dio para que lo examinara. Allí estaba escrito que el día de la muerte de mi madre había empezado a rezar por mí, para que fuera sacerdote en cuanto tuviera la edad. Había rezado con su comunidad a nuestro Señor y se había sacrificado durante diecinueve años con el fin de que yo llegara a ser sacerdote en la Orden Franciscana. Y había rogado a las otras Hermanas –eran 280– que se unieran a ellas, y las Hermanas prometieron hacerlo así. Pedía a muchas hermanas, ya fallecidas, que, ahora que estaban en el Cielo, recordaran a aquel monaguillo. Luego me dijo: “Ya que la Sagrada Escritura asegura que serán oídas todas nuestras plegarias, no hay duda de que el próximo año serás sacerdote.”
Yo le contesté: “Todavía existe una ley en la Iglesia que dice que nadie puede ser ordenado sacerdote si no ha estudiado teología, y las oraciones más fervorosas, querida hermana, no pueden cambiar eso.”
Me preguntó: “¿Quién ha hecho esas leyes?”
“Bueno, el papa.”
Entonces se echó a reír alegremente: “La cosa es muy sencilla. El papa que ha hecho las leyes, puede también dispensar de ellas.”
“Yo no he estudiado, y yo no estoy en Roma.”
“Pues tendrás que ir a Roma. Hoy empezaré a rezar para que veas al papa en Roma. Entonces le podrás pedir resueltamente tu ordenación.”
Me quedé sin palabras ante aquella loca confianza y saqué del bolsillo la orden de partir hacia Rusia al día siguiente. Dije: “Mañana me pondré en camino hacia Rusia, mañana por la mañana temprano. El papa no vive allí, Hermana.”
Ella añadió: “Necesitas la ayuda de la Madre de Dios, la Madre de todos los sacerdotes. Y así, primero harás una peregrinación a Lourdes y le pedirás su ayuda. Todo saldrá bien.”

El día siguiente a las ocho en punto de la mañana llegué a la estación de ferrocarril con los doscientos soldados a mis órdenes. Subimos al tren que salía a las 9:10. Cinco minutos antes bajé del vagón para comprobar que todo estaba en orden. De repente se acercó a toda velocidad un automóvil con un oficial, un soldado con su arma, y un sargento de uniforme. El oficial me preguntó mi nombre y me dijo fríamente: “Está usted arrestado”, y dirigiéndose al sargento: “Hágase cargo de él.” Le entregué los papeles de mi comandancia y subí al auto con el soldado armado a mi espalda. Me llevaron a la cárcel. Comencé a pensar que mi asociación con el grupo que pretendía asesinar al Führer había sido descubierta. Estuve tres días en la cárcel. Al tercer día llegó un mensaje desde Berlín. El comandante lo abrió en mi presencia. Ante mi sorpresa vi que iba a ser trasladado inmediatamente al sur de Francia. “¿Dónde?”, pregunté. “A Pau”, replicó. “¿Conoce usted Lourdes? Está muy cerca.” No fui a Rusia y sí fui a Lourdes. La fe de la Hermana Solana quedaba justificada.De Pau, desde donde visité Lourdes, fui enviado a Italia y llegué a Roma. Allí fui a la embajada alemana donde tenía un encargo secreto para uno de los oficiales que participaba en la conspiración para asesinar a Hitler, Herr von Kessel. Yo era enlace de comunicación entre ellos, pronuncié la contraseña ante él y repetí tres veces palabra por palabra el encargo que se me había dado para él pues nada se podía poner por escrito. Herr von Kessel me dijo: “Ha prestado un gran servicio a la causa. ¿Puedo hacer algo por usted?” Le dije que quería ver al papa. Me dijo era imposible, pero yo insistí, él se puso al teléfono y al cabo de varias llamadas me dio la hora en que debía presentarme en el Vaticano. Me recibió un monseñor que me preguntó qué le iba a decir yo al papa. Le contesté que le iba a pedir permiso para ordenarme sacerdote.

– ¿Ha terminado usted los estudios del seminario con éxito?
– No. Los acabaré después de la guerra.
– Entonces es totalmente imposible.
– Eso lo tiene que decir el papa, no usted.
– Le prohíbo que le mencione eso al papa.
– Soy soldado y si es necesario veré al Santo Padre por la fuerza y armaré un escándalo.
– Bueno, pase, pero no mencione la ordenación.

Hablé con el papa, que era Pío XII, del trabajo de los capellanes en el ejército. Luego al fin le dije:

– Le suplico humildemente que me admita al sacerdocio para poder confesar a soldados y prisioneros.
– ¿Tienes certificado de estudios?
– Sí, de mis estudios de filosofía.
– ¿Y de teología?
– De teología todavía no.
– ¿Cómo? ¿No has estudiado teología?
– Lo haré después de la guerra.
– Pero no puedes llegar a ser sacerdote sin esos estudios.
– Desde los ocho años he ayudado a Misa y lo hacía muy bien. Me sé todas las ceremonias de la Misa.
– ¡Pero aquí no ordenamos a monaguillos!
– Además, Santo Padre, he llevado y administrado la Sagrada Comunión a soldados heridos y moribundos en el frente.
– ¿Cómo es así si ni siquiera eres sacerdote?
– Un obispo me dio permiso. Lo he hecho muchas veces. Y llevo Sagradas Formas consagradas siempre conmigo para ese fin.

Le mostré la carta del obispo, y luego saqué reverentemente la cajita en que siempre llevaba conmigo las Formas Consagradas para su protección y distribución pues nunca me separaba de ellas, y me arrodillé en silencio. El papa comprendió y se arrodilló también. Me dijo que esperase a la salida y me darían el documento firmado por él para mi ordenación. Y así fue.

Volví al frente. Caí prisionero de los ingleses. Me llevaron de una prisión a otra hasta Argel. Allí conseguí contactar con el obispo, le enseñé el documento del papa con el sello del Vaticano, él lo examinó, hizo algunas investigaciones sobre mí, y se convenció. Así fue como un obispo francés ordenó sacerdote a un soldado alemán perteneciente a las SS. El general francés de la guarnición asistió a mi primera Misa, se arrodilló ante mí para besar las manos ungidas de un prisionero alemán y me pidió la bendición. Las oraciones de la Hermana Solana habían sido oídas.

Me contáis

Un amigo mío que ha viajado a Bokara en Uzbekistán me ha traído de allí un libro de ocurrencias del Mul-lá Naserudín que nació allí, ya que sabe que a mí me gustan sus cuentos sapienciales. Algunos de ellos:

– ¿Cuál de los dos nos es más útil, el sol o la luna?
– La luna.
– ¿Por qué?
– Porque nos da luz de noche que es cuando más la necesitamos.

Naserudín trabajaba en una tintorería. Un cliente le vino con una tela y le dijo para probarle:

– Tíñela de un color que nadie haya visto antes en el mundo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no sea ni blanco ni negro ni amarillo ni verde ni rojo ni rosa ni gris ni marrón ni azul ni violeta.
– De acuerdo. Entendido y aceptado.
– ¿Cuándo puedo venir a buscarla?
– Cualquier día excepto lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.

Los hombres del pueblo se habían reunido y cada uno presumía que era el más fuerte. Naserudín dijo:

– Yo soy viejo, pero tengo la misma fuerza que cuando era joven.
– ¿Cómo lo sabes?
– En nuestro patio hay una gran piedra. Yo no la podía mover cuando era joven, y ahora tampoco la puedo mover. Por eso digo que tengo la misma fuerza.

Un vecino vio a Naserudín que buscaba algo afanosamente en la ladera de la colina y le preguntó:

– Mul-lá, ¿estás buscando algo?
– Sí. El año pasado reuní algún dinero y cavé un hoyo y lo escondí por aquí pero no me acuerdo del sitio exacto y no lo puedo encontrar.
– Pero seguro que te fijaste en algún indicador que te lo recordase.
– Sí, había uno. Había una nube cuya sombra caía exactamente sobre el hoyo, y estoy esperando a la nube.

Naserudín tuvo que ir a una ciudad lejana por negocios y se despidió de su mujer y sus hijos hasta tres meses. Pasados los tres meses vio que aún le quedaban asuntos por resolver en esa ciudad y tendría que quedarse en ella un mes más. Escribió una carta para decírselo a su mujer pero no encontraba a nadie con quien enviarla al pueblo. Al fin partió él mismo, llegó a su pueblo, y llamó a la puerta de su casa. Salió su mujer, quien se regocijó al verlo y le dio la bienvenida. Pero él le dijo:

– No, mira. Yo no he venido. Ha venido la persona a quien tu marido le encargó traer esta carta. Yo vendré dentro de un mes, y entonces hablaremos.

Con eso le dio la carta a su mujer, se dio la vuelta, y se marchó.

Naserudín y su mujer estaban un día de noche hablando a la luz de una vela. Vino una ráfaga de viento y se apagó la vela. Su mujer le dijo:

– Allí, a tu izquierda están las cerillas. Coge una y enciende la vela.
– ¿Pero cómo quieres que vea en la oscuridad cuál es mi izquierda?

También está el cuento, repetido en todas las literaturas, en el que Naserudín iba con su hijo y su burro, primero él montado en el burro y su hijo andando, por lo que la gente que lo veía le criticó por egoísta; entonces montó a su hijo en el burro y él se puso a andar a su lado, y también le criticaron porque el joven era quien debería ir andando, y no el viejo; luego se montaron los dos y le criticaron porque abusaba del burro.
Hasta aquí, yo conocía el cuento. Pero el final no lo conocía. Harto de tanta crítica el Mul-lá se cargó el burro a la espalda y echó a andar de esa guisa, diciendo: ‘¡Por lo menos así me dejaran en paz!’ Pero, claro, tampoco le dejaron en paz y se rieron diciendo que era el burro quien tenía que cargar con él, y no él con el burro.

Hagas lo que hagas…

Salmo

Salmo 72 – La amargura de la envidia

“Mi corazón se agriaba…
y envidiaba.”

Me da vergüenza a mí mismo, pero no puedo remediarlo. ¿Por qué me quemo por dentro cuando mi hermano triunfa? ¿Por qué me entristecen sus éxitos? ¿Por qué me resulta imposible alegrarme cuando otros lo alaban? ¿Por qué he de forzarme a sonreír cuando me veo obligado a felicitarle? Quisiera ser amable y educado, reconozco que su trabajo es diferente al mío, que sus éxitos no me hacen ningún daño.

Incluso veo perfectamente que sus triunfos deberían alegrarme, porque también él, a su manera, trabaja por tu Reino como yo lo hago; y así, cuando le salen bien las cosas, le salen también a ti y a mí, y todo eso redunda en tu gloria. Pero, en vez de ver en ello tu gloria, veo solamente su gloria personal, y eso me irrita. Y luego me irrito por haberme irritado. No hay tristeza más triste en el corazón del hombre que la que le hace entristecerse cuando las cosas le salen bien a su hermano.

Y, sin embargo, esa tristeza anida en mi corazón. Simiente amarga. Vergüenza íntima. Envidia inconfesable. El sufrimiento más irracional del mundo y, sin embargo, el más real, universal, diario. Apenas pasa un día, una hora, sin que las garras inútiles de la envidia hagan sangrar a mi corazón indefenso.

Entonces trato de justificar mi locura y encubro con planteamientos filosóficos la necedad de mis quejas. ¿Por qué sufren los justos? ¿Por qué ganan los malvados? ¿Por qué ese hombre, que ni se acuerda de ti, me ha ganado a mí, que te rezo todos los días? ¿Por qué permites que un hombre sin religión triunfe, mientras fieles sinceros quedan en la miseria? ¿Por qué está el mundo al revés? ¿Por qué no hay justicia en la tierra?

¿Por qué te quedas impasible, como si esto no te importase nada? ¿Por qué me pierdo yo en el fracaso y el olvido, mientras que seres a los que no quiero juzgar, pero que a todas luces se saltan tus reglas y aun tus mandamientos, cosechan éxitos y acaparan admiración? ¿Por qué yo, que te sirvo de toda la vida, me quedo atrás en el mundo mientras otros que sólo te sirven de palabra se me adelantan en todo y disfrutan de la popularidad que a mí se me niega?

“Yo por poco doy un mal paso,
casi resbalaron mis pisadas:
porque envidiaba a los perversos,
viendo prosperar a los malvados.

Para ellos no hay sinsabores,
están sanos y orondos;
no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás.
Por eso su collar es el orgullo,
y los cubre un vestido de violencia.

Insultan y hablan mal,
y desde lo alto amenazan con la opresión.
Su boca se atreve con el cielo,
y su lengua recorre la tierra.
Dicen, ‘¿Es que Dios lo va a saber,
se va a enterar el Altísimo?’
Así son los malvados;
siempre seguros acumulan riquezas.

Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón
y he lavado en la inocencia mis manos?;
¿para qué aguanto yo todo el día
y me corrijo cada mañana?
Meditaba yo para entenderlo,
pero me resultaba muy difícil.”

Esa es mi tentación, Señor, y ante ti la descubro con toda sinceridad y humildad. Acepto tu juicio, reconozco mi ignorancia, adoro el misterio. Sé que eres justo y misericordioso, y no me toca a mí pedirte cuentas o exigir que tus opiniones se ajusten a las mías. Tienes al tiempo a tu favor (y donde digo tiempo, digo eternidad); sé que amas a todos los hombres y sabes muy bien qué es lo mejor para cada uno en todo instante, y qué es lo mejor para mí, que observo todo eso y siento las cosas profundamente y quiero robustecer mi fe contemplando tu acción entre los hombres. Eres libre para distribuir tus gracias como lo deseas, y en lo que haces por uno hay bondad para todos si logro entender con la mente lo que ya creo con el corazón.

Suaviza en mí ese ímpetu que siento de compararme a los demás, ese falso instinto de sentirme amenazado por sus éxitos y desplazado por sus logros. Enséñame a alegrarme con las alegrías de mis hermanos, a sonreír con su sonrisa, a tomar como hechos a mí los favores que les haces a ellos. Recuérdame que siempre he de respetar tus juicios, aguardar tu hora, creer en la eternidad.

Y, sobre todo, Señor, dame la gracia de que no me ponga nunca a clasificar a la gente, a declarar a unos buenos y a otros malos, a encerrarlos en celdas ideológicas que sólo mi orgullo intelectual ha erigido. Tú eres el único que conoces de veras el corazón del hombre, tú eres Padre y tú eres Juez.

A mí me corresponde amar a todos los hombres y mujeres como hermanos y hermanas y liberarme de la carga que en mala hora me he echado yo mismo sobre mis espaldas de juzgar las conciencias de los demás sin conocerlas. Quiero ser feliz estando donde estoy y siendo lo que soy pues me basta saber que estoy a tu lado y tú me amas y me defiendes.

“¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Yo siempre estaré contigo;
tú agarras mi mano derecha,
me guías según tus planes
y me llevas a un destino glorioso.”

Meditación

Pluralidad

“El ganso tiene las patas demasiado cortas,
y la grulla, demasiado largas.
Pero alargarle las patas al ganso
o acortárselas a la grulla
sería acto de un malvado y de un insensato.’
(Pu Sonling)

Y, sin embargo, el mundo parece lleno de esos insensatos. Acorta y alarga, estira y encoge, mete y saca, pero no dejes nada como está. Corta la rama que sobresale y estira la que no llega, con lo cual hieres a las dos. Democracia jardinera que a nada perdona. Nos están haciendo un mundo demasiado ordenado. El fallo está en pensar que el ganso tiene las patas demasiado cortas, y la grulla demasiado largas. Una vez que entra el ‘demasiado’, no pararemos hasta igualarlas. En realidad, el ganso tiene patas de ganso, y la grulla, de grulla, y eso es todo. Las cosas con como son. Y gracias a eso tenemos gansos y tenemos grullas, tenemos el divertido andar del ganso y el ágil volar de la grulla. Unas patas sirven para una cosa y otras, para otra. Unas ideas sirven para andar, y otras, para volar. No me impongas las ideas de tu cosecha porque a ti te parezcan mejores. Quédate con tus patas y déjame a mí las mías. No compares. No empieces a decir ‘mejor’ y ‘mayor’ y ‘demasiado’. Ya te veo con las tijeras dispuesto a recortar mis piernas que son ‘demasiado’ largas. Te conozco, censor de ideas. Me echaré a volar antes de que llegues. Me gustan mis piernas tal como son. Y también me gustan las tuyas tal como son. A eso lo llaman ahora ‘pluralismo’. Antes era sentido común.

Fundación González Vallés

Contacta con nosotros

15 + 15 =